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Título original: Eighteenth Century Europe 1700-1789
© Jeremy Black, 1990. Published by MacMillan Education Ltd., London, 1990
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Depósito legal: M- 42.603- 2001
Impreso en MaterPrint, S.L.
Colmenar Viejo (Madrid)
JEREMY BLACK
LA EUROPA DEL SIGLO XVIII
1700-1789
Traducción de
Mercedes Rueda Sabater
Revisión científica de
Bernardo José García García
-akal-
A Tim Blanning
yJohn Lough
CRONOLOGÍA
Relaciones Internacionales
1698, 1700 Primer y Segundo Tratados de Reparto del Imperio Espa­
ñol entre las potencias pretendientes
1700 Estalla la Gran Guerra del Norte. Muere Carlos II de
España
1701 Comienzan las hostilidades en la Guerra de Sucesión Espa­
ñola - Inglaterra entra en guerra en 1702
1704 Batalla de Blenheim
1709 Batalla de Poltava
1711 Campaña de Pruth
1713 Paz de Utrecht 1 Fin de la Guerra de 1714
Paz de Rastadt J Sucesión española
1716-18 Guerra turco-austriaca
1717 España conquista Cerdeña
1718 España ataca Sicilia. Comienza el conflicto entre España,
Gran Bretaña y Francia (hasta 1720)
1721 Tratado de Nystad: fin de la Guerra del Norte
1725 Tratados de Viena (Austria, España) y Hannover (Gran
Bretaña, Francia, Prusia)
1731 Segundo Tratado de Viena: Alianza anglo-austriaca
1733-35 Guerra de Sucesión Polaca
1735 Comienzan las hostilidades entre Rusia y el Imperio Turco
1737 Austria se une a Rusia
1739 Tratado de Belgrado: fin de la Guerra Balcánica
17-39-48 Conflicto anglo-español: Guerra de la Oreja de Jenkins
1740 Prusia invade Silesia: comienza la Guerra de Sucesión
Austríaca.
1741-43 Guerra entre Rusia y Suecia.
1748 El Tratado de Aquisgrán acaba con la Guerra de Sucesión
Austríaca.
5
1754 Inicio de las hostilidades anglo-francesas en América del
Norte
1755 Estalla una guerra no declarada entre Gran Bretaña y Fran­
cia: se reconoce formalmente a partir de 1756
1756 Tratado anglo-prusiano de Westminster. Tratado franco-
prusiano de Versalles. Federico II invade Sajonia. Estalla la
Guerra de los Siete Años.
1759 Año de victorias británicas. Toma de Quebec
1761 Tercer Pacto de Familia: Francia-España. Los dos anterio­
res se firmaron en 1733y 1743
1763 La Paz de París y el Tratado de Hubertusburgo ponen fin a
la Guerra de los Siete Años
1768 Estalla una nueva guerra ruso-turca, Francia adquiere la
Isla de Córcega
1772 Primer reparto de Polonia
1774 Tratado de Kutchuk-Kainardji:fin de la guerra ruso-turca
1776 Declaración de Independencia americana
1778-79 Guerra de Sucesión de Baviera
1778 Francia entra en la Guerra de Independencia americana
1781 Alianza ruso-austriaca contra el Imperio Otomano
1783 Rusia se anexiona Crimea. El Tratado de Versalles pone fin
a la Guerra de Independencia americana
1786 Tratado comercial entre Francia y Gran Bretaña
1787 Los turcos atacan Rusia. Prusia interviene en las Provincias
Unidas
1788 Gustavo III de Suecia ataca Rusia
1790 Fin de las hostilidades austro-turcas y ruso-suecas. Crisis
del Estrecho de Nutka entre España y Gran Bretaña
1791 Crisis de Oczakov entre Gran Bretaña y Rusia
1792 El Tratado de Jassy acaba con el conflicto ruso-turco.
Comienza la Guerra Revolucionaria francesa
1793 Gran Bretaña entra en la Guerra Revolucionaria.
Segundo reparto de Polonia
1795 Tercer reparto de Polonia
Gran Bretaña
1701 Acta de Settlement que regula la sucesión de la Dinastía
Hannover
1707 Unión de Inglaterra y Escocia
1714 Los Whigs reemplazan en el poder a los Tories coincidien­
do con el acceso al trono de Jorge I
1715-16 Se levanta el movimiento jacobita
1716 Acta Septenaria: establece nuevas elecciones cada 7 años
1720 Estalla el escándalo de la South Sea Company
1721 Walpole se convierte en primer ministro
1733 Crisis de las sisas
1742 Walpole cae tras las elecciones de 1741
6
1745-46 Nuevo levantamiento de losjacobitas
1754 La muerte de Henry Pelham inaugura un período de inesta­
bilidad política en el gobierno
1757-61 Ministerio de Pitt-Newcastle
1770-82 Lord North elegido primer ministro
1781 . Rendición del ejército británico en Yorktown
1783 William Pitt el Joven se convierte en primer ministro
1788-89 , Crisis de la Regencia
Francia
1713 La bula Unigénitas condena las doctrinas atribuidas a los
jansenistas
1715 Ascenso al trono de Luis XV. Regencia de Orleáns hasta
1723
1720 Fracaso de las propuestas financieras de Law
1726-43 El cardenal Fleury elegido primer ministro
1749 Se grava un nuevo impuesto, la Vingtiéme
1751 Aparece el primer volumen de la Encyclopédie
1758-70 El duque de Choiseul elegido primer ministro
1764 Expulsión de losjesuitas
1771 La “Revolución Maupeou”: reorganización delos parle-
ments
111A Asciende al trono Luis XVI; cae Maupeou, se vuelven a
constituir los parlements
1774-76 Turgot designado superintendente general de finanzas
1787 Se reúne una Asamblea de Notables. Calonne es sustituido
por Brienne
1788 Fracasa la Asamblea de Notables. Se convocan los Estados
Generales. Brienne es reemplazado por Necker.
1789 Se reúnen los Estados Generales. Toma de la Bastilla. Los
Estados Generales se convierten en una Asamblea
Nacional. Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano.
1791 Huida a Varennes. Nueva Constitución
1792 Abolición de la Monarquía
1793 Ejecución de Luis XVI
Territorios de los Habsburgo
1703-11 Levantamiento de Rakoczi en Hungría
1711 La revuelta húngara acaba con la Paz de Szatmar
1713 Se decreta la Pragmática Sanción
1753-93 Kaunitz elegido Canciller
1781 Se garantiza la libertad religiosa a los cristianos no
catolicos
1782 Pío VI visita Viena
7
Prusia
1722 Se establece el Directorio General
1740 Sube al trono Federico II e invade Silesia
1744 Ocupación de la Frisia Oriental
1766 Se introduce un nuevo impuesto
Rusia
1700 Batalla de Narva: derrota de Pedro I por Suecia
1703 Comienza la construcción de S. Petersburgo
1708 Revuelta de Ucrania
1710-11 Conquista de las Provincias Bálticas
1711 Creación del Senado
1718 Asesinato del zarevich Alexis. Empiezan a crearse colegios
administrativos (ministerios)
1722 Se publica la Tabla de Rangos sociales
1730 Los líderes nobles no consiguen imponer restricciones aAna
1741 Golpe de Estado de Isabel
1762 Asciende al trono Pedro III, pero es depuesto y asesinado
Abolición del servicio obligatorio al Estado para el esta­
mento nobiliario
1767 Se reúne la Comisión Legislativa
1773-75 Levantamiento del siervo Pugachev
1775 Reforma de la Administración provincial
1785 Se aprueban nuevos privilegios parala nobleza y las ciudades
Otros Estados
1720 La nueva Constitución escrita reduce en gran medida el
poder de los monarcas suecos
1747 Revolución de los Orangistas en las Provincias Unidas
1750-77 Pombal designado primer ministro de Portugal
1759 Expulsión de losjesuítas de Portugal
1759-76 Tanucci elegido primer ministro en el Reino de Nápoles
1765-90 El gran duque Leopoldo gobierna en la Toscana
1770-72 Reformas de Struensee en Dinamarca
1773 Disolución de la Orden Jesuita
1786 Sínodo en Pistoia
GOBERNANTES DE LOS PRINCIPALES ESTADOS
Dominios Austríacos: Dinastía Habsburgo
Leopoldo I 1657-1705
José I 1705-1711
Carlos VI 1711-1740
María Teresa 1740-1780
(José II corregente) (1765-1780)
José II 1780-1790
Leopoldo II 1790-1792
Francia: Dinastía de los Borbones
Luis XIV 1643-1715
Luis XV 1715-1774
(Regencia del duque de Orleáns) (1715-1723)
Luis XVI 1774-1793
Gran Bretaña
Guillermo III 1689-1702
Ana 1702-1714
Jorge I 1714-1727
Jorge II 1727-1760
Jorge III 1760-1820
Prusia: Dinastía Hohenzollern
1688-1713
1713-1740
1740-1786
1786-1797
Federico I
Federico Guillermo I
Federico II “El Grande”
Federico Guillermo II
Rusia: Dinastía Romanov
Pedro I 1682-1725
Catalina I 1725-1727
Pedro II 1727-1730
Ana 1730-1740
Iván VI 1740-1741
Isabel 1741-1762
Pedro III 1762
Catalina II “La Grande” 1762-1796
Dinastía
Hannover
España: Dinastía de los Borbones
Felipe V
Luis I
Fernando VI
Carlos III
Carlos IV
1700-1746(1724)
1724
1746-1759
1759-1788
1788-1808
Suecia: Dinastía Vasa
1698-1718
1718-1720
1720-1751
1751-1771
1771-1792
Carlos XII
Ulrica Eleonora
Federico I
Adolfo-Federico
Gustavo III
Provincias Unidas (República de Holanda): Estatúders
Guillermo III 1672-1702
Sin estatúders en las
principales provincias 1702-1747
Guillermo IV 1747-1751
Guillermo V 1751-1795
10
PREFACIO
“Poco sobre Rousseau. Demasiado sobre Rusia.” “Demasiado sobre
Rusia. Poco sobre Rousseau.” Si bien resulta prácticamente imposible
escribir una obra general a gusto de todos, esta tarea se hace mucho más
difícil a medida que se amplía el número de aportaciones monográficas
especializadas. Ya no se puede recurrir simplemente a lo que un especia­
lista, criticando quizás injustamente un manual anterior sobre este perío­
do, calificó de “viejos comodines, tales como ‘El auge de Gran Bretaña’,
‘La decadencia de la República Holandesa’y ‘El surgimiento de Prusia”.
La selección del material entraña el riesgo de dejarse influir por las ten­
dencias propias. ¿Cómo se debe afrontar el desafío teleológico que plan­
tean la Revolución Francesa y la Revolución Industrial? Lo que pasa en
Prusia, ¿es más importante que los progresos que se producen en el Pia-
monte?
Como no existe un único criterio que permita responder con facilidad
a estas preguntas, quienes estén interesados en este período pueden utili­
zar los múltiples enfoques aportados por sus diferentes especialistas. La
organización de este libro sigue unos criterios más temáticos que crono­
lógicos o nacionales, pero aquellos que prefieran estas otras propuestas
disponen de un gran número de excelentes obras generales.
Debo dar las gracias a muchas personas e instituciones. Vanessa
Couchman y Vanessa Graham me brindaron la oportunidad de acometer
un proyecto muy interesante cuando me pidieron que escribiese este
libro. Mi investigación ha contado con la ayuda de diversas institucio­
nes, que financian la consulta de archivos extranjeros y que me dieron la
oportunidad de trabajar en bibliotecas cuando los archivos cerraban.
Estoy en deuda especialmente con la Fundación Rockefeller. Wendy
Duery, Janet Forster y Joan Grant pasaron a máquina las múltiples ver­
siones de este libro. La generosidad de otros especialistas, brindándome
su tiempo para leer y comentar mis borradores, ha sido muy valiosa y
sus observaciones han resultado tan útiles como alentadoras. Todo o la
mayor parte del libro lo han leído Lawrence Brockliss, Paul Dukes, She-
ridan Gilley, Richard Harding, Michael Hughes, John Lough, George
Lukowski, Tom Schaeper y Philip Woodfine; y sólo algunos capítulos,
Christopher Duffy, Martin Fitzpatrick, Jeremy Gregory, Francis Haskell,
Nicholas Henshall, Michael Howard, Derek Mckay, Roy Porter y Reg
Ward. El libro se empezó en 1983, desde entonces he vivido en dos
casas distintas. Y le doy las gracias por todo a Sarah.
JEREMY BLACK
11
EUROPA 1700-21
Escala
0 100 200 300 km
| Suecia en 1700
Sajonia-Polonia
l i l i l í Imperio Otomano
///A Brandemburgo - Prusia
l l l l l ] Posesiones de los Habsburgo
1=1 HllTbSr°eeVia7'ot21 ^INGLATERRA
Posesiones de los Habsburgo 1699
Adquisiciones 1700-39
Adquisiciones 1772-95
Límites del Sacro Imperio
Germánico 1789. Dominio austríaco
del R2. de Cerdeña 1714-20
Dominio austríaco del R2. de Sicilia
1720-35
ITALIA 1713-48
[ República de Venecia
ITerritorios de los
I Habsburgo
ITerritorios de los
Escala
100 200 300 km
Saboya y Piamonte 1700
Adquisiciones 1713-48
(desde 1720, R2. de Cerdeña)
ur
| 3 Pays d’Etats
o Parlements
B Bretaña
N Normandía
L Languedoc
R Rosellón
Be Béarn
P Provenza
Bu Borgoña
D Delfinado
F Flandes
A Auvernia
CAPÍTULO I
UN ENTORNO HOSTIL
La forma de vivir y las ocupaciones de los europeos del siglo XVIII,
fuese cual fuese su posición social, se hallaban condicionadas por un
entorno bastante hostil. Muchas de las dificultades que debían afrontar
también se dan hoy en día, sobre todo en los países del Tercer Mundo,
pero la experiencia actual sobre problemas tales como las enfermedades
o los fenómenos atmosféricos perjudiciales, no debe hacernos minusvalo-
rar su importancia en el pasado, puesto que no sólo influían en las activi­
dades de los hombres de entonces, sino también en su mentalidad.
La d em o g ra fía , la s en ferm ed ad es y la m o rta lid a d
El modelo demográfico antiguo se caracterizaba esencialmente por un
retraso en el ritmo de procreación, que tendía a estabilizarse, por un bajo
índice de ilegitimidad y por matrimonios tardíos ligados a las posibilida­
des de trabajo. No obstante, la tendencia general de la población europea
durante el siglo XVIII presenta un crecimiento positivo, sobre todo a partir
de los primeros años de la década de 1740. Aumentó desde unos 118
millones de habitantes en 1700 hasta aproximadamente 187 millones un
siglo después. Como puede observarse en muchos otros aspectos, seme­
jante aumento general ocultaba importantes diferencias regionales en
cuanto a su índice de crecimiento y a la cronología con que se produjo,
hasta el punto de que semejante diversidad fue un rasgo dominante a lo
largo de toda la centuria. Los modelos económicos y demográficos
menos favorecidos podían ocasionar importantes descensos de población,
al igual que las catástrofes naturales o los conflictos bélicos de grandes
proporciones. En estos casos, los descensos de población solían deberse
más a la emigración o a la imposibilidad de mantener los aportes de la
inmigración en ciudades que poseían índices de mortalidad superiores a
los de natalidad. En un siglo en el que resultaba problemática la elabora­
ción de estadísticas, la mayoría de las cifras de población aportadas
19
deben entenderse como valores aproximativos. Aun así, se aprecian cla­
ros signos de descenso en algunas zonas del Continente. Los principados
danubianos de Moldavia y Valaquia sufrieron un considerable descenso
de población motivado en su mayor parte por la guerra y la emigración.
La guerra también hizo que la población del Electorado de Sajonia se
redujera de 2 millones de habitantes en 1700 hasta 1.600.000 al final de
la Guerra de los Siete Años en 1763, un conflicto que costó a Prusia,
entre muertos y huidos, hasta el 10% de su población. En cambio, en
Amberes, el descenso de su población de 67.000 habitantes en 1699 a
42.000 en 1755, se debió principalmente a la incidencia de unas condi­
ciones económicas adversas, al igual que sucedió en Gante.
El rasgo más característico que ofrecen las cifras de población de
muchas regiones europeas durante la mayor parte del siglo xviii es la ten­
dencia al estancamiento. Por ejemplo, la población de Reims se estabili­
zó en unos 25.000 habitantes entre 1694 y 1770, antes de comenzar un
período de crecimiento que en 1789 le permitió alcanzar los 32.000 habi­
tantes, volviendo a recuperar así valores existentes en 1675. El aumento
de población que experimentó la comunidad de Duravel en Haut-Quercy
(Francia) no llegó a superar a fines de siglo las cifras que había tenido
antes del hambre de 1693. Venecia, que se hallaba en una situación eco­
nómica estancada, tenía una población de 138.000 habitantes en 1702, y
de 137.000 en 1797.
El estancamiento de las cifras de población no tenía por qué constituir
un problema en sí mismo. Podría pensarse que la existencia de una
población estable muestra quizás un deseo de obtener unos ingresos per
cápita más elevados controlando su ritmo de crecimiento, pero también
podría tratarse de una respuesta a una pobre situación económica.
Muchas zonas que experimentaron un aumento de población en la segun­
da mitad del siglo, como la provincia holandesa de Overijssel o Irlanda,
tuvieron que afrontar graves dificultades económicas. Sin embargo, la
tendencia general muestra un claro aumento de la población, que afectó
tanto a las zonas que estaban experimentando un crecimiento económico
importante como a las que no lo tenían. El reino de Nápoles prácticamen­
te duplicó su población hasta superar los 5 millones de habitantes, y la
isla de Sicilia pasó de 1millón de habitantes a 1,5 millones, mientras que
el aumento de las cifras de población en Portugal fue de 2 a 3 millones de
habitantes y en Noruega de 512.000 a 883.000 habitantes. Las conquistas
territoriales contribuyeron al incremento de la población en Rusia desde
los 15 millones de habitantes en 1719 hasta los 35 millones en 1800,
cifra con la cual se situó incluso por delante de Francia, cuya población
había aumentado debido también en parte a diversas anexiones, desde los
19 o 20 millones de habitantes en 1700 hasta los 27 millones en 1789. En
estos valores se incluyen tanto períodos y zonas de crecimiento débiles,
en las décadas de 1740 y 1780, sobre todo, en el oeste de Francia, como
otras zonas que experimentaron un fuerte aumento de población, entre las
que se encuentran principalmente Borgoña y Alsacia. La población de
Polonia empezó a aumentar en los años 1720, después de un período de
guerra y epidemias, mientras que el Ducado alemán de Württemberg cre­
ció desde los 428.000 habitantes en 1734 hasta los 620.000 en 1790. En
20
España el proceso de aumento de su población se aceleró a partir de
1770, pero este crecimiento en su mayor parte se dio en provincias peri­
féricas y litorales como Valencia y no en las regiones agrícolas y más
pobres del interior. Las diferencias se hacen más notorias a medida que
se reduce el marco geográfico estudiado y, sobre todo, cuando se tiene en
cuenta el ámbito urbano. A pesar de que la población total de la Penínsu­
la italiana creció a lo largo del siglo XVIII desde los 13 millones de habi­
tantes hasta los 17 millones, la de Turín, una capital con escaso desarro­
llo de su sector industrial, aumentó desde 44.000 habitantes hasta 92.000.
El crecimiento urbano dependía en gran manera de los aportes de la
inmigración. Por ello, aun cuando el índice general de crecimiento en
Renania fue durante el siglo XVIII de un 30%, la población de Düsseldorf
y de los pueblos colindantes se duplicó entre 1750 y 1790 debido a un
índice de natalidad más elevado y a la afluencia de inmigrantes. Por su
parte, Berlín, la capital de Prusia, experimentó un salto considerable
desde los 55.000 habitantes en 1700 hasta los 150.000 en 1800.
Las variaciones peculiares que se observan en los movimientos de
población nos permiten aclarar algunas de las razones que motivaron los
cambios, pero a su vez hacen que resulte mucho más difícil establecer
una teoría general. Si bien el control de la natalidad, incluyendo el retra­
so voluntario en la edad del matrimonio, restringía el número de naci­
mientos, los principales factores de limitación eran las enfermedades y la
malnutrición. La edad media a la que se casaban las mujeres por primera
vez variaba considerablemente; no obstante, parece que esta práctica
obedecía a determinadas posibilidades económicas. En la Europa del
Este, donde las densidades de población eran bajas y la superpoblación
no constituía en absoluto un problema, el matrimonio solía contraerse
entre los 17 y 20 años y la mayoría de las mujeres se casaban. Por el con­
trario, en el noroeste de Europa esta edad del primer matrimonio variaba
entre los 23 y 27 años. En el pueblo toscano de Altopascio, la media de
edad aumentó desde 21,5 años antes de 1700 a 24,17 entre 1700 y 1749,
y vino acompañada por un descenso del promedio de hijos por pareja.
Esto probablemente se debió en parte a una disminución de los ingresos
que se produjo de forma paralela a la caída del precio del trigo a princi­
pios de siglo. La difícil situación económica por la que atravesaba el pue­
blo de Bilhéres en la región francesa de Béarn, una comunidad cuya
población se hallaba bajo la presión de unos recursos alimenticios bas­
tante limitados, hizo que la edad media del primer matrimonio entre las
mujeres fuese de 27 años, y que hubiese muy pocos segundos matrimo­
nios. Una cifra semejante entre 1774 y 1792 es la que ofrece el pueblo de
Azereix en el Pirineo francés, donde llegaba a los 26 años y había una
importante diferencia intergenésica, lo cual nos indica un uso frecuente
de prácticas anticonceptivas. A éstas, y sobre todo al coitus interruptus,
se atribuye en parte el ligero descenso del índice de natalidad que se
aprecia en Francia a partir de 1770. Cuando a fines de siglo decayó la
prosperidad económica que tenían los Países Bajos Austríacos, el índice
de matrimonios también bajó. Se observa, por tanto, que en algunas
regiones los índices de natalidad guardan una estrecha relación con el
conocimiento de las posibilidades económicas. De hecho, el aumento de
21
la población británica se ha atribuido más a la menor edad en la que se
contraían los matrimonios y a la mayor fertilidad de los mismos, que a un
descenso en su índice de mortalidad, y es probable que, como sucede en
Yorkshire, este aumento de la fertilidad de los matrimonios se deba al
incremento de los salarios. En Estrasburgo, hasta fines de los años 1760,
el porcentaje de matrimonios estuvo relacionado con la fluctuación de los
precios. Los ciclos que describe la industria de la seda de Krefeld en
Renania se vieron reflejados en las cifras de los matrimonios locales. El
censo realizado en Brabante en 1755 revela que la edad a la que se casa­
ban los campesinos era superior a la de los artesanos. La población de
Castres aumentó en un 50% entre 1744 y 1790 como respuesta a la recu­
peración económica de la industria textil de la ciudad. Se ha llegado a
sugerir incluso que la proto-industrialización, el desarrollo de actividad
industrial en zonas rurales, promovió el crecimiento demográfico experi­
mentado en estas regiones. Después, estas mismas zonas emplearon su
riqueza para exportar la malnutrición a los campesinos de regiones agrí­
colas como Hungría y Galitzia. Sin embargo, el crecimiento de la pobla­
ción no obedecía simplemente a un aumento de los índices de natalidad
propiciado por el crecimiento económico. De hecho, la población no
aumentó en muchas zonas que experimentaron este tipo de crecimiento, y
ha llegado a demostrarse que el descenso en el índice de mortalidad fue
un rasgo muy importante en el régimen demográfico europeo de este
período. La esperanza de vida no era alta en la Europa moderna. En la
provincia valona de Brabante, el 20% de los nacidos moría en su primer
año de vida y la esperanza de vida era inferior a los 40 años. Aun así, la
población aumentó a una media anual del 0,69% durante la segunda
mitad del siglo. En la ciudad bohemia de Pilsen, el índice de mortalidad
antes del quinto año de vida era del 52%. Una cifra semejante es la que
ofrece el pueblo moravo de Poruba con un 36%. En esta última localidad,
la edad media de las defunciones durante la primera mitad del siglo xvra
era de 27 años para los hombres y de 33 para las mujeres, pero llegaban
hasta los 54 y 55 años quienes lograban sobrevivir a los 15 años de edad.
