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Planeta
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Felipe González Toledo
20 crónicas policíacas
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Felipe González Toledo
20 crónicas policíacas
?
o
Planeta
Santa Fe de Bogotá, 1994.
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o
OL IÓN DO MENTO
Elvir Mariflo viuda de González, 1994.
ID Planeta Colombia Editorial S.A., 1994.
a1l 31 No. 6-41 Piso 1
ant Fe d Bogotá
Dibujo d l· cubierta d llernál1 Meril'lo,
tom do d I revi ta Sucesos del 8 de noviembre
de 1957 y publicado con autorización de la
Sra. L 1101' Lozano viuda de Merino.
FotogTafí de la cubierta posterior
r producida duce os del 5 de abril 1957.
El fotógrafo no fue identificado.
La fot.o d la solapa anterior pertenece
al álbum d la familia González Marióo.
ISBN: 95 -614-436-4
Composición y armada: Multiletras Editores.
Impresión y encuadernación: Edi toríal Presencia
Prim ra edición: octubre de 1994
Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Con afecto y gratitud, dedico este trabajo, a
Juanita González Mariiío, sin cuya generosa y
eficaz ayuda no hubiera podido realizarlo.
F.G.T.
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Índice
Este libro " ........... ... ...... ... ....... ... ..... ...... ...... ...... ...... ........ 11
La muerte llamó tres veces ....................... ... ......... ........ 19
El cadáver viajero .... ..... ............. .. ...... ............... ............. 33
Cuerpo de mujer por libras ............ ............................... 43
El crimen del pr bendado .... .......... .. ...................... ...... . 51
Los zapatos amarillos .................................................... 63
El "Doctor Mata", criminal único ................................. 72
"El Perro Lobo", récord criminal................................... 87
Barragán, enemigo público ........................................... 94
La vida y la suerte de don Manuel ............................... 100
Coronel, a prisión perpetua .......................................... 107
Los misterios gozosos y dolorosos del 301 .................... 115
El caso de la peluca ....................................................... 121
La fri tanguera y el retratista ....................................... 127
Cartas del más allá ........................................................ 136
Jirones de un famoso proceso ....................................... 148
La muerte de Uriel Zapata ........................................... 159
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Cómo nos llegó la marihuana .. .. .. ...... ........................... 165
Ojo por diente y diente por ojo .. ... ... ........................ ...... 170
Huesos ante el jurado ................... ........ .................. ...... . 176
Cuando la crónica roja tenía que ser inventada 184
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Este libro...
Cuand F lipe González Toled mp zó a 'di frutar" de u
precaria pen 'ión de retiro, de pué de má de cincuenta años de
trabajo -sin más tregua que la que exige el agotamiento físico-
en los más iInportantes periódico capitalino, quise estimularl en
uno de u frecuentes n10ment de e cepticismo ratificándole una
propuesta que, desde cuando fundamos el semanario Sucesos
le venía haciendo sin éxito: qu escribiera sus memorias pro-
fesionales, ni má ni meno la reseña d 1proceso y progreso de la
delincuencia bogotana en nuestro siglo, basándose en los prin-
cipale caso que él había "cubierto" -como se dice en la jerga
periodística- y descubierto, ya que Felipe nluchas veces iba en
u pesquisas más lejos que los investigadores oficiales y lle-
gaba a proponerle alternativas que ello no habían supuesto.
¿Quién, pues, mejor que Felipe para tal empresa? Es más, le
di una especie de título y subtítulo tentativos y tentadores para
el libro: "Sesenta años de crónica roja: de Papá Fi.del a Carlos
Lehder". El primero fue el más famoso de los capos de la fabri-
cación clandestina de licores en los alredores de Bogotá y el
último el personaje principal en el momento en que los carteles
11
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Felipe González Toledo
de la droga empezaban a ser descubiertos internacionalmente.
El contraste entre la delincuencia pueblerina de los cafuches y
el crimen organizado de los narcoterroristas internacionales de
ahora.
Yo abía que Felipe había tomado aguardiente con Papá Fi-
del en alguna trastienda de barrio pero dudaba que hubiera co-
nocido a Lehder.
-¡ Claro que lo conocí! -me aseguró-. Desde cuando él era
casi un niño he seguido u 'carrera" muy de c rca. ¿No recuer-
das a una señora mu y di creta y di tinguida que a veces venía
a bu carme a la ficina y con quien salía a la cafetería, pue ella
n quería que ustedes e enteraran de nuestra conversación?
Era la eñora madre d Lehder, que quería hablarme angu tia-
da, de la prec ce conducta delictivas de su hijo en E tado
Unid ' y de us frecuente detencione. M pedía c n j ...
-Pero... ¿cómo e que no e cribiste ese gran reportaje huma-
n c n tal p rtunidad?
-No, no hay que c nfundir la oportunidad con el oportunis-
m , y en realidad en e e m ment n valía la p na. Además
la confidencia no deben ser utilizadas, y menos en detrimento
de tercero inocente en e te caso una madre. El peri di ta e
un colaborador de la ju ticia en su lucha en defen a de la ocie-
dad, pero la ética le imp ne bligaci n humana. No se pued
correr a publicar cuant chi mecit se ye por ahí... No todo e
noticia, como piensan - i e que pien an- los afanoso r por-
teros de hoy. ¡La gran cri is de nuestro peri09isnlo e la falta
de criterio para e coger entre lo que e debe y no se debe, y
cóm y cuándo publicar!
(Al reproducir e te diálogo no ' i todas las palabras son
uyas. Algunas pueden er mías, pero de todas maneras inter-
pretan su pensamiento. Entre maestro y alumno pueden presen-
tar e esta confusiones...).
12
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20 crónicas policíacas
Lo tri te e qu aunque se entusiasmó con la idea del libro,
más por alimentar no talgia que por cualquier otro motivo, no
lo comenzó. Entonce l abrí una nueva posibilidad, alentado
por haber aceptado ncargarse de las secciones Hace 50 años
y , Hace 25 año 'en El Tielnpo, lo que lo obligaba a consultar
las colecciones de lo diarios: que recogiera los textos de sus
propias página publicada de de su uso deLaRazón. Le prometí,
contra toda po ibilidad de mi parte pero con la más entrañable
buena voluntad, ayudarlo en el copiado y la edición (como lo
hice para el libro Crónica de otras muertes y otras vidas con su
hi tórico trabajo sobr l proce o Gaitán) siempre y cuando él
me orientara en l fecha de la eleccione. Lo único
nuev que d bí ha r ~ra alguna n ta muy breve para aclarar
nombre y plicar locucione o procedimiento inc m-
pren ibl para la intelig ncia del lector actual o para contar
alguna nécdota al margen no divulgada en su oportunidad,
como la de u amenaza de muerte por parte de lo icario de
Papá Fidel...
Su di culpa final fu la de que-no podía desplazarse como el
proyecto J requería y que 10 real y tristemente cierto, estaba
perdiendo la vi tao L p c que podía sacar en limpio ya, e
debía a qu iempre fue un magnífico mecanógrafo qu podía
escribir a ciega (uno impolut originales, así se entara a la
mesa de redacción despué de una alcoholizadamente larga
charla con sus informadores en la viciada y peligrosa penum-
bra de un café de extramuros) pero sin una letra, una palabra o
un concepto en falso.
Me prometió pen arlo, pero cuando yo ya había perdido
toda esperanza me comunicó q~e ' para quitarse de encima" mi
suplicante in tencía había resuelto reconstruir de memoria
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Felipe González Toledo
-sin tomar notas "para no molestar a nadie - algunos de los
más famosos casos, lo que me sorprendió inocultablemente
aunque yo sabía que su memoria era infalible. Él, que reparó en
ello, me convenció de inmediato:
-Detalle que se me olvide es porque no vale la pena...
* * *
Fue así como inició y fue llenando lentamente -pues él me-
día y pesaba siempre las palabras antes de e cribirlas y aun de
pronunciarla - e tas cuartillas que, puedo a egurarlo fueron
las únicas que Oonzález Toledo e cribió para ser publicadas en
libro. No iguieron una pauta previa ni guardan un orden cr -
nológico. No é si el título sugerido p r él para el libro, el mism
de u crónica La muerte llamó tres veces' , sea en definitiva l
que aparece, aunque yo se 10 critiqué no sólo por parecer al
muy famo o d l cart ro que ól lIam ' do , in porqu acaba-
ba de aparecer en la cartelera una p Iícula con nombre igu 1
al del' cuento de Felipe.
Ya la muerte 1 llamaba a él qu la c rtej ' tanta ce ...
* * *
Fueron diecinueve capítulos. Acab de cumplir 80 añ ... ¡y
no doy má ! ,nos dijo a Juan Leon l Oir Id y a mí en una de
las últimas entrevistas que tuvimos en su ca a de lan grato y fami-
liar ambiente chapineruno (que él llevaba en el alma). Enlon-
ce ,¿por qué aparecen aquí veinte? Por mi manía de redondear
las cosas. Y porque, al seleccionar las páginas publicadas por
nuestro semanario con destino al libro que editó en 1993 la
Universidad de Antioquia, encontré -y la trasladé a éste- una
que se refería a aquella 'dichosa dad y siglo dichosos' (Oon-
zález Toledo era, naturalmente, quijotesco y cervantino) cuan-
do en Bogotá eran tan escasas las noticia de policía que lo
periódicos tenían que inventarla para atisfacer la ansiedad de
14
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20 crónicas policíacas
los lectore de mi terio (lo que de pués vino a llamar e sus-
penso, tal vez porqu las historias se prolongaban por entre-
ga ...).
El má tremend de aquellos inventore fue Porfiri Barba-
Jacob quien, cuando ra j fe de redacción del vespertino de
lo Can , ere' un ten br o per onaje cuya mano apareelO
impre a en la página -ya que no había ' l retrato de la vÍcti-
ma' que era el ' gancho" del pregón de los voceador - para
infundir verosimilitud al infundio. Mano que denunciaba-d
hab r exi tido n e ti mp tal recurso investigativ de iden-
tifie ci ' n- las hu lIa dactilares d Migu l Ángel O rio I
ma tric de Ang e e nvirtió n c mpul iv fun-
dad r d p riódic y a ui n tant f lIeton acredit n tam-
bién c m pre urs r d l "amarilli m '... (aunque n blanco y
n gr ).
apart e l d tr cr ni ta ' p licíac c m J é J a-
quín Ximén z de El Tieltlpo qui n d dicaba ver o uy
n ' ninla víctima de tr g dia tan frecuent en l añ
c nl ' uicidi s en el Tequendanla ( I 'ah p rque l h te! ~n-
t nee n xi tía).
Gabri 1 G4:: rcÍa Márqu z Ilam ' a F lipe G nzález ,. l invent r
d la cr ' nica r ja" per 1, nn ta i ' n qu le dio l Oli Ola
- . i no e 'tamo tan alejad ' d la realidad m ravillo a- qu e
(d i rt~ ~n la última fra ' del primer capítul de Ciell ai¡o de
o/edad br la 11 gada del hiel a Mac nd : 'E el gran in-
vent de nue tr ti nlp "
>;: :;: *
Cuand e n cí a Felipe, en 1945, ya n e inventaban noticia.
S braban. Otr d grand d la cr' nica p licial actuaban en-
t nc : 1 nlael Enriqu Arenas qui n al ervicio d l diario d
los Sant ' 'e nlO ía como pez n el agua en lo alto estrad
judi iale ', Rafael E lava quien alimentaba c n innegable ha-
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Felipe González 'Ibledo
bilidad las calderas subversivas de El Siglo. La policía -y no
sólo el cuerpo mismo sino la información producida en esa rama-
se politizó. No puede ser de otro modo cuando el estatuto de
moda es el código penal. El enfrentamiento entre los partidos
llevó a Colombia a una violencia consuetudinaria y la crisis de
los valores a una degradación ocial que ya devaluó tanto la
vida que no son noticia de primera página ni las masacre coti-
dianas.
* * *
La primera crónica que F. G. T. me entregó para e te libro,
como cosa rara, no se refiere a un caso notable. Su tema lo
mantuvo inédito ha ta cuando se sintió liberado cuand e t y
má allá del bien y del mal", e decir, in c mpromi lab ra-
le ni c n uno ni c n otro. Él si mpre fue un ejemplo de nobleza
y l altad. No había querid m le lar a u querid amig y c m-
pañ r d iempre al d cribir e Í, en la forma má d licad
y elegante para n herir u c ptibilidad una anécd ta que
r vela la competencia profesional entre El Tielnpo y El Espe '-
tado!: E la que cuenta el trágico enfrentamiento de d s fotó-
grafo d cajón y trapo n gro pion ro de la reportería gráfica
callejera, y cuyos upér tites hacen parte del típico ambiente de
los parques colombianos.
* * *
Este es pues, un libro incompleto para quienes exigíamos
má cantidad de u autor, per su ficiente plenament ati-
factorío para us lectore viejos y los, cada vez más, nuev s.
E u único libro original y exclu ivo y finalm nte u obra
te tamentaría.
y aquÍ, despué de haber soslayado tant recuerd s per -
nales para quitar a este preámbulo la peligro a expresión de sen-
timientos tan profundo como los que consolidaron vidas
paralela y familiarmente in secreto la infidencia final:
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20 crónicas policíacas
e mo Felipe había pedido a u admirable esposa Elvira ya
su querid hijo que no lo depositaran en el mau oleo de lo
periodi ta porque quería que su ceniza hicieran part del aire
bogotano, ello cumplieron al pie de la letra tal voluntad irre-
vocable. Silencio a di creta y lentamente las fueron derramando
al aire helado d l c rro n el má tri te de censo d 1funicu-
lar d M n rrate.
Rogelio Echavarría
Bog tá may de 1994.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
La muerte llam.ó tres veces
E l hombretón entró al cafecito con pasos duros, echó una
mirada panorámica al recinto casi vacío y se acomodó
en una mesita arrinconada. Llevaba botas, pantalón de dril,
camisa de cuadros, chaqueta de cuero y un sombrero de an-
chas alas. La copera, una mujeruca de aspecto humilde, casi
insignificante, se hacía tener en cuenta por su embarazo, ya
cercano a los siete meses.
- ¿Qué le sirvo?
A esta pregunta de la mujeruca, el hombre respondió es-
cuetamente, pero con un acento que bien podría calificarse
de amable:
-Tráeme una cerveza fría. Puede ser de una marca cual-
qUIera...
De una vez consumió ávidamente la mitad de la botella,
y con golpes en la mesa llamó de nuevo a la muchacha, para
preguntarle:
-¿Quieres tomar alguna cosa?
Tras falsa vacilación, la copera aceptó una gaseosa, la
trajo enseguida y ocupó un asiento al frente del hombre.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Felipe González Toledo
Para rea~udar el diálogo, el hombre de marcado aspecto
rural preguntó:
-¿Cómo te llamas tú?
, -Mi nombre de pila es Lucinda, pero aquí me dicen Lucy
-respondió tímidamente la muchacha. Y agregó anticipán-
dose al interrogatorio-: Yo soy de Sutatausa.
-Yo me llamo Antonio Cortés y he simpatizado mucho
contigo. Dame otra cerveza bien helada.
-Tanta simpatía me has despertado, que estoy pensando
en hacerte una propuesta que posiblemente te parecerá
buena.
Varias mesas del cafetín habían sido ocupadas y el traba-
jo de la muchacha impedía la continuación de la charla.
En una breve oportunidad, el hombre la llamó:
-Lucinda. Yo prefiero llamarte Lucinda...
-Como guste, señor Cortés...
Yo vuelvo mañana a despedirme -dijo el hombretón- por-
que el viernes me voy para mi finca de los Llanos y demoro
unas dos semanas.
A la misma hora de la víspera, diez de la mañana, llegó
Cortés al cafetín, en busca de Lucinda. La saludó diciéndole
'mi amor" y le reprochó cuando ella le respondió llamándolo
"don Antonio". 'y entró en materia:
-Pasé la noche pensando en ti y acariciando mi proyecto.
Tú me gustas mucho y he pensado en casarme contigo.
Yo vivo muy solo en la finca y quiero que me acompañes.
-¿Pero es que usted no se ha fijado en el estado en que
me encuentro?
-Claro que sí -contestó Cortés con una expresión indul-
gente y algo alegre y, como si esta benevolencia no fuera
suficiente, agregó en un tono melifluo:
20
Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
20 crónicas policíacas
-Esa situación tuya es una ventaja para mí. Me he dado
cabal cuenta de que estás esperando un hijo para muy pron-
to, y pienso que él será tu compañero mientras yo paso el día
lidiando el ganado. Será algo así como tu juguete y tu ale-
gría de la vida durante mis ausencias. Pero, para hacerme
estas ilusiones, debo preguntarte algo muy importante: ¿Tú
estás enamorada del padre de tu hijo? ¿Mantienes con él
alguna relación?
-No, señor. Ese es un sinvergüenza que no he vuelto a
ver. Casi le digo que si hoy lo veo, no lo conozco. Creo que así
son todos los hombres.. :
-No, Lucinda, yo no soy así. Yo soy sincero y mis intencio-
nes para contigo son las de darte un poco de la felicidad que
mereces.
La mujer, enterneciqa, le besó una mano, y Cortés prosi-
guió el esbozo de sus planes:
-Quiero casarme contigo, pronto. Este propósito se me ha
metido en la cabeza, y el matrimonio debe ser cuanto antes.
Anoche me eché al bolsillo mi partida de bautismo que esta-
ba en casa de una hermana, y ahora necesitamos la tuya.
Como yo me voy para la finca y demoro dos semanas, tienes
tiempo para conseguirla.
-Tengo que ir hasta Sutatausa a buscarla -anotó Lucin-
da, cuyo aparente tropiezo significaba una aceptación de la
inesperada e insólita propuesta matrimonial.
Cortés pagó las tres cervezas heladas que había consumi-
do y dej ó el sobrante del billete en manos de la muchacha, a
manera de propina. Además, le entregó cincuenta pesos con
la advertencia:
-Esto es para que, mientras yo estoy en la finca, tú vayas
a tu pueblo y saques la partida.
-Gracias, Antonio -se atrevió por primera vez y aunque
escapadizamente por parte de ella, se besaron boca a boca.
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Felipe González Toledo
-Dentro de quince días nos encontramos aquí. No me fa-
lles -fueron las últimas palabras de despedida, y Lucinda
quedó tan risueña y atontada que no acertó a prestar la de-
bida atención a la clientela del cafecito que ya había invadi-
do las mesas.
Cortés regresó puntualmente, y ocho días más tarde en
el templo parroquial de Las Aguas, cumplidamente, se cele-
bró el matrimonio.
Una hermana del contrayente y un amigo fueron los pa-
drinos.
- Yo hubiera querido -dijo Antonio Cortés- que mi her-
mano mayor fuera el padrino, pero él es representante a la
Cámara y ahora anda en gira política. Es tan difícil cuadrarlo...
Efectivamente, el hermano de Antonio era repre-
sentante. Primero fue guerrillero en los Llanos y más tarde,
habiendo contabilizado unos votos, se lanzó a la política y
pescó una suplencia de congresista que por temporadas fue
efectiva. Y al período siguiente llegó a principal".
Contrayentes y padrinos tomaron el desayuno en una cho-
colatería de la "Puerta Falsa", y Cortés y su hermana acom-
pañaron a Lucinda hasta la miserable vivienda para que
recogiera el baúl de "sus cosas' . Transitoriamente, la par:eja
se instaló en la casa de la hennana del llanero, vivienda que
no era mucho más lujosa que la de Lucinda. Y una vez allí,
Antonio y su esposa tuvieron amplia oportunidad de pla-
near el desenvolvimiento de su vida inmediatamente futura.
La temporada propia de lo que se llama 'luna de miel"
fue absorbida por las incomodidades del embarazo y la pro-
ximidad del parto.
-Así no podemos viaj ar -observó Antonio-, y es mejor
que aquí, a pesar de la desagradable instalación, nazca el
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20 crónicas policiacas
niño. Después, cuando te repongas un poco, haremos juntos
unas importantes diligencias antes de irnos para la finca.
-Como a usted le parezca -respondió Lucinda sometida-
mente.
El niño "se presentó", con un poquito de anticipación, y
en el trance la parturienta fue asistida por Lucrecia, la her-
mana de Cortés.
- ¡Es un varón! -exclamó el llanero, con el mismo entu-
siasmo de un verdadero padre-. Se llamará Antonio y lleva-
rá mi apellido.
Transcurrió poco más de una semana y la pareja inició
sus prepara ivos de viaje. Llevada en taxi, Lucinda acompa-
ñó a su marido a unas diligencias que ella no entendió. So-
lamente s dio uenta d qu la sometieron a un examen
m ' dico que lla interpr tó como un 'd alle" d considera-
ción y an1 r.
Con su au oridad inapelable el hombre dispuso:
- Es peligroso que llev mo al niño tan recién nacido, por-
que el clima caliente puede sentarle mal. Lo dejaremos al
cuidado de Lucrecia, que se ha portado tan bien y le ha to-
mado tanto cariño. Cuando cumpla unos dos meses, volve-
remos por él .
Me parece que me he extendido mucho en estos preludios
pero los creo muy necesarios para captar en su integridad
est novelón d la vida real que supera a la fantasía.
Ahora, la pareja de recién casados está en Puerto López,
en pleno Llano. Tan provisionalmente como ya es costun1-
bre, Cortés y Lucinda están hospedados en una pieza ciega,
con derecho a servicios en la vecindad, en las afueras de la
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Felipe González Toledo
población, de paso para la finca de que hablaba con mucha
propiedad el señor Cortés.
Por la muy reciente maternidad de Lucinda y las circuns-
tancias anteriores al parto el matrimonio no se había
consumado, y la pareja dormía en camas separadas que
estrechamente cabían en la piecita ciega. Pero Lucinda, una
madrugada, notó que Antonio se estaba levantando y escu-
chó cuando él traj inaba en un rincón de la minúscula habi-
tación. Adormilada, escuchó que se despedía porque debía
atender a sus quehaceres, pero que estaría de regreso antes
del atardecer. Luego oyó que cerraba la habitación y le pa-
reció que había ajustado un candado.
Lucinda quiso entregarse de nuevo al sueño, pero cuando
en su soledad pensaba en sí misma y en las rarezas de su
nueva vida sintió un dolor agudo, horrible, en el antebrazo
izquierdo. Como pudo, se incorporó, encendió la luz y vio que
una serpiente compartía su camastro. Horrorizada, de un
salto superior a sus precarias fuerzas, quiso abrir la puer-
ta que Cortés había dejado asegurada con candado, y sin
más qué hacer profirió gritos en demanda de auxiliO':
- ¡Una culebra! ¡Me mordió una culebra!
Los vecinos no tardaron en acudir y Lucinda, con sus agu-
das voces, explicó lo que le pasaba.
- ¡El brazo me está doliendo muchísimo! Estoy sola. An-
tonio madrugó a irse.
Con una llave de mecánica alguien abrió el candado, y
tres o cuatro personas entraron pero retrocedieron al ver la
serpiente enchipada en la cama.
-Es una "cuatronarices" - conceptuó el único vecino que
se acercó, y después de identificar al animal se quitó el cin-
turón y le asestó un violento lapo por el extremo de la hebilla.
La culebra, visiblemente quebrantada, trató de defenderse,
pero nuevos golpes la dominaron del todo.
