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Un	Plan	Para	Tres
	
Por
	
J.L.	Tormo
UNO
	
La	calle	estaba	oscura	y	en	silencio.	Sólo	un	cigarro,	al	ser	inspirado	de
vez	en	cuando,	creaba	pequeños	instantes	de	luminosidad	roja.	El	hombre	que
fumaba	 estaba	 quieto,	 observando	 la	 entrada	 de	 la	 calle	 que	 daba	 a	 una
importante	avenida	de	la	ciudad,	poco	transitada	debido	a	lo	avanzado	de	la
hora.	De	repente	se	sobresaltó	al	oír	el	sonido	de	unos	tacones	de	mujer	que	se
acercaban	 presurosos.	 Tras	 esperar	 un	 momento	 volvió	 al	 cigarrillo	 cuando
entendió	que	no	era	quien	esperaba.	Una	joven	pasó	rápidamente	sin	llegar	a
entrar	en	la	calle.	El	hombre	pensó	que	la	tensión	le	estaba	jugando	una	mala
pasada,	pues	ellos	deberían	llegar	en	un	automóvil	y	no	andando.
Era	evidente	que	todo	este	asunto	le	mantenía	con	los	nervios	de	punta,
tanto	era	así	que	había	vuelto	a	fumar	en	los	últimos	días,	cosa	que	no	hacía
desde	 que	 tenía	 veinte	 años.	 Pero	 la	 realidad	 es	 que	 se	 estaba	 jugando
demasiado:	su	vida,	millones	de	euros	y	a	ella.	“Si	—pensó—	los	nervios	son
lógicos”.
Su	 determinación	 era	 clara:	 se	 quedaría	 con	 todo	 el	 dinero	 y	 a	 ella	 le
ajustaría	 las	 cuentas	 cuando	 regresaran	 a	 Madrid,	 para	 después	 echarla
definitivamente	de	su	vida.	Era	cierto	que,	inicialmente,	tras	enterarse	de	la
traición	de	la	chica,	se	había	planteado	abandonar	esta	operación,	y	así	se	lo
había	 comunicado	 a	 aquellos	 dos.	 Pero	 después	 de	 reflexionarlo,	 cuando
consiguió	 tranquilizarse	 lo	 suficiente	 como	 para	 volver	 a	 pensar,	 tomó	 una
decisión	más	inteligente;	conocía	el	plan	hasta	el	más	mínimo	detalle,	así	que
si	 ellos	 eran	 capaces	 de	 ejecutarlo	 solos	 —lo	 cual	 estaba	 por	 ver—,	 él	 se
quedaría	con	todo	el	premio.	Pero	si	no	lo	conseguían,	denunciaría	a	aquel	tío
a	 la	 policía	 y	 ella	 tendría	 sus	 correspondientes	 noticias	 suyas	 una	 vez	 que
regresaran	a	Madrid.
Definitivamente	la	espera	merecería	la	pena.	Era	cuestión	de	un	poco	de
paciencia	y	otro	poco	de	sangre	fría.
Observó	que	le	producía	hondo	malestar	recordar	cómo	había	empezado
este	asunto,	pero	desechando	los	pensamientos	que	llegaban	a	su	mente,	con
un	 gesto	 silencioso,	 comprendió	 que	 sería	 mejor	 centrarse	 en	 el	 presente.
Concentrarse	en	su	objetivo	y	nada	más.	Contaba	con	la	ventaja	de	la	sorpresa
pues	 ellos	 no	 le	 esperaban	 allí.	 No	 la	 desaprovecharía.	 Esta	 era	 la	 gran
oportunidad	de	su	vida.
	
	
DOS
El	 mar	 estaba	 tranquilo	 como	 siempre	 en	 esa	 época	 del	 año.	 Las	 olas
rompían	mansamente	en	la	playa,	y	el	hombre	tumbado	en	la	arena	no	pudo
evitar	fijarse	en	ella.	La	chica	tendría	treinta	y	tantos	años	–dedujo–,	o	quizá
cuarenta.	Era	rubia,	de	piel	clara	y	piernas	largas	y	torneadas;	y	su	bañador,
que	no	biquini,	parecía	una	elegante	segunda	piel	que	permitía	intuir	la	curva
de	sus	pechos.	No	obstante,	al	cruzar	sus	miradas	por	casualidad,	descubrió
que	 lo	 que	 más	 le	 llamaba	 la	 atención	 era	 la	 intensidad	 de	 su	 mirada	 azul.
Desde	entonces	pensó	en	poseerla.
Al	 principio	 ni	 se	 dio	 cuenta	 de	 que	 había	 un	 joven	 que	 estaba	 sentado
junto	a	la	mujer.	Cuando	lo	descubrió,	pudo	ver	que	se	trataba	de	un	tipo	alto,
musculado	y	moreno,	y	por	cómo	se	relacionaba	con	ella	dedujo	que	sería	su
pareja.
En	 un	 principio	 entendió	 que	 dadas	 las	 circunstancias	 debería	 olvidarla,
pero	al	día	siguiente	la	volvió	a	encontrar	tomando	un	té	en	la	barra	del	bar	del
hotel	donde	pasaba	unos	días,	y	la	intención	de	olvidarla	desapareció.	En	ese
instante	fue	cuando	decidió	que,	definitivamente,	tendría	que	ser	suya.
Se	acercó	a	la	mujer	sentándose	en	la	banqueta	más	próxima	a	ella,	y	pidió
al	camarero	un	Chivas	de	doce	años	con	un	par	de	piedras	de	hielos.	Cuando
éste	se	lo	llevó	y	volvió	a	alejarse,	le	dijo	a	la	chica:
—	Hola,	soy	David.
Ella	le	miró,	pero	no	como	la	persona	a	la	que	se	ve	por	primera	vez,	sino
como	a	la	que	ya	sabe	que	estaba	allí.
—	Hola,	soy	Adela.
Tras	responder	la	chica	volvió	a	su	té,	dejando	que	él,	si	quería,	siguiera
con	la	iniciativa.
—	La	vi	en	la	playa.
—	Lo	sé.
—	¿Era	su	marido	quien	le	acompañaba?
—	No.
—	¿Su	hermano?
—	No.
—	¿Su	padre?
—	No	—esta	vez	ella	no	pudo	reprimir	una	sonrisa.
—	¿Alguna	especie	de	familiar?
—	No.
—	Me	rindo.	¿Quién	entonces?
—	Mi	pareja.
—	Ya…
Él	se	quedó	un	momento	callado.	Dio	un	nuevo	trago	al	Chivas,	volvió	a
mirar	a	la	mujer	y	después	pensó:	“Si	me	precipito	a	lo	mejor	me	rechaza	y
pierdo	mi	oportunidad,	pero	si	no	lo	intento	la	perderé	de	todas	formas.	Así
que…”.
—	Me	llamo	David.
—	Ya	me	lo	ha	dicho.
—	 Cierto,	 pero	 no	 sé	 si	 lo	 recordaba.	 En	 fin,	 que	 hace	 por	 aquí	 ¿de
vacaciones	o	trabajo?
Ella	 dudó	 un	 momento,	 reflexionando	 si	 merecía	 la	 pena	 dar	 juego	 a	 la
conversación	o	debía	cortarla	con	el	fin	de	evitar	posibles	problemas.
Por	 supuesto	 que	 había	 visto	 en	 la	 playa	 a	 aquel	 hombre,	 le	 agradaba;
aunque	 no	 sabía	 por	 qué	 le	 producía	 una	 cierta	 sensación	 de	 aventura	 y,
contradictoriamente,	también	de	seguridad.	Y	no	era	por	su	atractivo	especial,
pues	 era	 una	 persona	 de	 apariencia	 normal.	 Pero	 algo	 en	 él	 era	 diferente,
aunque	no	sabía	qué.
Pensó	 que	 quizá	 llevaba	 demasiado	 tiempo	 con	 Fran	 que	 tenía	 aquel
fantástico	cuerpo	de	gimnasio,	pero	del	que,	tras	pasar	los	primeros	tiempos	de
pasión,	cada	vez	se	encontraba	más	aburrida.
Curiosamente	la	rutina	diaria	y	la	falta	de	sobresaltos	en	su	vida,	cosas	que
suelen	 crear	 una	 percepción	 de	 seguridad	 en	 las	 personas,	 a	 ella	 no	 le
producían	esa	sensación	de	estabilidad.	Todo	lo	contrario.	De	hecho,	por	eso
nunca	se	había	planteado	tener	un	hijo;	no	quería	atarse	aún	más	a	una	relación
frustrante.
Ya	 hacía	 muchos	 años	 que	 había	 pasado	 esa	 etapa	 en	 que	 las	 chicas	 se
enamoran	 del	 chico	 malo,	 pues	 había	 entendido	 que	 más	 que	 malos,	 esos
hombres	solían	ser	unos	indeseables	que	en	nada	se	parecían	a	los	sofisticados
malvados	de	ficción.	Había	conocido	a	Fran	con	apenas	veinte	años	y	entonces
le	había	parecido	ese	chico	malo	de	las	películas.	Ahora	sabía	que	no	era	así,
que	 sólo	 era	 imbécil;	 pero,	 como	 sucede	 frecuentemente	 a	 otras	 muchas
personas,	nunca	había	encontrado	fuerzas	para	huir	de	una	relación	donde	veía
sumergirse	lentamente	su	vida.
Es	indudable	que	la	insatisfacción	es	el	estado	natural	del	ser	humano.	De
hecho	 ella,	 al	 comenzar	 a	 notar	 los	 primeros	 síntomas	 de	 cansancio,	 los
comentarios	 de	 las	 amigas,	 que	 relacionaban	 el	 físico	 de	 su	 pareja	 con	 una
supuesta	 habilidad	 en	 la	 cama,	 todavía	 le	 halagaban.	 Sobre	 todo	 porque
percibía	que	la	envidiaban	por	tener	ese	amante	con	ese	cuerpo	y	esto,	a	veces,
suponía	la	única	dosis	de	satisfacción	en	su	realidad	diaria.	También	a	ella,
tiempo	atrás,	le	había	parecido	que	sería	muy	emocionante	despertarse	cada
día	 con	 alguien	 con	 un	 cuerpo	 como	 aquel.	 Pero	 eso	 ya	 había	 terminado.
Estaba	 cansada.	 La	 rutina	 y	 el	 desinterés	 apresaban	 su	 existencia	 diaria,	 y
percibía	que	no	era	justo,	pues	entendía	que	“si	la	naturaleza	nos	ha	dotado	de
la	capacidad	para	sentir	emociones,	deberá	ser	con	el	fin	de	que	las	utilicemos,
y	yo	ya	no	las	siento,	y	necesito	sentirlas	Si	no,	¿cuál	es	la	sustancia	de	la
vida?”.
Él	daba	clases	a	diario	en	el	gimnasio	del	que	era	propietario.	Los	primeros
síntomas	 de	 agotamiento	 de	 la	 relación	 fueron	 surgiendo,	 más	 o	 menos,	 al
final	 del	 primer	 año	 de	 convivencia.	 Según	 pasaban	 los	 días	 se	 habían	 ido
extinguiendo	 los	 temas	 de	 qué	 hablar,	 y	 tampoco	 brotaban	 cosas	 nuevas	 y
excitantes	 que	 compartir.	 De	 hecho	 ella	 había	 tenido	 la	 confirmación	 de	 la
decadencia	de	la	relación	cuando	observó	que	ni	siquiera	le	molestaban	ya	los
burdos	coqueteos	de	él	con	algunas	chicas	en	el	gimnasio.
Siempre	había	pensado	que	su	vida	nunca	sería	la	de	aquellas	parejas	—
por	ejemplo,	sus	padres—,	que,	tras	mucho	tiempo	de	convivir,	sólo	continúan
juntas	por	inercia;	o	la	de	aquellas	otras	que	buscan	hijos	con	el	fin	de	tener
algo	que	los	siga	uniendo	y	para	poder	hablar	de	algo	común,	sin	tener	que
pensar	en	sus	necesidades	íntimas	y	en	las	carencias	personales.
De	hecho	recordaba	cómo	al	principio	se	interesaba	por	el	trabajo	de	él,	e
incluso	iba	a	ayudarle	muchas	veces	al	gimnasio.	Pero	se	habían	ido	agotando
las	conversaciones	sobre	métodos	para	la	musculación,	esteroides,	concursos
de	 culturismo,	 o	 el	 último	 chiste	 estúpido	 sobre	 la	 señora	 gorda	 que	 quería
perder	kilos.	Ahora,	la	mayor	parte	de	las	conversaciones	solían	girar	en	torno
a	los	problemas	económicos,	pues	el	negocio	apenas	daba	para	pagar	el	crédito
que	 él	 había	 pedido	 para	 instalarlo.	 Al	 parecer,	 el	 único	 futuro	 que	 se
vislumbraba	 era	 el	 de	 diez	 años	 de	 restricciones	 y	 de	 pagos	 al	 banco	 que
apenas	les	permitían	subsistir.
¿En	 qué	 estaba	 derrochando	 su	 existencia?	 Aún	 era	 una	 mujer	 deseada,
aunque	 hacía	 tiempo	 que	 eso	 había	 dejado	 de	 ser	 importante	 pues	 no	 tenía
ningún	efecto	real	sobre	su	vida	diaria,	al	margen	de	algún	piropo	no	siempre
agradable.	Las	cosas	así	no	tenían	sentido.
Por	eso	estaban	allí.	Ella	fue	la	que	insistió.	Así	que,	aplazando	los	pagos	a
algunos	proveedores,	habían	acordado	ir	a	la	playa	de	vacaciones	aquel	año,
por	 aquello	 de	 intentar	 salir	 de	 la	 rutina,	 y	 de	 paso	 ver	 si	 recuperaban
sensaciones	 positivas	 como	 pareja.	 Pero	 el	 remedio	 había	 sido	 peor	 que	 la
propia	enfermedad;	se	hacían	aún	más	evidentes	los	silencios	y	las	carencias
de	emociones	compartidas,	porque	había	demasiado	tiempo	libre	y	nada	con
qué	 llenarlo.	 Cada	 cual,	 incluso,	 se	 exhibía	 en	 la	 playa	 de	 forma
independiente.	A	ella	le	gustaba	sentirse	guapa	y	deseada,	y	a	él	también.	Y
era	consciente	de	que	ninguno	de	los	dos	percibía	que	fuese	el	objeto	del	deseo
del	 otro,	 y	 lo	 que	 era	 peor,	 que	 quisieran	 serlo.	 En	 realidad	 lo	 único	 que
quedaba	entre	ellos	era	la	posesión.
¡Claro	que	había	visto	en	la	playa	a	aquel	hombre	que	ahora	estaba	sentado
a	su	lado!	Estaba	acostumbrada	a	que	los	hombres	la	miraran	con	insistencia,
no	era	estúpida,	sabía	que	era	hermosa.	Pero	lo	que	desconocía	era	por	qué	ella
se	había	fijado	en	aquel	hombre	en	concreto,	que	decía	llamarse	David.	¿Qué
había	llamado	su	atención?
“¿Tal	vez	el	hecho	de	que	parecía	la	cara	opuesta	de	Fran?”	se	preguntó.
Se	volvió	ligeramente	hacia	él	y	con	una	tenue	sonrisa	le	respondió:
—	Vacaciones.	¿Y	tú?
A	David	no	le	pasó	desapercibido	el	repentino	tuteo,	y	le	produjo	una	grata
esperanza.	Sabía	perfectamente	que	un	hombre	jamás	liga	con	una	mujer	si
ella	 no	 quiere;	 que,	 en	 realidad,	 son	 ellas	 las	 que	 controlan	 ese	 tipo	 de
relaciones,	aunque	después,	demasiados	estúpidos,	presuman	con	sus	amigotes
de	sus	éxitos	al	respecto.	Así	que	intuía	que	ese	tuteo	le	abría	posibilidades.
Por	otro	lado,	él	jamás	se	sentía	humillado	porque	fuese	la	mujer	quien	tomara
la	iniciativa.
—	Trabajo	–respondió.
Se	produjo	un	pequeño	silencio	y	esta	vez	fue	ella	quien	lo	rompió.
—	¿Qué	haces?	¿A	qué	te	dedicas?	–preguntó	de	manera	distraída.
Él	 volvió	 a	 dar	 un	 trago	 largo	 al	 Chivas;	 y	 después,	 con	 naturalidad,
contestó:
—	A	robar.
Adela,	 de	 forma	 instintiva,	 detuvo	 en	 el	 aire	 la	 taza	 de	 té	 en	 el	 camino
hacia	sus	labios.	Con	la	sonrisa	congelada	se	giró	para	ver	los	ojos	del	hombre
que	estaba	a	su	lado.	Supuso	que	le	tomaba	el	pelo,	pero	no	tuvo	tiempo	de
averiguarlo	porque	entonces	vio	que	Fran	se	acercaba	hacia	ellos,	justo	por
detrás	de	David,	y	devolvió	su	atención	al	té.
—	Hola	cariño	—dijo	Fran	tomándola	por	la	cintura	cuando	llegó	hasta
ella,	 mientras	 miraba	 de	 soslayo	 a	 aquel	 hombre	 con	 el	 que	 parecía	 estar
hablando—	¿Nos	vamos?
TRES
	
