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91
Antes de salir para la colina donde se iba a efectuar la
ejecución, el condenado pidió quedarse a solas unos
momentos con el reverendo McNabb. El deseo le fue
concedido.
McNabb se estremeció al oír el relato de Rittringham.
—¡Vade retro, Satán! —clamó, a la vez que trazaba
en el aire el signo de la cruz.
La multitud rodeaba la colina, en cuya cima había un
roble solitario, de una de cuyas ramas iba a ser
colgado el reo. De pie sobre la carreta que le había
conducido al patíbulo, Rittringham pidió hablar unas
palabras antes de que se cumpliera la sentencia.
—¡Pueblo de East Valley! —Gritó, con toda la fuerza
de sus pulmones—. Muero inocente del crimen de
que se me ha acusado. Pero no me vengaré de mis
jueces ni de los ejecutores de la ley. Un día volveré
para vengarme del hombre que verdaderamente
asesinó a Vince Corley; y no sólo me vengaré de él,
sino de sus hijos y los hijos de sus hijos. ¡Maldito,
maldito sea siempre el nombre de...!
92
Alzó la lanza.
Él echó a correr, haciéndolo en zigzag.
Pero no le sirvió de nada su estratagema. La lanza le alcanzó, en el
cuello.
Con la lanza clavada, se volvió hacia su asesino, llena de sangre su
herida y su boca, vacilantes sus rodillas, tambaleantes sus pies.
Se puso a gemir de una forma tenebrosa, patética. Seguía en pie,
aunque manteniendo a duras penas el equilibrio.
Vio cómo la mano asesina se apoderaba de una nueva lanza, como la
otra, como todas, pintarrajeada a rayas rojas y negras.
Antes de recibir el nuevo impacto, cayó al suelo. Las fuerzas le
abandonaron. Se sentía a punto de desvanecer, o de morir, no lo
sabía.
Sólo supo, o mejor adivinó, que una nueva lanza, ya caído él en el
suelo, iba a clavarse una y otra vez, en su cuello, hasta seccionarlo,
hasta desencajarlo del cuerpo.
—No, piedad... Cualquier otra muerte, menos ésa...
—¿Quieres otra muerte? —preguntó como no desestimando su
petición.
—Sí, otra muerte... Cualquiera, antes que ésa...
—A tu gusto…Hasta dónde llegó la frialdad científica, cruel y
despiadada de un régimen siniestro y estremecedor? ¿Qué horrores
puede provocar la manipulación de seres humanos como simples
cobayas de laboratorio? ¿Pudo ser cierta la historia de Franz Rohtman
y su pavorosa circunstancia?
Tal vez no ocurrió nunca. Pero, desgraciadamente para la
Humanidad..., sí pudo ser cierta.
93
Vámonos con la Reina Victoria y su largo
reinado. Vayamos con su terror. A personajes
propios de su época, de su momento, de su
«clima». No será el Destripador. No será
Jekyll o Hyde. Ni siquiera los «clásicos» de
Stoker o de Mary W. Shelley.
Será un personaje terrorífico y atroz, digno
vástago alucinante de su época: La Mujer
Reptil. Creo que en ella se simboliza la Era
Victoriana y lo que pudo haber de exótico, de
heroico... y, a la vez, de sórdido y horrible…
94
Mentalmente, se juró no pasar una segunda noche en
aquella casa.
¿Era de carne realmente?
Tocó un par de piedras de las que había junto a la
puerta. ¿Por qué aquel tacto suave y ligeramente
cálido?
Abrió y salió al pasillo. Apenas había avanzado un par
de metros, vio venir a la araña a todo correr.
Se quedó helado. Ahora estaba completamente
despierto, los efectos de la droga habían sido
eliminados de su organismo. Ya no podía achacar la
visión de aquel horrible ser a una pesadilla.
La araña se le echó encima, saltando de un modo
singular. Estuvo a punto de caer redondo. Pero, de
repente, oyó el más extraño sonido que podía
imaginarse y que, desde luego, un arácnido no emitiría
jamás: —¡Guau, guau, guau...!
95
—Confieso que estoy desconcertado.
—Eso es lo menos que puede estar usted. Deberá
convencerse de que es algo diabólico, sobrenatural.
Esos seres no son humanos.
—Tampoco parecía humano el monstruo que yo vi
y sin embargo se dio mucha prisa en escabullirse
cuando vio el revólver.
De pronto recordó la indiferente actitud del
asaltante, en el cuarto de las muchachas. Aquel
individuo no había hecho ningún caso del arma,
como si no existiera.
Entonces recordó otra cosa y dijo:
—Goskin... su nieta me dijo que habían sacrificado
todos los perros del pueblo. ¿Por qué lo hicieron,
tiene eso alguna relación con lo que está
sucediendo?
—Lo ignoro. Los perros fueron muertos porque dos
animales aparecieron con síntomas de rabia.
96
Ya habían llegado al cementerio, que no estaba
demarcado por ninguna valla ni tapia.
Las tumbas estaban situadas irregularmente y la
mayoría de ellas eran de gran sencillez.
Una de las sepulturas, sin embargo, destacaba
sobre las demás. Parecía un gran cajón de granito,
de dos metros y medio de largo, por casi dos de
anchura y uno y medio de altura aproximadamente.
Había cadenas rotas en torno a aquel túmulo de
piedra. Yale adivinó que las cadenas habían estado
colocadas como una especie de amarras de la
lápida, sujetas a enormes clavos de hierro hincados
muy profundamente en el suelo.
Cuatro cadenas transversales y dos en el sentido
longitudinal.
Y todas rotas, más o menos por el centro y caídas a
los lados de la sepultura…
97
De pronto, se escuchó un aullido prolongado y lejano. Era
el aullido de un lobo que semejaba venir del más allá, un
aullido que los hombres no llegaron a captar
conscientemente. Más, los animales del circo sí lo captaron.
Los lobos se pusieron inquietos; el macho de la camada se
retrepó, alzó su hocico y mostró sus blancos colmillos al
gruñir.
Los vacaríes comenzaron a saltar de una parte a otra de la
jaula. El tigre alzó su mirada y buscó por entre los barrotes.
La pantera desnudó sus uñas las enormes y oscuras garras
surgieron amenazadoras mientras por entre sus colmillos
aparecía la lengua rojiza.
