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¿QUÉ ES EL HOMBRE?

                                                                   Theodor HAECKER

La pregunta “¿qué es el hombre?” (hombre que es quodam modo) puede ser planteada
en cada uno de los grandes órdenes del ser creado, como son materia, vida (alma) y
espíritu, y respondida, más o menos recientemente y bien, en las Ciencias Físicas,
Biológicas, Psicológicas, Filosóficas y por último en las Teológicas, que son quienes
tienen la última palabra al respecto, y en la Revelación. Pero hay más. Por distinta que
sea la imagen del hombre en los diferentes órdenes ontológicos de los que acabamos de
hablar: -el hombre, en la Física y en la Química, como materia, como máquina; el
hombre, en la Biología y Psicología, como perteneciendo al reino animal; el hombre (y
aquí empieza a hacerse acreedor a su nombre) como ser espiritual por naturaleza, con su
entendimiento y su lenguaje y lo que de aquí se origina: Arte, Ciencia, Filosofía, etc.-
entre todos estos aspectos no existe un abismo infranqueable, como si no hubiera nada
que ver entre sí o sólo de modo accidental, concepción que fue uno de los mayores y
más trascendentales errores de Scheler, fruto a su vez de la mayor de sus
equivocaciones: la negación de la unidad que existe en Dios como Creator spiritus, y
como Spiritus rector; lo primero sólo puede serlo el hombre conforme a una analogía de
imagen, lo segundo, sin embargo, según una analogía de ser auténtico y real.



Todos esos aspectos tienen una íntima correlación, como se ve con sólo observar una
ley esencial de alguno de esos ámbitos de ser o de la Ciencia que los estudia. La
explicación que da un orden entitativo superior –nosotros somos jerárquicos- es, en
efecto, eo ipso más elevada y decisiva y “plena” que la que da un orden inferior, al cual
le marca, por tanto, la dirección, aunque no se entrometa en sus leyes específicas,
materiales y formales, ni pretenda establecerlas. Lo puramente físico, mecánico y
químico del mundo inorgánico con su enorme fuerza, en cuanto la forma vital de la
planta se ha adueñado de ello, queda todo vinculado bajo una forma rectora y orientado
al servicio de la misma (¿cómo sería esto, no obstante, imaginable, sin disponer el
“espíritu de poder”?); todo lo vegetativo, sin que pueda, dentro del ámbito animal e
incluso en el hombre, provocar el sueño en virtud de su propio ser, del que participa la
vida que duerme –el dormir presupone la vida, porque las piedras no duermen-, todo lo
vegetativo, digo, está maravillosamente sometido al mundo animal, cuya dignidad
consiste en experimentar el placer y el dolor; todo lo animal, con su vinculación a los
instintos –que tampoco falta al hombre, a pesar de estar creado como espíritu– debe
refinar y sublimar sus nervios, para que el hombre, como ser espiritual y creatura dotada
de poder expresivo y por lo mismo creadora de lenguaje, oiga y diga no sólo lo que le es
útil o nocivo, sino lo que es.

Este es el supuesto metafísico del que parte la expresión de los místicos y siervos de
Dios: “tanto si me das gozo o dolor, alegría o sufrimiento, yo te amo”.

Pero con esto no basta: esto no es todavía el hombre. Este hombre natural es, a su vez,
por así decir, materia para un nuevo ser, para una forma más alta; esta ascensión
jerárquica –nosotros somos jerárquicos– se manifiesta en la compenetración, cada vez
mayor y más rica, de forma y contenido –a instancias de un elevado, inaccesible, que los
impulse a la unidad–, en el acrecentamiento de una libertad cada vez más consciente, y
en la actualización cada vez mayor, de las “posibilidades”, de lo que un ser tiene de
potentia.
Cada orden ontológico debe ser debidamente respetado. No está, por tanto, dicho, que
un zoólogo que conoce, en cuanto le es posible, la esencia del animal, conozca por el
mismo hecho o como consecuencia de ello, la esencia de la planta; o que un biólogo,
por cuanto la vida, tal como se da en este mundo, presupone el ser de la materia, haya
de estar, por esto mismo o como consecuencia de ello perfectamente versado en Física y
en Química, es decir, en las leyes de la materia. Esto no es así. Lo que sí está dicho es
que el ser de la materia no puede, de por sí, llegar a convertirse, “por evolución”, en un
ser vital, ni si quiera en el de especie más elemental, sino que, por el contrario, es
asumido, aplicado y dominado de arriba abajo, por un nuevo orden entitativo más alto.