La	pareja	y	David	se	vieron	varias	veces	por	el	hotel	y	la	playa	durante	los
días	siguientes.	Solían	saludarse	cortésmente	e	intercambiar	alguna	frase	sin
trascendencia.	 Pero	 en	 un	 momento	 dado	 David	 les	 dijo	 que	 le	 gustaría
hablarles	de	algo,	y	que	deseaba	hacerles	una	proposición.	Lo	dijo	con	una
ligera	 sonrisa	 mirando	 a	 ambos.	 Ella	 la	 había	 aceptado	 inmediatamente;	 su
pareja	 lo	 había	 hecho	 con	 desconfianza,	 pues	 ese	 tipo	 no	 terminaba	 de
gustarle.
Por	 eso	 exactamente	 estaban	 ahora	 los	 tres	 en	 el	 salón	 de	 la	 suite	 que
David	tenía	en	el	hotel.	Fran	y	Adela	sentados	en	ambos	sillones,	próximos
entre	sí.	David	de	pie,	con	un	bolígrafo	en	la	mano	y	delante	de	una	pizarra	de
papel,	donde	se	podía	ver	un	plano	general	de	una	ciudad	costera.
La	pareja	intentaba	controlar	su	ansiedad	por	saber	de	qué	se	trataba	lo	que
aquel	 hombre,	 que	 apenas	 conocían,	 tenía	 que	 proponerles.	 Ambos	 habían
hecho	 especulaciones	 al	 respecto,	 pero	 no	 conseguían	 llegar	 a	 ninguna
conclusión.	 Era	 obvio	 que	 no	 podía	 tratarse	 de	 una	 proposición	 indecente,
como	en	una	famosa	película.	Eso	estaba	fuera	de	lugar	y	de	posibilidades.
Tenía	que	ser	otra	cosa.	Sólo	sabían	lo	que	aquel	les	había	dicho:	que	era	un
ladrón;	lo	que	lógicamente	sería	una	broma.	Pero	ni	entonces	ni	después	había
sido	 más	 específico	 al	 respecto,	 y	 tampoco,	 como	 era	 natural,	 les	 había
contado	qué	supuestos	golpes	había	dado	en	el	pasado,	o	si	aquella	declaración
no	había	sido	más	que	una	forma	de	llamar	la	atención	de	una	bella	mujer.	Si
ése	había	sido	su	objetivo,	no	cabía	duda	de	que	lo	había	logrado.
Adela	volvió	a	preguntarse	por	qué	estaba	allí,	y	por	qué	le	parecía	intuir
que	aquel	hombre	podría	poner	algo	de	aventura	en	su	vida;	pero	a	la	vez,
sentía	una	ilógica	percepción	de	seguridad	irradiando	de	él.	Algo	totalmente
absurdo,	pues	la	profesión	que	les	había	confesado,	de	ser	cierta,	no	parecía	la
más	adecuada	para	producir	esa	sensación.
Fran	 sí	 sabía	 perfectamente	 por	 qué	 estaba	 allí.	 En	 primer	 lugar	 porque
había	observado	e	interpretado	las	miradas	de	su	chica	a	aquel	tipo;	no	estaba
seguro	de	si	había	en	ellas	o	demasiada	curiosidad,	o	demasiada	admiración.	Y
en	 segundo	 lugar,	 porque,	 si	 era	 cierto	 lo	 que	 él	 decía	 ser,	 antes	 o	 después
podría	 quitárselo	 de	 en	 medio,	 pues	 no	 estaba	 dispuesto	 a	 darle	 ninguna
posibilidad	de	que	le	robara	su	propiedad;	es	decir,	a	Adela.	Sin	embargo	esa
reunión	 le	 producía	 una	 inquietud	 especial,	 aunque	 no	 le	 gustaba	 admitirlo.
¿Qué	puñetas	tendría	que	proponerles	aquel	tío?
—	Se	trata	de	robar	el	casino	de	Montecarlo.
Lo	dijo	de	repente.	Sin	preámbulos.
Fran	 y	 Adela	 no	 supieron	 qué	 cara	 poner.	 Sólo	 clavaban	 su	 mirada	 en
David,	intentando	descubrir	si	hablaba	en	serio.	¿Estaba	loco?	¿Bromeaba?
David	 lo	 sabía,	 y	 dejó	 pasar	 unos	 instantes	 para	 que	 la	 información
penetrase	en	los	cerebros	de	sus	oyentes.
—	¡Venga	ya!	–no	pudo	dejar	de	exclamar	Fran	con	irritación	y	desprecio
unos	 segundos	 más	 tarde;	 y	 después,	 dirigiéndose	 a	 Adela,	 le	 ordenó–.
Vámonos.
La	chica	se	puso	en	pie	arrastrada	por	su	pareja,	que	le	había	tomado	por	el
brazo.	El	corazón	se	le	había	parado.	Observaba	a	David,	pero	no	conseguía
descubrir	 en	 aquellas	 palabras	 ni	 en	 aquel	 rostro	 ningún	 síntoma	 de	 estar
bromeando,	y	menos	de	que	fuese	un	disparate	lo	que	proponía.	Parecía	un
profesional	 hablando	 con	 naturalidad	 de	 su	 trabajo;	 simplemente	 alguien
proponiendo	un	negocio.
—	Espera	–dijo	Adela	soltando	su	brazo–	¿Por	qué	no	oímos	lo	que	tiene
que	decirnos	y	después	decidimos?
Fran	miró	a	su	pareja.	Pensó	en	obligarla	a	abandonar	aquella	suite,	pero	al
final	decidió	que	no	tenía	mucho	que	perder,	y	que	probablemente	aquel	tipo
le	daría	la	oportunidad	de	ponerlo	en	ridículo	con	tan	descabellada	idea.
En	silencio	los	dos	volvieron	a	sentarse.	Y	fue	ella	quien	preguntó:
—	¿Es	broma?
—	No
—	¿Por	qué	nos	cuentas	esto?
—	Porque	sólo	se	puede	ejecutar	el	golpe	con	tres	personas.
—	¿Y	por	qué	nosotros?	–dijo	Fran.
—	 Porque	 no	 puedo	 colaborar	 con	 nadie	 que	 tenga	 el	 más	 mínimo
antecedente	penal	o	esté	fichado	por	la	policía.	Porque	les	ha	de	venir	muy
bien	un	dinero	extra	en	sus	vidas;	y	porque,	por	ahora,	no	conozco	a	nadie	más
para	este	proyecto.
La	 forma	 tranquila	 de	 hablar	 de	 David	 desarmaba	 a	 cualquiera	 que	 lo
oyese.	 Todo	 parecía	 natural	 para	 él.	 Daba	 la	 impresión	 de	 que	 no	 era	 la
primera	 vez	 que	 se	 encontraba	 en	 este	 tipo	 de	 situación.	 Además,	 la
terminología	 no	 era	 la	 de	 un	 ladrón,	 al	 menos	 no	 se	 parecía	 a	 los	 de	 las
películas;	parecía	un	hombre	de	negocios.
—	Y	si	no	aceptamos	¿qué	pasará?	–preguntó	Fran.
—	Nada.	Que	no	se	realizará	el	golpe.
Adela	 permanecía	 en	 shock.	 Miraba	 a	 su	 pareja	 y	 a	 David
alternativamente,	como	si	fuese	una	simple	espectadora	de	una	conversación
ajena	 a	 ella.	 No	 era	 capaz	 de	 pensar.	 Se	 preguntaba	 si	 aquello	 estaba
sucediendo	en	realidad.	De	pronto	sintió	como	si	estuviese	asomándose	a	un
abismo,	pero	observó	que	no	tenía	miedo,	que	miraba	hacia	el	precipicio	con
curiosidad	y	emoción.	Casi	le	gustaba.
Fran	se	rebullía	en	su	asiento.	La	verdad	es	que	no	podía	evitar	sentirse
atraído	 por	 el	 vértigo	 de	 la	 situación.	 Sobre	 todo	 por	 lo	 insólito,	 y	 por	 la
curiosidad	 que	 le	 provocaba	 algo	 tan	 inesperado.	 Aquí	 estaba,	 en	 unas
vacaciones	 de	 sol	 y	 playa,	 con	 un	 desconocido	 que	 le	 preguntaba	 si	 quería
robar	 a	 uno	 de	 los	 casinos	 más	 ricos	 de	 Europa.	 Y	 para	 el	 tío	 parecía	 que
aquello	 era	 de	 lo	 más	 normal.	 Casi	 sin	 darse	 cuenta	 se	 oyó	 a	 sí	 mismo
preguntando.
—	¿Si	participamos,	de	que	cantidad	estamos	hablando,	y	cuanto	habría
para	nosotros?
—	 Hablamos	 de	 entre	 treinta	 y	 cinco	 y	 cincuenta	 millones	 de	 euros,	 a
repartir	en	tres	partes	iguales.
De	nuevo	se	hizo	el	silencio.	Al	cabo	de	un	poco,	soltando	el	bolígrafo	que
aún	tenía	en	la	mano,	David	se	volvió	hacia	la	pareja	y	les	dijo:
—	Creo	que	lo	mejor	es	que	ahora	os	marchéis,	lo	penséis	detenidamente	y
entonces	decidáis	si	queréis	participar.
—	Pero	sin	conocer	los	riesgos	y	el	plan	de	ejecución,	incluido	cual	sería
nuestro	 papel,	 no	 podemos	 tomar	 decisión	 alguna,	 pues	 en	 principio	 parece
una	 locura	 –dijo	 Fran	 algo	 más	 recuperado,	 mientras	 ella	 no	 quitaba	 ojo	 a
David,	no	sabiendo	si	es	que	él	le	fascinaba,	o	lo	que	sentía	era	la	emoción	y
atracción	por	el	mundo	nuevo	que	se	abría	ante	sus	ojos.
—	Lo	siento,	no	hay	más	detalles	mientras	no	haya	decisión	—	contestó
David	—.	Por	otro	lado	me	parece	natural	que	os	parezca	una	locura,	pero	no
es	 así.	 Saldrá	 bien	 si	 los	 tres	 hacemos	 lo	 correcto	 y	 seguimos	 el	 proyecto
fielmente;	si	nadie	sale	de	cada	paso	y	detalle	previsto	en	el	plan	no	habrá
problemas.	 No	 es	 el	 primer	 golpe	 de	 estas	 características	 que	 realizo,	 y	 el
hecho	de	que	esté	aquí	hablando	con	vosotros	significa	que	soy	un	eficiente
profesional	de	esto.	Si	no	fuese	así	hace	tiempo	estaría	en	prisión,	y	nunca	me
han	 puesto	 ni	 una	 multa	 de	 tráfico	 —asomó	 una	 ligera	 sonrisa	 tras	 esa
afirmación—.	 Así	 que	 podemos	 suponer	 que	 será	 porque	 los	 proyectos	 que
ejecuto,	y	de	cuyos	resultados	vivo	holgadamente,	estuvieron	bien	planeados	y
se	realizaron	de	forma	impecable.	Sólo	os	puedo	adelantar	lo	obvio:	que	jamás
doy	 un	 golpe	 con	 los	 mismos	 colaboradores,	 es	 una	 buena	 medida	 de
seguridad	para	todos.	Y,	por	cierto,	jamás	han	detenido	tampoco	a	ninguno	de
ellos.	 Bueno,	 es	 cuestión	 de	 profesionalidad.	 En	 cualquier	 caso	 —terminó
diciendo	mientras	les	invitaba	con	un	gesto	a	levantarse	y	abandonar	la	suite—
es	 momento	 de	 que	 lo	 penséis	 y	 de	 que	 en	 los	 próximos	 días	 decidáis	 que
queréis	hacer.	Solamente	si	tenéis	clara	la	decisión	de	participar	merecerá	la
pena	ejecutarlo;	y	sólo	en	ese	caso	os	explicaría	el	plan.	Ya	me	diréis…
La	pareja	salió	en	silencio	de	la	suite.
	
	
CUATRO
	
Atardecía	 y	 muchas	 personas,	 sobre	 todo	 extranjeros,	 paseaban	 arriba	 y
abajo	cerca	de	la	orilla.	La	luz	oblicua	del	ocaso	llenaba	la	atmósfera	y	el	mar
de	reflejos	dorados.
Adela,	tumbada	en	la	arena	junto	a	su	pareja,	dijo:
—	¿Qué	perdemos	por	enterarnos?
—	Podríamos	ser	cómplices	de	un	delito.
—	Nos	dijo	—recordó	ella—	que	si	no	aceptábamos	no	lo	haría.	En	ese
caso	no	seriamos	cómplices	de	nada.
Él	pareció	reflexionar	durante	un	momento.
—	¿Ese	tipo	no	ha	pensado	que	podríamos	denunciarlo	a	la	policía?	Y	a	lo
mejor	no	sería	mala	idea….
Ella,	incorporándose,	se	volvió	bruscamente	hacia	Fran.
—	 ¡Ni	 se	 te	 ocurra!...	 ¿Qué	 ganarías?	 —y	 reprimiendo	 el	 deseo	 de	 ser
desagradable	con	él,	haciendo	un	esfuerzo	por	suavizar	el	timbre	de	la	voz,
continuó—.	Además,	¿qué	le	podrías	decir	a	la	policía?	¿Te	creerían	siquiera
cuando	les	informes	de	que	un	desconocido	te	ha	propuesto	robar	el	casino	de
Montecarlo?	Incluso	en	el	caso	de	que	llegaran	a	creerlo	y	le	llamaran	para
interrogarlo,	él	simplemente	se	reiría	y	lo	negaría.	Y,	en	ese	caso,	no	creo	que
fuese	una	buena	idea	crearse	un	enemigo	así…
Fran	conocía	a	Adela,	e	intuía	que	sentía	algún	tipo	de	curiosidad	por	aquel
tío.	A	él,	en	cambio,	no	le	gustaba,	le	producía	desconfianza.	Y	era	evidente
que	allí	en	el	bar,	cuando	los	vio,	estaba	intentando	ligar	con	su	chica.
—	Estás	partiendo	del	supuesto	de	que	todo	sea	una	farsa	—añadió	Adela
—,	pero	¿has	pensado	que	sucedería	si	lo	que	dice	fuese	verdad	y	posible	de
realizar?	Acabarían	los	agobios	económicos;	podríamos	viajar…	En	definitiva,
cambiaría	nuestro	mundo.
Él	 no	 contestó.	 Miró	 al	 horizonte	 y,	 por	 un	 momento,	 intentó	 imaginar
cómo	sería	su	vida	con	dinero.
“Sí,	tal	vez	merecería	la	pena	el	riesgo.	Al	menos	podríamos	oír	a	ese	tipo.
Al	 fin	 y	 al	 cabo	 no	 nos	 vamos	 a	 casar	 con	 él.	 Tras	 el	 golpe	 acabaría	 la
relación”.
Después	de	unos	minutos	de	silencio	se	volvió	hacia	Adela:
—	Haremos	lo	siguiente.	Inicialmente	le	diremos	que	sí	a	su	proposición,
lo	escuchamos,	y	si	vemos	que	el	plan	es	seguro	participaremos.	Si	vemos	más
riesgos	de	la	cuenta	o	cualquier	cosa	extraña,	le	diremos	que	no	y	este	asunto
se	acaba	para	siempre.
Ella,	con	la	mirada	clavada	en	un	punto	lejano,	asintió	con	un	gesto	suave
de	cabeza.	Fran	no	estaba	muy	seguro	de	si	le	había	oído,	o	si	la	aprobación	a
sus	 palabras	 había	 sido	 un	 mero	 acto	 mecánico.	 Tenía	 la	 sensación	 de	 que
Adela,	en	su	interior,	ya	había	decidido	aceptar.
	
