1. UVI móvil
En Los vencedores del asfalto, de Antonio Pérez Henares, se enumeran los pájaros
sobrevivientes que viven en el áspero Madrid -petirrojos, gaviotas carroñeras, lechuzas,
abubillas, gavilanes- y se cuenta el fantástico fluido gorjeo de los jilgueros; cuando te meten en
una UVI móvil, rodeado de bombas de nitroglicerina, pantallas de la tensión, cordoncitos de
oxígeno, no oyes gorjeos sino frenadas y la herida sirena hiela tu corazón.
He conocido los ruidos de la ciudad, el del rock, el de las barricadas, pero ninguno tan
demoledor como el de una ambulancia que te lleva de la Clínica Cemtro a La Milagrosa, para
que te hagan un cateterismo cardiaco que aportará datos sobre el estado de tu corazón y
medirá la sangre que bombea y el torrente de tu vida.
En Cemtro me despedí de un batallón de ángeles por si no los hallaba
al llegar al cielo, ángeles por delicados y solventes. Cuando llegué a La
Milagrosa me recibió una monjita tímida y me puso una medallita en la
bobanilla. Pero entre los ángeles y la virgen atravesé la ciudad dura y
destartalada en un viaje que si tienes mala sangre puedes desear a tu peor
enemigo. Yo ya no tengo enemigos, se me han muerto todos, pero es difícil
desear a alguien esas miradas compasivas, tensas, extrañas del médico, el
celador y la enfermera, que observan tus constantes vitales como si fuera
la prima de riesgo mientras la nave tosca, tambaleante, adelanta coches,
se arroja por rampas y apenas te deja ver la copa de los árboles.
Lo mejor vino después: apareció un tipo despechugado, despistado y me metió una aguja
como una espada en la ingle. Un chorro de sangre saltó a su bata y entonces se inició un
verdadero happening. El doctor me preguntó que qué me parecía el toreo de José Tomás,
mientras me mostraba en la pantalla la selva de mis arterias y el primer plano de mi corazón.
Este hombre bohemio me contó que es de Lérida, del mismo lugar que Pujol, el futbolista y
Borrell, el político. Una señora rubia de sus ayudantes me contó que está leyendo mi novela,
No es elegante matar una mujer descalza, y cuando parecía que iba a empezar el infierno, la
tortura de las agujas y el bisturí, va el tío y me dice: «Esto ya está, puedes irte. Yo ahora
mismo voy a tomar un verdejo con mi amigo Ladys». Era Macaya, el rey de los catéteres,
con un ligero aire de la Warner Bros, del que toda la profesión médica dice que es el número
uno. Me despedí del monstruo y de la deliciosa monjita y volví a atravesar esa terrible ciudad
en la que no oí el gorjeo de ningún jilguero.
RAÚL DEL POZO.-
EL MUNDO 25/06/2012