Pero esto no basta todavía; podría suceder que en la creación, estos órdenes estuviesen
separados visiblemente unos de otros con la misma rigidez de fronteras, que se da de
modo invisible, en el plano del pensamiento y de los conceptos, y no hubiese por tanto
entre ellos una interrelación real. Pero esto no es así, antes aquí se da otro gran misterio,
que puede ser para el filósofo causa de entusiasmo o de confusión. Cierto es que, aún en
este caso, quedaría bien de manifiesto la unidad esencial del Creador, pero no se
mostraría tan estrecha la unidad esencial de la Creación y la condición espiritual de esta
unidad, como sucede a la vista del mundo tal como de hecho se da, con esos tránsitos
cuantitativos y casi cualitativos de un orden al otro (“casi” solamente, pues el abismo de
la cualidad persiste, se trata de tránsitos, que en cuanto tales, no son sino un misterio
más, con esa mutua colaboración de los órdenes entitativos entre sí, en la cual los
órdenes inferiores podríamos decir que se superan, y los superiores les salen al
encuentro, cosa que presupone un poder de unificación elevadísimo y apasionado, capaz
de salvar abismos de distancia poder de unificación que sólo puede pertenecer a la
esencia del amor, que todo lo supera, y que, ya en los órdenes entitativos inferiores, da
origen a hechos y, consiguientemente, a Ciencias humanas, que son símbolos de
fenómenos y Ciencias de orden superior. Este tránsito de un orden a otro, o mejor dicho,
esta colaboración de dos órdenes entitativos cualitativamente distintos, pero unidos de
modo misterioso, es lo que Kierkegaard llamaba paradoja dialéctica de todo ser creado,
que suscita la categoría del “salto”; es lo que el católico, de modo mucho más
entrañable, y mejor y más profundamente, llama misterio; un misterio más, diría yo,
entre los misterios del ser y sus órdenes entitativos, un perfeccionamiento cualitativo
incluso para los espíritus puros creados, prodigio que Goethe señaló en el Fausto como
característica del Macrocosmos:

                       ¡Cómo se entreteje todo en el Todo,

                       lo uno en el otro opera y vive!

                       ¡Las fuerzas celestes suben y bajan,

                       y se ponen al alcance los cubos de oro!

                       ¡Con vibración que exhala bendiciones

                       inundan la tierra desde el cielo

                       saturado el Universo de armonía!



Hay un salto cualitativo desde la materia inanimada (no se diga, sin embargo, inerte,
porque la muerte de los seres vivientes es todo menos falta de movimiento) al fenómeno
de crecimiento de la planta hacia la luz, aunque el lenguaje que lo unifica todo
pasionalmente, funda y entrelace entre sí amorosamente los modos del ser, y, por
analogía con los órdenes superiores, diga que un cristal crece, cosa que sólo hace la
planta, o bien, por analogía con los órdenes inferiores, exprese la vida de la planta con
conceptos de la Química.
Hay un salto cualitativo, y mucho más decisivo que los anteriores, desde el animal
incrustado en su entorno (“Umwelt”) al hombre que discurre por el “mundo” (“Welt”),
por la fuerza del espíritu, que conocer el ser y el no-ser, y es el primero que sabe
distinguir entre lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo. Nosotros somos jerárquicos.
Se trata de un salto cualitativo, aunque parezca ser un entrelazamiento, un feliz
desbordarse de arriba abajo, un nostálgico brotar de las fuentes profundas de abajo
arriba. Es sencillamente un misterio.

Pero con esto no basta, vuelvo a decir por tercera vez y yo opino lo siguiente: quien
para contestar a la pregunta “¿qué es el hombre?”hable sobre el hombre como mecánico
o quími9co, cosa que sucede a menudo, dará una contestación que sólo afecta a los
elementos entitativos más rudimentarios de los que está compuesto el hombre, y a los
cuales éste, y por tanto, el que dio la respuesta, no debe la vida; su contestación será
tanto más falsa, cuanto más cierre el horizonte para otra más elevada y comprehensiva:
será tanto más falsa, cuanto más haga Metafísica de la simple y pura Física. Aplíquese
esto a los biólogos y psicólogos metafísicos, para quienes el ser supremo del hombre
viene dado por la vida y el alma puramente animal o corpórea y, en definitiva, también a
los “Humanistas”, que quieren reducir al hombre a un Logos natural, a la producción de
la Ciencia, Arte y Filosofía de este mundo y sólo para este mundo, lo cual produce una
melancolía sin igual y una falta tan absoluta de sentido en la existencia, que en la lápida
de su sepulcro sólo se podrá grabar una mascarilla vacía, una antorcha apagada, una
frase huera.

Pero con esto no basta, Esto no es el hombre, y el tiempo pasa hoy sin compasión sobre
este humanismo que dominó Europa durante dos siglos y ocultó, con intención perversa,
pero con un arte, si no profundo, agradable, los abismos del ser. Donde fue más
profundo estuvo lleno de desesperación, lo cual, a su vez, lo alejó de la verdadera
grandeza, pues el Arte que es grande no es desesperado, a partir del momento en que
fue redimido, pues también el Arte lo fue. Cuando está irredento, el Arte se entrega a la
desesperación.

