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El Truhán 2020.
Editorial El Truhán S.A, 2020.
Primera edición del fanzine 1.9, 2020.
Diseño Editorial: El Truhán S.A
Diseño de Caratula: El Truhán S.A
Ilustraciones: Andrés Hernández, Gabriel Millán
Edición virtual
Hecho en Colombia
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ño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada
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Fanzine
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El truhán
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Pro-
le-
gó-
me-
no
superfluo
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El truhán
	 uien se llame a sí mismo “escritor, escritora, poeta, poeti-	
	 sa, etcétera” camina inevitablemente por la cuerda floja. 	
	 Quien se piense apóstol de la cultura necesita, antes que
nada, pararse frente al espejo.
El Truhán está al tanto de la ingenuidad que significa pensarse
“escritor”, y se aleja para escribir desde el otro lado: el lado sin
etiquetas, sin categorías y, por consiguiente, sin falsos presti-
gios. Y se aleja, precisamente, porque tiene en frente al símbolo
de lo ingenuo, y le asusta pensar que pueda volverse similar.
Sin embargo, eso sí, agradece a tal símbolo, pues le ha permitido
pensar las letras desde lo más básico: desde el simple deseo de
escribir, así se haga mal.
Y lo interesante, entonces, es que puede ver que en lo más bási-
co, en los recitales que nadie escucha, en los poemarios que na-
die lee, tienden a aparecer las espinas del arte. Germina el ego,
la pretensión de grandeza, la adulación mutua y, por tanto, la
conformidad. Las letras se han vuelto una secta de mediocres.
¿Qué pasaría, pues, si en un recital se instalase un espejo? Sería
un fiasco: tantos egos rompiéndose no dejarían escuchar. Y qui-
zá lo que haga falta sea ese ruido. Dicen que después de la tor-
menta viene la calma. ¿Qué mejor tormenta que la destrucción
de los lugares comunes, de ese castillo de naipes donde duer-
men los apóstoles?
El Truhán inicia sus letras ahí, frente al espejo, y se rompe día
tras día.
QQQQQQQQQQQQQQQQQQQQQQQQQQQ
Hernando Ayala.
Politólogo, profesor de ética.
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no
con
la
saludaba
mano
Gómez
S e r g i o G o n z á l e z
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El truhán
E
s verdad: Gómez no saludaba con la mano. Pero no lo
hacía por tomar del pelo o algo similar; lo hacía por
razones serias. Es un hecho conocido por muchos,
que Gómez fue cambiando. No sólo en su manera de
saludar, que era evidente, sino en todo aquello que lo
relacionaba con el mundo y, una que otra vez, con él mismo.
Pero, contrario a lo anterior, son escasamente conocidas las ra-
zones de este cambio. Así pues, creo que he de ser yo quien se
tome la burda labor de explicar el por qué de su comportamiento.
	 Verán: una sórdida confianza me llevó a ser la única per-
sona en visitar su casa. Cuatro metros por tres le eran suficien-
tes para desarrollar la vida. En una estufa de un solo fogón coci-
naba lo mismo todos los días, variándolo con distintos tipos de
arroz. Sin televisor o libro alguno, las horas muertas las pasaba
viendo la ventana, cuyo tamaño alcanzaba apenas a mostrar
una diminuta porción de la calle octava. Algún día decidió dejar
a un lado las tabernas. Desde entonces ya no bebía, sólo fumaba.
Una maraña de humo, traspuesta al sentido del olfato, acompa-
ñaba cada objeto allí presente. Aquella cama sencilla, siempre
sin tender, guardaba en sus más profundas fibras el olor del ta-
baco; la sillita que se balanceaba a causa del uso excesivo, tenía
como insignia en su cojín las marcas de las cenizas. Era el taba-
co el que abría la puerta, como un viento de bienvenida, a todo el
que por allí se apareciera. Sin embargo, y posiblemente debido a
lo anterior, nadie visitaba ese lugar.
	 Se sabe que Gómez nunca fue una persona de amigos. Se
sabe también que su temperamento resultaba irritante a las per-
sonas. Y se sabrán, después de que ustedes lean este testimonio,
las razones que me llevaron a asesinarle.
	
EEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE
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Fanzine
	 No fue el asesinato un producto de su singular saludo,
que, dicho sea de paso, molestó a todo aquel que tuvo la mala
suerte de cruzárselo. Más bien, fue a causa de la causa de su
saludo. Voy a ser más claro: para nadie es un secreto que Gómez,
a través de su tabaquismo compulsivo, fue encontrando la solu-
ción a muchos problemas. Problemas de orden existencial, cabe
aclarar. Sin embargo, su característica falta de astucia le jugó
una mala pasada. “Los símbolos del presente están en el humo;
los del pasado, en las cenizas”, decía siempre. Aunque desco-
nozco la procedencia de este pensamiento, conozco su desarro-
llo, efectos y antiefectos. Lo que yo podría llamar el desarrollo,
que evidentemente está incompleto y no puedo preguntarle, se
encuentra en la doctora Silvina, quien le convenció de todo y
debería estar también acá, junto a mí, en este juicio.
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El truhán
	 Bruja de vocación, maquillando lo bruja como doctora y
la avaricia como profesión, es Silvina una persona interesante.
Rastreando sus pasos, he venido a enterarme que antes de mon-
tar su consultorio se dedicaba a la prostitución. Allí, en los gajes
del oficio conoció a un angeólogo que la introdujo en las artes
oscuras. Aunque, si se habla de oscuras, es porque no se perci-
ben, y lo que no se percibe no existe, diría Berkeley. Pero bueno:
resulta que encajó muy bien con el angeólogo. Luego de cuatro
minutos de sexo bestial (hay que admitir que el rendimiento del
pobre hombre no fue el mejor), Silvina procedió a vestirse. En el
mundo de los burdeles era bien conocida como La Gata, y fue por
eso que le sorprendió que el angeólogo, con un gesto humano,
se apresurase a colocarle en la cabeza una balaca de cuya parte
superior afloraban dos orejitas felinas. “Gracias, tan amable”, le
alcanzo a decir, disimulando el rubor que empezaba a surgir en
sus mejillas. El angeólogo, entonces, miró alrededor. En medio
del trance erótico, era común para él olvidarse de su entorno,
ser indiferente a todo lo que figurase como externo al cuerpo.
Aquello ya le había costado un par de golpes en el transporte
público. Pero esa es otra historia. Al momento de fijarse en la
habitación, se percató de las paredes mohosas, de la pintura
desdibujada y el suelo sucio. Se dio cuenta de los preservativos
que se asomaban debajo de la cama y de esos ojos negros que lo
miraban desde el otro lado del cuarto. Tenían ojeras. Entonces,
como compadeciéndose aún más, decidió retribuir a La Gata
con un servicio místico completamente gratuito. Cuando ella
encendió un cigarro y comenzó a fumar, el hombre le dijo: “El
humo me dice cosas graves. ¿Sí ve, mi reina, cómo baila hacia
la izquierda? Me está diciendo que hay algo en su vida que no
está bien”. La Gata se sobresaltó. Este hombre había adivinado
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Fanzine
algo sin siquiera saber su nombre. “Me dicen La Gata, pero me
llamo Silvina”, le dijo al tiempo que le tendía la mano. “Mucho
gusto. Yo soy José. Soy angeólogo, o sea, soy un estudioso de los
ángeles y las cosas que no se ven”. “No me diga una cosa así”,
le respondió. El hombre, ya sin rastros de lascivia, le propuso
tomar una cerveza en el bar de abajo. Silvina aceptó. Luego de
tres rondas ya habían intercambiado sus correos electrónicos.