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20 crónicas policíacas
-Sí. Es una "cuatronarices", que es tan venenosa -confir-
maron los vecinos que de nuevo entraron a la habitación
cuando supieron que la serpiente había sido completamente
dominada-o ¿De dónde pudo haber salido ese animal?
- Sí. Es muy raro, porque esos bichos no arriman por aquí
- comentó otro de los curiosos.
El hombre que tomó la iniciativa y comenzó por darle
muerte a la temible culebra, pasó a ocuparse de la salud de
la víctima. Y abundaron las opiniones sobre los mejores re-
medios regionales indicados para estos casos.
Los 'contras" y los medicamentos llaneros parecen in-
creíbles, pero los más escépticQs, entre quienes han atesti-
guado sus efectos, acaban por creer en ellos con la fe más
firme e incondicional. Por esto, todos los presentes, cuyo nú-
mero ya casi era un tumultuario, prorrumpieron en excla-
macione aprobatorias, cuando algui n expresó en tono
inapelable:
- Debemos salvar a esta pobre muchacha. Hay que rezar-
la. Busquemos a don Jacinto.
Buena parte de la gente se movilizó en busca del rezan-
dero, y correspondiendo a la urgencia don Jacinto llegó. Era
un hombre de cara pétrea, bien maduro sin pisar todavía la
ancianidad. Con pocas palabras ordenó despejar el recinto.
En posición de cuclillas observó el cadáver de la serpiente
que permanecía en el piso y luego tomó en sus manos la
cabeza de Lucinda, yen voz muy baja y confusa susurró sus
oraciones rituales envueltas en el silencio fervoroso y ex-
pectante de las pocas personas que permanecían en el cuarto
y de la multitud que se agolpaba a la puerta de la pieza ciega.
El brujo aspergó con un misterioso líquido el cuerpo se-
midesnudo y exclamó en voz un poco más fuerte que la de
las oraciones:
- ¡Estás salvada!
25
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Felip González Toledo
Cuando Cortés regresó, se informó del "contratiempo";
miró atentamente la culebra muerta, cuyo entierro ya había
sido ordenado por don Jacinto, y se limitó a comentar:
- ¿Por dónde pudo haber entrado este animal?
Agradeció los oportunos auxilios y anunció, dirigiéndose
a Lucinda:
- Gracias a Dios, e tás salvada, pero todavía necesitas un
tratamiento.
La muchacha, con mediano apetito, recibió de una vecina
unas cucharadas de caldo y enseguida se quedó dormida,
apaciblemente.
- Te dije que todavía necesitas un tratamiento - le recordó
Cort' a la muchacha cuando amaneció al día siguiente, y
agregó:
- Quedas e muy débil y voy a llevarte donde un curande-
ro qu sabe mucho de estas cosas.
- Thdavía tengo dolores en el brazo - respondió Lucinda- ,
y las cucharadas de caldo me provocaron vómito.
- Pero ya estás al otro lado y Freo que el viernes podemos
ir donde el curandero. Es un viaje corto y cómodo - concluyó
Cortés.
Pasadas las nueve de la mañana del viernes señalado, la
pareja abordó una rudin1.entaria canoa. Él, con los remos,
ocupó puesto en una tabla atravesada en la popa. Ella buscó
acomodo en el asiento que cierra el ángulo agudo de la proa,
de espaldas a la corriente, y echaron aguas abajo en direc-
ción - dijo Cortés- a la vivienda del curandero. De pronto, la
canoa dio un vuelco y ambos cayeron al agua.
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20 crónicas policíacas
Cortés, que llevaba ropa muy ligera, en pocas braceadas
de buen nadador fácilmente ganó la orilla. La muchacha si-
guió a merced de la corriente.
Por segunda vez, a Lucinda la tocó la muerte. Pero unos
vaqueros que pasaban por la orilla del río vieron una cabellera
que flotaba y una cabeza que de cuando en cuando emergía
del agua.
- Es una mujer que se está ahogando -dijo uno de los del
grupo de jinetes, a tiempo que alistaba su rejo y lanzaba el
"chambuque" con habilidad profesional.
- Está llena de agua, pero viva -dijo otro de los jinetes, y
se desmontó mientras su compañero, que con precisión la
había enlazado la sacaba a la orilla.
La colocaron en posición de boca abajo y con tracciones
rítmicas la hicieron arrojar todo el líquido. Sólo fueron ne-
cesarios unos pocos minutos para que la muchacha recobra-
ra plenamente el sentido y explicara lo ocurrido:
- Fue un accidente. Íbamos río abajo en una canoa que se
nos volcó. No sé por qué pasó esto, ni sé qué le pasaría a mi
marido.
Lucinda informó a los vaqueros que vivían en Puerto Ló-
pez, y les pidió que la llevaran allá.
Cuando los vaqueros llegaron con la mujer, a quien uno
de ellos, muy cuidadosamente, había acomodado en la gru-
pa de su cabalgadura, Cortés dormía profundamente, y al
ver a su mujer lanzó una expresión sin duda subconsciente:
- ¿Y esa vaina?
Después, con melifluas palabras, agradeció a los jinetes
la salvación de su esposa, y agregó, acaso sinceramente:
-Esto es un verdadero milagro... Yo también me salvé de
milagro.
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Felipe González Toledo
y explicó a los vaqueros:
-Esta muchacha se paró dentro de la canoa para cambiar
de puesto: dio un traspié y, para estabilizar el equilibrio,
apo,-ó un pie en el lado contrario al que se había inclinado.
Así comenzó el hamaqueo de la canoa, hasta que se volcó. El
río estaba bravo y la corriente me dominó sin que yo hubiera
podido hacer algo para salvarla. Gracias a Dios, ustedes le
salvaron la vida y me la trajeron. Dios es muy grande y yo
no tengo con qué pagarles a ustedes el incomparable bene-
ficio con que me han favorecido...
-Hemos perdido mucho tiempo -sentenció el "dueño" del
paseo- y yo tengo urgencia de ir a la finca. Ya han pasado
ocho días desde el accidente de la canoa, y mañana nos po-
dremos ir. ¿'Ií qué tal ereS para montar a caballo?
- Pues yo creo que no muy buena, pero como iremos des-
pacito.
- De paso llegaremos donde el curandero, que está sobre
el camino, y luego seguiremos para la finca.
Apareció, entonces, un nuevo personaje que al día si-
guiente llevó las bestias a la vivienda de la pareja. Era Cam-
po Elías Samudio, un hombre pequeño, dicharachero y
ladino, apodado "Gorgojo", que montaba en un macho de
buena alzada, inquieto y pajarero.
- En mi finca, "Gorgojo" es el encargado. Lo conozco hace
mucho tiempo y le tengo mucha confianza - dijo Cortés a
manera de presentación- oPuedes decirle "Gorgojo", porque
él no entiende por otro nombre.
Las otras dos monturas: ¡el caballo era acuerpado y moro,
y la yegua, baya y pequeñona! Cortés acomodó a Lucinda en
la tercera bestia, y para tranquilizarla le advirtió:
-Este es un animal muy mansito, especial para ti.
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20 crónicas policíacas
Cuando todos tres estaban montados, Cortés y Lucinda
se despidieron por última vez de los vecinos que habían sa-
lido a sus puertas a presenciar la partida. Abrió la marcha
Cortés y cuando la cabalgata se había alejado unos pocos
pasos las vecinas, posiblemente bajo una indefinida pre-
vención, favorecieron a la viajera con distantes y repetidas
bendiciones.
- Hola, mija - dijo Cortés cuando atravesaban un paraje
solitario, apareando su caballo con la yegua de su compañe-
ra-, la noto a su mercé como incómoda, y todavía nos falta
camino. Es mejor que cambies de bestia. El macho de "Gor-
gojo" es de paso muy fino y te llevará cómodamente.
Seguidamente "Gorgojo" recibió instrucciones de su jefe
para hacer el cambio de monturas, y mientras tanto Lucin-
da se apeó con la solícita ayuda de su esposo. Como el macho
era "cascarillas' y asustadizo, Gorgojo" 10 enc gueció con su
ruana de hilo o "muIera", a manera de 'tapaojos", para eje-
cutar la maniobra de desensillar y ensillar la bestia con la
montura de la yegua. Y cuando montaron a la muchacha en
el pajarero con su habitual acento sentencioso, Cortés le dijo
a su compañera:
- Tú eres muy novata para todo esto. Te falta mucho para
convertirte en toda una llanera. He notado que tratas de
perder el equilibrio, y por precaución vaya asegurarte.
y la amarró por el tobillo izquierdo a la acción del estribo.
Ya "asegurada", le quitó al nlacho la muIera y la sacudió
frente al hocico de la bestia. Pero el macho, peligroso y asus-
tadizo, no se mosqueó siquiera. Permaneció estático, mientras
Lucinda, con silenciosas lágrimas de fatal presentimiento,
semejaba un monumento ecuestre a la resignación.
-¡Maldita sea! - exclamó Cortés fuera de sí.
Deshizo el nudo del tobillo y desmontó a la muchacha, la
tomó de la mano y caminó unos pocos pasos.
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Felipe González Toledo
-Vea a ver, señor Cortés -musitó Lucinda, y fueron estas
sus últimas palabras.
Cortés, armado de un bordón, le asestó un garrotazo en
la cabeza, y como enloquecido la molió a palos. Ya medio
muerta la arrastró hasta el lugar donde permanecía el
estático macho. "Gorgojo" le puso de nuevo la muIera a la
bestia. Cortés volvió a atar el pie izquierdo de la moribunda;
le destapó los ojos al animal, y violentamente le azotó las
ancas. El macho se llevó en rastra el cuerpo de Lucinda y,
ahora sí, todo quedó consumado.
El médico local, improvisado de legista, practicó la
necropsia y habiendo conocido la explicación del esposo de
la difunta certificó la n1.uerte "accidental" de Lucinda Rodrí-
guez de Cortés.
Provisto de este documento, el jayán llanero viajó a Bogotá
y se presentó en la compañía de seguros dispuesto a recau-
dar la por entonces cuantiosa suma de 500 mil pesos. Este
era el valor del seguro de beneficio mutuo tomado por la
pareja de recién casados en la primera salida que Lucinda
pudo realizar, sin saber lo que hacía, pocos días después de
su parto.
Las aseguradoras, por la naturaleza misma de sus servi-
cios, son desconfiadas. Y éste era un caso de excepción que
pennitía alentar la duda. Un seguro cuantioso, tan reciente-
nlente negociado y cobrado por causa de una muerte accidental,
no se podía pagar sino mediante una n1inuciosa averigua-
ción. Contra sus cálculos, el llanero salió con las manos
vacías y con la notificación de que el pago del jugoso seguro
sólo se efectuaría n1ediante la plena aclaración de la muerte
de la esposa del reclan1ante.
La cOlupañía designó a uno de sus más hábiles inves-
tigadores, Arnold Haupt, qUien correspondió al deber
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20 crónicas policíacas
que le impusieron. Haupt viajó a Puerto López; averiguó por
los oscuros antecedentes de Antonio Cortés; descubrió la vi-
vienda de la pareja; entró en contacto con los vecinos, supo
lo de la culebra y lo del naufragio, e informado acerca del
último viaje, tuvo noticia de la participación de "Gorgojo",
sujeto muy conocido en la región por sus malas andanzas.
No fue difícil localizar a "Gorgojo", y Haupt, provisto de es-
tos datos, creyó llegada la hora de hacer una exposición ante
las autoridades de policía.
Cuando fue capturado, "Gorgojo", a quien su "jefe" se
negó a pagarle sus ser .cios, echó por el camino de la confe-
sión, al menos de los hechos que él presenció. Se dispuso una
ampliación de la autopsia, diligencia científica que practicó
un patólogo forense y quedaron a la vista las huellas de
lesiones diferentes a las atribuidas al arrastre del cuerpo
por una bestia, y con base en estos logros investigativos el
funcionario de instrucción decretó la detención de "Gorgojo"
y del reo ausente, Antonio Cortés.
C rrido lo érmino de rigor, el caso pasó al conocimien-
to del juez superior de Villavicencio, quien después de algún
tiempo, sin que Cortés hubiera aparecido, dictó el auto de lla-
mamiento a juicio de ambos sindicados por el delito de ho-
micidio, en lo relativo al autor principal agravado con las
más atroces características de asesinato.
El defensor de oficio del reo ausente apeló ante el Tribu-
nal de Villavicencio con un desganado memorial, pero poco
importaban los flacos argumentos de la defensa, porque en
ese estado del proceso entraron en juego los compadrazgos
y las influencias del hermano mayor de Cortés, parlamen-
tario y popular jefe político.
. y fue así como 'triunfaron las tesis de la defensa", y el
Tribunal revocó el llamamiento a juicio y decretó el sobre-
seimiento definitivo en favor de ambos acusados.
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Felipe González Toledo
Hasta aquí, todo muy "normal". Pero ocurrió que la com-
pañía de seguros se vio obligada a pagarle a Cortés el valor
de la póliza cuando se presentó con su absolución, y además
tuvo que reconocer el valor de los intereses de los 500 mil
pesos durante los dos años que duró el proceso y el pago
estuvo retenido.
y debo señalar otra (pequeña falla" de la justicia: la
suerte del niño de Lucinda jamás fue investigada.
Nota necesaria. Vale anotar, sin perjuicio de la veracidad
d e te relato, que como las influencias son las influencias
y la capacidad criminal no se corrige, me he permitido dis-
frazar los nombre de lo protagonista de esta repulsiva
ocurrencia que ocupa principalísimo lugar entre mis r -
cu rdo de medio iglo d periodismo.
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(
El cadáver viajero
E l rompecabezas policíaco más envuelto en misterio, en-
tre los que hayan dado trabajo a la policía y más se ha-
yan apoderado de la atención del público, es el caso llamado
del "baúl escarlata". El baúl de esta historia no era de color
escarlata, pero a algún bromista de la época se le ocurrió
llamarlo así, y todos aceptamos la denominación.
El ferrocarril del norte era de propiedad de la familia
Dávila y tenía su terminal en Nemocón, aunque se proyec-
taba llevar la línea hasta la Costa Atlántica. Cuando la
empresa pasó a poder del Estado el ferrocarril se prolongó
hasta Barbosa, Santander, y ahí quedó. Tenía su esta-
ción en Bogotá, en la carrera 15 con la calle 17, Y disponía
de un gran patio destinado a bodega de exportación. Por la
orilla de este patio pasaba un ramal y algo más de veinte
columnas tenían en su orden los nombres de las estaciones
de toda la línea. La última columna, pues, estaba distingui-
da con el nombre de Barbosa. La rutina del servicio de carga
comenzaba por el pesaje y papeleo de cada remesa. Una vez
diligenciado todo esto la carga era colocada al pie de la co-
lumna correspondiente a la estación de destino.
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Felipe González Toledo
Cierto día el personal de trabajadores de la bodega notó
un mal olor hacia el puesto de Barbosa. En principio se atri-
buyó este olor a unos cueros crudos de res que habían sido
remesados para una de las estaciones cercanas a la termi-
.
nal. Pero el mal olor siguió y cada día era más intenso. Alguien
cayó en la cuenta de que un baúl colocado en el puesto de
Barbosa desde días atrás, y en relación con el cual no se
había diligenciado la remesa, era el foco del insoportable
olor. Un bodeguero propuso abrir el baúl, y fue así como
apareció en el interior un cuerpo humano doblado y cubierto
de cal.
De inmediato se dio aviso a la policía, y de esta manera
se estableció que el cadáver forzadamente tronchado corres-
pondía a una niña de aproximadamente 15 años. Encima
del cadáver y de la cal había un sobre destinado a "Mercedes
García de Ariza-Barbosa". Ya me ocuparé del contenido de
la carta hallada en el sobre.
Primeramente, es necesario ver que el baúl era de los que
por esa época tenían las antiguas criadas para guardar su
ropa, y tal vez para esconder los objetos que de cuando en
cuando tomaban furtivamente. Era una caja de madera re-
cubierta con latas de estridentes y variados colores, desde
luego, provista además de una cerradura. Los colores de los
cuales el baúl de esta historia estaba recubierto, ya se dijo,
no eran escarlata. Pero, bueno. Desde el día del hallazgo, a
comienzos de 1945, los periódicos se ocuparon del caso poli-
cíaco, de una manera tan amplia, como se podía en aquellos
tiempos, edad de oro del folletón. Los cronistas urdieron en
torno al baúl diversas hipótesis y se esforzaron por adelan-
tarse a los investigadores. Dos detectives, reputados como
los mejores, un Pérez y un tal Bernal, apodado "Chocolate",
asumieron el caso. Correspondió dirigir la investigación a
un veterano y respetable juez de instrucción criminal, el doc-
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20 crónicas policíacas
tor Vicente de J. Sáenz. El equipo investigativo así integra-
d.o se entregó del todo al empeño de descifrar el enigma.
Dos o tres líneas burdamente trazadas contenía el sobre
hallado en el baúl. "Guárdelo en el caidizo de Luisa". Inves-
tigadores y periodistas viajaron a Barbosa, pero no dieron
con la destinataria de la macabra remesa. Ni tuvieron noti-
cia del "caidizo de Luisa". Sin embargo, las averiguaciones
se extendieron a Puente Nacional, Cite y creo que hasta Vélez.
La pista contenida en el.sobre no dio ningún resultado posi-
tivo. Los reporteros policíacos trajinaron por sus propias
pistas, pero su actividad fue nula. Recuerdo que un colega
se dedicó a visitar las tiendas de la carrera 11, donde ven-
dían baúles, pero a ninguna conclusión pudo llegar.
Madres cuyas hijas quinceañeras habían desaparecido,
Dios lo sabe cómo y con quién, al plantearse este enigma,
tuvieron el "pálpito" de que se iba a acabar su angustia, y
venciendo el humanísimo terror visitaron el anfiteatro de
Medicina Legal, pero salieron con la misma inquietante duda
porque el cadáver estaba irreconocible. Un cálculo científico
indicaba que la muerte debió sobrevenirle a la muchacha no
menos de 17 días antes. Contribuyó además a la desfigura-
ción la "postura" en que había estado "empacada" durante
todo ese tiempo. Sin más qué hacer, algunos reporteros en-
trevistaron a las mujeres llorosas que deseaban entrar a la
morgue. Total: cero.
Los médicos forenses le calcularon a la víctima del oscuro
crimen una edad oscilante entre los 14 y los'15 años, y ano-
taron algunos detalles de relativa utilidad para una remota
identificación. Ejemplo, la longitud promedio del cabello, la
estatura y el tamaño de las orejas, de los pies y de las manos,
además de que realizaron una reproducción de la dentadu-
ra. Por el examen de las uñas de pies y manos, burdamente
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Felipe González Toledo
cortadas, llegaron a la conclusión de la categoría social de la
muchacha, algo menos que mediana. En fin, se hizo en
medicina forense cuanto fue posible, pero los conceptos
contenidos en el informe de la necropsia no prestaron
utilidad a la investigación. Los reporteros especializados les
seguíamos los pasos a los detectives para saber por dónde
iban, pero todo fue en vano.
El caso del "baúl escarlata", con hipótesis renovadas
apareció en los periódicos de Bogotá hasta el final de 1945
y poco a poco el despliegue de prensa vino a menos. Después
sólo de cuando en cuando, los periodistas se ocuparon del
indescifrable enigma.
Tan agotadas estaban las averiguaciones que el investi-
gador Vicente de J. Sáenz acabó por caer en una t ntación
propuesta por el detective Chocolate'., El hábil sabue o
como solían llamarlo algunos reporteros de la época en tono
confidencial informó al investigador que por los lados de Las
Cruces tenía sus reuniones un grupo de espiritistas que con-
taba con una médium maravillosa y desconcertante. Y acabó
por convencer al doctor Sáenz de asistir con él a una sesión
de espiritismo. El veterano juez, funcionario ejemplar, repo-
sado y serio, accedió a la invitación de <
'Chocolate", y no hay
para qué decir que al salir de la reunión de Las Cruces, ade-
más del fracaso del recurso, el juez de instrucción criminal
se llevó un sentimiento de disgusto consigo mismo. El paso
que acababa de dar estaba reñido con las normas investiga-
tivas y lo dejaba un poco untado de ridículo. Para autocon-
solarse, según indiscreción de "Chocolate", el severo juez
dizque dijo:
-La peor diligencia es la que no se hace...
En fin, hubo de todo a lo largo del esforzado empeño de
solucionar el rompecabezas. Por mi parte, debo confesar una
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20 crónicas policíacas
ocurrencia que, aunque nada tiene qué ver con el caso del
''baúl escarlata", sí vale recordarla, aun apelando al mismo
autoconsuelo del juez Sáenz. Una noche me cayó al periódico
un visitante que me llevaba una "revelación". En un hotelito
de San Victorino, del cual hacía parte una cantina con puerta
sobre la calle, estaba hospedada una santandereana que decía
poseer el secreto del oscurísimo caso en investigación.
Con alguna frecuencia la visitaban "Chocolate" y otro detec-
tive, y dizque ellos le pagaban el hospedaje. De noche, la
mujer la pasaba en la cantina, siempre hablando del mismo
tema del baúl. Era fácil verla e identificarla. Hacia las 8 de
la noche siguiente fui a la cantina indicada por mi visitante
y lentamente me tomé una cerveza. En una mesita cercana
estaba acodada una mujer algo madura y de marcado
acento santandereano; "ésta es", me dije, y le presté toda mi
atención. En efecto, no tardó en hacer referencia al caso que
me interesaba. Le formulé alguna pregunta más o menos
vaga, y así se inició el diálogo. La invité a tomar una cerveza
conmigo y ella aceptó sin vacilaciones. Tres o cuatro cerve-
zas consumimos y tuvo sobrado tiempo de hablar sobre su
tema preferido. Muy fácil fue darme cuenta de que su ver-
sión era banal, aunque urdida con alguna inteligencia. Algo
más me ocurrió en esa ocasión. Fue que la cerveza, ya sobre
los dos litros, comenzó a presionarme, y como la cantinera
me dijo que el sanitario estaba adentro, en el hotel, preferí
satisfacer mi urgencia en un poste cercano, y ya para ter-
minar, fui atacado, de verdad, verdad, por un perro feroz.
Me arruinó la pierna derecha del pantalón y la huella de la
dentellada me quedó en la flaca pantorrilla. Tras la apenas
confesable aventura regresé a la tienda a pagar el consumo.
-Le destrozaron el pantalón -dijo la santandereana-, y
eso fue el perro que anda por ahí, que dicen que está rabioso.
La mujer se interesó en apreciar el mordisco, y exclamó:
-¡Ay, Virgen Santa! Si el perro está rabioso, la cosa
es grave.