Todas estas explicaciones, que pueden tener un sentido relativamente autónomo y
expresar normas verdaderas de realidades relativas, no alcanzan la explicación última
que, en el fondo de su ser, pensar y querer más íntimos, quiere y debe el hombre
obtener, y a la cual sólo puede llegar a través de la posibilidad que posee de adentrase
en el misterio de la vida divina, según le fue revelado exclusivamente por la Revelación
de Dios mismo. Nosotros somos jerárquicos.

Sólo ahora se dará la respuesta auténtica y definitiva a la pregunta “¿qué es el
hombre?”: la respuesta en la que todas las demás encuentran su fin, su meta, su
cumplimiento; la respuesta a la cual no pueden las otras contradecir de modo radical –
aunque no falten aparentes paradojas–, sin manifestarse eo ipso como falsas. El espíritu
humano puede determinar hasta cierto punto, en virtud de su naturaleza, la esencia de la
materia, de la planta y del animal, pero no su esencia propia: ésta es determinada
solamente por Dios mismo en su Resurrección.

Una vez llegados a este límite de lo humano, que exige de por sí ser traspuesto –sin
dejar por ello de seguir siendo un límite–, quisiera recordar un hecho histórico. Todos
saben que Goethe no pudo hacer que Fausto acabase sencillamente como político, o
como miembro de partido, o ingeniero de caminos, ni siquiera como hombre de gran
intuición sensible, como artista, que fue su cualidad más elevada, sino que tuvo que
adentrarlo, como hombre, en la vida eterna. Cierto que el comienzo y el desarrollo de la
vida de Fausto apenas es una preparación para este final, pero no nos interesa aquí, y
por ello fue preguntado Goethe por qué hizo terminar la tragedia tan felizmente.
Goethe respondió “que el final, cuando asciende hacia lo alto con el alma celeste, fue
muy difícil de hacer”, y “que yo en cosas tan supersensibles y apenas presentadas me
hubiese podido perder en vaguedades muy fácilmente, si no hubiese dado a mis ideas
poéticas los firmes contornos que me inspiraron las figuras y representaciones
cristianoeclesiásticas, con sus bien definidos perfiles”. De estas frases –de una
magnífica sinceridad subjetiva, pues ninguna de ellas se contradice a sí misma, ni
contradice a las demás, magnífica por lo que tiene de auténtica y noble, mientras hoy
día no es sino de pobre, incluso a veces, de burda calidad y degenera en odiosa
prostitución y enfermizo y obseso exhibicionismo, ya sean pronunciadas por el
individuo mismo por la familia, que ya no es tal desde hace tiempo–, de estas frases,
que justamente por su unilateral magnificencia ocultan la diferencia jerárquica que
existe entre la sinceridad subjetiva y la verdad objetiva –penoso mal de esta época–, de
estas frases tan expresivas quedan perfectamente claras dos cosas. En primer lugar, que
Goethe se encontró con ideas poéticas y, por tanto, en su caso, como bien sabemos,
humanas, que, de por sí, lo hubieran hecho perderse en vaguedades, si la cultura
cristiano-eclesiástica no le hubiere facilitado, al menos desde fuera, “figuras y
representaciones de contornos perfectamente definidos”. Estas son realmente, en sentido
goethiano, es decir, objetivo, frases significativas, frases, por tanto, que desbordan el
plano meramente subjetivo. Sólo a través del final de la obra pertenece Fausto a la
realidad y a la conciencia del hombre occidental; sin él no hubiera sido una obra
“moderna”, una obra “burguesa”, en su sentido más decisivo.

¿Qué quiero decir con ello? LO siguiente: La existencia del hombre occidental –y el
alemán sigue siéndolo todavía– descansa sobre dos fundamentos: la humanitas greco-
romana– el singular y providencial descubrimiento de Logos natural, que en la hora del
adviento pagano, la hora de Virgilio, tendría al sobrenatural– y la Revelación, la fe, el
Cristianismo y su inmediato precursor, el Judaísmo.

Las cosas están dadas, indudablemente, de tal forma, que el hombre occidental – y yo
espero que los alemanes quieran todavía seguir siéndolo- sólo podía recibir el Logos
natural, o sea, la Ciencia y la Filosofía, a través de la recepción del Logos sobrenatural,
o sea, la fe y la Revelación, la certeza inconmovible de la existencia de realidades
espirituales invisibles y de sus absolutas exigencias, pues reconocer y hacer valer, de
modo neutral, su existencia, dejar de lado, por el contrario, sus consecuencias y
preceptos y exigencias reales o subordinadas de hecho a la existencia de órdenes
entitativos inferiores, por ejemplo, al Estado es, a la par un sinsentido y un fraude
perpetrado con el Ser supremo. En la Revelación está implícita una respuesta,
mayestáticamente corta, a la pregunta: “¿Qué es el hombre?” La respuesta dice que el
hombre es imago Dei, por haber sido creado a su imagen y semejanza.