	
CINCO
	
—	El	casino	de	Montecarlo	cierra	a	las	cuatro	de	la	madrugada	—afirmó
David—.	 Pero	 no	 es	 entonces,	 como	 cabría	 suponer,	 cuando	 empaquetan	 el
dinero	 para	 llevarlo	 al	 banco.	 Esto	 lo	 hacen	 de	 la	 siguiente	 forma:
aproximadamente	 una	 hora	 antes	 del	 cierre,	 un	 furgón	 de	 la	 empresa	 de
seguridad	del	banco,	que	es	la	misma	que	tiene	contratada	el	Casino	para	su
propia	 seguridad,	 recoge	 el	 dinero	 para	 llevarlo	 y	 depositarlo	 en	 sus
instalaciones.
Fran	 y	 Adela	 intentaban	 exprimir	 y	 memorizar	 cada	 dato	 que	 iban
escuchando.	David	continuó:
—	Los	empleados	del	Casino,	con	unas	máquinas,	empaquetan	los	billetes
por	grupos	en	atención	a	su	valor.	Nunca	monedas,	sólo	billetes.	Cuando	han
terminado	 este	 trabajo,	 empleando	 unos	 tres	 minutos	 por	 cada	 paquete,
envuelven	todos	con	unos	precintos	de	plástico,	de	forma	que	no	se	pierda	ni
un	billete,	y	después,	por	medio	de	una	señal	codificada	de	móvil,	llaman	a	esa
compañía	para	que	venga	a	recoger	los	fardos	del	dinero.	Cinco	guardias	de
seguridad	del	Casino	lo	custodian	hasta	que	lo	entregan	a	los	que	llegan	en	el
furgón,	que	son	dos	hombres.
David	hizo	una	pausa,	divertido	en	el	fondo	por	la	curiosidad	inquieta	y
expectante	de	sus	dos	eventuales	cómplices.	La	situación	le	era	familiar,	pues
cada	golpe	que	había	dado,	invariablemente,	lo	había	hecho	con	personas	que,
minutos	 antes	 de	 conocerle,	 nunca	 habían	 imaginado	 verse	 participando	 en
algo	 así.	 Siempre	 era	 igual:	 escuchaban	 en	 silencio,	 intentando	 procesar	 la
información	que	les	daba	e	intentando	ocultar	los	nervios,	miedos	y	emociones
contradictorias	 que	 sentían.	 Por	 ello	 siempre	 se	 esforzaba	 en	 hablar	 con
naturalidad,	como	si	se	tratase	del	acto	más	normal,	y	como	si	nunca	pudiese
fallar.	Pero	David	sabía	que	eso	no	era	así;	que	existían	peligros	y	que	siempre
había	 lugar	 para	 lo	 imprevisto,	 aunque	 hasta	 ahora	 le	 había	 acompañado	 la
suerte.	“En	fin,	el	riesgo	es	emocionante”,	pensó.
—	El	furgón,	con	esos	dos	hombres	—continuó	en	voz	alta—,	tarda	entre
ocho	 y	 diez	 minutos	 en	 llegar	 desde	 el	 garaje	 de	 la	 empresa.	 Pero	 seremos
nosotros	los	que	llegaremos	a	recoger	el	dinero.
Se	hizo	un	silencio,	tras	el	cual	Fran	preguntó:
—	¿Y	sin	más	la	seguridad	del	Casino	nos	lo	entregará?
—	Sí.
—	¿Por	qué?	¿Cómo?
—	La	empresa	de	seguridad	es	una	compañía	francesa	muy	grande,	por	lo
que	 la	 mayoría	 de	 empleados	 no	 se	 conocen	 entre	 ellos,	 salvo	 que	 estén
destinados	en	el	mismo	centro	a	proteger.	El	personal	cambia	continuamente.
Los	del	Casino	verán	llegar	un	furgón	de	su	misma	compañía	y	dos	hombres
con	 su	 mismo	 uniforme.	 No	 olvides	 que	 la	 mente	 humana	 funciona	 así:
primero	 mira	 lo	 que	 quiere	 examinar,	 después	 el	 cerebro	 lo	 hace	 analizar
comparándolo	 con	 la	 imagen	 previa	 que	 su	 memoria	 tiene	 del	 objeto
examinado,	 buscando	 reconocer	 los	 puntos	 de	 semejanza,	 nunca	 las
discrepancias.	 En	 nuestro	 caso,	 el	 attrezzo	 será	 perfecto	 y,	 por	 tanto,	 todo
serán	semejanzas.	No	sospecharán	nada	—afirmó,	e	hizo	una	nueva	pausa	para
luego	continuar—.	Pero	no	olvides	también	que	darán	por	descontado	que	la
señal	 codificada	 que	 enviaron	 sólo	 la	 pudo	 recibir	 su	 propia	 empresa.
Entonces,	¿por	qué	no	iban	a	entregar	el	dinero	igual	que	siempre?
—	Y	esa	señal…	¿tú	la	controlas?
—	Sí.
—	¿Supongo	que	no	me	dirás	cómo?
—	Supones	bien.	Pero	sí	te	puedo	decir	que	han	sido	tres	años	de	estudio	y
preparación.
—	Bueno	¿y	qué	sucederá	con	el	furgón	de	verdad	de	la	compañía	francesa
cuando	reciba	la	señal	que	tú	también	captas?
—	Que	la	recibirá	con	veintidós	minutos	de	retraso,	que	es	justo	el	tiempo
que	tendremos	para	ocultar	el	dinero.
Hubo	 otra	 pausa.	 Fran	 intentaba	 procesar	 lo	 que	 estaba	 oyendo	 y	 cómo
David,	con	toda	tranquilidad,	trataba	de	hacerle	cómplice	de	un	robo.	Y	éste
no	consistía	en	quitarle	a	una	ancianita	su	pensión,	sino	en	dar	un	golpe,	nada
menos	que	al	casino	más	importante	de	Europa.
—	 ¡Joder,	 te	 has	 quebrado	 bien	 la	 cabeza!	 —exclamó,	 no	 sin	 cierta
admiración—	 ¿Estás	 seguro	 de	 que	 no	 recibirán	 esa	 llamada	 hasta	 esos
minutos	más	tarde?
—	Totalmente.
—	¿Cómo	lo	sabes?
—	Lo	sé.
—	 Pero	 si	 falla,	 o	 si	 los	 seguratas	 la	 reciben	 al	 mismo	 tiempo	 que	 tú,
¿llegarían	dos	furgones?
—	Eso	no	pasará.
—	¿Lo	has	probado	alguna	vez?
—	Lo	he	comprobado	un	par	de	veces.	Y	el	efecto	que	tuvo	fue	el	deseado:
que	los	del	furgón	llegaron	esos	minutos	tarde.	Nadie	le	dio	la	más	mínima
importancia,	 suponiendo	 que	 podría	 ser	 consecuencia	 de	 los	 habituales
problemas	del	tráfico.	No	hay	necesidad	de	probar	otra	vez.	La	siguiente	debe
ser	la	de	verdad.
Adela	 no	 hablaba,	 sólo	 escuchaba	 atentamente	 y,	 a	 pesar	 de	 ello,	 David
pudo	 observar	 que	 cada	 vez	 estaba	 más	 emocionada	 que	 nerviosa.	 Incluso
parecía	hasta	cierto	punto	divertida.
—	¿Pedimos	unas	copas?	—preguntó	de	repente	la	chica	al	tiempo	que	se
levantaba–—.	Así	hacemos	un	pequeño	alto	que	nos	lleve	a	interiorizar	todo	lo
oído.
—	Perfecto	—aprobó	David.
No	mucho	rato	después	el	servicio	de	habitaciones	le	trajo	a	ella	un	vermut
dulce,	 a	 Fran	 ron	 con	 Coca–Cola,	 y	 a	 David	 su	 Chivas	 con	 dos	 piedras	 de
hielo.
Cada	cual	sumido	en	sus	propios	pensamientos	tomó	su	copa,	y	todos	se
asomaron	a	la	amplia	terraza	de	la	suite,	desde	donde	se	veía	un	hermoso	mar
de	tarde	en	calma.
Finalmente	ella	dijo	a	David	sin	mirarlo:
—	No	es	la	primera	vez	que	haces	esto.
No	 era	 una	 pregunta	 en	 realidad.	 Adela	 estaba	 haciendo	 una	 afirmación
mientras	 saboreaba	 su	 vermut	 mirando	 el	 mar	 a	 lo	 lejos.	 No	 obstante,	 él
respondió:
—	No.
—	¿Muchas	veces?
—	Algunas…
Fue	Fran	quien	rompió	el	momento,	nervioso	cada	vez	que	los	veía	hablar
entre	ellos.
—	¿Seguimos?
Pasaron	de	nuevo	al	salón	de	la	suite.	Cuando	cada	cual	volvió	a	ocupar	el
sitio	que	antes	del	receso	ocupara,	Fran	habló:
—	Me	surgen	un	montón	de	preguntas.	La	primera	de	ellas,	¿por	qué	ese
día	específico	para	el	golpe?
—	 Porque	 tres	 días	 antes	 de	 la	 famosa	 carrera	 de	 Fórmula	 Uno,	 que	 se
celebra	allí	cada	año,	es	cuando	el	Casino	de	Montecarlo	tiene	la	recaudación
más	alta.	La	razón	es	la	cantidad	de	gente	que	mueve	el	circo	de	la	carrera.
—	¿Qué	pasará	después	de	que	nos	entreguen	el	dinero?
Ni	 a	 Adela	 ni	 a	 David	 le	 pasó	 desapercibido	 el	 “nos”	 que
inconscientemente	 había	 empleado	 Fran	 en	 su	 pregunta.	 De	 hecho,	 ambos
cruzaron	 una	 sutil	 mirada	 de	 comprensión.	 Era	 evidente	 que	 aquél,	 en	 su
interior,	ya	había	decidido	participar.
David	 continuó	 con	 la	 explicación	 del	 proyecto	 como	 si	 no	 hubiese
advertido	el	cambio	de	actitud.
—	Compré	un	apartamento	en	Montecarlo	hace	un	par	años.	El	dinero	se
esconderá	allí.
—	¿Hasta	cuándo?
—	 No	 demasiado	 tiempo,	 pero	 habrá	 que	 esperar	 un	 poco	 para	 que	 las
cosas	se	tranquilicen.	Sin	embargo,	he	de	deciros	que	la	idea	es	irlo	sacando
poco	a	poco.	Nunca	hacerlo	de	golpe	para	evitar	que	lo	puedan	detectar	en	la
aduana.
Fran	inició	un	movimiento	de	protesta	que	David	interrumpió	sonriendo.
—	No,	no	tengo	ninguna	intención	de	estafar	a	unos	socios.		Es	sólo	 una
cuestión	 de	 seguridad	 para	 los	 participantes,	 pues	 es	 obvio	 que	 ni	 el
Principado	ni	el	Casino	van	a	estar	muy	contentos	cuando	vean	desaparecer	su
dinero.	Debéis	saber	que	la	mayor	parte	de	las	veces	la	policía	detiene	a	los
autores	 de	 proyectos	 como	 éste,	 no	 por	 cómo	 lo	 ejecutaron,	 sino	 por	 cómo
gastaron	después	el	dinero	haciendo	emerger	riquezas	repentinas.	La	vida	de
cada	 cual	 debe	 seguir	 aparentemente	 igual	 y	 evitar	 ostentaciones,	 salvo	 las
razonables.	No	hay	engaños	—afirmó	seriamente—.	El	apartamento	tiene	tres
llaves,	las	tres	necesarias	para	poder	entrar,	las	cuales	os	serán	entregadas	en
cuanto	llevemos	el	dinero	allí.	Cada	cual	podrá	cambiar	su	cerradura	cuando
lo	desee.	Sólo	juntos	podremos	entrar	a	retirar	fondos.
Hubo	un	silencio.	Esta	vez	fue	Adela	la	que,	dirigiendo	su	mirada	azul	a
los	ojos	de	David,	por	primera	vez	entró	en	el	dialogo.
—	¿Qué	papel	tenemos	cada	uno?
—	 Veamos.	 Tú	 estarás	 en	 el	 Casino.	 Ese	 día	 habrá	 mucha	 gente	 y	 una
chica	sola	no	llamará	la	atención,	pues	dadas	las	fechas	habrá	muchas	que	van
a	ver	si	consiguen	conocer	a	algún	famoso,	o,	al	menos,	a	alguien	que	conozca
a	un	piloto	de	Fórmula	Uno.
Al	decir	esto	estuvo	tentado	a	decirle	que	no	creía	que	no	fuese	a	llamar	la
atención	 por	 más	 veinteañeras	 espectaculares	 que	 allí	 hubiese,	 pues	 era
demasiado	hermosa	como	para	pasar	inadvertida,	pero	se	contuvo.	No	era	el
momento.	Así	que	siguió:
—	A	la	hora	adecuada	irás	a	comer	algo	al	restaurante.	Desde	allí	tienes
una	 visión	 perfecta	 de	 la	 caja	 del	 Casino.	 En	 el	 interior,	 por	 las	 cristaleras,
podrás	ver	a	un	señor	cuya	cara	habrás	memorizado	por	una	fotografía	que	te
entregaré	y	después	destruirás,	que	no	sale	de	ese	sitio	en	toda	la	noche	más
que	 para	 controlar	 el	 empaquetado	 del	 dinero.	 Es	 el	 jefe	 responsable	 de	 la
seguridad	del	dinero	del	Casino.	Cuando	lo	veas	salir,	con	un	sólo	toque,	harás
una	llamada	perdida	a	un	móvil	que	nosotros	tendremos	—dijo	señalándose
asimismo	y	a	Fran—.	Será	la	señal	de	que	ha	comenzado	la	elaboración	de	los
paquetes.	A	partir	de	ese	momento	nosotros	comenzaremos	con	el	cronómetro
a	calcular	el	tiempo,	mientras	nos	vamos	acercando	al	Casino	con	el	furgón	y
vestidos	 con	 impecables	 uniformes	 de	 la	 compañía	 de	 seguridad.	 Nuestro
tiempo	 de	 llegada	 deberá	 estar	 adecuado	 al	 que	 ellos	 esperan	 del	 furgón
habitual.
—	 ¡Joder,	 que	 fácil	 parece!	 —exclamó	 Fran	 tras	 unos	 instantes—.	 ¿Y
cómo	sabes	qué	tiempo	tardarán	en	empaquetar	los	billetes?
—	 En	 cada	 paquete	 emplean	 unos	 tres	 minutos,	 como	 ya	 dije.	 Ese	 día
habrá	unos	seis,	por	lo	que	lo	podemos	calcular	con	bastante	precisión.	Serán
unos	dieciocho	minutos	los	que	tardarán	en	emitir	la	señal	codificada	por	el
móvil	 para	 que	 la	 compañía	 de	 seguridad	 venga	 a	 recogerlos.	 Como
necesitaremos	 entre	 veinticinco	 y	 treinta	 minutos,	 dependiendo	 del	 tráfico,
para	llegar	desde	donde	estará	escondido	nuestro	furgón	hasta	el	Casino,	es
imprescindible	que	tengamos	ese	espacio	de	tiempo	para	que	todo	salga	bien
—después,	señalando	a	Adela,	dijo—.	Por	eso	ella	es	esencial.	Sospecharían
algo	raro	si	nuestro	furgón	no	llegara	en	el	tiempo	en	que	habitualmente	lo
hace	el	de	la	compañía	de	seguridad.	La	diferencia	no	debe	ser	excesiva;	sólo
existe	un	margen	razonable	de	un	par	de	minutos	para	que	no	desconfíen.
Dio	un	trago	al	Chivas,	aunque	le	pareció	demasiado	aguado	pues	el	hielo
se	había	derretido.	Lo	abandonó	sobre	la	mesa.
—	 Como	 veréis	 —continuó—	 esto	 es	 una	 operación	 armónica.	 En	 eso
estriba	todo,	en	que	estén	perfectamente	sincronizados	los	tiempos.
—	¿Y	qué	pasará	cuando	unos	veinte	minutos	más	tarde	llegue	el	furgón	de
verdad?	—preguntó	Fran.
—	Pues	que	se	enterarán	de	que	les	han	quitado	sus	millones,	y	pondrán	a
todo	 el	 Principado	 en	 situación	 de	 alerta	 máxima,	 y	 también	 a	 la	 policía
francesa.
David	 sonreía	 suavemente.	 Como	 si	 aquello	 careciera	 totalmente	 de
relevancia	y	no	fuese	otra	cosa	que	un	efecto	secundario	sin	importancia.
—	 Después	 vosotros	 pasaréis	 unos	 días	 invitados	 en	 mi	 apartamento	 —
continuó	 David—.	 Unas	 semanas	 más	 tarde	 estarán	 convencidos	 de	 que	 el
dinero	ha	salido	del	país,	y	entonces	nosotros	nos	iremos	llevándonos	alguna
parte	del	dinero	que,	con	suerte,	habremos	ganado	teóricamente	en	el	Casino
—hizo	 una	 pausa,	 mientras	 sonreía	 ligeramente—.	 En	 fin,	 seguiremos
haciendo	una	visita	conjunta	a	Montecarlo,	por	lo	menos	una	vez	al	año,	para
sacar	 fondos	 de	 nuestro	 banco	 particular.	 Tampoco	 supone	 demasiado
sacrificio	ir	un	par	de	días	a	esa	bonita	ciudad:	buenos	restaurantes,	buenas
tiendas	y	un	magnifico	puerto	deportivo	para	los	yates.
	