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Felipe González Toledo
Al día siguiente las "revelaciones" de la santandereana
aparecieron en el periódico, con el nombre del autor de la
información. Sorpresivamente la mujer me hizo una llama-
da telefónica; bromeó por el engaño de que la hice víctima
al no advertirle los motivos de mi interrogatorio. Me contó
que los detectives la habían regañado por la infidencia y me
preguntó cómo seguía del mordisco. Me informó que el perro
ya había mordido a varias personas que estaban en
tratamiento y acabó por recomendarme que tuviera cuida-
do. Dos o tres noches después, con el toquecito de preocupa-
ción que me dejó con lo del perro, volví a la tienda. No la
encontré, pero la cantinera me contó que un policía había
matado al perro y que lo había llevado no sabía a dónde,
para que lo examinaran. Que le quitaron la cabeza y el
examen comprobó que tenía rabia. Sin pensarlo más, a la
mañana siguiente fui al Instituto Samper y Martínez, única
entidad encargada de estas cosas de la hidrofobia o mal de
rabia. 'IUve que someterme a las 21 inyecciones antirrábicas
de rigor en esos tiempos. Recuerdo que le correspondió apli-
carme las inyecciones a una gentilísima enfermera herma-
na del inolvidable Fray Lejón. Y por mi habitual temor a la
aguja, aquellas inyecciones fueron 21 mordeduras de perro
rabioso.
Un período relativamente largo transcurrió sin que los
diarios volvieran a ocuparse del caso del baúl, y de pronto,
un domingo, uno de los más prestigiosos periódicos de Bogotá
destacó en primera página y bajo gruesos titulares una no-
ticia que nos dejó fríos a los reporteros policíacos. Nada me-
nos que la solución del misterio. El autor anunciaba la
publicación de cinco crónicas con minuciosos detalles de su
"verdad". La "solución", muy resumidamente, era la siguien-
te: en una casa campesina de Mesitas del Colegio había ocu-
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20 crónicas policíacas
rrido un accidente. Una lámpara de gasolina estalló, el
combustible se regó y le causó quemaduras a una mucha-
cha, especialmente en la cabeza. La trajeron a Bogotá y la
hospitalizaron en San Juan de Dios. La muchacha murió y
como nadie reclamara el cadáver lo enviaron a la facultad
de medicina para las experiencias morfológicas de los estu-
diantes. Decía la versión que el cadáver no era utilizable
para las finalidades didácticas, y agregaba que un grupo de
alumnos urdió un rompecabezas para la policía y, mañosa-
mente, los despojos empacados 'en el baúl fueron llevados a
la estación del ferrocarril del norte y colocados en la colum-
na que señalaba el lugar para el cargamento destinado a
Barbosa.
Recuerdo que esta "chiva" me puso en trance de contro-
versia y de rebeldía con n1ijefe de entonces, Alberto Galindo.
Confi so qu el ca o n1e golpeó duramente, pero alegué: "No
creo en esta versión, pero no dispongo de argumentos para
refutarla ni estoy dispuesto a uncirme a la revelación".
Yo estaba totalmente despistado. Había pasado el fin de
semana fuera de Bogotá, y acababa de llegar al periódico, ya
entrada la noche. No había nada qué hacer y no escribí nada,
a pesar de haber sido enérgicamente coaccionado para pro-
ducir algo.
El lunes, muy preocupado, me fui al Hospital de San
Juan de Dios. Por fortuna, encontré que el administrador era
amigo mío, y esta circunstancia favoreció mis averiguacio-
nes. El funcionario me puso en comunicación con la religiosa
que directamente atendió a la muchacha quemada. Esa
misma mañana se había publicado, "A paso de vencedores",
la segunda parte de la serie anunciada, y en el hospital es-
taban siguiendo con interés el relato. La religiosa, a quien
yo le decía una veces "madre" y otras "hermana", me resultó
muy amable. Minuciosamente me explicó el proceso de la
atención hospitalaria y, de pronto, me dijo algo sumamente
importante. Cuando la muchacha fue recibida en el pabe-
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Felipe González Toledo
llón de quemados, la monja procedió a atusárle la cabeza
con el mayor cuidado, para poder hacerle las curaciones que
requería. Me informó, además, que cuando la niña murió la
depositaron en la margue y le avisaron telefónicamente a un
pariente de la familia campesina que trabajaba en Bogotá y
se interesaba por la salud de la muchacha quemada. El pa-
riente se apersonó del entierro, y hasta ahí supieron en el
hospital. No sobra agregar que, de acuerdo con las informa-
ciones de San Juan de Dios, la muchacha acababa de cumplir
18 años, edad bien distinta de la calculada por los médicos
forenses. El primer dato planteaba un interrogante incon-
testable: si la niña fue atusada, ¿por qué el cadáver embau-
lado tenía una cabellera de 17 centímetros, según el informe
médico legal? Este solo detalle derrumbó las 'revelaciones"
en serie. Para sostener la "caña", desvió la serie preparada
para refutar a su contradictor, con la afirmación d que yo
ignoraba que el cabello crece después de la muerte.
Realmente nunca tuve oportunidad de peinar el cadáver
del baúl, pero me confiaba en los médicos forenses. Es cierto
que el cabello, cuyo crecimiento es vegetativo, después de la
muerte aumenta unos dos o tres milímetros, pero las células
donde se originan las raíces también mueren y se paraliza
el e ecimiento capilar. Y ni estando muy vivo, a nadie le cre-
ce el cabello 17 centímetros en tres semanas. Arguyó el cro-
nista en referencia que los médicos legistas incurren en errores
garrafales, y los médicos legistas se pusieron furiosos .
Vanidosamente, el detective "Chocolate" estaba conven-
cido de su gran prestigio por las alusiones que solían hacerle
en la prensa, y para disfrazar su fracaso en lo del "baúl es-
carlata" acomodó el cuento y le hizo la revelación exclusiva-
mente al periodista que "se la tragó entera".
Creo que a todos los periodistas de mi especialidad, sin
excluir a los que se desempeñan actualmente en esta tarea,
nos han sobrevenido pequeñas adversidades que más mere-
cen el calificativo de funestas que el de contratiempos, pero
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20 crónicas policíacas
que a pesar de su insignificancia nunca se olvidan. Ya citaré
un caso. Las averiguaciones cuya conclusión me permitió
refutar la leyenda construida sobre la niña de la cabeza atu-
sada no se limitaron al Hospital de San Juan de Dios, lla-
mado también de la Hortúa por el nombre de los terrenos
donde fue construido. Mis averiguaciones se extenc#eron a
la Facultad Nacional de Medicina que por aquel entonces
funcionaba en la calle 10, frente al Parque de los Mártires.
Deseaba agotar el seguimiento del cadáver de la "embaula-
da". A sabiendas del fuerte impacto que recibe el profano al
entrar a una sala de anatomía, me arriesgué a pasar por
entre dos filas de mesas que sostenían cadáveres humanos
completos o medio desintegrados. Me atendió un profesor a
quien le expliqué mis empeños.
- El cadáver embaulado del que habla la prensa - dijo el
profesor- nunca estuvo aquí.
y me llevó hasta un escritorio donde se asentaba la "con-
tabilidad" de entradas y salidas de cadáveres a la sala de
anatomía. Efectivamente, entre las fechas básicas no figu-
raba ningún caso que acusara semejanza, siquiera remota,
con el objeto de mis averiguaciones.
Mientras dialogábamos con el profesor fue formán se
un grupo de estudiantes que fácilmente adivinaron el motivo
de mi visita, y juguetonamente desbarraron contra la pren-
sa. Cautelosamente traté de mantenerme a distancia de los
estudiantes, pero algunos de ellos, con expresión burlona se
me acercaron demasiado y me invitaron a que presenciara
el trabajo que estaban ejecutando.
-No me interesa - respondí con cobarde negativa, con ex-
presión falsamente alegre y fingida camaradería. Sin más
que un ademán me despedí y salí de aquel macabro ámbito.
La baja calle 10 era transitada por gente ordinaria, de la que
pululaba en los contornos de la plaza de mercado de la Con-
cepción. Y todos los transeúntes parecían vivos. Ninguno
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Felipe González '!bledo
estaba despresado. Los que iban y venían sólo parecían en-
sordecidos por el rodar del tranvía municipal. Todo era vida.
Vida sucia, pero vida. Y para ahuyentar el recuerdo de la
visión macabra de minutos antes, quise fumarme un
cigarrillo. Me lo puse en los labios y busqué los fósforos en
el bolsillo derecho del saco, donde encontré un cuerpo
extraño. Hago mal en decir "cuerpo", porque era sólo un
dedo. Un dedo humano. Confirmé que era un dedo, por la
uña con mugre. Crispado de terror lo arrojé a la calle. Si su
hallazgo hubiera generado otro misterio, yo lo habría desci-
frado.
Nunca la prensa volvió a ocuparse del baúl.
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Cuerpo de mujer por libras
E n una fracción de San Antonio de 'lena, el municipio
ahora llamado San Antonio del Tequendama, a alguna
distancia de la población tenían una parcela los padres de
Teresa Buitrago, más comúnmente llamada Teresita, cuya
vida y cuya muerte dieron para mucho. En su lugar de na-
cimiento pasó Teresita su niñez y su primerajuventud. Alos
15 años ya se había revelado como una mujer de admirables
atractivos. Después de terminada la escuela rural, dio en
bajar de la montaña al pueblo los domingos y días festivos,
para asistir a la misa mayor. Y se dice que la feligresía ju-
venil, y también la madura, desatendía el ritual de los ofi-
cios religiosos para mirar y admirar a la bella campesina.
Andando el tiempo, cuando Teresa ya había cumplido los
18 años de edad, se fugó con un forastero a Bogotá. En esta
primera experiencia, Teresita no encontró lo que buscaba.
La ciudad la recibió no muy bien. Le correspondió vivir la
misma suerte adversa que tantas mujeres del campo han
sufrido. Primeramente, debo hacer notar que la transición
de los alpargates del campo a los zapatos de la ciudad le
originó inconvenientes y calamidades que le duraron por el
Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Felipe González Toledo
resto de su vida. Los pies se le avejigaron y se le encallecie-
ron. La pobre mujer era muy hermosa, pero caminaba muy
mal. Sus andares, en todo sentido, eran muy descalificables.
Otra de las calamidades iniciales que sufrió Teresita en
Bogotá fue la fuga de su compañero de viaje, como también
compañero de hotelito durante breves días. Sin más que ha-
cer, poco a poco se entregó a la prostitución. Echó a merodear
por San Victorino, parándose en las esquinas a descansar y
a esperar al que hubiera de venir. Bien pronto se dio cuenta
de que esto no era lo que ella esperaba encontrar en Bogotá,
y para tentar suerte trasladó sus hermosos atractivos a los
anocheceres de la carrera Séptima. No le faltaron los admi-
radores, pero ella dio en preferir a los que pasaban en auto-
móvil y le lanzaban miradas lujuriosas pero que parecían de
gula. Pronto se relacionó bien. Frecuentemente, se economi-
zaba el hotel, yéndose a pasar la noche con el que la invitara.
En esta vida pecadora, pero ya un poquito por lo alto, pudo
hacer sus ahorros y compró en Chapinero, en la calle 59,
pocos pasos abajo de la Avenida Caracas, una casa pequeñi-
ta. Instaló allí un bar y en el interior acomodó su dormitorio,
que en poco tiempo llegó a ser relativamente lujoso. En el
bar vendía licores y cervezas a precios relativamente altos,
y de esta manera pudo seleccionar su clientela y lograr un
amplio margen de utilidad. Se sabe de varios personajes que
la visitaban con relativa frecuencia, y al fin de las veladas
el último de los consumidores se encargaba de trancar bien
la puerta.
Teresita tuvo un amante permanente, que toleraba las
visitas nocturnas, porque las creía o quería creerlas ocasio-
nales. Este amante era Pacho Díaz, un vago perteneciente
a acomodada familia de la provincia del Guavio. Como todas
las personas inútiles, Pacho Díaz tenía su gracia. Era un
espléndido jinete, condición a la cual le sacó algún provecho,
pues los criadores de caballos de paso lo mandaban a las
exposiciones de la región sur de los Estados Unidos. Un ca-
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20 crónicas policíacas
ballo colombiano montado por Pacho Díaz ofrecía un verda-
dero espectáculo y se valorizaba la bestia en negocio.
Pacho, para evitarse malos momentos, visitaba a Teresi-
ta de día, y si alguna vez lo dominaba la tentación de ir de
noche y encontraba cerrada la puerta, no se animaba a gol-
pear y seguía su camino. El chalán quería mucho a Teresita.
Ella también lo quería, pero no mucho. Lo trataba con ter-
nuray le soportaba sus necedades. En ocasiones, Pacho par-
ticipaba en las reuniones nocturnas, aunque no después de
las 10. Rigurosamente, pagaba el valor de sus consumos y
alguna participación tomaba en la tertulia. Desde luego,
siempre observaba una discreción irreprochable. De aque-
llas reuniones era muy asiduo un personaje que fue muy
popular en Bogotá: "El Loco Zamorano". Este personaje,
frustrado médico, era valluno, pero por el muy amplio círcu-
lo de sus amistades era más bogotano que todos los bogotanos.
Dueño de un ingenio junto al cual los de su tierra vallecau-
cana eran sólo "matecañas". Era inagotable el ingenio de "El
Loco Zamorano", y, generalmente, su charla se apoderaba de
la tertulia donde Teresita. Su gusto por el aguardiente lo
hacía cliente diario del bar de la 59, y se oyó decir que Tere-
sita le hacía descuentos especiales. Por los tiempos que re-
cuerdo, poco después de finalizar la Segunda Guerra Mundial,
llegó a Bogotá un italiano, veterano de las tropas de Musso-
lini. Se llamaba Angelo Lamarcca, y un día cualquiera la
casualidad lo llevó al bar de Teresa Buitrago. La dueña del
establecimiento había entrado ya en sus 40 años y conser-
vaba su hermosura y todos sus atractivos. Mientras no tuviera
que caminar todo estaba bien. El italiano, en su dulzarrón
idioma, le dijo a Teresa quién sabe cuántas cosas, y ella que-
dó prendada. En una segunda o tercera visita el inmigrante
le propuso matrimonio a Teresita. Casarse era lo único que
le quedaba por hacer. Pensó en la importancia de ser la se-
ñora de "alguien", y aceptó la propuesta.
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Felipe González Toledo
Pacho Díaz supo lo del matrimonio y abrumó a su amante
a consejos en contra del descabellado propósito.
Muy importante resulta ver que un buen tiempo antes,
mucho antes de la llegada del italiano a Bogotá, Teresa Bui-
trago tuvo un contratiempo de extrema gravedad. Ella tenía
unos vecinos que en un lote de la cuadra guardaban zorras de
tiro. Eran gente ordinaria. Al fin y al cabo, carreteros. Los
Ballesteros, que así se llamaban, nunca entraban al bar de
Teresa, porque los precios y el ambiente los rechazaban.
Un anochecer, por los comienzos de 1946, uno de los malos
vecinos entró con su acostumbrada ordinariez, de overol
grasiento, pésinla estampa, más mal encarado que nunca.
Era, precisamente, el más patán de todos. Con expresiones
soeces pidió una cerveza, y Teresa le respondió:
-A usted no le vendo nada.
La reacción de Ballesteros a la negativa fue una serie de
ultrajes, y hasta trató de darle a Teresita un puñetazo por
encima del mostrador. Como la escena tomó alcances de vio-
lencia Teresa abrió la gaveta y sacó un revólver. Un peque-
ño revólver de esos de calibre 22, que son más juguete que
arma, y le hizo un disparo al vecino amenazante. Pero fue
un disparo certero, pues el proyectil le dio en el centro del
ojo derecho, yesos proyectiles que pegan en el ojo se van
directamente a los centros nerviosos y causan la muerte in-
mediata. Ballesteros cayó y su cadáver quedó tendido frente
al mostrador del bar. Un transeúnte que justamente pasaba
por el frente oyó la detonación, contempló durante un par de
segundos la trágica escena y corrió para llamar a un policía.
En este mismo momento yo me encontraba a poco más de
una cuadra del lugar de los acontecimientos. -Vi que un po-
licía corría y, animado por la certidumbre de que por ahí
había una noticia, también corrí. Cuando llegué, en el an-
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20 crónicas policíacas
dén había una media docena de curiosos que estiraban el
cuello para mirar hacia adentro. Pasé por entre los curiosos
hasta el mostrador, y fue así como conocí, en tan memorable
ocasión, a Teresa Buitrago. Presencié una escena verdade-
ramente impresionante. A mis pies estaba tendido el cadá-
ver de un hombre rudo, y en el puesto de ventera estaba una
mujer de hermoso rostro, en actitud extraña y con el sem-
blante intensamente pálido. Tanto que parecía una estatua
de mármol. Cuando la interrogué, sólo me dio su nombre,
porque el policía intervino y le prohibió que hablara. Cuan-
do observaba el cadáver, el policía, con bolillo enarbolado,
me ordenó salir. Entre los curiosos supe el nombre del difun-
to, y me di por suficientemente informado.
Poco más tarde se iniciaron las primeras diligencias ju-
diciales, pero a esa hora yo ya estaba en el periódico. El proce-
so tomó su curso normal, Teresa demostró abundantemente
que a su actuación la había impulsado la legítima defensa,
y bien pronto la justicia la dejó en libertad.
Afortunadamente, un viejo amigo me había hablado del
bar de Teresa y me había contado toda su historia, desde su
niñez en la parcela de San Antonio.
Al salir de su corta prisión, Teresita reabrió su bar y se
reanudaron las tertulias de amigotes, inclusive con la
asistencia de Pacho Díaz, así como tampoco podía faltar
"El Loco Zamorano".
Por estos tiempos llegó el italiano; su rápida propuesta
matrimonial fue aceptada por Teresita con la misma celeri-
dad. La celebración del matrimonio cambió las costumbres
en el bar de la 59. Los contertulios, exceptuado "El Loco Za-
morano", se ahuyentaron poco a poco. Pacho Díaz y Lamarc-
ca, el nuevo amo de casa, se miraban muy mal. Cierta vez,
pasado de copas el italiano insultó a Pacho con las expresio-
nes que tan rápidamente aprenden los extranjeros, y Pacho
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Felipe González Toledo
le respondió con un puñetazo que puso en fuga al excombatien-
te hacia el interior de la casita. Desde entonces, para refe-
rirse a Pacho Díaz, Lamarcca decía: "Ese animale feroche".
El italiano dio en tratar muy mal a Teresita. La causa
más señalada de este malestar doméstico eran los celos por
la relación de su esposa con Pacho Díaz, a quien ella, real-
mente, le dedicaba una no disimulada deferencia. Teresa salía
a la defensa de Pacho, y la casita de la calle 59 se convirtió
en un verdadero infierno. Frente al templo de San Francisco
me encontré con Pacho Díaz, quien con expresión de angus-
tia me contó que Teresita había desaparecido desde hacía
por lo menos cuatro días. Inclusive me rogó que publicara
algo en el periódico, relativo a la misteriosa desaparición, y
agregara que Pacho la buscaba afanosamente. El antiguo
amante de Teresa se dispuso a denunciar ante las autorida-
des el extraño caso y, efectivamente, aquel mismo día, ante
el juez de permanencia del norte formalizó la denuncia.
La petición que me formuló Pacho Díaz fue atendida, y lo
de la desaparición se publicó inmediatamente. Poco tiempo
después, algo menos de una semana, en el lecho fangoso del
río Fucha fueron halladas dos maletas, cuyo pestilente olor
aconsejó a los autores del hallazgo a pedir la intervención
de la policía. Un breve examen fue suficiente para compro-
bar que las maletas contenían los despojos mortales de una
mujer. En una de ellas encontraron las piernas, los brazos y
la cabeza y en la otra, el tronco.
Publicado el macabro encuentro, Pacho Díaz fue a la
margue, y en los despojos reconoció a Teresita. Por las sos-
pechas que contra el italiano formuló Díaz en su denuncia,
el investigador llamó a declarar a Angelo Lamarcca. Tam-
bién Lamarcca reconoció en los despojos a su esposa, y este
primer enfrentamiento con la justicia lo sobrellevó con una
pasmosa serenidad. Con la misma frescura que le era habi-
tual, y fingiéndose desconcertado, el italiano rindió ante el
investigador una amplia declaración. Tanto que el juez lo
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20 crónicas policíacas
dejó en libertad con la sola condición de presentarse al juz-
gado dos veces por semana.
El informe de los médicos forenses incluyó una observa-
ción que dio una pista a los investigadores. Los cortes reali-
zados para separar los brazos, las piernas y la cabeza debieron
ser hechos por un experto. Algo así como un médico o un
matarife de ganado.
Como el último de los contertulios habituales de la 59 fue
"El Loco Zamorano", y este caballero, en su frustrada carre-
ra de médico, cursó las experiencias de anatomía, sobre él
recayeron sospechas de haber colaborado, cuando menos, en
el "despresamiento" de Teresa. Sin vacilar, eljuez investiga-
dor expidió orden de captura contra Zamorano, y así, el po-
pular personaje fue a pasar malos días y peores noches en
los calabozos de la Seguridad, calle 12 con carrera 3ª. Como
resultado del interrogatorio a que fue sometido el señor Za-
morano se transparentó su absoluta inocencia.
Vale recordar que cuando Zamorano fue dejado en liber-
tad, después de cuatro días de abstención etílica, entró a
una tiendita de la carrera 3ª, la primera que encontró a su
paso, y pidió:
-Mi señora, déme ya una cerveza.
Amablemente la dueña del tenderete le pidió una acla-
ración:
-¿Quiere Bavaria °Germania?
- 'Lamarcca" no importa -respondió "El Loco Zamorano"
con su habitual repentismo.
El mismo día yen los inmediatamente siguientes, Zamo-
rano deleitó a sus amigos del histórico Café Automático con
el relato de su aventura judicial, salpicado de anécdotas di-
vertidísimas.
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Felipe González 'Ibledo
El proceso siguió su lento curso y, abrumado por indicios,
Lamarcca fue llamado a juicio por el juez superior. En la
audiencia pública, los abogados aprovecharon los vacíos de
la investigación para ahondar las dudas, yen esta etapa se
produjo la absolución del jurado, veredicto que acogió eljuez
de la causa al dictar la correspondiente sentencia. La deter-
minación absolutoria dio lugar a comentarios, casi todos ad-
versos, en el ambientejurídico de Bogotá, y los observadores
afirmaron que el fallo sería revocado por el tribunal supe-
rior. Sin embargo, de acuerdo con las decisiones pertinentes,
se le concedió a Lamarcca la libertad condicional, mediante
una fianza mínima. El preso, al quedar libre, se constituyó
en el único heredero de la esposa asesinada, vendió sus de-
rechos sobre la casita y con esos recursos desapareció.
Evidentemente, el fallo fue revocado por el tribunal su-
perior, entidad que dispuso la tramitación de un nuevo ju-
rado. Pero el reo ya estaba muy lejos. Año y medio después
se supo que Lamarcca había muerto en una cárcel de Cara-
cas, víctima de un cáncer atroz.
Teresita Buitrago vivió de su cuerpo, vendiéndolo o alqui-
lándolo a altos precios. Pasó una buena vida, pero acabó des-
cuartizada. Casi para vender el cuerpo por libras, aunque
Pacho Díaz habría sido el único comprador.
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El crimen del prebendado
No estoy muy seguro de si esta crónica, relativa a hechos
registrados hace muy cerca de 200 años, encaja dentro de
la presente erie. Pero ,e nece ario ver que se trata de un
caso policíaco muy interesante, que muestra la investiga-
ción penal de hace siglos.