Sin embargo, quien más sintió la llamada, quizá el aviso del
desconocido animal, quizá un lobo, quizá una bestia extraña
y perdida en aquellos bosques pródigos en árboles,
ubérrimos en matorrales, fue «Goliath», el gorila híbrido
que se puso en pie, con la espalda ligeramente encorvada.
Agarró los barrotes entre sus manazas y comenzó a
sacudirlos, mostrando una fiereza desacostumbrada. Su
boca se abría, mostrando los amenazadores colmillos.
Los músculos de sus brazos se hinchaban, sus huesos
semejaban crujir y los barrotes comenzaron a ceder...
98
—No, no... —Murmuró, asustado, retrocediendo—,
No lo haré.
—¡Pero luego querrás la mitad del botín, asqueroso
bastardo! —se enfureció su compinche,
mordiéndose el labio con ira—. ¡Anda, déjame a
mí...! Mira esto. ¡Se hace así!
Y tiró del pendiente.
Rasgó el lóbulo de la oreja de ella.
Brotaron gotas de sangre del cadáver. Y ella, la
difunta, la mujer ajusticiada en Newgate dos días
atrás... ¡LEVANTÓ EL CUERPO, MIRÁNDOLES
TERRIBLEMENTE!
Y un alarido de dolor escapó de los labios yertos.
Luego, mirándoles, con aquellos ojos suyos, acusó
con voz que surgía de la propia tumba helada:
—Ladrones... Cobardes... ¿Qué hacéis con los
muertos?
99
—¡Ya la tengo! ¡Venid a ayudarme...! —se desgañitaba
al hablar—. ¡Que no se escape la muy endemoniada!
Llegaron en su ayuda y la llevaron, entre todos, medio
arrastrándola, hasta la Plaza Mayor de la localidad.
Y les faltó tiempo para amontonar leña alrededor de un
poste. Donde con anterioridad la habían atado a ella.
Luego prendieron fuego a las ramas.
Sin apelativos. Sin esperar a juicio ninguno, ya que los
bastaba y sobraba con la unánime conformidad de todos
ellos.
—¡Esto no acabará— aquí! —Se puso a gritar la bruja
Raquel, cuando ya las llamas prendían el borde de su
vestido—. ¡Alguien me vengará! He tenido una hija,
¿no lo sabéis? Pues ella, mi hija, me vengará de todos
vosotros! ¡Y si no es mi hija, será mi nieta...! ¡O mi
biznieta! ¡Será tan hermosa como yo y como yo se hará
amar...! ¡Y matará a cuantos la amen! ¡Y seré vengada!
¡Malditos seáis todos por toda la eternidad!
100
Forcejeó para librarse de las argollas que le
sujetaban al muro. Vagamente se dio
cuenta de que una de ellas cedía un tanto,
pero la mayor parte de su interés estaba
centrado en el reptil que seguía avanzando
hacia él.
La ilusión había desaparecido. Ahora se
trataba de una serpiente auténtica. No sabía
dónde estaba, pero no le importaba
demasiado. En aquellos momentos, estaba
solo en el subterráneo, con un cadáver que
se ennegrecía con espantosa rapidez, y un
mortífero reptil, dispuesto a atacar para
inocularle su letal veneno.
101
Pequeñas y deformes cabezas rodaban y
lanzaban gemidos, a través de horribles
bocas. Seres vivos de forma enana, se
retorcían fuera del líquido que les
mantenía la vida.
Algo con aspecto de corazón daba saltos,
mientras lanzaba los últimos latidos.
Un pequeño monstruo, no mayor de
treinta centímetros de estatura, lanzaba
alaridos, y otro ser, igualmente enano,
con dos cabezas y tres brazos, caminaba
jadeando…
102
—No era humano. Tampoco el de una bestia,
aunque aparecía velludo, blanco como el
yeso, con ojos desorbitados... Uno parecía
colgarle, incluso, fuera de la órbita, sujeto
solamente por unos nervios sangrantes... La
boca babeaba... y su baba se mezclaba con la
sangre que salpicaba su piel, sus cabellos
oscuros y revueltos, de hombre o de lobo, no
sé... Luego, creo que... que abrió la boca
inmunda, de dientes amarillentos y sucios,
desiguales y afilados... y mirándome muy
fijo... pronunció mi nombre. No sé más.
Entonces me desvanecí...
103
—¿Y qué hay del espectro, profesor?
La pregunta sonó casi absurda entre aquellas paredes
repletas de sabiduría.
—Forma parte de la leyenda sórdida del castillo. La
mujer que se casó con el conde Barany era, como ya he
dicho, una belleza casi increíble. Supongo que debió
vivir asediada por admiradores. O quizá fuera una dama
ligera de cascos, quién sabe. El caso es que el conde
descubrió su infidelidad. Y aquí empieza el misterio. Le
aseguro a usted que he buceado en todos los archivos de
la época, he consultado millares de documentos... pero
no pude hallar nunca un solo dato veraz y concreto sobre
lo sucedido en el castillo a partir del día que el noble
centroeuropeo descubrió la infidelidad de su esposa la
condesa.
—¿Qué pasó, mandó emparedarla, o le cortó la cabeza?
—Ahí radica el misterio. La condesa no volvió a ser
vista jamás a partir de aquella fecha. Pero muy pocos
días después» el propio conde Barany apareció
asesinado. Alguien le había clavado un puñal. El puñal
de plata.
104
El aullido resonó brusco, potente, estallando en el
absoluto silencio de la noche. Sobresaltado, se
sentó en la cama.
Había un perro que ladraba furiosamente en la
calle. Los ladridos se oían un poco lejos, pero se
acercaron con rapidez, alejándose en pocos
momentos, hasta morir a lo lejos.
Corrió hacia la ventana. El perro ya no se oía.
Había muchas luces encendidas. Oyó gritos...
—¡Ha sido el perro de la bruja!
—Ha recorrido la población, pero nadie le ha
visto...
Empezó a pensar en lo peor. Se vistió rápidamente
y salió disparado del hotel.
A lo lejos sonaban excitados comentarios…
105
Corría de algo. Huía despavorido, convertido en un
fantasma de terror. Sus ojos desorbitados,
inyectados en sangre, habían sido testigos del mayor
horror imaginable por cualquier ser humano. Sus
oídos aún mantenían como impreso en ellos, en una
imaginaria cinta magnética, los alaridos de un
hombre enfrentado al más increíble de los espantos.
A su propia destrucción inaudita.
Estaba seguro de haber captado extraños
chasquidos, crujidos de huesos humanos triturados,
masacrados por un ente de pesadilla, por un
monstruo horripilante que nadie podía imaginar.
