Una muchacha japonesa y un caballero inglés. Una pareja particular en los años veinte del siglo pasado. Un relato sobre la voluntad de aprender y sobre la voluntad de ser. La vida en un país cuyo idioma desconoces, las relaciones entre personas de culturas diferentes. Algo parecido al amor.
A Japanese girl and an English gentleman. A very special couple in the 20's of the last century. A story about the desire of learning and the will of being. To live in a country without knowing its language. The relationship between people from different cultures. Something close to love. In Spanish.
1. GOTAS DE SANGRE SOBRE UN KIMONO BLANCO
Un relato de Rafael Arenas García
Enero 2015
2.
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I.
1) ANTES DE LONDRES
Tuve un novio que todas las noches me leía Alicia en el País de las Maravillas
(Eugenia Rico)
Lo hacía en inglés, con impecable acento de Oxford. No entendía
nada, por supuesto; pero me gustaba aquella forma de entonar. Yo tengo
mucha facilidad para los idiomas; casi diría que para los sonidos, y aunque
no entendía nada estaba segura de que aquél era el acento de Oxford y no el
de cualquier otro de los lugares en los que se hablaba inglés. Distinguía la
forma en que la gente hablaba, los diferentes sonidos que utilizaban y esa
particular entonación de cada lugar; esa forma de ascender, descender o
mantener el hilo de voz, pero sin que las palabras tuvieran significado para
mí. Mi novio lo sabía y por eso me leía en inglés. Él me leía “Alicia en el
País de las Maravillas” en inglés porque no quería que entendiera lo que
decía el libro, quería que me enamorara de su voz de barítono, de su
impecable entonación, de ese ser inglés suyo tan altivo y distante. Mi novio
me leía “Alicia en el País de las Maravillas” en inglés porque no quería que la
historia me distrajera de él.
Mi novio se llamaba Charles, como el río; aunque sería bueno precisar
ya al comienzo que quizás no fuera propiamente mi novio; mi “boyfriend”,
como escribo ahora en el inglés que ya sé. Es cierto que me presentaba
como su novia. “I would like to introduce you my girlfriend”, decía cuando nos
encontrábamos con cualquiera de sus conocidos. Supongo que si yo era su
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“girlfriend” él era mi “boyfriend” y así lo debería presentar en el caso de que
fuera yo a quien correspondiera presentarlo; lo que, por razones obvias,
nunca sucedía. Es cierto que hacíamos cosas propias de los novios: pasear
cogidos de la mano, cenar juntos en bonitos restaurantes, ir a bailar y a clubs
de jazz. Pero existían elementos en nuestra relación que no eran los
habituales entre los novios convencionales. Él pagaba todos mis gastos,
cuidaba de mí y, como decía al principio, me leía cada noche “Alicia en el
País de las Maravillas” sentado junto a mi cama, en un sillón rojo que
acercaba cuidadosamente hasta que sus piernas casi rozaban las sábanas de
mi lecho. Todas estas cosas le aproximaban más a un padre que a un novio;
aunque la diferencia de edad que había entre nosotros no era la habitual
entre un padre y una hija. Además, cuando acababa las tres páginas que me
leía cada noche, en vez de darme un beso en la mejilla y desearme buenas
noches se introducía en mi cama y hacíamos el amor. Este rito repetido con
cierta frecuencia nos acercaba más a un matrimonio; y si a eso añadimos que
vivíamos juntos, compartiendo casa allá donde fuéramos podríamos decir
que nos comportábamos casi como si estuviéramos casados, como si
fuéramos cónyuges; y más propiamente, esposos de la alta sociedad; porque,
invariablemente, cada noche después de hacer el amor Charles abandonaba
mi lecho y se iba a dormir a su propia habitación. Luego supe que esta era
una costumbre extendida entre las clases altas, quienes desconocían, por lo
general, el placer de dormir recostado sobre el hombro o la espalda del
amante. En aquel tiempo, cuando me leía “Alicia en el País de las
Maravillas” desconocía este hábito de los ricos y cada noche pensaba que
había hecho algo mal, que había cometido un error que justificaba mi
abandono. Pero, en fin, no es esto lo que me interesa ahora, sino explicar
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que, pese a que me presentaba como su novia, en realidad nuestra relación
se aproximaba más a la de marido y mujer.
Sin embargo, para que fuéramos realmente marido y mujer nos
faltaba haber celebrado algún tipo de ceremonia civil o religiosa ante una
autoridad. Según tengo entendido no es posible reclamar el título de esposa
sin esa celebración que, normalmente, concluye con la entrega de un papel o
certificado matrimonial; una prueba tangible de que el otro en cierta forma
te pertenece; bueno, en realidad no “de cierta forma”, sino exactamente de
la misma forma en que tú le perteneces. En nuestro caso ese papel no
existía, esa ceremonia no había tenido lugar y, por tanto, quizás lo mejor sea
conformarse con decir que Charles era mi novio.
Ningún certificado o libro de familia unía el nombre de Charles y el
mío; pero eso no quiere decir que nuestra relación se mantuviese totalmente
al margen de la ley. En realidad sí que existía un documento en el que
ambos figurábamos. Un día lo encontré buscando papel en el secreter de su
habitación. Debajo de unas cartas que aparentaban ser comerciales encontré
un sobre que llamó mi atención. Mi nombre estaba escrito en grandes
caracteres en la parte anterior. Aparte de eso no había nada más, ni dirección
ni ningún otro nombre.
El sobre no estaba ni pegado ni lacrado, bastaba levantar la solapa
para acceder a los folios que guardaba. Procurando tocarlos solamente con
la punta de los dedos los extraje y extendí. Eran solamente dos páginas
escritas en mi propio idioma. Muchos de los términos eran técnicos y las
expresiones, la gramática y hasta el estilo de los caracteres eran muy
formales, propios de la jerga jurídica que yo no dominaba en absoluto. Me
extrañaba ver mezclado con aquel galimatías mi nombre. Mis ojos lo
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identificaban como si sus caracteres estuvieran dibujados con tinta luminosa,
como si estuviera grabado en relieve y destacara de forma natural de lo que
lo rodeaba. Hasta cinco veces aparecía en los dos folios que tenía delante.
No en la firma, por supuesto, donde solo figuraban Charles y un nombre
para mi completamente desconocido, sino en el cuerpo del contrato, en las
diferentes cláusulas donde, por lo que pude ver, se hacía una completa
descripción de mi persona, incluyendo detalles íntimos que me sonrojaban.
No tuve falta de leerlo todo para darme cuenta de que estaba ante mi
escritura de compraventa. El documento por medio del cual Charles me
había adquirido.
No podría decir que aquel documento supusiera una sorpresa
completa para mí. En el fondo sabía -me di cuenta inmediatamente después
de la lectura de aquel contrato- que mi entrega a Charles había sido
precedida por el pago de una cantidad de dinero, una importante cantidad
de dinero como podía comprobar en el contrato; es curioso saber el precio
que uno tiene (o que tenía entonces, cuando me compró). Tenía que
reconocerme a mí misma que siempre lo había intuido, pero nunca había
dejado que aquel pensamiento se hiciera sólido y consciente. Charles nunca
lo había mencionado y en cierta forma habíamos vivido como si aquel
episodio comercial hubiera concluido al cerrarse la puerta de la casa-escuela
en que había vivido desde los siete años.
Recuerdo el primer día en que le vi; el que iba a ser el último bajo el
techo de la dama que me había acogido de niña. Ya había sido advertida de
todo y le esperaba en pie en el salón de la planta baja. Él entró y antes de
bajar los ojos e inclinar la cabeza como correspondía pude ver su porte
elegante con abrigo, sombrero y bastón. En la mano izquierda sujetaba con
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descuido los guantes y sonreía sin maldad. Junto a la dama estaba un señor a
quien yo no conocía y que se dirigió a Charles en lo que luego supe que era
inglés; pero éste prefirió utilizar el japonés. No lo hablaba bien, su gramática
era defectuosa, su vocabulario pobre y su acento detestable; pero se le
entendía; lo que no dejaba de ser sorprendente para un extranjero. Mi
protectora le hizo algunas consideraciones formales e inmediatamente me
presentó. Entre él y yo no hubo más que un intercambio de inclinaciones de
cabeza, no cruzó conmigo palabra y se limitó a indicarme que avanzara. Iba
a recoger mi maleta, discretamente oculta en un rincón cuando hizo un
gesto, un criado que le acompañaba se adelantó y tomó mi maleta. Él,
galantemente, me ofreció su brazo y ambos salimos a la calle. Ahora sé que
el contrato se tenía que haber firmado antes de ese momento; el pago había
precedido a la entrega y así podíamos fingir que era un pariente al que
acompañaba.
No recuerdo, sin embargo, con especial emoción aquel primer paseo
del brazo de Charles. En realidad lo que más me excitaba entonces era que
se trataba de un extranjero, un ser exótico y lejano. Le miraba con disimulo
y curiosidad y notaba el tacto de las prendas extrañas que llevaba. Él se
dirigía a mí en su japonés rudimentario para hacerme algunas observaciones
tópicas sobre la gente que nos cruzábamos y el tiempo. Cuando casi
habíamos llegado al hotel en el que se hospedaba me hizo la indicación que
más me interesaba.
- Desde este momento considérate una hermana menor mía, una
pariente a la que protejo y cuido. No te diré una hija porque no existe la
suficiente diferencia de edad como para que pueda ser tu padre. Nos iremos
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conociendo poco a poco y haremos planes sobre tu futuro; pero no te
preocupes, no hay prisa.
Desde luego, no lo dijo así, su discurso me sonaba más como “Tú
hermana pequeña, familia, yo cuido. No hija, yo joven, tú no niña, etc.”;
pero estoy segura de que él querría expresarlo como lo he escrito y si
pudiera utilizar su propia lengua así lo diría.
Comíamos juntos de vez en cuando y paseábamos. Un criado y una
criada se ocupaban de mí, me compraban cosas y me atendían. Los criados
eran también ingleses, o a mi así me lo parecían, desde luego japoneses no
eran, y mi comunicación con ellos era muy reducida pues ellos no hablaban
ni siquiera el poco japonés de Charles, así que esperaba como el agua de
mayo los instantes en que me acompañaba y disponía de la oportunidad de
“charlar”. Él me animaba a hablar y poco a poco fui soltándome; cuando en
mi discurso llegaba a algún punto comprometido utilizaba un japonés más
coloquial segura de que no lo seguiría; él nunca me preguntaba por aquellos
fragmentos que quedaban ocultos en nuestra charla.
Había pasado un mes desde mi entrega cuando me anunció que
viajaríamos a su casa; o más propiamente a una de sus casas. Viajaríamos
hasta Nueva York. Los pasaportes y los visados ya estaban arreglados. Por
supuesto, yo no tendría que preocuparme de nada más que de disfrutar de
las ventajas de una vida acomodada.
Para ir a Nueva York resultaba inevitable embarcarse. Viajaríamos
por mar desde Tokio hasta San Francisco y desde San Francisco hasta
Nueva York en tren. Yo nunca había estado en un barco más grande que los
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botecitos con remos del estanque central del parque de Kioto y temía
marearme. Los dos primeros días de travesía fueron tranquilos y agradables.
Ya pensaba que podría zafarme de las náuseas cuando al tercer día se
levantó mar gruesa y el barco comenzó a moverse desaforadamente. Charles
se reía al ver mi preocupación. “En realidad esto no es nada”, presumía, “el
mar está un poco picado, pero ni de lejos estamos ante una auténtica
tormenta; no te preocupes que no nos pasará nada”.
Probablemente el barco no corría ningún peligro; pero a mí el mareo
me venció. No podía moverme de la cama y comencé a vomitar hasta echar
bilis por la boca. Al abatimiento seguía la náusea intensa, el dolor en el
estómago y las arcadas. Acabado el ataque volvía el abatimiento sin que éste
supusiera tranquilidad alguna pues sabía que en pocos minutos la náusea y el
dolor me atenazarían de nuevo. Estaba sola en mi camarote, abandonada a
aquella enfermedad que, sin ser grave, te hace desear la muerte a la vez que
te vuelve enormemente ridícula. Yo misma vaciaba en el retrete la palangana
o, cuando podía, me arrastraba hasta la taza para vomitar allí directamente.
