1. CERO UNO SEIS
Al abrir la puerta, las bisagras chirriaron con un agudo quejido, como un lento y
doloroso lamento metálico. “Siempre me acuerdo cuando voy a salir”, pensó.
“Cuando vuelva les echaré el aceite que tengo en…”. Bajó la mirada hacia su
mano, hacia sus dedos apretados con fuerza alrededor de la manilla y no pudo
recordar dónde guardaba el aceite. Cuando vuelva, cuando vuelva…
Empujó la maleta azul hasta atravesar la frontera del umbral. Desde el
último viaje las ruedas no giraban bien, se quedaban agarrotadas, inmóviles,
como se quedó ella junto a la cinta transportadora repleta de equipajes cuando
él gritó “Esto es por tu culpa, por el golpe que le diste. ¡Es que eres una inútil!“.
Él sabía que no era verdad, pero lo dijo, lo soltó con esa rabia que ella tanto
conocía, con ese desprecio hiriente que le hacía sentirse fuerte. Él y sus
malditos escándalos. Los aeropuertos y su maltrato del equipaje. Ella, como un
equipaje más. Viendo cómo se alejaba, callada, en medio de la sala, en medio
de las miradas, en medio de la vergüenza, comenzó a arrastrar la maleta,
arrastrando con ella su temor. Igual que ahora hacia con dos pequeñas
mochilas y la bolsa de deporte roja que siempre llevaba al gimnasio,
empujándolas hasta dejarlas junto a la maleta azul, al otro lado del umbral.
¿Y la de Hello Kitty, mamá? preguntó la niña mientras observaba
cómo pasaban de un lado a otro los bultos.
Esa es muy pequeña, cariño. ¿Vas a llevarte esa muñeca?
Es Clara, mamá. Tiene que venirse conmigo.
Entre sus manos de tres años, la pequeña sujetaba una muñeca
regordeta, tatuada en un brazo con restos de rotulador, con una pierna a punto
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2. de descolgarse, el pelo en completa rebeldía e inmune a las pasadas de la
mano de la niña intentando peinarla y con la única vestimenta de unos
calcetines blancos y unas manoletinas rosas. Miró a su hija con una sonrisa y
dedicó unos segundos a recorrer la enternecedora fragilidad del juguete. Su
desnudez de plástico dibujó en el recuerdo el dolor de su propia imagen de
muñeca rota cuando, también desnuda, también con el cabello erizado por el
miedo, huía alejándose de la amenaza del puño cerrado que acababa de
golpearla en su espalda, su cabeza y sus brazos provocando manchas en su
piel que no eran de rotulador. Huida hacia ninguna parte atravesando el exiguo
camino del mismo pasillo que en este momento miraba con indiferencia. Huida
con término en aquella esquina donde, arrinconada, acurrucada, convertida en
una pelota de carne tirada en el suelo, recibió las patadas y su
acompañamiento de insultos: “¡Ni para esto vales!, “¡Estoy hasta los cojones de
ti!”, “¡Un día te voy a matar”. Y ella, ahogada por las lágrimas, deseaba que ese
día llegara pronto.
¿Mañana voy a ir al cole, mamá?
Claro que sí. Además, voy a llevarte yo. Y también iré a recogerte.
¿De verdad?
Ella volvió a sonreír y asintió en silencio. “De verdad, mi amor. Te lo
prometo. A partir de ahora nadie nos dirá lo que tenemos que hacer”, pensó. La
pequeña, sin decir nada, como si intuyera la complicidad y la ternura que su
madre necesitaba, dio dos pasos y rodeó con un abrazo sus piernas. Entonces,
el temblor de su sonrisa pareció anunciar el inicio del llanto. “Ni una lágrima
más, ni una lágrima”, se dijo a sí misma. Cogió entre sus brazos el menudo
cuerpo de la niña y la alzó hasta que sus rostros quedaron enfrentados y sus
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mismo aire donde se diluían los secretos deseos de ambas por estar siempre
juntas. Ni una lágrima más, ya habían derrochado suficientes cuando las dos
dormían juntas en la estrecha cama de la pequeña y ella preguntaba “¿Por qué
lloras, mamá?”. Suficientes las provocadas por el sufrimiento de su cuerpo
dolorido y magullado, por la rabia de haber colgado tantas veces el teléfono
antes de marcar esos tres números, por el miedo al despertar cada mañana o
al oír la llave en la puerta cuando él regresaba o al abrir la boca y no saber si
sus palabras serían las que él quería oír. Suficientes lágrimas las regaladas al
cobarde engreimiento que él exhibía mientras el pánico la bloqueaba cuando
su hija era espectadora de sus rugidos, sus amenazas y sus golpes. “A ella no
la toques, a ella no la toques”, era lo único que acertaba a decir cuando todo a
su alrededor era violencia. Ni una sola lágrima más.
¿Quieres que empecemos ya el viaje? preguntó a la niña mientras
la devolvía al suelo después de darle un beso.
Vale respondió despreocupada y escuetamente, como si, en
cualquier caso, hubiera que hacerlo sin remedio. Y no le faltaba razón. Éste era
el paso, había que hacerlo necesariamente.
“Tienes que hacerlo”, le dijeron tres días atrás, cuando por fin se había
decidido a marcar los tres números en el teléfono para escuchar lo que podrían
decirle y, sobre todo, para ser escuchada. Al otro lado, la voz que pronto dejó
de ser anónima, “Me llamo Remedios”, dijo abrió las puertas y ventanas de
su horizonte. “Tienes un nombre muy adecuado”, terminó bromeando ella
cuando Remedios le dijo que al día siguiente la esperaban: “He hecho una
llamada a los Servicios Sociales más cercanos a tu casa. Mañana estarán
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4. contigo. Y no te preocupes. O sí, preocúpate de no arrepentirte ni de mirarte al
espejo para preguntarte cuál es tu culpa. No tienes culpa de nada. Debes ser
dueña de la iniciativa, abrir paso a tu propio empoderamiento”. No sabía muy
bien qué significaba eso del empoderamiento, pero le gustó cuando se lo
explicaron. “No tienes nada que consultarle, nada que decirle, nada que
advertirle. Mañana te dirán lo que puedes hacer y tendrás toda la ayuda que
necesites. Tu hija y tú os la merecéis”.
No se iba de casa. Esa no podía ser su casa mientras él estuviera en
ella. No huía del miedo porque se lo llevaba enquistado en el corazón, huía de
la violencia y la tiranía para, desde la distancia, encontrar el medio que las
hiciera desaparecer. No se alejaba de las cosas y los recuerdos que la definían
como persona porque, precisamente, iba al encuentro de ella misma. No
renunciaba a nada, pues pronto la justicia terminaría hablando. Su hija y ella
iban camino del acogimiento, hacia el refugio y la paz que él les negaba. Hacia
la dignidad y el respeto.
Las bisagras volvieron a chirriar cuando cerró la puerta. Pero no le
importó, ni siquiera pensó en el aceite. Colocó una mochila sobre los hombros
de su niña, “¿Pesa, cariño?”, “¡Qué va!”. Cogió la bolsa roja y la otra mochila
con una mano. En la otra, el asa de la maleta azul. Se alegró al comprobar que
las ruedas no giraban, así harían más ruido. Cuanto más ruido, mejor. Que
todos se enteraran de que ella se iba y nada podía ya pararla.
Vámonos, mi princesa.
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