P or extraño que parezca, al canónigo Armendáriz no lo
designaban por apodo alguno. Más extraño aún si se
tiene en cuenta que fue contemporáneo del canónigo don
Manuel de Andrade, a quien merecida o Inmerecidamente,
pero muy a sabiendas suyas, llamaban "El Buey". Y no es
que Armendáriz fuera más acreedor a respeto que su compañe-
ro de Capítulo Catedral. Por el contrario, "El Buey" Andrade
aventajaba al prebendado Armendáriz en riqueza, de la cual
dio muestras al costear más de la mitad de la obra del acue-
ducto de San Victorino.
Armendáriz fue un clérigo opaco. Interinamente desem-
peñó la dignidad de sochantre o paborde, o algo así. Pero era
retraído y casi sórdido. Si nos parece raro que no se le dis-
tinguiera por apodo alguno es porque Armendáriz sufría de
una muy visible particularidad. Tenía tan larga la primera
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Felipe González Toledo
muela bicúspide superior de la derecha, que cuando cerraba
la boca, por más que apretara los labios, la horrible pieza
dental se le quedaba por fuera. Quienes lo vieran de perfil,
por el lado izquierdo, acaso lo pasaran inadvertido. Pero quie-
nes lo vieran por la derecha, subconscientemente debían
asociar a su distraído transcurrir la imagen de un elefante.
Porque, además de la saliente bicúspide, la nariz prominen-
te y de base caída contribuía a la semejanza. Sin embargo,
no se le recuerda por ningún apodo. La muela aquella, para qué
decirlo, debió influir sumamente en las maneras y la vida
del prebendado.
N o tendría importancia la muela, por sí misma, a pesar
de su tamaño, si no estuviera asociada a un hecho extraordi-
nario registrado en Santa Fe al finalizar el siglo XVIII, que
sin lugar a dudas se puede reputar como el que originó la
primera investigación criminal de carácter científico. No por-
que entonces se tuvieran nociones de lo que ahora llaman
"técnica policial", sino merced a la intuición de un ladino
barbero que se llamaba Bernabé, que vivía en la calle de San
Hilarío y que era muy amigo de meterse en todo lo que no le
importaba.
El hecho verídico que ahora nos ocupa ocurrió en los me-
diados de agosto de 1797; por los días de la muerte del arzo-
bispo Martínez Compañón y bajo el virreinato de don Pedro
Mendinueta. Pero sus consecuencias, un tanto borrosas, se
extienden hasta los dos o tres primeros años del siglo XIX.
Dejemos por ahora al prebendado y a su muela para as-
cender por las empedradas y fatigantes callejuelas de Be-
lén, donde habremos de hallar a Rosa Tabares, otro de los
más importantes personajes de esta historia policíaca. Rosa
era una rolliza mulata que viVÍa en una pieza ciega, arriba
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20 crónicas policíacas
de la "Piedra Ancha". Tenía 30 años, poco más, poco menos,
y ganaba la vida en el arreglo de ropas de estudiantes. Pero
ganaba más, según las malas lenguas, prescindiendo de las
ropas. Se quería decir que no todo el tiempo lo destinaba a re-
mendar calzones y a alisar camisas y que la pieza ciega, a
ratos, permanecía sospechosamente trancada por dentro.
Era muy graciosa la mulata, y a distancia la reconocían
por sus estridentes carcajadas.
De Bernabé, el barbero de la calle de San Hilario, el ter-
cero y quizás el más importante de los personajes de este
relato, nadie recuerda el apellido. Pero no hace falta. Ber-
nabé como todos los barberos, era dicharachero y ladino,
sabía mucho de la vida de los demás y no solamente mane-
jab las tijeras y la navaja sino que ejercía la exodoncia.
Agobiados por el reun1a con abultado cachete sostenido por
pañuelo anudado en la coronilla mucho santafereños lle-
garon a la barbería de Bernabé resueltos a dejarse arrancar
no sólo la muela sino las carracas. Y su destreza en el ma-
nejo del gatillo le dio a Bernabé un prestigio superior al que
disfrutaban los demás barberos.
Por aquella época, no sobra decirlo, no existía la aneste-
sia. Pero Bernabé, que indudablemente era superior a su
tiempo en la práctica la empleaba. Porque con sus historio-
nes y chismes anestesiaba a los pacientes, y si bien no logra-
ba insensibilizarlos contra el violento tirón del gatillo, en
cambio les ahorraba el inquietante y angustioso prólogo de
la operación. Y como la historia quedaba pendiente, inte-
rrumpida por la sacadura de la muela, Bernabé la continuaba
a manera de atención posoperatoria, mientras el paciente
escupía sangre y hacía buches de agua de amapola.
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Felipe González '!bledo
Conocidos los tres principales personajes de esta verídica
historia, poco a poco debemos ir penetrando en los detalles
de lo ocurrido y estableciendo relación entre ellos y los he-
cho~. En la misma calle de San Hilario, entre San Juan de
Dios y el río San Francisco, es decir, en lo que ahora es la
Avenida Décima entre la calle 12 y la Avenida Jiménez de
Quesada, en los altos de una colchonería, vivía el canónigo
Martín Armendáriz.
Por extraño designio, pues, se hicieron vecinos la gigan-
tesca muela y el hombre adiestrado en la exodoncia. Cualquie-
ra habría jurado que Bernabé le tenía ganas a la saliente
bicúspide del canónigo. Sin embargo, ocurría al contrario.
Le tenía miedo. Así lo demostró cuando una tarde, en son de
charla, a la puerta de la barbería se acercó el prebendado y
tras de algunos rodeos le dijo a su vecino:
"Hombre, Bernabé: a veces me dan ganas de que me
arranque esta muela que ha dado en dolerme".
Sobrada cuenta se dio el ladino barbero de que la muela
no le dolía al canónigo. No tenía por qué dolerle.
Sencillamente, le estorbaba, porque lo afeaba mucho, y lo
del dolor era sólo un pretexto para buscar una ventaja fiso-
nónüca. Y con fingida reverencia, Bernabé se excusó de
practicar la operación. Dijo qu~ el gatillo estaba un poco
averiado, pero que un amigo, ferretero de Cartagena, debía
traerle de España uno nuevo. Y con este consolador embuste
se excusó de aceptar el duelo a muerte con la muela.
Desde luego, Bernabé aprovechó para hacerle un breve
examen a la dentadura del prebendado, más por satisfac-
ción de su curiosidad que por sincero deseo de complacerlo.
La muela era muy respetable y resultaba mejor dejarla quieta.
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20 crónicas policíacas
Semanalmente, cuando menos, Bernabé se daba una
vuelta por el barrio de Belén, y demoraba en la pieza ciega
de la "Piedra Ancha". Ninguno de los malpensados vecinos
de por allí pudo decir que las visitas del barbero a la·mulata
coincidieran con el sospechoso empleo de la tranca tras de
la puerta. Aunque nada raro habría tenido porque Bernabé
era un cuarentón, soltero, alegre y entrador. Es evidente, en
cambio, que la mulata Rosa Tabares arreglaba la ropa del
barbero, porque así se demostró cuando sucedió el extraño
caso del que ahora nos ocupamos.
Fue por los días de la muerte del arzobispo Martínez
Compañón, cuyo fallecimiento conmovió a los santafereños.
Se cuenta que el14 de agosto de 1797, a los seis años y cinco
meses de su gobierno espiritual, el señor Compañón enfer-
mó tan gravemente que en esa misma fecha le llevaron los
Santos Sacramentos. El 17 murió y el 19, dice el cronista
José María Caballero, "lo sacaron en una magnífica proce-
sión, por el contorno de la plaza, con asistencia de todas las
corporaciones, tribunales y multitud del pueblo que iba muy
triste y lloroso".
Entregado al duelo estaba todo Santa Fe cuando ocurrió
una gravísima novedad en el barrio de Belén. El caso habría
causado una extraordinaria conmoción, pero la muerte del
señor obispo y las imponentes ceremonias fúnebres lo eclip-
saron muy explicablemente, y el acontecimiento de Belén
pasó casi inadvertido.
La puerta de la pieza, arriba de la "Piedra Ancha", no
estaba abierta, pero tampoco estaba trancada, como otras
veces. Eran las 11 de la mañana y así había estado la puerta
desde temprano, según lo apreciaron varios de los vecinos
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Felipe González Toledo
cuando pasaron con rumbo a la Plaza Mayor para participar
en las ceremonias fúnebres. Algún curioso vecino de Belén,
después de haber pasado repetidas veces por allí, en trance
de observación, se detuvo frente a la puerta, se arriesgó a
tocar y, finalmente, seguro de que nadie había en el interior,
empujó una hoja con suavidad.
Tendida a la diagonal en la cama y con las ropas en de-
sorden, estaba la mulata Rosa Tabares. Su absoluta quietud
no dejaba dudas. Estaba muerta. La noticia cundió, y las
pocas personas que no habían ido a la plaza grande invadie-
ron la habitación de la desdichada mujer.
"La ahorcaron", exclamaron los que más arriesgadamente
se metieron hasta el rincón de la cabecera. En efecto, la mu-
lata tenía atadas unas tiradillas al cuello, y de su boca, des-
mesuradamente abierta, emergía la lengua congestionada.
¿Quién mataría a la mulata Rosa? Esta pregunta jamás
tuvo respuesta clara. Porque la única persona que despejó la
incógnita gozaba de muy poco crédito. El secreto del ahor-
camiento de Rosa lo descubrió el barbero Bernabé, pero como
era tan hablador nadie se lo creyó. Porque Bernabé era chismo-
so y por meterse en lo que no le importaba, años más tarde,
el 19 de enero de 1805, lo mataron en el mismo barrio de
Belén.
Pero volvamos a la muerte misteriosa de Rosa Tabares.
El mismo día, cuando no había pasado una hora a partir del
momento en que un vecino curioso abrió la puerta y vio el
cadáver, por la calle de la "Piedra Ancha" subió el barbero.
y grande extrañeza debió experimentar al ver a más de
veinte personas amontonadas contra la puerta de Rosa,
pugnando por mirar hacia el interior y con inconfundible
expresión, mezcla de terror y expectativa.
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20 crónicas policíacas
Se abrió paso el barbero cuando lo enteraron de lo que
había ocurrido, y con los aires de superioridad que le eran
peculiares desalojó a los fisgones que rodeaban la cama.
Resueltamente procedió a examinar el cadáver, y al tomarle
una de las manos crispadas para tratar de separar del cuer-
po el brazo rígido, observó que tenía desgarrada una de las
mangas de la blusa de lienzo.
Anotó Bernabé, y así se demostró más tarde, que era
suya la prenda empleada para el ahorcamiento. Efectiva-
mente, eran sus mejores tiradillas. Y entre una canasta de
caña vio sus propias camisas listas, como que ese día, preci-
samente' había ido por ropa limpia para asistir al entierro
del señor obispo.
Los más cercanos vieron cuando el barbero, con especia-
lísima atención, mientras mantenía levantado el jirón de la
manga, examinaba el brazo izquierdo del cadáver. Nada dijo
Bernabé. Asumió una actitud cavilosa, pero nada dijo al fi-
nal. Quienes lo tenían por hablador no eran justos con él.
Con aire preocupado, el barbero abandonó la habitación
de la difunta. Ni siquiera se detuvo a hablar con los algua-
ciles que llegaban en el mismo momento en que él daba por
concluido su examen.
Sin cambiarse de camisa, el barbero se dirigió a la Plaza
Mayor y entró a la Catedral. Sin respetar obstáculos, llegó
hasta el pie mismo del catafalco. Para los clérigos que rodea-
ban el cadáver del obispo no debió pasar inadvertida la ac-
titud del intruso. No era una actitud reverencial. Por el
contrario, parecía impertinente. Y su inquietud era la de
quien busca algo que se le ha perdido. Después anduvo por
la plaza y se detuvo en cada uno de los altares dispuestos
para la fúnebre procesión que se preparaba, siempre miran-
do en torno suyo, como buscando a alguien.
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Al anochecer, Bernabé volvió a la calle de San Hilario,
pero no se dirigió de inmediato a la barbería. Su objeto era
otro. Atenta, pero cautelosamente, se mantuvo mirando ha-
cia la habitación del prebendado, en los altos de la colchone-
ría. Había luz, señal inequívoca de que su vecino el canónigo
Armendáriz se encontraba allí.
Muy preocupado, actitud rara en él, y como si vacilara y
no acabara por decidirse a adoptar una determinación
trascendental, el barbero se dirigió hacia San Juan de Dios
y en una tiendecita que halló abierta se echó a la garganta
un buen trago de aguardiente.
Durante los días que transcurrieron entre la muerte y el
entierro del arzobispo Martínez Compañón, en plena mitad
de agosto, época de verano, sobre Santa Fe llovió torrencial-
mente y este capricho meteorológico se tuvo por significati-
va asociación de la naturaleza al duelo de los fieles. El acoso
de la lluvia y el estímulo del aguardiente, por igual, contri-
buyeron a que el barbero saliera de su vacilación y adoptara
una actitud definida.
Resueltamente, Bernabé tocó a la puerta del canónigo.
Nadie respondió. Pero como la luz seguía encendida, el
barbero insistió en los golpes. La luz se apagó, y esta rara
ocurrencia estimuló al barbero para golpear la puerta con
mayor fuerza. Arriba, se abrió un postigo de la habitación a
oscuras, y la voz del prebendado se dej ó oír con acento
de impaciencia. ¿Quién era y qué buscaba a aquellas ho-
ras? Y eran más de las 7 de la noche. Bernabé tenía a la
mano el pretexto, pero no contaba con la resistencia, y para
no echarlo todo a perder se reservó para el día siguiente
y se deslizó en la oscuridad, hacia la orilla del río San
Francisco. Y por aquella noche quedó entre el tormento
de dos incógnitas: ¿Por qué el canónigo no estaba pre-
sente en las ceremonias fúnebres? ¿Por qué había apa-
gado la luz?
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20 crónicas policíacas
A la mañana siguiente, el barbero puso en juego su pre-
texto y volvió a tocar a la puerta de Armendáriz. Que el ca-
nónigo no podía atender, fue la demorada respuesta que dio
un muchacho mestizo que corría por "recogido" y que ayu-
daba a la cocinera en los menesteres domésticos. Así, para
justificar la insólita visita como para interesar a Armendá-
riz, el barbero le mandó decir que le habían traído de Car-
tagena el gatillo nuevo. Pero el prebendado, por el mismo
conducto, respondió que tenía fiebre y que ahora no estaba
para esas.
y como el mestizo agregó de su cuenta que efectivamente
su señor estaba indispuesto y que desde el día anterior no
salía de su habitación, la inquietud y la curiosidad del bar-
bero estuvieron a punto de estallar.
Dos mujeres de la colchonería que se hallaban en la puer-
ta mientras iban y venían los recados, algo le preguntaron
a Bernabé en relación con el entierro del obispo, y el barbero
aprovechó la oportunidad para hacer algún comentario acerca
de la salud del señor Armendáriz. Acogieron las mujeres el
comentario como cosa sabida, y agregaron, sin·demostrar un
evidente interés por la salud de su vecino, que realmente, el
día anterior, el mestizo había estado en carreras, como en
busca de remedios.
No podía dejar el barbero a medio recorrer el camino por
el cual se había aventurado, y acicateado por los resultados
que iba logrando decidió escarbar en otro frente. Al efecto,
se dirigió a la botica de don Juanito Aguiar y con el pretexto
de una pequeña compra promovió el tema de conversación
obligado, la muerte del señor arzobispo, y de manera muy
intencionada se refirió a los quebrantos del canónigo Ar-
mendáriz.
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Felipe González 1bledo
Al parecer, nada grave le ocurría al canónigo, porque el
muchacho mestizo había estado allí la víspera y sólo había
comprado, según el boticario, unas hojas de árnica. ¿Para
qué árnica? Quizás se había dado algún golpe.
El sagaz barbero, no siempre llevado por el maligno sen-
timiento de meterse en las vidas ajenas, dio por concluida
su investigación al confirmar las sospechas que tan dificil,
tan resistentemente, tan temerosamente había acogido.
N o se estaba metiendo en las vidas ajenas sino en las muer-
tes. Y él tenía la clave del ahorcamiento de Rosa Tabares.
Porque al examinar el brazo izquierdo del cadáver, bajo la
manga desgarrada, había descubierto la señal de un
mordisco. Y la huella de la primera bicúspide derecha era
muy profunda. Así pareciera absurdo o increíble, esa huella
sólo había podido dejarla la muela del canónigo. ¿Por qué?
¿Qué ocurrió entre el retraído eclesiástico y la mulata?
Nunca se supo. Pero allí quedó, inconfundible, la huella de
la monstruosa bicúspide.
La explicación del crimen quedó en el campo de las ha-
bladurías, pero los santafereños que le prestaron alguna
atención a la misteriosa ocurrencia atribuyeron el chisme
de la muela al barbero.
Es lo cierto que desde los días de la muerte del arzobispo
ningún santafereño volvió a ver al canónigo Armendáriz, y
que en el ambiente sacristanil se dijo que el prebendado,
seriamente indispuesto, se había marchado para Tocaima.
Pero el cabildo eclesiástico guardó inalterable reserva.
Del terreno de las habladurías se salió la versión de la
muela cuando el clérigo Munar, de quien dice el cronista
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20 crónicas policíacas
Caballero que "predicaba casi todos los días por las calles,
reprimiendo los vicios públicos, y lo mismo hacía de noche
cuando salía, pidiendo castigo para el pecado mortal, y por
esto los currutacos lo burlaban y lo tenían por loco", hizo
alusiones bastante directas al crimen de Belén. Quienes oye-
ron al celoso clérigo referirse a la muerte de la mulata com-
prendieron que los chismes atribuidos al barbero tenían un
sólido fundamento.
En torno al final de Armendáriz, a quien nadie volvió a
ver, se tejieron leyendas diversas. En marzo del año siguiente,
un hombre fue ajusticiado en la Plaza Mayor, pero la fúnebre
ceremonia de la ejecución transcurrió casi secretamente y el
cadáver d 1reo fue sepultado allí mismo, frente al lugar que
ahora ocupa la torre norte de la Catedral. Se generalizó
entonces el rumor de queArmendáriz había permanecido en un
convento mientras cursaba un juicio reservadísimo, como
resultado del cual lo ajusticiaron en las condiciones ya
dichas. Y se agregó, en el interpretativo, que habiéndosele
negado el derecho a sepultura en la Catedral, correspondiente
a su condición de prebendado, transaccionalmente se había
dispuesto el sepulcro frente al teulplo pero por fuera de su área.
En noviembre de 1802, cuando se discutía el lugar para
la sepultura de un desequilibrado santafereño llamado Fe-
lipe Campos, quien se suicidó en una bóveda de la capilla
del Sagrario, encontraron el cadáver de un desconocido, en-
vuelto en paños negros. Nadie supo quién metió allí ese ca-
dáver sólo pocas horas antes, o si fue que el desconocido se
metió entre la bóveda para morirse allí. Era un sujeto "de
buen aspecto y decencia", cuya identidad quedó en blanco.
Los despojos del desconocido, sacados de la capilla, muy
reservadamente fueron sepultados en la esquina nor-oriental
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Felipe González Toledo
de la Plaza Mayor, frente al lugar que hoy ocupa la torre
izquierda. En torno al extraño caso circularon rumores va-
riadísimos, pero predominó la sospecha de que el cadáver
correspondía a Armendáriz y que la muerte se la había
causado al enigmático canónigo su propio arrepentimiento.
Mucho más debía saber el barbero de la calle de San Hi-
lario, quien seguramente no canceló su empeño investigati-
va. Pero Bernabé, tenido por hablador y mentiroso, no volvió
a referirse a la muerte de la mulata Rosa Tabares. Y en el
mismo barrio Belén, en enero de 1805, en una riña, mataron
al barbero y sacamuelas, precursor de la técnica policial.
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Los zapatos amarillos
U n muchacho santandereano, descarriado y andariego,
emigró de su tierra y llegó a Bogotá hacia finales de
1945. Su familia, de regular posición, estaba acostumbrada
a las andanzas del díscolo adolescente, y poco y nada se ocu-
pó de su suerte. En Bogotá, el recién llegado fue un varado
más. Ni siquiera intentó buscar trabajo. Con pequeños
hurtos atendía su sustento, y casi siempre pasaba la noche
en un parque o en la compañía de otros vagabundos que se
entretenían viendo jugar billar en las cantinas .trasno-
chadoras.
En su ir y venir sin rumbo, el desprotegido forastero
conoció a un joven vendedor de helados. Ese conocimiento
se convirtió en amistad, y el muchacho de los helados abun-
daba de la mejor buena fe en consejos a su nuevo amigo.
Cuando se enteró de que el vagabundo pasaba las noches a
la intemperie, lo invitó a dormir bajo techo en una piecita
que tenía al sur del baj o San Victorino. En un junco que le
compró el amigo se acomodó el vagabundo, y solía llegar a
la piecita de inquilinato bien pasada la noche. El que pudiera
llamarse "el dueño de la casa" madrugaba a sacar el rudi-
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Felipe González Toledo
mentario carrito que empleaba en su negocio. Lo dejaba a
guardar en la vivienda de un amigo que también vendía
helados, para luego ir hasta la fábrica a proveerse de
mercancía.
El huésped del joven vendedor de helados comenzó a
abusar en las horas de llegada y a fastidiar con su desorden
y su desaseo. Esta situación dio lugar a que Pedrito, que así
se llamaba el vendedor, le confiara sus cuitas a "Cafián", un
vendedor de helados, ya bien entrado en años, y este ..
"Cafián" fue el que inició a Pedrito en el negocio. Entre los
dos vendedores había gran diferencia de años, fácilmente
"Cafián" triplicaba la edad de Pedrito, y esta distancia cro-
nológica dio pábulo a decires, que bien o mal podrían ser ver-
dades, pero eso no viene al cuento. Allá ellos, aunque ese
"allá" no se sabe dónde es. Porque Pedrito murió trágica-
mente, siendo muy joven, y "Cafián" debe haberse muerto
de viejo.
- Hola, Pedrito, tiene que darme mi remojo.
Así le dijo "Cafián" a su joven amigo cuando notó que
estaba estrenando un par de zapatos amarillos. Con cumpli-
dos y chanzas, los dos vendedores de helados celebraron la
novedad, de la cual Pedrito estaba muy satisfecho. También
le gustaron mucho los zapatos al indeseable huésped de
Pedro, quien los contempló mientras hacía mentalmente
una comparación con los suyos propios, desastrosamente
deteriorados.
El forastero de esta historia era de 22 años o muy poco
más; no tenía documento alguno de identidad, y decía que se
llamaba Félix Galvis, pero siempre fue llamado en su vida
delictiva y carcelaria el "Mono Galvis". Era un tipo suma-
mente extraño y se caracterizaba por su frialdad. Parecía,
moralmente, un insensible total. Lejos de agradecer el hos-
pedaje que le brindó el vendedor de helados, se portaba con
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20 crónicas policíacas
él con la mayor ordinariez. Continuó entregado a su vida
nocturna y muy rara vez llegaba a la pieza sin haber consu-
mido algunos "pipos", casi siempre más de la cuenta.