Fue en medio de una arcada sobre la taza cuando sentí una mano que
sujetaba mi frente. No pude parar de vomitar, seguí aprovechando el punto
de apoyo que me ofrecía aquella mano desconocida. Cuando acabé me dejé
caer en el suelo y comprobé a través del pelo desmadejado que era Charles
quien estaba a mi lado. Sonreí; me hubiera gustado hacer una broma, pero ni
tenía ánimos ni sabría hacerla en el japonés académico que él conocía. En
aquella ocasión no dijo nada, se limitó a mirarme con ternura, a ayudarme a
llegar otra vez al lecho y a limpiarme la boca y la cara. Se sentó a mi lado, en
una silla y me cogió la mano. Allí estuvo hasta que llegaron de nuevo las
arcadas. Me acercó la palangana, sujetó mi frente, me ayudó como un
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hermano mayor en aquel trance; me acompañó durante los dos día que aún
me duró el mareo.
Cuando me hube recuperado nuestra vida volvió a ser la de antes;
pero aquellos días hicieron que naciera una cierta forma de intimidad entre
Charles y yo. Le sentía más próximo, me envaraba menos en su presencia y
él parecía más franco y relajado cuando estaba conmigo. Nuestras
conversaciones siguieron por los derroteros convencionales por los que se
habían movido desde que nos habíamos conocido; pero algo había
cambiado entre nosotros.
En San Francisco nos detuvimos el tiempo imprescindible para
trasladar nuestras cosas desde el barco hasta el tren, apenas unas horas.
Antes de que me diera cuenta ya me encontraba sentada en un vagón de
primera clase rumbo a la costa Atlántica, viendo pasar por la ventanilla los
viñedos de California, las Montañas Rocosas y luego las praderas y los
campos de trigo y maíz de Estados Unidos.
Iba vestida a lo occidental, con ropas en las que no me sentía cómoda
y relajaba mi posición. Mi espalda ya no estaba recta, me recostaba en el
asiento, dejaba descansar la cabeza en una mano y me inclinaba hacia la
ventanilla por la que veía desfilar un continente entero. Las horas y los días
pasaban y la monotonía me podía. En ocasiones era el golpeteo de mi frente
contra el cristal de la ventanilla lo que me despertaba bruscamente. En una
ocasión al abrir los ojos comprobé que había estado durmiendo sobre el
brazo de Charles. Levanté la vista y me encontré con sus ojos traviesos,
brillantes. Sonreía sobre mi cabeza. Antes de que me diera cuenta me había
besado en los labios. Me sorprendió, pero me pareció extrañamente natural;
ni le rechacé ni le animé a seguir; simplemente había pasado y ya estaba. Fue
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corto y cuando se separó su expresión seguía siendo casi sonriente, aunque
ahora apartaba su mirada de mí y aparentaba concentrarse en el libro que
había abierto y que un momento antes descansaba sobre su pierna derecha.
La casa de Charles en Nueva York estaba al lado mismo de Central
Park. Era una vivienda occidental, por supuesto; pero llena de referencias a
mi tierra. En el vestíbulo te recibía una armadura de samurái de color ocre.
A su lado una pintura japonesa que recreaba un paisaje junto a un río. En la
biblioteca numerosos libros de mi país. En la pared del salón dos espadas
japonesas y sobre la mesa un juego de té que, sin duda, había sido adquirido
en Kioto. Me sorprendió aquella mezcla de Japón y Occidente. No me
sentía en casa, pero había muchas cosas que me la recordaban. Faltaba,
desde luego, el espíritu de Japón, las paredes de madera, las puertas
correderas, el silencio y el orden sutil y tampoco había ningún instrumento
musical japonés. El rudimentario japonés de Charles, con el que me
explicaba este y aquel detalle contribuía a consolidar esta imagen de
imperfección, de mezcla bárbara que se iba formando en mi cabeza. Por
supuesto no dejaba de sonreír y asentir tímidamente. Hubiera sido descortés
e inapropiado mostrar otro sentimiento; sobre todo viendo el entusiasmo
contenido con el que Charles me iba mostrando los tesoros que acumulaba
en su casa. “Esta casa es como un trozo de Japón trasladado a América”, le
dije al concluir el recorrido mientras inclinaba levemente la cabeza, y supe
que mi observación le había satisfecho profundamente.
Aquella noche Charles comenzó a leerme “Alicia en el País de las
Maravillas”. Entró en mi habitación cuando me acababa de acostar con el
libro bajo el brazo. Me sonrió y sin decir palabra acercó a la cama la silla que
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estaba colocada delante del escritorio y se sentó. Abrió el libro y comenzó a
leer en aquel inglés que entonces aún no sabía que respondía al acento de
Oxford. A Charles le oía casi siempre hablar en japonés, la lengua en la que
se dirigía a mí. Ahora, al escucharle casi declamar en inglés me parecía otra
persona. Su cara se transformaba, todo su cuerpo adoptaba una solemnidad
propia de los recitadores de historias primitivos, de los poetas en torno a los
que formaban círculo quienes estaban ansiosos de ser transportados a otros
mundos. Su voz era agradable y aunque no entendía lo que decía intuía que
había sentido y sentimiento. Mis ojos brillaban al escucharlo. Cuando acabó
cerró el libro con un pequeño temblor y me miró. Lo que había en sus ojos
me sorprendió; su rostro se había transformado de nuevo; ya no llevaba la
máscara de los bardos antiguos, ni siquiera la pose distante de los caballeros
ingleses. Lo que había en aquella mirada era nuevo para mí; pero no tuve
duda sobre su esencia. Demasiadas veces había escuchado a mujeres y
muchachas mayores que yo relatos sobre lo que seguía a aquella mirada.
Supe lo que vendría y ni siquiera me puse nerviosa. Me invadió una extraña
calma y le dejé hacer. Cuando aquella primera noche abandonó mi lecho
lloré hasta la llegada del nuevo día.
Desde aquel día cada noche Charles me visitaba en mi habitación a la
noche y me leía unas páginas de aquel libro. Aparte de aquello mi vida
seguía siendo la que ya había experimentado en el hotel de Kioto donde me
hospedé tras dejar la casa donde me había criado; aun no había llegado el
tiempo de las cenas, los bailes y los clubs de jazz, así que Charles se limitaba
a acompañarme de vez en cuando a alguna tienda y a pasear por Central
Park. Me había acostumbrado a aquella rutina y cuando él se iba varios días
a no sé dónde me invadía el aburrimiento. Disfrutaba de la tranquilidad de la
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noche en mi habitación, pero el día resultaba largo y tedioso. Sola en casa la
mayor parte del tiempo entretenía las horas leyendo con los libros japoneses
que abundaban en la biblioteca. Volví a leer Genji Monogatari y Heike
Monogatori y me recreé en haikus sencillos e infinitos. Me colaba en la
cocina y conseguía que me dejaran preparar alguna cosa y hasta me animaba
a descolgar las espadas del salón. Las depositaba encima de la enorme mesa
ovalada de madera de roble que nos vigilaba como la pupila inmóvil de un
gigante y con sumo cuidado las sacaba de la vaina de madera. La más
pequeña era relativamente fácil de manejar y me atrevía a dar algunos golpes
al aire imitando las posturas que veía en los libros ilustrados sobre historias
de samuráis. La más larga pesaba algo más y me costaba mantenerla erguida;
pero con un poco de práctica fui capaz de empuñarla también con soltura.
Me excitaba la cercanía de aquella lámina de acero que cortaba como una
hoja de afeitar. Sabía del peligro de aquellas armas en las que un simple roce
con el dedo a fin de comprobar el filo podía suponer un corte profundo;
pero en el tedio de la casa de Central Park la hoja brillante en el sol de la
tarde era una tentación demasiado grande. En cualquier caso, nunca me
demoraba mucho pues resultaría indecoroso que cualquiera de los criados
me viera jugando con aquellas valiosas espadas como si fuera una chiquilla
mal criada.
Los meses iban pasando, habíamos llegado a Nueva York en
primavera y la nieve ya cubría Central Park; me había acostumbrado a
Charles y a sus lecturas. Creo que ya habíamos acabado Alicia un par de
veces; pero no podría estar segura porque en aquel entonces no entendía lo
que Charles me leía; tan solo la entonación y la musicalidad del idioma
captaban mi atención. Con el paso de los meses, sin embargo, mi oído fue
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identificando palabras y expresiones; no solamente por lo que Charles me
leía, sino también por lo que oía a los criados de la casa, a los transeúntes
con los que nos cruzábamos y a las gentes de las tiendas que visitábamos.
Nadie se ocupaba de enseñarme inglés, y ni siquiera el alfabeto occidental,
por lo que era incapaz de leer los muchos libros que había en la casa en ese
idioma y –como luego supe- también en francés e italiano; pero sí que era
capaz ya de distinguir algunas palabras de las que oía. Una noche no pude
resistir la tentación de utilizar una de ellas con Charles. Había acabado de
leer y cerraba el libro cuando le dije:
- It’s beautiful!
“Es bello”. Me gustaba esa palabra, la había oído varias veces y no
tenía dudas sobre su significado; los ingleses (y los americanos; para mí eran
lo mismo) solían elevar el tono al decirla, su voz se hacía más aguda por un
segundo y luego volvía a bajar. Me gustaba la forma en que la remarcaban y
acentuaban. Yo intenté hacer lo propio cuando la pronuncié ante Charles;
pero al oírme me decepcioné. No había sonado como esperaba, la palabra
había salido a trompicones y al intentar remarcar el acento mi expresión
había quedado ridícula. Me avergoncé inmediatamente de haber osado
pronunciar aquella palabra e instintivamente levanté el embozo de la cama
como para taparme la cara con él.
Charles me miró como desconcertado, como si no creyera que yo
podía pronunciar esa sencilla palabra. Durante unos segundos su expresión
fluctuó sin llegar a adoptar ninguna forma determinada; finalmente se quedó
mirándome fijamente, con un cierto brillo en los ojos y me espetó un par de
frases en inglés. Ni las palabras ni la entonación me eran familiares. Sabía
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que era inglés, pero no entendía absolutamente nada. Le miré desconcertada
sin saber qué decir. Pareció relajarse un tanto, se irguió y me dijo en japonés
“Sí, es hermoso; me gusta que lo aprecies”, al tiempo que salía de la
habitación. Es extraño cómo una palabra tan sencilla podía cambiar el curso
de las cosas.
No vi a Charles durante los tres días siguientes, al cuarto me anunció
que en cuatro días más nos íbamos para Europa. Salimos al día siguiente
para que pudiera comprarme lo que necesitara, hicimos las maletas y el
vienes de esa semana nos embarcamos con rumbo a Inglaterra.
Nuestro destino final no era Inglaterra, sin embargo. Dos días
después de llegar a Southampton, y sin habernos movido de la ciudad,
embarcamos rumbo a Barcelona. Charles había planeado que pasáramos una
temporada en aquella ciudad. No sabía qué vínculos tenía Charles con
España; pero lo cierto es que en Barcelona disponía también de una casa
propia; una preciosa villa en el centro de la ciudad, en un pasaje entre
Rambla de Cataluña y Paseo de Gracia. Cuando llegamos a la casa estaba ya
todo preparado para recibirnos, incluida la servidumbre al completo, toda
integrada por españoles que, como pude comprobar enseguida, no sabían ni
una palabra de inglés. Esta circunstancia me produjo una cierta desazón. En
Nueva York había comenzado a acostumbrarme al inglés y, como ya he
explicado, era capaz de entender algo de ese idioma. Ahora me veía otra vez
rodeada por una lengua desconocida con un sonido, una entonación y una
modulación completamente diferentes a la del idioma con el que comenzaba
a familiarizarme. De nuevo todo se volvió confuso y misterioso a mi
alrededor; incluido Charles, quien ahora se dirigía a mí invariablemente en
japonés y empleaba para casi todo lo demás el español. El poco inglés que
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cruzaba con el criado y la doncella que nos habían acompañado desde
Nueva York desapareció cuando estos sirvientes fueron enviados de vuelta a
Estados Unidos pocos días después de habernos instalado en Barcelona.
La villa en la que vivíamos tenía un pequeño jardín propio y allí
pasaba yo las horas. Era invierno, pero el clima de España es muy benigno
y, acostumbrada como estaba a la nieve de Nueva York pensaba que por
obra de un milagro la primavera le había robado su tiempo al invierno.
Llovía alguna vez y estaba lo suficientemente fresco como para que fuera
necesario salir de la casa con una chaqueta gruesa; pero en ninguna forma se
convertía en desagradable pasar horas y horas reparando en las flores, en los
árboles y en los setos del jardín como yo hacía. Realmente era mi única
distracción, porque en aquella casa no había libros japoneses que leer; eran
pocas las veces en que Charles me acompañaba a pasear o de compras y
carecía de posibilidad alguna de entablar ninguna conversación.