Miraba atrás, alucinado, temiendo ver tras de sí
aquella «cosa», aquella sombra dantesca
emergiendo de las oscuridades de la noche, en
persecución suya, para que nunca hablara, para que
jamás dijera a nadie lo que había visto, lo que había
vivido...
106
Estaba aterrada, quería gritar sin
conseguirlo mientras la negra y gruesa
serpiente se enroscaba alrededor de su
cuerpo.
Aquello era el fin... Sólo tendría que
empezar a constreñirla para asfixiarla,
estrangularla y de este modo asesinada,
ella lograría el pacto con el diablo. Sería
su firma para que luego, al caer de los
tiempos, su alma perteneciera a Loki…
107
—He hablado con Karl Hagen. Me ha aconsejado
llene esta botellita de agua bendita de la pila de
esta iglesia.
El sacerdote sonrió.
—Los aldeanos son muy supersticiosos. En vano
trato con mis sermones de inculcarles la idea de
que el diablo no es precisamente un ente material,
como usted y como yo. Pero ellos creen que
habita en ese castillo.
—Parece como si lo creyeran desde tiempo
inmemorial.
El padre Dempfner suspiró.
—No se sabe con exactitud cuándo empezó la
leyenda. Yo llevo aquí una docena de años y,
créame, todos mis esfuerzos en ese sentido se han
estrellado contra la cerrazón de los aldeanos; al
menos, de la mayoría de ellos. Pero si quiere
llenar la botella de agua bendita, hágalo sin el
menor reparo —añadió, sonriendo.
108
El fulgor de las llamas encendió de colores y de luz
su rostro bañado en sudor. El cuerpo semidesnudo,
de ropas desgarradas, lascivamente casi, se retorció
entre cadenas y cuerdas. El pesado, macizo poste al
que permanecía sujeta, no se conmovió por ello. No
era fácil, dada su corpulencia y firmeza en estar
hincada a la áspera, dura tierra sacudida por los
fríos vientos eslavos de diciembre.
—¡Arde, bruja, arde! ¡Arde, hermosa y maldita hija
de Satán!
—¡Arde, bruja, arde hermosa bruja!... —repitieron
cien voces como en un coro que, más que angélico
resultaba casi demoníaco. Y repetían, hasta el
paroxismo fanático y exorcista—: ¡Arde, arde, arde,
arde... ARDE, ARDE BRUJA...!
109
«No salgo de mi espanto —había escrito el doctor
Griffin en las últimas páginas—. El resultado de
mi ciencia es sólo un engendro monstruoso. He
efectuado la ansiada prueba y el resultado ha sido
como para maldecir una y otra vez el haber
nacido.
»Un niño del poblado se hallaba enfermo. Decidí
darle sangre de un cachorro de león. Estaba seguro
de que todo iría bien.
»Hice que su madre se alejara de la choza. Así
podría efectuar mi experimento con más libertad.
»Pero el resultado fue horrible, terrorífico. Como
una maldición de Satanás, que los hombres
inventaran para destruirse entre sí.
110
—Otro crimen...
—Sí. Y de nuevo en Lambeth. Resulta terrible leer
eso tan frecuentemente en los periódicos, querida.
—Una mujer, nuevamente, Roger...
—Eso es: siempre una mujer... —Roger Lansbury
meneó la cabeza, pensativo—. Debe haber una
razón para esos crímenes. Y para la elección de las
víctimas.
—¿Una razón? —se preocupó Karin, su esposa.
—Eso es. Siempre existe una razón hasta para lo
más absurdo, Karin. Incluso un loco debe moverse
con un objetivo concreto. Supongo que ese
monstruo desea la muerte de las mujeres. Sobre
todo, de cierta clase de mujeres. Habrás observado
que todas eran más o menos jóvenes, más o menos
atractivas... pero todas eran de vida poco
edificante. Sencillamente: trotacalles de la peor
especie.
111
Encendió voluptuosamente un cigarro mientras se
acercaba con el aspecto indolente del que no tiene
nada que hacer.
Y entonces se quedó de piedra. Quedó helado.
La sangre pareció dejar de circular por sus venas.
Porque los pequeños huecos que él había visto en el
solar el día antes eran ahora un hueco inmenso,
enorme, que casi tocaba los cimientos de la clínica
contigua. Sencillamente, toda la tierra había sido
removida.
Y sin embargo, no había allí la menor señal de
alarma. Ni un policía que vigilase. Ni un obrero que
hablara con sus amigos. Ni un inspector. Nada.
—Por favor, ¿qué hacen aquí?
—¿No lo ve? Un parking subterráneo.
—Gracias —dijo —. Mu... muchas gracias.
Y se alejó arrastrando los pies. Porque había algo que
le seguía helando la sangre en las venas.
Si nadie había descubierto el cadáver, ¿dónde se
encontraba éste? ¿A qué sitio había ido a parar?
¿Dónde infiernos estaba la muerta...?
112
Lanzó un terrible alarido de pavor, a la vez que saltaba de
la cama. Durante unos segundos, sin cuidarse en absoluto
de su desnudez contempló el espantoso cuadro que se
ofrecía a sus ojos desorbitados.
—Estoy soñando, estoy soñando...
Pero no tardó en convencerse de que lo que estaba viendo
era la pura realidad. Y entonces, el terror penetró de nuevo
en su mente, como una aguda lanza mortal de fuego
abrasador. Gritó otra vez.
Corrió. Roncos alaridos brotaban de su boca, mientras
atravesar el corredor. Al llegar a la escalera, lo divisó
abajo, al pie, contemplándole con expresión inquisitiva.
Retrocedió un par de pasos. De pronto, sintió que el suelo
se abría bajo sus pies. Cayó, chillando frenéticamente, por
un plano inclinado, hasta que se detuvo en algo blando,
que amortiguó el impacto casi por completo. Entonces fue
cuando divisó la colección de seres humanos.
Un ramalazo de locura se apoderó de su mente. Casi en el
acto, notó un olor dulzón, muy penetrante. Las personas
que le miraban se multiplicaron miles de veces en pocos
segundos, antes de desvanecerse en una negra oscuridad…
113
La luz del fanal revelaba a sus ojos la presencia de un
madero afilado punzante y sólido cuya punta aparecía
bañada en un oscuro líquido seco cuya naturaleza no era
difícil adivinar.
—La estaca... —jadeó el aristócrata demudado—. Lo
hizo. El desdichado quitó ese madero del cadáver y... y...