	 Con el paso del tiempo, José y Silvina resultaron siendo
pareja. José le enseñó a adivinar mediante el tabaco y, con eso,
a costearse lo de una habitación al sur de la ciudad. Silvina,
entonces, deambulaba por las calles y aprovechaba para llevar
a su habitación a todo aquel que necesitase saber el futuro. Dis-
puso una mesa con un mantel chorreado, compró en el centro la
figura del Arcangel Gabriel y se convenció a sí misma de que
aquello era un consultorio.
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El truhán
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Fanzine
	 Pues bien, sucede que, por azares del destino, si es que el
destino puede ser azaroso y no resulta ser eso un oxímoron de
quinta, Gómez coincidió con Silvina en una gasolinera. Pasaba
por allí junto a un compañero de trabajo. Le hablaba sobre los
beneficios del arroz con coco en la mañana. De golpe, ambos
escucharon un grito estridente. Se hallaba un hombre con un
cigarro encendido y la doctora, que ahí estaba, bramó un vatici-
nio: “Hay una inmensa probabilidad de que nos explote a todos”,
aseguró. Gómez se percató y velozmente corrió hacia ella. Le
preguntó por sus dones. Y resulta que había una enorme coinci-
dencia entre las habilidades de Silvina y el desconocido efecto
mágico que él le había atribuido al cigarro. Casi al instante, se-
guido de un intercambio de frases, ya tenía Gómez el teléfono de
la bruja. Palabras más, palabras menos, sé que agendaron una
cita. Esto fue hace dos meses.
	 Un día cualquiera, quizá un sábado, llegué a su casa. Ha-
bía llevado un par de cervezas para pasar el rato. Sin embargo,
apenas abrió la puerta pude ver que algo no andaba bien. Fingía
prestarme atención, pero su mirada se perdía más allá de mí.
Lo veía distraído, más encerrado en sí mismo que de costum-
bre. Me fijé que también estaba ansioso: no había terminado de
fumarse un cigarro cuando ya estaba encendiendo otro. “Bueno,
Gómez, ¿cuándo me va a decir qué le pasa?”, le pregunté.
	 Él era plenamente consciente de que era un tonto, por lo
que engañarme no iba a ser opción. Me pidió que fuera a la tien-
da por media botella de ron, y al volver me contó lo siguiente:
	 Se había encontrado a una mujer muy poderosa en una
gasolinera. La había contactado, y esta le permitió ir a su casa
tres días después. Dijo que era al sur de la ciudad. Se trataba de
una habitación en una posada venida a menos. La mujer le pidió
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El truhán
que se sentase frente a ella. Y ya preparados, Silvina comenzó
a morderse los labios, a sacar su lengua y deslizarla lentamente
por el labio superior. Lo miraba a los ojos. Sin recato alguno, lan-
zó su mano por debajo de la mesa hasta agarrar los genitales de
Gómez. Con esa misma mano se dio a la tarea de desabrochar el
cinturón y sacar a la luz aquel trozo que ya se empezaba a hin-
char. Discúlpenme que me ría, de verdad, pero imaginarme a Gó-
mez en esa situación me causa gracia. El caso es que en menos
de cinco minutos ya estaba en la cama de la bruja.
	 Se podrán imaginar la situación del hombre: estaba más
confundido de lo habitual. “Son treinta pesitos. ¿Quiere ahora sí
la consulta o ya está sano?”, le dijo Silvina entre risas. Gómez
aceptó. Luego de un padrenuestro y un Ave María rezados aún
en la desnudez post-coital, procedió a fumar con calma. El ros-
tro de Silvina se entumeció al oler el tabaco, “señal de malas
energías”, apuntó esta. Olía a amoníaco, me dijo Gómez, porque
algo realmente grave ocurría con él. Tras soltar unas cinco bo-
canadas, el bailoteo del humo formando elipses dio a la supues-
ta doctora una señal funesta. El mundo, según la bruja, se iba a
acabar. Así, sin más. Una fuerza desconocida lo había cargado
a él como posesor del secreto. Ahora resultaba ser, gracias a la
adivina, el único con el conocimiento del destino total de la hu-
manidad.
	 Se vistió como pudo, dejó sobre la mesa un billete de cin-
cuenta y salió de allá. Llegó a la casa exaltado, al borde del co-
lapso y, como de costumbre, con un cigarro en el hocico.
	 No me juzguen, pero es que luego de escuchar esa historia
no pude sino reír. Pensé que estaba bromeando, e incluso me
alegré de ver en él esa diminuta chispa de ingenio que requiere
hacer un chiste. Tristemente, no tardé en darme cuenta de que
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Fanzine
hablaba en serio. Tratando de convencerlo sobre imposibilidad
de la predicción, descubrí en él un temperamento dado a la no-
racionalidad. Así que, con rabia, desistí inmediatamente y lo
dejé entrar a la escena, a la ficción. El mundo se iba a acabar en
dos meses, ya sólo quedaba uno.
	 Por el momento, en lugar de darse a la tarea informativa,
se reservó el pronóstico para él solo. Desde ese día asumió el pa-
pel del estático, supongo, por temor al caos. “¿Qué sería del mun-
do si se enterase?”, me decía angustiado. “Pero antes tendrían
que creerle, Gómez”. Parecía que no entendía. En todo caso, sí se
dio a la tarea de analizarse como dueño de una verdad fatal.
	 Como era de esperarse, renunció a su puesto, vació sus
cuentas bancarias y se dedicó a derrochar. No gastaba en alco-
hol, puesto que tan poco tiempo de vida no podía gastarse ebrio.
Gastaba en arroz orgánico, en puros importados directamente
de La Habana, y en los servicios de Silvina (no los servicios
de bruja, vale aclarar). Y todo había estado relativamente bien
(¿relativo en cuanto a qué?), de no ser por el paso siguiente: La
vagancia estimula el pensamiento, y el pensamiento en exce-
so no es bueno para los idiotas. Ocurre que la conciencia tomó
conciencia de la consciencia y, como un rayo de luz, descubrió
aquella inconciencia que le apremiaba antes.
	 Me explico: Gómez figuró su secreto como el palo que se
mete en la rueda de la vida. Se imaginó a sí mismo con el poder
de dirigir a su antojo a la humanidad entera y, por consiguiente,
a la humanidad como dependiente de él. Si el mundo se iba a
acabar, los propósitos de la gente no se cumplirían; y si los pro-
pósitos de la gente no se cumplían, no había como valorar una
acción. Es decir, en el momento en que el objetivo de cualquier
acción desaparece, valorarla
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El truhán
como buena o mala resulta absurdo. “¿De qué se dice bueno
algo si no tiene finalidad alguna?”, reflexionaba Gómez. “De una
comida, por ejemplo. Yo puedo decir que está buena y no tengo
ninguna finalidad con eso”, le respondía yo. “Decir que está bue-
na no es lo mismo que decir que es buena”. Era un embustero.
	 Y amparado en eso, se apresuró a analizar toda acción
humana. Su diminuta biblioteca, repleta de los libros que leyó
obligado en el colegio, le ofreció un trillado manual de urba-
nidad. Lo devoró en una tarde. Allí se dio cuenta de que en las
cosas más pequeñas había una finalidad, un objetivo: Nada se
hacía por casualidad. “¿Usted por qué coge la cuchara así?”, me
preguntó la noche que me invitó a comer. “Porque sí, Gómez. No
empiece”. “Si la coge con el pulgar y el dedo medio, igual sirve. O
si la coge con todo el puño es hasta más cómodo. ¿No ve que us-
ted la coge así sólo por convención?”. Dejé medio plato de arroz
servido y me fui dando un portazo.
	 Una semana después, pasando el tiempo en un bar, escu-
ché que alguien hablaba de él. Era Gordillo, el gerente del banco.