El hombre, de por sí, llega más fácilmente a la mentira de que él es Dios en persona, o
está en camino de serlo, que a la verdad, que le fue revelada, de haber sido creado a
imagen de Dios. La respuesta definitiva a la pregunta “¿Qué es el hombre?” (Y no sólo
a ésta, sino a todas pero a ésta de un modo singular) es dada por Dios mismo en el plano
espiritual, o sea, es revelada al hombre. Y no sólo la respuesta en su contenido esencial,
sino incluso el aspecto, de que sólo en esta esfera superior se da una respuesta absoluta,
definitiva e inefable, en virtud de la fe y dentro del ámbito de la Iglesia (todas las
respuestas que se dan en las esferas inferiores no son sino opiniones; mundum tradidit
disputationi eorum), incluso este aspecto nos fue revelado, si bien de un modo, por así
decir, indirecto. Sólo una vez que esta esfera suprema del espíritu, prescindiendo de
todas las que le están subordinadas de hecho, y que en este mundo tanto brillan, lo fue
dicho Todo, pudieron éstas a través de sus más brillantes representantes (pues no es, en
absoluto, que estuviesen excluidas) participar en la verdad definitiva, y adornarla con su
dones mundanos.

Pedro, la roca, sobre la cual está edificada la Iglesia, que es la única que, según la
promesa, está segura de no perecer, mientras de lo demás nada “esta firme”, no fue ni
un artista , ni un filósofo, ni un hombre de Ciencia, ni un grande del mundo, político o
dictador, y podía, sin embargo, desmentir con absoluta autoridad a toda aquel,
emperador o filósofo, que, en la esfera definitiva del espíritu, diese una respuesta falsa a
la pregunta “¿Qué es el hombre?”, o la sacase violentamente del orden en que está
situada. La Historia ha confirmado de modo impresionante este primado y el peligro
que encierra dejar que lo obscurezcan, aunque solo sea aparentemente, el brillo y la
gloria de las esferas inferiores. En el preciso momento en que Pedro se convirtió, de
hecho y en medida nunca vista, arbiter mundi et elegantiarum, político en el sentido
mundano, irrumpió el enemigo con poder y éxito reales, que aun hoy conmueven al
mundo, y los seguirán conmoviendo hasta que este episodio haya sido liquidado y pasen
a primer plano otros episodios de la Historia del cristianismo. N el aspecto sobrenatural,
Pedro es el señor del mundo del modo más obstensible cuando éste le persigue y cubre
de aprobio, y él apenas se hace valer en el aspecto “mundano”; en el plano divino
obstenta la máxima fortaleza, cuando en el plano humano obstenta la máxima debilidad.

Si en la explicación del hombre desde arriba, desde la Revelación, ninguna explicación
realizada desde abajo, desde el mito, la Poesía, la Ciencia o incluso la Metafísica, puede
conducir a la meta, que debe por así decir, darse a sí misma: todas estas explicaciones o
quedan encalladas o los estratos inferiores de la existencia material, o brillan un instante
para volver a ensombrecerse en la polícroma vida profunda de nuestra irredenta vida
psíquica, o flotan en el aire y se disuelven como nubecillas bajo el sol en el aire
enrarecido de un idealismo insustancial.

Al principio y al fin de todas las respuestas a la pregunta “¿Qué es el hombre?” está a
respuesta de la Revelación: Faciamus hominem ad imeginem et similitudinem nostram.
Pero ¿Qué significa estar hecho a imagen y semejanza de Dios? ¿No viene a decirse con
ello, en realidad, que a la pregunta “¿Qué es el hombre?” antecede esta otra: “¿Qué es
Dios?” Yo así lo creo, y esto tendrá que volver a aprenderlo nuestra época, por mucho
que a ello se oponga.

Pero dejemos esto. ¿Qué significa estar hecho a imagen de Dios? En primer lugar, algo
que no debemos olvidar nunca: significa haber sido creado, ser criatura, no provenir de
sí mismo, no ser tampoco una emanación de Dios, ni mucho menos Dios mismo, o sea,
no ser todo eso, que desde hace siglos, los hombres que dan el tono en el mundo vienen
afirmando teórica y prácticamente que son, o quisieran ser; y, en segundo lugar,
significa algo que, todo hoy, no sólo no quieren los hombres reconocer como verdadero,
sino que lo impugnan, minimizan y desprecian con todos los medios a su alcance, con la
violencia y el peso de la materia, la fuerza y la fiera pasión del instinto y el impulso
colectivo; es a saber, el hecho de estar creados a imagen de Dios, es decir, de estar
dotados de espíritu, tener espíritu, en medio del ser y la existencia material; pues Dios
es espíritu, y quien esta creado a su imagen es espíritu creado, aunque la creación haya
empezado por abajo, con el prodigio de la materia y del cuerpo, y el hombre no pueda
deshacerse del cuerpo pues ha de resucitar. Dentro de la naturaleza misma, el espíritu,
espíritu natural, creado, eleva al hombre, por así decir, sobre la “Naturaleza” amínico-
corporea, sobre su finitud, porque el espíritu tiene, por naturaleza, un cierto carácter,
aunque velado, de infinitud, y lo eleva no al orden sobrenatural, pero si a la posibilidad
de ser, cuando Dios lo quiera, directamente afectado por él, estar en relación directa con
el, lo eleva a la naturaleza humana, la cual, en cuanto “naturaleza”, no es sino
justamente esta posibilidad real de llegar a ser partícipe de la Divinidad.