A las pocas semanas de vivir en Barcelona adopté la decisión de
intentar aprender el idioma. No se trataba de un propósito sencillo: no
hablaba mucho con los criados y mis ocasionales salidas a las tiendas no
ofrecían suficiente material como para poder abordar un estudio en serio.
Afortunadamente existe una costumbre española que si bien por lo general
es extremadamente molesta en aquella ocasión fue para mí una tabla de
salvación. Resulta que los españoles hablan muy alto, en un tono claramente
excesivo. Esto que, como digo, suele ser causa de molestias fue una
auténtica fortuna para mi pues me permitió seguir en la distancia las
conversaciones de los criados de la casa. Me apostaba en algún lugar
estratégico y desde allí seguía el ir y venir de las sirvientas, el jardinero, el
lacayo de Charles, los vendedores que no dejaban de llamar a la puerta para
ofrecer sus productos. El español es un idioma más duro que el inglés, con
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sonidos más marcados y menos vocales; como ya he dicho, los españoles
gritan más que los ingleses (y casi que cualquiera), pero entonan mucho
menos; es un idioma más seco. Los españoles, además, hablan
atropelladamente y al principio me fue difícil distinguir sonidos y palabras.
“Sí” y “no” fueron las primeras; y detrás vino “pan” y luego otras. A los
pocos meses podía distinguir varias palabras y aunque era incapaz de seguir
una frase entera aquello me animó mucho.
Relativamente pronto me di cuenta de que, además, lo que yo creía un
solo idioma eran en realidad dos. Charles me explicó que en Barcelona no
solamente se hablaba el español, sino también el idioma propio de la región
en la que nos encontrábamos, el catalán. Los criados se entendían entre ellos
casi siempre en catalán, aunque solían emplear el español con Charles, que
no hablaba el catalán con soltura, aunque -según me dijo- lo entendía sin
dificultad y podía hacerse entender por quienes solamente conocían ese
idioma.
Distinguir entre catalán y español era una empresa demasiado
complicada para mis capacidades y conocimientos de entonces. Intuía que el
español era aún más seco que el catalán ya que parecía identificar más
vocales y modulaciones en las conservaciones que escuchaba entre los
españoles que en las que estos mantenían con Charles; pero entonces me era
imposible ir más allá de estas hipótesis sin contraste alguno. Más tarde,
cuando ya me fue posible leer sobre cualquier materia que despertara mi
curiosidad pude comprobar que estaba acertada; pero eso sería mucho
después y lejos ya de Barcelona. En aquel tiempo me tuve que limitar a
intentar entender expresiones y palabras sin pretender identificar a qué
idioma (español o catalán) correspondían. Ahora sé que la mayoría de lo que
aprendí entonces fue catalán y fue en ese idioma como supe identificar los
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alimentos y las ropas; a preguntar si llovía o si hacía frío. Con Charles no me
atrevía a lucir mis conocimientos; pero sí que osaba dirigir alguna palabra a
los criados quienes normalmente me miraban con expresión divertida
aunque sin hacerme mucho caso, lo que me hacía sospechar que mi
pronunciación no llegaba a ser inteligible.
Los meses que pasé en Barcelona fueron aburridos; pero no los
recuerdo con desagrado; la ciudad es bonita y el clima agradable. En
Barcelona Charles nunca me leyó.
Cuando llegó el verano el calor comenzó a hacerse insoportable.
Dejamos la ciudad y nos fuimos al norte. El viaje fue largo y difícil. Las
carreteras por las que nos movíamos se retorcían entre las montañas y la
costa como un hilo recién desmadejado. Charles había alquilado dos coches
con sus correspondientes conductores. En el que marchaba delante íbamos
él y yo, y en el que nos seguía se apretaban dos doncellas y un criado que
nos acompañaban en nuestro viaje al norte.
Dentro del coche el calor penetraba las ropas ligeras de lino y algodón
que llevábamos y el ruido del motor se incrustaba en la cabeza como un
tornillo al que en cada curva se le hacía dar una vuelta más. Al poco de
abandonar Barcelona la náusea comenzó a invadirme e intentaba distraerme
con la contemplación del paisaje que nos rodeaba. El mar era de un azul
oscuro incomprensible bajo la luz clara y brillante que nos envolvía y,
encalmado, moría al pie de acantilados de roca gris y marrón cubierta por el
verde, también oscuro, de los árboles. Si la cabeza giraba desde la derecha
hacia la izquierda el azul de la mar era sustituido por los distintos tonos los
bosques que nos rodeaban. Por las ventanas abiertas entraba el olor de la sal
y de las agujas arrancadas a los pinos por la brisa marina.
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Charles también miraba para uno y otro lado, y en la expresión plena
de su semblante leía que no sufría la náusea que a mí me hacía padecer y
que, como yo, disfrutaba de aquel paisaje a la vez salvaje y tranquilizador.
Nos habíamos cogido levemente la mano a la salida de Barcelona y a medio
viaje ya nos habíamos quitado los guantes y dejábamos que nuestras pieles
se rozaran libremente. Sentía la mano nervuda de Charles sobre la mía y
dejaba que me invadiera la sensación de que aquella mano me protegería,
también de la náusea y de los inconvenientes del viaje, en la misma forma en
que lo había hecho desde el día en que me adquirió.
En el coche llevábamos una cesta con fiambre puesto que nuestra
intención era no detenernos más que al llegar a nuestro destino de aquella
primera jornada, un pueblo denominado Tossa de Mar; así que comeríamos
al lado del camino, en cualquier lugar que se presentara como conveniente
cuando el hambre nos acuciara. Hacia el mediodía Charles propuso que nos
detuviéramos en lo alto de una colina que acabábamos de coronar. Allí había
un pequeño lugar con bancos y mesas de piedra de cara al mar invitando a
los viajeros a detenerse. Acepté enseguida la propuesta de Charles
entusiasmada con la idea de poder salir del coche y de dejar que el aire
fresco calmara el sudor frío que me empapaba la espalda y la nuca.
Cuando bajamos del vehículo el aire de la mar me envolvió casi
repentinamente, cerré los ojos y me dejé invadir por una sensación que
comenzaba a ser placentera. El aire, casi enventado, arrancaba la náusea y
me devolvía la calma; penetraba entre los hilos del vestido y me acariciaba la
piel.
Charles y los criados se dirigían a las mesas de piedra que casi se
abocaban sobre el acantilado; yo me retrasaba. La náusea había sido
sustituida por otras sensación incómoda. Tenía ganas de orinar, pero en
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aquel lugar no había ningún baño ni sitio apropiado para la necesidad que en
ese momento me embargaba. Era la primera vez que me veía en tal apuro
desde que estaba con Charles. Siempre había habido cerca un excusado, bien
en el hotel o en el barco, o en el tren (éstos eran más incómodos) o un
orinal tras un biombo junto a la cama que se tapaba discretamente y que
vaciaba la criada por la mañana. Nada de eso tenía allí, tan solo el campo
abierto. La incomodidad de la situación hizo que enrojeciera sin saber qué
hacer. Por lo pronto me quedé junto al coche incapaz de tomar una decisión
y finalmente opté por dar unos pasos y llamar a la doncella que nos
acompañaba y que estaba ayudando a preparar la mesa.
Enseguida se acercó y como pude le indiqué cuál era el problema que
me acuciaba. No sonrió como me temía, sino que me miró con aire serio y
asintió mostrando que era consciente de que aquel problema aparentemente
menor era susceptible de perturbar cualquier espíritu urbano como era el
mío. Me hizo un gesto con la mano hacia abajo indicando que esperara y
volvió al grupo para cruzar unas palabras discretas con la criada que se
afanaba en colocar fiambres sobre la mesa, ya cubierta por un hermoso
mantel rojo. Enseguida volvió y delicadamente me tomó por el brazo y
descendimos hacia el grupo de pinos que servían de antesala al bosque
mediterráneo que se extendía en ondulaciones hasta donde llegaba la vista.
Nos adentramos entre los pinos hasta que el desnivel ocultó nuestra vista a
los que estaban en las mesas y nos detuvimos. Quietas las dos nos miramos
por un instante, yo aún sin decidirme a hacer aquello para lo que había
venido. Pese a que ya estaba en medio del bosque no percibía la sensación
de aislamiento y secreto que me era precisa. Los árboles no se apretaban,
sino que permanecían espaciados mientras parecía que un poco más allá sí
que el bosque tenía la suficiente densidad como para ocultarme de la forma
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que yo quería. Hice ademán de seguir un poco más y la doncella, ahora con
un pequeño gesto de fastidio, me siguió. Pensé que la aburría con mis dudas.
La chica se llamaba María, era dispuesta y discreta. Por lo que había
entendido venía de un pueblo de la zona interior de Cataluña y sus padres
eran agricultores. No había cruzado apenas palabra con ella; pero la había
oído reír o bromear con sus compañeros y tenía una voz agradable y
musical. Me parecía que solamente hablaba catalán, pues siempre había
percibido en su forma de expresarse esa suavidad casi cavernosa que había
identificado como seña distintiva de ese idioma respecto al español; más
duro y áspero, como ya he dicho. Ahora sentía la impotencia de no poder
expresarme con naturalidad y así poder disculparla de que me acompañara.
No me perdería en mi camino de vuelta y me sentía ridícula de llevar una
escolta para realizar algo tan íntimo. Un gesto equivalente a lo que quería
expresar con palabras hubiera resultado demasiado brusco, así que no tuve
más remedio que aceptar su compañía.
Avanzamos otros cien metros hasta llegar al punto en el que me había
parecido que los árboles estaban más juntos y al llegar pude ver que en
realidad estaban tan separados como en el lugar donde nos habíamos
detenido hacía un momento. Me di cuenta de que esa aparente mayor
densidad era tan solo una ilusión. El ojo mezclaba los árboles lejanos con los
más lejanos y nos hacía creer que allí se apretaban cuando en realidad no era
así; igual que sucedía con una muchedumbre en la calle o con las estrellas en
el cielo.
Vencida por mi propio argumento asumí que debía ser allí donde
debía orinar. Me encogí de hombros y miré a María, enrojecí, ella se dio la
vuelta con un gesto explícito y se alejó unos pasos. Yo busqué el árbol más
cercano y apoyada en él me bajé la falda, la fina enagua y la braga. Temía
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mancharlas, así que me las quité del todo y las deposité sobre la misma rama
en la que había dejado la chaqueta larga de la que ya me había
desembarazado.
Desnuda de cintura para abajo, sola en aquel bosque, apoyada en la
corteza rugosa del árbol con el que quería proteger mi intimidad sentí una
extraña sensación de bienestar. La náusea había desaparecido, también la
ominoso presión en el bajo vientre. El sol se colaba por entre las hojas. Era
mediodía pero bajo las ramas y rodeada de aquella vegetación mediterránea
no sentía el asfixiante calor que me había hecho enfermar en el coche unos
momentos antes. Al contrario, la brisa me acariciaba el rostro, agitaba
levemente mis cabellos y rozaba las piernas desnudas.
Buscaba algo con lo que secarme, una hoja que resultara apropiada.
Me giré por ver si la hallaba y al volverme me encontré con María. Con una
mano se ajustaba la falda así que supuse que había aprovechado para hacer
lo mismo que yo. Me miró y pareció adivinar mi propósito porque
enseguida se agachó para recoger una hoja grande que parecía de arce o de
castaño y me la tendió. Acerqué mi mano para tomarla, pero en lugar de
dármela fue ella misma la que la frotó en mi pubis. Fue algo sorprendente,
rápido y a la vez extrañamente natural. Me quedé perpleja, con los ojos
abiertos como platos fijos en el rostro de la criada. Era muy joven, casi tanto
como yo y de mi misma altura, de rasgos proporcionados y ojos bastante
grandes de color miel. Los había bajado un momento pero ahora me miraba
con una expresión que no sabía interpretar. Los labios estaban fruncidos y
dudaba de si lo que había pasado respondía a una particular interpretación
de su papel de doncella o a algún otro tipo de sentimiento. Busqué deseo o
simpatía en su expresión pero no los supe encontrar. Sentí su mano a través
de la hoja y una placer desconocido y extraño culebreó por mi vientre. Me
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estremecí y María enrojeció, bajo la mirada, dio dos pasos para atrás y se
giró. Hubiera querido decirle algo, pero de nuevo las palabras que me
faltaban me impidieron dar rienda suelta a los ambiguos sentimientos que
me embargaban. Deseé entonces haber avanzado más en mi conocimiento
del idioma de aquellos que me rodeaban y me propuse no cejar en mi
empeño hasta conseguir entenderlo y expresarme en él. ¡Cómo eché de
menos entonces el poco inglés que había conseguido aprender y que quizás
hubiera sido suficiente para haber dicho alguna palabra en aquella situación
tan extraña! Todavía confusa me volví a poner bragas, enagua, falda y
chaqueta y regresé bosque arriba hacia las mesas donde estaba el resto de la
expedición. María me siguió unos pasos por detrás, tal como correspondía a
su condición.
