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El secreto del tanque de
agua
María Inés Falconi
Ilustraciones de María
Jesús Álvarez
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Coordinación de Literatura Infantil y Juvenil:
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María Jesús Álvarez
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ISBN 978-950-46-4561-0
1. Literatura Infantil y Juvenil. I. Álvarez, María Jesús, ilus. II. Título.
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previo por escrito de la editorial.
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el mes de enero de 2016 en Arcángel
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Ciudad Autónoma de Buenos Aires,
República Argentina.
El secreto del tanque de
agua
María Inés Falconi
Ilustraciones de María Jesús Álvarez
Algunas
aclaraciones
antes de
empezar a leer
¿A ustedes no les gustaría saber
cómo eran, de verdad, las personas a
las que ahora llama-
mos próceres, patriotas, héroes de
nuestra patria? A mí sí. Me gustaría
saber cómo hablaban, qué hacían, qué
amigos tenían, qué comían y dónde
vivían, entre tantas otras cosas.
Porque ellos, allá por 1810, no sabían
que eran próceres, eran simplemente
per- sonas, como cualquiera de
nosotros. Con el tiempo se fueron
transformando en los retratos de los
libros, de las paredes de las escuelas,
de las oficinas. T
odos sabemos las
cosas importantes que hicieron, pero
no las pequeñas cosas
intrascendentes, las de todos los días.
¿Cómo le gustaba el mate a Manuel
Belgrano?
¿Dulce o amargo? O tal vez no tomara
mate, sólo té.
¿Se habrá resfriado alguno después de
la lluvia del 25 de mayo? ¿Cuál era el
más malhumorado? ¿Cuál era el más
chistoso?
Nunca vamos a poder saberlo,
pero, basán- donos en algunos relatos
de aquella época, sí pode- mos
imaginar, inventar y recrear cómo
fueron, tal vez, aquellos días para
aquellos hombres.
8
Esta historia, la aventura de
Lucas y Rocío, está basada en hechos
y personajes reales que viven
situaciones imaginadas por mí, de
puras ganas que tengo de conocerlos.
Y créanme que, cuando terminé
de escribirla, realmente sentí que los
conocía un poco más. Ojalá a ustedes
les pase lo mismo.
María Inés
Capítulo 1
Febrero de
2008
El techo era el mejor lugar.
Su lugar. Absolutamente desconocido
por cualquier ser huma-
no por eso era tan fantástico. Un
secreto que había podido mantener
oculto durante… ¿cuatro años? Sí, más
o menos. T
enía ocho la primera vez
que subió, aunque no recordaba la
fecha exacta. Solo que era un día de
calor, como hoy, 29 de febrero, en el
que el sol rajaba las baldosas
coloradas (las rajaba más, porque, de
por sí, ya estaban bastante rotas).
Había descubierto el techo por
casualidad, de puro aburrido que
estaba de deambular solo por la casa
de su abuela. Porque los martes eran
el día en que iba a la casa de su
abuela. Lucas no podía recor- dar un
solo martes, desde que había nacido,
en el que no hubiera ido. Bueno, sí,
aquella vez que tuvo sarampión. Uno.
Su abuela lo retiraba de la
escuela al medio- día, y él se quedaba
con ella hasta que por la tarde lo
pasaban a buscar su mamá o su papá.
Era un privile- gio que sólo él tenía.
Su hermana nunca venía.
10
“Porque la abuela está grande y no
puede con los dos”, explicaba su
mamá. No sabía si era cierto y tam-
poco le importaba.
Pero para su abuela, también
desde que él tenía memoria, la siesta
era sagrada, con Lucas o sin Lucas. Él
ya lo sabía, la abuela se “tiraba un
ratito” (Lucas tenía calculado el ratito
en media hora, a veces algo más) y él
tenía que jugar “en silencio” para no
despertarla.
Cuatro años antes, una de esas
tardes en que andaba dando vueltas
por la casa en busca de algo divertido
y silencioso para hacer, se había ido al
fondo (así llamaban al gran terreno
que estaba detrás de la casa) y había
visto la escalerita de hierro pegada a
la pared que llevaba, evidentemente,
al techo. Lucas la vio como si fuera la
primera vez, a pesar de haberla visto
mil veces antes. Y esto fue porque
esa fue la primera vez que se le
ocurrió que podía subir para ver qué
había arriba.