—¡Y resucitó al vampiro! —Gritó angustiado,
oprimiendo contra sí a su esposa—. ¡Drácula debe estar
ahora aquí mismo, tal vez a nuestras espaldas..., vigilando
nuestras gargantas para morderlas, ávido de sangre!
Los cabellos de los presentes se erizaron ante la
revelación. Todos iban a girar sus cabezas,
aterrorizados..., cuando la llama del fanal se extinguió,
como apagada por un helado soplo llegado de no se sabía
dónde... ¡y una larga, aguda y terrorífica carcajada de
júbilo, de insano placer sin límites, vibró dentro de la
siniestra bodega, provocando el pánico ciego de los
desdichados viajeros y tripulantes del King George III!
114
Otro feroz chillido brotó de su garganta. La piel
del resto del cuerpo era tan negra como la de la
cara.
Frunció el ceño. En un principio, había creído
realmente lo de la broma, pero ahora veía con
toda claridad que, por alguna causa desconocida,
se había transformado en un hombre de color.
Negro.
Color negro, como el del cielo en una noche sin
luna.
Pareció enloquecer y salió disparado hacia la
puerta.
—¡Negro! ¡Soy negro, negro, negro...!
Corría ciego, sin ver, con la mente oscurecida por
el repentino terror que le había asaltado al ver la
transformación de que había sido objeto. Por
dicha razón, no vio el pesado camión de
transporte que llegaba en aquel preciso instante y
se metió directamente bajo sus ruedas…
115
En ese preciso instante, el pánico se desató de
nuevo en nuestro grupo.
Y la culpa de ello lo tuvo un terrorífico alarido
que brotó de alguna parte del vetusto y chirriante
navío... mientras de la chimenea del barco, caía
algo sobre nosotros, golpeando huecamente en
nuestros cuerpos primero, y luego en la cubierta.
Un rugido colectivo de pánico supersticioso,
conmovió a nuestro grupo. Vi huir a los marineros
armados en todos sentidos, con rostro lívido,
demudado, como si mil piratas del pasado cayeran
de súbito sobre nosotros, a cuchillo.
Y, sin embargo, la razón de todo aquel repentino
terror, era infinitamente más simple y en
apariencia inofensiva. Pero de un cariz
espeluznante que justificaba aquel soplo repentino
de pánico.
116
Algo falló en el coche, y perdida la dirección del volante,
las ruedas patinaron trágicamente sobre el mojado asfalto.
Al producirse el primer choque, la portezuela se abrió y
Charles Wiseman salió despedido. De otra forma, ante el
brutal encontronazo, sin duda el volante se le hubiera
incrustado en el pecho.
Verónica no fue despedida y quedó en su asiento, siendo
zarandeada por los golpes y los rebotes, y las vueltas de
campana. En la frente y en el cuello se le incrustaron
infinidad de cristales. La sangre quedó chorreándole por
la cara.
Y fue entonces, recordando sus últimas palabras, esto es,
sabiendo que el testamento era a su favor, cuando se
sintió dominada por sus peores y más malévolos
instintos. Se ladeó, cogiendo el volante entre sus manos.
Y le dio al acelerador, sintiendo un profundo y morboso
placer al ver que el motor aún funcionaba.
No dudó. No vaciló.
Hizo que las ruedas del coche pasaran sobre el cuerpo de
su marido. Y después retrocedió, y volvió a aplastarle.
117
Todos los rostros se volvieron en la misma dirección,
como de común acuerdo. Y el motivo era bien simple...
Era aquel sonido.
Aquella extraña resonancia en la noche, más allá de los
fantasmales muros de blanco y endurecido hielo...
Un rugido. La voz de algo viviente, emitiendo un
gorgoteo siniestro en la oscuridad. Como un aullido,
como un jadeo, como un sibilante y ronco estertor
animal...
Los sherpas se miraron entre sí, despavoridos. El terror
asomó a sus ojos oblicuos, repentinamente angustiados,
fijos en la negrura insondable.
—Es él... —musitó uno de los guías tibetanos—, ¡Es... el
yeti!
De nuevo, en la noche, se captó el rugido cercano,
escalofriante. Muy pálido, sintióse estremecer. Los
cabellos se le erizaban en la nuca, con un helado y
desagradable cosquilleo.
Súbitamente, los dos sherpas exhalaron un doble grito de
vivo terror supersticioso... y echaron a correr, en franca
huida, desapareciendo en las sombras de la noche.
118
Wanderer hizo señas al tabernero de que le
sirviera otra copa. Hofburg asintió y volvió
al mostrador, para traerla.
—¿Debemos creerle, señor Neustadt? —dijo
momentos después.
—Escuche, joven, he sido cazador durante
setenta años de mis ochenta y tres. Conozco
bien el bosque maldito y sé lo que me digo
—respondió Neustadt—. Ahí, en Kirsonfeld,
reina una loba de maldad infinita, con su
corte de damas, que viven con ella en la
cripta de Schwarzhaus. Por el día, es una
persona normal; por la noche, en especial al
llegar la luna llena, se transforma en loba y
corre con los lobos y lobas de su manada en
busca de víctimas…
119
—¿Se ha fijado usted en la herida del cuello?
—Fue atacado mientras estaba sentado en el coche,
tratando de ponerlo en movimiento seguramente.
—Ya veo... ¿Pero qué pudo producir aquel
desgarro?
—Cualquiera creería en una dentellada.
—¿Está bromeando?
—Es sólo una idea.
—Pero hombre, no sea absurdo. Sólo una bestia
podría haberlo hecho...
—¿Y quién le dice a usted que no fue una bestia?
—Una bestia que rompió el cristal, atacó al
muchacho causándole ese tremendo desgarro..., y
luego lo trasladó de lugar y... ¿Y qué? Sólo tenía esa
herida del cuello, ninguna más. ¿Cómo infiernos lo
hizo para vaciarle por dentro?
—Yo nunca he oído hablar de un animal que haga
estas cosas... ni que mate a sus víctimas de
semejante manera.
120
La nieve seguía cayendo, y la cabeza reducida
balanceándose en el aire.
El más joven de los dos sepultureros fue
cediendo en su espasmo y entrando en agonía
asido al cuerpo del viejo sin dejarle escapar,
escurriéndose contra el ataúd.