La comida fue agradable ante aquel mar tan hermoso. El sol en lo alto
calentaba en exceso; pero me puse un sombrero de ala muy ancha y su
sombra me protegió bastante. Soplaba, además, una brisa constante desde el
mar que mitigaba bastante el ardor del mediodía. La comida era sencilla pero
agradable y hasta pudimos acompañarla con un vino blanco que un criado
había puesto a refrescar en una fuente cercana.
Como suele suceden en quienes son muy jóvenes; pese a lo intenso
del sentimiento que me había embargado un poco antes, los nuevos placeres
(la comida, el paisaje, la brisa, la risa de Charles, que estaba de muy buen
humor) hicieron que lo anterior casi se borrara de mi mente, cubierta la
experiencia pasada por las inmediatas que me arrastraban y casi
embriagaban. Supongo que el vino hizo lo que faltaba para que recobrara
casi completamente mi estado de ánimo habitual.
Tras la comida no se demoró mucho la llegada a Tossa de Mar. Era
un pueblo hermoso aposentado en una cala amplia y a la sombra de un
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castillo que, pese a no estar en su mejor estado, se imponía al resto de
construcciones del lugar. En Tossa nos alojamos en casa de unos amigos de
Charles. Eran ingleses y me resultó extraño volver a oír aquella lengua que
me había sido casi familiar y que hacía meses que se había alejado de mi. Mi
inicial alegría se tornó en ligera frustración cuando me di cuenta de que ya
no entendía absolutamente nada. Identificaba la graciosa musicalidad del
idioma, su entonación y timbre; pero no distinguía casi ninguna palabra. No
sé, por tanto, cómo fui presentada a aquellos amigos de Charles, pero estoy
casi segura de que no como su “girlfriend” (eso vendría después); quizás
como su pupila o protegida. El caso es que se me invitó a participar en la
cena y allí pude acabar de comprobar que el inglés se había vuelto una
lengua extraña para mi. Sentí que había perdido lo que había conseguido en
los meses de Nueva York y me costó mantener la sonrisa mientras los platos
iban pasando. Las incursiones que de vez en cuando hacía Charles en el
japonés para traducirme algún retazo de la conversación que mantenían no
me animaban tampoco excesivamente. Ya he comentado que el japonés de
Charles no era muy bueno y hubiera preferido que dedicara el esfuerzo de
hablar mi propio idioma en enseñarme algo del suyo; pero eso parecía tan
lejano como llegar de un salto a la Luna, así que intenté poner mi mejor cara
y dejarme llevar por el fluir de las extrañas palabras que me rodeaban.
En el particular estado de ánimo en que me encontraba me sorprendí
buscando entre los criados que entraban y salían del comedor a María. No la
vi; parecía que tan solo la servidumbre de la casa que nos hospedaba nos
atendía, lo que resultaba lógico por otra parte; y seguí sorprendiéndome al
darme cuenta de que aquella ausencia me molestaba en cierta manera. No
me quería parar a analizar lo que sentía, probablemente no más que una
curiosidad bastante comprensible; pero a la vez me negaba a enterrar
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totalmente lo que me seguía inspirando el incidente del bosque al mediodía.
Ocupada como estaba en aquellos pensamientos en un par de ocasiones
perdí el hilo de mi papel en la mesa y Charles tuvo que repetirme una
pregunta en japonés. Me recriminé en silencio aquella falta y tras contestarle
intenté concentrarme en lo que pasaba a mi alrededor.
Para mi sorpresa me di cuenta entonces de que era capaz de distinguir
alguna de las palabras que se cruzaban Charles y sus anfitriones. Con
sorprendente rapidez recuperaba parte de lo que había sabido sobre aquella
lengua extranjera y fascinante. El “beautiful” que con tanta fuerza había
golpeado a Charles en Nueva York restalló varias veces como fuego de
artificio y a partir de él otras tres o cuatro palabras fueron descollando sobre
el resto de la conversación. Me así a esas rocas y en ellas aguanté hasta el fin
de la velada intentando vencer el cansancio que me embargaba. El orgullo
me hizo mantener la cabeza erguida hasta el momento en el que Charles me
invitó a subir a mis habitaciones, tal como se hace con una niña a la que se
ha dejado por un tiempo compartir espacio con los adultos.
Aún cuando subía las escaleras albergaba la esperanza de que fuera
María quien me aguardara para ayudarme en las tareas de la última hora del
día; pero era Carmen, la otra doncella, la que estaba en mi habitación.
Imposibilitada de recibir o pedir explicaciones acepté sus servicios y en muy
poco tiempo me quedé profundamente dormida.
Al día siguiente, bastante temprano, nos despedimos de nuestros
anfitriones y seguimos viaje para Cadaqués. La carretera, el paisaje y el calor
eran los mismos que los del día anterior pero mi estado de ánimo había
cambiado, el filtro que superponía al mundo era más oscuro. Las
sensaciones de la víspera hubieran saciado mi capacidad de sorpresa y mi
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interior se agitaba sin propósito definido. Una leve sensación de angustia y
desesperanza me invadían, aunque afortunadamente al menos la náusea no
me volvió a molestar. Las personas jóvenes se adaptan pronto a todo; yo era
joven y ahora ya parecía que un coche serpenteante por las carreteras de la
Costa Brava fuera el hábitat natural de mi cuerpo.
Llegamos a Cadaqués pasado el mediodía. No habíamos comido con
la idea de hacerlo al llegar a nuestra casa; pero cuando lo hicimos
comprobamos que, pese a estar en buen estado, se encontraba aún llena del
polvo acumulado en los meses en que no había estado habitada. El criado y
las doncellas se pusieron de inmediato manos a la obra; mientras Charles y
yo nos entreteníamos dando un paseo junto a la playa. Ni a él ni a mi nos
apetecía excesivamente retrasar excesivamente el momento de comer y
descansar; pero se hacía inevitables dar un par de horas a la servidumbre
para que adecentaran el que iba a ser nuestro hogar.
Cadaqués es un pueblo encantador. Charles me explicó que pese a lo
apartado que se encontraba había sido visitado por artistas y diletantes desde
hacía años. Cosa rara en él, me hizo una indicación sobre su vida pasada y
me contó que él había estado allí por primera vez en 1918, durante la Gran
Guerra, aprovechando unas semanas de permiso que le habían sido
concedidas para acabar de recuperarse de una herida no excesivamente
grave que había recibido en el frente. Explicaba cómo allí se había
encontrado con ingleses y franceses que en situación parecida a la suya
habían tenido noticias de aquel paraíso escondido entre Francia y la neutral
España. Yo siempre quería saber más del pasado de Charles y ansiaba que
continuara explicándome sus experiencias de entonces; pero fiel a su
costumbre de mantener oculto casi todo lo que se refería a su persona y
relaciones enseguida volvió a la ponderación del clima y del paisaje.
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Ya en aquel primer paseo pude comprobar la expectación que
despertábamos. Estaba acostumbrada a miradas discretas o a ciertos
cuchicheos en mi presencia; pero en Nueva York o Barcelona la expectación
que producía una japonesa como yo era menor que la que provocaba en
aquel pueblo pequeño y aislado. Es cierto que, como explicaba Charles, los
extranjeros no eran algo realmente raro en Cadaqués; pero una cosa es
cruzarse con un inglés alto y rubio, o con una pareja procedente de París, de
Amsterdam o Berlín y una muy diferente encontrarse con una dama oriental
de rasgos exóticos y –por qué no decirlo- hermosa. En el corto paseo que
dimos entre nuestra casa y el muelle abarrotado de barquitos de pesca conté
más de media docena de cabezas que sin disimulo se volvieron a nuestro
paso. Cuando ya iniciábamos el regreso un grupo de niños se arremolinó en
torno a nosotros. No tuvimos más remedio que detenernos y uno de ellos se
dirigió a Charles con un tono que interpreté como descarado. Algo le dijo
Charles, el niño aún replicó y Charles endureció el tono. Tras esto se
marcharon.
- ¿Qué les has dicho? – le pregunté.
- Pedían dinero, pero me negué en redondo y amenacé con llamar a la
policía.
- ¿Por qué?
-¿Quieres que durante todo el tiempo que permanezcamos aquí
tengamos constantemente a los niños del pueblo rodeándonos? Les he
dejado claro que no éramos turistas; que veníamos para quedarnos.
No contesté nada, la idea de que nuestra estancia en Cadaqués se
prolongaría me sorprendió. Estaba acostumbrada a las ciudades y un pueblo
como aquél por encantador que fuera no me imaginaba que pudiera dar
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satisfacción a nuestros gustos más allá de unos pocos días o semanas. La
idea de que podría pasar allí un largo período de tiempo rodeó de una niebla
confusa el limpio aire de la tarde.
Los días en Cadaqués eran largos. Pronto nuestra casa careció de
secretos para mi, al igual que el pueblo, que recorríamos en morosos paseos
que nos llevaban desde la iglesia hasta el puerto de pescadores, desde la calle
principal hasta la ensenada que penetraba en la mar. En ocasiones Charles
me dejaba por un día entero porque se iba de excursión por los alrededores
acompañado de algún campesino que le hacía de guía. Me hubiera
encantado participar en aquellas salidas, pero en ningún momento Charles
me invitó a hacerlo.
Sola en una casa que carecía de libros que yo pudiera leer (y casi de
ningún libro; ni siquiera en inglés, catalán o español) mis posibilidades de
ocupación eran reducidas. Charles me recomendaba que cosiera o hiciera
caligrafía, y me consiguió todos los útiles necesarios para ambas tareas; pero
al cabo de unas semanas el hastío que me invadía era ya difícilmente
soportable.
Podía salir de casa; pero siempre acompañada por Charles o Manuel,
su lacayo. Veía así una y otra vez el pueblo, hasta el punto de que ya
comenzaban a serme familiares aquellos con los que me cruzaba. La anciana
señora que siempre hacía el camino de ida o vuelta a la iglesia, una pareja de
mediana edad y delgadez extrema en ambos hasta el punto de que siempre
pensaba que una ráfaga fuerte del viento que soplaba desde el mar se los
llevaría, un joven apuesto que con poco disimulado me miraba y sonreía
cuando nos cruzábamos…
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En la playa la gente se bañaba y yo pensaba que sería agradable poder
pisar la arena con los pies desnudos y probar el frescor del agua del
Mediterráneo; pero ni se me pasaba por la cabeza comentarle a Charles tal
posibilidad. Debía ser él en cualquier caso quien lo planteara sin que
resultara apropiado que yo me adelantara. El aburrimiento no podía
llevarme hasta el punto en que me olvidara de todo lo que me habían
enseñado en mis años de aprendizaje.
Cuando Charles no estaba y Manuel se encontraba ocupado en algún
asunto que no admitía demora eran Carmen o María quienes me
acompañaban. Cuando era esta última la que caminaba a mi lado no podía
evitar recordar el episodio en el bosque cerca de Tossa de Mar. Con
disimulo escrutaba la expresión de María, sus gestos y palabras por ver si
podía confirmar o desmentir lo que entonces había pensado; pero nada
obtenía en mi exploración. María tenía siempre un gesto cortés pero que no
iba más allá del propio de una criada. Durante el paseo a veces le señalaba
una escena o lugar por ver qué decía o hacía; pero siempre se limitaba a
sonreír y, como mucho, a asentir. Si hubiera podido hablarle lo haría para
intentar crear algún tipo de puente con aquella muchacha que fácilmente
podría ser mi compañía en el aburrimiento en que me encontraba sumida;
pero por desgracia mi conocimiento de su idioma se limitaba a algunas
palabras sueltas sin que pudiera siquiera construir una sola frase.
Caminábamos una tarde junto a la playa María y yo – Charles se había
ido a una de sus excursiones por los alrededores- y me decidí a dar un paso
que llevaba meditando desde hacía tiempo. El otoño estaba cerca; pero
todavía había bañistas y la luz del atardecer aún era dulce sobre el mar.