Él sabía perfectamente que
treparse al techo entraba en la
categoría de “travesura” y, sobre
todo, de “travesura seguida de reto”.
Pero, si nadie se enteraba, lo de
“seguida de reto” perdía efecto.
Después de todo, esa es la gracia de
las tra- vesuras, que nadie se entere.
Se había arriesgado y al llegar
arriba se dio cuenta de lo bien que
había hecho. Desde ahí podía
11
ver los fondos de las casas vecinas,
las bicicletas amontonadas contra las
paredes, los baldes arrin- conados, las
mangueras enroscadas, la ropa tendi-
da. Se había reído mucho cuando
descubrió la bombacha de la vecina
tendida en la soga. ¡Era tan grande
como su cola! Podía ver también
todos los techos de muchas
manzanas a la redonda, y un
horizonte infinito y sin límites que lo
hacía sentir- se en la cima del
Aconcagua.
Encontró unas chapas oxidadas,
algunos tablones de madera, ladrillos
enmohecidos, dos esco- bas, o mejor
dicho dos palos con lo que había sido
una escoba, una pala grande, también
oxidada, y algunas sogas podridas. Era
claro que hacía años que nadie
limpiaba el techo. Seguramente esas
cosas las había subido allí su abuelo, a
quien ni siquiera había conocido. No
imaginaba a su abuela trepando por la
escalerita de hierro con una pala al
hombro.
Cuatro años disfrutando de su
escondite, mejorándolo semana tras
semana, acumulando sus tesoros
secretos (lo de tesoros era una
apreciación muy personal; su mamá,
de haberlos encontrado, los habría
llamado porquerías). Las chapas le
habían ser- vido para hacerse un
“techito por si llueve”. Podía sentarse
ahí abajo y, si no se movía ni un
centímetro, podía capear la tormenta
sin mojarse. Había llevado revistas, una
frazada vieja que su abuela había
tirado,
12
para taparse en el invierno, una
almohada rota que hacía su asiento
más cómodo, juegos, la colección de
chapitas, cartas, la manguera pinchada
para conectar- la a la canilla en verano,
algún libro de vez en cuando; en fin, lo
necesario para pasar una media hora
diver- tida. Y lo mejor de lo mejor era
que nadie, nunca, jamás, lo había
descubierto.
Pero hoy, 29 de febrero, cuando
se estaba acomodando a la sombra
para leer la historieta nueva que se
había comprado, tuvo una visita tan
inespera- da como desagradable.
Rocío se le apareció de repente,
con su cara sonriente y maléfica
asomándose por la escalerita y esa
mirada tan suya de “te pesqué”. ¿Por
qué, si había podido guardar el secreto
durante cuatro años, ahora lo había
descubierto, justamente, Rocío? Su
hermana Rocío. Su hermana menor
Rocío. Esa suerte de plo- mo pegajoso
y molesto, adherente y urticante que
era… su hermana Rocío.
Lucas la miró atónito. ¿De
dónde había salido? ¿Cuándo había
llegado a la casa de la abue- la? ¿Con
quién había venido? Todas las
preguntas se le agolpaban en el
cerebro, pero solo una salió de su
boca.
—¿Qué hacés acá, nena?
—¿Qué hacés “vos” acá? —le
retrucó
Rocío.
13
Lucas había olvidado que su
hermana jamás contestaba una
pregunta en forma directa o, más bien,
que jamás contestaba una pregunta.
—Es martes —contestó Lucas.
Eso expli- caba todo.
—Ya sé que es martes y que los
martes venís a la casa de la abuela, si
es eso lo que me querés decir. Lo que
yo te pregunto es qué hacés acá, en el
techo.
—Y lo que yo te pregunto es por
qué estás
ac
á.
—Porque subí por la escalerita.
—¡No! Por qué estás en la casa de
la abuela.
¿No ibas a ir con tu amiga a la
pileta?
—Hongos—contestó Rocío
tranquila-
mente.
—¿Me podés contestar lo que te
pregunto?
¿Qué tienen que ver los
hongos?