El viejo, cogido por los pies, no podía escapar,
era como si el muerto se lo impidiera, pero no era
Horace Pathros, aquel cuerpo decapitado y con la
cabeza reducida quien le atenazaba por los pies,
sino el cadáver de su propio compañero que
acababa de exhalar su último estertor mientras,
arriba, una risa entremezclada con llanto, que no
sonaba a cántico de niño desamparado, seguía
llamando a alguien para que le rescatara de allí
mientras la cabeza, sostenida en su mano, se
balanceaba a impulsos de un viento que no
existía.

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  • 1.
  • 2. 91 Antes de salir para la colina donde se iba a efectuar la ejecución, el condenado pidió quedarse a solas unos momentos con el reverendo McNabb. El deseo le fue concedido. McNabb se estremeció al oír el relato de Rittringham. —¡Vade retro, Satán! —clamó, a la vez que trazaba en el aire el signo de la cruz. La multitud rodeaba la colina, en cuya cima había un roble solitario, de una de cuyas ramas iba a ser colgado el reo. De pie sobre la carreta que le había conducido al patíbulo, Rittringham pidió hablar unas palabras antes de que se cumpliera la sentencia. —¡Pueblo de East Valley! —Gritó, con toda la fuerza de sus pulmones—. Muero inocente del crimen de que se me ha acusado. Pero no me vengaré de mis jueces ni de los ejecutores de la ley. Un día volveré para vengarme del hombre que verdaderamente asesinó a Vince Corley; y no sólo me vengaré de él, sino de sus hijos y los hijos de sus hijos. ¡Maldito, maldito sea siempre el nombre de...!
  • 3. 92 Alzó la lanza. Él echó a correr, haciéndolo en zigzag. Pero no le sirvió de nada su estratagema. La lanza le alcanzó, en el cuello. Con la lanza clavada, se volvió hacia su asesino, llena de sangre su herida y su boca, vacilantes sus rodillas, tambaleantes sus pies. Se puso a gemir de una forma tenebrosa, patética. Seguía en pie, aunque manteniendo a duras penas el equilibrio. Vio cómo la mano asesina se apoderaba de una nueva lanza, como la otra, como todas, pintarrajeada a rayas rojas y negras. Antes de recibir el nuevo impacto, cayó al suelo. Las fuerzas le abandonaron. Se sentía a punto de desvanecer, o de morir, no lo sabía. Sólo supo, o mejor adivinó, que una nueva lanza, ya caído él en el suelo, iba a clavarse una y otra vez, en su cuello, hasta seccionarlo, hasta desencajarlo del cuerpo. —No, piedad... Cualquier otra muerte, menos ésa... —¿Quieres otra muerte? —preguntó como no desestimando su petición. —Sí, otra muerte... Cualquiera, antes que ésa... —A tu gusto…Hasta dónde llegó la frialdad científica, cruel y despiadada de un régimen siniestro y estremecedor? ¿Qué horrores puede provocar la manipulación de seres humanos como simples cobayas de laboratorio? ¿Pudo ser cierta la historia de Franz Rohtman y su pavorosa circunstancia? Tal vez no ocurrió nunca. Pero, desgraciadamente para la Humanidad..., sí pudo ser cierta.
  • 4. 93 Vámonos con la Reina Victoria y su largo reinado. Vayamos con su terror. A personajes propios de su época, de su momento, de su «clima». No será el Destripador. No será Jekyll o Hyde. Ni siquiera los «clásicos» de Stoker o de Mary W. Shelley. Será un personaje terrorífico y atroz, digno vástago alucinante de su época: La Mujer Reptil. Creo que en ella se simboliza la Era Victoriana y lo que pudo haber de exótico, de heroico... y, a la vez, de sórdido y horrible…
  • 5. 94 Mentalmente, se juró no pasar una segunda noche en aquella casa. ¿Era de carne realmente? Tocó un par de piedras de las que había junto a la puerta. ¿Por qué aquel tacto suave y ligeramente cálido? Abrió y salió al pasillo. Apenas había avanzado un par de metros, vio venir a la araña a todo correr. Se quedó helado. Ahora estaba completamente despierto, los efectos de la droga habían sido eliminados de su organismo. Ya no podía achacar la visión de aquel horrible ser a una pesadilla. La araña se le echó encima, saltando de un modo singular. Estuvo a punto de caer redondo. Pero, de repente, oyó el más extraño sonido que podía imaginarse y que, desde luego, un arácnido no emitiría jamás: —¡Guau, guau, guau...!
  • 6. 95 —Confieso que estoy desconcertado. —Eso es lo menos que puede estar usted. Deberá convencerse de que es algo diabólico, sobrenatural. Esos seres no son humanos. —Tampoco parecía humano el monstruo que yo vi y sin embargo se dio mucha prisa en escabullirse cuando vio el revólver. De pronto recordó la indiferente actitud del asaltante, en el cuarto de las muchachas. Aquel individuo no había hecho ningún caso del arma, como si no existiera. Entonces recordó otra cosa y dijo: —Goskin... su nieta me dijo que habían sacrificado todos los perros del pueblo. ¿Por qué lo hicieron, tiene eso alguna relación con lo que está sucediendo? —Lo ignoro. Los perros fueron muertos porque dos animales aparecieron con síntomas de rabia.
  • 7. 96 Ya habían llegado al cementerio, que no estaba demarcado por ninguna valla ni tapia. Las tumbas estaban situadas irregularmente y la mayoría de ellas eran de gran sencillez. Una de las sepulturas, sin embargo, destacaba sobre las demás. Parecía un gran cajón de granito, de dos metros y medio de largo, por casi dos de anchura y uno y medio de altura aproximadamente. Había cadenas rotas en torno a aquel túmulo de piedra. Yale adivinó que las cadenas habían estado colocadas como una especie de amarras de la lápida, sujetas a enormes clavos de hierro hincados muy profundamente en el suelo. Cuatro cadenas transversales y dos en el sentido longitudinal. Y todas rotas, más o menos por el centro y caídas a los lados de la sepultura…
  • 8. 97 De pronto, se escuchó un aullido prolongado y lejano. Era el aullido de un lobo que semejaba venir del más allá, un aullido que los hombres no llegaron a captar conscientemente. Más, los animales del circo sí lo captaron. Los lobos se pusieron inquietos; el macho de la camada se retrepó, alzó su hocico y mostró sus blancos colmillos al gruñir. Los vacaríes comenzaron a saltar de una parte a otra de la jaula. El tigre alzó su mirada y buscó por entre los barrotes. La pantera desnudó sus uñas las enormes y oscuras garras surgieron amenazadoras mientras por entre sus colmillos aparecía la lengua rojiza. Sin embargo, quien más sintió la llamada, quizá el aviso del desconocido animal, quizá un lobo, quizá una bestia extraña y perdida en aquellos bosques pródigos en árboles, ubérrimos en matorrales, fue «Goliath», el gorila híbrido que se puso en pie, con la espalda ligeramente encorvada. Agarró los barrotes entre sus manazas y comenzó a sacudirlos, mostrando una fiereza desacostumbrada. Su boca se abría, mostrando los amenazadores colmillos. Los músculos de sus brazos se hinchaban, sus huesos semejaban crujir y los barrotes comenzaron a ceder...