Desde el paseo por el que caminábamos una pequeña rampa llevaba hasta la
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arena que nunca habíamos hollado. Con un gesto le indiqué a María que
fuéramos hacia allá. Se sorprendió un tanto; pero no mostró la resistencia
que yo había imaginado. Solamente entonces me di cuenta de que lo que
para mi era una infracción de la etiqueta para ella, probablemente, no tenía
mayor importancia. Nos llenaríamos los pies de arena; nuestra figura se
descompondría un tanto y el bajo de los vestidos tendría que ser limpiado a
conciencia; pero no se trataba de nada irreparable.
Sentía la arena bajo la suela de mis zapatos; pero esto para mi aún no
era suficiente. Me acerqué a una roca y apoyada con una mano en ella me
quité los zapatos. María se había quedado a mi lado sin comprender todavía
mi propósito. Señalé la media de mi pierna derecha, que había quedado
descubierta al retirar el zapato y con un gesto le indiqué que me ayudara a
quitármela. Asintió para indicar que había comprendido, se arrodilló en la
arena y por debajo de mi falda buscó la liga que sostenía la media mientras
yo mantenía el equilibrio con alguna dificultad apoyada solamente en la
pierna izquierda y ayudándome de la mano que tenía apoyada en la roca.
Sin falta de más indicaciones tras la media derecha también me quitó
la izquierda. Ahora sentía directamente la arena bajo mis pies y cómo se
enterraban en ella. Era una arena muy fina, suave, en la que se hacía difícil
identificar el tacto de los granos; más bien parecía agua densa y seca que
rozaba y acariciaba. Me levanté un poco el bajo de la falda para que la brisa
acariciara los tobillos y las pantorrillas; miré hacia el mar, casi oscurecido ya
por la sombra de las montañas en aquella hora tardía. Inspiré con ganas.
Miré a María que me contemplaba con una sonrisa que ya no parecía tanto
de criada, más cercana a la que yo buscaba, la de una amiga que acompaña a
otra.
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- Maria, vull parlar la teva llengua
Me hubiera gustado decirle que me gustaría aprender su idioma, y no
hablarlo; pero no conocía la palabra para aprender, así que tuve que
contentarme con transmitir una idea aproximada a lo que realmente quería
decir. Había ensayado la frase y estaba casi segura de no haberme
equivocado en ninguna de las palabras. Era algo más complicado que el “It’s
beautiful” que había osado decirle a Charles unos meses antes; pero tenía más
confianza que entonces. Mi interlocutor entonces era mi protector, mi
dueño en términos legales; mientras que ahora lo era una muchacha de mi
edad poco más o menos que, además, estaba a mi servicio. Las largas
ausencias de Charles me regalaban horas y horas que bien aprovechadas
podrían hacerme avanzar en el conocimiento del idioma. Si no había podido
aprender inglés el destino me abría la posibilidad de adentrarme en otro de
los idiomas que usaban los occidentales; el español y el catalán me
permitirían orientarme en un entorno que en ese momento me era
totalmente extraño. Al igual que el ciego reciente que en un momento dado
es capaz de comenzar a orientarse por los sonidos así me imaginaba que
pasaría si era capaz de entender lo que decían quienes me rodeaban. María
podría enseñarme, ser mi maestra, mi lazarillo.
La doncella me miraba sorprendida, pareciera que el que yo hubiera
pronunciado aquella sencilla frase hubiera resultado una extravagancia o una
perversión, algo tan extraño como oír hablar a un perro o el canto de un
jilguero en la boca de un lobo. Sin duda pensaba que era incapaz de
entender su idioma, mucho menos de hablarlo. Tras unos segundos de
silencio pareció recuperarse y me soltó una parrafada larga de la que no
entendí prácticamente nada. Como suele pasarles a las personas que
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solamente conocen su lengua materna, María era incapaz de comprender
que yo me encontraba en un estado intermedio entre el absoluto
desconocimiento del idioma y su plena comprensión; en ese estadio en el
que una persona adulta se asemeja a un niño de uno o dos años pese a tener
toda la capacidad intelectual del adulto.
Sonreí y negué con la cabeza.
- No entenc, parlo poc
De nuevo no era exactamente lo que quería decir, pero sí lo que
podía expresar con las pocas palabras que manejaba.
- Mar
Y le señalé la inmensidad que teníamos ante nosotras. A continuación
me agaché, cogí arena entre mis manos y le pregunté con un gesto. No
pareció entenderme.
- Això?
Me esforcé en marcar la interrogación, intentando reproducir la
inflexión que había oído tantas veces durante los últimos meses.
María pareció entonces entender; sonrió y me respondió.
- Sorra
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Bien, ahora ya sabía la palabra para arena; señalé uno de mis pies,
desnudos. Sin dudar ya me dijo cómo se llamaba en su propio idioma. Le
señalé a lo alto y pronunció la palabra para cielo, luego la de nube y la de
pájaro. Estaba feliz, había iniciado un camino que me llenaba de esperanza.
En poco tiempo había aprendido diez o doce palabras y comencé a temer
confundirlas unas con otras. Tenía que dar por terminada la clase o me
saturaría.
- Prou
Conocía bien aquella palabra, que se repetía con frecuencia y que
venía a indicar que ya tenía suficiente. Inmediatamente llevé mi mano al
corazón y la extendí hacia María para mitigar la brusquedad que se derivaba
de mi necesidad de hablar utilizando solamente golpes secos y carentes de
matizaciones. Ella pareció entenderme. Agarró mi mano y la llevó a su
pecho mientras sonreía. Era su forma de decir que había entendido lo que
quería expresar.
Hacía años que no había sentido una comunión con otro ser humano
como la que entonces tenía con María. La tarde al final había resultado
perfecta. Había pisado la arena, había compartido con María mi propósito y
hasta había sido capaz de aprender de ella las primeras palabras que no eran
fruto de una hipótesis rodeada permanentemente por la duda. Me sentía
plena. Frente a nosotras el mar había adquirido ya esa calma casi total tan
propia de las últimas horas de la tarde; el mar inabarcable recorría miles de
kilómetros y moría casi a nuestro pies con un golpe delicado que apenas
producía una leve cinta de espuma. Deseé sentir también ese mar en mis
pies. Tomé la mano de María y con la que tenía libre señalé el mar y mis
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pies; luego los suyos e hice el gesto de tirar. Ella me entendió, asintió y sin
necesidad de mi ayuda se quito zapatos y medias con habilidad. Nos
levantamos el bajo del vestido para evitar mojarlo y nos dirigimos a la orilla.
El sol ya no se veía; pero su luz aún caía sobre la línea del horizonte, más
allá de la sombra de las montañas que rodeaban el pueblo.
El agua estaba fresca, casi fría y me sentí profundamente limpia
cuando la leve resaca arrastró la arena que se había introducido entre mis
dedos. A través de la superficie veía mis pies y los de María, algo más
grandes que los míos, pero igual de blancos y para mi sorpresa casi tan bien
cuidados como los de una dama. Sonreí y le apreté la mano. Dimos aún un
par de pasos más remangándonos el vestido hasta la rodilla y dejamos que el
agua alcanzara nuestras pantorrillas; al levantar y bajar el pie las gotas
alcanzaban nuestras ropas; pero no nos importaba.
Al girarnos para volver a la arena vi a Charles en el paseo. Resultaba
inconfundible con el vestido de montañero que se había puesto, incluido un
sombrero tirolés que siempre le acompañaba en sus excursiones por el
campo. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero no cabía duda de que nos
observaba con atención. María también lo vio y no fue necesario cruzar más
palabras entre las dos. Como por encanto se esfumó la familiaridad que nos
había unido y volvimos a asumir nuestros papeles respectivos. Nos pusimos
medias y zapatos y nos dirigimos directamente a Charles.
Nos recibió con una sonrisa. Nada en su rostro delataba que estuviera
incomodado o ni siquiera sorprendido; pero yo intuía que algo había pasado
y que algo pasaría. Era capaz de penetrar más allá de su piel, quizás tan solo
un par de dedos, lejos aún de su corazón y de su auténtica alma, pero lo
suficiente como para interpretar los pequeños destellos que a veces lanzaban
sus ojos, la casi imperceptible tensión de la comisura de sus labios.
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Antes de dirigirse a mi dijo algo rápido en catalán a María, ésta saludó
con una inclinación de cabeza y sin decir más se encaminó hacia la casa. Ya
solos me preguntó por cómo me había ido el día. No preguntó
específicamente por nuestra visita a la playa, pero me pareció oportuno
concluir mi escueto relato sobre las distintas formas de tedio que me habían
invadido desde la mañana con una referencia a lo que acababa de vivir.
- ¡Qué agradable la arena y el agua! Me gustaría repetirlo.
Charles no dijo nada; sonrió y con delicadeza me tomó del brazo y
juntos hicimos casi en completo silencio el resto del camino de regreso.
Aquella noche Charles me visitó en mi alcoba. Llevaba en la mano un
libro que no reconocí. Desde luego no era el ejemplar de “Alicia en el País
de las Maravillas” con el que me había familiarizado y que no había vuelto a
ver desde aquella noche en Nueva York en que había pronunciado aquel
“It’s beautiful” que nos había arrancado de la ciudad. Podía ser cualquier libro
en cualquier idioma. No dije nada, esperé y Charles acercó una butaca a mi
cama; con un gesto me indicó que permaneciera recostada. Abrió el libro y
comenzó a leer.
Charles leía en inglés, no tenía duda sobre eso; pero aparte de este
dato nada más sabía sobre lo que decía (y he seguido sin saberlo hasta el día
de hoy). Volví a oír inglés, ese inglés especial que Charles creaba cuando leía
con esa concentración propia de antiguos bardos, con esa seriedad tan de él,
con esa voz suya de barítono con la que me había hipnotizado. Intenté
concentrarme en su voz y en sus palabras; pero estaba nerviosa, adelantaba
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lo que seguiría y me estremecía, no sabía bien si de temor o por otro
sentimiento nuevo y extraño.
Cuando acabó y cerró el libro permanecí por unos instantes con los
ojos fijos en los suyos. No identificaba su pensamiento, parecía mirarme a
mí y a la vez a través de mí. Permanecía inmóvil, con el libro sobre su
regazo; dudaba sobre si apartar la sábana e invitarle; pero antes de que me
decidiera él se levantó y se fue, no sin antes darme las buenas noches y un
beso en la frente.
Al día siguiente Charles ya se había ido. Estuvo fuera cuatro días y
cuando volvió me confirmó lo que yo ya sabía en mi corazón: nos íbamos
de España. Habíamos pasado en Cadaqués tan solo tres meses. Me era
imposible saber si desde el comienzo estaba planeada nuestra marcha en
aquellas fechas o si, por el contrario, había sido mi visita a la playa la que
había precipitado los acontecimientos. Intuía que Charles sabía que yo había
intentado aprender el idioma del lugar y, aún sin saber la razón, me constaba
que a mi protector no le agradaba que aprendiera las lenguas occidentales.
Igual que me había sacado de Nueva York cuando aprendí mis primeras
palabras en inglés ahora me alejaba de España para impedirme que
progresara en el aprendizaje de su idioma.
Nuestro destino era Suiza. Algo había comentado Charles de que tras
Suiza visitaríamos Roma; pero no le di mayor importancia a la información.
Para mi Suiza, Roma, París o Berlín no eran más que nombres que apenas
podía situar en un mapa. Ni apreciaba las diferencias que podía haber entre
aquellas ciudades ni me hacía especial ilusión ver uno u otro lugar. Si acaso
tan solo tendría interés en averiguar qué idioma se hablaba en esos países;
pero no me atrevía a preguntar. Curiosamente Charles me facilitó esa
37. 37
información sin habérselo solicitado. Una tarde en la que el primer viento
frío nos hizo desistir de dar un paseo Charles me regaló una larga
explicación sobre Suiza en la que me contó dónde estaba el país, cómo era, a
que se dedicaban sus gentes y también los idiomas que en él se hablaban:
cuatro en concreto. Mi concentración había flaqueado hasta ese momento, y
el poco pulido japonés de Charles no contribuía a mantener mi atención;
pero al oír que hablaba de idiomas no pude evitar dar un respingo:
- ¿Cuatro? ¿Cuáles? ¿Está entre ellos el inglés o el español?
Se río con ganas: “No, ni el inglés ni el español. Son otras lenguas”.
- ¿Te interesa por algo?