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¿Qué Es El Hombre?

  • 1. ¿QUÉ ES EL HOMBRE? Theodor HAECKER La pregunta “¿qué es el hombre?” (hombre que es quodam modo) puede ser planteada en cada uno de los grandes órdenes del ser creado, como son materia, vida (alma) y espíritu, y respondida, más o menos recientemente y bien, en las Ciencias Físicas, Biológicas, Psicológicas, Filosóficas y por último en las Teológicas, que son quienes tienen la última palabra al respecto, y en la Revelación. Pero hay más. Por distinta que sea la imagen del hombre en los diferentes órdenes ontológicos de los que acabamos de hablar: -el hombre, en la Física y en la Química, como materia, como máquina; el hombre, en la Biología y Psicología, como perteneciendo al reino animal; el hombre (y aquí empieza a hacerse acreedor a su nombre) como ser espiritual por naturaleza, con su entendimiento y su lenguaje y lo que de aquí se origina: Arte, Ciencia, Filosofía, etc.- entre todos estos aspectos no existe un abismo infranqueable, como si no hubiera nada que ver entre sí o sólo de modo accidental, concepción que fue uno de los mayores y más trascendentales errores de Scheler, fruto a su vez de la mayor de sus equivocaciones: la negación de la unidad que existe en Dios como Creator spiritus, y como Spiritus rector; lo primero sólo puede serlo el hombre conforme a una analogía de imagen, lo segundo, sin embargo, según una analogía de ser auténtico y real. Todos esos aspectos tienen una íntima correlación, como se ve con sólo observar una ley esencial de alguno de esos ámbitos de ser o de la Ciencia que los estudia. La explicación que da un orden entitativo superior –nosotros somos jerárquicos- es, en efecto, eo ipso más elevada y decisiva y “plena” que la que da un orden inferior, al cual le marca, por tanto, la dirección, aunque no se entrometa en sus leyes específicas, materiales y formales, ni pretenda establecerlas. Lo puramente físico, mecánico y químico del mundo inorgánico con su enorme fuerza, en cuanto la forma vital de la planta se ha adueñado de ello, queda todo vinculado bajo una forma rectora y orientado al servicio de la misma (¿cómo sería esto, no obstante, imaginable, sin disponer el “espíritu de poder”?); todo lo vegetativo, sin que pueda, dentro del ámbito animal e incluso en el hombre, provocar el sueño en virtud de su propio ser, del que participa la vida que duerme –el dormir presupone la vida, porque las piedras no duermen-, todo lo vegetativo, digo, está maravillosamente sometido al mundo animal, cuya dignidad consiste en experimentar el placer y el dolor; todo lo animal, con su vinculación a los instintos –que tampoco falta al hombre, a pesar de estar creado como espíritu– debe refinar y sublimar sus nervios, para que el hombre, como ser espiritual y creatura dotada de poder expresivo y por lo mismo creadora de lenguaje, oiga y diga no sólo lo que le es útil o nocivo, sino lo que es. Este es el supuesto metafísico del que parte la expresión de los místicos y siervos de Dios: “tanto si me das gozo o dolor, alegría o sufrimiento, yo te amo”. Pero con esto no basta: esto no es todavía el hombre. Este hombre natural es, a su vez, por así decir, materia para un nuevo ser, para una forma más alta; esta ascensión jerárquica –nosotros somos jerárquicos– se manifiesta en la compenetración, cada vez mayor y más rica, de forma y contenido –a instancias de un elevado, inaccesible, que los impulse a la unidad–, en el acrecentamiento de una libertad cada vez más consciente, y en la actualización cada vez mayor, de las “posibilidades”, de lo que un ser tiene de potentia.
  • 2. Cada orden ontológico debe ser debidamente respetado. No está, por tanto, dicho, que un zoólogo que conoce, en cuanto le es posible, la esencia del animal, conozca por el mismo hecho o como consecuencia de ello, la esencia de la planta; o que un biólogo, por cuanto la vida, tal como se da en este mundo, presupone el ser de la materia, haya de estar, por esto mismo o como consecuencia de ello perfectamente versado en Física y en Química, es decir, en las leyes de la materia. Esto no es así. Lo que sí está dicho es que el ser de la materia no puede, de por sí, llegar a convertirse, “por evolución”, en un ser vital, ni si quiera en el de especie más elemental, sino que, por el contrario, es asumido, aplicado y dominado de arriba abajo, por un nuevo orden entitativo más alto. Pero esto no basta todavía; podría suceder que en la creación, estos órdenes estuviesen separados visiblemente unos de otros con la misma rigidez de fronteras, que se da de modo invisible, en el plano del pensamiento y de los conceptos, y no hubiese por tanto entre ellos una interrelación real. Pero esto no es así, antes aquí se da otro gran misterio, que puede ser para el filósofo causa de entusiasmo o de confusión. Cierto es