En la segunda mitad del siglo, las cifras fueron en cambio peores debido
al hambre de 1772. La situación resultó ser bastante dura para ambos
extremos de la escala social. El incremento de la esperanza media de vida
no podía contrarrestar los temores de la gente, sobre todo por la notoria
precariedad de la medicina de la época. Federico II (“El Grande”) de Pru-
sia sucedió a su padre Federico Guillermo I, porque sus dos hermanos
mayores habían muerto antes de cumplir su primer año de vida. Las tres
cuartas partes de los niños ingresados en el Hospital de los Inocentes de
Florencia entre 1762-64, que no fueron reclamados por sus padres,
murieron antes de alcanzar la edad adulta. Una cifra semejante es la que
ofrece el Hospital General de Amiens durante la década de 1780, donde
las dos terceras partes de sus muertos no superaban la edad de 5 años.
Así pues, el aumento de la población podía deberse a la reducción
de los niveles de mortalidad adulta e infantil. Una de las principales cau­
sas de mortalidad eran las enfermedades, tanto ordinarias como epidémi­
cas, de manera que las pestes seguían constituyendo un problema muy
grave. La epidemia de peste que empezó a propagarse a fines del año
1700 diezmó la población de Europa Oriental. Hungría perdió cerca del
10% de su población y Livonia alrededor de 125.000 personas. Además,
ocasionó la interrupción de las actividades económicas, políticas y cultu­
rales habituales entre distintos países de la región, y la adopción de medi­
das de cierre como la clausura de la frontera austro-húngara entre 1709-
14 y-la de la Universidad de Kónigsberg en 1709. La epidemia que asoló
el Imperio Otomano, Hungría y Ucrania a fines de los años 1730 y 1740
acabó con’la vida de unas 47.000 personas en Sicilia y Calabria en 1743.
Una epidemia brutal asoló a principios de los años 1770 Rusia y el Impe­
rio Otomano. Alrededor de 100.000 personas murieron en Moscú, donde
se rumoreaba que los médicos, según un pacto secreto hecho con la
nobleza, estaban propagando la enfermedad en lugar de combatirla. Y en
Kiev, ciudad en la que murió el 18% de la población, el clero se negó a
quemar las ropas de las víctimas. No obstante, en otras partes la peste
estaba en franco retroceso. En España, la última gran epidemia acabó en
1685, en Francia en 1720 y en Italia en 1743. La situación parece ser
menos favorable en la Europa del Este, en donde diversas epidemias
importantes se extendieron sobre los Balcanes en las décadas de 1710,
1720, 1730, 1740, 1770 y 1780. En general, frente a las epidemias seguí­
an mostrándose más temor y vigilancia que optimismo. Europa se hallaba
dividida en dos por un cordón sanitario contra la peste, formado por una
red de oficiales, puestos y reglamentaciones sanitarias que trataban de
actuar como una barrera capaz de resistir a los efectos más perjudiciales
de un entorno hostil. Esta barrera se podía observar mejor en las fronteras
continentales con el Imperio Otomano. La vigilancia, siempre constante,
llegaba a alcanzar niveles extremos durante las epidemias. En 1743,
Venecia desplegó en el Adriático buques de guerra para evitar la arribada
de barcos provenientes de zonas infectadas y durante aquel invierno
prohibió el comercio con el resto de Italia. Sus disposiciones no contem­
plaban ningún tipo de excepciones y, por ello, incluso se obligó al duque
de Módena a guardar cuarentena. Contra las epidemias también se
emplearon tropas en 1753 y 1770 para cerrar fronteras con diversos paí­
ses de Europa oriental, y en 1778 se establecieron patrullas navales en la
costa napolitana. Europa occidental no se vio libre de semejantes sobre­
saltos. Un brote de fiebre en Ruán a principios de 1754 se identificó por
error con una epidemia de peste, y tres años más tarde se informó sobre
esta'enfermedad en Lisboa. En 1781 el gobierno sardo tuvo que adoptar
grandes precauciones para evitar que se propagase la peste procedente de
los Balcanes. •
La gran eficacia y la aplicación implacable de las medidas que se
adoptaron para controlar la peste en el siglo XVIII se pone de manifies­
to en las que se emplearon para limitar la propagación del brote declara­
do en Marsella en 1720. De no ser por el cordón sanitario que aisló la
ciudad en 1720, la epidemia se habría extendido por toda Francia. Las
disposiciones relativas a las cuarentenas fueron las medidas de gobierno
que más beneficiaron a la población europea, pero, al igual que sucede
con otros aspectos de la actividad estatal, resulta difícil establecer cuál
fue |u grado de eficacia. Esta práctica se basaba en un principio acer­
tado.,' según el cual, si se conseguía aislar la epidemia, se rompería su
23
cadena de infecciones. Sin embargo, los estados de la Europa oriental
carecían de la burocracia necesaria para controlar la enfermedad con efi­
cacia, y se ha señalado que las medidas de sanidad publica no fueron más
importantes para limitar los brotes epidémicos que las mutaciones del
parásito transmisor de la peste o los cambios experimentados en sus por­
tadores más comunes, la población de ratas y pulgas de Europa. Las
barreras contra la propagación de la enfermedad eran endebles, y las
reacciones populares ante ella seguían siendo torpes y desiguales debido
a la mentalidad predominante y a la limitación de los conocimientos
médicos. Puede ser también que las posibilidades de infección en Europa
occidental se redujesen a consecuencia de las modificaciones introduci­
das en las condiciones de vida del hombre, que se caracterizarán ante
todo por la construcción de edificios de ladrillo, piedra y teja. Cuales­
quiera que fueran las causas de este cambio en Europa occidental, no sir­
vieron de alivio a la población de la Europa del Este, donde la peste no
desapareció ni tampoco disminuyó su virulencia.
La peste no fue en modo alguno la única enfermedad grave que pade­
cían los hombres de esta época, pero sería muy difícil cuantificar la inci­
dencia de los distintos tipos de enfermedades conocidos por lo impreci­
sos que resultan muchos términos empleados por los médicos del siglo
xvill para describirlas. Con palabras como debilidad y parálisis, que eran
en realidad términos bastante convencionales para describir síntomas que
precedían a la defunción, o las de agonía y flujo, que eran mucho más
imprecisas, se hacían diagnósticos que podían abarcar una gran variedad
de enfermedades diferentes. La viruela fue una de las enfermedades más
graves, y a ella se deben las crisis de mortalidad que se produjeron en
Milán en 1707 y 1719, y en Verona en 1726. Tuvo un carácter endémico
en Italia durante los años 1750 y en Venecia desde principios de la déca­
da siguiente, y llegó a ser la primera causa de mortalidad infantil en
Viena en 1787. Tampoco hacía distingos con la posición social de los
enfermos. Pedro II abandonó Lisboa para irse al campo en enero de 1701
para poder evitarla. Luis XV murió de ella en 1774, y tres años después
atacó al hermano del rey de Nápoles, por lo que el monarca ordenó que
sus hijos fueran inoculados. Era una enfermedad difícil de vencer. La
negativa a dejarse inocular para combatir la viruela tenía en ocasiones su
razón de ser. La difusión de la inoculación en Italia a partir de 1714
podría guardar relación con una mayor frecuencia de los brotes de virue­
la, ya que las personas inoculadas, cuando no permanecían aisladas,
constituían un foco de infección. La vacuna, más que la inoculación,
desempeñó un papel importante en la lucha contra la enfermedad, pero
no se realizó por primera vez hasta 1796. Fue introducida en Francia en
1800 y se ha calculado que en una década se vacunó al 50% de los bebés
franceses.
La disentería bacilar se daba con frecuencia en la Europa rural y,
tanto las precarias condiciones de higiene como la malnutrición propias
de la época, contribuyeron a hacer de ella una enfermedad mortal. Las
epidemias de disentería tuvieron efectos devastadores en Francia en 1706
y en los Países Bajos Austríacos en 1741; y otro brote epidémico, conoci­
do como la Muerte Roja, afectó a los Países Bajos en la década de 1770.
24
El tifus y las fiebres tifoideas y recurrentes fueron endémicos y en oca­
siones llegaron a convertirse en epidémicos. En Suecia la tuberculosis
pulmonar se hizo endémica desde mediados de siglo, y las décadas de
1770 y 1780 fueron años caracterizados por grandes pérdidas en las cose­
chas y por epidemias de disentería. La gripe representó también un grave
problema, pues ocasionó importantes epidemias en la mayor parte del
Continente, como las de 1733, 1742-43 y 1753. La malaria, en cambio,
incidía de,forma aguda en ciertas áreas del Mediterráneo, como en la isla
de Cerdeña; y la sífilis era otra enfermedad bastante común. Pero resulta­
ban también mortales muchas otras enfermedades y accidentes que en la
Europa de nuestros días se pueden combatir y evitar con facilidad.
La virulencia con que se manifestaban las enfermedades en el siglo
XVIII era consecuencia de las circunstancias medioambientales propias
de la época. El comercio y las migraciones contribuían apropagarlas. En
1730 un escuadrón español procedente de las Indias Occidentales trajo a
Cádiz el primer caso europeo de fiebre amarilla. Los ejércitos eran
transmisores y víctimas de las enfermedades. Las enfermades que esta­
ban causando estragos en el campamento ruso de Narva en 1700, infec­
taron a los suecos cuando éstos lo tomaron. Las tropas austríacas propa­
garon la enfermedad al Palatinado Superior en 1752 y desde Hungría a
Silesia en 1758, de la misma forma que las tropas rusas que operaban en
los Balcanes durante la guerra de 1768-74 contra los turcos difundieron
el tifus por toda Rusia. Por ello, a los emigrantes que buscaban trabajo o
comida se les consideraba como una fuente de infecciones. Un agente
bávaro en Viena escribió en 1772 que los pobres de Bohemia traían la
muerte en sus labios.
Los niveles de higiene y el régimen alimenticio eran claramente insu­
ficientes. Las condiciones de vivienda de la mayoría de la población y,
en particular, el hábito de compartir las camas propiciaban una alta inci­
dencia de las infecciones respiratorias, dada la falta de intimidad que
tenía la mayor parte de las viviendas disponibles. Cobraban entonces
importancia los hábitos higiénicos y los niveles de aseo personal, sobre
todo en aquellas comunidades en las que había una alta densidad de
población. La costumbre de lavarse con agua limpia era a la fuerza muy
poco frecuente y la proximidad de animales y estercoleros no contribuía
en absoluto a mejorar la higiene. Europa era una sociedad que procuraba
más conservar los excrementos que eliminarlos. Los desechos orgánicos
humanos y animales se recogían para usarlos como abono. Cuando se
almacenaba cerca de las viviendas, este abono era bastante peligroso y,
cuando se esparcía, podía llegar a contaminar las reservas de agua. El
agua limpia para beber escaseaba en la mayor parte de Europa y, sobre
todo, en las grandes ciudades, en las regiones costeras o las zonas bajas
que carecían de pozos profundos. Esto explica la importancia que tenían
las bebidas fermentadas.
Las carencias alimenticias también contribuían a favorecer la propa­
gación de las enfermedades infecciosas, al disminuir considerablemente
las defensas del organismo. Además, la malnutrición provocaba esterili­
dad en las mujeres. Los problemas de escasez y carestía de la comida
hacían que el grueso de la población careciera de una dieta equilibrada,
25
incluso cuando tenían suficiente comida. Aun así, puede encontrarse una
dieta más variada según las regiones y los distintos grupos sociales, e
incluso la existencia de productos sustitutorios; por ejemplo, en Rusia, el
pescado, las bayas y la miel podían proporcionar nutritivos sustitutos de
la carne y el azúcar. En general, el campesinado europeo consumía poca
carne y comía los cereales menos apetecibles. En otras zonas se aprecian
síntomas de un claro deterioro de la dieta. En Austria, el consumo de
carne per cápita decayó durante la segunda mitad del siglo. En Suecia,
también disminuyó el consumo de productos animales. Los datos toma­
dos de los archivos militares sobre la estatura de los varones bohemios,
húngaros y suecos indican que los muchachos en etapa de crecimiento
a fines del siglo XVIII sufrieron algún deterioro en sus niveles de salud y
nutrición que acabaron limitando su desarrollo. Parece también que la
falta de higiene y la malnutrición desempeñaron un papel fundamental en
la propagación de enfermedades. En Estrasburgo hasta la década de
1750, diversos períodos de escasez de alimentos vinieron acompañados
de importantes brotes epidémicos. En las áreas rurales de Brabante, el
hambre solía asociarse a la propagación de la disentería. La subida de los
precios de los cereales en 1739-41 produjo un resurgimiento de las enfer­
medades infecciosas en muchas zonas de Europa, que coincidió con un
acusado empeoramiento climático. El hambre que hubo en Italia en los
años 1764-68 parece haber sido el causante de la epidemia de fiebre que
azotó la parte central de la Península en 1767. Por el contrario, a fines del
siglo XVIII, las buenas cosechas recogidas en Renania pueden asociarse
con una relativa ausencia de epidemias.
La nutrición no era el único factor que contribuía a agravar el impacto
de las enfermedades. Los factores climáticos también tenían gran impor­
tancia porque podían debilitar considerablemente la capacidad de resis­
tencia de la población frente a determinadas dolencias. En Francia, las
epidemias de enfermedades respiratorias mortales se volvieron endémi­
cas a principios de los años 1740, probablemente debido a la incidencia
de la hipotermia. El rigor de las condiciones atmosféricas se agravaba
mucho con la escasez de leña. Pero el estado en que se encontrasen las
reservas de comida tenía un carácter determinante, no sólo para prevenir
el hambre, sino también para mantener la salud y el ánimo de la pobla­
ción. De hecho, el hambre podía seguir ocasionando una mortalidad masi­
va. Casi un cuarto de millón de personas murieron de inanición y por
enfermedades derivadas de ella en Prusia Oriental en los años 1709-11.
Provocó un brusco aumento en el índice de defunciones ocurridas en Bari,
Florencia y Palermo en 1709, y en el reino de Nápoles en 1764. El núme­
ro de muertos registrado en la ciudad francesa de Albi pasó de 280 en
1708 a 967 en 1710, el de nacimientos se desplomó desde los 357 a los
191 y el de matrimonios de 100 a 49. La recuperación fue bastante lenta,
puesto que la actividad económica se mantuvo en unos niveles bastante
bajos, el endeudamiento municipal siguió siendo elevado y muchas casas
quedaron abandonadas. En 1750 Albi todavía no había alcanzado el
número de habitantes que tenía a principios de siglo. En 1771-72 una cri­
sis de subsistencia hizo que pereciesen en Bohemia alrededor de 170.000
personas que representaban el 7% de su población. Aunque no todos los
26
períodos de escasez tuvieron efectos tan drásticos, contribuyeron a acen­
tuar el impacto causado por las enfermedades. Las malas cosechas que
hubo en Suecia en 1717-18 produjeron enfermedades relacionadas con la
malnutrición en regiones en las que escaseaban la sal y la harina, como
en Dalecarlia, ocasionando un fuerte incremento en los índices de morta­
lidad.- En Tournai, en los Países Bajos Austríacos, el hambre de 1740 no
causó muchas muertes, pero en cambio preparó el terreno para la virulen­
ta epidemia de 1741.
No se sabe en qué medida el crecimiento general de la población
europea durante el siglo xvill se debió a los éxitos obtenidos en la lucha
contra el hambre. Esta adoptó dos formas principales, el aumento de la
producción agrícola, y las iniciativas estatales y municipales aplicadas
para mejorar la distribución de alimentos y paliar los efectos directos del
hambre. Aparte de la convicción generalmente aceptada de que la fuerza
de un Estado guardaba relación con el número de sus habitantes, se
consideraba el hambre como un problema político muy grave, porque
con frecuencia era la causa de disturbios, como los que estallaron en
Istria (1716), en París (1725), en las Provincias Unidas (1740), en Nor-
mandía (1768), en Palermo (1773) o en Florencia (1790). Los comenta­
rios sediciosos que circulaban por el París de los años 1750 aducían el
alto precio del pan y la miseria general que padecía el pueblo llano como
motivos por los que se debía matar al rey Luis XV. El miedo al hambre
provocó disturbios en los Países Bajos Austríacos en los años 1767-69 y
1771-74, donde se puso de manifiesto la alerta social que podían ocasio­
nar los rumores de escasez. Además, la escasez de las cosechas podía
hacer truncar la actividad económica general, poniendo en peligro los
niveles de ingresos ordinarios al reducir los beneficios potenciales de los
impuestos y concentrar la mayor parte del consumo en los gastos ocasio­
nados por el abastecimiento y encarecimiento del pan.
A lo largo de la centuria se aprecian, no obstante, claros síntomas de
mejoría respecto a esta situación. En 1740-42 Escandinavia e Irlanda fue­
ron las únicas regiones en las que se dieron nuevos períodos de hambre a
gran escala. En otras zonas, la beneficencia pública y los programas de
ayuda sirvieron para limitar la mortalidad a pesar de la escasez de ali­
mentos y de la subida de los precios de los cereales. La posibilidad
de llevar a cabo una acción estatal más eficaz en este sentido se puso de
manifestó sobre todo en Prusia. Ya existía una red de graneros reales y a
pesar de la incidencia de una exigua cosecha, del inicio de un nuevo con­
flicto bélico y de la persistencia de unas condiciones climáticas adversas,
el gobierno prusiano logró evitar, en gran medida, el aumento de la mise­
ria, del paro, de los vagabundos y de los tumultos, desarrollando un siste­
ma que mantuvo su eficacia durante el resto de la centuria. Las reservas
de grano disponibles en los graneros públicos, la política cerealista de
Federico II y el control social que ejercían los terratenientes y el gobier­
no minimizaron las consecuencias perjudiciales que tenían las respuestas
populares a los períodos de escasez general, como las migraciones, que
influían notablemente en el incremento de las cifras de mortalidad. El
gobierno prusiano creía que los mejores medios con los que se podía
luchar contra la escasez de alimentos eran la prevención y la firmeza. Un
27
encontrar en el mercado de Foix, en el de Tarbes no se empezó a vender
oficialmente hasta los años 1790. Se produjeron crisis demográficas
regionales en 1746-47, 1759 y 1769. En la ciudad de Ussel, ubicada en el
Macizo Central francés, y en su región la actividad económica siguió
manteniendo unos niveles muy bajos y su población no registró aumento
alguno. Un elevado índice de mortalidad infantil se combinó con graves
crisis de mortalidad generalizada que originaron un alto porcentaje de
familias truncadas. En Duravel, en la región francesa de Quercy, se di­
fundió el cultivo del maíz durante la primera mitad del siglo, pero a partir
de 1765 las mejores tierras de cultivo estaban exhaustas y dado que
el limitado desarrollo de sus técnicas agrícolas no permitió aumentar la
producción con nuevos cultivos intensivos, la escasez de alimentos se
convirtió en un grave problema. En la década de 1760, el número de
defunciones superaba al de bautismos y esta delicada situación demográ­
fica perduró hasta la generalización del cultivo de la patata a principios
de la siguiente centuria. Aunque disfrutó de un largo período de paz entre
1763 y 1792, en la ciudad renana de Coblenza apenas se aprecian sínto­
mas que permitan hablar de un próspero fin de siglo al que hubiese suce­
dido un período más adverso a comienzos del siglo XIX. La producción
agrícola no consiguió adaptarse a las exigencias de la presión demográfi­
ca. Pese a las buenas intenciones que mostraban las autoridades, los pro­
gresos hechos en cuanto a las condiciones higiénicas eran demasiado
limitados y la parte antigua de la ciudad, donde vivían los artesanos,
siguió manteniendo unas condiciones de vida muy insalubres. La persis­
tencia con que se daban las enfermedades hacía que las capas débiles de
la sociedad continuasen siendo las más vulnerables. Sólo se aprecia un
ligero descenso en la elevada tasa de mortalidad infantil que tenían los
suburbios de Bolonia. En los barrios pobres de Toulouse, las tasas de
natalidad y mortalidad eran altas, al igual que el número de niños aban­
donados. Por el contrario, en el centro de la ciudad se desarrolló un régi­
men demográfico más moderno, que favorecía la existencia de tasas de
natalidad y mortalidad más bajas. Esto también se aprecia en ciudades
como Ginebra y Ruán, donde los índices de mortalidad infantil entre los
nobles locales eran inferiores a la media.
Conclusiones
A pesar de que en algunas regiones y entre determinados grupos
sociales existía cierta tendencia hacia un régimen demográfico más posi­
tivo, ésta no fue en absoluto la tónica general predominante durante el
siglo XVIII. El hambre siguió siendo una amenaza constante y motivo de
preocupación para todos los gobiernos. En muchas zonas los excedentes
alimentarios resultaban tan insignificantes que cuando acontecía la
menor adversidad este frágil nivel de subsistencia apenas era capaz de
afrontarla. Semejantes adversidades solían adoptar la forma de bruscos
cambios climáticos o de campañas militares, como el despliegue de las
tropas austríacas en Hungría a fines de 1787, que provocó una gran esca­
sez de alimentos y la amenaza del hambre en toda la región. Parece que
30
las condiciones de paz que disfrutaron Europa central, meridional y occi­
dental entre 1763 y 1792 contribuyeron de forma decisiva al incremento
de su población. En cambio, las regiones en las que se dieron grandes
conflictos bélicos, padecieron importantes crisis demográficas, y no tanto
por las muertes ocurridas en combate, sino por la propagación de infec­
ciones, la incautación y destrucción de las cosechas o la suspensión de la
actividad económica en el ámbito rural, a consecuencia de la huida de
mano de obra y de las requisas de animales de tiro y de semillas de culti­
vo. Entre 1695 y 1721, alrededor del 60 o 70% de la población de Esto­
nia y del norte de Livonia murió a consecuencia de las enfermedades y
de la Gran Guerra del norte que se desarrolló en los años 1700-21.
En Europa occidental, en conjunto, se dieron ambas situaciones, ya
que una parte de su población siguió una tendencia de crecimiento clara­
mente más favorable y otra mantuvo un régimen demográfico bastante
débil. La reducción progresiva de la mortalidad se vio interrumpida por
diversas crisis, como la que tuvo lugar a principios de los años 1740. De
hecho, tampoco cesó la aparición de alzas repentinas en las tasas de mor­
talidad provocadas por nuevas crisis de subsistencia. En Suiza, Italia,
Austria e Irlanda aún en 1816 una aguda crisis de subsistencia hizo que
se disparasen sus índices de mortalidad. Por lo tanto, el aumento general
de la población no acabó con la angustia que sufrían sus comunidades. Y
resulta, por ejemplo, muy significativo que la comida tuviese un papel
tan relevante en escritos utópicos, como los de Fénelon y Morelly, o en
las fantasías populares. La forma de distribución de los alimentos refleja­
ba claramente la naturaleza del sistema socioeconómico imperante, pero
el temor a las crisis de subsistencia hacía que incluso aquellos a los que
nunca les faltaba comida se preocupasen mucho más por su aprovisiona­
miento.