	
SEIS
	
Habían	 transcurrido	 varios	 meses	 desde	 las	 vacaciones	 en	 la	 playa,	 y	 se
acercaba	la	carrera	de	Fórmula	Uno	de	Montecarlo.
Los	tres	estaban	ya	en	el	Principado.	David	en	su	apartamento,	y	la	pareja
madrileña	 en	 un	 hotel	 de	 turistas,	 reserva	 que	 habían	 realizado	 con	 mucha
antelación	 igual	 que	 la	 multitud	 de	 aficionados	 de	 la	 competición
automovilística	que	copaban	todas	las	plazas	hoteleras.	Apenas	se	habían	visto
entre	ellos	en	esos	días,	aunque	discretamente	estaban	familiarizándose	con	las
calles,	el	propio	Casino,	y	todos	los	lugares	que	fuesen	de	relevancia	para	el
proyecto.
David	 sabía	 perfectamente	 que,	 tras	 la	 ejecución	 del	 golpe,	 la	 policía
revisaría	todas	las	cámaras	de	seguridad	de	la	ciudad	en	busca	de	pistas.	No
era	conveniente	que	en	alguna	pudiesen	aparecer	imágenes	de	los	tres	juntos.
Por	ello	sólo	se	habían	saludado	con	discreción	y	desde	lejos.	Pero	la	llama	y
la	complicidad	que	se	había	iniciado	en	la	playa	entre	David	y	Adela	habían
seguido	creciendo	a	pesar	de	la	distancia	y	la	ausencia.	Por	eso,	aquella	tarde,
Adela	decidió	ir	sola	al	apartamento	de	David.
Cuando	se	encontraron	no	se	produjo	un	choque	brutal	de	dos	pasiones	que
estallan.	Todo	lo	contrario,	fue	un	encuentro	sosegado.	En	cuanto	la	vio	en	el
umbral	de	la	puerta,	sin	decir	palabra	y	como	si	llevase	esperándola	toda	la
vida,	David	la	tomó	de	la	mano	en	silencio,	la	condujo	al	interior	y	comenzó	a
desnudarla	al	pie	de	la	cama	del	dormitorio.	No	hacían	falta	palabras.	Lo	hizo
tan	 despacio	 que	 se	 diría	 intentaba	 descubrir	 el	 enigma	 y	 el	 sabor	 de	 cada
centímetro	 de	 piel	 de	 Adela.	 Sólo	 cuando	 estuvo	 totalmente	 desnuda	 la
condujo	 definitivamente	 a	 la	 cama,	 tendiéndola	 de	 espaldas.	 Ella	 obedecía
mansamente.	Él,	aun	vestido	con	la	camisa	y	pantalón,	se	recostó	a	su	lado.
Entonces,	como	si	tuvieran	todo	el	tiempo	del	mundo,	comenzó	a	pasar	la
yema	de	su	dedo	índice	por	la	columna	de	Adela	iniciando	la	caricia	desde	el
cuello.	Con	suavidad	pasó	sobre	las	nalgas	suaves	y	por	cada	una	de	las	curvas
de	sus	piernas.	En	el	camino	rozó	el	cálido	pubis.	Ella	sentía	cómo	comenzaba
a	 excitarse.	 Curiosamente	 le	 subía	 la	 excitación	 en	 sentido	 contrario	 a	 la
dirección	de	la	caricia	de	David.	La	notaba	ascendiendo	desde	la	base	de	la
columna	hasta	su	nuca.
Al	 cabo	 de	 un	 tiempo,	 con	 la	 misma	 suavidad,	 David	 le	 dio	 la	 vuelta
dejándola	 bocarriba	 sobre	 la	 cama.	 A	 él	 le	 costaba	 trabajo	 contenerse,	 pues
notaba	 la	 dureza	 de	 su	 miembro	 ante	 la	 promesa	 de	 placer	 que	 significaba
tanta	perfección.	Era	bellísima.	Aun	así	se	siguió	controlando	y,	de	nuevo,	con
un	solo	dedo	comenzó	a	recorrer	la	distancia	entre	su	ombligo	y	sus	senos.	Le
pareció	que	la	caricia	duraba	una	eternidad.
David	 la	 dejó	 un	 instante	 para	 quitarse	 toda	 la	 ropa,	 mientras	 ella
comenzaba	a	notarse	húmeda.	No	era	capaz	de	pensar.	Después	lo	percibió	de
nuevo	a	su	lado.
Ella	seguía	con	los	ojos	cerrados	cuando	sintió	que	en	su	boca	entraba	el
dedo	 índice	 de	 él.	 Lo	 humedeció	 profundamente	 con	 su	 saliva,	 y,	 poco
después,	lo	notó	haciendo	suaves	giros	circulares	sobre	la	aureola	de	su	pezón
derecho,	 casi	 sin	 tocarlo.	 Adela	 notó	 que	 su	 respiración	 se	 aceleraba.
Entreabrió	los	ojos	y	pudo	ver	a	David	desnudo	junto	a	ella	que	continuaba
acariciando	las	aureolas	de	sus	pezones;	alternativamente	uno	y	después	otro.
Estaban	duros	y	erectos	como	desde	hacía	siglos	no	les	sucedía.
Miró	el	cuerpo	desnudo	del	hombre	y	por	primera	vez	tomó	la	iniciativa.
No	sintió	pudor	alguno	cuando	atrapó	su	pene,	ya	erecto,	para	acariciarlo.	Era,
en	 ese	 instante,	 su	 único	 deseo	 en	 este	 mundo:	 hacer	 suyo	 aquel	 miembro
firme.	Esta	vez	fue	él	quien	se	tumbó	bocarriba	en	la	cama	y	vio	como	ella	se
inclinaba	para	introducir	en	la	boca	su	pene	duro.	Mientras	Adela	succionaba
todo,	incluido	sus	genitales,	David	alargó	el	brazo	y	con	los	dedos	comenzó	a
acariciar	el	coño	mojado.
Cuando	 se	 aceleró	 la	 escalada	 del	 placer,	 de	 ambos	 nació	 un	 profundo
suspiro	que	desahogaba	antiguos	deseos	soñados,	mientras	se	entregaban,	sin
pudores	ni	miedos,	al	total	disfrute	de	sus	cuerpos.
	
	
****
Adela	 le	 había	 dicho	 que	 quería	 dar	 un	 paseo	 por	 el	 casco	 antiguo	 de
Montecarlo,	 donde	 estaban	 todas	 las	 tiendas	 de	 marcas	 exclusivas	 de	 ropa,
perfumes	y	joyería,	mientras	él	iba	al	gimnasio	del	hotel	donde	se	hospedaban.
Pero	él	no	fue	al	gimnasio.	La	siguió.
No	le	hizo	falta	mucho	tiempo	para	ver	que	entraba	en	el	apartamento	de
David;	 en	 el	 mismo	 en	 que	 deberían	 esconder	 el	 dinero	 del	 Casino,	 tras	 el
golpe.
La	única	palabra	que	martilleó	su	cerebro	y	que	repitió	con	rabia	una	y	otra
vez	fue:	“¡Zorra!”
	
	
SIETE
	
David	 se	 había	 duchado	 en	 el	 apartamento.	 Éste	 era	 discreto,	 y	 estaba
situado	en	el	barrio	más	bohemio	de	la	ciudad,	si	en	Montecarlo	algún	barrio
podía	definirse	como	bohemio.	En	cualquier	caso,	era	una	calle	muy	tranquila,
con	 apenas	 tráfico	 aun	 en	 las	 horas	 punta	 y	 donde	 nadie	 tenía	 la	 mala
costumbre	de	curiosear	sobre	los	demás.
Tras	la	ducha	comenzó	a	vestirse	sin	prisa,	repasando	mentalmente	lo	que
debería	suceder	en	las	próximas	horas.	Una	pequeña	luz	de	alarma	permanecía
encendida	en	un	rincón	oculto	de	su	cerebro,	pero	siempre	conseguía	evitar
que	 la	 ansiedad	 entorpeciera	 la	 acción	 necesaria	 para	 que	 todo	 funcionara
adecuadamente.	El	hecho	de	que	Fran	hubiese	abandonado	la	operación,	como
consecuencia	de	lo	sucedido	entre	Adela	y	él,	no	dejaba	de	preocuparle,	pues
aunque	Fran	había	afirmado	al	irse	dando	un	portazo	que	no	los	denunciaría	a
la	policía,	era	un	tipo	demasiado	inestable.	En	definitiva,	era	poco	fiable.
La	dificultad	profesional	de	esta	nueva	situación,	consistía	en	que	apenas
había	tenido	tiempo	para	hacer	cambios	en	el	plan	original	para	protegerse	del
riesgo	que	podía	significar	el	abandono	de	Fran.	Pero	no	podía	seguir	adelante
sin	poner	solución	al	problema,	pues	no	sólo	él,	sino	que	también	Adela	estaba
en	 peligro.	 Fran	 conocía	 todos	 los	 detalles	 de	 la	 operación,	 lo	 cual	 no	 era,
precisamente,	muy	tranquilizador.	Por	ello	habían	existido	momentos	en	los
que	se	había	planteado	abandonar	el	plan,	pero.	ante	la	insistencia	de	Adela	y
las	soluciones	que	había	incorporado,	decidió	seguir	adelante.	Además,	tenía
que	reconocer	que	le	costaba	mucho	esfuerzo	renunciar	a	un	proyecto	en	cuya
preparación	había	invertido	tanto	tiempo.
	
	
OCHO
	
El	casino	estaba	lleno,	mucho	más	que	de	costumbre,	pues	dentro	de	tres
días	se	disputaría	la	famosa	carrera	de	Fórmula	Uno	de	Montecarlo.
La	gente	suele	creer	que	el	día	antes	de	la	carrera	es	el	de	mayor	afluencia
de	público	al	Casino,	pero	no	es	así.	La	fecha	de	más	movimiento	se	produce
tres	jornadas	antes	del	evento,	porque	es	entonces	cuando	todas	las	personas
involucradas	 en	 la	 competición	 –mecánicos,	 publicistas,	 periodistas,	 pilotos,
etc.	–	tienen	tiempo	y	humor	para	divertirse.	Después,	con	los	entrenamientos
y	la	carrera	más	cerca,	no	caben	distracciones.
También	lo	más	distinguido	de	la	ciudad	se	reúne	allí.	Es	el	día	del	año
donde	el	dinero	corre	con	mayor	fluidez	por	las	mesas	de	bacarrá	y	las	de	las
ruletas.	 En	 este	 glamuroso	 escenario	 casi	 todo	 el	 mundo	 tiene
comportamientos	 similares;	 cuando	 pierden	 es	 norma	 general	 no	 hacer
aspavientos,	 como	 si	 no	 les	 importase.	 Cuando	 ganan,	 además	 de	 dar	 una
generosa	 propina	 a	 los	 empleados	 de	 la	 casa,	 sólo	 sonríen	 ligeramente
insinuando	 que	 aquello	 no	 tiene	 mayor	 trascendencia,	 a	 pesar	 de	 que	 en
realidad	 algunos	 se	 están	 jugando	 sus	 últimos	 ahorros.	 Estos	 días	 también
suelen	 aparecer,	 atraídas	 por	 el	 brillo	 del	 ambiente,	 jóvenes	 preciosas	 y
generalmente	solas,	para	ver	cómo	se	les	da	la	noche,	y	si	pueden	conocer	a
algún	famoso	adinerado.
En	medio	de	ese	ambiente	estaba	Adela,	elegante,	rubia,	delgada	pero	con
las	curvas	precisas,	ceñida	en	un	caro	traje	que	estaba	en	la	frontera	justa	entre
lo	 provocador	 y	 lo	 distinguido.	 Todo	 en	 ella	 era	 atractivo,	 pero	 siempre
destacaban	especialmente	sus	ojos	de	mirada	azul;	tal	vez	por	su	intensidad,	o
tal	vez	por	la	combinación	de	ingenuidad	y	curiosidad	que	parecía	reflejarse
en	ellos.
Más	 de	 uno	 se	 había	 acercado	 tanteando	 sus	 posibilidades.	 Ella	 los
rechazaba	con	elegancia.	De	hecho,	algunos	otros	habían	llegado	a	preguntar	a
un	crupier	amigo,	solicitándole	información	para	que	les	desvelara	quién	era
aquella	mujer.	Pero	nadie	tenía	ni	la	menor	idea.
Ella	 parecía	 no	 tener	 prisa.	 Jugó	 algo	 de	 dinero	 a	 la	 ruleta	 y	 perdió.
Después	se	sentó	en	una	mesa	del	restaurante	del	Casino,	donde	pidió	algo	de
comer.
Un	casino	de	ese	nivel	tenía	que	tener	un	restaurante	en	consonancia,	pero
Adela	no	estaba	en	las	mejores	condiciones	anímicas	para	hacer	valoraciones
culinarias.	 Notaba	 cómo	 las	 miradas	 de	 varios	 hombres	 sentados	 en	 mesas
cercanas	se	posaban	en	ella;	con	disimulo	los	que	iban	acompañados	de	una
mujer,	y	abiertamente	los	que	estaban	solos.	Era	consciente	de	que,	antes	o
después,	alguno	se	acercaría.	Incluso	algunas	mujeres	la	miraban	de	vez	en
cuando,	 quizá	 examinando	 su	 vestido	 y	 sus	 zapatos,	 o,	 posiblemente,
intentando	reconocer	en	ella	a	una	potencial	competidora.
Nada	 de	 eso	 le	 importaba.	 Tenía	 una	 misión	 concreta	 y	 la	 cumpliría,
aunque	en	realidad	estaba	nerviosa.	Ese	nerviosismo	se	traducía	sobre	todo	en
un	hormigueo	de	emoción	que	se	escurría	desde	su	nuca	por	la	espalda.	No
tenía	ni	idea	de	cómo	saldría	aquello,	ni	quería	preguntárselo.	No	era	momento
para	eso.	Pero	la	verdad	era	que	confiaba	en	David,	aunque	aún	no	supiera
bien	 por	 qué,	 y	 percibía	 una	 lucecita	 encendida	 en	 un	 remoto	 rincón	 de	 su
cerebro	que	le	decía	que	todo	iría	bien.
Desde	 la	 mesa	 del	 restaurante	 reconoció	 rápidamente	 a	 la	 persona	 que
debía	controlar.	Allí	estaba,	tras	las	cristaleras.	Entonces	introdujo	la	mano	en
su	pequeño	bolso,	y	palpó	sin	sacarlo	el	móvil	desde	el	que	haría	la	llamada
perdida	cuando	aquel	individuo	saliese	del	habitáculo	de	la	caja.	Tras	hacer
dicha	llamada	ella	saldría	del	Casino	para	ir	al	punto	de	reunión	previsto	en	el
plan.
Se	tranquilizó	al	notar	el	móvil	con	sus	dedos,	y	se	dispuso	a	esperar.
	