Ahora la mirada de Charles casi ocultaba una chispa que brillaba más
allá de las pupilas. Supe que no podía decir toda la verdad.
- Por nada, solo curiosidad. Para mi todos estos idiomas occidentales
son iguales.
Seguía atenta su mirada. La chispa aún seguía allí.
- Menos mal que puedo hablar contigo en japonés.
La chispa desapareció. Me tranquilicé.
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En Suiza nos hospedamos en un hotel de Ginebra, el Beau Rivage.
Cruzamos Francia en tren, acompañados tan solo por el lacayo de Charles y
por Carmen, la doncella de mayor edad. Cuando nos acercábamos a nuestro
destino Charles me explicó algunos detalles sobre nuestra estancia en Suiza.
Me indicó que en Ginebra estaría ocupado por unos asuntos de negocios
que requerirían su total atención y que no resultaba conveniente que yo
fuera presentada. Lo había arreglado todo para que en el hotel nuestras
habitaciones estuvieran en plantas diferentes. No deberíamos coincidir
tampoco en las cenas y aunque no me pedía expresamente que fingiera un
total desconocimiento de su persona, esperaba que nuestra relación no fuera
más allá de la que correspondía a dos huéspedes del hotel sin relación
previa. Una dama alemana había sido contratada como señora de compañía
y estaría pendiente de mi en todo momento. Con ella podía tener el trato
que corresponde a este tipo especial de servidumbre, y que viene a equivaler
al que se mantiene con una tía lejana o a una amiga de la familia. La señora
en cuestión hablaba algo de japonés, así que podría entenderme con ella sin
necesidad del auxilio de Charles.
Te puedes imaginar querida amiga el efecto que me causaron los
planes que escuchaba. La sangre abandonó todos los capilares y se
concentró en el corazón, que creí me estallaría. Supuse que Charles
comenzaba a renegar de mi y que aquella separación no podía ser más que el
preludio de mi desgracia definitiva. Tuve que recurrir a toda mi fuerza, a
toda mi educación, a todo mi disimulo para no desmayarme o enloquecer
allí mismo donde escuchaba aquello, en el vagón del tren que nos conducía
hacia la frontera suiza.
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El hotel era magnífico; pero entonces era incapaz de fijarme en nada
de lo que contenía. Una bruma acuosa cubría mis ojos y nublaba mi vista.
Veía sin reparar en ello las cúpulas de la recepción, en las que los cristales se
unían por medio de finas molduras doradas; el mármol de los suelos y de las
paredes, el lujo de los sillones, la perfección de los uniformes de los mozos y
de los recepcionistas; el exquisito lujo de aquel hotel cuyas puertas
solamente podían ser franqueadas por los más ricos y distinguidos.
Aquella inmensa promesa de comodidades y atenciones no podía
nada ante el desánimo en que había caído tras la explicación de Charles.
Permanecía como sonámbula, sin poder reaccionar ante los estímulos
exteriores, dejándome simplemente llevar para uno y otro sitio.
En la misma recepción estaba mi dama de compañía, una señora
bastante alta, como de cincuenta años, cabellos grises recogidos en un
moño, gesto serio y ojos fríos. Se presentó como Frau Weinberger y se
dirigió a mi en un japonés que resultaba una versión ligeramente mejorada
del de Charles. Me miró de una forma inquisitiva que pretendía a la vez ser
respetuosa sin conseguirlo y de una forma bastante directa me indicó que
todo estaba ya preparado y que si lo deseaba me acompañaría a mi
habitación.
Sabía que aquel era el momento de despedirme de Charles, lo que
hice con una ligera inclinación de cabeza y la máxima dignidad que pude
reunir.
No creo que sea preciso detallar que las semanas que siguieron fueron
de las peores de mi vida. Los temores que se habían ido aplacando durante
el viaje volvieron y se instalaron definitivamente en mi ánimo. Tal como ya
me había adelantado, Charles no me visitó en mi habitación ni se sentó
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nunca conmigo en comedores o salones. Comencé a pensar que me había
olvidado como se olvida un juguete del que te cansas y comencé a
preocuparme por mi futuro, algo que no había hecho nunca. Desde muy
niña había asumido que nada de lo que sucederá mañana es tan importante
como para privarte de vivir el día de hoy; siempre había dejado que las cosas
fluyeran por su curso natural, tanto si eran buenas como malas. Sin embargo
la situación en la que me encontraba hacía que el presente fuera tan
insustancial que el futuro incierto no encontraba resistencia sólida y
penetraba en mí en cada momento, en cada lugar. Prácticamente había
dejado de comer y como en el fondo pensaba que yo era la culpable de
aquella situación no dejaba de reconcomerme. Cada día esperaba que fuera
el último de aquella angustiosa espera, tanto si se trataba de volver a la
situación en la que estábamos antes como si –como me temía- Charles
decidía que nuestra separación tenía que ser definitiva.
Desayunaba, comía y cenaba con Frau Weinberger y el tiempo entre
las comidas era ocupado en paseos por los alrededores del hotel (cuando no
llovía) o en largas y tediosas ceremonias del té en cualquier de sus salones
(cuando llovía). De vez en cuando me cruzaba con Charles o le veía de lejos;
pero tal como habíamos acordado ni él hacía ademán de reconocerme ni yo
le saludaba. Podríamos pasar -tal como él quería- por dos huéspedes
cualquiera del hotel sin más conocimiento entre sí que el que resulta de la
coincidencia en el mismo salón o restaurante.
Llevábamos ya más de un mes en Ginebra. La angustia de los
primeros días se había mitigado y casi me había acostumbrado a la nueva
situación en la que vivía. Tan solo el aburrimiento me mataba y era incapaz
de hallar ninguna actividad que me hiciera soportables las horas que
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transcurrían entre el desayuno y la cena. Un paseo por la mañana y otro por
la tarde eran mi principal fuente de distracción. Los bosques que rodeaban el
hotel disponían de abundantes caminos transitables y resultaba agradable
caminar bajo aquellos enormes árboles europeos, algunos completamente
desconocidos para mi. El olor de la vegetación y los ruidos del bosque me
agradaban y hacían volar mi imaginación. Eran los mejores momentos del
día; pero entre medias pasaba horas en los salones del hotel y los días de
lluvia, tal como he dicho, los paseos resultaban imposibles. Frau Weinberger
me enseñó algunos juegos de cartas y esto nos ofreció alguna distracción;
pero insuficiente, pues por mucho que me empeñara ni el whist ni los
solitarios u otros juegos habituales en los salones europeos lograban atrapar
mi atención. Charles me había enseñado a jugar al ajedrez y le propuse a mi
dama de compañía que practicáramos ese pasatiempo; pero ella no conocía
ni el movimiento de las piezas. Me ofrecí a enseñarle y así distrajimos un par
de semanas.
El otoño se había vuelto casi invierno. Cada mañana, en el paseo que
inevitablemente me conducía desde el hotel hasta el embarcadero del lago,
observaba cómo la nieve en las montañas descendía desde los picos hacia el
valle. Una de aquellas mañanas los primeros copos cayeron sobre Frau
Weinberger y yo misma. No nos quedó más remedio que reducir nuestros
paseos y el hotel se convirtió en nuestro único entorno.
A medida que pasaban las semanas el número de huéspedes
descendía, los comedores y salones se clareaban y Charles se hacía más
presente. En desayunos y comidas su solitaria figura llamaba la atención. Un
caballero joven y distinguido que apenas hacía relación con otros huéspedes
y que semana tras semana persistía en desayunar y comer solo o en pasar
largas horas leyendo la prensa sin apenas cruzar palabra con nadie. Me
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costaba no acercarme hasta él y mantener la ficción de que carecíamos de
relación entre nosotros. Estaba ya tentada a romper las reglas que me había
impuesto y sentarme a su lado como podría hacer cualquier otro huésped;
pero entonces les vi.
Llegaron a primeros de noviembre. Sin duda eran tres generaciones
de una misma familia. Un hombre de unos cincuenta años, una joven que
andaría por los veinte y una niña de unos cuatro años. Les acompañaba una
doncella, pero carecían de la distinción que suelen tener quienes gozan de
los suficientes recursos como para disponer de servidumbre. De hecho, era
la doncella la que parecía más acostumbrada a aquellos ambientes lujosos,
mientras que el hombre y la que parecía su hija se mostraban impresionados
por el brillo del oro y de la plata, los techos altos y le permanente presencia
de los sirvientes. El hombre, además, tenía la tez curtida y las manos
callosas; daba toda la impresión de ser un trabajador manual y si uno se
fijaba en sus dedos, estos parecían estar buscando el borde de la gorra a la
que seguramente estaba acostumbrado.
Estaban sentados con Charles en el salón principal, cerca de un gran
ventanal que mostraba el jardín azotado en aquel momento por la lluvia y el
viento otoñal. El hombre a la derecha de Charles y a su izquierda la
muchacha; enfrente de Charles estaba la niña a quien atendía la doncella.
Desde donde yo estaba veía bien el rostro del hombre, pero solamente la
espalda de la joven. Charles estaba visiblemente nervioso e incluso a la
distancia a la que me encontraba percibía el temblor de su mano al echar
azúcar en la taza de café.
Intuía que algo importante, transcendente, estaba sucediendo. Por
primera vez veía a Charles en una conversación que parecía de negocios y
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esto me acercaba un poco más a él. Además era testigo de una faceta suya
que no conocía. El Charles seguro, y dominador daba paso a otro que
mostraba sus nervios, que no controlaba completamente lo que le rodeaba,
y, además, ante personas que no eran de su mismo círculo social, sino que
pertenecían a otro que no dudaría en calificar de inferior. ¿Quiénes serían?
Como digo, desde donde estaba sentada podía ver bien al hombre y también
a la niña, que no me causó ninguna sensación especial, una niña de unos
cuatro años de pelo negro arreglado en tirabuzones, manos y piernas
regordetas y mofletes. Una niña definitivamente bien criada y no demasiado
nerviosa. La doncella a su lado no tenía excesivo trabajo con ella y el que le
procuraba lo resolvía con profesionalidad y eficiencia. No podría calcular su
edad; era una mujer alta a la que se le adivinaba pelo rubio por debajo de la
cofia. Pude apreciar también que lucía unos ojos azules y fríos en un rostro
en el que destacaba la nariz, recta y más grande que pequeña, y unos labios
finos y bien marcados.
Me quedaba por examinar a la joven, a quien imaginaba como hija,
madre y ama de los otros integrantes del grupo. Cuando yo misma había
cruzado el salón hacia la mesa en la que ya se encontraba Frau Weinberger
pude reparar un segundo en su figura; pero antes de verle el rostro me
atrapó el estremecimiento de sus hombros, la forma de adelantar la espalda,
tan vulgar, y perdí la oportunidad de fijarme en su cara. Tenía el pelo negro,
y en vez de llevarlo recogido, tal como era la costumbre le caía lacio sobre
los hombros. Su espalda era estrecha, parecía frágil y sus brazos también
eran delgados. Al coger la taza pude comprobar que sus dedos eran largos y
finos. Esperé a que volviera el rostro; pero pronto me di cuenta de que eso
no sucedería. Miraba o a su padre o a Charles o a su hija y no había razón
para que se girara. Sucedió, sin embargo, algo inesperado: a mi derecha un
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camarero tropezó y no pudo evitar que la bandeja que llevaba, cargada con
tazas, azucareros y jarras con café y leche, cayera al suelo. El ruido
sobresaltó a todo el salón y los ojos de las quince o veinte personas que allí
había se volvieron al camarero. Todos menos los míos. Una fracción de
segundo antes de que la bandeja chocara con las baldosas ya sabía lo que
sucedería y me preparé para permanecer impertérrita ante el ruido que se
produciría. Fijé mis ojos en la joven y pude apreciar su rostro cuando se
volvió, al igual que el resto.
Durante unos segundos no respiré. La boca era pequeña y los labios
gruesos, la nariz pequeña, un poco respingona y los ojos eran negros y con
ese achatamiento oriental que se puede apreciar en algunos europeos. No
era ni china ni japonesa ni coreana; era europea, sin duda; pero de esos
europeos que por alguna extraña razón recuerdan a los asiáticos. Sin duda, la
persona que más se podría parecer a mi misma en todo el hotel y,
probablemente, en toda Ginebra. No pude evitar abrir ligeramente la boca.