  • 9. 98 —No, no... —Murmuró, asustado, retrocediendo—, No lo haré. —¡Pero luego querrás la mitad del botín, asqueroso bastardo! —se enfureció su compinche, mordiéndose el labio con ira—. ¡Anda, déjame a mí...! Mira esto. ¡Se hace así! Y tiró del pendiente. Rasgó el lóbulo de la oreja de ella. Brotaron gotas de sangre del cadáver. Y ella, la difunta, la mujer ajusticiada en Newgate dos días atrás... ¡LEVANTÓ EL CUERPO, MIRÁNDOLES TERRIBLEMENTE! Y un alarido de dolor escapó de los labios yertos. Luego, mirándoles, con aquellos ojos suyos, acusó con voz que surgía de la propia tumba helada: —Ladrones... Cobardes... ¿Qué hacéis con los muertos?
  • 10. 99 —¡Ya la tengo! ¡Venid a ayudarme...! —se desgañitaba al hablar—. ¡Que no se escape la muy endemoniada! Llegaron en su ayuda y la llevaron, entre todos, medio arrastrándola, hasta la Plaza Mayor de la localidad. Y les faltó tiempo para amontonar leña alrededor de un poste. Donde con anterioridad la habían atado a ella. Luego prendieron fuego a las ramas. Sin apelativos. Sin esperar a juicio ninguno, ya que los bastaba y sobraba con la unánime conformidad de todos ellos. —¡Esto no acabará— aquí! —Se puso a gritar la bruja Raquel, cuando ya las llamas prendían el borde de su vestido—. ¡Alguien me vengará! He tenido una hija, ¿no lo sabéis? Pues ella, mi hija, me vengará de todos vosotros! ¡Y si no es mi hija, será mi nieta...! ¡O mi biznieta! ¡Será tan hermosa como yo y como yo se hará amar...! ¡Y matará a cuantos la amen! ¡Y seré vengada! ¡Malditos seáis todos por toda la eternidad!
  • 11. 100 Forcejeó para librarse de las argollas que le sujetaban al muro. Vagamente se dio cuenta de que una de ellas cedía un tanto, pero la mayor parte de su interés estaba centrado en el reptil que seguía avanzando hacia él. La ilusión había desaparecido. Ahora se trataba de una serpiente auténtica. No sabía dónde estaba, pero no le importaba demasiado. En aquellos momentos, estaba solo en el subterráneo, con un cadáver que se ennegrecía con espantosa rapidez, y un mortífero reptil, dispuesto a atacar para inocularle su letal veneno.
  • 12. 101 Pequeñas y deformes cabezas rodaban y lanzaban gemidos, a través de horribles bocas. Seres vivos de forma enana, se retorcían fuera del líquido que les mantenía la vida. Algo con aspecto de corazón daba saltos, mientras lanzaba los últimos latidos. Un pequeño monstruo, no mayor de treinta centímetros de estatura, lanzaba alaridos, y otro ser, igualmente enano, con dos cabezas y tres brazos, caminaba jadeando…
  • 13. 102 —No era humano. Tampoco el de una bestia, aunque aparecía velludo, blanco como el yeso, con ojos desorbitados... Uno parecía colgarle, incluso, fuera de la órbita, sujeto solamente por unos nervios sangrantes... La boca babeaba... y su baba se mezclaba con la sangre que salpicaba su piel, sus cabellos oscuros y revueltos, de hombre o de lobo, no sé... Luego, creo que... que abrió la boca inmunda, de dientes amarillentos y sucios, desiguales y afilados... y mirándome muy fijo... pronunció mi nombre. No sé más. Entonces me desvanecí...
  • 14. 103 —¿Y qué hay del espectro, profesor? La pregunta sonó casi absurda entre aquellas paredes repletas de sabiduría. —Forma parte de la leyenda sórdida del castillo. La mujer que se casó con el conde Barany era, como ya he dicho, una belleza casi increíble. Supongo que debió vivir asediada por admiradores. O quizá fuera una dama ligera de cascos, quién sabe. El caso es que el conde descubrió su infidelidad. Y aquí empieza el misterio. Le aseguro a usted que he buceado en todos los archivos de la época, he consultado millares de documentos... pero no pude hallar nunca un solo dato veraz y concreto sobre lo sucedido en el castillo a partir del día que el noble centroeuropeo descubrió la infidelidad de su esposa la condesa. —¿Qué pasó, mandó emparedarla, o le cortó la cabeza? —Ahí radica el misterio. La condesa no volvió a ser vista jamás a partir de aquella fecha. Pero muy pocos días después» el propio conde Barany apareció asesinado. Alguien le había clavado un puñal. El puñal de plata.
  • 15. 104 El aullido resonó brusco, potente, estallando en el absoluto silencio de la noche. Sobresaltado, se sentó en la cama. Había un perro que ladraba furiosamente en la calle. Los ladridos se oían un poco lejos, pero se acercaron con rapidez, alejándose en pocos momentos, hasta morir a lo lejos. Corrió hacia la ventana. El perro ya no se oía. Había muchas luces encendidas. Oyó gritos... —¡Ha sido el perro de la bruja! —Ha recorrido la población, pero nadie le ha visto... Empezó a pensar en lo peor. Se vistió rápidamente y salió disparado del hotel. A lo lejos sonaban excitados comentarios…
  • 16. 105 Corría de algo. Huía despavorido, convertido en un fantasma de terror. Sus ojos desorbitados, inyectados en sangre, habían sido testigos del mayor horror imaginable por cualquier ser humano. Sus oídos aún mantenían como impreso en ellos, en una imaginaria cinta magnética, los alaridos de un hombre enfrentado al más increíble de los espantos. A su propia destrucción inaudita. Estaba seguro de haber captado extraños chasquidos, crujidos de huesos humanos triturados, masacrados por un ente de pesadilla, por un monstruo horripilante que nadie podía imaginar. Miraba atrás, alucinado, temiendo ver tras de sí aquella «cosa», aquella sombra dantesca emergiendo de las oscuridades de la noche, en persecución suya, para que nunca hablara, para que jamás dijera a nadie lo que había visto, lo que había vivido...