	
NUEVE
	
Esperar	 algún	 tiempo	 en	 aquella	 calle	 oscura	 era	 el	 precio	 mínimo	 que
Fran	 sabía	 tendría	 que	 pagar	 para	 vengarse	 y	 recuperar	 todo	 lo	 que	 le
pertenecía.
Antes	o	después	tendrían	que	ir	allí.	Ése	era	el	plan	y	él	conocía	todos	los
detalles;	sabía	que	no	lo	podían	haber	cambiado	en	tan	poco	tiempo.	Así	que
todo	era	cuestión	de	paciencia	y	de	controlar	los	nervios.
Sopló	sobre	sus	manos	pues	la	humedad,	más	que	el	frío,	le	entumecía.
Pero	era	esencial	que	ellos	no	sospecharan	que	estaba	allí,	amparado	por	la
noche	 y	 la	 oscuridad	 de	 aquel	 portal.	 Era	 imprescindible	 que	 ni	 siquiera
pudiesen	intuir	que	los	esperaba.	Lo	fundamental	era	la	sorpresa.
Poco	después	tuvo	su	recompensa	al	ver	que	un	automóvil	entraba	muy
despacio	en	la	calle.	Tenían	que	ser	ellos.
Desde	 su	 escondite	 Fran	 intentó	 distinguir	 a	 los	 ocupantes	 del	 vehículo.
Sólo	veía	a	uno,	al	conductor.	Algo	iba	mal,	deberían	ser	dos.
Volvió	a	mirar	con	atención	a	ver	si	se	estaba	confundiendo;	pero	no,	sí	era
el	 automóvil	 que	 esperaba,	 pero	 faltaba	 una	 persona.	 Cuando	 vio	 que	 se
detenía	salió	del	portal	y	se	dirigió	hacia	la	puerta	del	conductor.	Ésta	se	abrió
despacio	y	apareció	David.
—	¿Dónde	está	ella?	—preguntó	Fran,	que	a	pesar	de	haber	hablado	en	voz
baja	reflejaba	una	fuerte	tensión	en	el	tono	reprimido.	No	quería	despertar	a
alguien	de	los	apartamentos.
Ante	la	falta	de	respuesta,	Fran	volvió	a	preguntar	elevando	el	nivel	de	la
amenaza,	 mostrando	 por	 primera	 vez	 la	 navaja	 que	 había	 extraído
sigilosamente	del	bolsillo	del	pantalón.
—	¿Dónde	está	ella?
—	Se	ha	ido	—respondió	David	con	aquel	tono	tranquilo	que	crispaba	a
Fran.	 Ni	 siquiera	 había	 mostrado	 asombro	 por	 su	 aparición.	 Como	 si	 la
esperase.	¡Pero	que	le	pasaba	a	aquel	tipo!	¿Se	estaría	derrumbando	el	mundo
a	su	alrededor	y	aun	así	no	se	alteraría?	Fran	lo	maldijo	en	su	interior.
Esta	vez	sin	disimulo,	aprovechando	que	David	aún	no	había	terminado	de
salir	del	vehículo,	le	puso	la	navaja	cerca	del	cuello.
—	¿Adónde?
—	No	lo	sé.	Supongo	que	a	Madrid	—precisó—.	No	la	he	visto	desde	que
se	 fue	 al	 Casino.	 Desde	 allí	 hizo	 la	 llamada	 perdida;	 pero	 después	 no	 se
presentó	 en	 el	 lugar	 de	 reunión.	 No	 sé	 nada	 más.	 Pero	 aquí	 no	 deberíamos
permanecer	mucho	tiempo…
Fran	 desconfiaba.	 Sospechaba	 que	 podían	 estar	 intentando	 jugársela,
aunque	si	lo	pensaba	bien	aquello	era	absurdo,	pues	ellos	no	podían	saber	que
él	 estaría	 allí	 esperándoles.	 A	 Fran	 le	 desconcertaba	 lo	 inesperado	 de	 la
situación,	pero	no	había	tiempo	para	más	dudas.	Reponiéndose,	y	pensando
que	ya	aclararía	aquello	más	adelante,	preguntó:
—	¿Y	el	dinero?
—	Ahí	—contestó	David,	señalando	hacia	la	parte	trasera	del	automóvil.
Fran	fue	allí,	e	intentando	hacer	el	menor	ruido	posible	abrió	el	maletero.
Efectivamente,	allí	estaban	los	seis	paquetes	del	dinero.	Volvió	junto	a	David
que	ya	había	salido	del	vehículo	y	se	encontraba	de	pie	mirándolo.
—	Dame	las	tres	llaves	del	apartamento	—ordenó	Fran—.	Sin	trucos.
El	 aludido	 pareció	 dudar	 unos	 segundos,	 pero	 después,	 como	 el	 que
desecha	varias	opciones	tras	evaluar	los	riesgos,	metió	la	mano	en	el	bolsillo	y
se	las	entregó.
—	 Ahora	 me	 vas	 a	 ayudar	 a	 subir	 todo	 esto	 —	 dijo	 Fran	 —	 Después
permitiré	que	te	largues	en	este	automóvil,	si	haces	todo	exactamente	como	yo	
te	diga.	Por	esta	vez	yo	doy	las	órdenes.		Si	no,	junto	con	el	dinero,	será	un	
placer	guardar	tu	cadáver.	A	ella	ya	le	ajustaré	las	cuentas	cuando	la	encuentre	
en	Madrid.
	
	
DIEZ
	
Poco	después,	aquel	mismo	automóvil	hacía	cola	intentando	atravesar	la
frontera	del	Principado	con	Francia.
Indudablemente	ya	habían	dado	la	alarma,	pues	era	totalmente	anormal	la
actividad	 que	 allí	 había.	 Docenas	 de	 policías	 en	 la	 aduana	 revisaban	 cada
automóvil	concienzudamente,	también	con	perros.	Obligaban	a	abrir	motores,
maleteros	 e	 incluso	 entraban	 en	 el	 interior	 de	 los	 vehículos	 con	 potentes
linternas	 tras	 hacer	 bajar	 a	 los	 ocupantes.	 La	 gente	 no	 sabía	 qué	 pasaba	 y
preguntaba	a	los	gendarmes,	los	cuales,	invariablemente,	respondían	que	eran
medidas	 normales	 de	 un	 control	 antiterrorista.	 “¡Maldita	 sea!	 –pensaba	 la
mayoría	de	conductores–	¡Otra	vez	Al	Qaeda!”	Y,	resignados,	se	disponían	a
tomarse	el	asunto	con	paciencia.	El	pensamiento	de	que	todo	aquello	era	por
su	propia	seguridad	los	consolaba	y	llenaba	de	entereza.
La	fila	de	vehículos	avanzaba	muy	lentamente.	Pero	todos	deducían	que	el
motivo	de	los	registros	debía	ser	por	una	alarma	importante	y	veraz,	ya	que,	al
llegar	a	la	frontera	francesa,	los	agentes	galos	de	aduana	repetían	la	misma
operación,	 por	 si	 se	 hubiese	 escapado	 algo	 en	 la	 revisión	 anterior	 de	 los
monegascos.
David	 sonreía	 sentado	 al	 volante	 de	 su	 automóvil,	 mientras	 esperaba
tranquilamente	a	pasar	los	controles.
	
	
ONCE
Ya	 se	 habían	 acostumbrado	 a	 que	 en	 el	 hemisferio	 sur	 las	 estaciones
estuviesen	invertidas	con	respecto	al	norte.	Hacía	más	de	un	año	que	vivían	en
aquella	 isla.	 No	 estaba	 nada	 mal	 la	 villa	 que	 habían	 alquilado,	 con	 el	 mar
apenas	a	cincuenta	metros.
Adela	 miró	 a	 David,	 tumbado	 a	 su	 lado	 leyendo	 en	 la	 playa.	 Se	 sentía
plena.	La	verdad	es	que	nunca	había	podido	imaginar	que	la	vida	le	llevase	por
donde	lo	había	hecho.	Madrid,	el	gimnasio	y	su	pareja	anterior	parecían	estar
en	su	memoria	a	siglos	de	distancia.	Sonrió	para	sí	misma,	porque	por	una	vez
había	sabido	aprovechar	lo	bueno	que	le	había	surgido	en	el	camino.
Apenas	recordaba	las	facciones	de	Fran,	pero	se	preguntaba	cómo	habría
reaccionado	cuando	pudo	comprobar	que,	de	los	seis	paquetes	de	dinero	que
había	guardado	en	el	apartamento	de	Montecarlo,	solo	eran	de	curso	legal	los
primeros	 billetes	 de	 cada	 fardo;	 y	 que	 el	 resto	 no	 eran	 más	 que	 papeles	 de
periódico.	Sonrió	al	imaginarlo	hecho	una	furia,	y	dándose	cuenta,	al	acabar
de	destrozar	algunas	cosas	que	allí	hubiese,	de	que	no	podía	acudir	a	la	policía.
¿Cómo	iba	a	informarles	de	lo	que	había	pasado	sin	decirles	que	él	mismo
había	sido	cómplice?	Por	otro	lado	¿a	quién	denunciaría?	¿A	su	expareja,	o	a
un	individuo	del	que	ni	siquiera	sabía	si	el	nombre	que	le	había	dado	era	el
verdadero?	No,	no	podría	denunciar	a	nadie,	como	David	había	previsto.
Era	evidente	que,	tras	alguna	borrachera,	habría	vuelto	a	Madrid	pensando
en	 encontrarla	 allí,	 pero	 aún	 sin	 saber	 exactamente	 el	 papel	 que	 ella	 había
jugado	 en	 todo	 aquello.	 Cuando	 no	 pudiese	 encontrarla	 se	 confirmarían	 sus
sospechas.	No	necesitaría	más	explicaciones	sobre	lo	sucedido.
En	 cualquier	 caso,	 Fran	 no	 podía	 saber	 que	 cuando	 David	 conoció	 su
decisión	 de	 abandonar	 el	 proyecto,	 había	 hecho	 cambios	 en	 el	 plan.	 Había
previsto	que	la	codicia	y	el	deseo	de	venganza	le	llevaría	a	no	denunciarlos,
sino	a	intentar	quedarse	con	todo	el	dinero.	Y	exactamente	eso	era	lo	que	había
pasado.
En	 realidad	 no	 había	 hecho	 tantas	 modificaciones	 sobre	 el	 plan.	 La
primera,	 un	 maniquí	 que	 sentado	 en	 el	 lugar	 del	 copiloto	 había	 creado	 la
ilusión	de	que	en	el	vehículo	había	dos	hombres,	el	que	se	bajaba	y	abría	la
puerta	 posterior	 –David–,	 y	 el	 que	 siempre	 permanecía	 dentro	 durante
cualquier	transporte	de	dinero	como	medida	de	precaución.
Fran	tampoco	podía	saber	que,	tras	dejar	el	furgón,	David	había	previsto
dos	automóviles	en	vez	de	uno	sólo.	Al	primero,	inmediatamente	tras	el	golpe,
había	 trasladado	 los	 seis	 paquetes	 del	 dinero	 del	 Casino,	 y	 antes	 de	 que	 la
alarma	general	saltase	Adela	lo	había	sacado	del	Principado	en	unos	minutos.
El	segundo	vehículo,	conducido	por	David,	había	seguido	el	camino	previsto
en	 el	 plan,	 yendo	 al	 apartamento	 con	 otros	 seis	 fardos,	 aparentemente
idénticos	a	los	del	Casino,	pero	donde	sólo	los	primeros	billetes	eran	reales.
Fran	no	se	habría	podido	dar	cuenta	del	engaño	hasta	que	los	abriera,	y	eso	les
había	 dado	 el	 tiempo	 necesario	 para	 que	 David	 también	 pudiera	 abandonar
Montecarlo,	en	un	coche	absolutamente	limpio	de	cualquier	rastro	del	golpe.
El	 final	 del	 nuevo	 plan	 consistió	 en	 una	 cita	 de	 ambos	 en	 Paris,	 donde
escondieron	parte	del	dinero,	y	desde	donde	se	perdieron	por	el	mundo.
Ahora	 ella	 estaba	 aquí	 con	 David	 y	 el	 día	 era	 hermoso	 en	 el	 paraíso.
Notaba	 que	 ya	 hacía	 algún	 tiempo	 le	 había	 desaparecido	 del	 estómago	 la
sensación	 de	 riesgo	 y	 aventura.	 No	 sabía	 que	 pensar	 a	 ese	 respecto.	 Estaba
confusa.	El	riesgo	es	algo	que	deseas	cuando	se	carece	de	él,	pero	que	causa
ansiedades	cuando	se	vive.	No	sabía	que	elegir.
Lo	miró,	y	le	gustaba	verlo	allí	a	su	lado,	relajado	con	un	libro	en	la	mano
mientras	 tomaba	 el	 sol	 reposadamente	 en	 la	 playa.	 Pero	 de	 pronto,
observándolo	con	mayor	atención,	le	pareció	que	David	no	tenía	demasiado
interés	 real	 por	 el	 libro;	 sino	 que	 parecía	 utilizarlo	 como	 un	 recurso	 para
reflexionar.	Le	dio	la	impresión	de	que	su	mente	estaba	en	otra	parte.
No	pudo	evitarlo.	Siguiendo	un	impulso	le	cogió	la	mano	y	preguntó:
—	¿No	estarás	pensando	en	otro	proyecto?
Él	se	giró	para	mirarla	y,	como	desde	el	día	en	que	la	había	conocido,	le
encantó	lo	que	veía.	Pero	sólo	esbozó	una	sonrisa…
	
	
FIN

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Un plan para tres: deseos ocultos

