Lola Touza xunto coas súas irmas Amparo e Xulia, salvaron desde a súa Ribadavia natal, no corazón de Galicia, a centos de xudeus que fuxían do nazismo. Eis unha reportaxe aparecida no xornal español EL MUNDO
ACRÓNIMO DE PARÍS PARA SU OLIMPIADA 2024. Por JAVIER SOLIS NOYOLA
Lola Touza
1. DOMINGO 12.
OCTUBRE 2008
EL MUNDO
CRONICA
LA GALLEGA QIJE
SALVO A 500
JUDIOS
PACO REGO
Un hombre de estatura elevada, barbudo y sucio, tapado con un abrigo de
mendigo, está acurrucado en una esquina del único banco de madera del
andén. Lleva todo el día mirando de reojo pasar vagones Miño abajo. Cae la
noche de abril sobre la estación de ferrocarril de Ribadavia. La voz sale desde
el quiosco, famoso por las rosquillas, dulces de almendra y licor de café, que
regentan las hermanas Touza: «Mira ese hombre, lleva todo el día ahí sentado
sin coger un tren...». Año 1941. Europa se desangra en la II Guerra Mundial.
Los judíos que pueden huyen hasta el mismísimo fin del mundo para escapar
de las llamas del Holocausto. Lola, una de las hermanas de la cantina, no duda
en acercarse al forastero. Le habla en español. El responde, con sus tristes ojos
azules, en lenguas que ella no comprende.
2. ¿Compasión, instinto? La gallega nunca explicó por qué dio cobijo en su casa a
aquel desarrapado. Pero lo hizo. Y hoy un árbol sembrado este septiembre en
una colina de Jerusalén —donde brotan pinos en memoria de los llamados
Justos entre las Naciones— cuenta la heroica y silenciada historia que
convirtió a Lola Touza Domínguez, la quiosquera de Ribadavia, en salvadora
de cientos de judíos perseguidos. En una auténtica Schlinder gallega.
Con aquel hombre, Lola y sus dos hermanas empezaron a tejer una red de
fuga —por la que llegaron a escapar más de medio millar de judíos— que
arrancaba en los Pirineos y terminaba al otro lado del río Miño, en Portugal.
Se juramentaron con un barquero, dos taxistas y un emigrante retornado al
que en el pueblo llamaban El Evangelista. Un silencio gallego que ha dura do
más de 60 años.
El nombre de aquel flaco judío-alemán de los ojos azules, llegado de Lyon, de
donde se había escapado del campo de concentración con un asturiano al que
las balas nazis mataron tras la huida, fue uno de los muchos que Lola y sus
valientes cómplices se llevaron a la tumba. Porque todos los héroes anónimos
de la trama gallega de fuga de judíos están muertos. Si por ellos fuera, en el
camposanto de la Villa feudal ourensana, partido por un muro de piedra vieja
que lo separa del cementerio de los infieles, aún dormiría aquel secreto.
No han sido ellas, ni sus sobrinos, ni sus nietos quienes han desenterrado el
juramento de silencio que las Touza se hicieron en vida. La voz delatora llegó
del otro lado del Atlántico. Un viejo judío neoyorquino quiso, allá por 1964
(dos años antes de que Lola falleciera a los 72 años), saber qué había sido de
aquella mujer que le llevó una noche sin luna al otro lado de la frontera. A la
libertad. Se llamaba Isaac Retzmann y, como tantos otros salvados por la
cantinera ribadaviense, pudo alcanzar América en 1943.
Retzmann, próspero comercian te alemán de padres judíos, había conocido a
un emigrante gallego en la Gran Manzana, un tal Amancio Vázquez, y,
sabiendo que éste volvía al terruño de vacaciones, le pidió encarecidamente
que preguntara por las hermanas Touza. Tenía 70 años y una delicada salud
que le hacía presagiar una muerte anticipada. El encargo terminó llegando a
un librero de Vigo, Antón Patiño Regueira, y con él empezó a alumbrarse esta
historia oculta que Crónica desvela en exclusiva (Antón dejó escrito antes de
morir, en 2005, el esbozo de la verdad de estos héroes de Ribadavia).