Le contaba a otro hombre una historia increíble. Eran las diez de
la mañana -le dijo a su interlocutor- y la secretaria le había
avisado que el señor Fabio Andrés Gómez Salazar necesitaba
hablar con él. Le dijo que esperase, pues tenía que terminar un
cierto papeleo, papeleo de banqueros. Entonces, cuando hubo
terminado, permitió que Gómez entrara a su despacho. Este últi-
mo ingresó con gesto serio. Iba vestido de traje, tenía sombrero y
chaleco, y se había entorchado las puntas del bigote. “Buen día”,
le dijo el gerente mientras le tendía la mano. En ese momento,
Gómez se retiró el zapato izquierdo y, parsimoniosamente lo
dejó sobre el escritorio. Acto seguido, se quitó la media y la de-
positó entre el zapato. Estiró el pie y, con el dedo gordo, sujetó la
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Fanzine
mano del hombre. “Buenas y santas”, le dijo.
	 El interlocutor de Gordillo estalló en carcajadas. Gordillo,
todavía indignado, le contó que, luego de sentir en su mano la
presión de aquel dedo de uñas encarnadas, se paró y llamó al ce-
lador. Sin darle tiempo a Gómez de recoger el zapato, lo echaron
a la calle.
	 Su señoría, esa fue la primera de una larga lista de histo-
rias que escuché.
	 Pues ya está: lo interesante aquí es que Gómez, pudiendo
justificar para sí mismo cualquier homicidio, cualquier crimen
que pudiese llegar a traerle un cierto placer, ya fuese robar ciga-
rros en la tienda, ya fuese tajarles el cuello a todos aquellos que
en el trabajo lo tildaban de imbécil, no lo hizo. Prefirió, sencilla-
mente, sabotear la normatividad más básica.
	 Estarán ustedes pensando que es muy estúpido. Pero no
lo es. La gente lo detestó más que a un asesino o a un ladrón. Y
yo también. Era como si, de una u otra forma, evitando el saludo
con la mano estuviese taladrando vorazmente el suelo en que
nos paramos todas las personas, y así, sin más, entregándonos
un pase sin regreso al más profundo de los abismos.
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El truhán
Decidí, pues, una noche ir a su casa y ahogarle con su propia
almohada, esa que olía a tabaco. Entonces, les pregunto a todos:
¿Qué habrían hecho ustedes?, ¿acaso no me merezco un premio?
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Andrés Calderón
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El truhán
E
n el intento de darle significado a los azares de la vida,
nos encontramos buscando en objetos la respuesta,
atribuyéndoles esa responsabilidad como si estos con-
dujeran nuestro destino, como si fueran los causantes
de los sucesos diarios. Escarbamos en nuestras cabe-
zas buscando cuál de todas esas cosas que guardamos tienen
ese mal augurio, pero siempre olvidamos buscar en aquellas que
creemos sagradas, dando por sentado que, precisamente por sa-
gradas, nada malo ha de pasarnos si las llevamos con devoción.
	 El caso de don Ernesto Morales no era la excepción: car-
gaba con infinidad de imágenes de la virgen en su billetera, col-
gaban de su cuello rosarios y en sus muñecas llevaba siempre
manillas de algún santo rebuscado. Adepto a la religión cristia-
na, no faltaba a ninguno de los cultos.
	 Ernesto, de 45 años, era conductor de una buseta de ser-
vicio público, manejaba desde las cuatro de la mañana hasta
las diez de la noche, omitiendo el tiempo para su familia, pues
le entregaba toda su vida al trabajo y a los vicios. Vivía junto
con su esposa y tres hijos en uno de los barrios marginales de la
ciudad. Adicto, como buen cristiano que era, a las prostitutas, al
licor y a la lotería, se perdía todos los viernes en la noche entre
esa jungla de mujeres, tandas de cerveza y los posibles números
ganadores del premio mayor. Pero lo único que conseguía era
que alguna puta lo robara. Movido por la rabia, producto del robo
y de no ganar la lotería, llegaba a casa a golpear a su mujer hasta
dejarla inconsciente, sin importar que sus hijos fuesen especta-
dores de tal exhibición de violencia. Los sábados en la mañana
llegaban las disculpas de don Ernesto a la señora Claudia, y ella,
con el temor a flor de piel, le rogaba que la perdonara por no ser
la buena esposa que un hombre como él merecía.
EEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE
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	 Así pasaba semana tras semana: los cambios se queda-
ban en promesas y su hijo mayor llevaba la peor parte a cues-
tas. Los despliegues de violencia de su padre habían sembrado
el odio en él. Lloraba en silencio los maltratos a su madre, y le
faltaba valor para consolar su dolor. Se ahogaba en su ira y cada
viernes sumaba un motivo más para salvar a la señora Claudia
de esa vida que ella creía que no podía cambiar.
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El truhán
	 Cursaba el ultimo grado de colegio. Condenado por la po-
breza que había acompañado a su familia desde siempre, sabía
que una vez graduado lo esperaba una vida de trabajo duro y
poca remuneración, siguiendo de esta manera el camino de su
padre y siendo esto la motivación para cambiar el rumbo de su
vida. Soñaba con ir a la universidad, pero la crisis de su hogar
era un impedimento, y la negativa de su padre por darle estudio
lo dirigían cada vez más y más a pensar que él debía conseguir
dinero por su cuenta. Era un cobarde que no podía ni robarle un
dulce a un niño; pensar en el arrepentimiento que sentiría lo
frenaba,
pero suponía que era cuestión de acostumbrarse y lidiar con
ello.
	 En su primer intento de robo, sacó un cuchillo de su casa,
se tapó la boca con una pañoleta y en la entrada del barrio es-
peró algún rostro desconocido, para así hacer menor el cargo
de conciencia. Abordó torpemente a una señora que pasaba, le
rapó el bolso y empezó la huida, pero él no contaba con que las
personas que deambulaban por ahí empezaran a perseguirlo. El
miedo le ganó y tiró el bolso. Le bastó sólo este susto para jurar
no volver a hacerlo.
Consciente de que su moral le impedía robar, fue escarbando
más en aquel mundo ilícito donde conseguir dinero resulta sen-
cillo, pero escalar y adentrarse en el micro-tráfico era difícil, más
aún para Daniel, que no era capaz de comprar siquiera un ciga-
rrillo por temor a que el tendero lo juzgara. Conocía por suerte
a Diego. Estudiaban en el mismo grupo y había estrechado una
estratégica amistad desde el principio del curso, sabía que un
tipo como Diego era mejor tenerlo de amigo que de enemigo. Era
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Fanzine
su puente directo al éxito y no dudó en buscar su ayuda, aunque
no todo era tan sencillo como pensaba. La red de micro- tráfico
en barrios como el suyo era extensa, codiciada y peligrosa. No
había lugar para un pusilánime de la talla de Daniel: no tenía
amistades y no consumía. Pero el caminar a la sombra de Diego
traería muy buenos frutos, desde su propio punto de vista, claro.
No sabía lo que desencadenaría después los pasos en falso que
comenzaba a dar.
	 En la otra cara de la moneda estaba Ángela, la consentida
de don Ernesto. Era la segunda de sus tres hijos y la única niña
de la casa. Ella ignoraba totalmente la situación de sus padres.
Con quince años sólo le interesaba salir con alguno de los mu-
chachos que la pretendían, encontrar su príncipe azul, casarse
y ser felices por siempre. Ignoraba por completo la hostilidad de
su barrio, vivía sobreprotegida por su madre que, entre marañas,
la enredaba para que no conociera el mundo tal y como era.
Según la señora Claudia, todo esto para evitar que su vida fuese
como la suya.
