3. El don de sabiduría es el primero y más divino de todos los dones; su objeto preferente es Dios y sus inefables perfecciones, su acto principal es la contemplación, y su fruto sabrosísimo es inflamar el alma en amor de Dios.
4. El don de entendimiento perfecciona directa e indirectamente la facultad intelectiva en el orden sobrenatural, comunicando nueva luz, exactitud y profundidad a las ideas. Es como un aumento sobrenatural del talento que aguza la inteligencia para percibir con más claridad y precisión, las cosas espirituales, las verdades de la fe y los misterios divinos.
5. El don de ciencia comunica amplitud a nuestros raciocinios relacionando unas verdades con otras. Este don lo necesitan sobre todo los sacerdotes y catequistas, pues ayuda poderosamente a explicar y enseñar rectamente las verdades cristianas.
6. El don de consejo perfecciona la prudencia natural, y comunica al alma cierto tino y tacto para juzgar con prontitud y acierto lo que conviene hacer en los casos difíciles e imprevistos que ocurren, sobre todo en las cosas que se refieren a la vida eterna. Es un don eminentemente práctico y muy necesario en la vida espiritual. Lo necesitan los confesores y los superiores para acertar en la difícil tarea de llevar las almas a Dios.
7. El don de piedad perfecciona al hombre en sus relaciones para con los demás, sobre todo con Dios. Este precioso don comunica al alma amor filial para con Dios, y nos da gusto en su servicio
8. El don de fortaleza comunica al alma esfuerzo, prontitud y aún alegría para emprender las cosas más difíciles para la gloria de Dios y arrostra, si fuese necesario, los peligros que se pongan adelante. Este don resplandeció de un modo admirable entre los Apóstoles que iban gozosos a padecer por Cristo, y en todos los mártires.
9. El don de temor de Dios imprime en el corazón cierta aversión a todo lo que puede ofender a Dios. Es importantísimo para nuestra salvación. Con ese don amamos a Dios y huimos de todo pecado. Todos los santos han poseído en alto grado el don de temor de Dios, que los hacía invulnerables al pecado deliberado.