Una vez, a eso de las dos y media de la mañana, llegó al
alojamiento muy "bien medido", y encontró la puerta de la
pieza bien trancada por dentro. En realidad, "Cafián", cuan-
do Pedrito se quejaba de su huésped, le aconsejó que tran-
cara la puerta y no le abriera. Bajo el efecto de los "pipos",
el "Mono Galvis" a tan avanzada hora fomentó un escándalo
que comprometió a Pedrito a abrirle la puerta, para no per-
judicar a los vecinos. Enfurecido, Galvis insultó a su protec-
tor, quien cobarde o prudentemente se metió otra vez entre
su cama, vuelto para el rincón.
. - Cállese y no sobe más - fue la única protesta del ofendido.
Enloquecido por el "pipo", Galvis enarboló la pesada
tranca de la puerta y con la violencia de que fue capaz la
descargó sobre la cabeza del infortunado vendedor callejero.
Echó luego mano de un punzón de partir hielo que Pedro
tenía sobre la mesa y lo acribilló para rematarlo. Es posible
que el choque sicológico sufrido por el vagabundo le hubiera
espantado los "pipos". Es lo cierto que con su habitual frial-
dad trató de borrar los rastros de su atroz crimen, y pensó
que lo primero por hacer era salir del cadáver. Sin perder ni
un minuto acabó de desnudar al muerto y lo embutió entre
un costal que el malvado acostumbraba doblar para usarlo
como almohada. Pedrito era pequeño y holgadamente cupo
entre el costal. Tanto que sobraron las puntas para ama-
rrarlas y dejar el bulto fuertemente cerrado.
En los días inmediatamente siguientes, Cafián" echó de
menos a su compañero de trabajo, pero su actividad diaria le
impidió buscarlo. Al domingo siguiente "Cafián" fue a ven-
der helados a la "Media Torta", donde el espectáculo de ese
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  • 1. Planeta Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 2. Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 3. Felipe González Toledo 20 crónicas policíacas Documento Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 4. Felipe González Toledo 20 crónicas policíacas ? o Planeta Santa Fe de Bogotá, 1994. Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 5. o OL IÓN DO MENTO Elvir Mariflo viuda de González, 1994. ID Planeta Colombia Editorial S.A., 1994. a1l 31 No. 6-41 Piso 1 ant Fe d Bogotá Dibujo d l· cubierta d llernál1 Meril'lo, tom do d I revi ta Sucesos del 8 de noviembre de 1957 y publicado con autorización de la Sra. L 1101' Lozano viuda de Merino. FotogTafí de la cubierta posterior r producida duce os del 5 de abril 1957. El fotógrafo no fue identificado. La fot.o d la solapa anterior pertenece al álbum d la familia González Marióo. ISBN: 95 -614-436-4 Composición y armada: Multiletras Editores. Impresión y encuadernación: Edi toríal Presencia Prim ra edición: octubre de 1994 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 6. Con afecto y gratitud, dedico este trabajo, a Juanita González Mariiío, sin cuya generosa y eficaz ayuda no hubiera podido realizarlo. F.G.T. Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 7. Índice Este libro " ........... ... ...... ... ....... ... ..... ...... ...... ...... ...... ........ 11 La muerte llamó tres veces ....................... ... ......... ........ 19 El cadáver viajero .... ..... ............. .. ...... ............... ............. 33 Cuerpo de mujer por libras ............ ............................... 43 El crimen del pr bendado .... .......... .. ...................... ...... . 51 Los zapatos amarillos .................................................... 63 El "Doctor Mata", criminal único ................................. 72 "El Perro Lobo", récord criminal................................... 87 Barragán, enemigo público ........................................... 94 La vida y la suerte de don Manuel ............................... 100 Coronel, a prisión perpetua .......................................... 107 Los misterios gozosos y dolorosos del 301 .................... 115 El caso de la peluca ....................................................... 121 La fri tanguera y el retratista ....................................... 127 Cartas del más allá ........................................................ 136 Jirones de un famoso proceso ....................................... 148 La muerte de Uriel Zapata ........................................... 159 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 8. Cómo nos llegó la marihuana .. .. .. ...... ........................... 165 Ojo por diente y diente por ojo .. ... ... ........................ ...... 170 Huesos ante el jurado ................... ........ .................. ...... . 176 Cuando la crónica roja tenía que ser inventada 184 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 9. Este libro... Cuand F lipe González Toled mp zó a 'di frutar" de u precaria pen 'ión de retiro, de pué de má de cincuenta años de trabajo -sin más tregua que la que exige el agotamiento físico- en los más iInportantes periódico capitalino, quise estimularl en uno de u frecuentes n10ment de e cepticismo ratificándole una propuesta que, desde cuando fundamos el semanario Sucesos le venía haciendo sin éxito: qu escribiera sus memorias pro- fesionales, ni má ni meno la reseña d 1proceso y progreso de la delincuencia bogotana en nuestro siglo, basándose en los prin- cipale caso que él había "cubierto" -como se dice en la jerga periodística- y descubierto, ya que Felipe nluchas veces iba en u pesquisas más lejos que los investigadores oficiales y lle- gaba a proponerle alternativas que ello no habían supuesto. ¿Quién, pues, mejor que Felipe para tal empresa? Es más, le di una especie de título y subtítulo tentativos y tentadores para el libro: "Sesenta años de crónica roja: de Papá Fi.del a Carlos Lehder". El primero fue el más famoso de los capos de la fabri- cación clandestina de licores en los alredores de Bogotá y el último el personaje principal en el momento en que los carteles 11 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 10. Felipe González Toledo de la droga empezaban a ser descubiertos internacionalmente. El contraste entre la delincuencia pueblerina de los cafuches y el crimen organizado de los narcoterroristas internacionales de ahora. Yo abía que Felipe había tomado aguardiente con Papá Fi- del en alguna trastienda de barrio pero dudaba que hubiera co- nocido a Lehder. -¡ Claro que lo conocí! -me aseguró-. Desde cuando él era casi un niño he seguido u 'carrera" muy de c rca. ¿No recuer- das a una señora mu y di creta y di tinguida que a veces venía a bu carme a la ficina y con quien salía a la cafetería, pue ella n quería que ustedes e enteraran de nuestra conversación? Era la eñora madre d Lehder, que quería hablarme angu tia- da, de la prec ce conducta delictivas de su hijo en E tado Unid ' y de us frecuente detencione. M pedía c n j ... -Pero... ¿cómo e que no e cribiste ese gran reportaje huma- n c n tal p rtunidad? -No, no hay que c nfundir la oportunidad con el oportunis- m , y en realidad en e e m ment n valía la p na. Además la confidencia no deben ser utilizadas, y menos en detrimento de tercero inocente en e te caso una madre. El peri di ta e un colaborador de la ju ticia en su lucha en defen a de la ocie- dad, pero la ética le imp ne bligaci n humana. No se pued correr a publicar cuant chi mecit se ye por ahí... No todo e noticia, como piensan - i e que pien an- los afanoso r por- teros de hoy. ¡La gran cri is de nuestro peri09isnlo e la falta de criterio para e coger entre lo que e debe y no se debe, y cóm y cuándo publicar! (Al reproducir e te diálogo no ' i todas las palabras son uyas. Algunas pueden er mías, pero de todas maneras inter- pretan su pensamiento. Entre maestro y alumno pueden presen- tar e esta confusiones...). 12 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 11. 20 crónicas policíacas Lo tri te e qu aunque se entusiasmó con la idea del libro, más por alimentar no talgia que por cualquier otro motivo, no lo comenzó. Entonce l abrí una nueva posibilidad, alentado por haber aceptado ncargarse de las secciones Hace 50 años y , Hace 25 año 'en El Tielnpo, lo que lo obligaba a consultar las colecciones de lo diarios: que recogiera los textos de sus propias página publicada de de su uso deLaRazón. Le prometí, contra toda po ibilidad de mi parte pero con la más entrañable buena voluntad, ayudarlo en el copiado y la edición (como lo hice para el libro Crónica de otras muertes y otras vidas con su hi tórico trabajo sobr l proce o Gaitán) siempre y cuando él me orientara en l fecha de la eleccione. Lo único nuev que d bí ha r ~ra alguna n ta muy breve para aclarar nombre y plicar locucione o procedimiento inc m- pren ibl para la intelig ncia del lector actual o para contar alguna nécdota al margen no divulgada en su oportunidad, como la de u amenaza de muerte por parte de lo icario de Papá Fidel... Su di culpa final fu la de que-no podía desplazarse como el proyecto J requería y que 10 real y tristemente cierto, estaba perdiendo la vi tao L p c que podía sacar en limpio ya, e debía a qu iempre fue un magnífico mecanógrafo qu podía escribir a ciega (uno impolut originales, así se entara a la mesa de redacción despué de una alcoholizadamente larga charla con sus informadores en la viciada y peligrosa penum- bra de un café de extramuros) pero sin una letra, una palabra o un concepto en falso. Me prometió pen arlo, pero cuando yo ya había perdido toda esperanza me comunicó q~e ' para quitarse de encima" mi suplicante in tencía había resuelto reconstruir de memoria 13 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 12. Felipe González Toledo -sin tomar notas "para no molestar a nadie - algunos de los más famosos casos, lo que me sorprendió inocultablemente aunque yo sabía que su memoria era infalible. Él, que reparó en ello, me convenció de inmediato: -Detalle que se me olvide es porque no vale la pena... * * * Fue así como inició y fue llenando lentamente -pues él me- día y pesaba siempre las palabras antes de e cribirlas y aun de pronunciarla - e tas cuartillas que, puedo a egurarlo fueron las únicas que Oonzález Toledo e cribió para ser publicadas en libro. No iguieron una pauta previa ni guardan un orden cr - nológico. No é si el título sugerido p r él para el libro, el mism de u crónica La muerte llamó tres veces' , sea en definitiva l que aparece, aunque yo se 10 critiqué no sólo por parecer al muy famo o d l cart ro que ól lIam ' do , in porqu acaba- ba de aparecer en la cartelera una p Iícula con nombre igu 1 al del' cuento de Felipe. Ya la muerte 1 llamaba a él qu la c rtej ' tanta ce ... * * * Fueron diecinueve capítulos. Acab de cumplir 80 añ ... ¡y no doy má ! ,nos dijo a Juan Leon l Oir Id y a mí en una de las últimas entrevistas que tuvimos en su ca a de lan grato y fami- liar ambiente chapineruno (que él llevaba en el alma). Enlon- ce ,¿por qué aparecen aquí veinte? Por mi manía de redondear las cosas. Y porque, al seleccionar las páginas publicadas por nuestro semanario con destino al libro que editó en 1993 la Universidad de Antioquia, encontré -y la trasladé a éste- una que se refería a aquella 'dichosa dad y siglo dichosos' (Oon- zález Toledo era, naturalmente, quijotesco y cervantino) cuan- do en Bogotá eran tan escasas las noticia de policía que lo periódicos tenían que inventarla para atisfacer la ansiedad de 14 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 13. 20 crónicas policíacas los lectore de mi terio (lo que de pués vino a llamar e sus- penso, tal vez porqu las historias se prolongaban por entre- ga ...). El má tremend de aquellos inventore fue Porfiri Barba- Jacob quien, cuando ra j fe de redacción del vespertino de lo Can , ere' un ten br o per onaje cuya mano apareelO impre a en la página -ya que no había ' l retrato de la vÍcti- ma' que era el ' gancho" del pregón de los voceador - para infundir verosimilitud al infundio. Mano que denunciaba-d hab r exi tido n e ti mp tal recurso investigativ de iden- tifie ci ' n- las hu lIa dactilares d Migu l Ángel O rio I ma tric de Ang e e nvirtió n c mpul iv fun- dad r d p riódic y a ui n tant f lIeton acredit n tam- bién c m pre urs r d l "amarilli m '... (aunque n blanco y n gr ). apart e l d tr cr ni ta ' p licíac c m J é J a- quín Ximén z de El Tieltlpo qui n d dicaba ver o uy n ' ninla víctima de tr g dia tan frecuent en l añ c nl ' uicidi s en el Tequendanla ( I 'ah p rque l h te! ~n- t nee n xi tía). Gabri 1 G4:: rcÍa Márqu z Ilam ' a F lipe G nzález ,. l invent r d la cr ' nica r ja" per 1, nn ta i ' n qu le dio l Oli Ola - . i no e 'tamo tan alejad ' d la realidad m ravillo a- qu e (d i rt~ ~n la última fra ' del primer capítul de Ciell ai¡o de o/edad br la 11 gada del hiel a Mac nd : 'E el gran in- vent de nue tr ti nlp " >;: :;: * Cuand e n cí a Felipe, en 1945, ya n e inventaban noticia. S braban. Otr d grand d la cr' nica p licial actuaban en- t nc : 1 nlael Enriqu Arenas qui n al ervicio d l diario d los Sant ' 'e nlO ía como pez n el agua en lo alto estrad judi iale ', Rafael E lava quien alimentaba c n innegable ha- 15 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 14. Felipe González 'Ibledo bilidad las calderas subversivas de El Siglo. La policía -y no sólo el cuerpo mismo sino la información producida en esa rama- se politizó. No puede ser de otro modo cuando el estatuto de moda es el código penal. El enfrentamiento entre los partidos llevó a Colombia a una violencia consuetudinaria y la crisis de los valores a una degradación ocial que ya devaluó tanto la vida que no son noticia de primera página ni las masacre coti- dianas. * * * La primera crónica que F. G. T. me entregó para e te libro, como cosa rara, no se refiere a un caso notable. Su tema lo mantuvo inédito ha ta cuando se sintió liberado cuand e t y má allá del bien y del mal", e decir, in c mpromi lab ra- le ni c n uno ni c n otro. Él si mpre fue un ejemplo de nobleza y l altad. No había querid m le lar a u querid amig y c m- pañ r d iempre al d cribir e Í, en la forma má d licad y elegante para n herir u c ptibilidad una anécd ta que r vela la competencia profesional entre El Tielnpo y El Espe '- tado!: E la que cuenta el trágico enfrentamiento de d s fotó- grafo d cajón y trapo n gro pion ro de la reportería gráfica callejera, y cuyos upér tites hacen parte del típico ambiente de los parques colombianos. * * * Este es pues, un libro incompleto para quienes exigíamos má cantidad de u autor, per su ficiente plenament ati- factorío para us lectore viejos y los, cada vez más, nuev s. E u único libro original y exclu ivo y finalm nte u obra te tamentaría. y aquÍ, despué de haber soslayado tant recuerd s per - nales para quitar a este preámbulo la peligro a expresión de sen- timientos tan profundo como los que consolidaron vidas paralela y familiarmente in secreto la infidencia final: 16 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 15. 20 crónicas policíacas e mo Felipe había pedido a u admirable esposa Elvira ya su querid hijo que no lo depositaran en el mau oleo de lo periodi ta porque quería que su ceniza hicieran part del aire bogotano, ello cumplieron al pie de la letra tal voluntad irre- vocable. Silencio a di creta y lentamente las fueron derramando al aire helado d l c rro n el má tri te de censo d 1funicu- lar d M n rrate. Rogelio Echavarría Bog tá may de 1994. 17 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 16. Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 17. La muerte llam.ó tres veces E l hombretón entró al cafecito con pasos duros, echó una mirada panorámica al recinto casi vacío y se acomodó en una mesita arrinconada. Llevaba botas, pantalón de dril, camisa de cuadros, chaqueta de cuero y un sombrero de an- chas alas. La copera, una mujeruca de aspecto humilde, casi insignificante, se hacía tener en cuenta por su embarazo, ya cercano a los siete meses. - ¿Qué le sirvo? A esta pregunta de la mujeruca, el hombre respondió es- cuetamente, pero con un acento que bien podría calificarse de amable: -Tráeme una cerveza fría. Puede ser de una marca cual- qUIera... De una vez consumió ávidamente la mitad de la botella, y con golpes en la mesa llamó de nuevo a la muchacha, para preguntarle: -¿Quieres tomar alguna cosa? Tras falsa vacilación, la copera aceptó una gaseosa, la trajo enseguida y ocupó un asiento al frente del hombre. 19 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 18. Felipe González Toledo Para rea~udar el diálogo, el hombre de marcado aspecto rural preguntó: -¿Cómo te llamas tú? , -Mi nombre de pila es Lucinda, pero aquí me dicen Lucy -respondió tímidamente la muchacha. Y agregó anticipán- dose al interrogatorio-: Yo soy de Sutatausa. -Yo me llamo Antonio Cortés y he simpatizado mucho contigo. Dame otra cerveza bien helada. -Tanta simpatía me has despertado, que estoy pensando en hacerte una propuesta que posiblemente te parecerá buena. Varias mesas del cafetín habían sido ocupadas y el traba- jo de la muchacha impedía la continuación de la charla. En una breve oportunidad, el hombre la llamó: -Lucinda. Yo prefiero llamarte Lucinda... -Como guste, señor Cortés... Yo vuelvo mañana a despedirme -dijo el hombretón- por- que el viernes me voy para mi finca de los Llanos y demoro unas dos semanas. A la misma hora de la víspera, diez de la mañana, llegó Cortés al cafetín, en busca de Lucinda. La saludó diciéndole 'mi amor" y le reprochó cuando ella le respondió llamándolo "don Antonio". 'y entró en materia: -Pasé la noche pensando en ti y acariciando mi proyecto. Tú me gustas mucho y he pensado en casarme contigo. Yo vivo muy solo en la finca y quiero que me acompañes. -¿Pero es que usted no se ha fijado en el estado en que me encuentro? -Claro que sí -contestó Cortés con una expresión indul- gente y algo alegre y, como si esta benevolencia no fuera suficiente, agregó en un tono melifluo: 20 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 19. 20 crónicas policíacas -Esa situación tuya es una ventaja para mí. Me he dado cabal cuenta de que estás esperando un hijo para muy pron- to, y pienso que él será tu compañero mientras yo paso el día lidiando el ganado. Será algo así como tu juguete y tu ale- gría de la vida durante mis ausencias. Pero, para hacerme estas ilusiones, debo preguntarte algo muy importante: ¿Tú estás enamorada del padre de tu hijo? ¿Mantienes con él alguna relación? -No, señor. Ese es un sinvergüenza que no he vuelto a ver. Casi le digo que si hoy lo veo, no lo conozco. Creo que así son todos los hombres.. : -No, Lucinda, yo no soy así. Yo soy sincero y mis intencio- nes para contigo son las de darte un poco de la felicidad que mereces. La mujer, enterneciqa, le besó una mano, y Cortés prosi- guió el esbozo de sus planes: -Quiero casarme contigo, pronto. Este propósito se me ha metido en la cabeza, y el matrimonio debe ser cuanto antes. Anoche me eché al bolsillo mi partida de bautismo que esta- ba en casa de una hermana, y ahora necesitamos la tuya. Como yo me voy para la finca y demoro dos semanas, tienes tiempo para conseguirla. -Tengo que ir hasta Sutatausa a buscarla -anotó Lucin- da, cuyo aparente tropiezo significaba una aceptación de la inesperada e insólita propuesta matrimonial. Cortés pagó las tres cervezas heladas que había consumi- do y dej ó el sobrante del billete en manos de la muchacha, a manera de propina. Además, le entregó cincuenta pesos con la advertencia: -Esto es para que, mientras yo estoy en la finca, tú vayas a tu pueblo y saques la partida. -Gracias, Antonio -se atrevió por primera vez y aunque escapadizamente por parte de ella, se besaron boca a boca. 21 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 20. Felipe González Toledo -Dentro de quince días nos encontramos aquí. No me fa- lles -fueron las últimas palabras de despedida, y Lucinda quedó tan risueña y atontada que no acertó a prestar la de- bida atención a la clientela del cafecito que ya había invadi- do las mesas. Cortés regresó puntualmente, y ocho días más tarde en el templo parroquial de Las Aguas, cumplidamente, se cele- bró el matrimonio. Una hermana del contrayente y un amigo fueron los pa- drinos. - Yo hubiera querido -dijo Antonio Cortés- que mi her- mano mayor fuera el padrino, pero él es representante a la Cámara y ahora anda en gira política. Es tan difícil cuadrarlo... Efectivamente, el hermano de Antonio era repre- sentante. Primero fue guerrillero en los Llanos y más tarde, habiendo contabilizado unos votos, se lanzó a la política y pescó una suplencia de congresista que por temporadas fue efectiva. Y al período siguiente llegó a principal". Contrayentes y padrinos tomaron el desayuno en una cho- colatería de la "Puerta Falsa", y Cortés y su hermana acom- pañaron a Lucinda hasta la miserable vivienda para que recogiera el baúl de "sus cosas' . Transitoriamente, la par:eja se instaló en la casa de la hennana del llanero, vivienda que no era mucho más lujosa que la de Lucinda. Y una vez allí, Antonio y su esposa tuvieron amplia oportunidad de pla- near el desenvolvimiento de su vida inmediatamente futura. La temporada propia de lo que se llama 'luna de miel" fue absorbida por las incomodidades del embarazo y la pro- ximidad del parto. -Así no podemos viaj ar -observó Antonio-, y es mejor que aquí, a pesar de la desagradable instalación, nazca el 22 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 21. 20 crónicas policiacas niño. Después, cuando te repongas un poco, haremos juntos unas importantes diligencias antes de irnos para la finca. -Como a usted le parezca -respondió Lucinda sometida- mente. El niño "se presentó", con un poquito de anticipación, y en el trance la parturienta fue asistida por Lucrecia, la her- mana de Cortés. - ¡Es un varón! -exclamó el llanero, con el mismo entu- siasmo de un verdadero padre-. Se llamará Antonio y lleva- rá mi apellido. Transcurrió poco más de una semana y la pareja inició sus prepara ivos de viaje. Llevada en taxi, Lucinda acompa- ñó a su marido a unas diligencias que ella no entendió. So- lamente s dio uenta d qu la sometieron a un examen m ' dico que lla interpr tó como un 'd alle" d considera- ción y an1 r. Con su au oridad inapelable el hombre dispuso: - Es peligroso que llev mo al niño tan recién nacido, por- que el clima caliente puede sentarle mal. Lo dejaremos al cuidado de Lucrecia, que se ha portado tan bien y le ha to- mado tanto cariño. Cuando cumpla unos dos meses, volve- remos por él . Me parece que me he extendido mucho en estos preludios pero los creo muy necesarios para captar en su integridad est novelón d la vida real que supera a la fantasía. Ahora, la pareja de recién casados está en Puerto López, en pleno Llano. Tan provisionalmente como ya es costun1- bre, Cortés y Lucinda están hospedados en una pieza ciega, con derecho a servicios en la vecindad, en las afueras de la 23 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 22. Felipe González Toledo población, de paso para la finca de que hablaba con mucha propiedad el señor Cortés. Por la muy reciente maternidad de Lucinda y las circuns- tancias anteriores al parto el matrimonio no se había consumado, y la pareja dormía en camas separadas que estrechamente cabían en la piecita ciega. Pero Lucinda, una madrugada, notó que Antonio se estaba levantando y escu- chó cuando él traj inaba en un rincón de la minúscula habi- tación. Adormilada, escuchó que se despedía porque debía atender a sus quehaceres, pero que estaría de regreso antes del atardecer. Luego oyó que cerraba la habitación y le pa- reció que había ajustado un candado. Lucinda quiso entregarse de nuevo al sueño, pero cuando en su soledad pensaba en sí misma y en las rarezas de su nueva vida sintió un dolor agudo, horrible, en el antebrazo izquierdo. Como pudo, se incorporó, encendió la luz y vio que una serpiente compartía su camastro. Horrorizada, de un salto superior a sus precarias fuerzas, quiso abrir la puer- ta que Cortés había dejado asegurada con candado, y sin más qué hacer profirió gritos en demanda de auxiliO': - ¡Una culebra! ¡Me mordió una culebra! Los vecinos no tardaron en acudir y Lucinda, con sus agu- das voces, explicó lo que le pasaba. - ¡El brazo me está doliendo muchísimo! Estoy sola. An- tonio madrugó a irse. Con una llave de mecánica alguien abrió el candado, y tres o cuatro personas entraron pero retrocedieron al ver la serpiente enchipada en la cama. -Es una "cuatronarices" - conceptuó el único vecino que se acercó, y después de identificar al animal se quitó el cin- turón y le asestó un violento lapo por el extremo de la hebilla. La culebra, visiblemente quebrantada, trató de defenderse, pero nuevos golpes la dominaron del todo. 24 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 23. 