El crecimiento general que experimentó la población europea durante
este siglo tuvo también muchas consecuencias. Incrementó considerable­
mente la presión sobre sus sistemas económicos, exigiendo una amplia­
ción del suelo disponible y un aumento de los empleos, de la producción
alimentaria y de la beneficencia. La presión demográfica sobre la tierra
se convirtió en un grave problema, puesto que el estado poco desarrolla­
do en que se hallaban las técnicas y el utillaje agrícolas hicieron que en
gran parte de Europa no pudiesen ampliarse las zonas de cultivo. Con ini­
ciativas esencialmente privadas empezaron a labrarse en zonas “yermas”
tierras que nunca antes se habían cultivado, y en la mayor parte de Euro­
pa la demanda de nuevas tierras se convirtió en una cuestión capital. A lo
largo de la segunda mitad del siglo XVIII, la población de las Tierras
Altas de Escocia aumentó de forma espectacular, incrementando enor­
memente su presión sobre una superficie de tierra cultivable bastante
pequeña y limitada; y en Francia el crecimiento demográfico obligó a los
hijos más jóvenes de los campesinos y a los aparceros pobres a abando­
nar sus esperanzas de llegar a adquirir la condición de campesinos inde­
pendientes. El crecimiento general de la población propició también un
incremento en el número de jornaleros -la parte económicamente más
vulnerable de la fuerza de trabajo- en regiones como Mallorca, Cataluña
y el sur de España, y un mayor empobrecimiento del ámbito rural. De
31
hecho, a medida que se produjo el aumento de la población, la pobreza
llegó a convertirse en un problema general en muchas partes de Europa.
Se agravó sobre todo en regiones que tenían un bajo crecimiento econó­
mico, como Calabria en el sur de Italia o la zona oriental de Overijssel,
pero también afectó a otros regímenes económicamente más favorecidos,
como los que había en Francia o Renania. En este último caso, la subida
de los precios de los productos alimenticios y la necesidad de tierras
favorecieron la subdivisión de las propiedades y el aumento del nú­
mero de trabajadores sin tierras. Y aun cuando la desnutrición ya no solía
desembocar con tanta frecuencia en una muerte prematura, sí llegó a con­
vertirse en una condición muy común entre gran parte de la población. El
crecimiento de la población acabó asimismo con el equilibrio de muchas
economías locales, en las que se primó excesivamente la producción de
cereales sin prestar suficiente atención a la cría de animales, que era la
principal fuente de abono.
Por lo tanto, el aumento de población llegó a formar parte también de
un entorno más adverso. Las enfermedades y la malnutrición, o incluso
hasta la inanición siguieron estando presentes en gran parte de la pobla­
ción. Entre los principales factores determinantes de las circunstancias en
que vivía la población rural de Europa occidental destacan las conse­
cuencias derivadas de la presión demográfica. El paro y la mendicidad se
convirtieron en problemas cada vez más graves para las ciudades a medi­
da que afluían a ellas los emigrantes que huían de la pobreza rural. La
beneficencia social no podía atender a todo este tipo de personas, y no
resulta sorprendente que algunas de ellas fueran víctimas de la desespera­
ción, sobre todo cuando un nuevo nacimiento ponía a prueba la capaci­
dad de supervivencia de una familia. Pero el dramático destino que tuvo
un tabernero vienés, agobiado por las deudas, que en 1774 degolló a su
mujer embarazada y a su hijo de 9 meses y se tiró al Danubio, era menos
frecuente que la triste relación de niños abandonados. En la segunda
mitad del siglo XVIII, aumentó considerablemente el número de abando­
nos en Italia, y sobre todo entre las niñas. En la década de los años 1780,
el promedio de abandonos mensuales era de 160-170 en Lyón y de 650
en París. Desde un punto de vista más humano, el régimen demográfico,
tanto antiguo como moderno, fue, con demasiada frecuencia, la causa de
muchos temores y miserias.
L as calam idades y la m entalidad conservado ra
El grado de indefensión que padecía la gente de entonces no sólo se
ponía de manifiesto cuando tenían que hacer frente a los efectos de la
presión demográfica. Una amplia variedad de calamidades que podían
afectar tanto a individuos como a comunidades enteras mostró la fragili­
dad de las circunstancias personales y la debilidad que presentaban los
mecanismos de respuesta comunales. Las enfermedades no epidémicas
podían llegar a ser un duro golpe para aquellos que las padecían, pues
apenas había posibilidades para su cura o tan siquiera para aliviar el
dolor. El nacimiento de un niño solía reportar una situación muy difícil y
32
podía desbaratar el precario equilibrio de muchas familias. Las tareas
agrícolas eran duras y el empleo en actividades industriales solía conlle­
var bastantes riesgos. Los molineros trabajaban rodeados de mucho
polvo y ruido, criaban a veces piojos y tendían a padecer de asma, her­
nias o problemas crónicos de columna. El trabajo en la construcción era
muy peligroso. En 1705 se publicó la primera edición inglesa del Trata­
do de las enfermedades del comerciante, escrito por Bernardino Ramaz-
zini, profesor de medicina en Padua. Ramazzini había estudiado la rela­
ción existente entre enfermedades y profesiones, y su libro descubrió
algunas importantes consecuencias que podía acarrear el empleo en una
era en la que aspectos como la salud y la seguridad en el trabajo apenas
cobraban sentido. Señalaba que los desórdenes producidos podían prove­
nir del esfuerzo realizado al adoptar posturas o realizar excesos físicos
inusuales, como los que se exigía a sastres y tejedores, y resaltaba los
peligros que tenían la exposición continuada a sustancias peligrosas
como el plomo y el mercurio. La relación aportada por Ramazzini sobre
las enfermedades profesionales más frecuentes en químicos, pescadores,
encargados de los baños, viticultores, tabaqueros y lavanderas, sobre la
tisis que afectaba a canteros y mineros, los problemas en la vista de
doradores e impresores, la ciática de los sastres y la letargia de los alfare­
ros, ponen de manifiesto la arriesgada naturaleza que comportaban las
actividades industriales antes del desarrollo del sistema de factorías. Para
el tratamiento de estas dolencias apenas resultaba eficaz la atención sani­
taria existente, puesto que el conocimiento médico era en general insufi­
ciente y los pocos facultativos cualificados apenas eran asequibles. La
presencia de doctores se concentraba en las ciudades y, aunque Francia
llegó a disponer de un médico para cada 10.000 habitantes, en otras
zonas escaseaban, incluso habiendo dinero suficiente para costear sus
servicios.
La medicina no era mucho más eficaz cuando se trataba de enferme­
dades animales. Estas podían tener graves repercusiones económicas y
muestran claramente los limitados recursos con que contaban los gobier­
nos de la época. La epidemia de peste bovina que azotó las cabañas gana­
deras de Frisia y Groninga en la parte septentrional de los Países Bajos,
indujo a algunos propietarios a pasarse a la producción de grano. A fines
de 1749, las pérdidas sufridas por los campesinos de Groninga les impi­
dieron afrontar el pago de sus impuestos. Los brotes de enfermedades en
el ganado podían llegar a paralizar la actividad agrícola local, como suce­
dió en Holstein en 1764 y en Béarn en 1774, con lo cual se encarecían
aún más los precios de la carne en lugares situados a bastante distancia;
esto evidencia las vinculaciones económicas que se estaban desarrollan­
do entre regiones más alejadas. Los precios de la carne en Bratislava y
Viena subieron en 1787 debido a la mortalidad animal que se produjo en
Hungría y en Transilvania. El estado poco avanzado que presentaba la
ciencia veterinaria no podía brindar un tratamiento preventivo adecuado
para combatir las enfermedades. Por ello, los animales afectados tenían
que ser sacrificados y se prohibían sus desplazamientos. La aparición de
una epidemia animal en el territorio italiano de Lucca en 1715 hizo que
las tropas florentinas cerraran su frontera al comercio de ganado. En
33
1747, el ejército veneciano adoptó idénticas medidas. A fines de 1751,
los Estados de Holanda trataron de evitar la propagación de una enferme­
dad del ganado que hacía estragos en Frisia y que también empezaba a
afectar a la provincia de Holanda, prohibiendo tanto la exportación e
importación de ganado como sus desplazamientos dentro de la provincia
sin la debida autorización. La eficacia que tenían estas medidas variaba
mucho de unos casos a otros.
El éxito conseguido en la lucha contra la enfermedad bovina que
afectó a Flandes en 1770, puede atribuirse a la determinación que mostró
el gobierno austríaco para aplicar su decisión de sacrificar a todos los
animales ya enfermos o sospechosos de estarlo ofreciendo a cambio una
compensación económica; ésta propiciaba cierto grado de complicidad,
en contra de los deseos del gobierno local y de la población en general.
Sin embargo, los austríacos no pudieron prevenir en 1788 la propagación
de una epidemia que mató a muchos de sus caballos de montar en Hun­
gría. De nuevo, la realidad se convertía para cada propietario en un entor­
no hostil e impredecible, asolado por fuerzas que no podían prevenirse ni
propiciarse, y en el que el esfuerzo realizado durante años se desvanecía
en un instante. La línea que separaba a la autosuficiencia de las calamida­
des, a la pobreza de la miseria, se podía cruzar rápidamente y con facili­
dad.
El clima también planteaba desafíos semejantes. En general, podía
llegar a ser un factor más favorable cuando los veranos cálidos y secos
mejoraban el rendimiento de las cosechas. Pero las caprichosas variacio­
nes climáticas podían convertirse en un grave problema que dejase en
evidencia la limitada capacidad de respuesta comunal. Un claro ejemplo
lo constituyen las inundaciones tanto costeras como fluviales. En gran
parte de Europa los ríos no estaban canalizados y sus caudales no se
hallaban regulados por sistemas de diques o represas, y las defensas cos­
teras eran por lo general inadecuadas o simplemente inexistentes. Las
inundaciones podían impedir el transporte fluvial y la pesca, interrumpir
actividades industriales, como la molienda, que dependía de la energía
hidráulica, y dañar las zonas agrícolas más fértiles. Algunas zonas coste­
ras, tales como Frisia, eran bastante vulnerables, y la ubicación de
muchas ciudades importantes en la costa ojunto a los grandes ríos podía
llegar a tener también graves consecuencias. Florencia y el valle inferior
del Arno sufrieron fuertes inundaciones en 1740 que costaron muchas
vidas. Cuando el Ródano creció en diciembre de 1763, las dos terceras
partes de la ciudad de Avignon quedaron bajo sus aguas. Las zonas rura­
les solían contar con muchas menos defensas y no parece que esto mejo­
rase a lo largo del siglo XVIII. Miles de reses murieron cuando se produjo
la rotura de los diques holandeses en el invierno de 1725-26. Y en los
años 1787-88 fuertes lluvias y grandes inundaciones se llevaron a su paso
la mayor parte del grano sembrado en Sajonia.
La sequía constituía asimismo otro grave problema, pues amenazaba
al abastecimiento de agua, la agricultura, el transporte fluvial y las manu­
facturas cuya producción se basaba en el empleo de energía hidráulica.
Era una de las principales causantes de la escasez de alimentos, como
sucedió en Ginebra en 1723, y sobre todo afectaba a determinadas culti­
34
vos, como el lino, o los viñedos de Borgoña en 1778. Por otra parte, la
energía hidráulica fluvial también se veía perjudicada por las heladas
invernales que impedían el funcionamiento de los molinos, ocasionando
el desempleo de su mano de obra y escasez de harina. Cuando a princi­
pios de 1748 se congelaron los molinos hidráulicos, los polacos tuvieron
que recurrir a molinos de mano para moler el maíz. Debido al hielo, los
días laborables al año que tenían los remolcadores holandeses eran 300 y
su fuerza de trabajo, poco especializada y alquilada para ene,argos más
bien ocasionales, se reducía mucho cuando el invierno era especialmente
duro. Una fuente de energía alternativa en lugar del agua era el viento,
pero las fuertes tormentas también afectaban a los molinos de viento. La
agricultura era naturalmente muy vulnerable a los efectos del clima. Ape­
nas se pudo mejorar respecto a los daños que el tiempo ocasionaba a las
cosechas, y mientras los inviernos lluviosos producían cosechas enfermas
e hinchadas, las heladas tardías perjudicaban al trigo. Las heladas de
1709 acabaron con la mayoría de los limoneros situados cerca de Géno-
va, poniendo fin así a la exportación de su producto. Los rayos podían
afectar a las viviendas, que en general eran muy sensibles al fuego, como
se pudo apreciar en los terribles incendios de Rennes en 1720, Yyborg en
1738 y Moscú en 1753. También resultó difícil llevar a cabo los proyec­
tos de drenaje de las tierras bajas palúdicas del sur de Europa; en la
mayor parte de esta zona la ubicación de las viviendas se restringía a las
colinas, de esta forma se podían dedicar los valles inferiores a un cultivo
intensivo y se evitaban los efectos perjudiciales de sus aguas a menudo
estancadas.
Otro aspecto a considerar dentro de este medio ambiente hostil en
el que vivía el hombre de la época era el de su enfrentamiento con bes­
tias, ya fuesen reales o imaginarias. Los lobos y osos, que podían ata­
car a las personas y a sus animales, constituían un problema que no se
limitaba sólo a zonas montañosas. En 1699, los lobos solían atacar a
las ovejas en los alrededores de Abbeville, en Francia. En Senlis, en
1717, llegaron a representar una grave amenaza y también en el suro­
este de Francia en 1766. Durante el crudo invierno de 1783-84, el
Journal de Physique informó sobre numerosas muertes producidas por
lobos que andaban merodeando. En las zonas montañosas, este con­
flicto era más constante, por ello las cabezas de lobos y las garras de
osos expuestas en regiones como Saboya sirven de testimonio de esa
lucha, a menudo amarga, que se libró por el control de los pastos alpi­
nos. Otros animales también planteaban graves problemas. La carencia
de pesticidas y las dificultades para proteger las cosechas o la comida
almacenada agravaban la situación. A pesar de que el emperador
José II era aficionado a la caza, ordenó la aniquilación de todos los ja­
balíes por los daños que causaban en las propiedades de los campesi­
nos. Los ratones y las ratas destruían grandes cantidades de alimentos
y cultivos, y sus plagas tuvieron desastrosas consecuencias para las
cosechas de Frisia Oriental en 1773 y 1787. Las lombrices arruinaron
muchos diques holandeses durante los años 1730 y los de Frisia Orien­
tal en la década de 1760. Cuando una gran plaga de langostas se diri­
gía hacia Viena en 1749, el hecho se interpretó como una manifesta­
35
ción de la ira divina y se ordenó a todos los predicadores públicos que
procurasen aplacarla.
Pero a las amenazas que representaban determinados animales de
carne y hueso se unían en este medio ambiente tan adverso, los temores
provocados por criaturas imaginarias. Se hablaba entonces de extrañas
bestias que atacaban a los hombres. Una de ellas, cerca de Zaragoza, fue
descrita en 1718 como del tamaño de un buey, con una cabeza semejante
a la de un lobo, una larga cola y tres cuernos puntiagudos. A mediados
de los años 1760 se habló diversas veces de la existencia de otra criatura
salvaje. Las leyendas populares, el apoyo que brindaban las autoridades
bíblicas y clásicas, y los frecuentes hallazgos de huesos enterrados de
grandes proporciones favorecieron la creencia en gigantes, que también
era sustentada por muchos clérigos. Seguía existiendo el miedo a las bru­
jas. De hecho, el período culminante de la caza de brujas que hubo
durante la época moderna en la provincia polaca de Mazovia se alcanzó
en el primer cuarto del siglo XVIII. Apenas se hacían distinciones a la
hora de determinar la culpabilidad por herejía, blasfemia, magia o nigro­
mancia, se empleaba la tortura y se quemaba a las que se consideraba
brujas, y estas prácticas no fueron declaradas ilegales en Polonia hasta
1776. En los años centrales del siglo tuvo lugar, principalmente en Fran­
cia e Italia, un amplio debate sobre las brujas, la magia y los vampiros.
En 1754 apareció la obra de Scipione Maffei titulada La aniquilación de
las artes mágicas. Ocho años antes el clérigo y erudito francés Augustin
Calmet había publicado un libro sobre vampiros. La creencia en vampi­
ros fue contestada duramente por la Encyclopédie -ese compendio de
enseñanzas liberales y de puntos de vista de moda que empezó a distri­
buirse en Francia a partir de 1751- en un artículo aparecido en 1765.
También se criticó y se citó al libro de Calmet como un ejemplo de las
consecuencias que las supersticiones podían llegar a tener sobre el espíri­
tu humano. En 1772, el destacado intelectual francés de talante liberal,
Yoltaire, condenó la obra de Calmet y se preguntaba cómo era posible
que después de los escritos hechos por los filósofos ingleses Locke y
Shaftesbury, y en un período en el que estaban en activo intelectuales
liberales franceses como d’Alembert y Diderot, se llegase a escribir un
libro sobre vampiros o simplemente a creer en ellos. En este caso, al
igual que en otras muchas cuestiones, eljustificado desprecio de Voltaire
resulta ser una engañosa guía para estudiar las actitudes adoptadas por la
mentalidad popular. No parece que por ello disminuyese la creencia en
los vampiros, sino que llegaron a producirse incluso algunas oleadas de
pánico en Hungría, Bohemia y Moravia en las décadas de 1730, 1750 y
1770. No obstante, salvo escasas excepciones, sí desapareció el fenóme­
no de la caza de brujas.
Los vampiros no estaban solos en la taxonomía de esta cara sombría
de la Europa de la Ilustración. Un escritor anónimo alemán afirmaba en
1782 que las incertidumbres propias de la vida agrícola fomentaban en el
campesino una verdadera humildad y un sentido de dependencia respecto
a diversos factores sobre los que no tenía ningún control. Con el objeto
de comprender mejor y aplacai a esias íuerzas, alcanzaron un gran prota­
gonismo, sobre todo en las áreas rurales, las prácticas y creencias astroló­
36
gicas y ocultistas tradicionales. Era un mundo animista y habitado por
espíritus, en el que la muerte no era necesariamente una barrera para
desarrollar diversas actividades, experiencias o formas de intervención
sobre la realidad. En su obra titulada La vida de mipadre, Nicolás Restif
de la Bretonne recordaba que en su medio familiar -el del rico campesi­
nado francés- los pastores narraban historias sobre la transmigración del
alma humana a animales y sobre hombres-lobo. El burócrata ilustrado de
Badén, Johann Reinhard (1714-72), que se había criado en el seno de una
familia calvinista del Principado alemán de Nassau, se encontró con un
mundo poblado de brujas y fantasmas, en el que el demonio estaba omni­
presente. Puesto que el demonio desempeñaba un papel importante en la
conciencia cristiana, no resulta extraño que muchos le armaran con una
panoplia de seguidores y acólitos que no vivían en un mundo separado,
sino en una esfera próxima que les permitía influir directamente en los
asuntos humanos. En 1727, el cardenal Fleury, que desempeñaba enton­
ces el cargo de primer ministro en Francia, expresó su creencia de que el
demonio podía golpear a sus súbditos. Todavía a fines de siglo, la creen­
cia en la brujería y la hechicería se hallaba muy extendida entre la pobla­
ción rural de los principados alemanes de Jülich y Mark.
Si las viejas supersticiones apenas habían perdido su arraigo en las
zonas rurales, cabría pensar que la diferencia cultural entre las creencias
populares y las de las elites había aumentado mucho más que en el siglo
anterior, que las visiones y actividades que tiempo atrás tenían una acep­
tación general, como la creencia en la astrología, se habrían quedado
ancladas en escalas sociales inferiores. Parece que muchas personas ricas
y bien educadas llegaron a perder su fe en las curaciones mágicas, en las
profecías o en la brujería. Sin embargo, esta interpretación debe emplear­
se con mucho cuidado, puesto que la moda desempeñaba, sin duda, un
papel muy importante en la cultura de las elites y, sobre todo, a medida que
fue aumentando la cantidad de trabajos impresos que divulgaban lo que se
consideraba como deseable. Resulta difícil valorar el significado de los
cambios que experimentaban las modas, pero la popularidad de las curas
médicas milagrosas y la gran aceptación que tuvo en la Francia de los
años 1780 la teoría del magnetismo animal, defendida por el doctor aus­
tríaco Mesmer, que llegó a proponer una compleja cosmología post-new-
toniana, ponen de manifiesto los riesgos que conlleva considerar que la
cultura de las elites estaba mejor informada. Más bien parece ser que sus
supersticiones eran más extravagantes. En todos los estratos de la socie­
dad existía el deseo de superar las condiciones adversas impuestas por un
entorno hostil y de hacer frente a los temores que les inspiraba. Se pro­
curaba buscar cierto grado de estabilidad dentro de un mundo esen­
cialmente inestable, tratando de reconciliar la justicia divina con el
sufrimiento humano y de asimilar las experiencias como un reflejo de la
naturaleza dura y arbitraria de la vida. La visión religiosa del mundo
proporcionaba el modelo explicativo más eficaz, pero también los mejo­
res mecanismos de defensa psicológicos y un elemento esencial de conti­
nuidad. En Rusia, muchos consideraron que las políticas emprendidas
por el zar Pedro el Grande eran oora u.e un perverso usurpador extranjero
o del Anticristo. Su negación del carácter divino de la monarquía rusa
37
tradicional, su blasfemia y hurto de tiempo a Dios, cuando cambió el
calendario vigente, y su violación sacrilega de la imagen de Dios en el
hombre, al obligar a los varones a afeitarse la barba, podían ser interpre­
tadas por sus contemporáneos como parte de una batalla entablada entre
Dios y el Diablo. En España, eran muy populares y se reimprimían a
menudo manuales de piedad, tratados religiosos y sermones que hacían
particular hincapié en la naturaleza transitoria de la vida en la tierra y en
los peligros espirituales que debían afrontar los ricos para alcanzar su sal­
vación. Cuando se producían calamidades la gente acudía a la iglesia. Se
solían tocar las campanas para hacer frente a truenos y rayos. En 1775,
un mes después de que los experimentos químicos de Joseph Priestley se
exhibiesen en la Academia de Dijon, se hicieron sonar las campanas de
la iglesia local para alejar una tormenta. La gente recurría también a la
intercesión de fuerzas sobrenaturales. Cuando e,n 1725 París se hallaba
amenazada por grandes inundaciones y malas cosechas, se sacó en proce­
sión el relicario de su patrona Santa Genoveva con la esperanza de que
acabara con las fuertes lluvias, al igual que en 1696 en que se lo sacó
contra la sequía. Al año siguiente se realizó un tosco grabado con un
texto explicativo. En 1755, las autoridades venecianas, que tenían que
afrontar la escasez de agua potable, decidieron exponer públicamente una
imagen de la Virgen María. Trataban de conseguir una mayor devoción y
mejorar la conducta moral de la comunidad. En 1756, Carlos Manuel III
de Cerdeña y su familia tomaron parte en unas celebraciones realizadas
en la catedral de Turín para agradecer que la ciudad había sobrevivido
sin daños considerables a un reciente terremoto. En enero de 1765, se
suspendieron en Florencia todas las diversiones públicas y se hicieron
rogativas solicitando el regreso del buen tiempo, al igual que en Milán en
los años 1765 y 1766. En Terracina, ubicada en la parte central de la
Península italiana, una imagen milagrosa de la Virgen fue llevada en pro­
cesión en abril de 1769, acompañada por una gran multitud que pretendía
lograr que mejorase el tiempo. A principios de 1788, se intentó hacer
frente al vendaval que azotó las costas del noroeste de Francia con
solemnes procesiones a las iglesias y con servicios religiosos nocturnos.