De Lola Touza, la más bella de las hermanas —«Tenía una cara muy dulce»,
recuerda su nieto Julio—, se sabia que su imagen había ilustrado una estampa
3. que circuló por el frente de guerra del 36 para animar a las tropas. Que los
niños de Ribadavia aprovechaban los recreos del colegio para ir a su quiosco a
probar deliciosos dulces caseros. Que era una madre soltera más, de las
muchas de la época. Lo que nadie sospechaba era que la popular mujer de la
cantina valía mucho más por lo que callaba. Lola, la madre de la gran fuga.
Abraham Bendayem, Isaac Retzmann, un tal Ariel... En Jerusalén siguen
reuniendo testimonios y nombres para elaborar la larga lista de quienes le
deben la vida. Los cálculos más conservadores hablan de casi 400 judíos
salvados —exactamente 384, lo que matemáticamente equivaldría a dos
personas por semana durante los cuatro años, 1941 a 1945, que se mantuvo
activa la red de escapada—. Aunque estimaciones más realistas sostienen que
el número podría superar el medio millar.
Sesenta años después, llueven los parabienes en el hogar de los Touza. Adosada
a un muro de la que fue casa de las heroínas en Ribadavia (calle Juez Viñas, 2),
4. luce desde el 7 de septiembre una placa de bronce: «A las tres hermanas, Lola,
Amparo y Julia Touza, luchadoras por la libertad». El propio presidente de la
Asamblea Universal Sefardí, Isaac Siboni, en una carta fechada el pasado 7 de
agosto, dejaba constancia escrita del sentimiento de toda la comunidad judía:
«Nuestro testimonio de admiración y gratitud para Lola, Amparo y Julia,
quienes aun a riesgo de sus vidas han salvado a sus semejantes, a nuestros
hermanos, de una muerte segura». Cuatro días después, el reconocimiento
llevaba la firma de Ron Pundak, al frente de The Peres Center for Peace, la
fundación para la paz que auspicia el presidente de Israel, Simón Peres. Dice
así: «Recordar estos días a las hermanas Touza es un ejemplo para el futuro de
amor y de valor, principios escasos en es tos tiempos de odio».
Hasta la fecha, sólo tres españoles —el diplomático Eduardo Propper de
Callejón, destinado en Francia, y los funcionarios de la embajada española en
Berlin José Ruiz de Santaella y su esposa Carmen Schrader— ostentan el título
de Justos entre las Naciones, el equivalen te a la causa de beatificación católica,
que concede la Fundación Yad Vashem a quienes, como Lola, salvaron a sus
compatriotas del exterminio. La santificación judía de la gallega está en
marcha.
Han tenido que pasar tres gene raciones para que un Touza, Julio, 57 años, el
nieto, pueda reconstruir la historia de su abuela. Mientras cruzamos la calle
Orense (paradojas del destino) que conduce a su estudio de Madrid, los
recuerdos afloran nítidos en su cabeza. «Ahora me explico muchas de las cosas
que ella hacía, que hablaba en alto...». El prestigioso arquitecto revive las
tardes de domingo en casa de Lola, un antiguo caserón con arcos de piedra, los
bailes de fin de semana en la planta de arriba, aquella bolsita de tela cargada
de monedas que ella guardaba celosamente en un cajón del viejo aparador...
«Eran duros de plata alfonsinos. No quería que nadie los tocara. Valían más
que la peseta, ya en curso, y yo, que era un niño, pensaba que mi abuela los
coleccionaba. Pero no. Los guardaba como recuerdo de otros tiempos. Con
monedas como ésas había pagado algunos favores y el resto se lo había dado a
los judíos escapados. Nadie en la familia lo supo nunca. Ni siquiera su único
hijo, mi padre... Se ha muerto sin saberlo».