	 El resultado de las prohibiciones de doña Claudia eran las
salidas a escondidas con Diego. La súbita amistad de este con
su hermano lo llevó a merodear la casa con frecuencia, y bastó
solo una primera mirada para que ella se enamorara. A doña
Claudia le aterraba la sola idea de que su hija se acercara a ese
“gamín”: su fama de drogadicto y ladrón despertaba con justa
razón su desconfianza, pero Ángela, víctima de las circunstan-
cias, desobedecía a su madre y encontraba siempre la manera
de acercarse a él.
30
El truhán
	 Omitir las advertencias de doña Claudia era un placer
para Ángela, pues disfrutaba de su enojo, y la adrenalina que
sentía cuando estaba con Diego la volvían una mujer fogosa.
Descubría que su sensualidad, sumada a sus atributos, podía
hacer que hasta el más inquebrantable de los hombres cediera
a sus encantos, y no dudó en sacar provecho de eso. Empezó
por experimentar con Diego todas esas cosas que sus amigas le
contaban que hacían con sus novios. Le excitaba el pensar que
perdería con él lo que su madre le recordaba siempre que debía
atesorar hasta el matrimonio. Seducir a un tipo como Diego era
sencillo: estaba siempre drogado y como todo buen joven de su
edad siempre estaba
dispuesto al sexo con quien fuera y donde fuera, con tal de saciar
sus deseos.
	 Pero Ángela pensaba en que ese momento sería mági-
co: velas aromatizadas, un remolino de amor, caricias y besos
acompañados de ese maravilloso “te amo” al terminar. Luego,
una ducha caliente y una larga noche de sueño acompañada de
su galán. De sus fantasías sólo se escapaba un mínimo detalle:
Diego no era ese príncipe azul que ella esperaba y, a lo mejor, la
botaría al olvido después de acostarse con ella.
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Fanzine
	 Para don Ernesto los lunes eran sagrados. Después de un
fin de semana de putas, le causaba sosiego regresar a su trabajo
con la energía recargada, encomendándose a Dios, por supuesto,
esperando que él fuera recíproco con sus buenas acciones. Antes
de empezar su ruta habitual, tomaba el tinto mientras socializa-
ba con sus compañeros los detalles de sus andanzas nocturnas.
	
	 —No, hermano, si usted hubiera visto esas hembritas que
había en ese bar. Se me iban los ojos de ver tanta vieja buena —
decía mientras terminaba de tomar su tinto—, pero una hijueputa
de esas aprovecho que estaba borracho y me robó lo que tenía.
Pobrecita Claudia, le tocó pagar a ella las consecuencias.
	 —Oiga, usted sí es conchudo: se va a putear y su mujer le
sale a deber. Esa vieja se le va a abrir, se va a cansar de que usted
le dé mala vida.
	 —No diga eso, hombre. Esa vieja no tiene a donde irse, y si
se larga le toca irse con sus tres peladitos. Yo no me voy a hacer
cargo de esos chinos. Además, en la casa no le falta nada: tiene
comida, techo y un marido que la mantiene. Que se aguante, es
lo mínimo.
	 —Yo solo le advierto, Ernesto. Usted sabe que yo no me
meto en sus cosas, pero es que,hermano, usted cada vez nos llega
con una peor.
	 —Ya llevamos veinte años así, no creo que ahora le dé por
rebelarse. Más bien lo invito el viernes a tomarnos unas allá en
ese bar que atienden esas mamacitas ¿Qué dice?
	 —Pues ahí vamos cuadrando. Hablamos después, voy ape-
nas para timbrar.
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El truhán
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Fanzine
	 Terminada la charla, don Ernesto subía al bus, pedía a sus
santos que ese fuera un día de provecho, rezaba unas cuantas
oraciones, se persignaba y buscaba qué ruta tenía que hacer.
Coincidía con su buen humor su ruta favorita: la más movida de
todas y, por lo tanto, la que más plata le dejaba. Arrancó cinco
minutos antes, salir con tiempo de sobra significaba hacer el
recorrido más despacio y terminar temprano.
	 Sabía que los lunes en la noche debía entregar las ganan-
cias de la semana, pero en su sinvergüencería había perdido
la mitad de la cuota y su feliz inicio de jornada se vio opacado
por la preocupación. Jorge, su jefe, tenía a su mando una flota
de diez busetas, cada una le producía un millón trecientos mil
pesos semanales, y no toleraba que nadie incumpliera lo estipu-
lado. Su poder económico le permitia todo: escoltas, carros lu-
josos, mansiones y el silencio de la autoridad. Era celoso con el
dinero y a quien no entregara hasta el último peso le esperaban
castigos que iban desde la tortura hasta la muerte. Todo esto era
un secreto a voces, el barrio estaba enterado de lo que sucedía,
pero nadie hacia nada por miedo. También era sabido que Jorge
no solo tenía a su mando la flota de busetas: era el líder en distri-
bución de drogas en esa zona. Usaba las busetas como fachada
y así justificar la procedencia de su fortuna.
	 Solo un milagro podía salvar a don Ernesto, la preocupa-
ción se notaba en su rostro: estaba pálido, las ojeras comenzaban
a marcarse, y sentía que todo le daba vueltas. No había salida de
esta, cada vez que lo pensaba se le hacía un nudo en el estómago.
	 Llegaba la hora del almuerzo y antes de bajar del bus, en
la radio Hector Lavoe decía: “pronto llegará el día de mi suerte.
Sé que antes de mi muerte seguro que mi suerte cambiará”. La
angustia se sobrepuso al hambre. No probó bocado del almuer-
34
El truhán
zo que la señora Claudia había preparado con la intención de
compensar el error que había desbordado la irá de su esposo.
Argumentando que estaba enfermo se levantó de la mesa, le dio
un beso en la frente a la señora Claudia y le dijo:
	 —Gracias, mija. Guárdemelo para la comida.
	 Salió de su casa, subió al bus y empezó con la limpieza
que hacía siempre antes de ir de nuevo a trabajar: barría entre
las sillas, recogía las envolturas dejadas sobre los asientos y
aplicaba aromatizante. Sus cavilaciones acerca de cómo con-
seguir el dinero lo aislaban del mundo, y cada vez que volvía
en sí, se encontraba haciendo torpemente las acciones que la
experiencia se había encargado de pulir con el paso de los años.
Se sentó frente al volante, frotaba las manos sobre su cabeza, es-
perando hallar en su calvicie la solución a ese problema. Miraba
inquieto a los costados, buscaba en los objetos a su alrededor la
respuesta, como si estos hubieran conducido su vida hasta ese
momento. Levantó su mirada hacía el espejo retrovisor y notó
que había pasado por alto la limpieza de los últimos asientos.
Su preocupación se convirtió en enojo: ¿Cómo podía un experi-
mentado conductor olvidar asear adecuadamente su medio se
subsistencia?, se preguntaba mientras recogía toda la basura
que se encontraba allí. Fue entonces cuando la vio: entre la ba-
sura que los pasajeros arrojaban encontró una cadena dorada de
la cual colgaba un crucifijo igualmente dorado. Sorprendido por
su hallazgo, su ánimo cambió repentinamente y fue corriendo a
la casa.
35
Fanzine
	 —¡Claudia, Claudia!, vea mija, encontré lo que nos va a sa-
car de la pobreza.
	 —Ernesto no sea ridículo, ese pedazo de metal pintado de
dorado que nos va sacar de esto.
	 —Pero si es oro, mujer, ¿no está viendo?
	 —Qué va ser eso oro, no sea ingenuo, más bien bote eso y
váyase a trabajar.
	 —Se lo voy a probar, Claudia. Esta noche, cuando llegue,
seremos millonarios.
	 Prendió la buseta y se fue directo a una compraventa, la
señora Claudia no podía tener razón y si la tenía le tocaba pagar
las consecuencias.
	 Ansioso por lo que pudiera pasar, entró a la primera com-
praventa que encontró:
	 —Hermano, buenas tardes. Hágame un favor, necesito sa-
ber si esta cadenita es de oro.