  • 17. 106 Estaba aterrada, quería gritar sin conseguirlo mientras la negra y gruesa serpiente se enroscaba alrededor de su cuerpo. Aquello era el fin... Sólo tendría que empezar a constreñirla para asfixiarla, estrangularla y de este modo asesinada, ella lograría el pacto con el diablo. Sería su firma para que luego, al caer de los tiempos, su alma perteneciera a Loki…
  • 18. 107 —He hablado con Karl Hagen. Me ha aconsejado llene esta botellita de agua bendita de la pila de esta iglesia. El sacerdote sonrió. —Los aldeanos son muy supersticiosos. En vano trato con mis sermones de inculcarles la idea de que el diablo no es precisamente un ente material, como usted y como yo. Pero ellos creen que habita en ese castillo. —Parece como si lo creyeran desde tiempo inmemorial. El padre Dempfner suspiró. —No se sabe con exactitud cuándo empezó la leyenda. Yo llevo aquí una docena de años y, créame, todos mis esfuerzos en ese sentido se han estrellado contra la cerrazón de los aldeanos; al menos, de la mayoría de ellos. Pero si quiere llenar la botella de agua bendita, hágalo sin el menor reparo —añadió, sonriendo.
  • 19. 108 El fulgor de las llamas encendió de colores y de luz su rostro bañado en sudor. El cuerpo semidesnudo, de ropas desgarradas, lascivamente casi, se retorció entre cadenas y cuerdas. El pesado, macizo poste al que permanecía sujeta, no se conmovió por ello. No era fácil, dada su corpulencia y firmeza en estar hincada a la áspera, dura tierra sacudida por los fríos vientos eslavos de diciembre. —¡Arde, bruja, arde! ¡Arde, hermosa y maldita hija de Satán! —¡Arde, bruja, arde hermosa bruja!... —repitieron cien voces como en un coro que, más que angélico resultaba casi demoníaco. Y repetían, hasta el paroxismo fanático y exorcista—: ¡Arde, arde, arde, arde... ARDE, ARDE BRUJA...!
  • 20. 109 «No salgo de mi espanto —había escrito el doctor Griffin en las últimas páginas—. El resultado de mi ciencia es sólo un engendro monstruoso. He efectuado la ansiada prueba y el resultado ha sido como para maldecir una y otra vez el haber nacido. »Un niño del poblado se hallaba enfermo. Decidí darle sangre de un cachorro de león. Estaba seguro de que todo iría bien. »Hice que su madre se alejara de la choza. Así podría efectuar mi experimento con más libertad. »Pero el resultado fue horrible, terrorífico. Como una maldición de Satanás, que los hombres inventaran para destruirse entre sí.
  • 21. 110 —Otro crimen... —Sí. Y de nuevo en Lambeth. Resulta terrible leer eso tan frecuentemente en los periódicos, querida. —Una mujer, nuevamente, Roger... —Eso es: siempre una mujer... —Roger Lansbury meneó la cabeza, pensativo—. Debe haber una razón para esos crímenes. Y para la elección de las víctimas. —¿Una razón? —se preocupó Karin, su esposa. —Eso es. Siempre existe una razón hasta para lo más absurdo, Karin. Incluso un loco debe moverse con un objetivo concreto. Supongo que ese monstruo desea la muerte de las mujeres. Sobre todo, de cierta clase de mujeres. Habrás observado que todas eran más o menos jóvenes, más o menos atractivas... pero todas eran de vida poco edificante. Sencillamente: trotacalles de la peor especie.
  • 22. 111 Encendió voluptuosamente un cigarro mientras se acercaba con el aspecto indolente del que no tiene nada que hacer. Y entonces se quedó de piedra. Quedó helado. La sangre pareció dejar de circular por sus venas. Porque los pequeños huecos que él había visto en el solar el día antes eran ahora un hueco inmenso, enorme, que casi tocaba los cimientos de la clínica contigua. Sencillamente, toda la tierra había sido removida. Y sin embargo, no había allí la menor señal de alarma. Ni un policía que vigilase. Ni un obrero que hablara con sus amigos. Ni un inspector. Nada. —Por favor, ¿qué hacen aquí? —¿No lo ve? Un parking subterráneo. —Gracias —dijo —. Mu... muchas gracias. Y se alejó arrastrando los pies. Porque había algo que le seguía helando la sangre en las venas. Si nadie había descubierto el cadáver, ¿dónde se encontraba éste? ¿A qué sitio había ido a parar? ¿Dónde infiernos estaba la muerta...?
  • 23. 112 Lanzó un terrible alarido de pavor, a la vez que saltaba de la cama. Durante unos segundos, sin cuidarse en absoluto de su desnudez contempló el espantoso cuadro que se ofrecía a sus ojos desorbitados. —Estoy soñando, estoy soñando... Pero no tardó en convencerse de que lo que estaba viendo era la pura realidad. Y entonces, el terror penetró de nuevo en su mente, como una aguda lanza mortal de fuego abrasador. Gritó otra vez. Corrió. Roncos alaridos brotaban de su boca, mientras atravesar el corredor. Al llegar a la escalera, lo divisó abajo, al pie, contemplándole con expresión inquisitiva. Retrocedió un par de pasos. De pronto, sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Cayó, chillando frenéticamente, por un plano inclinado, hasta que se detuvo en algo blando, que amortiguó el impacto casi por completo. Entonces fue cuando divisó la colección de seres humanos. Un ramalazo de locura se apoderó de su mente. Casi en el acto, notó un olor dulzón, muy penetrante. Las personas que le miraban se multiplicaron miles de veces en pocos segundos, antes de desvanecerse en una negra oscuridad…
  • 24. 113 La luz del fanal revelaba a sus ojos la presencia de un madero afilado punzante y sólido cuya punta aparecía bañada en un oscuro líquido seco cuya naturaleza no era difícil adivinar. —La estaca... —jadeó el aristócrata demudado—. Lo hizo. El desdichado quitó ese madero del cadáver y... y... —¡Y resucitó al vampiro! —Gritó angustiado, oprimiendo contra sí a su esposa—. ¡Drácula debe estar ahora aquí mismo, tal vez a nuestras espaldas..., vigilando nuestras gargantas para morderlas, ávido de sangre! Los cabellos de los presentes se erizaron ante la revelación. Todos iban a girar sus cabezas, aterrorizados..., cuando la llama del fanal se extinguió, como apagada por un helado soplo llegado de no se sabía dónde... ¡y una larga, aguda y terrorífica carcajada de júbilo, de insano placer sin límites, vibró dentro de la siniestra bodega, provocando el pánico ciego de los desdichados viajeros y tripulantes del King George III!