LA COARTADA
Cosas de la vida. Aquellos pasodobles, tangos y chachachás no sólo daban a las
Touza unos dinerillos extra con los que poder capear las penurias domésticas
en una España mísera de posguerra, donde judíos y masones encarnaban todos
5. los males. Pero no era más que una coartada. De aquellas tardes de bailes y
bacarrá, Lola hacía caja para su causa clandestina. «Nadie pasaba hambre a
su lado)>, re cuerda el músico de La Lira (banda del pueblo) Ramón Estévez
Arango, protagonista ocasional de aquella
gran evasión. «Vendía lo que hiciera falta, un abrigo, un anillo, cualquier cosa
con tal de ayudar a un solo judío. Era de naturaleza muy desprendida».
Generosa.
Y de pronto nos viene a la memoria el angustiado rostro de Oskar, el héroe de
la inolvidable película La lista de Schindler, con ojos llorosos y gesto
desesperado, mientras a su alrededor un grupo de hombres y mujeres
enternecidos esperan a que el empresario benefactor los elija para su fábrica,
salvándoles así de la muerte en un campo nazi. «El coche. ¿Por qué me quedé
el coche? Valía 10 personas. Diez personas más... Esta pluma. Dos personas. Es
de oro... Dos personas más... El (se refería a un oficial de la SS) me hubiera
dado dos personas por ella, al menos una. Una persona más. Por esto... ¡Pude
haber salvado a una persona más...!». «Lola era como Schindler», remacha
Ramón, el vecino músico. Lola Schindler Touza. El cerebro de la escapada.
«No entendía de partidos ni de credos religiosos». Y dicho esto, el viudo
hombretón sienta sus 86 años en un banco de la cocina de su casa, en el
corazón del barrio judío de Ribadavia (otro guiño del destino), y con
parsimonia espera a que las campanas de iglesia de Santiago enmudezcan.
Lola, para el músico Ramón, es una dulce historia de adolescencia. Tenía 17
años cuando se tropezó de bruces con esa realidad que nadie en el pueblo
parecía ver. Era una mañana de septiembre de 1941 y ayudaba a su padre,
Francisco Estévez. en la descarga de un vagón de ladrillos. Lola se acercó a
Paco, como ella le llamaba, y con discreción le preguntó: « vais de pesca?
Necesito que me hagas un favor. Tengo aquí a una persona que quiere pasar a
Portugal, pero no quiere hacerlo en tren ni por carretera».
A la mujer le habían soplado que dos agentes de la Gestapo —llegados de Vigo,
desde cuyo puerto transportaban el wolframio extraído de las minas gallegas
para nutrir la maquinaria de guerra de Hitler—, merodeaban por los
alrededores del pueblo a la caza de un judío-alemán fugado de Francia. «Mi
padre, por aprecio a Lola, no lo dudó», rememora Ramón. Y esa misma
madrugada, a las cuatro en punto, acudieron a la casa de la mujer armados
con sus cañas de pescar.
7. «A él le dimos otra caña y, aunque chapurreaba el español, le dijimos que no
hablara. Nos fuimos directos a la orilla del Miño y echamos a andar toda la
noche. Nadie sospecharía, pues muchos pescadores solían salir a esa hora en
busca de truchas y anguilas para matar el hambre». Por si acaso, Paco se
quedó atrás mientras su hijo y el extranjero apuraban el paso. Horas más
tarde, recorridos ya casi 40 kilómetros por un sendero empedrado, llegaron a
Frieira, la aldea gallega que linda con Portugal. «Como yo era un chaval, el
alemán me preguntó si no me importaba que se quitara la ropa. Le dije que no.
La dobló y se la ató a la cabeza con el cinto del pantalón. “Te recordaré toda la
vida, amigo”, me habló en bajo al oído antes de echarse al agua, al tiempo que
me regalaba un duro de plata alfonsino. Vi como alcanzaba la orilla
portuguesa, y desde entonces nunca más supe de él. En el antebrazo llevaba
tatuado el 451... Me dijo que se llamaba Abraham Bendayem».