Este medio ambiente hostil se interpretaba como un justo castigo, que
ofrecía la posibilidad de alcanzar una remisión de la culpa por medio de
buenas acciones, asistiendo a servicios religiosos o satisfaciendo las
demandas hechas por el mundo de lo oculto y lo espiritual. De esta
forma, se podía llegar a construir una cosmología que fuese aceptable
tanto en términos cristianos como no cristianos. No obstante, para mucha
gente éstas no eran dos alternativas diferentes, sino que más bien consti­
tuían creencias y hábitos de pensamiento muy relacionados entre sí. En
determinados círculos se llegó a cuestionar la existencia de una interven­
ción divina. Casi todos los escritores de los Países Bajos Austríacos que
reflexionaron acerca del terremoto de Lisboa de 1755, lo interpretaron
como un castigo divino. Y la mayor parte de ellos llegó a idéntica con­
clusión respecto a la peste bovina que afectó a los Países Bajos
Austríacos en los años 1769-71, aunque una importante minoría mostró
su desacuerdo con semejante interpretación. A su vez, la predicción de
que la ciudad de Nápoles sería destruida por completo por un terremoto
38
en marzo de 1769, provocó la confusión entre gran parte de la población.
A principios de siglo el cuidado de los disminuidos físicos estaba reser­
vado al clero y se pensaba que los sordomudos estaban poseídos por el
demonio. Esto no impidió que Jacob Pereire (1715-80) se esforzase por
rehabilitarlos, aunque su desarrollo de una técnica completamente desco­
nocida y las curas que logró con ella fueran consideradas por muchos
como verdaderos milagros.
El recurso a la ayuda divina no promovió necesariamente una mayor
pasividad mundana, sobre todo en el ámbito comunal. Aunque se conocía
lo hostil que podía llegar a ser el entorno natural, se hacían muchos es­
fuerzos para tratar de superar sus consecuencias. Esto no era nada nuevo.
Existen claras líneas de continuidad respecto al siglo anterior en medidas
tales como roturar los baldíos o drenar los polders holandeses y los pan­
tanos palúdicos del área mediterránea, y en muchas zonas se volvió a
recuperar la actividad económica después del período de grandes conflic­
tos bélicos que abarca los años 1688-1721. Si bien algunas regiones
alcanzaron un grado de desarrollo que fue verdaderamente notable, uno
de los rasgos más llamativos del siglo xvin es precisamente el escaso
avance que hubo en la lucha contra las condiciones hostiles del entorno y
las catástrofes naturales que afectaban de manera tan lamentable tanto a
individuos como a comunidades enteras. Aquellos lugares cuya pobla­
ción experimentó un considerable aumento tuvieron que hacer frente a
graves problemas. Este nivel de progreso que resulta tan limitado puede
comprenderse mejor si tenemos en cuenta el exiguo desarrollo tecnológi­
co de la época y los escasos recursos de los que disponían los gobiernos.
Pero semejantes limitaciones también son un claro reflejo de mentalida­
des y actitudes entonces dominantes. Pese a la confianza que muchos
tenían en las posibilidades que ofrecía el progreso humano a través de la
acción comunal, la gran masa de la población vivía de forma precaria,
temerosa del futuro y aspirando a metas muy limitadas. Este conservadu­
rismo popular resultaría decisivo para obstaculizar muchos planes de
cambio introducidos por los gobiernos.
39
CAPÍTULO II
LA ESTRUCTURA ECONÓMICA
La agricultura
La agricultura constituía la principal fuente de riqueza y de trabajo, el
sector productivo más importante de la economía y la base del sistema
impositivo estatal, eclesiástico y señorial, en la que se asentaban casi
todas las actividades socioeconómicas. La tierra y sus utilidades confor­
maban la estructura del sistema social y la mayor parte de la riqueza que
ésta representaba brindaba la posibilidad de beneficiarse del cambio
social. La gran masa de la población vivía en el campo y en las vidas de
la gente que habitaba la Europa del siglo XVIII seguían predominando las
actividades agrícolas. En 1789, puede tomarse como un valor bastante
representativo el 74% que dentro de la población activa de la región del
Vivarais, en Francia, se dedicaba a la agricultura. No existían grandes
barreras que separasen el campo de la ciudad, la industria y el comercio
de la labranza de la tierra, o los trabajadores industriales de los agriculto­
res. En regiones como Bohemia, gran parte de la producción industrial se
realizaba en zonas rurales y muchas industrias, como las del metal, el
vidrio, la alfarería e incluso las textiles se encontraban junto a las minas
de carbón, en zonas que eran esencialmente agrícolas, como lo habían
sido siempre. Además, en áreas como el Flandes francés, muchos de
aquellos que trabajaban en industrias rurales se dedicaban también al cul­
tivo de parcelas de tierra o pertenecían a una economía familiar en la que
algún otro miembro formaba parte de la mano de obra agrícola. En algu­
nas zonas de Europa, como en Sicilia, un porcentaje sorprendentemente
elevado de la población vivía en las ciudades. Pero esto era más el reflejo
de un patrón de asentamiento tradicional que uña respuesta funcional a
favor de las actividades urbanas, debido a que en gran parte de la Europa
mediterránea, los trabajadores del campo preferían vivir en ciudades o en
grandes pueblos a otro tipo de asentamientos más dispersos. Hasta cierto
punto esta misma tendencia se daba casi en toda Europa. Las ciudades
solían estar rodeadas de tierras dedicadas a la agricultura intensiva, y
41
además, algunas actividades agrícolas, tales como la horticultura, eran
comentes también intramuros de la ciudad, sin que existiese ningún sis­
tema de delimitación por zonas que las prohibiera y tampoco la agricultu­
ra era funcionalmente incompatible con la condición de habitante del
medio urbano.
Existían estrechas relaciones entre la agricultura, el comercio y la
industria. Los limitados avances logrados en el conocimiento científico y
tecnológico hicieron que las manufacturas siguieran basándose esencial­
mente en el empleo de productos naturales. Aún no había llegado la era
de los productos sintéticos. La elaboración de la mayoría de las manufac­
turas requería una transformación de productos agrícolas, sobre todo si
incluimos a la silvicultura como una variante dentro de las actividades
agrícolas extensivas y de la ganadería, que proporcionaba también una
fuente de empleo temporal o estacional para la mano de obra agrícola.
Las principales actividades industriales eran las destinadas a la producción
de bienes de consumo, alimentos, bebidas, ropa, zapatos y muebles. Aun­
que algunos de los procesos de fabricación requerían el empleo de pro­
ductos agrícolas procedentes de fuera de Europa, como el algodón, el
azúcar de caña de las Indias Occidentales y el tabaco de América del
norte, el origen de la mayoría de las materias primas era europeo y, a
menudo, local, como sucedía, por ejemplo, con la lana y mucho más con
las industrias del cuero que se podían encontrar en infinidad de lugares
distribuidos por todo el Continente. Como vemos, la actividad industrial,
tanto urbana como rural, estaba íntimamente relacionada con las tierras
agrícolas circundantes. Por ejemplo, en la localidad de Niort, situada en
el oeste de Francia, una parte esencial de su economía se centraba en el
trabajo de pieles animales, por ello durante la década de 1720 su produc­
ción llegó a depender totalmente del abastecimiento de grandes cantida­
des de cabritillos procedentes de las zonas rurales próximas. Asimismo,
los intercambios comerciales también estaban íntimamente relacionados
con productos agrícolas, ya fueran elaborados o no, tanto para el mercado
local como para los de larga distancia.
Dado que la gran masa de la población vivía en zonas rurales y se dedi­
caba a actividades agrícolas, parece evidente que éstas determinarían en
gran medida el grado de poder adquisitivo que tenían las distintas comu­
nidades de Europa. Los ingresos que proporcionaba el medio rural crea­
ron un mercado de consumo para los artículos industriales y para produc­
tos agrícolas caros, como la carne. Por el contrario, la pobreza, que era la
situación en la que se encontraba la mayor parte de la población rural,
actuaba como un factor de limitación constante sobre este tipo de merca­
dos. Cualquier aumento en el coste de los productos agrícolas, y sobre
todo en el de los cereales, repercutía de forma inmediata sobre la po­
blación urbana, reduciendo su poder adquisitivo y restringiendo el mer­
cado de bienes manufacturados. Las alteraciones de los precios de los
productos agrícolas fueron constantes, debido ante todo a motivos esta­
cionales; así por ejemplo, el precio de los productos alimenticios solía
alcanzar su valor más alto a comienzos del verano. Las variaciones en el
volumen de las cosechas determinaban a su vez otros cambios adiciona­
les sobre los precios que solían ser muy bruscos. Las drásticas conse­
42
cuencias derivadas de estas fluctuaciones promovieron una mayor
concienciación oficial respecto a la importancia de la agricultura.
El siglo XVIII fue el último en el que Europa tuvo que alimentarse con
sus propios recursos. Las importaciones de alimentos provenientes de
fuera del Continente eran fundamentalmente artículos de lujo, como el
azúcar, que podían cubrir los costos de transporte de un sistema comer­
cial que se basaba en el empleo de pequeños barcos de vela, carentes de
una refrigeración adecuada o de facilidades para el almacenaje. La si­
guiente centuria será testigo de la explotación de los enormes recursos
alimenticios de América del norte, Argentina y el Sureste Asiático,
valiéndose de nuevos sistema de refrigeración, de barcos de hierro pro­
pulsados a vapor y de un efectivo control europeo sobre unas áreas. Y
esto, mucho más que cualquier otro de los progresos que experimentó
dentro de sí el Continente europeo, lo liberó de las consecuencias previs­
tas por la ecuación malthusiana que relacionaba el volumen de población
con la existencia de unos recursos materiales limitados. Antes de este
período Europa había sido autosuficiente y, por lo tanto, la tierra en 1800
seguía siendo, como en 1700, la principal fuente de riqueza nacional y
personal. Los sistemas de cultivo predominantes no producían lo sufi­
ciente para crear un margen fiable de seguridad en caso de malas cose­
chas y pocas regiones llegaban a proporcionar un excedente comercial lo
bastante grande como para ayudar a aquellas zonas en las que se habían
malogrado las cosechas de cereales. La existencia de medios de transpor­
te lentos y caros mermaba las posibilidades de estas regiones. Pero, las
fluctuaciones en los precios de los productos agrícolas no venían deter­
minadas solamente por el comercio interior del Continente. Las importa­
ciones de alimentos podían paliar las consecuencias de la escasez de las
cosechas, puesto que los bruscos aumentos de los precios cubrían los ele­
vados costes del transporte, pero no podían hacer que el gobierno ignora­
se la situación en que se hallaba la agricultura, ni favorecer en ninguna
de las regiones dedicadas a la agricultura la especialización en otras acti­
vidades económicas distintas. La enorme demanda de comida que había
sobre un régimen agrícola caracterizado por una baja productividad y una
producción incierta obligaba a que todos los sectores de la sociedad euro­
pea y todas las regiones del Continente, por inadecuados que fueran para
la producción de alimentos, dieran prioridad a la agricultura. Además,
todas las regiones agrícolas tenían que dedicarse esencialmente a la pro­
ducción de cereales, pero a menudo se llegada hasta extremos que eran
desproporcionados respecto a su capacidad de rendimiento. La realidad
social que predominaba en la vida cotidiana de esta época no encaja con
la representación de esos campesinos limpios, saludables y regordetes
que aparecen en los paisajes idílicos de Boucher, sin granos ni defectos,
sus tareas no transcurrían en campos exhuberantes, soleados y limpios,
en que vivían animales tan saludables y regordetes como los que pinta,
era por el contrario un régimen social y agrícola muy duro. Para la ma­
yoría de la población las cosechas constituían el elemento fundamental
de las fortunas personales y comunales, y los dos únicos acontecimientos
que podían llegar a tener una importancia semejante, las epidemias y la
guerra, eran pasajeros. El hecho de que esta situación prácticamente no
43
variara a lo largo del siglo, nos permite vislumbrar el limitado influjo que
tuvieron las acciones del gobierno en tiempos de paz y explica el podero­
so atractivo que ejercían los terratenientes paternalistas.
Reconociendo la importancia que tenían la producción agrícola y su
distribución, tanto gobiernos como intelectuales se dedicaron a estudiar
las diversas posibilidades que se ofrecían para mejorar la situación en que
éstas se encontraban. Los móviles que movían tales iniciativas podían
variar bastante, desde el que aspiraba a reforzar la potencia del Estado
hasta el que pretendía la mejora de las parcelas de los campesinos, pero no
cabe duda de que junto al constante interés que había por desarrollar las
manufacturas y el comercio oceánico, existía también una clara concien-
ciación de la necesidad de apoyar a la agricultura. En su Télémaque
(1699), el célebre clérigo Fénelon, que se mostró particularmente crítico
con Luis XIV, vinculaba la prosperidad económica al cultivo de la tierra.
Los escritores franceses de mediados de siglo centrados en temas econó­
micos, a los que se conoce como “fisiócratas”, Quesnay, Dupont de
Nemours, Mirabeau, Mercier de la Riviére, sostenían que cualquier incre­
mento de la riqueza en los sectores industrial y comercial sólo podría
darse si se producía antes un aumento importante en la cantidad de mate­
rias primas extraídas de la naturaleza. Afirmaban que la tierra era la única
fuente de auténtica riqueza, pues el proceso de manufactura simplemente
cambiaba la forma de sus productos y el comercio sólo los trasladaba de
un lugar a otro. La insistencia de los fisiócratas abogando por una mayor
inversión en la agricultura se combinó con diversos proyectos ideados
para aumentar su rentabilidad. El argumento de que el precio del grano
debía subir a su nivel natural y de que se debían suprimir tanto las restric­
ciones existentes sobre su venta como las prohibiciones de exportación,
pretendía ceder a las comunidades rurales una mayor proporción de los
beneficios obtenidos con la producción de grano. De esta forma, los fisió­
cratas querían evitar que los campesinos estuvieran abrumados por las
altas cargas que soportaban, para poder incentivar su trabajo y conseguir
que en el ámbito local existieran fondos disponibles para realizar nuevas
inversiones en la agricultura. En última instancia, su intención era mante­
ner bajos los impuestos para que pudiesen aumentar las ganancias de los
propietarios.
No sólo los fisiócratas estaban interesados en la agricultura. El escri­
tor “patriota” holandés Schimmelpennick explicaba en 1784 que una
república era sin lugar a dudas una forma viable de gobierno si la energía
de la población se concentraba en la producción agrícola, pues esto,
según él y otros escritores coetáneos, como el americano Thomas Jeffer-
son, era la mejor garantía para la igualdad y la salud moral. El interés
estatal siempre estaba presente debido a los costes sociales, económicos
y políticos que podía ocasionar la escasez de alimentos, pero también por
motivos fiscales. En una sociedad en la que la mayoría de los puestos de
trabajo, los ingresos y la producción nacional procedían de la activi­
dad agrícola, resulta natural que ésta fuera la principal fuente de los
recursos fiscales del Estado. Este interés fiscal creció sobre todo en aque­
llas zonas en las que la agricultura evolucionó desde niveles de autosu­
ficiencia o de una economía de trueque, hacia unas relaciones de merca­
44
do monetarias. Este progreso facilitó la desviación de los beneficios
fiscales fuera de la agricultura. En Rusia, el aumento de las exportaciones
agrícolas promovió un mayor interés del gobierno por las cuestiones fis­
cales. Dado que la economía agrícola europea fue integrándose cada vez
más, y el cultivo de cosechas y la ganadería destinada a la venta fueron
haciéndose mucho más importantes, aumentaron los beneficios que podí­
an llegar a obtenerse con los impuestos directos que el Estado gravaba
sobre la producción agrícola. Durante la segunda mitad del siglo, esto
desempeñó un papel importante en las iniciativas políticas tomadas por el
Estado para liberar a los campesinos de distintas cargas, ya que el benefi­
cio derivado de una mano de obra agrícola bien motivada, parecía la
mejor manera de elevar el rendimiento fiscal de la nación. En 1788 el
gobierno bávaro rechazó la oferta austríaca de comprar 2.000 caballos
argumentando que, a pesar de que el dinero podía ser beneficioso para la
pobre economía de Baviera, la verdadera riqueza del Estado no se hallaba
en el dinero, sino en la agricultura, para la que hacían falta estos caballos.
A lo largo del siglo XVIII, se experimentaron algunos progresos en la
producción agrícola, se propagaron nuevas ideas y técnicas, y la agricul­
tura europea fue integrándose progresivamente a medida que se desarro­
llaban su especialización, el comercio y la economía monetaria. Sin
embargo, también se aprecia la continuación de las prácticas tradiciona­
les y muchos de los cambios producidos en otros lugares apenas llegaron
a influir en las economías locales. La labranza era variada y posiblemen­
te mucho menos avanzada de lo que parecen sugerir los ejemplos de
cambio conocidos y el interés que había en introducir innovaciones agra­
rias. Debido a que la situación de las economías agrícolas locales era de
crucial importancia para la salud y prosperidad de su población, es preciso
analizar las razones que explican las distintas respuestas dadas a las
posibilidades de cambio que ofrecía la agricultura.
Nuevas tierras de cultivo
La propuesta más evidente y tradicional para responder a la necesidad
de aumentar la producción agrícola era la ampliación de la superficie
destinada a fines agrarios y, sobre todo, la de las tierras de cultivo. Debi­
do a las limitaciones que imponían los transportes disponibles, esta
ampliación debía realizarse más en suelo europeo que en las colonias de
Ultramar. Los aumentos de la superficie de cultivo más importantes en el
Continente se produjeron como consecuencia de la política desarrollada
por dos Estados, Rusia y Austria, que gracias a la colonización territorial
se extendieron hacia las regiones vecinas.
Entre 1680 y 1720, ambas potencias desplazaron sus fronteras hacia
zonas que antes se hallaban bajo dominio turco, como Hungría, o que
habían servido esencialmente como estados-tapón, sobre todo Ucrania,
frente al Imperio Turco. En el caso de Rusia, esta expansión continuó
después de 1720 a expensas de los turcos y de otros pueblos no rusos
situados en sus fronteras meridionales. Semejantes conquistas ofrecían
enormes posibilidades para el incremento de la producción agraria. Algu-
45
ñas de estas regiones, como la de suelos negros de Ucrania, eran fértiles
por naturaleza y muchas, como las llanuras interiores de Hungría, no
habían agotado sus rendimientos con el cultivo de cereales, por haberse
destinado hasta entonces como tierras de pastos. Aunque no todos los
planes de colonización y de mejoras en la agricultura tuvieron éxito, no
cabe duda de que se produjo un considerable aumento de la superficie
dedicada al cultivo de cereales. Tanto Ucrania como las tierras rusas de
la Cuenca del Don se convirtieron en importantes regiones exportadoras
de grano, y de hecho, una de las principales razones que motivaron el
gran interés mostrado en la década de 1780 por el desarrollo del comer­
cio con el sur de Rusia a través del Mar Negro, fue el deseo de explotar
lo que podría convertirse en el auténtico granero de Europa. La región
del Volga poseía enormes posibilidades económicas, sobre todo con el
cultivo del tabaco, que prometía reportar rentables beneficios. Mientras
para los Estados de Europa occidental la colonización era eminentemente
transoceánica, en Europa central y oriental las grandes posibilidades eco­
nómicas no se hallaban tan lejos. “Puede considerarse a Hungría como
un nuevo mundo”, escribió un diplomático en 17361;y aunque durante la
segunda mitad del siglo XVIII esta aspiración se concentró sobre todo en
el sur de Rusia, contribuyó de todas formas a crear una sensación de
cambio y de nuevas posibilidades.
Este sentimiento desempeñó un papel esencial en uno de los mo­
vimientos de población más importantes del siglo, que desplazó a un gran
número de personas hacia las zonas de colonización austríacas y rusas.
Formaba parte de esta migración un movimiento interno de habitantes
austríacos y rusos, que se desplazaba desde áreas de alta densidad de
población y limitadas posibilidades económicas, hacia otras tierras más
despobladas. Otra porción de la gente que se asentó en estas nuevas tie­
rras era población autóctona a la que se había obligado o animado a dejar
su forma de vida nómada o seminómada, dedicada a la ganadería, por
otra más apropiada para el cultivo de cereales. En el caso de las tierras
fronterizas de los Balcanes austríacos, un gran porcentaje de la población
era de origen eslavo, y sobre todo serbios, que habían huido del dominio
turco en la década de 1690. Durante ese período, se desplazaron cerca de
40.000 serbios dirigidos por el patriarca de Pee, Arsenije IV. Gran parte
de los emigrantes que acudían a estas nuevas tierras provenían de Europa
central y occidental, y formaban parte de una tendencia de emigración
que se movía en pos de mayores oportunidades agrícolas a través de un
continente en el que la posibilidad de adquirir una tierra variaba mucho
de unas partes a otras y en el que la agricultura era la fuente principal de
trabajo y de riqueza. El segundo censo de la población rusa, iniciado en
1744, mostraba que, respecto al cuarto de siglo precedente, los índices de
cremiento más acentuados se daban en zonas fronterizas o periféricas,
como el bajo Volga, el norte de los Urales y Ucrania. Para algunos, las
nuevas tierras se encontraban en América, sobre todo en la colonias bri­
1PRO. 80/123, carta de Thomas Robinson a George Tilson, 22 sept.
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tánicas de América del Norte, que presentaban muchas menos restriccio­
nes a la inmigración de gente de distinta nacionalidad que otras colonias
americanas, y ofrecían buenas oportunidades con un régimen agrícola y
climático no muy diferente al de las grandes llanuras europeas. Muchos
alemanes fueron a Georgia y, de hecho, entre 1760 y 1775 entraron por el
puerto de Filadelfia al menos unos 12.000 inmigrantes alemanes. Alrede­
dor del 40% del medio millón de personas que aproximadamente emigró
desde el suroeste de Alemania y Suiza, fué a América del Norte, el resto
a Hungría, Prusia y Rusia. De igual forma, la emigración procedente de
Renania se repartió entre Norteamérica, Hungría, Prusia, Rusia y Galitzia
-una parte de Polonia que adquirió Austria en 1772-. La razón que expli­
ca el aprovechamiento de una gran mayoría de las tierras improductivas,
ya fueran terrenos marginales desechados por las comunidades allí asen­
tadas o colonizados recientemente, fue el establecimiento en estas regio­
nes de un volumen de población suficiente. Por este motivo, los gober­
nantes procuraban potenciar activamente la inmigración. Federico el
Grande prosiguió la política de captar nuevos inmigrantes iniciada por su
padre, y de esta forma en 1780 los colonos rurales de origen foráneo
constituían el 5% de la población prusiana. Para ellos las leyes se aplica­
ban con menos rigor, pues era preferible atraer población a ejercer una
estricta política de uniformidad. En 1772, un edicto prusiano llegó a con­
sentir la vigencia de códigos legales extranjeros entre aquellos inmigran­
tes que desearan asentarse en la provincia de Magdeburgo. Catalina la
Grande prestó también mucha atención al proceso de colonización de la
parte meridional de Rusia. Sus decretos de 1762 y 1763 otorgaron impor­
tantes privilegios a los extranjeros que se asentasen en Rusia y gastó
enormes sumas, entre 5 y 6 millones de rublos, en los proyectos de colo­
nización de estas regiones. Durante el reinado de Catalina II llegaron
unos 75.000 colonos extranjeros, en su mayoría de origen alemán, y entre
1764 y 1775 más de 25.000 de ellos se asentaron en la Cuenca del Volga.
Otro gran número de emigrantes se desplazó hacia las tierras situadas en
la parte oriental del Imperio Austríaco. A principios de 1771 se sabe que
unas 20.000 personas dejaron la región de Lorena castigada por el ham­
bre para dirigirse a Hungría. Y hacia 1787, seguían llegando inmigrantes
a Hungría y Galitzia procedentes sobre todo de las regiones Occidentales
de Alemania. Pero la inmigración llegó a considerarse en algunos Esta­
dos como una amenaza que requería la adopción de medidas para preve­
nirla. Por ejemplo, en Dinamarca se dictaron disposiciones para limitar la
movilidad interior de la población rural pechera y en 1753 la corona
llegó aprohibir en general la emigración.