20 crónicas policíacas -Sí. Es una "cuatronarices", que es tan venenosa -confir- maron los vecinos que de nuevo entraron a la habitación cuando supieron que la serpiente había sido completamente dominada-o ¿De dónde pudo haber salido ese animal? - Sí. Es muy raro, porque esos bichos no arriman por aquí - comentó otro de los curiosos. El hombre que tomó la iniciativa y comenzó por darle muerte a la temible culebra, pasó a ocuparse de la salud de la víctima. Y abundaron las opiniones sobre los mejores re- medios regionales indicados para estos casos. Los 'contras" y los medicamentos llaneros parecen in- creíbles, pero los más escépticQs, entre quienes han atesti- guado sus efectos, acaban por creer en ellos con la fe más firme e incondicional. Por esto, todos los presentes, cuyo nú- mero ya casi era un tumultuario, prorrumpieron en excla- macione aprobatorias, cuando algui n expresó en tono inapelable: - Debemos salvar a esta pobre muchacha. Hay que rezar- la. Busquemos a don Jacinto. Buena parte de la gente se movilizó en busca del rezan- dero, y correspondiendo a la urgencia don Jacinto llegó. Era un hombre de cara pétrea, bien maduro sin pisar todavía la ancianidad. Con pocas palabras ordenó despejar el recinto. En posición de cuclillas observó el cadáver de la serpiente que permanecía en el piso y luego tomó en sus manos la cabeza de Lucinda, yen voz muy baja y confusa susurró sus oraciones rituales envueltas en el silencio fervoroso y ex- pectante de las pocas personas que permanecían en el cuarto y de la multitud que se agolpaba a la puerta de la pieza ciega. El brujo aspergó con un misterioso líquido el cuerpo se- midesnudo y exclamó en voz un poco más fuerte que la de las oraciones: - ¡Estás salvada! 25 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 24. Felip González Toledo Cuando Cortés regresó, se informó del "contratiempo"; miró atentamente la culebra muerta, cuyo entierro ya había sido ordenado por don Jacinto, y se limitó a comentar: - ¿Por dónde pudo haber entrado este animal? Agradeció los oportunos auxilios y anunció, dirigiéndose a Lucinda: - Gracias a Dios, e tás salvada, pero todavía necesitas un tratamiento. La muchacha, con mediano apetito, recibió de una vecina unas cucharadas de caldo y enseguida se quedó dormida, apaciblemente. - Te dije que todavía necesitas un tratamiento - le recordó Cort' a la muchacha cuando amaneció al día siguiente, y agregó: - Quedas e muy débil y voy a llevarte donde un curande- ro qu sabe mucho de estas cosas. - Thdavía tengo dolores en el brazo - respondió Lucinda- , y las cucharadas de caldo me provocaron vómito. - Pero ya estás al otro lado y Freo que el viernes podemos ir donde el curandero. Es un viaje corto y cómodo - concluyó Cortés. Pasadas las nueve de la mañana del viernes señalado, la pareja abordó una rudin1.entaria canoa. Él, con los remos, ocupó puesto en una tabla atravesada en la popa. Ella buscó acomodo en el asiento que cierra el ángulo agudo de la proa, de espaldas a la corriente, y echaron aguas abajo en direc- ción - dijo Cortés- a la vivienda del curandero. De pronto, la canoa dio un vuelco y ambos cayeron al agua. 26 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 25. 20 crónicas policíacas Cortés, que llevaba ropa muy ligera, en pocas braceadas de buen nadador fácilmente ganó la orilla. La muchacha si- guió a merced de la corriente. Por segunda vez, a Lucinda la tocó la muerte. Pero unos vaqueros que pasaban por la orilla del río vieron una cabellera que flotaba y una cabeza que de cuando en cuando emergía del agua. - Es una mujer que se está ahogando -dijo uno de los del grupo de jinetes, a tiempo que alistaba su rejo y lanzaba el "chambuque" con habilidad profesional. - Está llena de agua, pero viva -dijo otro de los jinetes, y se desmontó mientras su compañero, que con precisión la había enlazado la sacaba a la orilla. La colocaron en posición de boca abajo y con tracciones rítmicas la hicieron arrojar todo el líquido. Sólo fueron ne- cesarios unos pocos minutos para que la muchacha recobra- ra plenamente el sentido y explicara lo ocurrido: - Fue un accidente. Íbamos río abajo en una canoa que se nos volcó. No sé por qué pasó esto, ni sé qué le pasaría a mi marido. Lucinda informó a los vaqueros que vivían en Puerto Ló- pez, y les pidió que la llevaran allá. Cuando los vaqueros llegaron con la mujer, a quien uno de ellos, muy cuidadosamente, había acomodado en la gru- pa de su cabalgadura, Cortés dormía profundamente, y al ver a su mujer lanzó una expresión sin duda subconsciente: - ¿Y esa vaina? Después, con melifluas palabras, agradeció a los jinetes la salvación de su esposa, y agregó, acaso sinceramente: -Esto es un verdadero milagro... Yo también me salvé de milagro. 27 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 26. Felipe González Toledo y explicó a los vaqueros: -Esta muchacha se paró dentro de la canoa para cambiar de puesto: dio un traspié y, para estabilizar el equilibrio, apo,-ó un pie en el lado contrario al que se había inclinado. Así comenzó el hamaqueo de la canoa, hasta que se volcó. El río estaba bravo y la corriente me dominó sin que yo hubiera podido hacer algo para salvarla. Gracias a Dios, ustedes le salvaron la vida y me la trajeron. Dios es muy grande y yo no tengo con qué pagarles a ustedes el incomparable bene- ficio con que me han favorecido... -Hemos perdido mucho tiempo -sentenció el "dueño" del paseo- y yo tengo urgencia de ir a la finca. Ya han pasado ocho días desde el accidente de la canoa, y mañana nos po- dremos ir. ¿'Ií qué tal ereS para montar a caballo? - Pues yo creo que no muy buena, pero como iremos des- pacito. - De paso llegaremos donde el curandero, que está sobre el camino, y luego seguiremos para la finca. Apareció, entonces, un nuevo personaje que al día si- guiente llevó las bestias a la vivienda de la pareja. Era Cam- po Elías Samudio, un hombre pequeño, dicharachero y ladino, apodado "Gorgojo", que montaba en un macho de buena alzada, inquieto y pajarero. - En mi finca, "Gorgojo" es el encargado. Lo conozco hace mucho tiempo y le tengo mucha confianza - dijo Cortés a manera de presentación- oPuedes decirle "Gorgojo", porque él no entiende por otro nombre. Las otras dos monturas: ¡el caballo era acuerpado y moro, y la yegua, baya y pequeñona! Cortés acomodó a Lucinda en la tercera bestia, y para tranquilizarla le advirtió: -Este es un animal muy mansito, especial para ti. 28 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 27. 20 crónicas policíacas Cuando todos tres estaban montados, Cortés y Lucinda se despidieron por última vez de los vecinos que habían sa- lido a sus puertas a presenciar la partida. Abrió la marcha Cortés y cuando la cabalgata se había alejado unos pocos pasos las vecinas, posiblemente bajo una indefinida pre- vención, favorecieron a la viajera con distantes y repetidas bendiciones. - Hola, mija - dijo Cortés cuando atravesaban un paraje solitario, apareando su caballo con la yegua de su compañe- ra-, la noto a su mercé como incómoda, y todavía nos falta camino. Es mejor que cambies de bestia. El macho de "Gor- gojo" es de paso muy fino y te llevará cómodamente. Seguidamente "Gorgojo" recibió instrucciones de su jefe para hacer el cambio de monturas, y mientras tanto Lucin- da se apeó con la solícita ayuda de su esposo. Como el macho era "cascarillas' y asustadizo, Gorgojo" 10 enc gueció con su ruana de hilo o "muIera", a manera de 'tapaojos", para eje- cutar la maniobra de desensillar y ensillar la bestia con la montura de la yegua. Y cuando montaron a la muchacha en el pajarero con su habitual acento sentencioso, Cortés le dijo a su compañera: - Tú eres muy novata para todo esto. Te falta mucho para convertirte en toda una llanera. He notado que tratas de perder el equilibrio, y por precaución vaya asegurarte. y la amarró por el tobillo izquierdo a la acción del estribo. Ya "asegurada", le quitó al nlacho la muIera y la sacudió frente al hocico de la bestia. Pero el macho, peligroso y asus- tadizo, no se mosqueó siquiera. Permaneció estático, mientras Lucinda, con silenciosas lágrimas de fatal presentimiento, semejaba un monumento ecuestre a la resignación. -¡Maldita sea! - exclamó Cortés fuera de sí. Deshizo el nudo del tobillo y desmontó a la muchacha, la tomó de la mano y caminó unos pocos pasos. 29 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 28. Felipe González Toledo -Vea a ver, señor Cortés -musitó Lucinda, y fueron estas sus últimas palabras. Cortés, armado de un bordón, le asestó un garrotazo en la cabeza, y como enloquecido la molió a palos. Ya medio muerta la arrastró hasta el lugar donde permanecía el estático macho. "Gorgojo" le puso de nuevo la muIera a la bestia. Cortés volvió a atar el pie izquierdo de la moribunda; le destapó los ojos al animal, y violentamente le azotó las ancas. El macho se llevó en rastra el cuerpo de Lucinda y, ahora sí, todo quedó consumado. El médico local, improvisado de legista, practicó la necropsia y habiendo conocido la explicación del esposo de la difunta certificó la n1.uerte "accidental" de Lucinda Rodrí- guez de Cortés. Provisto de este documento, el jayán llanero viajó a Bogotá y se presentó en la compañía de seguros dispuesto a recau- dar la por entonces cuantiosa suma de 500 mil pesos. Este era el valor del seguro de beneficio mutuo tomado por la pareja de recién casados en la primera salida que Lucinda pudo realizar, sin saber lo que hacía, pocos días después de su parto. Las aseguradoras, por la naturaleza misma de sus servi- cios, son desconfiadas. Y éste era un caso de excepción que pennitía alentar la duda. Un seguro cuantioso, tan reciente- nlente negociado y cobrado por causa de una muerte accidental, no se podía pagar sino mediante una n1inuciosa averigua- ción. Contra sus cálculos, el llanero salió con las manos vacías y con la notificación de que el pago del jugoso seguro sólo se efectuaría n1ediante la plena aclaración de la muerte de la esposa del reclan1ante. La cOlupañía designó a uno de sus más hábiles inves- tigadores, Arnold Haupt, qUien correspondió al deber 30 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 29. 20 crónicas policíacas que le impusieron. Haupt viajó a Puerto López; averiguó por los oscuros antecedentes de Antonio Cortés; descubrió la vi- vienda de la pareja; entró en contacto con los vecinos, supo lo de la culebra y lo del naufragio, e informado acerca del último viaje, tuvo noticia de la participación de "Gorgojo", sujeto muy conocido en la región por sus malas andanzas. No fue difícil localizar a "Gorgojo", y Haupt, provisto de es- tos datos, creyó llegada la hora de hacer una exposición ante las autoridades de policía. Cuando fue capturado, "Gorgojo", a quien su "jefe" se negó a pagarle sus ser .cios, echó por el camino de la confe- sión, al menos de los hechos que él presenció. Se dispuso una ampliación de la autopsia, diligencia científica que practicó un patólogo forense y quedaron a la vista las huellas de lesiones diferentes a las atribuidas al arrastre del cuerpo por una bestia, y con base en estos logros investigativos el funcionario de instrucción decretó la detención de "Gorgojo" y del reo ausente, Antonio Cortés. C rrido lo érmino de rigor, el caso pasó al conocimien- to del juez superior de Villavicencio, quien después de algún tiempo, sin que Cortés hubiera aparecido, dictó el auto de lla- mamiento a juicio de ambos sindicados por el delito de ho- micidio, en lo relativo al autor principal agravado con las más atroces características de asesinato. El defensor de oficio del reo ausente apeló ante el Tribu- nal de Villavicencio con un desganado memorial, pero poco importaban los flacos argumentos de la defensa, porque en ese estado del proceso entraron en juego los compadrazgos y las influencias del hermano mayor de Cortés, parlamen- tario y popular jefe político. . y fue así como 'triunfaron las tesis de la defensa", y el Tribunal revocó el llamamiento a juicio y decretó el sobre- seimiento definitivo en favor de ambos acusados. 31 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 30. Felipe González Toledo Hasta aquí, todo muy "normal". Pero ocurrió que la com- pañía de seguros se vio obligada a pagarle a Cortés el valor de la póliza cuando se presentó con su absolución, y además tuvo que reconocer el valor de los intereses de los 500 mil pesos durante los dos años que duró el proceso y el pago estuvo retenido. y debo señalar otra (pequeña falla" de la justicia: la suerte del niño de Lucinda jamás fue investigada. Nota necesaria. Vale anotar, sin perjuicio de la veracidad d e te relato, que como las influencias son las influencias y la capacidad criminal no se corrige, me he permitido dis- frazar los nombre de lo protagonista de esta repulsiva ocurrencia que ocupa principalísimo lugar entre mis r - cu rdo de medio iglo d periodismo. 32 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 31. ( El cadáver viajero E l rompecabezas policíaco más envuelto en misterio, en- tre los que hayan dado trabajo a la policía y más se ha- yan apoderado de la atención del público, es el caso llamado del "baúl escarlata". El baúl de esta historia no era de color escarlata, pero a algún bromista de la época se le ocurrió llamarlo así, y todos aceptamos la denominación. El ferrocarril del norte era de propiedad de la familia Dávila y tenía su terminal en Nemocón, aunque se proyec- taba llevar la línea hasta la Costa Atlántica. Cuando la empresa pasó a poder del Estado el ferrocarril se prolongó hasta Barbosa, Santander, y ahí quedó. Tenía su esta- ción en Bogotá, en la carrera 15 con la calle 17, Y disponía de un gran patio destinado a bodega de exportación. Por la orilla de este patio pasaba un ramal y algo más de veinte columnas tenían en su orden los nombres de las estaciones de toda la línea. La última columna, pues, estaba distingui- da con el nombre de Barbosa. La rutina del servicio de carga comenzaba por el pesaje y papeleo de cada remesa. Una vez diligenciado todo esto la carga era colocada al pie de la co- lumna correspondiente a la estación de destino. 33 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 32. Felipe González Toledo Cierto día el personal de trabajadores de la bodega notó un mal olor hacia el puesto de Barbosa. En principio se atri- buyó este olor a unos cueros crudos de res que habían sido remesados para una de las estaciones cercanas a la termi- . nal. Pero el mal olor siguió y cada día era más intenso. Alguien cayó en la cuenta de que un baúl colocado en el puesto de Barbosa desde días atrás, y en relación con el cual no se había diligenciado la remesa, era el foco del insoportable olor. Un bodeguero propuso abrir el baúl, y fue así como apareció en el interior un cuerpo humano doblado y cubierto de cal. De inmediato se dio aviso a la policía, y de esta manera se estableció que el cadáver forzadamente tronchado corres- pondía a una niña de aproximadamente 15 años. Encima del cadáver y de la cal había un sobre destinado a "Mercedes García de Ariza-Barbosa". Ya me ocuparé del contenido de la carta hallada en el sobre. Primeramente, es necesario ver que el baúl era de los que por esa época tenían las antiguas criadas para guardar su ropa, y tal vez para esconder los objetos que de cuando en cuando tomaban furtivamente. Era una caja de madera re- cubierta con latas de estridentes y variados colores, desde luego, provista además de una cerradura. Los colores de los cuales el baúl de esta historia estaba recubierto, ya se dijo, no eran escarlata. Pero, bueno. Desde el día del hallazgo, a comienzos de 1945, los periódicos se ocuparon del caso poli- cíaco, de una manera tan amplia, como se podía en aquellos tiempos, edad de oro del folletón. Los cronistas urdieron en torno al baúl diversas hipótesis y se esforzaron por adelan- tarse a los investigadores. Dos detectives, reputados como los mejores, un Pérez y un tal Bernal, apodado "Chocolate", asumieron el caso. Correspondió dirigir la investigación a un veterano y respetable juez de instrucción criminal, el doc- 34 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 33. 20 crónicas policíacas tor Vicente de J. Sáenz. El equipo investigativo así integra- d.o se entregó del todo al empeño de descifrar el enigma. Dos o tres líneas burdamente trazadas contenía el sobre hallado en el baúl. "Guárdelo en el caidizo de Luisa". Inves- tigadores y periodistas viajaron a Barbosa, pero no dieron con la destinataria de la macabra remesa. Ni tuvieron noti- cia del "caidizo de Luisa". Sin embargo, las averiguaciones se extendieron a Puente Nacional, Cite y creo que hasta Vélez. La pista contenida en el.sobre no dio ningún resultado posi- tivo. Los reporteros policíacos trajinaron por sus propias pistas, pero su actividad fue nula. Recuerdo que un colega se dedicó a visitar las tiendas de la carrera 11, donde ven- dían baúles, pero a ninguna conclusión pudo llegar. Madres cuyas hijas quinceañeras habían desaparecido, Dios lo sabe cómo y con quién, al plantearse este enigma, tuvieron el "pálpito" de que se iba a acabar su angustia, y venciendo el humanísimo terror visitaron el anfiteatro de Medicina Legal, pero salieron con la misma inquietante duda porque el cadáver estaba irreconocible. Un cálculo científico indicaba que la muerte debió sobrevenirle a la muchacha no menos de 17 días antes. Contribuyó además a la desfigura- ción la "postura" en que había estado "empacada" durante todo ese tiempo. Sin más qué hacer, algunos reporteros en- trevistaron a las mujeres llorosas que deseaban entrar a la morgue. Total: cero. Los médicos forenses le calcularon a la víctima del oscuro crimen una edad oscilante entre los 14 y los'15 años, y ano- taron algunos detalles de relativa utilidad para una remota identificación. Ejemplo, la longitud promedio del cabello, la estatura y el tamaño de las orejas, de los pies y de las manos, además de que realizaron una reproducción de la dentadu- ra. Por el examen de las uñas de pies y manos, burdamente 35 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 34. Felipe González Toledo cortadas, llegaron a la conclusión de la categoría social de la muchacha, algo menos que mediana. En fin, se hizo en medicina forense cuanto fue posible, pero los conceptos contenidos en el informe de la necropsia no prestaron utilidad a la investigación. Los reporteros especializados les seguíamos los pasos a los detectives para saber por dónde iban, pero todo fue en vano. El caso del "baúl escarlata", con hipótesis renovadas apareció en los periódicos de Bogotá hasta el final de 1945 y poco a poco el despliegue de prensa vino a menos. Después sólo de cuando en cuando, los periodistas se ocuparon del indescifrable enigma. Tan agotadas estaban las averiguaciones que el investi- gador Vicente de J. Sáenz acabó por caer en una t ntación propuesta por el detective Chocolate'., El hábil sabue o como solían llamarlo algunos reporteros de la época en tono confidencial informó al investigador que por los lados de Las Cruces tenía sus reuniones un grupo de espiritistas que con- taba con una médium maravillosa y desconcertante. Y acabó por convencer al doctor Sáenz de asistir con él a una sesión de espiritismo. El veterano juez, funcionario ejemplar, repo- sado y serio, accedió a la invitación de < 'Chocolate", y no hay para qué decir que al salir de la reunión de Las Cruces, ade- más del fracaso del recurso, el juez de instrucción criminal se llevó un sentimiento de disgusto consigo mismo. El paso que acababa de dar estaba reñido con las normas investiga- tivas y lo dejaba un poco untado de ridículo. Para autocon- solarse, según indiscreción de "Chocolate", el severo juez dizque dijo: -La peor diligencia es la que no se hace... En fin, hubo de todo a lo largo del esforzado empeño de solucionar el rompecabezas. Por mi parte, debo confesar una 36 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 35. 20 crónicas policíacas ocurrencia que, aunque nada tiene qué ver con el caso del ''baúl escarlata", sí vale recordarla, aun apelando al mismo autoconsuelo del juez Sáenz. Una noche me cayó al periódico un visitante que me llevaba una "revelación". En un hotelito de San Victorino, del cual hacía parte una cantina con puerta sobre la calle, estaba hospedada una santandereana que decía poseer el secreto del oscurísimo caso en investigación. Con alguna frecuencia la visitaban "Chocolate" y otro detec- tive, y dizque ellos le pagaban el hospedaje. De noche, la mujer la pasaba en la cantina, siempre hablando del mismo tema del baúl. Era fácil verla e identificarla. Hacia las 8 de la noche siguiente fui a la cantina indicada por mi visitante y lentamente me tomé una cerveza. En una mesita cercana estaba acodada una mujer algo madura y de marcado acento santandereano; "ésta es", me dije, y le presté toda mi atención. En efecto, no tardó en hacer referencia al caso que me interesaba. Le formulé alguna pregunta más o menos vaga, y así se inició el diálogo. La invité a tomar una cerveza conmigo y ella aceptó sin vacilaciones. Tres o cuatro cerve- zas consumimos y tuvo sobrado tiempo de hablar sobre su tema preferido. Muy fácil fue darme cuenta de que su ver- sión era banal, aunque urdida con alguna inteligencia. Algo más me ocurrió en esa ocasión. Fue que la cerveza, ya sobre los dos litros, comenzó a presionarme, y como la cantinera me dijo que el sanitario estaba adentro, en el hotel, preferí satisfacer mi urgencia en un poste cercano, y ya para ter- minar, fui atacado, de verdad, verdad, por un perro feroz. Me arruinó la pierna derecha del pantalón y la huella de la dentellada me quedó en la flaca pantorrilla. Tras la apenas confesable aventura regresé a la tienda a pagar el consumo. -Le destrozaron el pantalón -dijo la santandereana-, y eso fue el perro que anda por ahí, que dicen que está rabioso. La mujer se interesó en apreciar el mordisco, y exclamó: -¡Ay, Virgen Santa! Si el perro está rabioso, la cosa es grave. 37 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 36. Felipe González Toledo Al día siguiente las "revelaciones" de la santandereana aparecieron en el periódico, con el nombre del autor de la información. Sorpresivamente la mujer me hizo una llama- da telefónica; bromeó por el engaño de que la hice víctima al no advertirle los motivos de mi interrogatorio. Me contó que los detectives la habían regañado por la infidencia y me preguntó cómo seguía del mordisco. Me informó que el perro ya había mordido a varias personas que estaban en tratamiento y acabó por recomendarme que tuviera cuida- do. Dos o tres noches después, con el toquecito de preocupa- ción que me dejó con lo del perro, volví a la tienda. No la encontré, pero la cantinera me contó que un policía había matado al perro y que lo había llevado no sabía a dónde, para que lo examinaran. Que le quitaron la cabeza y el examen comprobó que tenía rabia. Sin pensarlo más, a la mañana siguiente fui al Instituto Samper y Martínez, única entidad encargada de estas cosas de la hidrofobia o mal de rabia. 