En ese momento mi mirada se cruzó con la de Charles, que volvía a la mesa
desde el camarero que acababa de tropezar. Su expresión cambió durante un
segundo. Vio mi sorpresa y yo su disgusto por ella. Me turbé y casi con
brusquedad indiqué a Frau Weinberger que deseaba volver a mi habitación.
Temía volver a encontrarme con aquella familia. Lo que hubiera entre
Charles y ellos me asustaba y ahora suponía que de alguna manera estaban
conectados conmigo. Sentía curiosidad, cierto, pero eran mayores mis
reparos a profundizar en una relación que se me antojaba peligrosa. Procuré
reducir al mínimo mi presencia en los espacios comunes del hotel y forcé a
mi dama de compañía a pasar casi todo el día en la habitación jugando a las
cartas y al ajedrez. Al día siguiente hubiera seguido el mismo régimen; pero
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milagrosamente salió el sol y no pude resistir la tentación de dar un paseo
por el bosquecillo. No podríamos adentrarnos mucho en él a causa del
barro; pero bien provistas de botas sería posible hacer un pequeño recorrido
que nos oxigenaría y relajaría.
En la mañana el aire fresco y húmedo penetraba desde la nariz y la
boca a los pulmones. Después de los días de encierro los espacios abiertos
parecían aún mayores y las pequeñas incomodidades (el barro, las gotas que
caían de las hojas de los árboles…) no resultaban más que graciosos
añadidos a la sensación general de libertad, Casi me había olvidado de la
extraña familia que había compartido mesa con Charles cuando me los
encontré de frente en una de las vueltas del camino, bajo los castaños.
Formaban una fila apretada con el padre en un extremo (el más cercano a
mi) y la doncella en el otro; al lado del padre estaba la joven que tanto se me
parecía y a su lado la niña. Todos me miraron, estaba acostumbrada a ello,
claro; pero especialmente la niña, la que aparentaba encontrarse más
sorprendida por mi extraña presencia oriental. Me fijé en ella; su rostro
infantil ya dejaba percibir los rasgos particulares de su madre y el pelo de la
niña tenía el mismo color intensamente negro de la muchacha; pero los ojos
que clavaba en mi la niña eran de un azul intenso que no pudo por menos
que recordarme el color de los ojos de Charles; veía en los de aquella niña el
mismo azul sólido de mar septentrional en el que tantas veces había
reparado observando a mi protector.
Al cruzarnos inclinamos la cabeza y me saludaron en un idioma que
no logré identificar. Yo nada dije.
No volví a verles. Pasaron unos días más y Charles me visitó en mi
habitación. Su rostro estaba ahora relajado.
46. 46
- Siento haberte tenido tan abandonada estas semanas -me dijo- tenía
unos asuntos pendientes que, afortunadamente, ya se han resuelto.
Se detuvo y yo quedé aguardando su continuación, esperando como
solamente sabían hacerlo las gheisas. Una mujer occidental hubiera creído
necesario decir algo en aquel tiempo de silencio, llenarlo de alguna manera.
Yo, en cambio, sabía que solamente debía esperar. Ese conocimiento
especial me diferenciaba de las otras, incluso de aquellas que pudieran
parecerse exteriormente a mi, como la muchacha con la que había hablado
Charles en los días pasados.
- Ahora deberemos ir a Roma; pero aún es pronto.
Me miró con ojos que parecían soñadores, vi como su mirada me
recorría desde la frente hasta más abajo de los pechos con una dulzura
extrema, con suavidad, como si quisiera acariciarme con aquel leve
movimiento de las pupilas.
- Pasaremos aquí el invierno y nos iremos a Roma en primavera; pero
ahora ya no hay motivo para que finjamos que no nos conocemos. Me
trasladaré a una habitación cerca de la tuya y podremos encontrarnos, pasear
y volver a conversar.
A partir de aquel momento, Charles se comportó como un caballero
atento y dedicado. Conversábamos y paseábamos; pero rehuía el contacto
físico conmigo. Despidió a Frau Weinberger y volvíamos vivir como lo
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habíamos hecho en Barcelona o en Japón, los primeros días de nuestra
relación. Me esforzaba en no pensar, en dejar simplemente que los días
pasaran sin especular con el futuro; pero el aburrimiento y la angustia no
dejaban de pudrirme poco a poco el corazón y el ánimo. Cuando veía un
jilguero en su jaula lo miraba con comprensión.
Roma nos recibió con cielo de un fuerte azul primaveral y
algodonosas nubes blancas que cruzaban velozmente sobre nuestras
cabezas. Sol que no calentaba en exceso y viento que agitaba los cabellos,
olor en el aire de lluvia recién caída y algún charco en las calles bulliciosas.
El hotel en el que nos hospedaríamos estaba en una finca antigua, de
paredes de piedra y techos de madera. Las habitaciones de Charles y mía
eran contiguas, estaban en la cuarta planta y desde ellas se tenía una buena
vista de los tejados de Roma que se extendían ante nosotros hasta llegar a la
omnipresente Cúpula de San Pedro. Cuando la doncella hubo abierto el baúl
y colocado mi ropa occidental en el vestidor me quedé sola en aquel espacio
que, sin saber la razón, me parecía extraordinariamente atractivo. La
habitación era amplia; disponía de un recibidor, una pequeña sala y el
dormitorio; desde el dormitorio se accedía a un baño y al vestidor. Las
ventanas tanto de la sala como del dormitorio daban a la ciudad; estaban
abiertas y el viento primaveral agitaba las cortinas, blancas y ligeras entre las
que se colaba el sol de aquella primera hora de la tarde. La decoración era
sencilla, paredes pintadas de color rosa pálido, techos con vigas de madera,
muebles sólidos sin llegar a aparentar una robustez exagerada, una colcha de
ganchillo sobre la cama, papel de calidad sobre el escritorio...
Me acerqué a la ventana e inspiré fuertemente intentado absorber
aquella ciudad nueva para mí, cerré los ojos y dejé que el sol se deslizara por
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mi rostro. La intranquilidad de las semanas anteriores había desaparecido,
me sentía bien en Roma.
Me puse a ordenar mi ropa japonesa; ésta era responsabilidad
exclusivamente mía, no confiaba en que las doncellas occidentales supiesen
tratar mis kimonos, los cinturones y camisetas, las medias y zapatos que me
había traído de Japón y que me acompañaban desde hacía más de dos años.
Estaba en esa tarea cuando Charles entró en la habitación sin dar tiempo a
que respondiera al par de golpecitos en la puerta con los que me avisaba de
su llegada. “Esta noche iremos a cenar juntos. Ponte ropa japonesa, por
favor. Te pasaré a buscar a las siete y media”. Antes de que pudiera decir
nada ya se había ido.
Justo en el momento en el que el maître del restaurante se disponía a
franquearnos el camino hasta el comedor mi corazón comenzó a latir con tal
fuerza que pensé que los demás podrían oírlo. Frente a mí los cristales de la
puerta dejaban pasar una luz cálida; pero no sabía que había detrás. Nunca
había comido en un restaurante, nunca había acompañado a Charles en
ninguna comida ni cena fuera de nuestra casa o del hotel en el que nos
hospedábamos o de un camarote en un barco o, como mucho en la casa de
algunos amigos suyos. Ahora, sin embargo, yo iba cogida de su brazo, como
cualquier otra pareja. Él no me miraba siquiera, había sido cortés pero
tampoco afectuoso; en cierta forma me sentía sola, examinada. Tras todo el
tiempo que había pasado con Charles aquella cita se me antojaba una prueba
definitiva; quizás mi futuro dependiera de lo que hiciera aquella noche. Los
temores que me asaltaron en Cadaqués y en Ginebra pugnaban por hacerse
un sitio en mi corazón; pero yo los expulsaba con decisión. Aquella noche
debía ser mía, era mi primera noche y debía ser perfecta.
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El maître abrió las puertas y se inclinó ligeramente cuando pasamos a
su lado. El comedor bullía de gente y camareros; las conversaciones
moderadas formaban una música agradable a mis oídos. Miraba de uno a
otro lado sin girar la cabeza pero con intensidad. En cada rincón veía una
escena interesante. Allí una pareja que se miraba arrobada, en el otro
extremo un señor maduro y con barriga prominente que miraba
lascivamente a la joven que compartía mesa con él; en una mesa de seis tres
parejas, dos maduras y una joven que parecía petrificada entre los padres de
ambos. Un camarero cruzaba casi veloz llevando izada una cubitera de la
que asomaba una botella de champán; flameaba como bandera la blanca
servilleta que guardaba la botella.
Inspiré y me dejé invadir por el aire mundano del restaurante y de la
gente que allí se reunía. “Signora”, me decía el maître mientras me indicaba la
mesa que teníamos reservada. “Signora”, era la primera vez que oía la
palabra, pero no tuve dudas sobre su significado; me sonó a melodía
occidental, mediterránea; me recordó Cataluña (“senyoreta” me llamaban allí);
me parecía que tenía substantividad, que era alguien, que en aquel teatro yo
pasaba a ser un personaje y que cuando otros entraran inevitablemente se
fijarían en mí, en la dama oriental que ocupaba una mesa junto a un
caballero inglés. Miré a Charles y sonreí; él sonrió también al ver mi sonrisa;
subió su brazo elevando así la mano mía que reposaba en él y depositó un
beso sobre mis dedos; sentí un escalofrío de placer y, por primera vez –
entonces lo supe-, de deseo.
Durante la cena Charles me fue explicando los distintos platos en su
tosco japonés; también me habló de Roma y de Italia, de Arte y de Historia.
No me agobió en exceso; me dejó detenerme en las comedias y dramas del
comedor y, habiendo percibido mi curiosidad, me contó algún chisme de
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alguno de los personajes conocidos que compartían sala con nosotros
aquella noche. Cuando estábamos en los postres cambió la dirección de la
conversación y comenzó a hablar de mí, de mi belleza y gracia; alabó mi
gusto por la literatura japonesa, que había podido descubrir en Nueva York,
y me preguntó sobre los instrumentos que tocaba; cuando le dije que sabía
tocar el koto prometió que haría traer uno de Japón para que pudiera
practicar; la idea le animó y propuso también que tomara clases de piano; lo
había dicho de una forma un tanto exaltada y me di cuenta de que se
arrepentía de su idea inmediatamente después de que hubiera salido de sus
labios; así que no insistí en ese punto a pesar de la ilusión que me había
hecho su irreflexiva oferta.
Nos reímos y miramos con picardía. Habíamos bebido, primero vino
y luego champán; estábamos un poco achispados, burbujeantes; volvimos al
hotel caminando, disfrutando de una noche fresca y hermosa, de luna casi
llena y algunas estrellas que conseguían imponerse a las luces de la ciudad.
En el ascensor Charles se me acercaba y rozaba sin que le importara la
proximidad del empleado del hotel que manejaba el aparato. Cuando
llegamos a nuestra planta fue él quien abrió la puerta de mi habitación y en
ella entramos los dos.
Nos besamos y él comenzó a acariciarme, pasaba sus manos por mis
caderas y muslos frotando el kimono, buscando una abertura para que
penetrara su mano. Igual que en aquel bosque mi sexo sintió la mano
cercana y el deseo cruzó como un corriente eléctrica desde el pubis al
estomago, del estómago al pubis. Ansiaba que la mano profundizara en su
búsqueda; pero el cinturón que ceñía el kimono no dejaba que Charles
avanzara con la facilidad que los dos deseábamos. Intentó deshacer el nudo
sin dejar de besarme pasando sus manos por mi espalda; pero no es sencillo
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liberar el nudo de un cinturón para kimono, incluso si se trata de uno
sencillo, hecho sin ayuda externa. Abandonó y sus manos volvieron a buscar
un hueco entre los pliegues de seda. Los dedos de Charles casi podían rozar
ya mis muslos. “Quítatelo”, me susurró Charles con la voz casi entrecortada.
Iba a obedecer cuando una idea cruzó mi cabeza como un relámpago.
Le miré profundamente y le dije “No”. Me extrañó el sonido de aquella
palabra, quizás era la primera vez en mi vida que la pronunciaba. “Antes
quiero que me leas como hacías antes”. La cara de Charles no podría
expresar más sorpresa. Como aquél día de hacía más de un año su expresión
varió en segundos hasta acabar, en esta ocasión, con una sonrisa. Salió de mi
habitación y oí cómo abría la suya, revolvía y volvía a cerrar la puerta. Yo
había aprovechado su ausencia para desnudarme y meterme en la cama; no
me tapé del todo, sin embargo; dejé la sábana por debajo de mis pechos, de
forma que estos fueran la promesa que siempre han sido para los hombres;
me sabía hermosa y deseable y aguardé con una sonrisa a Charles.