—Mucho. T
enía hongos y no pasé
la revi- sión médica; por lo tanto, la
mamá de Anabella habló con mamá, y
mamá estaba trabajando, pero habló
con la abuela, y la abuela le dijo que
podía venir, entonces mamá…
—Está bien, está bien. Ya entendí.
Ahora,
anda
te.
—¿Por?
—Porque tengo ganas de estar
solo.
—Yo no.
14
Lucas respiró profundo. Ya
conocía esta historia. ¡Uy, si la
conocía! Podía pasarse tres días
tratando de echar a su hermana sin
conseguirlo.
—Está bien —dijo, resignado—,
si no que- rés estar sola, yo bajo con
vos.
Si tenía que soportar a su
hermana, era mejor hacerlo abajo, en
el mundo visible, no en su escondite
secre… No, ya no era más secreto. Lo
que sabía Rocío, lo sabía todo el
mundo.
—Pero yo no quiero bajar —dijo
Rocío.
—Pero yo sí y, como vos no
tenés ganas de estar sola, bajás
conmigo.
—Quiero ver.
—No podés. Es peligroso. Podés
caerte del techo. No hay barandas.
—No soy idiota, nene. No pienso
acercarme al borde.
—Sí sos idiota, y no tengo ganas
de juntarte en pedacitos del piso.
Rocío le sacó la lengua, y
terminó de subir los dos últimos
escalones.
—¿No me escuchaste?
—Sí, pero igual quiero
ver.
Lucas evaluó que no era
conveniente tener un ataque de furia
en ese momento: no podía gri- tar,
porque los iban a escuchar; no la
podía correr, porque era peligroso;
mucho menos sacarla de un
15
empujón y, muchísimo menos,
convencerla por las buenas. Su
hermana había ganado la partida.
—Está bien, pero mirás y nos
vamos.
Al menos, por honor, tenía que
poner alguna condición.
—Obvio —le contestó Rocío—.
No está bueno para quedarse. Te
morís de calor acá.
Lucas no le contestó. La ilógica
de su her- mana lo superaba. Si no
estaba bueno quedarse,
¿para qué quería quedarse?
Rocío dio una vuelta por el
techo. Era claro que no encontraba
ningún placer estando ahí arriba,
salvo el de molestar a su hermano.
—¿Todo esto lo trajiste vos? —
preguntó cuando descubrió las cosas
de Lucas muy bien aco- modadas en
unos cajones abajo del tanque.
—No te importa.
—Sí, las trajiste vos —concluyó
Rocío.
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comunicación con mi hermano —se
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le gustaba repetir frases que había
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—No pienso tocar nada. No es
tan intere- sante. Además está todo
mugriento.
16
Lucas gruñó.
—Bueno, ya viste, vamos —dijo
levan- tándose.
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agua?
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tiene la abuela sobre la terraza —dijo
Lucas—. ¿Qué va a ser, nena?
—¡Qué sé yo! Como hay dos…
¡No sé para qué necesita la abuela
tanta agua!
A Lucas nunca se le había
ocurrido que, la verdad, era raro que
hubiera dos tanques.
—Capaz que uno es viejo —dijo.
—¿Nunca te fijaste? —preguntó
Rocío haciendo el intento de pararse
en los hierros del soporte para mirar
adentro del tanque.
—No. Bajate de ahí que te vas a
matar.
—Quiero ver.
—Bajate, Ro, en serio.
Apenas dijo esto, Lucas se
arrepintió. Sabía perfectamente que
su hermana hacía siem- pre lo
contrario de lo que uno le pedía. Si lo
que quería era que se bajara, tendría
que haberle dicho que se metiera
adentro del tanque. En fin. No se iba a
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EL SECRETO DEL TANQUE DE AGUA - MARÍA INÉS FALCONI.pdf

  • 1. El secreto del tanque de agua María Inés Falconi Ilustraciones de María Jesús Álvarez
  • 2.
  • 3.
  • 4.
  • 6. © 2010, María Inés Falconi © 2010, 2014, Ediciones Santillana S.A. © De esta edición: 2016, Ediciones Santillana S.A. Av. Leandro N. Alem 720 (C1001AAP) Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina ISBN: 978-950-46-4561-0 Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en Argentina. Printed in Argentina.