	 —Claro que sí, eso le vale diez mil pesitos, patrón
	 —Hágale, mijo. Pero necesito ese dato ya.
	 La prueba más sencilla y rápida consistía en agregar unas
gotas de ácido nítrico sobre la superficie de la cadena. Si esta no
cambiaba de color, significaba que era oro.
	 —Efectivamente patrón, esta cadenita es de oro.
	 —¡Uy, hermano! Ahora si me la saqué, ¿Cuánto vale?
	 —La prueba del peso son otros diez mil pesitos, patrón.
	 —Hágale chino, usted haga lo que tenga que hacer.
36
El truhán
	 Luego de unos minutos ya se sabía el peso.
	 —Patrón usted de verdad se la ganó con esa cadenita: pesa
treinta gramos exactos
	 —Deme precios, hermano
	 —Vea, le voy a ser sincero, esta cadenita es de oro de vein-
ticuatro quilates, eso está valiendo por ahí unos doscientos mil
pesos el gramo, patrón . —sacó entonces su calculadora para
hacer la operación —Mire, usted puede estar vendiendo esta ca-
dena
divinamente en unos seis millones quinientos.
	 —¿Usted me está hablando en serio? No, hermano, ahora
sí se solucionaron mis problemas.
	 —Eso si consigue quien la compre, nadie tiene el billete
para comprar eso.
	 —No me desilusione así, hombre. ¿Entonces no me la va a
comprar?
	 —Mire, eso no tiene salida, y yo no tengo billete para com-
prarla. Toca que busque algún ricachón que le compre esa vaina.
	 —Vea hermano sus veinte mil, gracias.
	
	 El lunes era un día importante para Daniel, gracias a Diego
había conseguido una cita con Jorge. El encuentro se llevaría
a cabo a las diez de la noche. Jorge exigía que llegara solo a su
casa y que fuera conciso con su petición, solo le había otorgado
cinco minutos de su apretada agenda. Daniel estaba en blanco,
no sabía qué decirle ni como dirigirse a un tipo como él. No podía
37
Fanzine
perder la oportunidad, sabía que si no aprovechaba esos cinco
minutos su vida sería un lastre.
	 Pensó entonces lo que sería el plan perfecto: faltaría ese
día al colegio, su buen rendimiento haría que su ausencia pasa-
ra desapercibida, y así tendría todo el día para estar con Diego
y preguntarle acerca de cómo consiguió trabajar para Jorge. Un
plan sencillo pero eficaz. Alistó sus cosas de forma habitual: se
puso su uniforme, empacó en su maleta ropa de cambio, desa-
yunó y salió. Diego lo esperaba afuera, no sabía nada acerca de
lo que tenía planeado Daniel para el día:
	 —Parce, le tengo el plan que a usted le encanta: faltar a
clase hoy
	 —Como así, marica. ¿Usted se va a volar conmigo de cla-
se?, No hable mierda.
	 —Ya escuchó, hoy nos vamos pa’ otro lado, quiero que me
cuente usted como vino a dar con Jorge.
	 —No pero este man me hace faltar a clase y de encime le
tengo que hablar del camello,
coma mierda, parce.
	 —Usted sabe que le conviene, no se haga el rogado.
	 —Le tengo una mejor: yo le cuento lo que quiera, pero usted
se pega los pipazos conmigo.
	 —Parce usted sabe que yo a eso no le hago.
	 —Perrito hágale que eso no pasa nada. Si usted dice que
no, me voy pal colegio y lo sapeo.
	 —Bueno, pero solo uno. Usted sabe que me da miedo.
	 —Ya fue entonces.
38
El truhán
	 Le sudaban las manos de los nervios. Esa era la única
manera de que Diego le contara como terminó así, no podía des-
aprovechar la oportunidad. Llegaron al parque Las Marías, Diego
lo dirigió a lo que él llamaba la cueva: un agujero en el suelo lo
suficientemente grande para que los dos entraran y pasaran
desapercibidos. Daniel comenzó a cambiarse mientras Diego
hacía los preparativos para fumar: sacaba su pipa improvisada,
su marihuana y empezaba con las uñas a triturarla, intentando
dejarla lo más pequeña posible. Luego sacaba su encendedor:
	 —Listo, esto ya está, le toca dar el primero a usted
	 —Mejor hágale usted, para ver como lo hace.
	 —Usted si es que es una niña completa, ponga cuidado —
ponía entonces el encendedor en la punta de la pipa y daba una
fuerte calada. —¿Sí ve que es sencillo? —decía mientras mante-
nía el humo en sus pulmones, según él, para que el efecto fuera
más fuerte. Luego, mientras botaba todo el humo en la cara de
Daniel, le decía:
	 —Ahora le toca a usted.
	 Llegaban a su cabeza las advertencias de la señora Clau-
dia, sus pensamientos empezaban a jugar en su contra, el remor-
dimiento por faltar a clase y estar ahí en ese momento comen-
zaba a tallarle el pecho.
39
Fanzine
	 Ángela apuraba el paso para salir del colegio. Tenía un
encuentro importante a las tres: había citado a Diego en su casa,
aprovechando que doña Claudia le había comentado que saldría
en la tarde. Era la oportunidad perfecta para poder consumar ese
acto de amor con el que ella soñaba todas las noches. Mientras
caminaba sus piernas temblaban, sus manos sudaban y sentía
un ligero cosquilleo en su abdomen.
	 A medida que se acercaba a la casa, detallaba la silueta
inconfundible de Diego. Sintió como se ruborizaba y como sus
piernas empezaban a flaquear. Lo saludó de un tímido beso en la
boca, pero lo notaba extraño: más disperso que de costumbre y
con un fuerte olor a cigarrillo. Pensó que todo esto era producto
de sus nervios, entonces abrió la puerta de su casa, entraron y
fueron directo al cuarto. Tanto Ángela como Diego sabían a qué
iban: ella moría de ganas de experimentar lo que todo el mundo
comentaba del sexo, y él solo buscaba satisfacer esa lascivia que
despertaba después de haber fumado.
	 Sentados en la cama se miraban fijamente. Ángela guar-
daba una tímida distancia, y esperaba que él, en su experiencia
de amante, pudiera guiarla entre los recovecos del placer. Estaba
a la merced de su voluntad: permanecía inmóvil mientras Diego
acariciaba su rostro, pasaba sus ásperos dedos por la comisura
de sus labios y dirigía luego sus manos hacía el cuello, desper-
tando un cosquilleo que la recorrían desde su espalda hasta sus
glúteos. Sus duras manos masajeaban suavemente los hombros
de Ángela, que dejaba escapar suaves sollozos.
	 Tocaba sutilmente sus piernas, inmiscuyéndose lenta-
mente entre la falda. Apretaba tenuemente sus muslos, provo-
cando en ella pequeños y casi inaudibles gemidos.
40
El truhán
	 Comenzó por desabotonarle pausadamente su blusa. A
medida que avanzaba, veía como sus senos sobresalían de ese
pequeño sostén que Diego no dudo en arrancar, ansioso de ver
eso que tanto deseaba.
Su delicado tacto comenzó a cambiar drásticamente. Su lascivia
desmedida lo convertía en un hombre agresivo: quitaba violen-
tamente las prendas que Ángela aún conservaba, transformaba
las suaves caricias en duros golpes que hacían que su piel en-
rojeciera, provocando que el deseo de ella se convirtiera rápi-
damente en ese temor que sentía cuando don Ernesto golpeaba
a su mamá. Dominada por el miedo, suplicaba a Diego que se
detuviera, pero él omitía sus quejidos y tapaba su boca mientras
introducía bruscamente su virilidad en ella. Las lágrimas de
Ángela brotaban, sentía como el ardor que nacía en su pubis se
extendía por todo el cuerpo.