que, aún en este caso, quedaría bien de manifiesto la unidad esencial del Creador, pero no se mostraría tan estrecha la unidad esencial de la Creación y la condición espiritual de esta unidad, como sucede a la vista del mundo tal como de hecho se da, con esos tránsitos cuantitativos y casi cualitativos de un orden al otro (“casi” solamente, pues el abismo de la cualidad persiste, se trata de tránsitos, que en cuanto tales, no son sino un misterio más, con esa mutua colaboración de los órdenes entitativos entre sí, en la cual los órdenes inferiores podríamos decir que se superan, y los superiores les salen al encuentro, cosa que presupone un poder de unificación elevadísimo y apasionado, capaz de salvar abismos de distancia poder de unificación que sólo puede pertenecer a la esencia del amor, que todo lo supera, y que, ya en los órdenes entitativos inferiores, da origen a hechos y, consiguientemente, a Ciencias humanas, que son símbolos de fenómenos y Ciencias de orden superior. Este tránsito de un orden a otro, o mejor dicho, esta colaboración de dos órdenes entitativos cualitativamente distintos, pero unidos de modo misterioso, es lo que Kierkegaard llamaba paradoja dialéctica de todo ser creado, que suscita la categoría del “salto”; es lo que el católico, de modo mucho más entrañable, y mejor y más profundamente, llama misterio; un misterio más, diría yo, entre los misterios del ser y sus órdenes entitativos, un perfeccionamiento cualitativo incluso para los espíritus puros creados, prodigio que Goethe señaló en el Fausto como característica del Macrocosmos: ¡Cómo se entreteje todo en el Todo, lo uno en el otro opera y vive! ¡Las fuerzas celestes suben y bajan, y se ponen al alcance los cubos de oro! ¡Con vibración que exhala bendiciones inundan la tierra desde el cielo saturado el Universo de armonía! Hay un salto cualitativo desde la materia inanimada (no se diga, sin embargo, inerte, porque la muerte de los seres vivientes es todo menos falta de movimiento) al fenómeno de crecimiento de la planta hacia la luz, aunque el lenguaje que lo unifica todo pasionalmente, funda y entrelace entre sí amorosamente los modos del ser, y, por analogía con los órdenes superiores, diga que un cristal crece, cosa que sólo hace la planta, o bien, por analogía con los órdenes inferiores, exprese la vida de la planta con conceptos de la Química.
  • 3. Hay un salto cualitativo, y mucho más decisivo que los anteriores, desde el animal incrustado en su entorno (“Umwelt”) al hombre que discurre por el “mundo” (“Welt”), por la fuerza del espíritu, que conocer el ser y el no-ser, y es el primero que sabe distinguir entre lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo. Nosotros somos jerárquicos. Se trata de un salto cualitativo, aunque parezca ser un entrelazamiento, un feliz desbordarse de arriba abajo, un nostálgico brotar de las fuentes profundas de abajo arriba. Es sencillamente un misterio. Pero con esto no basta, vuelvo a decir por tercera vez y yo opino lo siguiente: quien para contestar a la pregunta “¿qué es el hombre?”hable sobre el hombre como mecánico o quími9co, cosa que sucede a menudo, dará una contestación que sólo afecta a los elementos entitativos más rudimentarios de los que está compuesto el hombre, y a los cuales éste, y por tanto, el que dio la respuesta, no debe la vida; su contestación será tanto más falsa, cuanto más cierre el horizonte para otra más elevada y comprehensiva: será tanto más falsa, cuanto más haga Metafísica de la simple y pura Física. Aplíquese esto a los biólogos y psicólogos metafísicos, para quienes el ser supremo del hombre viene dado por la vida y el alma puramente animal o corpórea y, en definitiva, también a los “Humanistas”, que quieren reducir al hombre a un Logos natural, a la producción de la Ciencia, Arte y Filosofía de este mundo y sólo para este mundo, lo cual produce una melancolía sin igual y una falta tan absoluta de sentido en la existencia, que en la lápida de su sepulcro sólo se podrá grabar una mascarilla vacía, una antorcha apagada, una frase huera. Pero con esto no basta, Esto no es el hombre, y el tiempo pasa hoy sin compasión sobre este humanismo que dominó Europa durante dos siglos y ocultó, con intención perversa, pero con un arte, si no profundo, agradable, los abismos del ser. Donde fue más profundo estuvo lleno de desesperación, lo cual, a su vez, lo alejó de la verdadera grandeza, pues el Arte que es grande no es desesperado, a partir del momento en que fue redimido, pues también el Arte lo fue. Cuando está irredento, el Arte se entrega a la desesperación. Todas estas explicaciones, que pueden tener un sentido relativamente autónomo y expresar normas verdaderas de realidades relativas, no alcanzan la explicación última que, en el fondo de su ser, pensar y querer más íntimos, quiere y debe el hombre obtener, y