  • 2. UNO La calle estaba oscura y en silencio. Sólo un cigarro, al ser inspirado de vez en cuando, creaba pequeños instantes de luminosidad roja. El hombre que fumaba estaba quieto, observando la entrada de la calle que daba a una importante avenida de la ciudad, poco transitada debido a lo avanzado de la hora. De repente se sobresaltó al oír el sonido de unos tacones de mujer que se acercaban presurosos. Tras esperar un momento volvió al cigarrillo cuando entendió que no era quien esperaba. Una joven pasó rápidamente sin llegar a entrar en la calle. El hombre pensó que la tensión le estaba jugando una mala pasada, pues ellos deberían llegar en un automóvil y no andando. Era evidente que todo este asunto le mantenía con los nervios de punta, tanto era así que había vuelto a fumar en los últimos días, cosa que no hacía desde que tenía veinte años. Pero la realidad es que se estaba jugando demasiado: su vida, millones de euros y a ella. “Si —pensó— los nervios son lógicos”. Su determinación era clara: se quedaría con todo el dinero y a ella le ajustaría las cuentas cuando regresaran a Madrid, para después echarla definitivamente de su vida. Era cierto que, inicialmente, tras enterarse de la traición de la chica, se había planteado abandonar esta operación, y así se lo había comunicado a aquellos dos. Pero después de reflexionarlo, cuando consiguió tranquilizarse lo suficiente como para volver a pensar, tomó una decisión más inteligente; conocía el plan hasta el más mínimo detalle, así que si ellos eran capaces de ejecutarlo solos —lo cual estaba por ver—, él se quedaría con todo el premio. Pero si no lo conseguían, denunciaría a aquel tío a la policía y ella tendría sus correspondientes noticias suyas una vez que regresaran a Madrid. Definitivamente la espera merecería la pena. Era cuestión de un poco de paciencia y otro poco de sangre fría. Observó que le producía hondo malestar recordar cómo había empezado este asunto, pero desechando los pensamientos que llegaban a su mente, con un gesto silencioso, comprendió que sería mejor centrarse en el presente. Concentrarse en su objetivo y nada más. Contaba con la ventaja de la sorpresa pues ellos no le esperaban allí. No la desaprovecharía. Esta era la gran oportunidad de su vida. DOS
  • 3. El mar estaba tranquilo como siempre en esa época del año. Las olas rompían mansamente en la playa, y el hombre tumbado en la arena no pudo evitar fijarse en ella. La chica tendría treinta y tantos años –dedujo–, o quizá cuarenta. Era rubia, de piel clara y piernas largas y torneadas; y su bañador, que no biquini, parecía una elegante segunda piel que permitía intuir la curva de sus pechos. No obstante, al cruzar sus miradas por casualidad, descubrió que lo que más le llamaba la atención era la intensidad de su mirada azul. Desde entonces pensó en poseerla. Al principio ni se dio cuenta de que había un joven que estaba sentado junto a la mujer. Cuando lo descubrió, pudo ver que se trataba de un tipo alto, musculado y moreno, y por cómo se relacionaba con ella dedujo que sería su pareja. En un principio entendió que dadas las circunstancias debería olvidarla, pero al día siguiente la volvió a encontrar tomando un té en la barra del bar del hotel donde pasaba unos días, y la intención de olvidarla desapareció. En ese instante fue cuando decidió que, definitivamente, tendría que ser suya. Se acercó a la mujer sentándose en la banqueta más próxima a ella, y pidió al camarero un Chivas de doce años con un par de piedras de hielos. Cuando éste se lo llevó y volvió a alejarse, le dijo a la chica: — Hola, soy David. Ella le miró, pero no como la persona a la que se ve por primera vez, sino como a la que ya sabe que estaba allí. — Hola, soy Adela. Tras responder la chica volvió a su té, dejando que él, si quería, siguiera con la iniciativa. — La vi en la playa. — Lo sé. — ¿Era su marido quien le acompañaba? — No. — ¿Su hermano? — No. — ¿Su padre? — No —esta vez ella no pudo reprimir una sonrisa. — ¿Alguna especie de familiar?
  • 4. — No. — Me rindo. ¿Quién entonces? — Mi pareja. — Ya… Él se quedó un momento callado. Dio un nuevo trago al Chivas, volvió a mirar a la mujer y después pensó: “Si me precipito a lo mejor me rechaza y pierdo mi oportunidad, pero si no lo intento la perderé de todas formas. Así que…”. — Me llamo David. — Ya me lo ha dicho. — Cierto, pero no sé si lo recordaba. En fin, que hace por aquí ¿de vacaciones o trabajo? Ella dudó un momento, reflexionando si merecía la pena dar juego a la conversación o debía cortarla con el fin de evitar posibles problemas. Por supuesto que había visto en la playa a aquel hombre, le agradaba; aunque no sabía por qué le producía una cierta sensación de aventura y, contradictoriamente, también de seguridad. Y no era por su atractivo especial, pues era una persona de apariencia normal. Pero algo en él era diferente, aunque no sabía qué. Pensó que quizá llevaba demasiado tiempo con Fran que tenía aquel fantástico cuerpo de gimnasio, pero del que, tras pasar los primeros tiempos de pasión, cada vez se encontraba más aburrida. Curiosamente la rutina diaria y la falta de sobresaltos en su vida, cosas que suelen crear una percepción de seguridad en las personas, a ella no le producían esa sensación de estabilidad. Todo lo contrario. De hecho, por eso nunca se había planteado tener un hijo; no quería atarse aún más a una relación frustrante. Ya hacía muchos años que había pasado esa etapa en que las chicas se enamoran del chico malo, pues había entendido que más que malos, esos hombres solían ser unos indeseables que en nada se parecían a los sofisticados malvados de ficción. Había conocido a Fran con apenas veinte años y entonces le había parecido ese chico malo de las películas. Ahora sabía que no era así, que sólo era imbécil; pero, como sucede frecuentemente a otras muchas personas, nunca había encontrado fuerzas para huir de una relación donde veía sumergirse lentamente su vida. Es indudable que la insatisfacción es el estado natural del ser humano. De hecho ella, al comenzar a notar los primeros síntomas de cansancio, los
  • 5. comentarios de las amigas, que relacionaban el físico de su pareja con una supuesta habilidad en la cama, todavía le halagaban. Sobre todo porque percibía que la envidiaban por tener ese amante con ese cuerpo y esto, a veces, suponía la única dosis de satisfacción en su realidad diaria. También a ella, tiempo atrás, le había parecido que sería muy emocionante despertarse cada día con alguien con un cuerpo como aquel. Pero eso ya había terminado. Estaba cansada. La rutina y el desinterés apresaban su existencia diaria, y percibía que no era justo, pues entendía que “si la naturaleza nos ha dotado de la capacidad para sentir emociones, deberá ser con el fin de que las utilicemos, y yo ya no las siento, y necesito sentirlas Si no, ¿cuál es la sustancia de la vida?”. Él daba clases a diario en el gimnasio del que era propietario. Los primeros síntomas de agotamiento de la relación fueron surgiendo, más o menos, al final del primer año de convivencia. Según pasaban los días se habían ido extinguiendo los temas de qué hablar, y tampoco brotaban cosas nuevas y excitantes que compartir. De hecho ella había tenido la confirmación de la decadencia de la relación cuando observó que ni siquiera le molestaban ya los burdos coqueteos de él con algunas chicas en el gimnasio. Siempre había pensado que su vida nunca sería la de aquellas parejas — por ejemplo, sus padres—, que, tras mucho tiempo de convivir, sólo continúan juntas por inercia; o la de aquellas otras que buscan hijos con el fin de tener algo que los siga uniendo y para poder hablar de algo común, sin tener que pensar en sus necesidades íntimas y en las carencias personales. De hecho recordaba cómo al principio se interesaba por el trabajo de él, e incluso iba a ayudarle muchas veces al gimnasio. Pero se habían ido agotando las conversaciones sobre métodos para la musculación, esteroides, concursos de culturismo, o el último chiste estúpido sobre la señora gorda que quería perder kilos. Ahora, la mayor parte de las conversaciones solían girar en torno a los problemas económicos, pues el negocio apenas daba para pagar el crédito que él había pedido para instalarlo. Al parecer, el único futuro que se vislumbraba era el de diez años de restricciones y de pagos al banco que apenas les permitían subsistir. ¿En qué estaba derrochando su existencia? Aún era una mujer deseada, aunque hacía tiempo que eso había dejado de ser importante pues no tenía ningún efecto real sobre su vida diaria, al margen de algún piropo no siempre agradable. Las cosas así no tenían sentido. Por eso estaban allí. Ella fue la que insistió. Así que, aplazando los pagos a algunos proveedores, habían acordado ir a la playa de vacaciones aquel año, por aquello de intentar salir de la rutina, y de paso ver si recuperaban sensaciones positivas como pareja. Pero el remedio había sido peor que la
  • 6. propia enfermedad; se hacían aún más evidentes los silencios y las carencias de emociones compartidas, porque había demasiado tiempo libre y nada con qué llenarlo. Cada cual, incluso, se exhibía en la playa de forma independiente. A ella le gustaba sentirse guapa y deseada, y a él también. Y era consciente de que ninguno de los dos percibía que fuese el objeto del deseo del otro, y lo que era peor, que quisieran serlo. En realidad lo único que quedaba entre ellos era la posesión. ¡Claro que había visto en la playa a aquel hombre que ahora estaba sentado a su lado! Estaba acostumbrada a que los hombres la miraran con insistencia, no era estúpida, sabía que era hermosa. Pero lo que desconocía era por qué ella se había fijado en aquel hombre en concreto, que decía llamarse David. ¿Qué había llamado su atención? “¿Tal vez el hecho de que parecía la cara opuesta de Fran?” se preguntó. Se volvió ligeramente hacia él y con una tenue sonrisa le respondió: — Vacaciones. ¿Y tú? A David no le pasó desapercibido el repentino tuteo, y le produjo una grata esperanza. Sabía perfectamente que un hombre jamás liga con una mujer si ella no quiere; que, en realidad, son ellas las que controlan ese tipo de relaciones, aunque después, demasiados estúpidos, presuman con sus amigotes de sus éxitos al respecto. Así que intuía que ese tuteo le abría posibilidades. Por otro lado, él jamás se sentía humillado porque fuese la mujer quien tomara la iniciativa. — Trabajo –respondió. Se produjo un pequeño silencio y esta vez fue ella quien lo rompió. — ¿Qué haces? ¿A qué te dedicas? –preguntó de manera distraída. Él volvió a dar un trago largo al Chivas; y después, con naturalidad, contestó: — A robar. Adela, de forma instintiva, detuvo en el aire la taza de té en el camino hacia sus labios. Con la sonrisa congelada se giró para ver los ojos del hombre que estaba a su lado. Supuso que le tomaba el pelo, pero no tuvo tiempo de averiguarlo porque entonces vio que Fran se acercaba hacia ellos, justo por detrás de David, y devolvió su atención al té. — Hola cariño —dijo Fran tomándola por la cintura cuando llegó hasta ella, mientras miraba de soslayo a aquel hombre con el que parecía estar hablando— ¿Nos vamos?
  • 7. TRES La pareja y David se vieron varias veces por el hotel y la playa durante los días siguientes. Solían saludarse cortésmente e intercambiar alguna frase sin trascendencia. Pero en un momento dado David les dijo que le gustaría hablarles de algo, y que deseaba hacerles una proposición. Lo dijo con una ligera sonrisa mirando a ambos. Ella la había aceptado inmediatamente; su pareja lo había hecho con desconfianza, pues ese tipo no terminaba de gustarle. Por eso exactamente estaban ahora los tres en el salón de la suite que David tenía en el hotel. Fran y Adela sentados en ambos sillones, próximos entre sí. David de pie, con un bolígrafo en la mano y delante de una pizarra de papel, donde se podía ver un plano general de una ciudad costera. La pareja intentaba controlar su ansiedad por saber de qué se trataba lo que aquel hombre, que apenas conocían, tenía que proponerles. Ambos habían hecho especulaciones al respecto, pero no conseguían llegar a ninguna conclusión. Era obvio que no podía tratarse de una proposición indecente, como en una famosa película. Eso estaba fuera de lugar y de posibilidades. Tenía que ser otra cosa. Sólo sabían lo que aquel les había dicho: que era un ladrón; lo que lógicamente sería una broma. Pero ni entonces ni después había sido más específico al respecto, y tampoco, como era natural, les había contado qué supuestos golpes había dado en el pasado, o si aquella declaración no había sido más que una forma de llamar la atención de una bella mujer. Si ése había sido su objetivo, no cabía duda de que lo había logrado. Adela volvió a preguntarse por qué estaba allí, y por qué le parecía intuir que aquel hombre podría poner algo de aventura en su vida; pero a la vez, sentía una ilógica percepción de seguridad irradiando de él. Algo totalmente absurdo, pues la profesión que les había confesado, de ser cierta, no parecía la más adecuada para producir esa sensación. Fran sí sabía perfectamente por qué estaba allí. En primer lugar porque había observado e interpretado las miradas de su chica a aquel tipo; no estaba seguro de si había en ellas o demasiada curiosidad, o demasiada admiración. Y en segundo lugar, porque, si era cierto lo que él decía ser, antes o después podría quitárselo de en medio, pues no estaba dispuesto a darle ninguna posibilidad de que le robara su propiedad; es decir, a Adela. Sin embargo esa reunión le producía una inquietud especial, aunque no le gustaba admitirlo. ¿Qué puñetas tendría que proponerles aquel tío? — Se trata de robar el casino de Montecarlo.
  • 8. Lo dijo de repente. Sin preámbulos. Fran y Adela no supieron qué cara poner. Sólo clavaban su mirada en David, intentando descubrir si hablaba en serio. ¿Estaba loco? ¿Bromeaba? David lo sabía, y dejó pasar unos instantes para que la información penetrase en los cerebros de sus oyentes. — ¡Venga ya! –no pudo dejar de exclamar Fran con irritación y desprecio unos segundos más tarde; y después, dirigiéndose a Adela, le ordenó–. Vámonos. La chica se puso en pie arrastrada por su pareja, que le había tomado por el brazo. El corazón se le había parado. Observaba a David, pero no conseguía descubrir en aquellas palabras ni en aquel rostro ningún síntoma de estar bromeando, y menos de que fuese un disparate lo que proponía. Parecía un profesional hablando con naturalidad de su trabajo; simplemente alguien proponiendo un negocio. — Espera –dijo Adela soltando su brazo– ¿Por qué no oímos lo que tiene que decirnos y después decidimos? Fran miró a su pareja. Pensó en obligarla a abandonar aquella suite, pero al final decidió que no tenía mucho que perder, y que probablemente aquel tipo le daría la oportunidad de ponerlo en ridículo con tan descabellada idea. En silencio los dos volvieron a sentarse. Y fue ella quien preguntó: — ¿Es broma? — No — ¿Por qué nos cuentas esto? — Porque sólo se puede ejecutar el golpe con tres personas. — ¿Y por qué nosotros? –dijo Fran. — Porque no puedo colaborar con nadie que tenga el más mínimo antecedente penal o esté fichado por la policía. Porque les ha de venir muy bien un dinero extra en sus vidas; y porque, por ahora, no conozco a nadie más para este proyecto. La forma tranquila de hablar de David desarmaba a cualquiera que lo oyese. Todo parecía natural para él. Daba la impresión de que no era la primera vez que se encontraba en este tipo de situación. Además, la terminología no era la de un ladrón, al menos no se parecía a los de las películas; parecía un hombre de negocios. — Y si no aceptamos ¿qué pasará? –preguntó Fran.
  • 9. — Nada. Que no se realizará el golpe. Adela permanecía en shock. Miraba a su pareja y a David alternativamente, como si fuese una simple espectadora de una conversación ajena a ella. No era capaz de pensar. Se preguntaba si aquello estaba sucediendo en realidad. De pronto sintió como si estuviese asomándose a un abismo, pero observó que no tenía miedo, que miraba hacia el precipicio con curiosidad y emoción. Casi le gustaba. Fran se rebullía en su asiento. La verdad es que no podía evitar sentirse atraído por el vértigo de la situación. Sobre todo por lo insólito, y por la curiosidad que le provocaba algo tan inesperado. Aquí estaba, en unas vacaciones de sol y playa, con un desconocido que le preguntaba si quería robar a uno de los casinos más ricos de Europa. Y para el tío parecía que aquello era de lo más normal. Casi sin darse cuenta se oyó a sí mismo preguntando. — ¿Si participamos, de que cantidad estamos hablando, y cuanto habría para nosotros? — Hablamos de entre treinta y cinco y cincuenta millones de euros, a repartir en tres partes iguales. De nuevo se hizo el silencio. Al cabo de un poco, soltando el bolígrafo que aún tenía en la mano, David se volvió hacia la pareja y les dijo: — Creo que lo mejor es que ahora os marchéis, lo penséis detenidamente y entonces decidáis si queréis participar. — Pero sin conocer los riesgos y el plan de ejecución, incluido cual sería nuestro papel, no podemos tomar decisión alguna, pues en principio parece una locura –dijo Fran algo más recuperado, mientras ella no quitaba ojo a David, no sabiendo si es que él le fascinaba, o lo que sentía era la emoción y atracción por el mundo nuevo que se abría ante sus ojos. — Lo siento, no hay más detalles mientras no haya decisión — contestó David —. Por otro lado me parece natural que os parezca una locura, pero no es así. Saldrá bien si los tres hacemos lo correcto y seguimos el proyecto fielmente; si nadie sale de cada paso y detalle previsto en el plan no habrá problemas. No es el primer golpe de estas características que realizo, y el hecho de que esté aquí hablando con vosotros significa que soy un eficiente profesional de esto. Si no fuese así hace tiempo estaría en prisión, y nunca me han puesto ni una multa de tráfico —asomó una ligera sonrisa tras esa afirmación—. Así que podemos suponer que será porque los proyectos que ejecuto, y de cuyos resultados vivo holgadamente, estuvieron bien planeados y se realizaron de forma impecable. Sólo os puedo adelantar lo obvio: que jamás doy un golpe con los mismos colaboradores, es una buena medida de