	 Su dolor era intenso, el ardor sumado a los golpes que
recibía la hacían sentir aturdida. Solo pensaba en qué momento
terminaría todo esto. Se repudiaba a ella misma, sentía un pro-
fundo asco por Diego y se arrepentía de no haber escuchado las
advertencias de doña Claudia. Buscaba en los objetos de la habi-
tación la respuesta a su dolor, como si estos hubieran conducido
su vida hasta ese momento.
41
Fanzine
	 Lo despertaron las primeras gotas de un fuerte aguacero.
Se encontraba tirado en la cueva, había perdido el conocimien-
to después de que Diego lo obligara a fumar más de lo que un
primerizo puede resistir. Echó un vistazo a sus costados y al no
encontrarlo se incorporó rápidamente, pero el efecto sedante de
la marihuana se encargó de tumbarlo. Tirado en el suelo veía
como las lámparas del parque se encendían y él, que en su letar-
go no atinaba a descifrar lo que significaba esto, cerró sus ojos y
concilió el más profundo de sus sueños.
	 A la vida solo le bastaron dos horas de intensa lluvia para
traerlo de vuelta, dejando caer sobre él una dosis de realidad, y
de esta manera precipitarlo hacia su destino.
	 Despertó de golpe e inmediatamente consultó su reloj:
9:35pm. Tenía solo veinticinco minutos para presentarse ante
Jorge, o habría perdido la oportunidad de labrar un nuevo camino.
	 Veía inquieto el reloj, como si clavándole fijamente la mirada
pudiera detenerlo. La ansiedad lo carcomía por dentro: vender un
objeto de tan alto valor en una tarde era imposible. Faltaban vein-
ticinco minutos para la reunión semanal con Jorge, ya nada podía
hacer para recuperar lo perdido.
	 De camino a casa de Jorge, hizo la parada habitual para com-
prar la lotería. El pensar en las posibles combinaciones ganadoras
lo llenaba de satisfacción, logrando dejar a un lado la premonición
de su muerte. El reloj ya marcaba las 9:50pm.
42
El truhán
—¡Cállese! Estoy mamado de escuchar sus
excusas. Le doy un día, Ernesto. Mañana a
esta hora quiero la plata. Usted ya sabe qué
pasa si no la trae.
	
	 Cruzaba la portería mientras escuchaba los gritos que ve-
nían de adentro.
	 — Ernesto, ¿usted sabe que le pasa a las ratas que se roban el
producido?
	 —Patrón, ya le dije que yo no me robe esa plata.
	 Daniel, escondido entre el jardín, veía como los escoltas de
Jorge sacaban a golpes a su padre, pero él no podía hacer nada: El
reloj ya marcaba las diez, no había tiempo para socorrer a un mise-
rable como don Ernesto.
	 Jorge lo estaba esperando, escuchaba indiferente su peti-
ción, era otro de los muchos que buscaba en él una solución a sus
problemas. No tenía nada que le interesase: hablaba con dificultad,
mantenía la mirada baja y confesó tener cierta incapacidad para
hacerle daño a otra persona. Pero hubo un detalle que logró captar
su atención: el apellido Morales. Aceptaría su petición sólo si cum-
plía un requisito: debía presentarse al día siguiente para un encargo
especial, el cual debía cumplir a cabalidad y de esta manera demos-
trar su temple.
	
—¡Cállese! Estoy mamado de escuchar sus
excusas. Le doy un día, Ernesto. Mañana a
esta hora quiero la plata. Usted ya sabe qué
pasa si no la trae.
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Fanzine
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El truhán
	 ¿De que servía tener una cadena de oro si no encontraba
quien la comprase? Jorge rechazó recibir en forma de pago lo que
él llamó: “un pedazo de metal inservible”, después de arrojárselo en
la cara. Tenía solo un día para conseguir el dinero, o estaría muerto
para la madrugada del miércoles.
	 Jugaba a las once su lotería, entró entonces en el local y veía
en la televisión cómo hacían los preparativos para el juego. Sabía
que iba a perder, llevaba veinte años jugando la misma lotería, con
los mismos números y en el mismo lugar, pero muy en el fondo
guardaba la misma esperanza.
	 La edecán, muy puntual, empezaba con la presentación del
programa, hacía el repaso habitual por las reglas del juego, leía los
patrocinadores y presentaba al público las personas de los organis-
mos que verificaban la legalidad de este. Todo esto mientras don
Ernesto esperaba impaciente que empezara, una vez más, el sorteo.
La edecán mostraba el número de cada balota ante los ojos atónitos
de don Ernesto, que no podía creer lo que veía.
	 Don Ernesto culpaba de su suerte a la cadenita de oro que
llevaba consigo: según él, sin ella no habría podido ganar el premio
mayor de cien millones de pesos que llevaba persiguiendo durante
veinte años.
45
Fanzine
	 El martes parecía ser un buen día para todos, menos para
Ángela: sentía en su cuerpo una suciedad que no quitaba con el
baño, y un olor nauseabundo que ningún perfume podía opacar; los
golpes en su cuerpo habían tomado un color morado que se acen-
tuaba con el
paso del tiempo. Rogó a doña Claudia, sin permitirle que entrara, no
enviarla al colegio por ese día, se sentía tan mal que no quería que
nadie la molestase en su habitación.
	 La sangre brotaba débilmente de su entrepierna, pero esta
vez venía sin la compañía de los dolores menstruales. Pensaba
que era normal que la primera vez fuese así, o por lo menos eso le
había dicho Diego al terminar. Daba vueltas en su cabeza lo que le
dijo antes de marcharse:
	 —Que no se entere nadie, Ángela. Si esto sale de este cuarto,
dese por muerta.
	 Sus sabanas se tornaban rojas a medida que ella perdía el
conocimiento.
46
El truhán
	 La propuesta de Jorge provocaba en Daniel más nervios que
felicidad. Acompañado de este pensamiento llegaba a su cabeza el
ridículo intento de robo y temía que la prueba que le esperaba es-
tuviera relacionada de alguna forma con esto. Las primeras horas
de la mañana lo tomaron por sorpresa mientras él aún intentaba
digerir todo lo del día anterior. Apuró su salida para el colegio, aun-
que solo por satisfacer a doña Claudia. Confiaba plenamente en que
ese sería su último día de clases.
	 Su angustia fue en aumento al notar la presencia de don Er-
nesto, parecía feliz a pesar del golpe que tenía marcado en el rostro.
	 —Buenos días, mijo
	 —¿Usted no debería estar trabajando, papá?
	 —Mijo, su papá no va a trabajar más.
	 —¿Nos va a dejar aguantando hambre, entonces?
	 —No creo que con cien millones de pesos nos vayamos a
morir de hambre.
	 —¿De qué está hablado? ¿Cuáles cien millones de pesos?
	 —¡Anoche me gané la lotería, mijo!
	 A Daniel le caían estás palabras como un balde de agua fría:
su plan de darle una mejor vida a doña Claudia empezaba a venir-
se abajo. Pero no había vuelta atrás, Diego le había advertido que,
pasara lo que pasara, tenía que presentarse ante Jorge.
47
Fanzine
	 Don Ernesto no se tomó siquiera el atrevimiento de avisar
que faltaría al trabajo. Con esa gran suma de dinero pagaría la
deuda con su jefe y le quedaría lo suficiente para poder vivir có-
modamente. Dedicó su ultimo martes a la haraganería, se entregó
a Morfeo desde la mañana hasta ya bien entrada la tarde, se había
prometido dejar el estrés y los afanes a un lado.
	 Mientras don Ernesto se regocijaba en su tranquilidad, Jorge
lo buscaba por cielo y tierra. Ya no se iba a conformar con que él
pagara su deuda, sabía muy bien lo que desencadenaba el haber
fallado a su palabra.