Los movimientos migratorios hacia las nuevas tierras del este de
Europa no siempre tenían buenos resultados. Muchos inmigrantes queda­
ban defraudados en sus expectativas y una reducida porción incluso
regresaba a sus hogares, como les sucedió a muchos loreneses que se vol­
vieron de Hungría en 1752 sintiéndose estafados, porque aquélla no era
esa tierra de las oportunidades, riqueza y seguridad que se les había pro­
metido. Un desengaño semejante les sobrevino a muchos de los que fue­
ron a Rusia. A pesar del enorme desembolso, el gobierno fue incapaz de
llevar a cabo los grandes planes promovidos por Catalina II y la ayuda
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  • 1. Maqueta: RAG Título original: Eighteenth Century Europe 1700-1789 © Jeremy Black, 1990. Published by MacMillan Education Ltd., London, 1990 © Ediciones Akal, S.A., 1997, 2001 Para todos los países de habla hispana C/ Sector Foresta, 1 28760 Tres Cantos Tel.: (91) 806 19 96 Fax: (91) 804 40 28 Madrid - España ISBN: 84-460-0620-0 Depósito legal: M- 42.603- 2001 Impreso en MaterPrint, S.L. Colmenar Viejo (Madrid)
  • 2. JEREMY BLACK LA EUROPA DEL SIGLO XVIII 1700-1789 Traducción de Mercedes Rueda Sabater Revisión científica de Bernardo José García García -akal-
  • 4. CRONOLOGÍA Relaciones Internacionales 1698, 1700 Primer y Segundo Tratados de Reparto del Imperio Espa­ ñol entre las potencias pretendientes 1700 Estalla la Gran Guerra del Norte. Muere Carlos II de España 1701 Comienzan las hostilidades en la Guerra de Sucesión Espa­ ñola - Inglaterra entra en guerra en 1702 1704 Batalla de Blenheim 1709 Batalla de Poltava 1711 Campaña de Pruth 1713 Paz de Utrecht 1 Fin de la Guerra de 1714 Paz de Rastadt J Sucesión española 1716-18 Guerra turco-austriaca 1717 España conquista Cerdeña 1718 España ataca Sicilia. Comienza el conflicto entre España, Gran Bretaña y Francia (hasta 1720) 1721 Tratado de Nystad: fin de la Guerra del Norte 1725 Tratados de Viena (Austria, España) y Hannover (Gran Bretaña, Francia, Prusia) 1731 Segundo Tratado de Viena: Alianza anglo-austriaca 1733-35 Guerra de Sucesión Polaca 1735 Comienzan las hostilidades entre Rusia y el Imperio Turco 1737 Austria se une a Rusia 1739 Tratado de Belgrado: fin de la Guerra Balcánica 17-39-48 Conflicto anglo-español: Guerra de la Oreja de Jenkins 1740 Prusia invade Silesia: comienza la Guerra de Sucesión Austríaca. 1741-43 Guerra entre Rusia y Suecia. 1748 El Tratado de Aquisgrán acaba con la Guerra de Sucesión Austríaca. 5
  • 5. 1754 Inicio de las hostilidades anglo-francesas en América del Norte 1755 Estalla una guerra no declarada entre Gran Bretaña y Fran­ cia: se reconoce formalmente a partir de 1756 1756 Tratado anglo-prusiano de Westminster. Tratado franco- prusiano de Versalles. Federico II invade Sajonia. Estalla la Guerra de los Siete Años. 1759 Año de victorias británicas. Toma de Quebec 1761 Tercer Pacto de Familia: Francia-España. Los dos anterio­ res se firmaron en 1733y 1743 1763 La Paz de París y el Tratado de Hubertusburgo ponen fin a la Guerra de los Siete Años 1768 Estalla una nueva guerra ruso-turca, Francia adquiere la Isla de Córcega 1772 Primer reparto de Polonia 1774 Tratado de Kutchuk-Kainardji:fin de la guerra ruso-turca 1776 Declaración de Independencia americana 1778-79 Guerra de Sucesión de Baviera 1778 Francia entra en la Guerra de Independencia americana 1781 Alianza ruso-austriaca contra el Imperio Otomano 1783 Rusia se anexiona Crimea. El Tratado de Versalles pone fin a la Guerra de Independencia americana 1786 Tratado comercial entre Francia y Gran Bretaña 1787 Los turcos atacan Rusia. Prusia interviene en las Provincias Unidas 1788 Gustavo III de Suecia ataca Rusia 1790 Fin de las hostilidades austro-turcas y ruso-suecas. Crisis del Estrecho de Nutka entre España y Gran Bretaña 1791 Crisis de Oczakov entre Gran Bretaña y Rusia 1792 El Tratado de Jassy acaba con el conflicto ruso-turco. Comienza la Guerra Revolucionaria francesa 1793 Gran Bretaña entra en la Guerra Revolucionaria. Segundo reparto de Polonia 1795 Tercer reparto de Polonia Gran Bretaña 1701 Acta de Settlement que regula la sucesión de la Dinastía Hannover 1707 Unión de Inglaterra y Escocia 1714 Los Whigs reemplazan en el poder a los Tories coincidien­ do con el acceso al trono de Jorge I 1715-16 Se levanta el movimiento jacobita 1716 Acta Septenaria: establece nuevas elecciones cada 7 años 1720 Estalla el escándalo de la South Sea Company 1721 Walpole se convierte en primer ministro 1733 Crisis de las sisas 1742 Walpole cae tras las elecciones de 1741 6
  • 6. 1745-46 Nuevo levantamiento de losjacobitas 1754 La muerte de Henry Pelham inaugura un período de inesta­ bilidad política en el gobierno 1757-61 Ministerio de Pitt-Newcastle 1770-82 Lord North elegido primer ministro 1781 . Rendición del ejército británico en Yorktown 1783 William Pitt el Joven se convierte en primer ministro 1788-89 , Crisis de la Regencia Francia 1713 La bula Unigénitas condena las doctrinas atribuidas a los jansenistas 1715 Ascenso al trono de Luis XV. Regencia de Orleáns hasta 1723 1720 Fracaso de las propuestas financieras de Law 1726-43 El cardenal Fleury elegido primer ministro 1749 Se grava un nuevo impuesto, la Vingtiéme 1751 Aparece el primer volumen de la Encyclopédie 1758-70 El duque de Choiseul elegido primer ministro 1764 Expulsión de losjesuitas 1771 La “Revolución Maupeou”: reorganización delos parle- ments 111A Asciende al trono Luis XVI; cae Maupeou, se vuelven a constituir los parlements 1774-76 Turgot designado superintendente general de finanzas 1787 Se reúne una Asamblea de Notables. Calonne es sustituido por Brienne 1788 Fracasa la Asamblea de Notables. Se convocan los Estados Generales. Brienne es reemplazado por Necker. 1789 Se reúnen los Estados Generales. Toma de la Bastilla. Los Estados Generales se convierten en una Asamblea Nacional. Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. 1791 Huida a Varennes. Nueva Constitución 1792 Abolición de la Monarquía 1793 Ejecución de Luis XVI Territorios de los Habsburgo 1703-11 Levantamiento de Rakoczi en Hungría 1711 La revuelta húngara acaba con la Paz de Szatmar 1713 Se decreta la Pragmática Sanción 1753-93 Kaunitz elegido Canciller 1781 Se garantiza la libertad religiosa a los cristianos no catolicos 1782 Pío VI visita Viena 7
  • 7. Prusia 1722 Se establece el Directorio General 1740 Sube al trono Federico II e invade Silesia 1744 Ocupación de la Frisia Oriental 1766 Se introduce un nuevo impuesto Rusia 1700 Batalla de Narva: derrota de Pedro I por Suecia 1703 Comienza la construcción de S. Petersburgo 1708 Revuelta de Ucrania 1710-11 Conquista de las Provincias Bálticas 1711 Creación del Senado 1718 Asesinato del zarevich Alexis. Empiezan a crearse colegios administrativos (ministerios) 1722 Se publica la Tabla de Rangos sociales 1730 Los líderes nobles no consiguen imponer restricciones aAna 1741 Golpe de Estado de Isabel 1762 Asciende al trono Pedro III, pero es depuesto y asesinado Abolición del servicio obligatorio al Estado para el esta­ mento nobiliario 1767 Se reúne la Comisión Legislativa 1773-75 Levantamiento del siervo Pugachev 1775 Reforma de la Administración provincial 1785 Se aprueban nuevos privilegios parala nobleza y las ciudades Otros Estados 1720 La nueva Constitución escrita reduce en gran medida el poder de los monarcas suecos 1747 Revolución de los Orangistas en las Provincias Unidas 1750-77 Pombal designado primer ministro de Portugal 1759 Expulsión de losjesuítas de Portugal 1759-76 Tanucci elegido primer ministro en el Reino de Nápoles 1765-90 El gran duque Leopoldo gobierna en la Toscana 1770-72 Reformas de Struensee en Dinamarca 1773 Disolución de la Orden Jesuita 1786 Sínodo en Pistoia
  • 8. GOBERNANTES DE LOS PRINCIPALES ESTADOS Dominios Austríacos: Dinastía Habsburgo Leopoldo I 1657-1705 José I 1705-1711 Carlos VI 1711-1740 María Teresa 1740-1780 (José II corregente) (1765-1780) José II 1780-1790 Leopoldo II 1790-1792 Francia: Dinastía de los Borbones Luis XIV 1643-1715 Luis XV 1715-1774 (Regencia del duque de Orleáns) (1715-1723) Luis XVI 1774-1793 Gran Bretaña Guillermo III 1689-1702 Ana 1702-1714 Jorge I 1714-1727 Jorge II 1727-1760 Jorge III 1760-1820 Prusia: Dinastía Hohenzollern 1688-1713 1713-1740 1740-1786 1786-1797 Federico I Federico Guillermo I Federico II “El Grande” Federico Guillermo II Rusia: Dinastía Romanov Pedro I 1682-1725 Catalina I 1725-1727 Pedro II 1727-1730 Ana 1730-1740 Iván VI 1740-1741 Isabel 1741-1762 Pedro III 1762 Catalina II “La Grande” 1762-1796 Dinastía Hannover
  • 9. España: Dinastía de los Borbones Felipe V Luis I Fernando VI Carlos III Carlos IV 1700-1746(1724) 1724 1746-1759 1759-1788 1788-1808 Suecia: Dinastía Vasa 1698-1718 1718-1720 1720-1751 1751-1771 1771-1792 Carlos XII Ulrica Eleonora Federico I Adolfo-Federico Gustavo III Provincias Unidas (República de Holanda): Estatúders Guillermo III 1672-1702 Sin estatúders en las principales provincias 1702-1747 Guillermo IV 1747-1751 Guillermo V 1751-1795 10
  • 10. PREFACIO “Poco sobre Rousseau. Demasiado sobre Rusia.” “Demasiado sobre Rusia. Poco sobre Rousseau.” Si bien resulta prácticamente imposible escribir una obra general a gusto de todos, esta tarea se hace mucho más difícil a medida que se amplía el número de aportaciones monográficas especializadas. Ya no se puede recurrir simplemente a lo que un especia­ lista, criticando quizás injustamente un manual anterior sobre este perío­ do, calificó de “viejos comodines, tales como ‘El auge de Gran Bretaña’, ‘La decadencia de la República Holandesa’y ‘El surgimiento de Prusia”. La selección del material entraña el riesgo de dejarse influir por las ten­ dencias propias. ¿Cómo se debe afrontar el desafío teleológico que plan­ tean la Revolución Francesa y la Revolución Industrial? Lo que pasa en Prusia, ¿es más importante que los progresos que se producen en el Pia- monte? Como no existe un único criterio que permita responder con facilidad a estas preguntas, quienes estén interesados en este período pueden utili­ zar los múltiples enfoques aportados por sus diferentes especialistas. La organización de este libro sigue unos criterios más temáticos que crono­ lógicos o nacionales, pero aquellos que prefieran estas otras propuestas disponen de un gran número de excelentes obras generales. Debo dar las gracias a muchas personas e instituciones. Vanessa Couchman y Vanessa Graham me brindaron la oportunidad de acometer un proyecto muy interesante cuando me pidieron que escribiese este libro. Mi investigación ha contado con la ayuda de diversas institucio­ nes, que financian la consulta de archivos extranjeros y que me dieron la oportunidad de trabajar en bibliotecas cuando los archivos cerraban. Estoy en deuda especialmente con la Fundación Rockefeller. Wendy Duery, Janet Forster y Joan Grant pasaron a máquina las múltiples ver­ siones de este libro. La generosidad de otros especialistas, brindándome su tiempo para leer y comentar mis borradores, ha sido muy valiosa y sus observaciones han resultado tan útiles como alentadoras. Todo o la mayor parte del libro lo han leído Lawrence Brockliss, Paul Dukes, She- ridan Gilley, Richard Harding, Michael Hughes, John Lough, George Lukowski, Tom Schaeper y Philip Woodfine; y sólo algunos capítulos, Christopher Duffy, Martin Fitzpatrick, Jeremy Gregory, Francis Haskell, Nicholas Henshall, Michael Howard, Derek Mckay, Roy Porter y Reg Ward. El libro se empezó en 1983, desde entonces he vivido en dos casas distintas. Y le doy las gracias por todo a Sarah. JEREMY BLACK 11
  • 11. EUROPA 1700-21 Escala 0 100 200 300 km | Suecia en 1700 Sajonia-Polonia l i l i l í Imperio Otomano ///A Brandemburgo - Prusia l l l l l ] Posesiones de los Habsburgo 1=1 HllTbSr°eeVia7'ot21 ^INGLATERRA
  • 12.
  • 13. Posesiones de los Habsburgo 1699 Adquisiciones 1700-39 Adquisiciones 1772-95 Límites del Sacro Imperio Germánico 1789. Dominio austríaco del R2. de Cerdeña 1714-20 Dominio austríaco del R2. de Sicilia 1720-35
  • 14.
  • 15. ITALIA 1713-48 [ República de Venecia ITerritorios de los I Habsburgo ITerritorios de los Escala 100 200 300 km Saboya y Piamonte 1700 Adquisiciones 1713-48 (desde 1720, R2. de Cerdeña) ur
  • 16. | 3 Pays d’Etats o Parlements B Bretaña N Normandía L Languedoc R Rosellón Be Béarn P Provenza Bu Borgoña D Delfinado F Flandes A Auvernia
  • 17. CAPÍTULO I UN ENTORNO HOSTIL La forma de vivir y las ocupaciones de los europeos del siglo XVIII, fuese cual fuese su posición social, se hallaban condicionadas por un entorno bastante hostil. Muchas de las dificultades que debían afrontar también se dan hoy en día, sobre todo en los países del Tercer Mundo, pero la experiencia actual sobre problemas tales como las enfermedades o los fenómenos atmosféricos perjudiciales, no debe hacernos minusvalo- rar su importancia en el pasado, puesto que no sólo influían en las activi­ dades de los hombres de entonces, sino también en su mentalidad. La d em o g ra fía , la s en ferm ed ad es y la m o rta lid a d El modelo demográfico antiguo se caracterizaba esencialmente por un retraso en el ritmo de procreación, que tendía a estabilizarse, por un bajo índice de ilegitimidad y por matrimonios tardíos ligados a las posibilida­ des de trabajo. No obstante, la tendencia general de la población europea durante el siglo XVIII presenta un crecimiento positivo, sobre todo a partir de los primeros años de la década de 1740. Aumentó desde unos 118 millones de habitantes en 1700 hasta aproximadamente 187 millones un siglo después. Como puede observarse en muchos otros aspectos, seme­ jante aumento general ocultaba importantes diferencias regionales en cuanto a su índice de crecimiento y a la cronología con que se produjo, hasta el punto de que semejante diversidad fue un rasgo dominante a lo largo de toda la centuria. Los modelos económicos y demográficos menos favorecidos podían ocasionar importantes descensos de población, al igual que las catástrofes naturales o los conflictos bélicos de grandes proporciones. En estos casos, los descensos de población solían deberse más a la emigración o a la imposibilidad de mantener los aportes de la inmigración en ciudades que poseían índices de mortalidad superiores a los de natalidad. En un siglo en el que resultaba problemática la elabora­ ción de estadísticas, la mayoría de las cifras de población aportadas 19
  • 18. deben entenderse como valores aproximativos. Aun así, se aprecian cla­ ros signos de descenso en algunas zonas del Continente. Los principados danubianos de Moldavia y Valaquia sufrieron un considerable descenso de población motivado en su mayor parte por la guerra y la emigración. La guerra también hizo que la población del Electorado de Sajonia se redujera de 2 millones de habitantes en 1700 hasta 1.600.000 al final de la Guerra de los Siete Años en 1763, un conflicto que costó a Prusia, entre muertos y huidos, hasta el 10% de su población. En cambio, en Amberes, el descenso de su población de 67.000 habitantes en 1699 a 42.000 en 1755, se debió principalmente a la incidencia de unas condi­ ciones económicas adversas, al igual que sucedió en Gante. El rasgo más característico que ofrecen las cifras de población de muchas regiones europeas durante la mayor parte del siglo xviii es la ten­ dencia al estancamiento. Por ejemplo, la población de Reims se estabili­ zó en unos 25.000 habitantes entre 1694 y 1770, antes de comenzar un período de crecimiento que en 1789 le permitió alcanzar los 32.000 habi­ tantes, volviendo a recuperar así valores existentes en 1675. El aumento de población que experimentó la comunidad de Duravel en Haut-Quercy (Francia) no llegó a superar a fines de siglo las cifras que había tenido antes del hambre de 1693. Venecia, que se hallaba en una situación eco­ nómica estancada, tenía una población de 138.000 habitantes en 1702, y de 137.000 en 1797. El estancamiento de las cifras de población no tenía por qué constituir un problema en sí mismo. Podría pensarse que la existencia de una población estable muestra quizás un deseo de obtener unos ingresos per cápita más elevados controlando su ritmo de crecimiento, pero también podría tratarse de una respuesta a una pobre situación económica. Muchas zonas que experimentaron un aumento de población en la segun­ da mitad del siglo, como la provincia holandesa de Overijssel o Irlanda, tuvieron que afrontar graves dificultades económicas. Sin embargo, la tendencia general muestra un claro aumento de la población, que afectó tanto a las zonas que estaban experimentando un crecimiento económico importante como a las que no lo tenían. El reino de Nápoles prácticamen­ te duplicó su población hasta superar los 5 millones de habitantes, y la isla de Sicilia pasó de 1millón de habitantes a 1,5 millones, mientras que el aumento de las cifras de población en Portugal fue de 2 a 3 millones de habitantes y en Noruega de 512.000 a 883.000 habitantes. Las conquistas territoriales contribuyeron al incremento de la población en Rusia desde los 15 millones de habitantes en 1719 hasta los 35 millones en 1800, cifra con la cual se situó incluso por delante de Francia, cuya población había aumentado debido también en parte a diversas anexiones, desde los 19 o 20 millones de habitantes en 1700 hasta los 27 millones en 1789. En estos valores se incluyen tanto períodos y zonas de crecimiento débiles, en las décadas de 1740 y 1780, sobre todo, en el oeste de Francia, como otras zonas que experimentaron un fuerte aumento de población, entre las que se encuentran principalmente Borgoña y Alsacia. La población de Polonia empezó a aumentar en los años 1720, después de un período de guerra y epidemias, mientras que el Ducado alemán de Württemberg cre­ ció desde los 428.000 habitantes en 1734 hasta los 620.000 en 1790. En 20
  • 19. España el proceso de aumento de su población se aceleró a partir de 1770, pero este crecimiento en su mayor parte se dio en provincias peri­ féricas y litorales como Valencia y no en las regiones agrícolas y más pobres del interior. Las diferencias se hacen más notorias a medida que se reduce el marco geográfico estudiado y, sobre todo, cuando se tiene en cuenta el ámbito urbano. A pesar de que la población total de la Penínsu­ la italiana creció a lo largo del siglo XVIII desde los 13 millones de habi­ tantes hasta los 17 millones, la de Turín, una capital con escaso desarro­ llo de su sector industrial, aumentó desde 44.000 habitantes hasta 92.000. El crecimiento urbano dependía en gran manera de los aportes de la inmigración. Por ello, aun cuando el índice general de crecimiento en Renania fue durante el siglo XVIII de un 30%, la población de Düsseldorf y de los pueblos colindantes se duplicó entre 1750 y 1790 debido a un índice de natalidad más elevado y a la afluencia de inmigrantes. Por su parte, Berlín, la capital de Prusia, experimentó un salto considerable desde los 55.000 habitantes en 1700 hasta los 150.000 en 1800. Las variaciones peculiares que se observan en los movimientos de población nos permiten aclarar algunas de las razones que motivaron los cambios, pero a su vez hacen que resulte mucho más difícil establecer una teoría general. Si bien el control de la natalidad, incluyendo el retra­ so voluntario en la edad del matrimonio, restringía el número de naci­ mientos, los principales factores de limitación eran las enfermedades y la malnutrición. La edad media a la que se casaban las mujeres por primera vez variaba considerablemente; no obstante, parece que esta práctica obedecía a determinadas posibilidades económicas. En la Europa del Este, donde las densidades de población eran bajas y la superpoblación no constituía en absoluto un problema, el matrimonio solía contraerse entre los 17 y 20 años y la mayoría de las mujeres se casaban. Por el con­ trario, en el noroeste de Europa esta edad del primer matrimonio variaba entre los 23 y 27 años. En el pueblo toscano de Altopascio, la media de edad aumentó desde 21,5 años antes de 1700 a 24,17 entre 1700 y 1749, y vino acompañada por un descenso del promedio de hijos por pareja. Esto probablemente se debió en parte a una disminución de los ingresos que se produjo de forma paralela a la caída del precio del trigo a princi­ pios de siglo. La difícil situación económica por la que atravesaba el pue­ blo de Bilhéres en la región francesa de Béarn, una comunidad cuya población se hallaba bajo la presión de unos recursos alimenticios bas­ tante limitados, hizo que la edad media del primer matrimonio entre las mujeres fuese de 27 años, y que hubiese muy pocos segundos matrimo­ nios. Una cifra semejante entre 1774 y 1792 es la que ofrece el pueblo de Azereix en el Pirineo francés, donde llegaba a los 26 años y había una importante diferencia intergenésica, lo cual nos indica un uso frecuente de prácticas anticonceptivas. A éstas, y sobre todo al coitus interruptus, se atribuye en parte el ligero descenso del índice de natalidad que se aprecia en Francia a partir de 1770. Cuando a fines de siglo decayó la prosperidad económica que tenían los Países Bajos Austríacos, el índice de matrimonios también bajó. Se observa, por tanto, que en algunas regiones los índices de natalidad guardan una estrecha relación con el conocimiento de las posibilidades económicas. De hecho, el aumento de 21
  • 20. la población británica se ha atribuido más a la menor edad en la que se contraían los matrimonios y a la mayor fertilidad de los mismos, que a un descenso en su índice de mortalidad, y es probable que, como sucede en Yorkshire, este aumento de la fertilidad de los matrimonios se deba al incremento de los salarios. En Estrasburgo, hasta fines de los años 1760, el porcentaje de matrimonios estuvo relacionado con la fluctuación de los precios. Los ciclos que describe la industria de la seda de Krefeld en Renania se vieron reflejados en las cifras de los matrimonios locales. El censo realizado en Brabante en 1755 revela que la edad a la que se casa­ ban los campesinos era superior a la de los artesanos. La población de Castres aumentó en un 50% entre 1744 y 1790 como respuesta a la recu­ peración económica de la industria textil de la ciudad. Se ha llegado a sugerir incluso que la proto-industrialización, el desarrollo de actividad industrial en zonas rurales, promovió el crecimiento demográfico experi­ mentado en estas regiones. Después, estas mismas zonas emplearon su riqueza para exportar la malnutrición a los campesinos de regiones agrí­ colas como Hungría y Galitzia. Sin embargo, el crecimiento de la pobla­ ción no obedecía simplemente a un aumento de los índices de natalidad propiciado por el crecimiento económico. De hecho, la población no aumentó en muchas zonas que experimentaron este tipo de crecimiento, y ha llegado a demostrarse que el descenso en el índice de mortalidad fue un rasgo muy importante en el régimen demográfico europeo de este período. La esperanza de vida no era alta en la Europa moderna. En la provincia valona de Brabante, el 20% de los nacidos moría en su primer año de vida y la esperanza de vida era inferior a los 40 años. Aun así, la población aumentó a una media anual del 0,69% durante la segunda mitad del siglo. En la ciudad bohemia de Pilsen, el índice de mortalidad antes del quinto año de vida era del 52%. Una cifra semejante es la que ofrece el pueblo moravo de Poruba con un 36%. En esta última localidad, la edad media de las defunciones durante la primera mitad del siglo xvra era de 27 años para los hombres y de 33 para las mujeres, pero llegaban hasta los 54 y 55 años quienes lograban sobrevivir a los 15 años de edad. En la segunda mitad del siglo, las cifras fueron en cambio peores debido al hambre de 1772. La situación resultó ser bastante dura para ambos extremos de la escala social. El incremento de la esperanza media de vida no podía contrarrestar los temores de la gente, sobre todo por la notoria precariedad de la medicina de la época. Federico II (“El Grande”) de Pru- sia sucedió a su padre Federico Guillermo I, porque sus dos hermanos mayores habían muerto antes de cumplir su primer año de vida. Las tres cuartas partes de los niños ingresados en el Hospital de los Inocentes de Florencia entre 1762-64, que no fueron reclamados por sus padres, murieron antes de alcanzar la edad adulta. Una cifra semejante es la que ofrece el Hospital General de Amiens durante la década de 1780, donde las dos terceras partes de sus muertos no superaban la edad de 5 años. Así pues, el aumento de la población podía deberse a la reducción de los niveles de mortalidad adulta e infantil. Una de las principales cau­ sas de mortalidad eran las enfermedades, tanto ordinarias como epidémi­ cas, de manera que las pestes seguían constituyendo un problema muy grave. La epidemia de peste que empezó a propagarse a fines del año