Abraham era aquel hombre de la estación de ferrocarril, el de los tristes ojos
azules, barbudo y sucio, con el que Lola abrió la ruta clandestina —dicen que
la más importante de la Península— por la que cientos de judíos ganaron la
salvación. Lejos de su tierra prometida. Los más, alcanzaron las costas de
Estados Unidos, Brasil, Argentina y Venezuela. Otros escaparon a África,
sobre todo a Marruecos y Argelia. Gracias al boca a boca y a la eficaz
organización de la comunidad judía, el nombre de Lola se extendió por
Europa.
Ni el férreo secreto, ni las noches cerradas garantizaban, sin embargo, que la
fuga llegara a buen puerto. Por eso Lola se cuidaba mucho de las compañías.
Una palabra a destiempo, un gesto o una mirada indiscreta podían llevarla a la
lista de traidores o al destierro perpetuo en una cárcel. La madre, su nombre
de guerra en la red de fuga, se rodeó de lugartenientes fieles hasta la muerte.
Dos taxistas (José Rocha Freijido y Javier Míguez Fernández, El Calavera),
Ricardo Pérez Parada, apodado El Evangelista, que había aprendido inglés y
polaco siendo emigrante en Nueva York, y que hacía de traductor) y el
barquero Ramón Estévez. Según la ruta que eligiera Lola —había ideado tres:
por senderos, carreteras de tercera y cruzando el Miño— actuaban estos
héroes anónimos.
Todo empezaba con la llegada de un convoy señalado a la estación de
Ribadavia. Lola esperaba con su cesta llena de rosquillas, caramelos y dulces
de almendra en las manos. A veces los ofrecía por las ventanillas desde el
andén. Otras veces se subía al tren y recorría los vagones con su mercancía.
8. Era entonces cuando se encontraba siempre con alguien que le anunciaba la
llegada inminente (día, hora y vagón) de una nueva tanda de judíos.
Los días de llegada, Lola era la primera en abandonar el quiosco. El mensaje
de que unos judíos arribarían en las próximas horas corría rápido a los oídos
del Calavera. Y en el silencio de la noche elegida, se consumaba la fuga de
aquellos desesperados a bordo de su taxi, un Dodge negro americano. «Quién
me lo iba a decir, Dios mío... Mi padre...». María del Carmen no se lo cree.
Pregunta a la gente del pueblo, todos se extrañan. «El fue legionario. ¿Qué le
parece? Estuvo de chófer de Millán Astray. Y con aquel aspecto de hombre
duro que tenía... ¡Qué orgullosa estoy de él,>.
—¿Nunca le hizo un comentario?
—Jamás. Lo único que nos decía en casa era que no quería comer peces del
Miño.
— ¿Por qué?
—Decía que estaba contaminado. Luego supimos que en la guerra los de
Franco y los del otro bando tiraban a cantidad gente desde un puente que
cruzaba el río. A los que se agarraban a los hierros les cortaban las manos.
Muchos murieron ahogados o desangrados. Por eso mi padre nunca quiso
comer peces.
Tal vez no fuese Lola la única que estaba en la diana de la Gestapo. Según va
tirando de la historia su nieto Julio, al parecer, el servicio secreto británico
contaba en Vigo con un espía que seguía de cerca los pasos de
los alemanes. Se llamaba Eduardo Martínez y era médico. «Es muy probable
que conociera a mi abuela», baraja el arquitecto. Sus informaciones fueron
reconocidas por el Gobierno de las Islas con la Medalla al Valor, en 1945.
«Estos días le he pedido al M15 que busque los nombres de mi abuela y de mis
tías en sus archivos. Me dijeron que pronto desclasificarán algunos papeles de
la guerra. Quizás ahí esté la lista que andamos buscando».
La lista de Lola. Nombre en clave: La madre.