  • 10. seguridad para todos. Y, por cierto, jamás han detenido tampoco a ninguno de ellos. Bueno, es cuestión de profesionalidad. En cualquier caso —terminó diciendo mientras les invitaba con un gesto a levantarse y abandonar la suite— es momento de que lo penséis y de que en los próximos días decidáis que queréis hacer. Solamente si tenéis clara la decisión de participar merecerá la pena ejecutarlo; y sólo en ese caso os explicaría el plan. Ya me diréis… La pareja salió en silencio de la suite. CUATRO Atardecía y muchas personas, sobre todo extranjeros, paseaban arriba y abajo cerca de la orilla. La luz oblicua del ocaso llenaba la atmósfera y el mar de reflejos dorados. Adela, tumbada en la arena junto a su pareja, dijo: — ¿Qué perdemos por enterarnos? — Podríamos ser cómplices de un delito. — Nos dijo —recordó ella— que si no aceptábamos no lo haría. En ese caso no seriamos cómplices de nada. Él pareció reflexionar durante un momento. — ¿Ese tipo no ha pensado que podríamos denunciarlo a la policía? Y a lo mejor no sería mala idea…. Ella, incorporándose, se volvió bruscamente hacia Fran. — ¡Ni se te ocurra!... ¿Qué ganarías? —y reprimiendo el deseo de ser desagradable con él, haciendo un esfuerzo por suavizar el timbre de la voz, continuó—. Además, ¿qué le podrías decir a la policía? ¿Te creerían siquiera cuando les informes de que un desconocido te ha propuesto robar el casino de Montecarlo? Incluso en el caso de que llegaran a creerlo y le llamaran para interrogarlo, él simplemente se reiría y lo negaría. Y, en ese caso, no creo que fuese una buena idea crearse un enemigo así… Fran conocía a Adela, e intuía que sentía algún tipo de curiosidad por aquel tío. A él, en cambio, no le gustaba, le producía desconfianza. Y era evidente que allí en el bar, cuando los vio, estaba intentando ligar con su chica. — Estás partiendo del supuesto de que todo sea una farsa —añadió Adela —, pero ¿has pensado que sucedería si lo que dice fuese verdad y posible de realizar? Acabarían los agobios económicos; podríamos viajar… En definitiva,
  • 11. cambiaría nuestro mundo. Él no contestó. Miró al horizonte y, por un momento, intentó imaginar cómo sería su vida con dinero. “Sí, tal vez merecería la pena el riesgo. Al menos podríamos oír a ese tipo. Al fin y al cabo no nos vamos a casar con él. Tras el golpe acabaría la relación”. Después de unos minutos de silencio se volvió hacia Adela: — Haremos lo siguiente. Inicialmente le diremos que sí a su proposición, lo escuchamos, y si vemos que el plan es seguro participaremos. Si vemos más riesgos de la cuenta o cualquier cosa extraña, le diremos que no y este asunto se acaba para siempre. Ella, con la mirada clavada en un punto lejano, asintió con un gesto suave de cabeza. Fran no estaba muy seguro de si le había oído, o si la aprobación a sus palabras había sido un mero acto mecánico. Tenía la sensación de que Adela, en su interior, ya había decidido aceptar. CINCO — El casino de Montecarlo cierra a las cuatro de la madrugada —afirmó David—. Pero no es entonces, como cabría suponer, cuando empaquetan el dinero para llevarlo al banco. Esto lo hacen de la siguiente forma: aproximadamente una hora antes del cierre, un furgón de la empresa de seguridad del banco, que es la misma que tiene contratada el Casino para su propia seguridad, recoge el dinero para llevarlo y depositarlo en sus instalaciones. Fran y Adela intentaban exprimir y memorizar cada dato que iban escuchando. David continuó: — Los empleados del Casino, con unas máquinas, empaquetan los billetes por grupos en atención a su valor. Nunca monedas, sólo billetes. Cuando han terminado este trabajo, empleando unos tres minutos por cada paquete, envuelven todos con unos precintos de plástico, de forma que no se pierda ni un billete, y después, por medio de una señal codificada de móvil, llaman a esa compañía para que venga a recoger los fardos del dinero. Cinco guardias de seguridad del Casino lo custodian hasta que lo entregan a los que llegan en el furgón, que son dos hombres. David hizo una pausa, divertido en el fondo por la curiosidad inquieta y expectante de sus dos eventuales cómplices. La situación le era familiar, pues
  • 12. cada golpe que había dado, invariablemente, lo había hecho con personas que, minutos antes de conocerle, nunca habían imaginado verse participando en algo así. Siempre era igual: escuchaban en silencio, intentando procesar la información que les daba e intentando ocultar los nervios, miedos y emociones contradictorias que sentían. Por ello siempre se esforzaba en hablar con naturalidad, como si se tratase del acto más normal, y como si nunca pudiese fallar. Pero David sabía que eso no era así; que existían peligros y que siempre había lugar para lo imprevisto, aunque hasta ahora le había acompañado la suerte. “En fin, el riesgo es emocionante”, pensó. — El furgón, con esos dos hombres —continuó en voz alta—, tarda entre ocho y diez minutos en llegar desde el garaje de la empresa. Pero seremos nosotros los que llegaremos a recoger el dinero. Se hizo un silencio, tras el cual Fran preguntó: — ¿Y sin más la seguridad del Casino nos lo entregará? — Sí. — ¿Por qué? ¿Cómo? — La empresa de seguridad es una compañía francesa muy grande, por lo que la mayoría de empleados no se conocen entre ellos, salvo que estén destinados en el mismo centro a proteger. El personal cambia continuamente. Los del Casino verán llegar un furgón de su misma compañía y dos hombres con su mismo uniforme. No olvides que la mente humana funciona así: primero mira lo que quiere examinar, después el cerebro lo hace analizar comparándolo con la imagen previa que su memoria tiene del objeto examinado, buscando reconocer los puntos de semejanza, nunca las discrepancias. En nuestro caso, el attrezzo será perfecto y, por tanto, todo serán semejanzas. No sospecharán nada —afirmó, e hizo una nueva pausa para luego continuar—. Pero no olvides también que darán por descontado que la señal codificada que enviaron sólo la pudo recibir su propia empresa. Entonces, ¿por qué no iban a entregar el dinero igual que siempre? — Y esa señal… ¿tú la controlas? — Sí. — ¿Supongo que no me dirás cómo? — Supones bien. Pero sí te puedo decir que han sido tres años de estudio y preparación. — Bueno ¿y qué sucederá con el furgón de verdad de la compañía francesa cuando reciba la señal que tú también captas? — Que la recibirá con veintidós minutos de retraso, que es justo el tiempo
  • 13. que tendremos para ocultar el dinero. Hubo otra pausa. Fran intentaba procesar lo que estaba oyendo y cómo David, con toda tranquilidad, trataba de hacerle cómplice de un robo. Y éste no consistía en quitarle a una ancianita su pensión, sino en dar un golpe, nada menos que al casino más importante de Europa. — ¡Joder, te has quebrado bien la cabeza! —exclamó, no sin cierta admiración— ¿Estás seguro de que no recibirán esa llamada hasta esos minutos más tarde? — Totalmente. — ¿Cómo lo sabes? — Lo sé. — Pero si falla, o si los seguratas la reciben al mismo tiempo que tú, ¿llegarían dos furgones? — Eso no pasará. — ¿Lo has probado alguna vez? — Lo he comprobado un par de veces. Y el efecto que tuvo fue el deseado: que los del furgón llegaron esos minutos tarde. Nadie le dio la más mínima importancia, suponiendo que podría ser consecuencia de los habituales problemas del tráfico. No hay necesidad de probar otra vez. La siguiente debe ser la de verdad. Adela no hablaba, sólo escuchaba atentamente y, a pesar de ello, David pudo observar que cada vez estaba más emocionada que nerviosa. Incluso parecía hasta cierto punto divertida. — ¿Pedimos unas copas? —preguntó de repente la chica al tiempo que se levantaba–—. Así hacemos un pequeño alto que nos lleve a interiorizar todo lo oído. — Perfecto —aprobó David. No mucho rato después el servicio de habitaciones le trajo a ella un vermut dulce, a Fran ron con Coca–Cola, y a David su Chivas con dos piedras de hielo. Cada cual sumido en sus propios pensamientos tomó su copa, y todos se asomaron a la amplia terraza de la suite, desde donde se veía un hermoso mar de tarde en calma. Finalmente ella dijo a David sin mirarlo: — No es la primera vez que haces esto.
  • 14. No era una pregunta en realidad. Adela estaba haciendo una afirmación mientras saboreaba su vermut mirando el mar a lo lejos. No obstante, él respondió: — No. — ¿Muchas veces? — Algunas… Fue Fran quien rompió el momento, nervioso cada vez que los veía hablar entre ellos. — ¿Seguimos? Pasaron de nuevo al salón de la suite. Cuando cada cual volvió a ocupar el sitio que antes del receso ocupara, Fran habló: — Me surgen un montón de preguntas. La primera de ellas, ¿por qué ese día específico para el golpe? — Porque tres días antes de la famosa carrera de Fórmula Uno, que se celebra allí cada año, es cuando el Casino de Montecarlo tiene la recaudación más alta. La razón es la cantidad de gente que mueve el circo de la carrera. — ¿Qué pasará después de que nos entreguen el dinero? Ni a Adela ni a David le pasó desapercibido el “nos” que inconscientemente había empleado Fran en su pregunta. De hecho, ambos cruzaron una sutil mirada de comprensión. Era evidente que aquél, en su interior, ya había decidido participar. David continuó con la explicación del proyecto como si no hubiese advertido el cambio de actitud. — Compré un apartamento en Montecarlo hace un par años. El dinero se esconderá allí. — ¿Hasta cuándo? — No demasiado tiempo, pero habrá que esperar un poco para que las cosas se tranquilicen. Sin embargo, he de deciros que la idea es irlo sacando poco a poco. Nunca hacerlo de golpe para evitar que lo puedan detectar en la aduana. Fran inició un movimiento de protesta que David interrumpió sonriendo. — No, no tengo ninguna intención de estafar a unos socios. Es sólo una cuestión de seguridad para los participantes, pues es obvio que ni el Principado ni el Casino van a estar muy contentos cuando vean desaparecer su dinero. Debéis saber que la mayor parte de las veces la policía detiene a los
  • 15. autores de proyectos como éste, no por cómo lo ejecutaron, sino por cómo gastaron después el dinero haciendo emerger riquezas repentinas. La vida de cada cual debe seguir aparentemente igual y evitar ostentaciones, salvo las razonables. No hay engaños —afirmó seriamente—. El apartamento tiene tres llaves, las tres necesarias para poder entrar, las cuales os serán entregadas en cuanto llevemos el dinero allí. Cada cual podrá cambiar su cerradura cuando lo desee. Sólo juntos podremos entrar a retirar fondos. Hubo un silencio. Esta vez fue Adela la que, dirigiendo su mirada azul a los ojos de David, por primera vez entró en el dialogo. — ¿Qué papel tenemos cada uno? — Veamos. Tú estarás en el Casino. Ese día habrá mucha gente y una chica sola no llamará la atención, pues dadas las fechas habrá muchas que van a ver si consiguen conocer a algún famoso, o, al menos, a alguien que conozca a un piloto de Fórmula Uno. Al decir esto estuvo tentado a decirle que no creía que no fuese a llamar la atención por más veinteañeras espectaculares que allí hubiese, pues era demasiado hermosa como para pasar inadvertida, pero se contuvo. No era el momento. Así que siguió: — A la hora adecuada irás a comer algo al restaurante. Desde allí tienes una visión perfecta de la caja del Casino. En el interior, por las cristaleras, podrás ver a un señor cuya cara habrás memorizado por una fotografía que te entregaré y después destruirás, que no sale de ese sitio en toda la noche más que para controlar el empaquetado del dinero. Es el jefe responsable de la seguridad del dinero del Casino. Cuando lo veas salir, con un sólo toque, harás una llamada perdida a un móvil que nosotros tendremos —dijo señalándose asimismo y a Fran—. Será la señal de que ha comenzado la elaboración de los paquetes. A partir de ese momento nosotros comenzaremos con el cronómetro a calcular el tiempo, mientras nos vamos acercando al Casino con el furgón y vestidos con impecables uniformes de la compañía de seguridad. Nuestro tiempo de llegada deberá estar adecuado al que ellos esperan del furgón habitual. — ¡Joder, que fácil parece! —exclamó Fran tras unos instantes—. ¿Y cómo sabes qué tiempo tardarán en empaquetar los billetes? — En cada paquete emplean unos tres minutos, como ya dije. Ese día habrá unos seis, por lo que lo podemos calcular con bastante precisión. Serán unos dieciocho minutos los que tardarán en emitir la señal codificada por el móvil para que la compañía de seguridad venga a recogerlos. Como necesitaremos entre veinticinco y treinta minutos, dependiendo del tráfico, para llegar desde donde estará escondido nuestro furgón hasta el Casino, es
  • 16. imprescindible que tengamos ese espacio de tiempo para que todo salga bien —después, señalando a Adela, dijo—. Por eso ella es esencial. Sospecharían algo raro si nuestro furgón no llegara en el tiempo en que habitualmente lo hace el de la compañía de seguridad. La diferencia no debe ser excesiva; sólo existe un margen razonable de un par de minutos para que no desconfíen. Dio un trago al Chivas, aunque le pareció demasiado aguado pues el hielo se había derretido. Lo abandonó sobre la mesa. — Como veréis —continuó— esto es una operación armónica. En eso estriba todo, en que estén perfectamente sincronizados los tiempos. — ¿Y qué pasará cuando unos veinte minutos más tarde llegue el furgón de verdad? —preguntó Fran. — Pues que se enterarán de que les han quitado sus millones, y pondrán a todo el Principado en situación de alerta máxima, y también a la policía francesa. David sonreía suavemente. Como si aquello careciera totalmente de relevancia y no fuese otra cosa que un efecto secundario sin importancia. — Después vosotros pasaréis unos días invitados en mi apartamento — continuó David—. Unas semanas más tarde estarán convencidos de que el dinero ha salido del país, y entonces nosotros nos iremos llevándonos alguna parte del dinero que, con suerte, habremos ganado teóricamente en el Casino —hizo una pausa, mientras sonreía ligeramente—. En fin, seguiremos haciendo una visita conjunta a Montecarlo, por lo menos una vez al año, para sacar fondos de nuestro banco particular. Tampoco supone demasiado sacrificio ir un par de días a esa bonita ciudad: buenos restaurantes, buenas tiendas y un magnifico puerto deportivo para los yates. SEIS Habían transcurrido varios meses desde las vacaciones en la playa, y se acercaba la carrera de Fórmula Uno de Montecarlo. Los tres estaban ya en el Principado. David en su apartamento, y la pareja madrileña en un hotel de turistas, reserva que habían realizado con mucha antelación igual que la multitud de aficionados de la competición automovilística que copaban todas las plazas hoteleras. Apenas se habían visto entre ellos en esos días, aunque discretamente estaban familiarizándose con las calles, el propio Casino, y todos los lugares que fuesen de relevancia para el proyecto.