  • 21. 1700 diezmó la población de Europa Oriental. Hungría perdió cerca del 10% de su población y Livonia alrededor de 125.000 personas. Además, ocasionó la interrupción de las actividades económicas, políticas y cultu­ rales habituales entre distintos países de la región, y la adopción de medi­ das de cierre como la clausura de la frontera austro-húngara entre 1709- 14 y-la de la Universidad de Kónigsberg en 1709. La epidemia que asoló el Imperio Otomano, Hungría y Ucrania a fines de los años 1730 y 1740 acabó con’la vida de unas 47.000 personas en Sicilia y Calabria en 1743. Una epidemia brutal asoló a principios de los años 1770 Rusia y el Impe­ rio Otomano. Alrededor de 100.000 personas murieron en Moscú, donde se rumoreaba que los médicos, según un pacto secreto hecho con la nobleza, estaban propagando la enfermedad en lugar de combatirla. Y en Kiev, ciudad en la que murió el 18% de la población, el clero se negó a quemar las ropas de las víctimas. No obstante, en otras partes la peste estaba en franco retroceso. En España, la última gran epidemia acabó en 1685, en Francia en 1720 y en Italia en 1743. La situación parece ser menos favorable en la Europa del Este, en donde diversas epidemias importantes se extendieron sobre los Balcanes en las décadas de 1710, 1720, 1730, 1740, 1770 y 1780. En general, frente a las epidemias seguí­ an mostrándose más temor y vigilancia que optimismo. Europa se hallaba dividida en dos por un cordón sanitario contra la peste, formado por una red de oficiales, puestos y reglamentaciones sanitarias que trataban de actuar como una barrera capaz de resistir a los efectos más perjudiciales de un entorno hostil. Esta barrera se podía observar mejor en las fronteras continentales con el Imperio Otomano. La vigilancia, siempre constante, llegaba a alcanzar niveles extremos durante las epidemias. En 1743, Venecia desplegó en el Adriático buques de guerra para evitar la arribada de barcos provenientes de zonas infectadas y durante aquel invierno prohibió el comercio con el resto de Italia. Sus disposiciones no contem­ plaban ningún tipo de excepciones y, por ello, incluso se obligó al duque de Módena a guardar cuarentena. Contra las epidemias también se emplearon tropas en 1753 y 1770 para cerrar fronteras con diversos paí­ ses de Europa oriental, y en 1778 se establecieron patrullas navales en la costa napolitana. Europa occidental no se vio libre de semejantes sobre­ saltos. Un brote de fiebre en Ruán a principios de 1754 se identificó por error con una epidemia de peste, y tres años más tarde se informó sobre esta'enfermedad en Lisboa. En 1781 el gobierno sardo tuvo que adoptar grandes precauciones para evitar que se propagase la peste procedente de los Balcanes. • La gran eficacia y la aplicación implacable de las medidas que se adoptaron para controlar la peste en el siglo XVIII se pone de manifies­ to en las que se emplearon para limitar la propagación del brote declara­ do en Marsella en 1720. De no ser por el cordón sanitario que aisló la ciudad en 1720, la epidemia se habría extendido por toda Francia. Las disposiciones relativas a las cuarentenas fueron las medidas de gobierno que más beneficiaron a la población europea, pero, al igual que sucede con otros aspectos de la actividad estatal, resulta difícil establecer cuál fue |u grado de eficacia. Esta práctica se basaba en un principio acer­ tado.,' según el cual, si se conseguía aislar la epidemia, se rompería su 23
  • 22. cadena de infecciones. Sin embargo, los estados de la Europa oriental carecían de la burocracia necesaria para controlar la enfermedad con efi­ cacia, y se ha señalado que las medidas de sanidad publica no fueron más importantes para limitar los brotes epidémicos que las mutaciones del parásito transmisor de la peste o los cambios experimentados en sus por­ tadores más comunes, la población de ratas y pulgas de Europa. Las barreras contra la propagación de la enfermedad eran endebles, y las reacciones populares ante ella seguían siendo torpes y desiguales debido a la mentalidad predominante y a la limitación de los conocimientos médicos. Puede ser también que las posibilidades de infección en Europa occidental se redujesen a consecuencia de las modificaciones introduci­ das en las condiciones de vida del hombre, que se caracterizarán ante todo por la construcción de edificios de ladrillo, piedra y teja. Cuales­ quiera que fueran las causas de este cambio en Europa occidental, no sir­ vieron de alivio a la población de la Europa del Este, donde la peste no desapareció ni tampoco disminuyó su virulencia. La peste no fue en modo alguno la única enfermedad grave que pade­ cían los hombres de esta época, pero sería muy difícil cuantificar la inci­ dencia de los distintos tipos de enfermedades conocidos por lo impreci­ sos que resultan muchos términos empleados por los médicos del siglo xvill para describirlas. Con palabras como debilidad y parálisis, que eran en realidad términos bastante convencionales para describir síntomas que precedían a la defunción, o las de agonía y flujo, que eran mucho más imprecisas, se hacían diagnósticos que podían abarcar una gran variedad de enfermedades diferentes. La viruela fue una de las enfermedades más graves, y a ella se deben las crisis de mortalidad que se produjeron en Milán en 1707 y 1719, y en Verona en 1726. Tuvo un carácter endémico en Italia durante los años 1750 y en Venecia desde principios de la déca­ da siguiente, y llegó a ser la primera causa de mortalidad infantil en Viena en 1787. Tampoco hacía distingos con la posición social de los enfermos. Pedro II abandonó Lisboa para irse al campo en enero de 1701 para poder evitarla. Luis XV murió de ella en 1774, y tres años después atacó al hermano del rey de Nápoles, por lo que el monarca ordenó que sus hijos fueran inoculados. Era una enfermedad difícil de vencer. La negativa a dejarse inocular para combatir la viruela tenía en ocasiones su razón de ser. La difusión de la inoculación en Italia a partir de 1714 podría guardar relación con una mayor frecuencia de los brotes de virue­ la, ya que las personas inoculadas, cuando no permanecían aisladas, constituían un foco de infección. La vacuna, más que la inoculación, desempeñó un papel importante en la lucha contra la enfermedad, pero no se realizó por primera vez hasta 1796. Fue introducida en Francia en 1800 y se ha calculado que en una década se vacunó al 50% de los bebés franceses. La disentería bacilar se daba con frecuencia en la Europa rural y, tanto las precarias condiciones de higiene como la malnutrición propias de la época, contribuyeron a hacer de ella una enfermedad mortal. Las epidemias de disentería tuvieron efectos devastadores en Francia en 1706 y en los Países Bajos Austríacos en 1741; y otro brote epidémico, conoci­ do como la Muerte Roja, afectó a los Países Bajos en la década de 1770. 24
  • 23. El tifus y las fiebres tifoideas y recurrentes fueron endémicos y en oca­ siones llegaron a convertirse en epidémicos. En Suecia la tuberculosis pulmonar se hizo endémica desde mediados de siglo, y las décadas de 1770 y 1780 fueron años caracterizados por grandes pérdidas en las cose­ chas y por epidemias de disentería. La gripe representó también un grave problema, pues ocasionó importantes epidemias en la mayor parte del Continente, como las de 1733, 1742-43 y 1753. La malaria, en cambio, incidía de,forma aguda en ciertas áreas del Mediterráneo, como en la isla de Cerdeña; y la sífilis era otra enfermedad bastante común. Pero resulta­ ban también mortales muchas otras enfermedades y accidentes que en la Europa de nuestros días se pueden combatir y evitar con facilidad. La virulencia con que se manifestaban las enfermedades en el siglo XVIII era consecuencia de las circunstancias medioambientales propias de la época. El comercio y las migraciones contribuían apropagarlas. En 1730 un escuadrón español procedente de las Indias Occidentales trajo a Cádiz el primer caso europeo de fiebre amarilla. Los ejércitos eran transmisores y víctimas de las enfermedades. Las enfermades que esta­ ban causando estragos en el campamento ruso de Narva en 1700, infec­ taron a los suecos cuando éstos lo tomaron. Las tropas austríacas propa­ garon la enfermedad al Palatinado Superior en 1752 y desde Hungría a Silesia en 1758, de la misma forma que las tropas rusas que operaban en los Balcanes durante la guerra de 1768-74 contra los turcos difundieron el tifus por toda Rusia. Por ello, a los emigrantes que buscaban trabajo o comida se les consideraba como una fuente de infecciones. Un agente bávaro en Viena escribió en 1772 que los pobres de Bohemia traían la muerte en sus labios. Los niveles de higiene y el régimen alimenticio eran claramente insu­ ficientes. Las condiciones de vivienda de la mayoría de la población y, en particular, el hábito de compartir las camas propiciaban una alta inci­ dencia de las infecciones respiratorias, dada la falta de intimidad que tenía la mayor parte de las viviendas disponibles. Cobraban entonces importancia los hábitos higiénicos y los niveles de aseo personal, sobre todo en aquellas comunidades en las que había una alta densidad de población. La costumbre de lavarse con agua limpia era a la fuerza muy poco frecuente y la proximidad de animales y estercoleros no contribuía en absoluto a mejorar la higiene. Europa era una sociedad que procuraba más conservar los excrementos que eliminarlos. Los desechos orgánicos humanos y animales se recogían para usarlos como abono. Cuando se almacenaba cerca de las viviendas, este abono era bastante peligroso y, cuando se esparcía, podía llegar a contaminar las reservas de agua. El agua limpia para beber escaseaba en la mayor parte de Europa y, sobre todo, en las grandes ciudades, en las regiones costeras o las zonas bajas que carecían de pozos profundos. Esto explica la importancia que tenían las bebidas fermentadas. Las carencias alimenticias también contribuían a favorecer la propa­ gación de las enfermedades infecciosas, al disminuir considerablemente las defensas del organismo. Además, la malnutrición provocaba esterili­ dad en las mujeres. Los problemas de escasez y carestía de la comida hacían que el grueso de la población careciera de una dieta equilibrada, 25
  • 24. incluso cuando tenían suficiente comida. Aun así, puede encontrarse una dieta más variada según las regiones y los distintos grupos sociales, e incluso la existencia de productos sustitutorios; por ejemplo, en Rusia, el pescado, las bayas y la miel podían proporcionar nutritivos sustitutos de la carne y el azúcar. En general, el campesinado europeo consumía poca carne y comía los cereales menos apetecibles. En otras zonas se aprecian síntomas de un claro deterioro de la dieta. En Austria, el consumo de carne per cápita decayó durante la segunda mitad del siglo. En Suecia, también disminuyó el consumo de productos animales. Los datos toma­ dos de los archivos militares sobre la estatura de los varones bohemios, húngaros y suecos indican que los muchachos en etapa de crecimiento a fines del siglo XVIII sufrieron algún deterioro en sus niveles de salud y nutrición que acabaron limitando su desarrollo. Parece también que la falta de higiene y la malnutrición desempeñaron un papel fundamental en la propagación de enfermedades. En Estrasburgo hasta la década de 1750, diversos períodos de escasez de alimentos vinieron acompañados de importantes brotes epidémicos. En las áreas rurales de Brabante, el hambre solía asociarse a la propagación de la disentería. La subida de los precios de los cereales en 1739-41 produjo un resurgimiento de las enfer­ medades infecciosas en muchas zonas de Europa, que coincidió con un acusado empeoramiento climático. El hambre que hubo en Italia en los años 1764-68 parece haber sido el causante de la epidemia de fiebre que azotó la parte central de la Península en 1767. Por el contrario, a fines del siglo XVIII, las buenas cosechas recogidas en Renania pueden asociarse con una relativa ausencia de epidemias. La nutrición no era el único factor que contribuía a agravar el impacto de las enfermedades. Los factores climáticos también tenían gran impor­ tancia porque podían debilitar considerablemente la capacidad de resis­ tencia de la población frente a determinadas dolencias. En Francia, las epidemias de enfermedades respiratorias mortales se volvieron endémi­ cas a principios de los años 1740, probablemente debido a la incidencia de la hipotermia. El rigor de las condiciones atmosféricas se agravaba mucho con la escasez de leña. Pero el estado en que se encontrasen las reservas de comida tenía un carácter determinante, no sólo para prevenir el hambre, sino también para mantener la salud y el ánimo de la pobla­ ción. De hecho, el hambre podía seguir ocasionando una mortalidad masi­ va. Casi un cuarto de millón de personas murieron de inanición y por enfermedades derivadas de ella en Prusia Oriental en los años 1709-11. Provocó un brusco aumento en el índice de defunciones ocurridas en Bari, Florencia y Palermo en 1709, y en el reino de Nápoles en 1764. El núme­ ro de muertos registrado en la ciudad francesa de Albi pasó de 280 en 1708 a 967 en 1710, el de nacimientos se desplomó desde los 357 a los 191 y el de matrimonios de 100 a 49. La recuperación fue bastante lenta, puesto que la actividad económica se mantuvo en unos niveles bastante bajos, el endeudamiento municipal siguió siendo elevado y muchas casas quedaron abandonadas. En 1750 Albi todavía no había alcanzado el número de habitantes que tenía a principios de siglo. En 1771-72 una cri­ sis de subsistencia hizo que pereciesen en Bohemia alrededor de 170.000 personas que representaban el 7% de su población. Aunque no todos los 26
  • 25. períodos de escasez tuvieron efectos tan drásticos, contribuyeron a acen­ tuar el impacto causado por las enfermedades. Las malas cosechas que hubo en Suecia en 1717-18 produjeron enfermedades relacionadas con la malnutrición en regiones en las que escaseaban la sal y la harina, como en Dalecarlia, ocasionando un fuerte incremento en los índices de morta­ lidad.- En Tournai, en los Países Bajos Austríacos, el hambre de 1740 no causó muchas muertes, pero en cambio preparó el terreno para la virulen­ ta epidemia de 1741. No se sabe en qué medida el crecimiento general de la población europea durante el siglo xvill se debió a los éxitos obtenidos en la lucha contra el hambre. Esta adoptó dos formas principales, el aumento de la producción agrícola, y las iniciativas estatales y municipales aplicadas para mejorar la distribución de alimentos y paliar los efectos directos del hambre. Aparte de la convicción generalmente aceptada de que la fuerza de un Estado guardaba relación con el número de sus habitantes, se consideraba el hambre como un problema político muy grave, porque con frecuencia era la causa de disturbios, como los que estallaron en Istria (1716), en París (1725), en las Provincias Unidas (1740), en Nor- mandía (1768), en Palermo (1773) o en Florencia (1790). Los comenta­ rios sediciosos que circulaban por el París de los años 1750 aducían el alto precio del pan y la miseria general que padecía el pueblo llano como motivos por los que se debía matar al rey Luis XV. El miedo al hambre provocó disturbios en los Países Bajos Austríacos en los años 1767-69 y 1771-74, donde se puso de manifiesto la alerta social que podían ocasio­ nar los rumores de escasez. Además, la escasez de las cosechas podía hacer truncar la actividad económica general, poniendo en peligro los niveles de ingresos ordinarios al reducir los beneficios potenciales de los impuestos y concentrar la mayor parte del consumo en los gastos ocasio­ nados por el abastecimiento y encarecimiento del pan. A lo largo de la centuria se aprecian, no obstante, claros síntomas de mejoría respecto a esta situación. En 1740-42 Escandinavia e Irlanda fue­ ron las únicas regiones en las que se dieron nuevos períodos de hambre a gran escala. En otras zonas, la beneficencia pública y los programas de ayuda sirvieron para limitar la mortalidad a pesar de la escasez de ali­ mentos y de la subida de los precios de los cereales. La posibilidad de llevar a cabo una acción estatal más eficaz en este sentido se puso de manifestó sobre todo en Prusia. Ya existía una red de graneros reales y a pesar de la incidencia de una exigua cosecha, del inicio de un nuevo con­ flicto bélico y de la persistencia de unas condiciones climáticas adversas, el gobierno prusiano logró evitar, en gran medida, el aumento de la mise­ ria, del paro, de los vagabundos y de los tumultos, desarrollando un siste­ ma que mantuvo su eficacia durante el resto de la centuria. Las reservas de grano disponibles en los graneros públicos, la política cerealista de Federico II y el control social que ejercían los terratenientes y el gobier­ no minimizaron las consecuencias perjudiciales que tenían las respuestas populares a los períodos de escasez general, como las migraciones, que influían notablemente en el incremento de las cifras de mortalidad. El gobierno prusiano creía que los mejores medios con los que se podía luchar contra la escasez de alimentos eran la prevención y la firmeza. Un 27
  • 26. encontrar en el mercado de Foix, en el de Tarbes no se empezó a vender oficialmente hasta los años 1790. Se produjeron crisis demográficas regionales en 1746-47, 1759 y 1769. En la ciudad de Ussel, ubicada en el Macizo Central francés, y en su región la actividad económica siguió manteniendo unos niveles muy bajos y su población no registró aumento alguno. Un elevado índice de mortalidad infantil se combinó con graves crisis de mortalidad generalizada que originaron un alto porcentaje de familias truncadas. En Duravel, en la región francesa de Quercy, se di­ fundió el cultivo del maíz durante la primera mitad del siglo, pero a partir de 1765 las mejores tierras de cultivo estaban exhaustas y dado que el limitado desarrollo de sus técnicas agrícolas no permitió aumentar la producción con nuevos cultivos intensivos, la escasez de alimentos se convirtió en un grave problema. En la década de 1760, el número de defunciones superaba al de bautismos y esta delicada situación demográ­ fica perduró hasta la generalización del cultivo de la patata a principios de la siguiente centuria. Aunque disfrutó de un largo período de paz entre 1763 y 1792, en la ciudad renana de Coblenza apenas se aprecian sínto­ mas que permitan hablar de un próspero fin de siglo al que hubiese suce­ dido un período más adverso a comienzos del siglo XIX. La producción agrícola no consiguió adaptarse a las exigencias de la presión demográfi­ ca. Pese a las buenas intenciones que mostraban las autoridades, los pro­ gresos hechos en cuanto a las condiciones higiénicas eran demasiado limitados y la parte antigua de la ciudad, donde vivían los artesanos, siguió manteniendo unas condiciones de vida muy insalubres. La persis­ tencia con que se daban las enfermedades hacía que las capas débiles de la sociedad continuasen siendo las más vulnerables. Sólo se aprecia un ligero descenso en la elevada tasa de mortalidad infantil que tenían los suburbios de Bolonia. En los barrios pobres de Toulouse, las tasas de natalidad y mortalidad eran altas, al igual que el número de niños aban­ donados. Por el contrario, en el centro de la ciudad se desarrolló un régi­ men demográfico más moderno, que favorecía la existencia de tasas de natalidad y mortalidad más bajas. Esto también se aprecia en ciudades como Ginebra y Ruán, donde los índices de mortalidad infantil entre los nobles locales eran inferiores a la media. Conclusiones A pesar de que en algunas regiones y entre determinados grupos sociales existía cierta tendencia hacia un régimen demográfico más posi­ tivo, ésta no fue en absoluto la tónica general predominante durante el siglo XVIII. El hambre siguió siendo una amenaza constante y motivo de preocupación para todos los gobiernos. En muchas zonas los excedentes alimentarios resultaban tan insignificantes que cuando acontecía la menor adversidad este frágil nivel de subsistencia apenas era capaz de afrontarla. Semejantes adversidades solían adoptar la forma de bruscos cambios climáticos o de campañas militares, como el despliegue de las tropas austríacas en Hungría a fines de 1787, que provocó una gran esca­ sez de alimentos y la amenaza del hambre en toda la región. Parece que 30
  • 27. las condiciones de paz que disfrutaron Europa central, meridional y occi­ dental entre 1763 y 1792 contribuyeron de forma decisiva al incremento de su población. En cambio, las regiones en las que se dieron grandes conflictos bélicos, padecieron importantes crisis demográficas, y no tanto por las muertes ocurridas en combate, sino por la propagación de infec­ ciones, la incautación y destrucción de las cosechas o la suspensión de la actividad económica en el ámbito rural, a consecuencia de la huida de mano de obra y de las requisas de animales de tiro y de semillas de culti­ vo. Entre 1695 y 1721, alrededor del 60 o 70% de la población de Esto­ nia y del norte de Livonia murió a consecuencia de las enfermedades y de la Gran Guerra del norte que se desarrolló en los años 1700-21. En Europa occidental, en conjunto, se dieron ambas situaciones, ya que una parte de su población siguió una tendencia de crecimiento clara­ mente más favorable y otra mantuvo un régimen demográfico bastante débil. La reducción progresiva de la mortalidad se vio interrumpida por diversas crisis, como la que tuvo lugar a principios de los años 1740. De hecho, tampoco cesó la aparición de alzas repentinas en las tasas de mor­ talidad provocadas por nuevas crisis de subsistencia. En Suiza, Italia, Austria e Irlanda aún en 1816 una aguda crisis de subsistencia hizo que se disparasen sus índices de mortalidad. Por lo tanto, el aumento general de la población no acabó con la angustia que sufrían sus comunidades. Y resulta, por ejemplo, muy significativo que la comida tuviese un papel tan relevante en escritos utópicos, como los de Fénelon y Morelly, o en las fantasías populares. La forma de distribución de los alimentos refleja­ ba claramente la naturaleza del sistema socioeconómico imperante, pero el temor a las crisis de subsistencia hacía que incluso aquellos a los que nunca les faltaba comida se preocupasen mucho más por su aprovisiona­ miento. El crecimiento general que experimentó la población europea durante este siglo tuvo también muchas consecuencias. Incrementó considerable­ mente la presión sobre sus sistemas económicos, exigiendo una amplia­ ción del suelo disponible y un aumento de los empleos, de la producción alimentaria y de la beneficencia. La presión demográfica sobre la tierra se convirtió en un grave problema, puesto que el estado poco desarrolla­ do en que se hallaban las técnicas y el utillaje agrícolas hicieron que en gran parte de Europa no pudiesen ampliarse las zonas de cultivo. Con ini­ ciativas esencialmente privadas empezaron a labrarse en zonas “yermas” tierras que nunca antes se habían cultivado, y en la mayor parte de Euro­ pa la demanda de nuevas tierras se convirtió en una cuestión capital. A lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, la población de las Tierras Altas de Escocia aumentó de forma espectacular, incrementando enor­ memente su presión sobre una superficie de tierra cultivable bastante pequeña y limitada; y en Francia el crecimiento demográfico obligó a los hijos más jóvenes de los campesinos y a los aparceros pobres a abando­ nar sus esperanzas de llegar a adquirir la condición de campesinos inde­ pendientes. El crecimiento general de la población propició también un incremento en el número de jornaleros -la parte económicamente más vulnerable de la fuerza de trabajo- en regiones como Mallorca, Cataluña y el sur de España, y un mayor empobrecimiento del ámbito rural. De 31