a la cual sólo puede llegar a través de la posibilidad que posee de adentrase en el misterio de la vida divina, según le fue revelado exclusivamente por la Revelación de Dios mismo. Nosotros somos jerárquicos. Sólo ahora se dará la respuesta auténtica y definitiva a la pregunta “¿qué es el hombre?”: la respuesta en la que todas las demás encuentran su fin, su meta, su cumplimiento; la respuesta a la cual no pueden las otras contradecir de modo radical – aunque no falten aparentes paradojas–, sin manifestarse eo ipso como falsas. El espíritu humano puede determinar hasta cierto punto, en virtud de su naturaleza, la esencia de la materia, de la planta y del animal, pero no su esencia propia: ésta es determinada solamente por Dios mismo en su Resurrección. Una vez llegados a este límite de lo humano, que exige de por sí ser traspuesto –sin dejar por ello de seguir siendo un límite–, quisiera recordar un hecho histórico. Todos saben que Goethe no pudo hacer que Fausto acabase sencillamente como político, o como miembro de partido, o ingeniero de caminos, ni siquiera como hombre de gran intuición sensible, como artista, que fue su cualidad más elevada, sino que tuvo que adentrarlo, como hombre, en la vida eterna. Cierto que el comienzo y el desarrollo de la vida de Fausto apenas es una preparación para este final, pero no nos interesa aquí, y por ello fue preguntado Goethe por qué hizo terminar la tragedia tan felizmente.
  • 4. Goethe respondió “que el final, cuando asciende hacia lo alto con el alma celeste, fue muy difícil de hacer”, y “que yo en cosas tan supersensibles y apenas presentadas me hubiese podido perder en vaguedades muy fácilmente, si no hubiese dado a mis ideas poéticas los firmes contornos que me inspiraron las figuras y representaciones cristianoeclesiásticas, con sus bien definidos perfiles”. De estas frases –de una magnífica sinceridad subjetiva, pues ninguna de ellas se contradice a sí misma, ni contradice a las demás, magnífica por lo que tiene de auténtica y noble, mientras hoy día no es sino de pobre, incluso a veces, de burda calidad y degenera en odiosa prostitución y enfermizo y obseso exhibicionismo, ya sean pronunciadas por el individuo mismo por la familia, que ya no es tal desde hace tiempo–, de estas frases, que justamente por su unilateral magnificencia ocultan la diferencia jerárquica que existe entre la sinceridad subjetiva y la verdad objetiva –penoso mal de esta época–, de estas frases tan expresivas quedan perfectamente claras dos cosas. En primer lugar, que Goethe se encontró con ideas poéticas y, por tanto, en su caso, como bien sabemos, humanas, que, de por sí, lo hubieran hecho perderse en vaguedades, si la cultura cristiano-eclesiástica no le hubiere facilitado, al menos desde fuera, “figuras y representaciones de contornos perfectamente definidos”. Estas son realmente, en sentido goethiano, es decir, objetivo, frases significativas, frases, por tanto, que desbordan el plano meramente subjetivo. Sólo a través del final de la obra pertenece Fausto a la realidad y a la conciencia del hombre occidental; sin él no hubiera sido una obra “moderna”, una obra “burguesa”, en su sentido más decisivo. ¿Qué quiero decir con ello? LO siguiente: La existencia del hombre occidental –y el alemán sigue siéndolo todavía– descansa sobre dos fundamentos: la humanitas greco- romana– el singular y providencial descubrimiento de Logos natural, que en la hora del adviento pagano, la hora de Virgilio, tendría al sobrenatural– y la Revelación, la fe, el Cristianismo y su inmediato precursor, el Judaísmo. Las cosas están dadas, indudablemente, de tal forma, que el hombre occidental – y yo espero que los alemanes quieran todavía seguir siéndolo- sólo podía recibir el Logos natural, o sea, la Ciencia y la Filosofía, a través de la recepción del Logos sobrenatural, o sea, la fe y la Revelación, la certeza inconmovible de la existencia de realidades espirituales invisibles y de sus absolutas exigencias, pues reconocer y hacer valer, de modo neutral, su existencia, dejar de lado, por el contrario, sus consecuencias y preceptos y exigencias reales o subordinadas de hecho a la existencia de órdenes entitativos inferiores, por ejemplo, al Estado es, a la par un sinsentido y un fraude perpetrado con el Ser supremo. En la Revelación está implícita una respuesta, mayestáticamente corta, a la pregunta: “¿Qué es el hombre?” La respuesta dice que el hombre es imago Dei, por haber sido creado a su imagen y semejanza. El hombre, de por sí, llega más fácilmente a la mentira de que él es Dios en persona, o está en camino de serlo, que a la verdad, que le fue revelada, de haber sido creado a imagen de Dios. La respuesta definitiva a la pregunta “¿Qué es el hombre?” (Y no sólo a ésta, sino a todas pero a ésta de un modo singular) es dada por Dios mismo en el plano