Ainadamar, la fuente de las lágrimas y el asesinato de Lorca
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AINADAMAR
Manuel González Riquelme
La mañana del 13 de julio de 1936, Federico García Lorca visita a José Bergamín en su
despacho de la editorial Cruz y Raya. Lleva consigo el manuscrito de Poeta en New York.
Bergamín no está. Lorca deja una nota: “Querido Pepe, he estado a verte y creo que volveré
mañana. Abrazo. Federico”. Debajo de la nota deja el libro. Al mediodía queda con Rafael
Martínez Nadal que acababa de llegar de Estocolmo. Cogen un taxi. Van a Puerta de Hierro para
tomar un coñac. Con cierta premonición, Lorca afirma: “Rafael, estos campos se van a llenar de
muertos. Me voy a Granada”. Se dirigen en taxi hasta la agencia de Thomas Cook y reservan un
billete para el tren de la noche. La cita con Bergamín nunca se producirá. Anteriormente, había
publicado Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías y Bodas de Sangre. El manuscrito lo
tuvo Bergamín en Madrid. En 1938 intentaron, sin éxito, publicarlo en París. El editor realiza dos
versiones mecanografiadas que servirán para futuras ediciones y al fin, la editorial Séneca que
sucedió a Cruz y Raya en el exilio republicano en México publicó Poeta en Nueva York.
Simultáneamente, la editorial Norton publica el libro en una edición bilingüe en el año 1940. En
México, Bergamín regala el libro que acaba en manos de la actriz Manolita Saavedra quien a
finales de los 90 decide vender el original y, finalmente, en 2003, la Fundación García Lorca lo
adquiere por 194.000 euros. Lorca llegará a la Huerta de San Vicente la mañana del 14 de julio.
El 24 de octubre de 1929, también conocido como Jueves Negro, se produce el colapso de la
bolsa de Nueva York. Los precios de las acciones cayeron ese día y siguieron cayendo durante
un mes. Lorca se aloja en la residencia John Jay Hall de la Universidad de Columbia. Asiste
como testigo directo al hundimiento de la metrópolis. Cien mil trabajadores perdieron su empleo
en tres días. Agentes de bolsa arruinados se precipitan al vacío desde los rascacielos.En la
primera semana de noviembre de 1929, vemos a García Lorca en la Universidad de Columbia
junto a María Antonieta Rivas. Desde allí escribe a su familia presentando a sus amigos: “una
mejicana millonaria”, fundadora de la revista Contemporánea y el teatro Ulises de México, “Una
muchachita hindú, que es una preciosidad y un pianista de Hawai muy bueno que ha tenido gran
éxito en Nueva York. Son tres raros, desde luego, pero inteligentes y muy artistas los tres”. Los
cuatro amigos pasean felizmente por el campus universitario de Columbia y se echan fotos.
Posan sentados sobre el reloj de pórfido de la Universidad. Lorca dialoga con María Antonieta, lo
sabemos por el movimiento de su mano. Quizás bromeando sobre el extraño mineral. Después
una foto en solitario.
Gerald Brenan había investigado sobre Lorca en 1949. Vuelve a la Granada que conoció en los
años veinte y va al cementerio porque quiere saber dónde está enterrado Federico. El
funcionario del cementerio afirma que allí no está, que está en Víznar o en Alfacar. Brenan
escribe La faz actual de España donde realiza un retrato desgarrado de la España de la
postguerra. Es el primero que localiza las fosas del barranco de Víznar. Seis años después, en
1955, un catalán exiliado y nacionalizado norteamericano, Agustín Penón llega a Granada.
Durante año y medio Penón dedica su tiempo y su dinero a reconstruir los últimos días de la vida
del poeta: “Llegar hasta Granada, la ciudad de Federico García Lorca, quería saldar una
deudade gratitud que tenía con él. Desde mi adolescencia y durante todos aquellos años de
desarraigo y cambios, su poesía había sido mi más fiel compañera, nunca me defraudó.
Tampoco había olvidado su muerte tan cruel, tan injusta y tan silenciada. Quería acercarme,
quería saber” (RTVE, Informe Semanal, 12 de agosto de 2006, El crimen fue en Granada).
Agustín Penón nunca publicó su trabajo por miedo a las represalias que podían sufrir en aquellos
años las personas que hablaron con él, aquellos que fueron testigos de la instauración del terror
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en Granada durante el verano de 1936. Penón escribió en inglés lo que iba averiguando para
que nadie descubriera el fruto de su investigación, luego guardó en una maleta toda la
documentación y ahí permaneció hasta que en el año 2001, la escritora granadina Marta Osorio
convirtió este trabajo en un emocionante libro que tituló: Miedo, olvido y fantasía. En 1965, Ian
Gibson tomó el relevo de la investigación, de la obsesión en que se había convertido para ellos
localizar el lugar donde fue asesinado García Lorca. Todo lo que sabemos de lo que ocurrió
durante esos días de agosto lo averiguaron estos hispanistas, luchando, como diría Agustín
Penón contra tres gigantescos gladiadores: el miedo de la gente a contar, el riesgo de que
cayera en el olvido y la fantasía de muchos a inventar. La familia de García Lorca no sabía
dónde había sido enterrado Federico. Cuando Agustín Penón visitó Víznar en 1955, localizó el
lugar exacto de la tumba según le dictó un testigo, Gerardo Ruiz Carrillo. Él junto a su familia
ayudaron a Penón en su investigación lo que les valió más tarde el destierro. Años después,
Gibson confirmó el lugar con otro testimonio, Manuel Castilla que trabajaba en Las Colonias
enterrando a los fusilados. Castilla acompañó a Gibson en 1965 al olivo solitario y le contó: “Aquí
no más que el maestro de escuela de Pulianas, El Galadí, El Cabezas y Lorca”.