  • 17. David sabía perfectamente que, tras la ejecución del golpe, la policía revisaría todas las cámaras de seguridad de la ciudad en busca de pistas. No era conveniente que en alguna pudiesen aparecer imágenes de los tres juntos. Por ello sólo se habían saludado con discreción y desde lejos. Pero la llama y la complicidad que se había iniciado en la playa entre David y Adela habían seguido creciendo a pesar de la distancia y la ausencia. Por eso, aquella tarde, Adela decidió ir sola al apartamento de David. Cuando se encontraron no se produjo un choque brutal de dos pasiones que estallan. Todo lo contrario, fue un encuentro sosegado. En cuanto la vio en el umbral de la puerta, sin decir palabra y como si llevase esperándola toda la vida, David la tomó de la mano en silencio, la condujo al interior y comenzó a desnudarla al pie de la cama del dormitorio. No hacían falta palabras. Lo hizo tan despacio que se diría intentaba descubrir el enigma y el sabor de cada centímetro de piel de Adela. Sólo cuando estuvo totalmente desnuda la condujo definitivamente a la cama, tendiéndola de espaldas. Ella obedecía mansamente. Él, aun vestido con la camisa y pantalón, se recostó a su lado. Entonces, como si tuvieran todo el tiempo del mundo, comenzó a pasar la yema de su dedo índice por la columna de Adela iniciando la caricia desde el cuello. Con suavidad pasó sobre las nalgas suaves y por cada una de las curvas de sus piernas. En el camino rozó el cálido pubis. Ella sentía cómo comenzaba a excitarse. Curiosamente le subía la excitación en sentido contrario a la dirección de la caricia de David. La notaba ascendiendo desde la base de la columna hasta su nuca. Al cabo de un tiempo, con la misma suavidad, David le dio la vuelta dejándola bocarriba sobre la cama. A él le costaba trabajo contenerse, pues notaba la dureza de su miembro ante la promesa de placer que significaba tanta perfección. Era bellísima. Aun así se siguió controlando y, de nuevo, con un solo dedo comenzó a recorrer la distancia entre su ombligo y sus senos. Le pareció que la caricia duraba una eternidad. David la dejó un instante para quitarse toda la ropa, mientras ella comenzaba a notarse húmeda. No era capaz de pensar. Después lo percibió de nuevo a su lado. Ella seguía con los ojos cerrados cuando sintió que en su boca entraba el dedo índice de él. Lo humedeció profundamente con su saliva, y, poco después, lo notó haciendo suaves giros circulares sobre la aureola de su pezón derecho, casi sin tocarlo. Adela notó que su respiración se aceleraba. Entreabrió los ojos y pudo ver a David desnudo junto a ella que continuaba acariciando las aureolas de sus pezones; alternativamente uno y después otro. Estaban duros y erectos como desde hacía siglos no les sucedía. Miró el cuerpo desnudo del hombre y por primera vez tomó la iniciativa.
  • 18. No sintió pudor alguno cuando atrapó su pene, ya erecto, para acariciarlo. Era, en ese instante, su único deseo en este mundo: hacer suyo aquel miembro firme. Esta vez fue él quien se tumbó bocarriba en la cama y vio como ella se inclinaba para introducir en la boca su pene duro. Mientras Adela succionaba todo, incluido sus genitales, David alargó el brazo y con los dedos comenzó a acariciar el coño mojado. Cuando se aceleró la escalada del placer, de ambos nació un profundo suspiro que desahogaba antiguos deseos soñados, mientras se entregaban, sin pudores ni miedos, al total disfrute de sus cuerpos. **** Adela le había dicho que quería dar un paseo por el casco antiguo de Montecarlo, donde estaban todas las tiendas de marcas exclusivas de ropa, perfumes y joyería, mientras él iba al gimnasio del hotel donde se hospedaban. Pero él no fue al gimnasio. La siguió. No le hizo falta mucho tiempo para ver que entraba en el apartamento de David; en el mismo en que deberían esconder el dinero del Casino, tras el golpe. La única palabra que martilleó su cerebro y que repitió con rabia una y otra vez fue: “¡Zorra!” SIETE David se había duchado en el apartamento. Éste era discreto, y estaba situado en el barrio más bohemio de la ciudad, si en Montecarlo algún barrio podía definirse como bohemio. En cualquier caso, era una calle muy tranquila, con apenas tráfico aun en las horas punta y donde nadie tenía la mala costumbre de curiosear sobre los demás. Tras la ducha comenzó a vestirse sin prisa, repasando mentalmente lo que debería suceder en las próximas horas. Una pequeña luz de alarma permanecía encendida en un rincón oculto de su cerebro, pero siempre conseguía evitar que la ansiedad entorpeciera la acción necesaria para que todo funcionara adecuadamente. El hecho de que Fran hubiese abandonado la operación, como consecuencia de lo sucedido entre Adela y él, no dejaba de preocuparle, pues aunque Fran había afirmado al irse dando un portazo que no los denunciaría a la policía, era un tipo demasiado inestable. En definitiva, era poco fiable.
  • 19. La dificultad profesional de esta nueva situación, consistía en que apenas había tenido tiempo para hacer cambios en el plan original para protegerse del riesgo que podía significar el abandono de Fran. Pero no podía seguir adelante sin poner solución al problema, pues no sólo él, sino que también Adela estaba en peligro. Fran conocía todos los detalles de la operación, lo cual no era, precisamente, muy tranquilizador. Por ello habían existido momentos en los que se había planteado abandonar el plan, pero. ante la insistencia de Adela y las soluciones que había incorporado, decidió seguir adelante. Además, tenía que reconocer que le costaba mucho esfuerzo renunciar a un proyecto en cuya preparación había invertido tanto tiempo. OCHO El casino estaba lleno, mucho más que de costumbre, pues dentro de tres días se disputaría la famosa carrera de Fórmula Uno de Montecarlo. La gente suele creer que el día antes de la carrera es el de mayor afluencia de público al Casino, pero no es así. La fecha de más movimiento se produce tres jornadas antes del evento, porque es entonces cuando todas las personas involucradas en la competición –mecánicos, publicistas, periodistas, pilotos, etc. – tienen tiempo y humor para divertirse. Después, con los entrenamientos y la carrera más cerca, no caben distracciones. También lo más distinguido de la ciudad se reúne allí. Es el día del año donde el dinero corre con mayor fluidez por las mesas de bacarrá y las de las ruletas. En este glamuroso escenario casi todo el mundo tiene comportamientos similares; cuando pierden es norma general no hacer aspavientos, como si no les importase. Cuando ganan, además de dar una generosa propina a los empleados de la casa, sólo sonríen ligeramente insinuando que aquello no tiene mayor trascendencia, a pesar de que en realidad algunos se están jugando sus últimos ahorros. Estos días también suelen aparecer, atraídas por el brillo del ambiente, jóvenes preciosas y generalmente solas, para ver cómo se les da la noche, y si pueden conocer a algún famoso adinerado. En medio de ese ambiente estaba Adela, elegante, rubia, delgada pero con las curvas precisas, ceñida en un caro traje que estaba en la frontera justa entre lo provocador y lo distinguido. Todo en ella era atractivo, pero siempre destacaban especialmente sus ojos de mirada azul; tal vez por su intensidad, o tal vez por la combinación de ingenuidad y curiosidad que parecía reflejarse en ellos.
  • 20. Más de uno se había acercado tanteando sus posibilidades. Ella los rechazaba con elegancia. De hecho, algunos otros habían llegado a preguntar a un crupier amigo, solicitándole información para que les desvelara quién era aquella mujer. Pero nadie tenía ni la menor idea. Ella parecía no tener prisa. Jugó algo de dinero a la ruleta y perdió. Después se sentó en una mesa del restaurante del Casino, donde pidió algo de comer. Un casino de ese nivel tenía que tener un restaurante en consonancia, pero Adela no estaba en las mejores condiciones anímicas para hacer valoraciones culinarias. Notaba cómo las miradas de varios hombres sentados en mesas cercanas se posaban en ella; con disimulo los que iban acompañados de una mujer, y abiertamente los que estaban solos. Era consciente de que, antes o después, alguno se acercaría. Incluso algunas mujeres la miraban de vez en cuando, quizá examinando su vestido y sus zapatos, o, posiblemente, intentando reconocer en ella a una potencial competidora. Nada de eso le importaba. Tenía una misión concreta y la cumpliría, aunque en realidad estaba nerviosa. Ese nerviosismo se traducía sobre todo en un hormigueo de emoción que se escurría desde su nuca por la espalda. No tenía ni idea de cómo saldría aquello, ni quería preguntárselo. No era momento para eso. Pero la verdad era que confiaba en David, aunque aún no supiera bien por qué, y percibía una lucecita encendida en un remoto rincón de su cerebro que le decía que todo iría bien. Desde la mesa del restaurante reconoció rápidamente a la persona que debía controlar. Allí estaba, tras las cristaleras. Entonces introdujo la mano en su pequeño bolso, y palpó sin sacarlo el móvil desde el que haría la llamada perdida cuando aquel individuo saliese del habitáculo de la caja. Tras hacer dicha llamada ella saldría del Casino para ir al punto de reunión previsto en el plan. Se tranquilizó al notar el móvil con sus dedos, y se dispuso a esperar. NUEVE Esperar algún tiempo en aquella calle oscura era el precio mínimo que Fran sabía tendría que pagar para vengarse y recuperar todo lo que le pertenecía. Antes o después tendrían que ir allí. Ése era el plan y él conocía todos los detalles; sabía que no lo podían haber cambiado en tan poco tiempo. Así que todo era cuestión de paciencia y de controlar los nervios.
  • 21. Sopló sobre sus manos pues la humedad, más que el frío, le entumecía. Pero era esencial que ellos no sospecharan que estaba allí, amparado por la noche y la oscuridad de aquel portal. Era imprescindible que ni siquiera pudiesen intuir que los esperaba. Lo fundamental era la sorpresa. Poco después tuvo su recompensa al ver que un automóvil entraba muy despacio en la calle. Tenían que ser ellos. Desde su escondite Fran intentó distinguir a los ocupantes del vehículo. Sólo veía a uno, al conductor. Algo iba mal, deberían ser dos. Volvió a mirar con atención a ver si se estaba confundiendo; pero no, sí era el automóvil que esperaba, pero faltaba una persona. Cuando vio que se detenía salió del portal y se dirigió hacia la puerta del conductor. Ésta se abrió despacio y apareció David. — ¿Dónde está ella? —preguntó Fran, que a pesar de haber hablado en voz baja reflejaba una fuerte tensión en el tono reprimido. No quería despertar a alguien de los apartamentos. Ante la falta de respuesta, Fran volvió a preguntar elevando el nivel de la amenaza, mostrando por primera vez la navaja que había extraído sigilosamente del bolsillo del pantalón. — ¿Dónde está ella? — Se ha ido —respondió David con aquel tono tranquilo que crispaba a Fran. Ni siquiera había mostrado asombro por su aparición. Como si la esperase. ¡Pero que le pasaba a aquel tipo! ¿Se estaría derrumbando el mundo a su alrededor y aun así no se alteraría? Fran lo maldijo en su interior. Esta vez sin disimulo, aprovechando que David aún no había terminado de salir del vehículo, le puso la navaja cerca del cuello. — ¿Adónde? — No lo sé. Supongo que a Madrid —precisó—. No la he visto desde que se fue al Casino. Desde allí hizo la llamada perdida; pero después no se presentó en el lugar de reunión. No sé nada más. Pero aquí no deberíamos permanecer mucho tiempo… Fran desconfiaba. Sospechaba que podían estar intentando jugársela, aunque si lo pensaba bien aquello era absurdo, pues ellos no podían saber que él estaría allí esperándoles. A Fran le desconcertaba lo inesperado de la situación, pero no había tiempo para más dudas. Reponiéndose, y pensando que ya aclararía aquello más adelante, preguntó: — ¿Y el dinero? — Ahí —contestó David, señalando hacia la parte trasera del automóvil.
  • 22. Fran fue allí, e intentando hacer el menor ruido posible abrió el maletero. Efectivamente, allí estaban los seis paquetes del dinero. Volvió junto a David que ya había salido del vehículo y se encontraba de pie mirándolo. — Dame las tres llaves del apartamento —ordenó Fran—. Sin trucos. El aludido pareció dudar unos segundos, pero después, como el que desecha varias opciones tras evaluar los riesgos, metió la mano en el bolsillo y se las entregó. — Ahora me vas a ayudar a subir todo esto — dijo Fran — Después permitiré que te largues en este automóvil, si haces todo exactamente como yo te diga. Por esta vez yo doy las órdenes. Si no, junto con el dinero, será un placer guardar tu cadáver. A ella ya le ajustaré las cuentas cuando la encuentre en Madrid. DIEZ Poco después, aquel mismo automóvil hacía cola intentando atravesar la frontera del Principado con Francia. Indudablemente ya habían dado la alarma, pues era totalmente anormal la actividad que allí había. Docenas de policías en la aduana revisaban cada automóvil concienzudamente, también con perros. Obligaban a abrir motores, maleteros e incluso entraban en el interior de los vehículos con potentes linternas tras hacer bajar a los ocupantes. La gente no sabía qué pasaba y preguntaba a los gendarmes, los cuales, invariablemente, respondían que eran medidas normales de un control antiterrorista. “¡Maldita sea! –pensaba la mayoría de conductores– ¡Otra vez Al Qaeda!” Y, resignados, se disponían a tomarse el asunto con paciencia. El pensamiento de que todo aquello era por su propia seguridad los consolaba y llenaba de entereza. La fila de vehículos avanzaba muy lentamente. Pero todos deducían que el motivo de los registros debía ser por una alarma importante y veraz, ya que, al llegar a la frontera francesa, los agentes galos de aduana repetían la misma operación, por si se hubiese escapado algo en la revisión anterior de los monegascos. David sonreía sentado al volante de su automóvil, mientras esperaba tranquilamente a pasar los controles. ONCE
  • 23. Ya se habían acostumbrado a que en el hemisferio sur las estaciones estuviesen invertidas con respecto al norte. Hacía más de un año que vivían en aquella isla. No estaba nada mal la villa que habían alquilado, con el mar apenas a cincuenta metros. Adela miró a David, tumbado a su lado leyendo en la playa. Se sentía plena. La verdad es que nunca había podido imaginar que la vida le llevase por donde lo había hecho. Madrid, el gimnasio y su pareja anterior parecían estar en su memoria a siglos de distancia. Sonrió para sí misma, porque por una vez había sabido aprovechar lo bueno que le había surgido en el camino. Apenas recordaba las facciones de Fran, pero se preguntaba cómo habría reaccionado cuando pudo comprobar que, de los seis paquetes de dinero que había guardado en el apartamento de Montecarlo, solo eran de curso legal los primeros billetes de cada fardo; y que el resto no eran más que papeles de periódico. Sonrió al imaginarlo hecho una furia, y dándose cuenta, al acabar de destrozar algunas cosas que allí hubiese, de que no podía acudir a la policía. ¿Cómo iba a informarles de lo que había pasado sin decirles que él mismo había sido cómplice? Por otro lado ¿a quién denunciaría? ¿A su expareja, o a un individuo del que ni siquiera sabía si el nombre que le había dado era el verdadero? No, no podría denunciar a nadie, como David había previsto. Era evidente que, tras alguna borrachera, habría vuelto a Madrid pensando en encontrarla allí, pero aún sin saber exactamente el papel que ella había jugado en todo aquello. Cuando no pudiese encontrarla se confirmarían sus sospechas. No necesitaría más explicaciones sobre lo sucedido. En cualquier caso, Fran no podía saber que cuando David conoció su decisión de abandonar el proyecto, había hecho cambios en el plan. Había previsto que la codicia y el deseo de venganza le llevaría a no denunciarlos, sino a intentar quedarse con todo el dinero. Y exactamente eso era lo que había pasado. En realidad no había hecho tantas modificaciones sobre el plan. La primera, un maniquí que sentado en el lugar del copiloto había creado la ilusión de que en el vehículo había dos hombres, el que se bajaba y abría la puerta posterior –David–, y el que siempre permanecía dentro durante cualquier transporte de dinero como medida de precaución. Fran tampoco podía saber que, tras dejar el furgón, David había previsto dos automóviles en vez de uno sólo. Al primero, inmediatamente tras el golpe, había trasladado los seis paquetes del dinero del Casino, y antes de que la alarma general saltase Adela lo había sacado del Principado en unos minutos. El segundo vehículo, conducido por David, había seguido el camino previsto en el plan, yendo al apartamento con otros seis fardos, aparentemente
  • 24. idénticos a los del Casino, pero donde sólo los primeros billetes eran reales. Fran no se habría podido dar cuenta del engaño hasta que los abriera, y eso les había dado el tiempo necesario para que David también pudiera abandonar Montecarlo, en un coche absolutamente limpio de cualquier rastro del golpe. El final del nuevo plan consistió en una cita de ambos en Paris, donde escondieron parte del dinero, y desde donde se perdieron por el mundo. Ahora ella estaba aquí con David y el día era hermoso en el paraíso. Notaba que ya hacía algún tiempo le había desaparecido del estómago la sensación de riesgo y aventura. No sabía que pensar a ese respecto. Estaba confusa. El riesgo es algo que deseas cuando se carece de él, pero que causa ansiedades cuando se vive. No sabía que elegir. Lo miró, y le gustaba verlo allí a su lado, relajado con un libro en la mano mientras tomaba el sol reposadamente en la playa. Pero de pronto, observándolo con mayor atención, le pareció que David no tenía demasiado interés real por el libro; sino que parecía utilizarlo como un recurso para reflexionar. Le dio la impresión de que su mente estaba en otra parte. No pudo evitarlo. Siguiendo un impulso le cogió la mano y preguntó: — ¿No estarás pensando en otro proyecto? Él se giró para mirarla y, como desde el día en que la había conocido, le encantó lo que veía. Pero sólo esbozó una sonrisa… FIN