'IUve que someterme a las 21 inyecciones antirrábicas de rigor en esos tiempos. Recuerdo que le correspondió apli- carme las inyecciones a una gentilísima enfermera herma- na del inolvidable Fray Lejón. Y por mi habitual temor a la aguja, aquellas inyecciones fueron 21 mordeduras de perro rabioso. Un período relativamente largo transcurrió sin que los diarios volvieran a ocuparse del caso del baúl, y de pronto, un domingo, uno de los más prestigiosos periódicos de Bogotá destacó en primera página y bajo gruesos titulares una no- ticia que nos dejó fríos a los reporteros policíacos. Nada me- nos que la solución del misterio. El autor anunciaba la publicación de cinco crónicas con minuciosos detalles de su "verdad". La "solución", muy resumidamente, era la siguien- te: en una casa campesina de Mesitas del Colegio había ocu- 38 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 37. 20 crónicas policíacas rrido un accidente. Una lámpara de gasolina estalló, el combustible se regó y le causó quemaduras a una mucha- cha, especialmente en la cabeza. La trajeron a Bogotá y la hospitalizaron en San Juan de Dios. La muchacha murió y como nadie reclamara el cadáver lo enviaron a la facultad de medicina para las experiencias morfológicas de los estu- diantes. Decía la versión que el cadáver no era utilizable para las finalidades didácticas, y agregaba que un grupo de alumnos urdió un rompecabezas para la policía y, mañosa- mente, los despojos empacados 'en el baúl fueron llevados a la estación del ferrocarril del norte y colocados en la colum- na que señalaba el lugar para el cargamento destinado a Barbosa. Recuerdo que esta "chiva" me puso en trance de contro- versia y de rebeldía con n1ijefe de entonces, Alberto Galindo. Confi so qu el ca o n1e golpeó duramente, pero alegué: "No creo en esta versión, pero no dispongo de argumentos para refutarla ni estoy dispuesto a uncirme a la revelación". Yo estaba totalmente despistado. Había pasado el fin de semana fuera de Bogotá, y acababa de llegar al periódico, ya entrada la noche. No había nada qué hacer y no escribí nada, a pesar de haber sido enérgicamente coaccionado para pro- ducir algo. El lunes, muy preocupado, me fui al Hospital de San Juan de Dios. Por fortuna, encontré que el administrador era amigo mío, y esta circunstancia favoreció mis averiguacio- nes. El funcionario me puso en comunicación con la religiosa que directamente atendió a la muchacha quemada. Esa misma mañana se había publicado, "A paso de vencedores", la segunda parte de la serie anunciada, y en el hospital es- taban siguiendo con interés el relato. La religiosa, a quien yo le decía una veces "madre" y otras "hermana", me resultó muy amable. Minuciosamente me explicó el proceso de la atención hospitalaria y, de pronto, me dijo algo sumamente importante. Cuando la muchacha fue recibida en el pabe- 39 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 38. Felipe González Toledo llón de quemados, la monja procedió a atusárle la cabeza con el mayor cuidado, para poder hacerle las curaciones que requería. Me informó, además, que cuando la niña murió la depositaron en la margue y le avisaron telefónicamente a un pariente de la familia campesina que trabajaba en Bogotá y se interesaba por la salud de la muchacha quemada. El pa- riente se apersonó del entierro, y hasta ahí supieron en el hospital. No sobra agregar que, de acuerdo con las informa- ciones de San Juan de Dios, la muchacha acababa de cumplir 18 años, edad bien distinta de la calculada por los médicos forenses. El primer dato planteaba un interrogante incon- testable: si la niña fue atusada, ¿por qué el cadáver embau- lado tenía una cabellera de 17 centímetros, según el informe médico legal? Este solo detalle derrumbó las 'revelaciones" en serie. Para sostener la "caña", desvió la serie preparada para refutar a su contradictor, con la afirmación d que yo ignoraba que el cabello crece después de la muerte. Realmente nunca tuve oportunidad de peinar el cadáver del baúl, pero me confiaba en los médicos forenses. Es cierto que el cabello, cuyo crecimiento es vegetativo, después de la muerte aumenta unos dos o tres milímetros, pero las células donde se originan las raíces también mueren y se paraliza el e ecimiento capilar. Y ni estando muy vivo, a nadie le cre- ce el cabello 17 centímetros en tres semanas. Arguyó el cro- nista en referencia que los médicos legistas incurren en errores garrafales, y los médicos legistas se pusieron furiosos . Vanidosamente, el detective "Chocolate" estaba conven- cido de su gran prestigio por las alusiones que solían hacerle en la prensa, y para disfrazar su fracaso en lo del "baúl es- carlata" acomodó el cuento y le hizo la revelación exclusiva- mente al periodista que "se la tragó entera". Creo que a todos los periodistas de mi especialidad, sin excluir a los que se desempeñan actualmente en esta tarea, nos han sobrevenido pequeñas adversidades que más mere- cen el calificativo de funestas que el de contratiempos, pero 40 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 39. 20 crónicas policíacas que a pesar de su insignificancia nunca se olvidan. Ya citaré un caso. Las averiguaciones cuya conclusión me permitió refutar la leyenda construida sobre la niña de la cabeza atu- sada no se limitaron al Hospital de San Juan de Dios, lla- mado también de la Hortúa por el nombre de los terrenos donde fue construido. Mis averiguaciones se extenc#eron a la Facultad Nacional de Medicina que por aquel entonces funcionaba en la calle 10, frente al Parque de los Mártires. Deseaba agotar el seguimiento del cadáver de la "embaula- da". A sabiendas del fuerte impacto que recibe el profano al entrar a una sala de anatomía, me arriesgué a pasar por entre dos filas de mesas que sostenían cadáveres humanos completos o medio desintegrados. Me atendió un profesor a quien le expliqué mis empeños. - El cadáver embaulado del que habla la prensa - dijo el profesor- nunca estuvo aquí. y me llevó hasta un escritorio donde se asentaba la "con- tabilidad" de entradas y salidas de cadáveres a la sala de anatomía. Efectivamente, entre las fechas básicas no figu- raba ningún caso que acusara semejanza, siquiera remota, con el objeto de mis averiguaciones. Mientras dialogábamos con el profesor fue formán se un grupo de estudiantes que fácilmente adivinaron el motivo de mi visita, y juguetonamente desbarraron contra la pren- sa. Cautelosamente traté de mantenerme a distancia de los estudiantes, pero algunos de ellos, con expresión burlona se me acercaron demasiado y me invitaron a que presenciara el trabajo que estaban ejecutando. -No me interesa - respondí con cobarde negativa, con ex- presión falsamente alegre y fingida camaradería. Sin más que un ademán me despedí y salí de aquel macabro ámbito. La baja calle 10 era transitada por gente ordinaria, de la que pululaba en los contornos de la plaza de mercado de la Con- cepción. Y todos los transeúntes parecían vivos. Ninguno 41 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 40. Felipe González '!bledo estaba despresado. Los que iban y venían sólo parecían en- sordecidos por el rodar del tranvía municipal. Todo era vida. Vida sucia, pero vida. Y para ahuyentar el recuerdo de la visión macabra de minutos antes, quise fumarme un cigarrillo. Me lo puse en los labios y busqué los fósforos en el bolsillo derecho del saco, donde encontré un cuerpo extraño. Hago mal en decir "cuerpo", porque era sólo un dedo. Un dedo humano. Confirmé que era un dedo, por la uña con mugre. Crispado de terror lo arrojé a la calle. Si su hallazgo hubiera generado otro misterio, yo lo habría desci- frado. Nunca la prensa volvió a ocuparse del baúl. 42 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 41. Cuerpo de mujer por libras E n una fracción de San Antonio de 'lena, el municipio ahora llamado San Antonio del Tequendama, a alguna distancia de la población tenían una parcela los padres de Teresa Buitrago, más comúnmente llamada Teresita, cuya vida y cuya muerte dieron para mucho. En su lugar de na- cimiento pasó Teresita su niñez y su primerajuventud. Alos 15 años ya se había revelado como una mujer de admirables atractivos. Después de terminada la escuela rural, dio en bajar de la montaña al pueblo los domingos y días festivos, para asistir a la misa mayor. Y se dice que la feligresía ju- venil, y también la madura, desatendía el ritual de los ofi- cios religiosos para mirar y admirar a la bella campesina. Andando el tiempo, cuando Teresa ya había cumplido los 18 años de edad, se fugó con un forastero a Bogotá. En esta primera experiencia, Teresita no encontró lo que buscaba. La ciudad la recibió no muy bien. Le correspondió vivir la misma suerte adversa que tantas mujeres del campo han sufrido. Primeramente, debo hacer notar que la transición de los alpargates del campo a los zapatos de la ciudad le originó inconvenientes y calamidades que le duraron por el Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 42. Felipe González Toledo resto de su vida. Los pies se le avejigaron y se le encallecie- ron. La pobre mujer era muy hermosa, pero caminaba muy mal. Sus andares, en todo sentido, eran muy descalificables. Otra de las calamidades iniciales que sufrió Teresita en Bogotá fue la fuga de su compañero de viaje, como también compañero de hotelito durante breves días. Sin más que ha- cer, poco a poco se entregó a la prostitución. Echó a merodear por San Victorino, parándose en las esquinas a descansar y a esperar al que hubiera de venir. Bien pronto se dio cuenta de que esto no era lo que ella esperaba encontrar en Bogotá, y para tentar suerte trasladó sus hermosos atractivos a los anocheceres de la carrera Séptima. No le faltaron los admi- radores, pero ella dio en preferir a los que pasaban en auto- móvil y le lanzaban miradas lujuriosas pero que parecían de gula. Pronto se relacionó bien. Frecuentemente, se economi- zaba el hotel, yéndose a pasar la noche con el que la invitara. En esta vida pecadora, pero ya un poquito por lo alto, pudo hacer sus ahorros y compró en Chapinero, en la calle 59, pocos pasos abajo de la Avenida Caracas, una casa pequeñi- ta. Instaló allí un bar y en el interior acomodó su dormitorio, que en poco tiempo llegó a ser relativamente lujoso. En el bar vendía licores y cervezas a precios relativamente altos, y de esta manera pudo seleccionar su clientela y lograr un amplio margen de utilidad. Se sabe de varios personajes que la visitaban con relativa frecuencia, y al fin de las veladas el último de los consumidores se encargaba de trancar bien la puerta. Teresita tuvo un amante permanente, que toleraba las visitas nocturnas, porque las creía o quería creerlas ocasio- nales. Este amante era Pacho Díaz, un vago perteneciente a acomodada familia de la provincia del Guavio. Como todas las personas inútiles, Pacho Díaz tenía su gracia. Era un espléndido jinete, condición a la cual le sacó algún provecho, pues los criadores de caballos de paso lo mandaban a las exposiciones de la región sur de los Estados Unidos. Un ca- 44 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 43. 20 crónicas policíacas ballo colombiano montado por Pacho Díaz ofrecía un verda- dero espectáculo y se valorizaba la bestia en negocio. Pacho, para evitarse malos momentos, visitaba a Teresi- ta de día, y si alguna vez lo dominaba la tentación de ir de noche y encontraba cerrada la puerta, no se animaba a gol- pear y seguía su camino. El chalán quería mucho a Teresita. Ella también lo quería, pero no mucho. Lo trataba con ter- nuray le soportaba sus necedades. En ocasiones, Pacho par- ticipaba en las reuniones nocturnas, aunque no después de las 10. Rigurosamente, pagaba el valor de sus consumos y alguna participación tomaba en la tertulia. Desde luego, siempre observaba una discreción irreprochable. De aque- llas reuniones era muy asiduo un personaje que fue muy popular en Bogotá: "El Loco Zamorano". Este personaje, frustrado médico, era valluno, pero por el muy amplio círcu- lo de sus amistades era más bogotano que todos los bogotanos. Dueño de un ingenio junto al cual los de su tierra vallecau- cana eran sólo "matecañas". Era inagotable el ingenio de "El Loco Zamorano", y, generalmente, su charla se apoderaba de la tertulia donde Teresita. Su gusto por el aguardiente lo hacía cliente diario del bar de la 59, y se oyó decir que Tere- sita le hacía descuentos especiales. Por los tiempos que re- cuerdo, poco después de finalizar la Segunda Guerra Mundial, llegó a Bogotá un italiano, veterano de las tropas de Musso- lini. Se llamaba Angelo Lamarcca, y un día cualquiera la casualidad lo llevó al bar de Teresa Buitrago. La dueña del establecimiento había entrado ya en sus 40 años y conser- vaba su hermosura y todos sus atractivos. Mientras no tuviera que caminar todo estaba bien. El italiano, en su dulzarrón idioma, le dijo a Teresa quién sabe cuántas cosas, y ella que- dó prendada. En una segunda o tercera visita el inmigrante le propuso matrimonio a Teresita. Casarse era lo único que le quedaba por hacer. Pensó en la importancia de ser la se- ñora de "alguien", y aceptó la propuesta. 45 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 44. Felipe González Toledo Pacho Díaz supo lo del matrimonio y abrumó a su amante a consejos en contra del descabellado propósito. Muy importante resulta ver que un buen tiempo antes, mucho antes de la llegada del italiano a Bogotá, Teresa Bui- trago tuvo un contratiempo de extrema gravedad. Ella tenía unos vecinos que en un lote de la cuadra guardaban zorras de tiro. Eran gente ordinaria. Al fin y al cabo, carreteros. Los Ballesteros, que así se llamaban, nunca entraban al bar de Teresa, porque los precios y el ambiente los rechazaban. Un anochecer, por los comienzos de 1946, uno de los malos vecinos entró con su acostumbrada ordinariez, de overol grasiento, pésinla estampa, más mal encarado que nunca. Era, precisamente, el más patán de todos. Con expresiones soeces pidió una cerveza, y Teresa le respondió: -A usted no le vendo nada. La reacción de Ballesteros a la negativa fue una serie de ultrajes, y hasta trató de darle a Teresita un puñetazo por encima del mostrador. Como la escena tomó alcances de vio- lencia Teresa abrió la gaveta y sacó un revólver. Un peque- ño revólver de esos de calibre 22, que son más juguete que arma, y le hizo un disparo al vecino amenazante. Pero fue un disparo certero, pues el proyectil le dio en el centro del ojo derecho, yesos proyectiles que pegan en el ojo se van directamente a los centros nerviosos y causan la muerte in- mediata. Ballesteros cayó y su cadáver quedó tendido frente al mostrador del bar. Un transeúnte que justamente pasaba por el frente oyó la detonación, contempló durante un par de segundos la trágica escena y corrió para llamar a un policía. En este mismo momento yo me encontraba a poco más de una cuadra del lugar de los acontecimientos. -Vi que un po- licía corría y, animado por la certidumbre de que por ahí había una noticia, también corrí. Cuando llegué, en el an- 46 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 45. 20 crónicas policíacas dén había una media docena de curiosos que estiraban el cuello para mirar hacia adentro. Pasé por entre los curiosos hasta el mostrador, y fue así como conocí, en tan memorable ocasión, a Teresa Buitrago. Presencié una escena verdade- ramente impresionante. A mis pies estaba tendido el cadá- ver de un hombre rudo, y en el puesto de ventera estaba una mujer de hermoso rostro, en actitud extraña y con el sem- blante intensamente pálido. Tanto que parecía una estatua de mármol. Cuando la interrogué, sólo me dio su nombre, porque el policía intervino y le prohibió que hablara. Cuan- do observaba el cadáver, el policía, con bolillo enarbolado, me ordenó salir. Entre los curiosos supe el nombre del difun- to, y me di por suficientemente informado. Poco más tarde se iniciaron las primeras diligencias ju- diciales, pero a esa hora yo ya estaba en el periódico. El proce- so tomó su curso normal, Teresa demostró abundantemente que a su actuación la había impulsado la legítima defensa, y bien pronto la justicia la dejó en libertad. Afortunadamente, un viejo amigo me había hablado del bar de Teresa y me había contado toda su historia, desde su niñez en la parcela de San Antonio. Al salir de su corta prisión, Teresita reabrió su bar y se reanudaron las tertulias de amigotes, inclusive con la asistencia de Pacho Díaz, así como tampoco podía faltar "El Loco Zamorano". Por estos tiempos llegó el italiano; su rápida propuesta matrimonial fue aceptada por Teresita con la misma celeri- dad. La celebración del matrimonio cambió las costumbres en el bar de la 59. Los contertulios, exceptuado "El Loco Za- morano", se ahuyentaron poco a poco. Pacho Díaz y Lamarc- ca, el nuevo amo de casa, se miraban muy mal. Cierta vez, pasado de copas el italiano insultó a Pacho con las expresio- nes que tan rápidamente aprenden los extranjeros, y Pacho 47 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 46. Felipe González Toledo le respondió con un puñetazo que puso en fuga al excombatien- te hacia el interior de la casita. Desde entonces, para refe- rirse a Pacho Díaz, Lamarcca decía: "Ese animale feroche". El italiano dio en tratar muy mal a Teresita. La causa más señalada de este malestar doméstico eran los celos por la relación de su esposa con Pacho Díaz, a quien ella, real- mente, le dedicaba una no disimulada deferencia. Teresa salía a la defensa de Pacho, y la casita de la calle 59 se convirtió en un verdadero infierno. Frente al templo de San Francisco me encontré con Pacho Díaz, quien con expresión de angus- tia me contó que Teresita había desaparecido desde hacía por lo menos cuatro días. Inclusive me rogó que publicara algo en el periódico, relativo a la misteriosa desaparición, y agregara que Pacho la buscaba afanosamente. El antiguo amante de Teresa se dispuso a denunciar ante las autorida- des el extraño caso y, efectivamente, aquel mismo día, ante el juez de permanencia del norte formalizó la denuncia. La petición que me formuló Pacho Díaz fue atendida, y lo de la desaparición se publicó inmediatamente. Poco tiempo después, algo menos de una semana, en el lecho fangoso del río Fucha fueron halladas dos maletas, cuyo pestilente olor aconsejó a los autores del hallazgo a pedir la intervención de la policía. Un breve examen fue suficiente para compro- bar que las maletas contenían los despojos mortales de una mujer. En una de ellas encontraron las piernas, los brazos y la cabeza y en la otra, el tronco. Publicado el macabro encuentro, Pacho Díaz fue a la margue, y en los despojos reconoció a Teresita. Por las sos- pechas que contra el italiano formuló Díaz en su denuncia, el investigador llamó a declarar a Angelo Lamarcca. Tam- bién Lamarcca reconoció en los despojos a su esposa, y este primer enfrentamiento con la justicia lo sobrellevó con una pasmosa serenidad. Con la misma frescura que le era habi- tual, y fingiéndose desconcertado, el italiano rindió ante el investigador una amplia declaración. Tanto que el juez lo 48 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 47. 20 crónicas policíacas dejó en libertad con la sola condición de presentarse al juz- gado dos veces por semana. El informe de los médicos forenses incluyó una observa- ción que dio una pista a los investigadores. Los cortes reali- zados para separar los brazos, las piernas y la cabeza debieron ser hechos por un experto. Algo así como un médico o un matarife de ganado. Como el último de los contertulios habituales de la 59 fue "El Loco Zamorano", y este caballero, en su frustrada carre- ra de médico, cursó las experiencias de anatomía, sobre él recayeron sospechas de haber colaborado, cuando menos, en el "despresamiento" de Teresa. Sin vacilar, eljuez investiga- dor expidió orden de captura contra Zamorano, y así, el po- pular personaje fue a pasar malos días y peores noches en los calabozos de la Seguridad, calle 12 con carrera 3ª. Como resultado del interrogatorio a que fue sometido el señor Za- morano se transparentó su absoluta inocencia. Vale recordar que cuando Zamorano fue dejado en liber- tad, después de cuatro días de abstención etílica, entró a una tiendita de la carrera 3ª, la primera que encontró a su paso, y pidió: -Mi señora, déme ya una cerveza. Amablemente la dueña del tenderete le pidió una acla- ración: -¿Quiere Bavaria °Germania? - 'Lamarcca" no importa -respondió "El Loco Zamorano" con su habitual repentismo. El mismo día yen los inmediatamente siguientes, Zamo- rano deleitó a sus amigos del histórico Café Automático con el relato de su aventura judicial, salpicado de anécdotas di- vertidísimas. 49 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 48. Felipe González 'Ibledo El proceso siguió su lento curso y, abrumado por indicios, Lamarcca fue llamado a juicio por el juez superior. En la audiencia pública, los abogados aprovecharon los vacíos de la investigación para ahondar las dudas, yen esta etapa se produjo la absolución del jurado, veredicto que acogió eljuez de la causa al dictar la correspondiente sentencia. La deter- minación absolutoria dio lugar a comentarios, casi todos ad- versos, en el ambientejurídico de Bogotá, y los observadores afirmaron que el fallo sería revocado por el tribunal supe- rior. Sin embargo, de acuerdo con las decisiones pertinentes, se le concedió a Lamarcca la libertad condicional, mediante una fianza mínima. El preso, al quedar libre, se constituyó en el único heredero de la esposa asesinada, vendió sus de- rechos sobre la casita y con esos recursos desapareció. Evidentemente, el fallo fue revocado por el tribunal su- perior, entidad que dispuso la tramitación de un nuevo ju- rado. Pero el reo ya estaba muy lejos. Año y medio después se supo que Lamarcca había muerto en una cárcel de Cara- cas, víctima de un cáncer atroz. Teresita Buitrago vivió de su cuerpo, vendiéndolo o alqui- lándolo a altos precios. Pasó una buena vida, pero acabó des- cuartizada. Casi para vender el cuerpo por libras, aunque Pacho Díaz habría sido el único comprador. 