  • 7. Primera edición: enero de 2016 Coordinación de Literatura Infantil y Juvenil: María Fernanda Maquieira Ilustraciones: María Jesús Álvarez Dirección de Arte: José Crespo y Rosa Marín Proyecto gráfico: Marisol Del Burgo, Rubén Churrillas y Julia Ortega Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o Falconi, María Inés El secreto del tanque de agua / María Inés Falconi ; ilustrado por María Jesús Álvarez. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Santillana, 2016. 328 p. : il. ; 20 x 14 cm. - (Naranja) ISBN 978-950-46-4561-0 1. Literatura Infantil y Juvenil. I. Álvarez, María Jesús, ilus. II. Título. CDD 863.9282
  • 8. transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permi- so previo por escrito de la editorial. Esta primera edición de 13.000 ejemplares se terminó de imprimir en el mes de enero de 2016 en Arcángel Maggio – división libros, Lafayette 1695, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina.
  • 9. El secreto del tanque de agua María Inés Falconi Ilustraciones de María Jesús Álvarez
  • 10.
  • 11.
  • 12. Algunas aclaraciones antes de empezar a leer ¿A ustedes no les gustaría saber cómo eran, de verdad, las personas a las que ahora llama- mos próceres, patriotas, héroes de nuestra patria? A mí sí. Me gustaría saber cómo hablaban, qué hacían, qué amigos tenían, qué comían y dónde vivían, entre tantas otras cosas. Porque ellos, allá por 1810, no sabían que eran próceres, eran simplemente per- sonas, como cualquiera de
  • 13. nosotros. Con el tiempo se fueron transformando en los retratos de los libros, de las paredes de las escuelas, de las oficinas. T odos sabemos las cosas importantes que hicieron, pero no las pequeñas cosas intrascendentes, las de todos los días. ¿Cómo le gustaba el mate a Manuel Belgrano? ¿Dulce o amargo? O tal vez no tomara mate, sólo té. ¿Se habrá resfriado alguno después de la lluvia del 25 de mayo? ¿Cuál era el más malhumorado? ¿Cuál era el más chistoso? Nunca vamos a poder saberlo, pero, basán- donos en algunos relatos de aquella época, sí pode- mos imaginar, inventar y recrear cómo
  • 14. fueron, tal vez, aquellos días para aquellos hombres.
  • 15. 8 Esta historia, la aventura de Lucas y Rocío, está basada en hechos y personajes reales que viven situaciones imaginadas por mí, de puras ganas que tengo de conocerlos. Y créanme que, cuando terminé de escribirla, realmente sentí que los conocía un poco más. Ojalá a ustedes les pase lo mismo. María Inés
  • 16. Capítulo 1 Febrero de 2008 El techo era el mejor lugar. Su lugar. Absolutamente desconocido por cualquier ser huma- no por eso era tan fantástico. Un secreto que había podido mantener oculto durante… ¿cuatro años? Sí, más o menos. T enía ocho la primera vez que subió, aunque no recordaba la fecha exacta. Solo que era un día de calor, como hoy, 29 de febrero, en el que el sol rajaba las baldosas
  • 17. coloradas (las rajaba más, porque, de por sí, ya estaban bastante rotas). Había descubierto el techo por casualidad, de puro aburrido que estaba de deambular solo por la casa de su abuela. Porque los martes eran el día en que iba a la casa de su abuela. Lucas no podía recor- dar un solo martes, desde que había nacido, en el que no hubiera ido. Bueno, sí, aquella vez que tuvo sarampión. Uno. Su abuela lo retiraba de la escuela al medio- día, y él se quedaba con ella hasta que por la tarde lo pasaban a buscar su mamá o su papá. Era un privile- gio que sólo él tenía. Su hermana nunca venía.