	
	 El reloj de pared mostraba las 7:37pm. Había dormido todo
el día, interrumpía su siesta el incesante goteo de la sangre sobre
las baldosas. Sus cobijas, teñidas de un profundo rojo, despedían
a Ángela que cerraba los ojos por última vez.
	 Daniel se presentó puntual donde Jorge, quien, al verlo, no
dudó en empezar a darle indicaciones de lo que debía hacer.
	 —Vea, Daniel, hubo cambio de planes. Si usted hace lo que le
digo, la recompensa será grande.
	 —Bueno, don Jorge. Dígame entonces qué hago.
	 —Un calvo hijueputa me robó una plata, quiero que lo mate. 	
	 —decía mientras ponía en sus manos un revolver.
	 —Pero don Jorge, yo no sé disparar esto.
48
El truhán
	 —¡ya sé, hermano! Usted solo hágase lo más cerca que pueda
y descárguela toda. Lo van a llevar hasta allá. No falle, o el próximo
muerto será usted.
	 Daniel, un cobarde de pies a cabeza, temblaba y apretaba
fuertemente el arma para que no resbalara debido al sudor de sus
manos. Recorrían las calles de su barrio en moto, buscaban en ba-
res y tiendas a la víctima. Se detuvieron frente al local de lotería.
	 —Todo suyo chino, no se preocupe que eso es solo pulsar el
gatillo.
	 Daniel, que a duras penas si podía mantenerse en píe, cami-
naba lentamente y antes de entrar volvió la mirada al conductor
de la moto, que le hizo ademanes de que entrara. Frente a él estaba
ese “calvo hijueputa”, esperando que la señora de la caja dejara de
contar billetes.
	 Dominado por los nervios, apuntó el arma a la espalda y pul-
só el gatillo hasta que dejaron de sonar los disparos. Petrificado por
la sangre que empezaba a regarse sobre el piso, dirigió la mirada
hacía el cadáver, tumbándose sobre él y tomando en sus manos el
crucifijo dorado, le preguntó:
— ¿Por qué condujiste mi vida hasta este momento?
¿Por qué?
¿Por qué?
¿Por qué? ¿Por qué?
¿Por qué?
¿Por qué?
¿Por qué?
¿Por qué?
¿Por qué?
¿Por qué?
¿Por qué?¿Por qué?
¿Por qué?
¿Por qué?
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El truhán
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Fanzine
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El truhán
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Fanzine
22 fotosGabriel Millán
54
El truhán
MMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMM
i padre era un tipo que cabalgaba la cotidianidad
con una sola mano. Su carácter estaba lleno de un
temple agreste y testarudo que era acompañado de
particulares cualidades místicas para la tarea de
hechizar mujeres de mirada inocente. Cada una de ellas renun-
ciaba a sus libertades emocionales para robarle un pedacito de
tiempo y creerse afortunada. Todas, excepto una: mi madre.
	 Nora Araujo odiaba de sobremanera la forma coqueta e
irradiante con la que Fabio Velandia, mi padre, le miraba de arri-
ba a abajo, desde su cabellera de cobre hasta sus tobillos pulidos.
Detestaba ese acto, no porque no le gustara, sino porque no se po-
día resistir ante su romance. Sabía que una mirada de su talante,
significaba dejar a un lado la óptica tan radical que tenía de la
vida y, en especial, del amor. Y que debía olvidarse del carácter
fuerte con el que lo enfrentaba aquellas veces donde escogía al
trabajo por encima de la familia.
	 Trabajar en una empresa que promete conectar a la gente
por medio de sus servicios, obliga a quienes laburan en ella a
romper esporádicamente las conexiones con su familia. Esa
impertinente ironía era la que invocaba episodios de desamor
en la casa Velandia Araujo. Don Fabio trabajaba en Telecom y
sus labores eran varias: En ocasiones estaba obligado a enlazar y
enredar cables en la terraza de alguna que otra familia y en otras,
a desbaratarlos. Él y sus singulares mañas, viajaron por todo el
país. De cada lugar, traía un recuerdo que lo conectaba con las
experiencias que casi siempre estaban plagadas de historias.
	 Lo que tenían en común todos sus souvenirs, era que cada
uno de ellos, eran fotografías enmarcadas. Existía una singula-
ridad en la más importante de ellas: Estaba cortada a la mitad.
Él nos contaba que la razón detrás de tal desfachatez, residía en
55
Fanzine
la conexión espiritual que lo enlazaba a ese lugar. Al desgarrar
un trozo de la foto que perpetuaba un lugar en específico, no
solo el recuerdo quedaba intacto, sino también los sentimientos
que fueron despertados. Eso era lo que defendía él con un tono
siempre poético. Pero nada era más estético que sus mentiras,
pues disfrazaba lo que le dolía aceptar en tiernas analogías. Con
el tiempo descubrimos sus secretos de la peor forma.
56
El truhán
	 Mientras él se sumergía entre los calores y los fríos geo-
gráficos de cada departamento, mi hermana Rocío y yo, nos
quedábamos a ayudarle a mi madre en la pequeña mercería que
tenía. A la señora Nora, le pareció buena idea alcahuetearle los
caprichos a su marido y adornó las paredes con los marcos que
guardaban sus recuerdos. Juró hasta el cansancio que hacían
juego con la tela roja en el techo que se ondulaba con el correr
del viento. Esa pequeña guarida de botones y alfileres estaba
posicionada estratégicamente cerca al parque principal, com-
partiendo acera con la catedral y concediéndole a la esquina de
la calle un aire acogedor.
	 La mercancía era importada desde el sur de Asia. Prove-
nía de una fábrica bengalí que innovó en derechos humanos y
devolvió la infancia a cientos de niños. Contratando, en su lugar,
a mujeres y hombres jóvenes que recibían sus estudios sobre tex-
tiles en una escuela de formación montada por una organización
no gubernamental que había llegado al país. El contrato se logró
luego de que mi padre, en uno de sus viajes, hiciera contacto con
un activista caldense que buscaba exportar la mercancía produ-
cida por la fábrica.
El negocio alcanzó cierta popularidad luego de que se corriera
un rumor y tomara las voces en las calles: Rocío tuvo el puntaje
más alto en el examen de admisión de la Universidad Nacional.
La hija de una confeccionista de vestidos y un trabajador de te-
lecomunicaciones, resultó ser la muchacha más inteligente del
pueblo.
	 Rocío, en su época de trenzas y delirios poéticos, era una
muchacha dedicada a dos cosas: las ciencias naturales y las
artes coitales. Pero por cuestiones de lealtad, solo yo sabia de
eso. Mi mamá aún no se desayunaba la idea de que su inocencia
57
Fanzine
había sido corrompida. Al obtener la noticia del puntaje por el
que había estado trabajando sin descanso, no solo las palabras
alegóricas de felicitación abundaban a su alrededor, también
susurros que precisaban de un galanteo inaguantable.
	 Mi hermana, era una gran bailarina. A diferencia mía, el
piso ardía en sensualidad cuando ella movía sus piernas y las
miradas de los hombres siempre apuntaban a ella. Siempre en-
vidié su capacidad para persuadir la mirada masculina cargada
de ingenuidad. Se parecía a mi padre. Al fin y al cabo, tenían los
mismos ojos.
	 La noche siguiente a la llegada de los resultados, iniciaban
las ferias de fin de año. El parque principal se atestaba de gente
que venia de otros lados para ver las danzas presentadas por mu-
chachos que, más que estudiantes, eran huérfanos preparados
artísticamente. El pueblo se consumía en festividad; las calles
se convertían en pistas de baile; las sombras en moteles y los
deseos se ahogaban en botellas de aguardiente.