  • 28. hecho, a medida que se produjo el aumento de la población, la pobreza llegó a convertirse en un problema general en muchas partes de Europa. Se agravó sobre todo en regiones que tenían un bajo crecimiento econó­ mico, como Calabria en el sur de Italia o la zona oriental de Overijssel, pero también afectó a otros regímenes económicamente más favorecidos, como los que había en Francia o Renania. En este último caso, la subida de los precios de los productos alimenticios y la necesidad de tierras favorecieron la subdivisión de las propiedades y el aumento del nú­ mero de trabajadores sin tierras. Y aun cuando la desnutrición ya no solía desembocar con tanta frecuencia en una muerte prematura, sí llegó a con­ vertirse en una condición muy común entre gran parte de la población. El crecimiento de la población acabó asimismo con el equilibrio de muchas economías locales, en las que se primó excesivamente la producción de cereales sin prestar suficiente atención a la cría de animales, que era la principal fuente de abono. Por lo tanto, el aumento de población llegó a formar parte también de un entorno más adverso. Las enfermedades y la malnutrición, o incluso hasta la inanición siguieron estando presentes en gran parte de la pobla­ ción. Entre los principales factores determinantes de las circunstancias en que vivía la población rural de Europa occidental destacan las conse­ cuencias derivadas de la presión demográfica. El paro y la mendicidad se convirtieron en problemas cada vez más graves para las ciudades a medi­ da que afluían a ellas los emigrantes que huían de la pobreza rural. La beneficencia social no podía atender a todo este tipo de personas, y no resulta sorprendente que algunas de ellas fueran víctimas de la desespera­ ción, sobre todo cuando un nuevo nacimiento ponía a prueba la capaci­ dad de supervivencia de una familia. Pero el dramático destino que tuvo un tabernero vienés, agobiado por las deudas, que en 1774 degolló a su mujer embarazada y a su hijo de 9 meses y se tiró al Danubio, era menos frecuente que la triste relación de niños abandonados. En la segunda mitad del siglo XVIII, aumentó considerablemente el número de abando­ nos en Italia, y sobre todo entre las niñas. En la década de los años 1780, el promedio de abandonos mensuales era de 160-170 en Lyón y de 650 en París. Desde un punto de vista más humano, el régimen demográfico, tanto antiguo como moderno, fue, con demasiada frecuencia, la causa de muchos temores y miserias. L as calam idades y la m entalidad conservado ra El grado de indefensión que padecía la gente de entonces no sólo se ponía de manifiesto cuando tenían que hacer frente a los efectos de la presión demográfica. Una amplia variedad de calamidades que podían afectar tanto a individuos como a comunidades enteras mostró la fragili­ dad de las circunstancias personales y la debilidad que presentaban los mecanismos de respuesta comunales. Las enfermedades no epidémicas podían llegar a ser un duro golpe para aquellos que las padecían, pues apenas había posibilidades para su cura o tan siquiera para aliviar el dolor. El nacimiento de un niño solía reportar una situación muy difícil y 32
  • 29. podía desbaratar el precario equilibrio de muchas familias. Las tareas agrícolas eran duras y el empleo en actividades industriales solía conlle­ var bastantes riesgos. Los molineros trabajaban rodeados de mucho polvo y ruido, criaban a veces piojos y tendían a padecer de asma, her­ nias o problemas crónicos de columna. El trabajo en la construcción era muy peligroso. En 1705 se publicó la primera edición inglesa del Trata­ do de las enfermedades del comerciante, escrito por Bernardino Ramaz- zini, profesor de medicina en Padua. Ramazzini había estudiado la rela­ ción existente entre enfermedades y profesiones, y su libro descubrió algunas importantes consecuencias que podía acarrear el empleo en una era en la que aspectos como la salud y la seguridad en el trabajo apenas cobraban sentido. Señalaba que los desórdenes producidos podían prove­ nir del esfuerzo realizado al adoptar posturas o realizar excesos físicos inusuales, como los que se exigía a sastres y tejedores, y resaltaba los peligros que tenían la exposición continuada a sustancias peligrosas como el plomo y el mercurio. La relación aportada por Ramazzini sobre las enfermedades profesionales más frecuentes en químicos, pescadores, encargados de los baños, viticultores, tabaqueros y lavanderas, sobre la tisis que afectaba a canteros y mineros, los problemas en la vista de doradores e impresores, la ciática de los sastres y la letargia de los alfare­ ros, ponen de manifiesto la arriesgada naturaleza que comportaban las actividades industriales antes del desarrollo del sistema de factorías. Para el tratamiento de estas dolencias apenas resultaba eficaz la atención sani­ taria existente, puesto que el conocimiento médico era en general insufi­ ciente y los pocos facultativos cualificados apenas eran asequibles. La presencia de doctores se concentraba en las ciudades y, aunque Francia llegó a disponer de un médico para cada 10.000 habitantes, en otras zonas escaseaban, incluso habiendo dinero suficiente para costear sus servicios. La medicina no era mucho más eficaz cuando se trataba de enferme­ dades animales. Estas podían tener graves repercusiones económicas y muestran claramente los limitados recursos con que contaban los gobier­ nos de la época. La epidemia de peste bovina que azotó las cabañas gana­ deras de Frisia y Groninga en la parte septentrional de los Países Bajos, indujo a algunos propietarios a pasarse a la producción de grano. A fines de 1749, las pérdidas sufridas por los campesinos de Groninga les impi­ dieron afrontar el pago de sus impuestos. Los brotes de enfermedades en el ganado podían llegar a paralizar la actividad agrícola local, como suce­ dió en Holstein en 1764 y en Béarn en 1774, con lo cual se encarecían aún más los precios de la carne en lugares situados a bastante distancia; esto evidencia las vinculaciones económicas que se estaban desarrollan­ do entre regiones más alejadas. Los precios de la carne en Bratislava y Viena subieron en 1787 debido a la mortalidad animal que se produjo en Hungría y en Transilvania. El estado poco avanzado que presentaba la ciencia veterinaria no podía brindar un tratamiento preventivo adecuado para combatir las enfermedades. Por ello, los animales afectados tenían que ser sacrificados y se prohibían sus desplazamientos. La aparición de una epidemia animal en el territorio italiano de Lucca en 1715 hizo que las tropas florentinas cerraran su frontera al comercio de ganado. En 33
  • 30. 1747, el ejército veneciano adoptó idénticas medidas. A fines de 1751, los Estados de Holanda trataron de evitar la propagación de una enferme­ dad del ganado que hacía estragos en Frisia y que también empezaba a afectar a la provincia de Holanda, prohibiendo tanto la exportación e importación de ganado como sus desplazamientos dentro de la provincia sin la debida autorización. La eficacia que tenían estas medidas variaba mucho de unos casos a otros. El éxito conseguido en la lucha contra la enfermedad bovina que afectó a Flandes en 1770, puede atribuirse a la determinación que mostró el gobierno austríaco para aplicar su decisión de sacrificar a todos los animales ya enfermos o sospechosos de estarlo ofreciendo a cambio una compensación económica; ésta propiciaba cierto grado de complicidad, en contra de los deseos del gobierno local y de la población en general. Sin embargo, los austríacos no pudieron prevenir en 1788 la propagación de una epidemia que mató a muchos de sus caballos de montar en Hun­ gría. De nuevo, la realidad se convertía para cada propietario en un entor­ no hostil e impredecible, asolado por fuerzas que no podían prevenirse ni propiciarse, y en el que el esfuerzo realizado durante años se desvanecía en un instante. La línea que separaba a la autosuficiencia de las calamida­ des, a la pobreza de la miseria, se podía cruzar rápidamente y con facili­ dad. El clima también planteaba desafíos semejantes. En general, podía llegar a ser un factor más favorable cuando los veranos cálidos y secos mejoraban el rendimiento de las cosechas. Pero las caprichosas variacio­ nes climáticas podían convertirse en un grave problema que dejase en evidencia la limitada capacidad de respuesta comunal. Un claro ejemplo lo constituyen las inundaciones tanto costeras como fluviales. En gran parte de Europa los ríos no estaban canalizados y sus caudales no se hallaban regulados por sistemas de diques o represas, y las defensas cos­ teras eran por lo general inadecuadas o simplemente inexistentes. Las inundaciones podían impedir el transporte fluvial y la pesca, interrumpir actividades industriales, como la molienda, que dependía de la energía hidráulica, y dañar las zonas agrícolas más fértiles. Algunas zonas coste­ ras, tales como Frisia, eran bastante vulnerables, y la ubicación de muchas ciudades importantes en la costa ojunto a los grandes ríos podía llegar a tener también graves consecuencias. Florencia y el valle inferior del Arno sufrieron fuertes inundaciones en 1740 que costaron muchas vidas. Cuando el Ródano creció en diciembre de 1763, las dos terceras partes de la ciudad de Avignon quedaron bajo sus aguas. Las zonas rura­ les solían contar con muchas menos defensas y no parece que esto mejo­ rase a lo largo del siglo XVIII. Miles de reses murieron cuando se produjo la rotura de los diques holandeses en el invierno de 1725-26. Y en los años 1787-88 fuertes lluvias y grandes inundaciones se llevaron a su paso la mayor parte del grano sembrado en Sajonia. La sequía constituía asimismo otro grave problema, pues amenazaba al abastecimiento de agua, la agricultura, el transporte fluvial y las manu­ facturas cuya producción se basaba en el empleo de energía hidráulica. Era una de las principales causantes de la escasez de alimentos, como sucedió en Ginebra en 1723, y sobre todo afectaba a determinadas culti­ 34
  • 31. vos, como el lino, o los viñedos de Borgoña en 1778. Por otra parte, la energía hidráulica fluvial también se veía perjudicada por las heladas invernales que impedían el funcionamiento de los molinos, ocasionando el desempleo de su mano de obra y escasez de harina. Cuando a princi­ pios de 1748 se congelaron los molinos hidráulicos, los polacos tuvieron que recurrir a molinos de mano para moler el maíz. Debido al hielo, los días laborables al año que tenían los remolcadores holandeses eran 300 y su fuerza de trabajo, poco especializada y alquilada para ene,argos más bien ocasionales, se reducía mucho cuando el invierno era especialmente duro. Una fuente de energía alternativa en lugar del agua era el viento, pero las fuertes tormentas también afectaban a los molinos de viento. La agricultura era naturalmente muy vulnerable a los efectos del clima. Ape­ nas se pudo mejorar respecto a los daños que el tiempo ocasionaba a las cosechas, y mientras los inviernos lluviosos producían cosechas enfermas e hinchadas, las heladas tardías perjudicaban al trigo. Las heladas de 1709 acabaron con la mayoría de los limoneros situados cerca de Géno- va, poniendo fin así a la exportación de su producto. Los rayos podían afectar a las viviendas, que en general eran muy sensibles al fuego, como se pudo apreciar en los terribles incendios de Rennes en 1720, Yyborg en 1738 y Moscú en 1753. También resultó difícil llevar a cabo los proyec­ tos de drenaje de las tierras bajas palúdicas del sur de Europa; en la mayor parte de esta zona la ubicación de las viviendas se restringía a las colinas, de esta forma se podían dedicar los valles inferiores a un cultivo intensivo y se evitaban los efectos perjudiciales de sus aguas a menudo estancadas. Otro aspecto a considerar dentro de este medio ambiente hostil en el que vivía el hombre de la época era el de su enfrentamiento con bes­ tias, ya fuesen reales o imaginarias. Los lobos y osos, que podían ata­ car a las personas y a sus animales, constituían un problema que no se limitaba sólo a zonas montañosas. En 1699, los lobos solían atacar a las ovejas en los alrededores de Abbeville, en Francia. En Senlis, en 1717, llegaron a representar una grave amenaza y también en el suro­ este de Francia en 1766. Durante el crudo invierno de 1783-84, el Journal de Physique informó sobre numerosas muertes producidas por lobos que andaban merodeando. En las zonas montañosas, este con­ flicto era más constante, por ello las cabezas de lobos y las garras de osos expuestas en regiones como Saboya sirven de testimonio de esa lucha, a menudo amarga, que se libró por el control de los pastos alpi­ nos. Otros animales también planteaban graves problemas. La carencia de pesticidas y las dificultades para proteger las cosechas o la comida almacenada agravaban la situación. A pesar de que el emperador José II era aficionado a la caza, ordenó la aniquilación de todos los ja­ balíes por los daños que causaban en las propiedades de los campesi­ nos. Los ratones y las ratas destruían grandes cantidades de alimentos y cultivos, y sus plagas tuvieron desastrosas consecuencias para las cosechas de Frisia Oriental en 1773 y 1787. Las lombrices arruinaron muchos diques holandeses durante los años 1730 y los de Frisia Orien­ tal en la década de 1760. Cuando una gran plaga de langostas se diri­ gía hacia Viena en 1749, el hecho se interpretó como una manifesta­ 35
  • 32. ción de la ira divina y se ordenó a todos los predicadores públicos que procurasen aplacarla. Pero a las amenazas que representaban determinados animales de carne y hueso se unían en este medio ambiente tan adverso, los temores provocados por criaturas imaginarias. Se hablaba entonces de extrañas bestias que atacaban a los hombres. Una de ellas, cerca de Zaragoza, fue descrita en 1718 como del tamaño de un buey, con una cabeza semejante a la de un lobo, una larga cola y tres cuernos puntiagudos. A mediados de los años 1760 se habló diversas veces de la existencia de otra criatura salvaje. Las leyendas populares, el apoyo que brindaban las autoridades bíblicas y clásicas, y los frecuentes hallazgos de huesos enterrados de grandes proporciones favorecieron la creencia en gigantes, que también era sustentada por muchos clérigos. Seguía existiendo el miedo a las bru­ jas. De hecho, el período culminante de la caza de brujas que hubo durante la época moderna en la provincia polaca de Mazovia se alcanzó en el primer cuarto del siglo XVIII. Apenas se hacían distinciones a la hora de determinar la culpabilidad por herejía, blasfemia, magia o nigro­ mancia, se empleaba la tortura y se quemaba a las que se consideraba brujas, y estas prácticas no fueron declaradas ilegales en Polonia hasta 1776. En los años centrales del siglo tuvo lugar, principalmente en Fran­ cia e Italia, un amplio debate sobre las brujas, la magia y los vampiros. En 1754 apareció la obra de Scipione Maffei titulada La aniquilación de las artes mágicas. Ocho años antes el clérigo y erudito francés Augustin Calmet había publicado un libro sobre vampiros. La creencia en vampi­ ros fue contestada duramente por la Encyclopédie -ese compendio de enseñanzas liberales y de puntos de vista de moda que empezó a distri­ buirse en Francia a partir de 1751- en un artículo aparecido en 1765. También se criticó y se citó al libro de Calmet como un ejemplo de las consecuencias que las supersticiones podían llegar a tener sobre el espíri­ tu humano. En 1772, el destacado intelectual francés de talante liberal, Yoltaire, condenó la obra de Calmet y se preguntaba cómo era posible que después de los escritos hechos por los filósofos ingleses Locke y Shaftesbury, y en un período en el que estaban en activo intelectuales liberales franceses como d’Alembert y Diderot, se llegase a escribir un libro sobre vampiros o simplemente a creer en ellos. En este caso, al igual que en otras muchas cuestiones, eljustificado desprecio de Voltaire resulta ser una engañosa guía para estudiar las actitudes adoptadas por la mentalidad popular. No parece que por ello disminuyese la creencia en los vampiros, sino que llegaron a producirse incluso algunas oleadas de pánico en Hungría, Bohemia y Moravia en las décadas de 1730, 1750 y 1770. No obstante, salvo escasas excepciones, sí desapareció el fenóme­ no de la caza de brujas. Los vampiros no estaban solos en la taxonomía de esta cara sombría de la Europa de la Ilustración. Un escritor anónimo alemán afirmaba en 1782 que las incertidumbres propias de la vida agrícola fomentaban en el campesino una verdadera humildad y un sentido de dependencia respecto a diversos factores sobre los que no tenía ningún control. Con el objeto de comprender mejor y aplacai a esias íuerzas, alcanzaron un gran prota­ gonismo, sobre todo en las áreas rurales, las prácticas y creencias astroló­ 36
  • 33. gicas y ocultistas tradicionales. Era un mundo animista y habitado por espíritus, en el que la muerte no era necesariamente una barrera para desarrollar diversas actividades, experiencias o formas de intervención sobre la realidad. En su obra titulada La vida de mipadre, Nicolás Restif de la Bretonne recordaba que en su medio familiar -el del rico campesi­ nado francés- los pastores narraban historias sobre la transmigración del alma humana a animales y sobre hombres-lobo. El burócrata ilustrado de Badén, Johann Reinhard (1714-72), que se había criado en el seno de una familia calvinista del Principado alemán de Nassau, se encontró con un mundo poblado de brujas y fantasmas, en el que el demonio estaba omni­ presente. Puesto que el demonio desempeñaba un papel importante en la conciencia cristiana, no resulta extraño que muchos le armaran con una panoplia de seguidores y acólitos que no vivían en un mundo separado, sino en una esfera próxima que les permitía influir directamente en los asuntos humanos. En 1727, el cardenal Fleury, que desempeñaba enton­ ces el cargo de primer ministro en Francia, expresó su creencia de que el demonio podía golpear a sus súbditos. Todavía a fines de siglo, la creen­ cia en la brujería y la hechicería se hallaba muy extendida entre la pobla­ ción rural de los principados alemanes de Jülich y Mark. Si las viejas supersticiones apenas habían perdido su arraigo en las zonas rurales, cabría pensar que la diferencia cultural entre las creencias populares y las de las elites había aumentado mucho más que en el siglo anterior, que las visiones y actividades que tiempo atrás tenían una acep­ tación general, como la creencia en la astrología, se habrían quedado ancladas en escalas sociales inferiores. Parece que muchas personas ricas y bien educadas llegaron a perder su fe en las curaciones mágicas, en las profecías o en la brujería. Sin embargo, esta interpretación debe emplear­ se con mucho cuidado, puesto que la moda desempeñaba, sin duda, un papel muy importante en la cultura de las elites y, sobre todo, a medida que fue aumentando la cantidad de trabajos impresos que divulgaban lo que se consideraba como deseable. Resulta difícil valorar el significado de los cambios que experimentaban las modas, pero la popularidad de las curas médicas milagrosas y la gran aceptación que tuvo en la Francia de los años 1780 la teoría del magnetismo animal, defendida por el doctor aus­ tríaco Mesmer, que llegó a proponer una compleja cosmología post-new- toniana, ponen de manifiesto los riesgos que conlleva considerar que la cultura de las elites estaba mejor informada. Más bien parece ser que sus supersticiones eran más extravagantes. En todos los estratos de la socie­ dad existía el deseo de superar las condiciones adversas impuestas por un entorno hostil y de hacer frente a los temores que les inspiraba. Se pro­ curaba buscar cierto grado de estabilidad dentro de un mundo esen­ cialmente inestable, tratando de reconciliar la justicia divina con el sufrimiento humano y de asimilar las experiencias como un reflejo de la naturaleza dura y arbitraria de la vida. La visión religiosa del mundo proporcionaba el modelo explicativo más eficaz, pero también los mejo­ res mecanismos de defensa psicológicos y un elemento esencial de conti­ nuidad. En Rusia, muchos consideraron que las políticas emprendidas por el zar Pedro el Grande eran oora u.e un perverso usurpador extranjero o del Anticristo. Su negación del carácter divino de la monarquía rusa 37
  • 34. tradicional, su blasfemia y hurto de tiempo a Dios, cuando cambió el calendario vigente, y su violación sacrilega de la imagen de Dios en el hombre, al obligar a los varones a afeitarse la barba, podían ser interpre­ tadas por sus contemporáneos como parte de una batalla entablada entre Dios y el Diablo. En España, eran muy populares y se reimprimían a menudo manuales de piedad, tratados religiosos y sermones que hacían particular hincapié en la naturaleza transitoria de la vida en la tierra y en los peligros espirituales que debían afrontar los ricos para alcanzar su sal­ vación. Cuando se producían calamidades la gente acudía a la iglesia. Se solían tocar las campanas para hacer frente a truenos y rayos. En 1775, un mes después de que los experimentos químicos de Joseph Priestley se exhibiesen en la Academia de Dijon, se hicieron sonar las campanas de la iglesia local para alejar una tormenta. La gente recurría también a la intercesión de fuerzas sobrenaturales. Cuando e,n 1725 París se hallaba amenazada por grandes inundaciones y malas cosechas, se sacó en proce­ sión el relicario de su patrona Santa Genoveva con la esperanza de que acabara con las fuertes lluvias, al igual que en 1696 en que se lo sacó contra la sequía. Al año siguiente se realizó un tosco grabado con un texto explicativo. En 1755, las autoridades venecianas, que tenían que afrontar la escasez de agua potable, decidieron exponer públicamente una imagen de la Virgen María. Trataban de conseguir una mayor devoción y mejorar la conducta moral de la comunidad. En 1756, Carlos Manuel III de Cerdeña y su familia tomaron parte en unas celebraciones realizadas en la catedral de Turín para agradecer que la ciudad había sobrevivido sin daños considerables a un reciente terremoto. En enero de 1765, se suspendieron en Florencia todas las diversiones públicas y se hicieron rogativas solicitando el regreso del buen tiempo, al igual que en Milán en los años 1765 y 1766. En Terracina, ubicada en la parte central de la Península italiana, una imagen milagrosa de la Virgen fue llevada en pro­ cesión en abril de 1769, acompañada por una gran multitud que pretendía lograr que mejorase el tiempo. A principios de 1788, se intentó hacer frente al vendaval que azotó las costas del noroeste de Francia con solemnes procesiones a las iglesias y con servicios religiosos nocturnos. Este medio ambiente hostil se interpretaba como un justo castigo, que ofrecía la posibilidad de alcanzar una remisión de la culpa por medio de buenas acciones, asistiendo a servicios religiosos o satisfaciendo las demandas hechas por el mundo de lo oculto y lo espiritual. De esta forma, se podía llegar a construir una cosmología que fuese aceptable tanto en términos cristianos como no cristianos. No obstante, para mucha gente éstas no eran dos alternativas diferentes, sino que más bien consti­ tuían creencias y hábitos de pensamiento muy relacionados entre sí. En determinados círculos se llegó a cuestionar la existencia de una interven­ ción divina. Casi todos los escritores de los Países Bajos Austríacos que reflexionaron acerca del terremoto de Lisboa de 1755, lo interpretaron como un castigo divino. Y la mayor parte de ellos llegó a idéntica con­ clusión respecto a la peste bovina que afectó a los Países Bajos Austríacos en los años 1769-71, aunque una importante minoría mostró su desacuerdo con semejante interpretación. A su vez, la predicción de que la ciudad de Nápoles sería destruida por completo por un terremoto 38