espiritual, o sea, es revelada al hombre. Y no sólo la respuesta en su contenido esencial, sino incluso el aspecto, de que sólo en esta esfera superior se da una respuesta absoluta, definitiva e inefable, en virtud de la fe y dentro del ámbito de la Iglesia (todas las respuestas que se dan en las esferas inferiores no son sino opiniones; mundum tradidit disputationi eorum), incluso este aspecto nos fue revelado, si bien de un modo, por así decir, indirecto. Sólo una vez que esta esfera suprema del espíritu, prescindiendo de todas las que le están subordinadas de hecho, y que en este mundo tanto brillan, lo fue dicho Todo, pudieron éstas a través de sus más brillantes representantes (pues no es, en absoluto, que estuviesen excluidas) participar en la verdad definitiva, y adornarla con su dones mundanos. Pedro, la roca, sobre la cual está edificada la Iglesia, que es la única que, según la promesa, está segura de no perecer, mientras de lo demás nada “esta firme”, no fue ni un artista , ni un filósofo, ni un hombre de Ciencia, ni un grande del mundo, político o
  • 5. dictador, y podía, sin embargo, desmentir con absoluta autoridad a toda aquel, emperador o filósofo, que, en la esfera definitiva del espíritu, diese una respuesta falsa a la pregunta “¿Qué es el hombre?”, o la sacase violentamente del orden en que está situada. La Historia ha confirmado de modo impresionante este primado y el peligro que encierra dejar que lo obscurezcan, aunque solo sea aparentemente, el brillo y la gloria de las esferas inferiores. En el preciso momento en que Pedro se convirtió, de hecho y en medida nunca vista, arbiter mundi et elegantiarum, político en el sentido mundano, irrumpió el enemigo con poder y éxito reales, que aun hoy conmueven al mundo, y los seguirán conmoviendo hasta que este episodio haya sido liquidado y pasen a primer plano otros episodios de la Historia del cristianismo. N el aspecto sobrenatural, Pedro es el señor del mundo del modo más obstensible cuando éste le persigue y cubre de aprobio, y él apenas se hace valer en el aspecto “mundano”; en el plano divino obstenta la máxima fortaleza, cuando en el plano humano obstenta la máxima debilidad. Si en la explicación del hombre desde arriba, desde la Revelación, ninguna explicación realizada desde abajo, desde el mito, la Poesía, la Ciencia o incluso la Metafísica, puede conducir a la meta, que debe por así decir, darse a sí misma: todas estas explicaciones o quedan encalladas o los estratos inferiores de la existencia material, o brillan un instante para volver a ensombrecerse en la polícroma vida profunda de nuestra irredenta vida psíquica, o flotan en el aire y se disuelven como nubecillas bajo el sol en el aire enrarecido de un idealismo insustancial. Al principio y al fin de todas las respuestas a la pregunta “¿Qué es el hombre?” está a respuesta de la Revelación: Faciamus hominem ad imeginem et similitudinem nostram. Pero ¿Qué significa estar hecho a imagen y semejanza de Dios? ¿No viene a decirse con ello, en realidad, que a la pregunta “¿Qué es el hombre?” antecede esta otra: “¿Qué es Dios?” Yo así lo creo, y esto tendrá que volver a aprenderlo nuestra época, por mucho que a ello se oponga. Pero dejemos esto. ¿Qué significa estar hecho a imagen de Dios? En primer lugar, algo que no debemos olvidar nunca: significa haber sido creado, ser criatura, no provenir de sí mismo, no ser tampoco una emanación de Dios, ni mucho menos Dios mismo, o sea, no ser todo eso, que desde hace siglos, los hombres que dan el tono en el mundo vienen afirmando teórica y prácticamente que son, o quisieran ser; y, en segundo lugar, significa algo que, todo hoy, no sólo no quieren los hombres reconocer como verdadero, sino que lo impugnan, minimizan y desprecian con todos los medios a su alcance, con la violencia y el peso de la materia, la fuerza y la fiera pasión del instinto y el impulso colectivo; es a saber, el hecho de estar creados a imagen de Dios, es decir, de estar dotados de espíritu, tener espíritu, en medio del ser y la existencia material; pues Dios es espíritu, y quien esta creado a su imagen es espíritu creado, aunque la creación haya empezado por abajo, con el prodigio de la materia y del cuerpo, y el hombre no pueda deshacerse del cuerpo pues ha de resucitar. Dentro de la naturaleza misma, el espíritu, espíritu natural, creado, eleva al hombre, por así decir, sobre la “Naturaleza” amínico- corporea, sobre su finitud, porque el espíritu tiene, por naturaleza, un cierto carácter, aunque velado, de infinitud, y lo eleva no al orden sobrenatural, pero si a la posibilidad de ser, cuando Dios lo quiera, directamente afectado por él, estar en relación directa con el, lo eleva a la naturaleza humana, la cual, en cuanto “naturaleza”, no es sino justamente esta posibilidad real de llegar a ser partícipe de la Divinidad.