Lorca fue asesinado por el camino de Alfacar. Los verdugos mataron a sus víctimas al pie de un
olivo, al despuntar el alba, utilizando los faros del vehículo. Sus tres compañeros de infortunio
fueron el maestro Dióscoro Galindo y los dos banderilleros granadinos Joaquín Arcollas Cabezas
y Francisco Galadí Melgar. Manuel Castilla Blanco, el joven de 18 años, encargado del entierro
reconoció inmediatamente a los banderilleros. Una de las otras dos víctimas tenía una pierna de
madera. La última gastaba una corbata de lazo (“de esas que llevan los artistas”). Allí quedaron
uno encima de otro, en la estrecha zanja. Cuando Manuel Castilla Blanco volvió a Las Colonias
le dijeron que el hombre de la “pata” de madera era el maestro de un pueblo cercano y el de la
corbata era el poeta Federico García Lorca (Ian Gibson, Cuatro poetas en guerra, “Federico
García Lorca”, Planeta 2ª edición, Barcelona, 2007, p. 222).
Hubo que rematarlo con un tiro de gracia o varios después de que el poeta se incorporara
gritando “¡Todavía estoy vivo!”. Entre los asesinos iba Juan Luis Trescastro y los hermanos
Roldán Quesada, terminado el paseo, alardeó, esa misma mañana no solo de haber participado
en la muerte de García Lorca sino de haberle metido dos tiros en el culo por maricón (Ian
Gibson, op. cit.,p. 224).
Federico quería dormir el sueño de las manzanas y cortarse el corazón como aquel niño en alta
mar. Quería dormir un rato, un minuto, un siglo. Dejó escritas algunas indicaciones como que no
olvidáramos el velo para cubrirle porque la aurora arrojaría puñados de hormigas sobre su cara o
mojar con agua dura sus zapatos para que resbale la pinza del alacrán. Pero no cumplimos con
ellas.
Ainadamar es conocida como “La Fuente de las Lágrimas”. En el siglo XI construyeron una
acequia para llevar agua a la ciudad. Mil años después sigue fluyendo. La acequia llega desde
Alfacar a Víznar (Lorca la escucharía mientras pasaba burbujeando por el molino de Las
Colonias), baja a El Fargue (donde alimentaba la fábrica de la pólvora) y, finalmente, llega hasta
el Albaicín. Los musulmanes admiraban la belleza de la fuente y sus alrededores y levantaron
hermosos palacios de verano. El poeta Abul´l-Barakat al Balafiqi que murió en 1372 escribió:
“¿Es mi alejamiento de Ainadamar, que me detiene el pulso de sangre, lo que hace brotar un
chorro de lágrimas del fondo de mis ojos? Sus aguas gimen con la tristeza de aquel que, esclavo
de amor, ha perdido el corazón. A su orilla entonan los pájaros melodías incomparables a las del
mismo Mosulí, recordándome el hermoso pasado en el que entré en mi juventud. Y las lunas de
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aquel lugar, bellas como José, harían abandonar a cualquier musulmán su fe por la del amor”.
(Ian Gibson,op., 227).
Washignton Irving llega a Granada en mayo de 1829, cien años antes de que García Lorca
visitara el campus de la universidad de Columbia. El hispanista escribe que: “La Alhambra de
Granada es un objeto de tanta veneración como la Kaaba o la Casa Sagrada de la Meca para los
devotos peregrinos musulmanes. (…) El gobernador de la Alhambra nos dio permiso para residir
en las habitaciones vacías del palacio morisco. (…) Permanecí algunos meses en el viejo palacio
encantado”. (…) Mateo Jiménez vivía en la Alhambra. Su familia había adoptado esta residencia
de generación en generación. Hacía de guía turístico. La Puerta de la Justicia es una de las más
características. “Según Mateo era tradición admitida en general desde los primitivos habitantes, y
que venía de padres a hijos, que la mano y la llave eran un mágico amuleto del que dependía el
hado de la Alhambra. El rey moró que la fundó era un gran nigromántico, o –según opinan- se
había vendido al diablo y había levantado la colosal fortaleza por arte de magia. Por tal motivo se
sostiene ésta desde tantos siglos, desafiando las tormentas y los terremotos, mientras que casi
todos los demás edificios moriscos habían venido a tierra y desaparecido. Este privilegio, según
cuenta la tradición durará hasta que la mano del arco exterior baje y asga la llave, y entonces la
fortaleza saltará en pedazos quedarán descubiertos todos los tesoros escondidos en su seno por
los moros”. Cuando los fusiles máuser descargaron sus balas de acero sobre el pecho de
aquellas personas la madrugada del 18 de agosto de 1936, la mano del arco de la Justicia de la
Alhambra bajó unos cinco centímetros sobre la llave. Esto puede verse al pasar por debajo del
arco. La marca de la mano en la actualidad respecto de su posición original. A punto estuvo el
palacio de desaparecer. A punto estuvo el mundo de esfumarse. No fue así porque el establo de
oro de los labios del poeta anunciaba que no había muerto. El pequeño amigo del viento oeste
seguía vivo, el niño que quería cortarse el corazón en alta mar consiguió salvarse a lomos de
delfines y la pinza del alacrán sacudiría la tierra desnuda y seca del olivo de Alfacar.