  • 18. 10 “Porque la abuela está grande y no puede con los dos”, explicaba su mamá. No sabía si era cierto y tam- poco le importaba. Pero para su abuela, también desde que él tenía memoria, la siesta era sagrada, con Lucas o sin Lucas. Él ya lo sabía, la abuela se “tiraba un ratito” (Lucas tenía calculado el ratito en media hora, a veces algo más) y él tenía que jugar “en silencio” para no despertarla. Cuatro años antes, una de esas tardes en que andaba dando vueltas por la casa en busca de algo divertido y silencioso para hacer, se había ido al fondo (así llamaban al gran terreno que estaba detrás de la casa) y había visto la escalerita de hierro pegada a
  • 19. la pared que llevaba, evidentemente, al techo. Lucas la vio como si fuera la primera vez, a pesar de haberla visto mil veces antes. Y esto fue porque esa fue la primera vez que se le ocurrió que podía subir para ver qué había arriba. Él sabía perfectamente que treparse al techo entraba en la categoría de “travesura” y, sobre todo, de “travesura seguida de reto”. Pero, si nadie se enteraba, lo de “seguida de reto” perdía efecto. Después de todo, esa es la gracia de las tra- vesuras, que nadie se entere. Se había arriesgado y al llegar arriba se dio cuenta de lo bien que había hecho. Desde ahí podía
  • 20. 11 ver los fondos de las casas vecinas, las bicicletas amontonadas contra las paredes, los baldes arrin- conados, las mangueras enroscadas, la ropa tendi- da. Se había reído mucho cuando descubrió la bombacha de la vecina tendida en la soga. ¡Era tan grande como su cola! Podía ver también todos los techos de muchas manzanas a la redonda, y un horizonte infinito y sin límites que lo hacía sentir- se en la cima del Aconcagua. Encontró unas chapas oxidadas, algunos tablones de madera, ladrillos enmohecidos, dos esco- bas, o mejor dicho dos palos con lo que había sido una escoba, una pala grande, también oxidada, y algunas sogas podridas. Era
  • 21. claro que hacía años que nadie limpiaba el techo. Seguramente esas cosas las había subido allí su abuelo, a quien ni siquiera había conocido. No imaginaba a su abuela trepando por la escalerita de hierro con una pala al hombro. Cuatro años disfrutando de su escondite, mejorándolo semana tras semana, acumulando sus tesoros secretos (lo de tesoros era una apreciación muy personal; su mamá, de haberlos encontrado, los habría llamado porquerías). Las chapas le habían ser- vido para hacerse un “techito por si llueve”. Podía sentarse ahí abajo y, si no se movía ni un centímetro, podía capear la tormenta sin mojarse. Había llevado revistas, una frazada vieja que su abuela había tirado,
  • 22. 12 para taparse en el invierno, una almohada rota que hacía su asiento más cómodo, juegos, la colección de chapitas, cartas, la manguera pinchada para conectar- la a la canilla en verano, algún libro de vez en cuando; en fin, lo necesario para pasar una media hora diver- tida. Y lo mejor de lo mejor era que nadie, nunca, jamás, lo había descubierto. Pero hoy, 29 de febrero, cuando se estaba acomodando a la sombra para leer la historieta nueva que se había comprado, tuvo una visita tan inespera- da como desagradable. Rocío se le apareció de repente, con su cara sonriente y maléfica asomándose por la escalerita y esa mirada tan suya de “te pesqué”. ¿Por
  • 23. qué, si había podido guardar el secreto durante cuatro años, ahora lo había descubierto, justamente, Rocío? Su hermana Rocío. Su hermana menor Rocío. Esa suerte de plo- mo pegajoso y molesto, adherente y urticante que era… su hermana Rocío. Lucas la miró atónito. ¿De dónde había salido? ¿Cuándo había llegado a la casa de la abue- la? ¿Con quién había venido? Todas las preguntas se le agolpaban en el cerebro, pero solo una salió de su boca. —¿Qué hacés acá, nena? —¿Qué hacés “vos” acá? —le retrucó Rocío.
  • 24. 13 Lucas había olvidado que su hermana jamás contestaba una pregunta en forma directa o, más bien, que jamás contestaba una pregunta. —Es martes —contestó Lucas. Eso expli- caba todo. —Ya sé que es martes y que los martes venís a la casa de la abuela, si es eso lo que me querés decir. Lo que yo te pregunto es qué hacés acá, en el techo. —Y lo que yo te pregunto es por qué estás ac á. —Porque subí por la escalerita. —¡No! Por qué estás en la casa de la abuela. ¿No ibas a ir con tu amiga a la pileta?