Abrió la puerta y se quedó parado un momento, desde la entrada no
se veía la cama en la que yo ya yacía. Le había dejado el valioso kimono
entre la puerta del recibidor y la de la habitación para guiarlo y,
efectivamente, siguió la pista. Le vi asomar con expresión sorprendida y
pude percibir su mirada de deseo cuando pudo contemplarme. Llevaba un
libro en la mano; cogió la silla del secreter y la acercó a la cama. Se sentó y
abrió el libro. Sentí un escalofrío, era de nuevo “Alicia en el País de las
Maravillas”, reconocía la tapa marrón y el título en letras azules que rodeaba
un círculo en el que estaba dibujada la protagonista. De alguna forma
esperaba que no fuera precisamente aquel libro el elegido; pero la nube que
me cubrió por un momento no tardó en desaparecer. La lectura de aquella
noche borraría recuerdos antiguos más dolorosos. Charles me había contado
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que al final de la Gran Guerra los franceses habían obligado a los alemanes a
firmar su rendición en la misma mesa que casi cincuenta años antes se había
utilizado para firmar la rendición francesa ante los prusianos. La victoria de
1918 borraba así la derrota de 1871. De igual forma haría yo que aquella
noche en Roma borrara noches anteriores menos dichosas.
Volvió a leerme unas páginas de aquel libro; no eran las primeras;
parecía que lo había abierto al azar; pero seguramente no era así; debía
conocer el libro de memoria si para él era tan importante que le acompañaba
incluso en sus viajes. La magia de la lectura volvió a llenar mi cama. La voz
de Charles cambiaba, enfatizaba alguna frase y vocalizaba con precisión. No
entendía lo que oía, hacía ya mucho tiempo que había abandonado el
mundo que hablaba inglés; pero el sonido de aquellas palabras extrañas me
hechizaba. No sabía por qué le había pedido (en realidad, casi ordenado)
que leyera antes de lo que sabía que seguiría. Fue un impulso que procedía
de no sé dónde, quizás de aquella primera noche; aunque en aquella ocasión
nada fue placentero y hoy, en cambio, disfrutaba de cada momento, de la
mirada de deseo de Charles al entrar, de las palabras misteriosas que leía, del
tacto de las sábanas de seda sobre mis piernas desnudas, de las luces de la
ciudad que entraban por la ventana entreabierta al aire de la noche que
agitaba las cortinas, blancas y ligeras, de nuestra habitación. La sensación de
seguridad que me embargaba borraba la angustia de hacía tan solo unas
semanas, cuando había vuelto a escuchar a Charles leer en circunstancias
bien diferentes.
Leyó tres páginas, como siempre; y a continuación cerró el libro y lo
dejó en la mesita de noche. Abrí la sábana y le invité con la mirada más
entregada que pude componer. La cena en el restaurante, el champán, las
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luces de Roma, el “signora” de los camareros danzaban en mi cabeza y me
exaltaban.
Me despertó el sol de primera hora de la mañana que entraba por la
ventana abierta sobre la ciudad. Un dulce sopor me relajaba, más allá del
rumor de los coches y del trasiego de la calle que, amortiguado, llegaba hasta
mí, permanecía el admirativo “signora” que había escuchado por primera vez
la noche pasada. Extendí el brazo buscando el cuerpo de Charles, pero ya
no estaba allí. Su lado de la cama estaba vacío y la sábana estirada, como si la
hubiera cerrado tras abandonar el lecho. Me decepcionó aquel primer
abandono que, como ya te contaba, se convirtió en costumbre. Empezaba el
día, un nuevo día y tenía que reponer fuerzas. A mi lado alguien había
dejado una bandeja con el desayuno en el que no faltaba una rosa roja.
Recordé entonces que ese día era mi cumpleaños, una fecha que nunca
había compartido con Charles y que nunca habíamos celebrado. Aquella
rosa roja era, quizás, un regalo de cumpleaños. Nunca lo sabría, pero eso fue
lo que sentí aquella mañana de abril en Roma.
Allí, en Roma, empezó mi verdadera vida con Charles. Ahora ya no
nos limitábamos a los paseos por la ciudad, las visitas a las tiendas y las
tardes en casa; allí comenzamos a vivir como novios, con cenas en
restaurantes, bailes e, incluso, salidas en grupos con amigos o conocidos
suyos (no podría precisar) a los que invariablemente era presentada como su
“girlfriend”. Continuamos viajando. En Roma aún estuvimos unas semanas y
de allí nos fuimos hasta Viena, luego nos acercamos a Estambul y desde la
capital del Bósforo viajamos a Estocolmo. Desconocía -y aún desconozco-
las razones de todos estos viajes. Charles desaparecía durante horas, en
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ocasiones días, y nunca me comentaba lo que hacía en ese tiempo, a quien
visitaba o si realizaba algún tipo de negocio. Él no compartía esa parte de su
vida conmigo. Para mi todas esas ciudades eran parques y museos,
restaurantes, clubes, salas de conciertos, alguna fiesta; reuniones sociales en
las que mi desconocimiento del idioma me impedía participar plenamente.
Con frecuencia pensaba que el papel que tenía reservado allí era el de un
mero adorno, una bella figura oriental que completaba, no sabía cómo, la
imagen que de Charles tenían en los mundos que frecuentaba.
55. 55
B) DESPUÉS DE LONDRES
Tras Estocolmo fue Londres nuestro destino, llegamos en septiembre
y allí nos recibió la fina lluvia inglesa que tan bien llegué a conocer. El mar
estaba picado durante la travesía del Canal y preferí no salir de mi camarote.
Del muelle pasamos casi sin solución de continuidad a la estación de tren y
antes de darme cuenta ya estaba en mitad de la campiña. Solamente había
estado en Inglaterra una vez, hacía año y medio, cuando el barco de Nueva
York nos dejó en Southampton camino de nuestro destino final en aquel
viaje, Barcelona. Entonces no tuve oportunidad de ver nada fuera de los
muelles de Southampton y el hotel cercano en el que pasamos los dos días
que transcurrieron entre nuestra llegada y la partida hacia España. No tenía,
por tanto, ninguna imagen significativa del país. Puedo decir que lo primero
que vi de Inglaterra fueron aquellos prados verdes que se deslizaban a mi
izquierda en el tren que me llevaba de Dover a Londres. Prados, colinas,
verde y lluvia; me recordaba mi propio país; esa sensación de proximidad
fruto de la mezcla de la cercanía de las colinas, de la lluvia y del aire cargado
de humedad, turbio de jirones de niebla y nubes bajas; y esa ausencia de
cielo, de azul; ese muro gris de nubes que parecían sólidas; un techo sobre
nuestras cabezas que convertía todo el país; los campos, las carreteras, las
granjas, las ciudades... en una sola casa, una sala inmensa que abarcaba cosas
y personas. Me gustaba la sensación y me arrellané en el asiento disfrutando
del momento. El viaje a Londres me había puesto de buen humor desde el
mismo momento en el que Charles me informó de nuestro destino.
Estábamos en Estocolmo y allí me sentía, igual que en todos los lugares que
visitaba, aislada en medio de sonidos desconocidos. En Londres volvería al
inglés. Casi había olvidado completamente lo que había aprendido del
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idioma durante el tiempo que estuve en Nueva York; pero tenía la esperanza
de que si volvía a vivir en una ciudad donde se hablara inglés recuperaría mi
conocimiento del idioma. Cada noche me esforzaba en seguir la lectura de
Charles, de identificar los sonidos, las palabras, la entonación. Los minutos
de lectura eran el puente que unía mi mundo con el mundo de los demás y
cada día tenía la sensación de que, aunque fuera arrastrándome, había
avanzado unos metros hacia la otra orilla.
En Londres nos aguardaba una casa de estilo victoriano en
Westminster, delante de un parque al lado mismo de la Tate Gallery. La casa
era estrecha en escaleras y las habitaciones reducidas, como supe luego que
sucedía en todo Londres. Todo estaba un poco oscuro, un poco viejo. Mi
habitación era también reducida y en vez de vestidor disponía de dos
amplios armarios. Mi decepción inicial se convirtió, sin embargo, en ilusión
cuando me dirigí a la ventana, descorrí la cortina y vi el parque delante
mismo. Un parquecito no muy grande pero con árboles hermosos y la
hierba más verde que había visto nunca; llovía ligeramente; pero eso añadía
más encanto al paisaje. Respiré profundamente y fue entonces cuando el
criado que me había acompañado llevándome la maleta dijo:
- Beautiful, isn’t it?
Casi di un respingo; lo había entendido sin dificultad, supe que estaba
a punto de alcanzar la otra orilla.
Desde mi llegada a Londres mi primer objetivo fue aprender el
idioma, recuperar lo que en su día supe y mejorar hasta entender todo lo que
se dijera a mí alrededor. Lo que oía me recordaba lo que había aprendido en
57. 57
Nueva York, pero sin que llegaran a confundirse los sonidos de una y otra
ciudad. En ambas se hablaba inglés y no tenía dudas en muchas de las
palabras que oía; pero la forma en que se pronunciaban era claramente
distinta. La música del inglés que se hablaba en Nueva York y el que oía en
Londres variaba profundamente; si los americanos hablaban como mastines
los ingleses lo hacían como cockers. Un día, en un concierto en el Royal
Albert Hall escuchaba una sinfonía de Strauss y me vino a la cabeza que esa
música romántica que utiliza la orquesta como un solo instrumento, que
crea un sonido casi sólido, envolvente y variado se asemejaba al inglés que
había escuchado en Nueva York; el de Londres, en cambio, me recordaba
un concierto de violín; más agudo, desenfadado y lineal. Ya te decía que los
idiomas y la música están para mí muy próximos, quizás porque durante una
parte importante de mi vida las palabras han sido tan solo meros sonidos,
incapaz como era de conocer su significado.
Mi primer objetivo era aprender el idioma y el segundo era que nadie
se diera cuenta. No sabía por qué, pero era consciente de que Charles no
tenía especial interés en que aprendiera inglés. Recordaba su reacción
cuando me atreví a decirle aquel “it’s beautiful” en Nueva York y pensaba que
por alguna razón que se me escapaba prefería que me mantuviera aislada de
su lengua. Llegué a pensar que si descubría que sabía inglés dejaríamos
Londres y nos iríamos a un país en el que no se hablara ese idioma, tal como
ya había sucedido en una ocasión.
No me costó mucho recuperar lo que ya había aprendido en Nueva
York; pronto pude identificar palabras y frases enteras. Las conversaciones
de los criados eran mi fuente principal de aprendizaje; el lenguaje no era
muy variado y referido con frecuencia a comida o tareas domésticas. Me era
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sencillo imaginarme de qué estaban hablando y, a partir de ahí, intentar
ajustar los sonidos a lo que suponía que se estaba diciendo. También las
tiendas eran un buen laboratorio, más puro incluso que el que me ofrecía el
servicio doméstico, ya que estos últimos mezclaban conversaciones sobre
los temas de trabajo con bromas y argot, mientras que en las tiendas todo lo
que escuchaba era correcto y medido, ajustado al propósito que nos había
llevado allí.
Pronto me di cuenta, sin embargo, que me sería de gran ayuda poder
no solamente escuchar, sino también leer. En una ocasión Charles me había
explicado que la escritura occidental (no solamente en inglés, sino también
en español, francés, italiano, alemán, etc.) se basaba únicamente en la
representación de los sonidos; no existían ideogramas. De esta forma, con
tan solo veinticinco o treinta signos se podían escribir todas las palabras.
Repasaba los libros que encontraba y los miraba y remiraba intentando
separar unos signos de otros, recordar cuáles eran sus formas para, a partir
de ahí intentar averiguar cuál era el sonido que cada uno de ellos
representaba. Pronto me di cuenta de que, en realidad, había más de
veinticinco o treinta signos; pero tardé bastante en caer en que en realidad lo
que sucedía es que cada uno de los sonidos podía ser representado por dos
letras diferentes que tenían su uso reservado en función de reglas que a mí
se me escapaban. Luego supe que esos dos tipos de letras eran lo que se
conoce como mayúsculas y minúsculas, reservándose las primeras para el
principio de una frase o para los nombres de las personas, los países o
instituciones importantes.
Al no tener ningún libro que me enseñara a leer decidí fabricarme yo
mismo uno. En una hoja de papel fui anotando todos los signos que
encontraba a fin de tener la lista completa. En un primer momento anotaba