  • 35. en marzo de 1769, provocó la confusión entre gran parte de la población. A principios de siglo el cuidado de los disminuidos físicos estaba reser­ vado al clero y se pensaba que los sordomudos estaban poseídos por el demonio. Esto no impidió que Jacob Pereire (1715-80) se esforzase por rehabilitarlos, aunque su desarrollo de una técnica completamente desco­ nocida y las curas que logró con ella fueran consideradas por muchos como verdaderos milagros. El recurso a la ayuda divina no promovió necesariamente una mayor pasividad mundana, sobre todo en el ámbito comunal. Aunque se conocía lo hostil que podía llegar a ser el entorno natural, se hacían muchos es­ fuerzos para tratar de superar sus consecuencias. Esto no era nada nuevo. Existen claras líneas de continuidad respecto al siglo anterior en medidas tales como roturar los baldíos o drenar los polders holandeses y los pan­ tanos palúdicos del área mediterránea, y en muchas zonas se volvió a recuperar la actividad económica después del período de grandes conflic­ tos bélicos que abarca los años 1688-1721. Si bien algunas regiones alcanzaron un grado de desarrollo que fue verdaderamente notable, uno de los rasgos más llamativos del siglo xvin es precisamente el escaso avance que hubo en la lucha contra las condiciones hostiles del entorno y las catástrofes naturales que afectaban de manera tan lamentable tanto a individuos como a comunidades enteras. Aquellos lugares cuya pobla­ ción experimentó un considerable aumento tuvieron que hacer frente a graves problemas. Este nivel de progreso que resulta tan limitado puede comprenderse mejor si tenemos en cuenta el exiguo desarrollo tecnológi­ co de la época y los escasos recursos de los que disponían los gobiernos. Pero semejantes limitaciones también son un claro reflejo de mentalida­ des y actitudes entonces dominantes. Pese a la confianza que muchos tenían en las posibilidades que ofrecía el progreso humano a través de la acción comunal, la gran masa de la población vivía de forma precaria, temerosa del futuro y aspirando a metas muy limitadas. Este conservadu­ rismo popular resultaría decisivo para obstaculizar muchos planes de cambio introducidos por los gobiernos. 39
  • 36. CAPÍTULO II LA ESTRUCTURA ECONÓMICA La agricultura La agricultura constituía la principal fuente de riqueza y de trabajo, el sector productivo más importante de la economía y la base del sistema impositivo estatal, eclesiástico y señorial, en la que se asentaban casi todas las actividades socioeconómicas. La tierra y sus utilidades confor­ maban la estructura del sistema social y la mayor parte de la riqueza que ésta representaba brindaba la posibilidad de beneficiarse del cambio social. La gran masa de la población vivía en el campo y en las vidas de la gente que habitaba la Europa del siglo XVIII seguían predominando las actividades agrícolas. En 1789, puede tomarse como un valor bastante representativo el 74% que dentro de la población activa de la región del Vivarais, en Francia, se dedicaba a la agricultura. No existían grandes barreras que separasen el campo de la ciudad, la industria y el comercio de la labranza de la tierra, o los trabajadores industriales de los agriculto­ res. En regiones como Bohemia, gran parte de la producción industrial se realizaba en zonas rurales y muchas industrias, como las del metal, el vidrio, la alfarería e incluso las textiles se encontraban junto a las minas de carbón, en zonas que eran esencialmente agrícolas, como lo habían sido siempre. Además, en áreas como el Flandes francés, muchos de aquellos que trabajaban en industrias rurales se dedicaban también al cul­ tivo de parcelas de tierra o pertenecían a una economía familiar en la que algún otro miembro formaba parte de la mano de obra agrícola. En algu­ nas zonas de Europa, como en Sicilia, un porcentaje sorprendentemente elevado de la población vivía en las ciudades. Pero esto era más el reflejo de un patrón de asentamiento tradicional que uña respuesta funcional a favor de las actividades urbanas, debido a que en gran parte de la Europa mediterránea, los trabajadores del campo preferían vivir en ciudades o en grandes pueblos a otro tipo de asentamientos más dispersos. Hasta cierto punto esta misma tendencia se daba casi en toda Europa. Las ciudades solían estar rodeadas de tierras dedicadas a la agricultura intensiva, y 41
  • 37. además, algunas actividades agrícolas, tales como la horticultura, eran comentes también intramuros de la ciudad, sin que existiese ningún sis­ tema de delimitación por zonas que las prohibiera y tampoco la agricultu­ ra era funcionalmente incompatible con la condición de habitante del medio urbano. Existían estrechas relaciones entre la agricultura, el comercio y la industria. Los limitados avances logrados en el conocimiento científico y tecnológico hicieron que las manufacturas siguieran basándose esencial­ mente en el empleo de productos naturales. Aún no había llegado la era de los productos sintéticos. La elaboración de la mayoría de las manufac­ turas requería una transformación de productos agrícolas, sobre todo si incluimos a la silvicultura como una variante dentro de las actividades agrícolas extensivas y de la ganadería, que proporcionaba también una fuente de empleo temporal o estacional para la mano de obra agrícola. Las principales actividades industriales eran las destinadas a la producción de bienes de consumo, alimentos, bebidas, ropa, zapatos y muebles. Aun­ que algunos de los procesos de fabricación requerían el empleo de pro­ ductos agrícolas procedentes de fuera de Europa, como el algodón, el azúcar de caña de las Indias Occidentales y el tabaco de América del norte, el origen de la mayoría de las materias primas era europeo y, a menudo, local, como sucedía, por ejemplo, con la lana y mucho más con las industrias del cuero que se podían encontrar en infinidad de lugares distribuidos por todo el Continente. Como vemos, la actividad industrial, tanto urbana como rural, estaba íntimamente relacionada con las tierras agrícolas circundantes. Por ejemplo, en la localidad de Niort, situada en el oeste de Francia, una parte esencial de su economía se centraba en el trabajo de pieles animales, por ello durante la década de 1720 su produc­ ción llegó a depender totalmente del abastecimiento de grandes cantida­ des de cabritillos procedentes de las zonas rurales próximas. Asimismo, los intercambios comerciales también estaban íntimamente relacionados con productos agrícolas, ya fueran elaborados o no, tanto para el mercado local como para los de larga distancia. Dado que la gran masa de la población vivía en zonas rurales y se dedi­ caba a actividades agrícolas, parece evidente que éstas determinarían en gran medida el grado de poder adquisitivo que tenían las distintas comu­ nidades de Europa. Los ingresos que proporcionaba el medio rural crea­ ron un mercado de consumo para los artículos industriales y para produc­ tos agrícolas caros, como la carne. Por el contrario, la pobreza, que era la situación en la que se encontraba la mayor parte de la población rural, actuaba como un factor de limitación constante sobre este tipo de merca­ dos. Cualquier aumento en el coste de los productos agrícolas, y sobre todo en el de los cereales, repercutía de forma inmediata sobre la po­ blación urbana, reduciendo su poder adquisitivo y restringiendo el mer­ cado de bienes manufacturados. Las alteraciones de los precios de los productos agrícolas fueron constantes, debido ante todo a motivos esta­ cionales; así por ejemplo, el precio de los productos alimenticios solía alcanzar su valor más alto a comienzos del verano. Las variaciones en el volumen de las cosechas determinaban a su vez otros cambios adiciona­ les sobre los precios que solían ser muy bruscos. Las drásticas conse­ 42
  • 38. cuencias derivadas de estas fluctuaciones promovieron una mayor concienciación oficial respecto a la importancia de la agricultura. El siglo XVIII fue el último en el que Europa tuvo que alimentarse con sus propios recursos. Las importaciones de alimentos provenientes de fuera del Continente eran fundamentalmente artículos de lujo, como el azúcar, que podían cubrir los costos de transporte de un sistema comer­ cial que se basaba en el empleo de pequeños barcos de vela, carentes de una refrigeración adecuada o de facilidades para el almacenaje. La si­ guiente centuria será testigo de la explotación de los enormes recursos alimenticios de América del norte, Argentina y el Sureste Asiático, valiéndose de nuevos sistema de refrigeración, de barcos de hierro pro­ pulsados a vapor y de un efectivo control europeo sobre unas áreas. Y esto, mucho más que cualquier otro de los progresos que experimentó dentro de sí el Continente europeo, lo liberó de las consecuencias previs­ tas por la ecuación malthusiana que relacionaba el volumen de población con la existencia de unos recursos materiales limitados. Antes de este período Europa había sido autosuficiente y, por lo tanto, la tierra en 1800 seguía siendo, como en 1700, la principal fuente de riqueza nacional y personal. Los sistemas de cultivo predominantes no producían lo sufi­ ciente para crear un margen fiable de seguridad en caso de malas cose­ chas y pocas regiones llegaban a proporcionar un excedente comercial lo bastante grande como para ayudar a aquellas zonas en las que se habían malogrado las cosechas de cereales. La existencia de medios de transpor­ te lentos y caros mermaba las posibilidades de estas regiones. Pero, las fluctuaciones en los precios de los productos agrícolas no venían deter­ minadas solamente por el comercio interior del Continente. Las importa­ ciones de alimentos podían paliar las consecuencias de la escasez de las cosechas, puesto que los bruscos aumentos de los precios cubrían los ele­ vados costes del transporte, pero no podían hacer que el gobierno ignora­ se la situación en que se hallaba la agricultura, ni favorecer en ninguna de las regiones dedicadas a la agricultura la especialización en otras acti­ vidades económicas distintas. La enorme demanda de comida que había sobre un régimen agrícola caracterizado por una baja productividad y una producción incierta obligaba a que todos los sectores de la sociedad euro­ pea y todas las regiones del Continente, por inadecuados que fueran para la producción de alimentos, dieran prioridad a la agricultura. Además, todas las regiones agrícolas tenían que dedicarse esencialmente a la pro­ ducción de cereales, pero a menudo se llegada hasta extremos que eran desproporcionados respecto a su capacidad de rendimiento. La realidad social que predominaba en la vida cotidiana de esta época no encaja con la representación de esos campesinos limpios, saludables y regordetes que aparecen en los paisajes idílicos de Boucher, sin granos ni defectos, sus tareas no transcurrían en campos exhuberantes, soleados y limpios, en que vivían animales tan saludables y regordetes como los que pinta, era por el contrario un régimen social y agrícola muy duro. Para la ma­ yoría de la población las cosechas constituían el elemento fundamental de las fortunas personales y comunales, y los dos únicos acontecimientos que podían llegar a tener una importancia semejante, las epidemias y la guerra, eran pasajeros. El hecho de que esta situación prácticamente no 43
  • 39. variara a lo largo del siglo, nos permite vislumbrar el limitado influjo que tuvieron las acciones del gobierno en tiempos de paz y explica el podero­ so atractivo que ejercían los terratenientes paternalistas. Reconociendo la importancia que tenían la producción agrícola y su distribución, tanto gobiernos como intelectuales se dedicaron a estudiar las diversas posibilidades que se ofrecían para mejorar la situación en que éstas se encontraban. Los móviles que movían tales iniciativas podían variar bastante, desde el que aspiraba a reforzar la potencia del Estado hasta el que pretendía la mejora de las parcelas de los campesinos, pero no cabe duda de que junto al constante interés que había por desarrollar las manufacturas y el comercio oceánico, existía también una clara concien- ciación de la necesidad de apoyar a la agricultura. En su Télémaque (1699), el célebre clérigo Fénelon, que se mostró particularmente crítico con Luis XIV, vinculaba la prosperidad económica al cultivo de la tierra. Los escritores franceses de mediados de siglo centrados en temas econó­ micos, a los que se conoce como “fisiócratas”, Quesnay, Dupont de Nemours, Mirabeau, Mercier de la Riviére, sostenían que cualquier incre­ mento de la riqueza en los sectores industrial y comercial sólo podría darse si se producía antes un aumento importante en la cantidad de mate­ rias primas extraídas de la naturaleza. Afirmaban que la tierra era la única fuente de auténtica riqueza, pues el proceso de manufactura simplemente cambiaba la forma de sus productos y el comercio sólo los trasladaba de un lugar a otro. La insistencia de los fisiócratas abogando por una mayor inversión en la agricultura se combinó con diversos proyectos ideados para aumentar su rentabilidad. El argumento de que el precio del grano debía subir a su nivel natural y de que se debían suprimir tanto las restric­ ciones existentes sobre su venta como las prohibiciones de exportación, pretendía ceder a las comunidades rurales una mayor proporción de los beneficios obtenidos con la producción de grano. De esta forma, los fisió­ cratas querían evitar que los campesinos estuvieran abrumados por las altas cargas que soportaban, para poder incentivar su trabajo y conseguir que en el ámbito local existieran fondos disponibles para realizar nuevas inversiones en la agricultura. En última instancia, su intención era mante­ ner bajos los impuestos para que pudiesen aumentar las ganancias de los propietarios. No sólo los fisiócratas estaban interesados en la agricultura. El escri­ tor “patriota” holandés Schimmelpennick explicaba en 1784 que una república era sin lugar a dudas una forma viable de gobierno si la energía de la población se concentraba en la producción agrícola, pues esto, según él y otros escritores coetáneos, como el americano Thomas Jeffer- son, era la mejor garantía para la igualdad y la salud moral. El interés estatal siempre estaba presente debido a los costes sociales, económicos y políticos que podía ocasionar la escasez de alimentos, pero también por motivos fiscales. En una sociedad en la que la mayoría de los puestos de trabajo, los ingresos y la producción nacional procedían de la activi­ dad agrícola, resulta natural que ésta fuera la principal fuente de los recursos fiscales del Estado. Este interés fiscal creció sobre todo en aque­ llas zonas en las que la agricultura evolucionó desde niveles de autosu­ ficiencia o de una economía de trueque, hacia unas relaciones de merca­ 44
  • 40. do monetarias. Este progreso facilitó la desviación de los beneficios fiscales fuera de la agricultura. En Rusia, el aumento de las exportaciones agrícolas promovió un mayor interés del gobierno por las cuestiones fis­ cales. Dado que la economía agrícola europea fue integrándose cada vez más, y el cultivo de cosechas y la ganadería destinada a la venta fueron haciéndose mucho más importantes, aumentaron los beneficios que podí­ an llegar a obtenerse con los impuestos directos que el Estado gravaba sobre la producción agrícola. Durante la segunda mitad del siglo, esto desempeñó un papel importante en las iniciativas políticas tomadas por el Estado para liberar a los campesinos de distintas cargas, ya que el benefi­ cio derivado de una mano de obra agrícola bien motivada, parecía la mejor manera de elevar el rendimiento fiscal de la nación. En 1788 el gobierno bávaro rechazó la oferta austríaca de comprar 2.000 caballos argumentando que, a pesar de que el dinero podía ser beneficioso para la pobre economía de Baviera, la verdadera riqueza del Estado no se hallaba en el dinero, sino en la agricultura, para la que hacían falta estos caballos. A lo largo del siglo XVIII, se experimentaron algunos progresos en la producción agrícola, se propagaron nuevas ideas y técnicas, y la agricul­ tura europea fue integrándose progresivamente a medida que se desarro­ llaban su especialización, el comercio y la economía monetaria. Sin embargo, también se aprecia la continuación de las prácticas tradiciona­ les y muchos de los cambios producidos en otros lugares apenas llegaron a influir en las economías locales. La labranza era variada y posiblemen­ te mucho menos avanzada de lo que parecen sugerir los ejemplos de cambio conocidos y el interés que había en introducir innovaciones agra­ rias. Debido a que la situación de las economías agrícolas locales era de crucial importancia para la salud y prosperidad de su población, es preciso analizar las razones que explican las distintas respuestas dadas a las posibilidades de cambio que ofrecía la agricultura. Nuevas tierras de cultivo La propuesta más evidente y tradicional para responder a la necesidad de aumentar la producción agrícola era la ampliación de la superficie destinada a fines agrarios y, sobre todo, la de las tierras de cultivo. Debi­ do a las limitaciones que imponían los transportes disponibles, esta ampliación debía realizarse más en suelo europeo que en las colonias de Ultramar. Los aumentos de la superficie de cultivo más importantes en el Continente se produjeron como consecuencia de la política desarrollada por dos Estados, Rusia y Austria, que gracias a la colonización territorial se extendieron hacia las regiones vecinas. Entre 1680 y 1720, ambas potencias desplazaron sus fronteras hacia zonas que antes se hallaban bajo dominio turco, como Hungría, o que habían servido esencialmente como estados-tapón, sobre todo Ucrania, frente al Imperio Turco. En el caso de Rusia, esta expansión continuó después de 1720 a expensas de los turcos y de otros pueblos no rusos situados en sus fronteras meridionales. Semejantes conquistas ofrecían enormes posibilidades para el incremento de la producción agraria. Algu- 45
  • 41. ñas de estas regiones, como la de suelos negros de Ucrania, eran fértiles por naturaleza y muchas, como las llanuras interiores de Hungría, no habían agotado sus rendimientos con el cultivo de cereales, por haberse destinado hasta entonces como tierras de pastos. Aunque no todos los planes de colonización y de mejoras en la agricultura tuvieron éxito, no cabe duda de que se produjo un considerable aumento de la superficie dedicada al cultivo de cereales. Tanto Ucrania como las tierras rusas de la Cuenca del Don se convirtieron en importantes regiones exportadoras de grano, y de hecho, una de las principales razones que motivaron el gran interés mostrado en la década de 1780 por el desarrollo del comer­ cio con el sur de Rusia a través del Mar Negro, fue el deseo de explotar lo que podría convertirse en el auténtico granero de Europa. La región del Volga poseía enormes posibilidades económicas, sobre todo con el cultivo del tabaco, que prometía reportar rentables beneficios. Mientras para los Estados de Europa occidental la colonización era eminentemente transoceánica, en Europa central y oriental las grandes posibilidades eco­ nómicas no se hallaban tan lejos. “Puede considerarse a Hungría como un nuevo mundo”, escribió un diplomático en 17361;y aunque durante la segunda mitad del siglo XVIII esta aspiración se concentró sobre todo en el sur de Rusia, contribuyó de todas formas a crear una sensación de cambio y de nuevas posibilidades. Este sentimiento desempeñó un papel esencial en uno de los mo­ vimientos de población más importantes del siglo, que desplazó a un gran número de personas hacia las zonas de colonización austríacas y rusas. Formaba parte de esta migración un movimiento interno de habitantes austríacos y rusos, que se desplazaba desde áreas de alta densidad de población y limitadas posibilidades económicas, hacia otras tierras más despobladas. Otra porción de la gente que se asentó en estas nuevas tie­ rras era población autóctona a la que se había obligado o animado a dejar su forma de vida nómada o seminómada, dedicada a la ganadería, por otra más apropiada para el cultivo de cereales. En el caso de las tierras fronterizas de los Balcanes austríacos, un gran porcentaje de la población era de origen eslavo, y sobre todo serbios, que habían huido del dominio turco en la década de 1690. Durante ese período, se desplazaron cerca de 40.000 serbios dirigidos por el patriarca de Pee, Arsenije IV. Gran parte de los emigrantes que acudían a estas nuevas tierras provenían de Europa central y occidental, y formaban parte de una tendencia de emigración que se movía en pos de mayores oportunidades agrícolas a través de un continente en el que la posibilidad de adquirir una tierra variaba mucho de unas partes a otras y en el que la agricultura era la fuente principal de trabajo y de riqueza. El segundo censo de la población rusa, iniciado en 1744, mostraba que, respecto al cuarto de siglo precedente, los índices de cremiento más acentuados se daban en zonas fronterizas o periféricas, como el bajo Volga, el norte de los Urales y Ucrania. Para algunos, las nuevas tierras se encontraban en América, sobre todo en la colonias bri­ 1PRO. 80/123, carta de Thomas Robinson a George Tilson, 22 sept. 46
  • 42. tánicas de América del Norte, que presentaban muchas menos restriccio­ nes a la inmigración de gente de distinta nacionalidad que otras colonias americanas, y ofrecían buenas oportunidades con un régimen agrícola y climático no muy diferente al de las grandes llanuras europeas. Muchos alemanes fueron a Georgia y, de hecho, entre 1760 y 1775 entraron por el puerto de Filadelfia al menos unos 12.000 inmigrantes alemanes. Alrede­ dor del 40% del medio millón de personas que aproximadamente emigró desde el suroeste de Alemania y Suiza, fué a América del Norte, el resto a Hungría, Prusia y Rusia. De igual forma, la emigración procedente de Renania se repartió entre Norteamérica, Hungría, Prusia, Rusia y Galitzia -una parte de Polonia que adquirió Austria en 1772-. La razón que expli­ ca el aprovechamiento de una gran mayoría de las tierras improductivas, ya fueran terrenos marginales desechados por las comunidades allí asen­ tadas o colonizados recientemente, fue el establecimiento en estas regio­ nes de un volumen de población suficiente. Por este motivo, los gober­ nantes procuraban potenciar activamente la inmigración. Federico el Grande prosiguió la política de captar nuevos inmigrantes iniciada por su padre, y de esta forma en 1780 los colonos rurales de origen foráneo constituían el 5% de la población prusiana. Para ellos las leyes se aplica­ ban con menos rigor, pues era preferible atraer población a ejercer una estricta política de uniformidad. En 1772, un edicto prusiano llegó a con­ sentir la vigencia de códigos legales extranjeros entre aquellos inmigran­ tes que desearan asentarse en la provincia de Magdeburgo. Catalina la Grande prestó también mucha atención al proceso de colonización de la parte meridional de Rusia. Sus decretos de 1762 y 1763 otorgaron impor­ tantes privilegios a los extranjeros que se asentasen en Rusia y gastó enormes sumas, entre 5 y 6 millones de rublos, en los proyectos de colo­ nización de estas regiones. Durante el reinado de Catalina II llegaron unos 75.000 colonos extranjeros, en su mayoría de origen alemán, y entre 1764 y 1775 más de 25.000 de ellos se asentaron en la Cuenca del Volga. Otro gran número de emigrantes se desplazó hacia las tierras situadas en la parte oriental del Imperio Austríaco. A principios de 1771 se sabe que unas 20.000 personas dejaron la región de Lorena castigada por el ham­ bre para dirigirse a Hungría. Y hacia 1787, seguían llegando inmigrantes a Hungría y Galitzia procedentes sobre todo de las regiones Occidentales de Alemania. Pero la inmigración llegó a considerarse en algunos Esta­ dos como una amenaza que requería la adopción de medidas para preve­ nirla. Por ejemplo, en Dinamarca se dictaron disposiciones para limitar la movilidad interior de la población rural pechera y en 1753 la corona llegó aprohibir en general la emigración. Los movimientos migratorios hacia las nuevas tierras del este de Europa no siempre tenían buenos resultados. Muchos inmigrantes queda­ ban defraudados en sus expectativas y una reducida porción incluso regresaba a sus hogares, como les sucedió a muchos loreneses que se vol­ vieron de Hungría en 1752 sintiéndose estafados, porque aquélla no era esa tierra de las oportunidades, riqueza y seguridad que se les había pro­ metido. Un desengaño semejante les sobrevino a muchos de los que fue­ ron a Rusia. A pesar del enorme desembolso, el gobierno fue incapaz de llevar a cabo los grandes planes promovidos por Catalina II y la ayuda 47