50 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 49. El crimen del prebendado No estoy muy seguro de si esta crónica, relativa a hechos registrados hace muy cerca de 200 años, encaja dentro de la presente erie. Pero ,e nece ario ver que se trata de un caso policíaco muy interesante, que muestra la investiga- ción penal de hace siglos. P or extraño que parezca, al canónigo Armendáriz no lo designaban por apodo alguno. Más extraño aún si se tiene en cuenta que fue contemporáneo del canónigo don Manuel de Andrade, a quien merecida o Inmerecidamente, pero muy a sabiendas suyas, llamaban "El Buey". Y no es que Armendáriz fuera más acreedor a respeto que su compañe- ro de Capítulo Catedral. Por el contrario, "El Buey" Andrade aventajaba al prebendado Armendáriz en riqueza, de la cual dio muestras al costear más de la mitad de la obra del acue- ducto de San Victorino. Armendáriz fue un clérigo opaco. Interinamente desem- peñó la dignidad de sochantre o paborde, o algo así. Pero era retraído y casi sórdido. Si nos parece raro que no se le dis- tinguiera por apodo alguno es porque Armendáriz sufría de una muy visible particularidad. Tenía tan larga la primera 51 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 50. Felipe González Toledo muela bicúspide superior de la derecha, que cuando cerraba la boca, por más que apretara los labios, la horrible pieza dental se le quedaba por fuera. Quienes lo vieran de perfil, por el lado izquierdo, acaso lo pasaran inadvertido. Pero quie- nes lo vieran por la derecha, subconscientemente debían asociar a su distraído transcurrir la imagen de un elefante. Porque, además de la saliente bicúspide, la nariz prominen- te y de base caída contribuía a la semejanza. Sin embargo, no se le recuerda por ningún apodo. La muela aquella, para qué decirlo, debió influir sumamente en las maneras y la vida del prebendado. N o tendría importancia la muela, por sí misma, a pesar de su tamaño, si no estuviera asociada a un hecho extraordi- nario registrado en Santa Fe al finalizar el siglo XVIII, que sin lugar a dudas se puede reputar como el que originó la primera investigación criminal de carácter científico. No por- que entonces se tuvieran nociones de lo que ahora llaman "técnica policial", sino merced a la intuición de un ladino barbero que se llamaba Bernabé, que vivía en la calle de San Hilarío y que era muy amigo de meterse en todo lo que no le importaba. El hecho verídico que ahora nos ocupa ocurrió en los me- diados de agosto de 1797; por los días de la muerte del arzo- bispo Martínez Compañón y bajo el virreinato de don Pedro Mendinueta. Pero sus consecuencias, un tanto borrosas, se extienden hasta los dos o tres primeros años del siglo XIX. Dejemos por ahora al prebendado y a su muela para as- cender por las empedradas y fatigantes callejuelas de Be- lén, donde habremos de hallar a Rosa Tabares, otro de los más importantes personajes de esta historia policíaca. Rosa era una rolliza mulata que viVÍa en una pieza ciega, arriba 52 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 51. 20 crónicas policíacas de la "Piedra Ancha". Tenía 30 años, poco más, poco menos, y ganaba la vida en el arreglo de ropas de estudiantes. Pero ganaba más, según las malas lenguas, prescindiendo de las ropas. Se quería decir que no todo el tiempo lo destinaba a re- mendar calzones y a alisar camisas y que la pieza ciega, a ratos, permanecía sospechosamente trancada por dentro. Era muy graciosa la mulata, y a distancia la reconocían por sus estridentes carcajadas. De Bernabé, el barbero de la calle de San Hilario, el ter- cero y quizás el más importante de los personajes de este relato, nadie recuerda el apellido. Pero no hace falta. Ber- nabé como todos los barberos, era dicharachero y ladino, sabía mucho de la vida de los demás y no solamente mane- jab las tijeras y la navaja sino que ejercía la exodoncia. Agobiados por el reun1a con abultado cachete sostenido por pañuelo anudado en la coronilla mucho santafereños lle- garon a la barbería de Bernabé resueltos a dejarse arrancar no sólo la muela sino las carracas. Y su destreza en el ma- nejo del gatillo le dio a Bernabé un prestigio superior al que disfrutaban los demás barberos. Por aquella época, no sobra decirlo, no existía la aneste- sia. Pero Bernabé, que indudablemente era superior a su tiempo en la práctica la empleaba. Porque con sus historio- nes y chismes anestesiaba a los pacientes, y si bien no logra- ba insensibilizarlos contra el violento tirón del gatillo, en cambio les ahorraba el inquietante y angustioso prólogo de la operación. Y como la historia quedaba pendiente, inte- rrumpida por la sacadura de la muela, Bernabé la continuaba a manera de atención posoperatoria, mientras el paciente escupía sangre y hacía buches de agua de amapola. 53 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 52. Felipe González '!bledo Conocidos los tres principales personajes de esta verídica historia, poco a poco debemos ir penetrando en los detalles de lo ocurrido y estableciendo relación entre ellos y los he- cho~. En la misma calle de San Hilario, entre San Juan de Dios y el río San Francisco, es decir, en lo que ahora es la Avenida Décima entre la calle 12 y la Avenida Jiménez de Quesada, en los altos de una colchonería, vivía el canónigo Martín Armendáriz. Por extraño designio, pues, se hicieron vecinos la gigan- tesca muela y el hombre adiestrado en la exodoncia. Cualquie- ra habría jurado que Bernabé le tenía ganas a la saliente bicúspide del canónigo. Sin embargo, ocurría al contrario. Le tenía miedo. Así lo demostró cuando una tarde, en son de charla, a la puerta de la barbería se acercó el prebendado y tras de algunos rodeos le dijo a su vecino: "Hombre, Bernabé: a veces me dan ganas de que me arranque esta muela que ha dado en dolerme". Sobrada cuenta se dio el ladino barbero de que la muela no le dolía al canónigo. No tenía por qué dolerle. Sencillamente, le estorbaba, porque lo afeaba mucho, y lo del dolor era sólo un pretexto para buscar una ventaja fiso- nónüca. Y con fingida reverencia, Bernabé se excusó de practicar la operación. Dijo qu~ el gatillo estaba un poco averiado, pero que un amigo, ferretero de Cartagena, debía traerle de España uno nuevo. Y con este consolador embuste se excusó de aceptar el duelo a muerte con la muela. Desde luego, Bernabé aprovechó para hacerle un breve examen a la dentadura del prebendado, más por satisfac- ción de su curiosidad que por sincero deseo de complacerlo. La muela era muy respetable y resultaba mejor dejarla quieta. 54 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 53. 20 crónicas policíacas Semanalmente, cuando menos, Bernabé se daba una vuelta por el barrio de Belén, y demoraba en la pieza ciega de la "Piedra Ancha". Ninguno de los malpensados vecinos de por allí pudo decir que las visitas del barbero a la·mulata coincidieran con el sospechoso empleo de la tranca tras de la puerta. Aunque nada raro habría tenido porque Bernabé era un cuarentón, soltero, alegre y entrador. Es evidente, en cambio, que la mulata Rosa Tabares arreglaba la ropa del barbero, porque así se demostró cuando sucedió el extraño caso del que ahora nos ocupamos. Fue por los días de la muerte del arzobispo Martínez Compañón, cuyo fallecimiento conmovió a los santafereños. Se cuenta que el14 de agosto de 1797, a los seis años y cinco meses de su gobierno espiritual, el señor Compañón enfer- mó tan gravemente que en esa misma fecha le llevaron los Santos Sacramentos. El 17 murió y el 19, dice el cronista José María Caballero, "lo sacaron en una magnífica proce- sión, por el contorno de la plaza, con asistencia de todas las corporaciones, tribunales y multitud del pueblo que iba muy triste y lloroso". Entregado al duelo estaba todo Santa Fe cuando ocurrió una gravísima novedad en el barrio de Belén. El caso habría causado una extraordinaria conmoción, pero la muerte del señor obispo y las imponentes ceremonias fúnebres lo eclip- saron muy explicablemente, y el acontecimiento de Belén pasó casi inadvertido. La puerta de la pieza, arriba de la "Piedra Ancha", no estaba abierta, pero tampoco estaba trancada, como otras veces. Eran las 11 de la mañana y así había estado la puerta desde temprano, según lo apreciaron varios de los vecinos 55 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 54. Felipe González Toledo cuando pasaron con rumbo a la Plaza Mayor para participar en las ceremonias fúnebres. Algún curioso vecino de Belén, después de haber pasado repetidas veces por allí, en trance de observación, se detuvo frente a la puerta, se arriesgó a tocar y, finalmente, seguro de que nadie había en el interior, empujó una hoja con suavidad. Tendida a la diagonal en la cama y con las ropas en de- sorden, estaba la mulata Rosa Tabares. Su absoluta quietud no dejaba dudas. Estaba muerta. La noticia cundió, y las pocas personas que no habían ido a la plaza grande invadie- ron la habitación de la desdichada mujer. "La ahorcaron", exclamaron los que más arriesgadamente se metieron hasta el rincón de la cabecera. En efecto, la mu- lata tenía atadas unas tiradillas al cuello, y de su boca, des- mesuradamente abierta, emergía la lengua congestionada. ¿Quién mataría a la mulata Rosa? Esta pregunta jamás tuvo respuesta clara. Porque la única persona que despejó la incógnita gozaba de muy poco crédito. El secreto del ahor- camiento de Rosa lo descubrió el barbero Bernabé, pero como era tan hablador nadie se lo creyó. Porque Bernabé era chismo- so y por meterse en lo que no le importaba, años más tarde, el 19 de enero de 1805, lo mataron en el mismo barrio de Belén. Pero volvamos a la muerte misteriosa de Rosa Tabares. El mismo día, cuando no había pasado una hora a partir del momento en que un vecino curioso abrió la puerta y vio el cadáver, por la calle de la "Piedra Ancha" subió el barbero. y grande extrañeza debió experimentar al ver a más de veinte personas amontonadas contra la puerta de Rosa, pugnando por mirar hacia el interior y con inconfundible expresión, mezcla de terror y expectativa. 56 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 55. 20 crónicas policíacas Se abrió paso el barbero cuando lo enteraron de lo que había ocurrido, y con los aires de superioridad que le eran peculiares desalojó a los fisgones que rodeaban la cama. Resueltamente procedió a examinar el cadáver, y al tomarle una de las manos crispadas para tratar de separar del cuer- po el brazo rígido, observó que tenía desgarrada una de las mangas de la blusa de lienzo. Anotó Bernabé, y así se demostró más tarde, que era suya la prenda empleada para el ahorcamiento. Efectiva- mente, eran sus mejores tiradillas. Y entre una canasta de caña vio sus propias camisas listas, como que ese día, preci- samente' había ido por ropa limpia para asistir al entierro del señor obispo. Los más cercanos vieron cuando el barbero, con especia- lísima atención, mientras mantenía levantado el jirón de la manga, examinaba el brazo izquierdo del cadáver. Nada dijo Bernabé. Asumió una actitud cavilosa, pero nada dijo al fi- nal. Quienes lo tenían por hablador no eran justos con él. Con aire preocupado, el barbero abandonó la habitación de la difunta. Ni siquiera se detuvo a hablar con los algua- ciles que llegaban en el mismo momento en que él daba por concluido su examen. Sin cambiarse de camisa, el barbero se dirigió a la Plaza Mayor y entró a la Catedral. Sin respetar obstáculos, llegó hasta el pie mismo del catafalco. Para los clérigos que rodea- ban el cadáver del obispo no debió pasar inadvertida la ac- titud del intruso. No era una actitud reverencial. Por el contrario, parecía impertinente. Y su inquietud era la de quien busca algo que se le ha perdido. Después anduvo por la plaza y se detuvo en cada uno de los altares dispuestos para la fúnebre procesión que se preparaba, siempre miran- do en torno suyo, como buscando a alguien. 57 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 56. Felipe González Toledo Al anochecer, Bernabé volvió a la calle de San Hilario, pero no se dirigió de inmediato a la barbería. Su objeto era otro. Atenta, pero cautelosamente, se mantuvo mirando ha- cia la habitación del prebendado, en los altos de la colchone- ría. Había luz, señal inequívoca de que su vecino el canónigo Armendáriz se encontraba allí. Muy preocupado, actitud rara en él, y como si vacilara y no acabara por decidirse a adoptar una determinación trascendental, el barbero se dirigió hacia San Juan de Dios y en una tiendecita que halló abierta se echó a la garganta un buen trago de aguardiente. Durante los días que transcurrieron entre la muerte y el entierro del arzobispo Martínez Compañón, en plena mitad de agosto, época de verano, sobre Santa Fe llovió torrencial- mente y este capricho meteorológico se tuvo por significati- va asociación de la naturaleza al duelo de los fieles. El acoso de la lluvia y el estímulo del aguardiente, por igual, contri- buyeron a que el barbero saliera de su vacilación y adoptara una actitud definida. Resueltamente, Bernabé tocó a la puerta del canónigo. Nadie respondió. Pero como la luz seguía encendida, el barbero insistió en los golpes. La luz se apagó, y esta rara ocurrencia estimuló al barbero para golpear la puerta con mayor fuerza. Arriba, se abrió un postigo de la habitación a oscuras, y la voz del prebendado se dej ó oír con acento de impaciencia. ¿Quién era y qué buscaba a aquellas ho- ras? Y eran más de las 7 de la noche. Bernabé tenía a la mano el pretexto, pero no contaba con la resistencia, y para no echarlo todo a perder se reservó para el día siguiente y se deslizó en la oscuridad, hacia la orilla del río San Francisco. Y por aquella noche quedó entre el tormento de dos incógnitas: ¿Por qué el canónigo no estaba pre- sente en las ceremonias fúnebres? ¿Por qué había apa- gado la luz? 58 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 57. 20 crónicas policíacas A la mañana siguiente, el barbero puso en juego su pre- texto y volvió a tocar a la puerta de Armendáriz. Que el ca- nónigo no podía atender, fue la demorada respuesta que dio un muchacho mestizo que corría por "recogido" y que ayu- daba a la cocinera en los menesteres domésticos. Así, para justificar la insólita visita como para interesar a Armendá- riz, el barbero le mandó decir que le habían traído de Car- tagena el gatillo nuevo. Pero el prebendado, por el mismo conducto, respondió que tenía fiebre y que ahora no estaba para esas. y como el mestizo agregó de su cuenta que efectivamente su señor estaba indispuesto y que desde el día anterior no salía de su habitación, la inquietud y la curiosidad del bar- bero estuvieron a punto de estallar. Dos mujeres de la colchonería que se hallaban en la puer- ta mientras iban y venían los recados, algo le preguntaron a Bernabé en relación con el entierro del obispo, y el barbero aprovechó la oportunidad para hacer algún comentario acerca de la salud del señor Armendáriz. Acogieron las mujeres el comentario como cosa sabida, y agregaron, sin·demostrar un evidente interés por la salud de su vecino, que realmente, el día anterior, el mestizo había estado en carreras, como en busca de remedios. No podía dejar el barbero a medio recorrer el camino por el cual se había aventurado, y acicateado por los resultados que iba logrando decidió escarbar en otro frente. Al efecto, se dirigió a la botica de don Juanito Aguiar y con el pretexto de una pequeña compra promovió el tema de conversación obligado, la muerte del señor arzobispo, y de manera muy intencionada se refirió a los quebrantos del canónigo Ar- mendáriz. 59 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 58. Felipe González 1bledo Al parecer, nada grave le ocurría al canónigo, porque el muchacho mestizo había estado allí la víspera y sólo había comprado, según el boticario, unas hojas de árnica. ¿Para qué árnica? Quizás se había dado algún golpe. El sagaz barbero, no siempre llevado por el maligno sen- timiento de meterse en las vidas ajenas, dio por concluida su investigación al confirmar las sospechas que tan dificil, tan resistentemente, tan temerosamente había acogido. N o se estaba metiendo en las vidas ajenas sino en las muer- tes. Y él tenía la clave del ahorcamiento de Rosa Tabares. Porque al examinar el brazo izquierdo del cadáver, bajo la manga desgarrada, había descubierto la señal de un mordisco. Y la huella de la primera bicúspide derecha era muy profunda. Así pareciera absurdo o increíble, esa huella sólo había podido dejarla la muela del canónigo. ¿Por qué? ¿Qué ocurrió entre el retraído eclesiástico y la mulata? Nunca se supo. Pero allí quedó, inconfundible, la huella de la monstruosa bicúspide. La explicación del crimen quedó en el campo de las ha- bladurías, pero los santafereños que le prestaron alguna atención a la misteriosa ocurrencia atribuyeron el chisme de la muela al barbero. Es lo cierto que desde los días de la muerte del arzobispo ningún santafereño volvió a ver al canónigo Armendáriz, y que en el ambiente sacristanil se dijo que el prebendado, seriamente indispuesto, se había marchado para Tocaima. Pero el cabildo eclesiástico guardó inalterable reserva. Del terreno de las habladurías se salió la versión de la muela cuando el clérigo Munar, de quien dice el cronista 60 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 59. 20 crónicas policíacas Caballero que "predicaba casi todos los días por las calles, reprimiendo los vicios públicos, y lo mismo hacía de noche cuando salía, pidiendo castigo para el pecado mortal, y por esto los currutacos lo burlaban y lo tenían por loco", hizo alusiones bastante directas al crimen de Belén. Quienes oye- ron al celoso clérigo referirse a la muerte de la mulata com- prendieron que los chismes atribuidos al barbero tenían un sólido fundamento. En torno al final de Armendáriz, a quien nadie volvió a ver, se tejieron leyendas diversas. En marzo del año siguiente, un hombre fue ajusticiado en la Plaza Mayor, pero la fúnebre ceremonia de la ejecución transcurrió casi secretamente y el cadáver d 1reo fue sepultado allí mismo, frente al lugar que ahora ocupa la torre norte de la Catedral. Se generalizó entonces el rumor de queArmendáriz había permanecido en un convento mientras cursaba un juicio reservadísimo, como resultado del cual lo ajusticiaron en las condiciones ya dichas. Y se agregó, en el interpretativo, que habiéndosele negado el derecho a sepultura en la Catedral, correspondiente a su condición de prebendado, transaccionalmente se había dispuesto el sepulcro frente al teulplo pero por fuera de su área. En noviembre de 1802, cuando se discutía el lugar para la sepultura de un desequilibrado santafereño llamado Fe- lipe Campos, quien se suicidó en una bóveda de la capilla del Sagrario, encontraron el cadáver de un desconocido, en- vuelto en paños negros. Nadie supo quién metió allí ese ca- dáver sólo pocas horas antes, o si fue que el desconocido se metió entre la bóveda para morirse allí. Era un sujeto "de buen aspecto y decencia", cuya identidad quedó en blanco. Los despojos del desconocido, sacados de la capilla, muy reservadamente fueron sepultados en la esquina nor-oriental 61 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 60. Felipe González Toledo de la Plaza Mayor, frente al lugar que hoy ocupa la torre izquierda. En torno al extraño caso circularon rumores va- riadísimos, pero predominó la sospecha de que el cadáver correspondía a Armendáriz y que la muerte se la había causado al enigmático canónigo su propio arrepentimiento. Mucho más debía saber el barbero de la calle de San Hi- lario, quien seguramente no canceló su empeño investigati- va. Pero Bernabé, tenido por hablador y mentiroso, no volvió a referirse a la muerte de la mulata Rosa Tabares. Y en el mismo barrio Belén, en enero de 1805, en una riña, mataron al barbero y sacamuelas, precursor de la técnica policial. 62 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 61. Los zapatos amarillos U n muchacho santandereano, descarriado y andariego, emigró de su tierra y llegó a Bogotá hacia finales de 1945. Su familia, de regular posición, estaba acostumbrada a las andanzas del díscolo adolescente, y poco y nada se ocu- pó de su suerte. En Bogotá, el recién llegado fue un varado más. Ni siquiera intentó buscar trabajo. Con pequeños hurtos atendía su sustento, y casi siempre pasaba la noche en un parque o en la compañía de otros vagabundos que se entretenían viendo jugar billar en las cantinas .trasno- chadoras. En su ir y venir sin rumbo, el desprotegido forastero conoció a un joven vendedor de helados. Ese conocimiento se convirtió en amistad, y el muchacho de los helados abun- daba de la mejor buena fe en consejos a su nuevo amigo. Cuando se enteró de que el vagabundo pasaba las noches a la intemperie, lo invitó a dormir bajo techo en una piecita que tenía al sur del baj o San Victorino. En un junco que le compró el amigo se acomodó el vagabundo, y solía llegar a la piecita de inquilinato bien pasada la noche. El que pudiera llamarse "el dueño de la casa" madrugaba a sacar el rudi- 63 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 62. Felipe González Toledo mentario carrito que empleaba en su negocio. Lo dejaba a guardar en la vivienda de un amigo que también vendía helados, para luego ir hasta la fábrica a proveerse de mercancía. El huésped del joven vendedor de helados comenzó a abusar en las horas de llegada y a fastidiar con su desorden y su desaseo. Esta situación dio lugar a que Pedrito, que así se llamaba el vendedor, le confiara sus cuitas a "Cafián", un vendedor de helados, ya bien entrado en años, y este .. "Cafián" fue el que inició a Pedrito en el negocio. Entre los dos vendedores había gran diferencia de años, fácilmente "Cafián" triplicaba la edad de Pedrito, y esta distancia cro- nológica dio pábulo a decires, que bien o mal podrían ser ver- dades, pero eso no viene al cuento. Allá ellos, aunque ese "allá" no se sabe dónde es. Porque Pedrito murió trágica- mente, siendo muy joven, y "Cafián" debe haberse muerto de viejo. - Hola, Pedrito, tiene que darme mi remojo. Así le dijo "Cafián" a su joven amigo cuando notó que estaba estrenando un par de zapatos amarillos. Con cumpli- dos y chanzas, los dos vendedores de helados celebraron la novedad, de la cual Pedrito estaba muy satisfecho. También le gustaron mucho los zapatos al indeseable huésped de Pedro, quien los contempló mientras hacía mentalmente una comparación con los suyos propios, desastrosamente deteriorados. El forastero de esta historia era de 22 años o muy poco más; no tenía documento alguno de identidad, y decía que se llamaba Félix Galvis, pero siempre fue llamado en su vida delictiva y carcelaria el "Mono Galvis". Era un tipo suma- mente extraño y se caracterizaba por su frialdad. Parecía, moralmente, un insensible total. Lejos de agradecer el hos- pedaje que le brindó el vendedor de helados, se portaba con 64 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
  • 63. 20 crónicas policíacas él con la mayor ordinariez. Continuó entregado a su vida nocturna y muy rara vez llegaba a la pieza sin haber consu- mido algunos "pipos", casi siempre más de la cuenta. Una vez, a eso de las dos y media de la mañana, llegó al alojamiento muy "bien medido", y encontró la puerta de la pieza bien trancada por dentro. En realidad, "Cafián", cuan- do Pedrito se quejaba de su huésped, le aconsejó que tran- cara la puerta y no le abriera. Bajo el efecto de los "pipos", el "Mono Galvis" a tan avanzada hora fomentó un escándalo que comprometió a Pedrito a abrirle la puerta, para no per- judicar a los vecinos. Enfurecido, Galvis insultó a su protec- tor, quien cobarde o prudentemente se metió otra vez entre su cama, vuelto para el rincón. . - Cállese y no sobe más - fue la única protesta del ofendido. Enloquecido por el "pipo", Galvis enarboló la pesada tranca de la puerta y con la violencia de que fue capaz la descargó sobre la cabeza del infortunado vendedor callejero. Echó luego mano de un punzón de partir hielo que Pedro tenía sobre la mesa y lo acribilló para rematarlo. Es posible que el choque sicológico sufrido por el vagabundo le hubiera espantado los "pipos". Es lo cierto que con su habitual frial- dad trató de borrar los rastros de su atroz crimen, y pensó que lo primero por hacer era salir del cadáver. Sin perder ni un minuto acabó de desnudar al muerto y lo embutió entre un costal que el malvado acostumbraba doblar para usarlo como almohada. Pedrito era pequeño y holgadamente cupo entre el costal. Tanto que sobraron las puntas para ama- rrarlas y dejar el bulto fuertemente cerrado. En los días inmediatamente siguientes, Cafián" echó de menos a su compañero de trabajo, pero su actividad diaria le impidió buscarlo. Al domingo siguiente "Cafián" fue a ven- der helados a la "Media Torta", donde el espectáculo de ese 65 Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.