  • 25. —Hongos—contestó Rocío tranquila- mente. —¿Me podés contestar lo que te pregunto? ¿Qué tienen que ver los hongos? —Mucho. T enía hongos y no pasé la revi- sión médica; por lo tanto, la mamá de Anabella habló con mamá, y mamá estaba trabajando, pero habló con la abuela, y la abuela le dijo que podía venir, entonces mamá… —Está bien, está bien. Ya entendí. Ahora, anda te. —¿Por? —Porque tengo ganas de estar solo. —Yo no.
  • 26. 14 Lucas respiró profundo. Ya conocía esta historia. ¡Uy, si la conocía! Podía pasarse tres días tratando de echar a su hermana sin conseguirlo. —Está bien —dijo, resignado—, si no que- rés estar sola, yo bajo con vos. Si tenía que soportar a su hermana, era mejor hacerlo abajo, en el mundo visible, no en su escondite secre… No, ya no era más secreto. Lo que sabía Rocío, lo sabía todo el mundo. —Pero yo no quiero bajar —dijo Rocío. —Pero yo sí y, como vos no tenés ganas de estar sola, bajás conmigo.
  • 27. —Quiero ver. —No podés. Es peligroso. Podés caerte del techo. No hay barandas. —No soy idiota, nene. No pienso acercarme al borde. —Sí sos idiota, y no tengo ganas de juntarte en pedacitos del piso. Rocío le sacó la lengua, y terminó de subir los dos últimos escalones. —¿No me escuchaste? —Sí, pero igual quiero ver. Lucas evaluó que no era conveniente tener un ataque de furia en ese momento: no podía gri- tar, porque los iban a escuchar; no la podía correr, porque era peligroso; mucho menos sacarla de un
  • 28. 15 empujón y, muchísimo menos, convencerla por las buenas. Su hermana había ganado la partida. —Está bien, pero mirás y nos vamos. Al menos, por honor, tenía que poner alguna condición. —Obvio —le contestó Rocío—. No está bueno para quedarse. Te morís de calor acá. Lucas no le contestó. La ilógica de su her- mana lo superaba. Si no estaba bueno quedarse, ¿para qué quería quedarse? Rocío dio una vuelta por el techo. Era claro que no encontraba ningún placer estando ahí arriba, salvo el de molestar a su hermano.
  • 29. —¿Todo esto lo trajiste vos? — preguntó cuando descubrió las cosas de Lucas muy bien aco- modadas en unos cajones abajo del tanque. —No te importa. —Sí, las trajiste vos —concluyó Rocío. —¿Si ya sabés para qué preguntás? —Para tener una mejor comunicación con mi hermano —se burló Rocío, a quien de tanto en tanto le gustaba repetir frases que había escuchado, aunque Lucas estaba seguro de que no las entendía. —No toques nada. —No pienso tocar nada. No es tan intere- sante. Además está todo mugriento.
  • 30. 16 Lucas gruñó. —Bueno, ya viste, vamos —dijo levan- tándose. —¿Este es el tanque de agua? —No. Es una nave espacial que tiene la abuela sobre la terraza —dijo Lucas—. ¿Qué va a ser, nena? —¡Qué sé yo! Como hay dos… ¡No sé para qué necesita la abuela tanta agua! A Lucas nunca se le había ocurrido que, la verdad, era raro que hubiera dos tanques. —Capaz que uno es viejo —dijo. —¿Nunca te fijaste? —preguntó Rocío haciendo el intento de pararse en los hierros del soporte para mirar adentro del tanque.
  • 31. —No. Bajate de ahí que te vas a matar. —Quiero ver. —Bajate, Ro, en serio. Apenas dijo esto, Lucas se arrepintió. Sabía perfectamente que su hermana hacía siem- pre lo contrario de lo que uno le pedía. Si lo que quería era que se bajara, tendría que haberle dicho que se metiera adentro del tanque. En fin. No se iba a bajar. Todo lo que podía hacer era cuidarla para que no se cayera. Rocío ya estaba trepando hacia al borde superior del tanque, que se elevaba como más de