  • 25. 114 Otro feroz chillido brotó de su garganta. La piel del resto del cuerpo era tan negra como la de la cara. Frunció el ceño. En un principio, había creído realmente lo de la broma, pero ahora veía con toda claridad que, por alguna causa desconocida, se había transformado en un hombre de color. Negro. Color negro, como el del cielo en una noche sin luna. Pareció enloquecer y salió disparado hacia la puerta. —¡Negro! ¡Soy negro, negro, negro...! Corría ciego, sin ver, con la mente oscurecida por el repentino terror que le había asaltado al ver la transformación de que había sido objeto. Por dicha razón, no vio el pesado camión de transporte que llegaba en aquel preciso instante y se metió directamente bajo sus ruedas…
  • 26. 115 En ese preciso instante, el pánico se desató de nuevo en nuestro grupo. Y la culpa de ello lo tuvo un terrorífico alarido que brotó de alguna parte del vetusto y chirriante navío... mientras de la chimenea del barco, caía algo sobre nosotros, golpeando huecamente en nuestros cuerpos primero, y luego en la cubierta. Un rugido colectivo de pánico supersticioso, conmovió a nuestro grupo. Vi huir a los marineros armados en todos sentidos, con rostro lívido, demudado, como si mil piratas del pasado cayeran de súbito sobre nosotros, a cuchillo. Y, sin embargo, la razón de todo aquel repentino terror, era infinitamente más simple y en apariencia inofensiva. Pero de un cariz espeluznante que justificaba aquel soplo repentino de pánico.
  • 27. 116 Algo falló en el coche, y perdida la dirección del volante, las ruedas patinaron trágicamente sobre el mojado asfalto. Al producirse el primer choque, la portezuela se abrió y Charles Wiseman salió despedido. De otra forma, ante el brutal encontronazo, sin duda el volante se le hubiera incrustado en el pecho. Verónica no fue despedida y quedó en su asiento, siendo zarandeada por los golpes y los rebotes, y las vueltas de campana. En la frente y en el cuello se le incrustaron infinidad de cristales. La sangre quedó chorreándole por la cara. Y fue entonces, recordando sus últimas palabras, esto es, sabiendo que el testamento era a su favor, cuando se sintió dominada por sus peores y más malévolos instintos. Se ladeó, cogiendo el volante entre sus manos. Y le dio al acelerador, sintiendo un profundo y morboso placer al ver que el motor aún funcionaba. No dudó. No vaciló. Hizo que las ruedas del coche pasaran sobre el cuerpo de su marido. Y después retrocedió, y volvió a aplastarle.
  • 28. 117 Todos los rostros se volvieron en la misma dirección, como de común acuerdo. Y el motivo era bien simple... Era aquel sonido. Aquella extraña resonancia en la noche, más allá de los fantasmales muros de blanco y endurecido hielo... Un rugido. La voz de algo viviente, emitiendo un gorgoteo siniestro en la oscuridad. Como un aullido, como un jadeo, como un sibilante y ronco estertor animal... Los sherpas se miraron entre sí, despavoridos. El terror asomó a sus ojos oblicuos, repentinamente angustiados, fijos en la negrura insondable. —Es él... —musitó uno de los guías tibetanos—, ¡Es... el yeti! De nuevo, en la noche, se captó el rugido cercano, escalofriante. Muy pálido, sintióse estremecer. Los cabellos se le erizaban en la nuca, con un helado y desagradable cosquilleo. Súbitamente, los dos sherpas exhalaron un doble grito de vivo terror supersticioso... y echaron a correr, en franca huida, desapareciendo en las sombras de la noche.
  • 29. 118 Wanderer hizo señas al tabernero de que le sirviera otra copa. Hofburg asintió y volvió al mostrador, para traerla. —¿Debemos creerle, señor Neustadt? —dijo momentos después. —Escuche, joven, he sido cazador durante setenta años de mis ochenta y tres. Conozco bien el bosque maldito y sé lo que me digo —respondió Neustadt—. Ahí, en Kirsonfeld, reina una loba de maldad infinita, con su corte de damas, que viven con ella en la cripta de Schwarzhaus. Por el día, es una persona normal; por la noche, en especial al llegar la luna llena, se transforma en loba y corre con los lobos y lobas de su manada en busca de víctimas…
  • 30. 119 —¿Se ha fijado usted en la herida del cuello? —Fue atacado mientras estaba sentado en el coche, tratando de ponerlo en movimiento seguramente. —Ya veo... ¿Pero qué pudo producir aquel desgarro? —Cualquiera creería en una dentellada. —¿Está bromeando? —Es sólo una idea. —Pero hombre, no sea absurdo. Sólo una bestia podría haberlo hecho... —¿Y quién le dice a usted que no fue una bestia? —Una bestia que rompió el cristal, atacó al muchacho causándole ese tremendo desgarro..., y luego lo trasladó de lugar y... ¿Y qué? Sólo tenía esa herida del cuello, ninguna más. ¿Cómo infiernos lo hizo para vaciarle por dentro? —Yo nunca he oído hablar de un animal que haga estas cosas... ni que mate a sus víctimas de semejante manera.
  • 31. 120 La nieve seguía cayendo, y la cabeza reducida balanceándose en el aire. El más joven de los dos sepultureros fue cediendo en su espasmo y entrando en agonía asido al cuerpo del viejo sin dejarle escapar, escurriéndose contra el ataúd. El viejo, cogido por los pies, no podía escapar, era como si el muerto se lo impidiera, pero no era Horace Pathros, aquel cuerpo decapitado y con la cabeza reducida quien le atenazaba por los pies, sino el cadáver de su propio compañero que acababa de exhalar su último estertor mientras, arriba, una risa entremezclada con llanto, que no sonaba a cántico de niño desamparado, seguía llamando a alguien para que le rescatara de allí mientras la cabeza, sostenida en su mano, se balanceaba a impulsos de un viento que no existía.