	 Por estas épocas, Rocío o no dormía, o lo hacía en la cama
de alguien más. Y esa noche, la única excepción que hubo fue
que el tipo que conoció, amaneció en nuestra casa. Eduardo: un
hombre apuesto y educado, sin duda. Aunque su esencia hacia
que en mi pecho se esparciera un malestar, un mal augurio que,
con el tiempo se haría realidad.
	 Durante la semana siguiente, Eduardo asomó su entro-
metido rostro a la mercería. Día tras día, la mirada pretensiosa
aparecía bajo el marco verde de la entrada con designio de co-
quetear a mi hermana. Y en uno de esos días marcados por el
frío, el viento empujó a unas cuantas personas dentro del nego-
cio. Entre ellas estaba Farid Musolf.
58
El truhán
	 Farid, el activista amigo de mi padre, vino a visitarnos.
Su entrada a la mercería fue como el de quien entra a la Capilla
Sixtina por primera vez: la mirada elevada, las manos descan-
sando en el cinturón y sus labios transformados en palabras que
expresan magnificencia. Su mirada se detuvo en la foto rasgada,
como la de cualquiera cuando entra por primera vez.
	 Ese día se cargó de buenas noticias cuando llegó con el
grato aviso de que una de sus estudiantes, había confeccionado
la tela más hermosa que jamás hubiera visto. Se trataba de un
material que acaricia la piel con una elegante suavidad y refle-
jaba el verde de mil esmeraldas. Un vestido hermosísimo podría
salir de esa tela, desde luego. Mencionó que en unas semanas
varios metros de la tela iban a llegar. No eran demasiados, alegó,
pero era lo suficiente para confeccionar una buena pieza. Enun-
ció que iba a volver en unos días para ver la tela en persona.
	 Mientras tanto, mi padre se las arreglaba para enviar car-
tas desde la lejanía. Rocío era la encargada de recogerlas en el
servicio de mensajería cada martes a las cuatro y media de la
tarde. Esto, con el fin de darle el tiempo suficiente para que lle-
gara el furgón con su carga completa. El ejercicio le añadía más
romanticismo con el hecho de que solo él podía enviar cartas y
nosotros recibirlas, no podía ser un acto reciproco debido a su
cambio constante de posicionamiento. Aunque, a decir verdad,
todas queríamos contarle sobre la noticia de la tela terciopelada.
59
Fanzine
	 Esa tarde cayó un aguacero, y aunque estábamos en vera-
no, era digno de invierno. Nora en un acto que manifestó su afán,
metió a Rocío en una capota enorme que le cubría de la cabeza
a los pies y la mandó por la carta. Como una niña, Rocío se fue
saltando entre los pequeños lagos que se formaban en las gritas
de la carretera desolada. Las cartas que escribe mi papá son muy
fáciles de reconocer: Trazos dobles en las letras producto de la
tinta china transferida al papel con una pluma rota en la punta.
	 En cuanto llegó a casa, deprisa se quitó las botas, su
capota azul, y nos sentamos a leer.
60
El truhán
26 de mayo. 2002
“El sol quemó gran parte de mi piel hoy y dejó un leve
ardor encima de la pintura roja que impregnó en mi brazo.
Recorrí gran parte de la tierra que nos vio nacer, Nora.
Me recordó los días sin sombra donde solíamos vagar
como dos errantes en busca del amor. Cuando finalmente lo
encontramos, no tuvimos porqué seguir ocultándonos del
sol. Habíamos hallado en nuestros besos la cura a la sed
y la soledad. Espero algún día poder traerlas a las tres a
contemplar estos lugares donde nació la idea de crear una
familia, una idea que no se quemó a pesar de la furia
intensa del celeste cuya llama jamás se apagará.
Con amor, Fabio”
61
Fanzine
Mi madre no podía evitar sonrojarse por la calidez de la voz viril
e imaginaria de mi padre leyéndole a susurros sus cartas al oído.
Tenía un talento especial para interpretar el contenido de las pa-
labras que se desdibujaban en la carta emparamada. Muy pocas
veces, las cartas iban dirigidas hacia sus hijas. Él se enfocaba
más en el coqueteo.
	 En una próxima ocasión, llegó una carta que fue escondi-
da a nuestros ojos, solo los de mi madre pudieron leer su conte-
nido. Ella decía que era un escrito estrictamente para ella y nadie
más. Sin embargo, lo que sí pudimos saber, era que mi padre iba
a estar de regreso en unos cuantos días y que planeaba tener un
encuentro muy especial con mi madre. Por lo que ella estaba
pensando en comprarse un vestido bastante elegante y seductor
que pudiera darle la bienvenida que se merecía.
	 La tela había llegado. Envolviendo un tubo de 2 metros de
largo, un cilindro sedoso y radiante hizo su entrada al negocio
como si de un ser divino se tratase. Debía colocarse en un estante
que lo hiciera destacar. Por eso, se colocó al lado izquierdo de la
fotografía cortada a la mitad. En esas, Eduardo entró al negocio
y lo primero que vio fue a mi madre más angustiada que emo-
cionada. La oportunidad perfecta para mi madre había llegado;
podría confeccionar el más bello de los vestidos con una tela
única en el país. Pero le saldría muy costoso, no solo porque la
tela valiera una fortuna, sino porque era la ocasión indicada para
que el negocio creciera económicamente.
	 El muchacho acercó sus indiscretos ojos a la pared que
sostenía la media fotografía, la examinó poco a poco y preguntó
por la pieza faltante. “Ese parece el templo que está en Barbosa”
dijo. “Aunque es difícil saberlo ¿Por qué está cortada?” Le respon-
dí lo suficiente como para hacer que se callara, pero no bastó y
siguió hablando.
62
El truhán
“Lo sé porque nací allá. Viví con mi madre a unas cuantas cua-
dras de la Nuestra Señora del Carmen. Ella solía ir allá a rezarle
a Santa Paula, patrona de las viudas. Mi mamá me contó una vez
que mi padre casi nunca estaba en la casa, que andaba en cosas
raras y que por eso no tenía que buscarlo. Pero ¡Qué va! Todo eso
es mentira. Además, creo que se murió de cirrosis.
	 Unos cuantos años después me enteré que el tipo se ha-
bía hecho asquerosamente rico y no quería compartir su dinero
con nadie. Por eso lo escondió quién sabe dónde. Me dijeron que
había escondido la plata dentro “la piel tersa de Asía”. Nunca en-
tendí qué significaba eso.
	 Y en parte por eso estoy aquí, me dijeron que aquí encon-
traría a alguien que me daría respuestas. Pero, por ahora, eso no
ha pasado.”
	 Pasaron varias noches que otorgaron un silencio abismal
en la casa. No sabíamos de Don Fabio y mi madre había con-
seguido, por fin, un vestido. Era hermoso, pero no era de la tela
asiática. Sin embargo, decidió tenerle una sorpresa a su amado,
por eso llamó a su amigo Francisco, un chef de alta cocina que
solía cuidarnos en tiempos de infancia. Adornamos su habita-
ción sumergiéndola en un ambiente apasionante, marcado por
un rojo escarlata. Pachito había estado preparando el plato pre-
ferido de mi padre: una buena carne oreada.
	 Pero ni la carne ni el vestido de rosas que compró mi
madre, tuvieron la suerte de cumplir su propósito. Se quedó
colgando en un closet perfumándose de cedro. El día que estaba
dispuesto para la llegada de mi padre se desdibujó en el tiempo.
En su lugar, llegó una carta a la casa y supimos al instante que
era de él. Ese papel amarillo, triste y crudo, nos quebró el corazón.
63
Fanzine
10 de junio, 2002
“Esta carta está cargada de sentimiento, pero me temo que no es uno
bueno. Esta cálida mañana de martes recibí una llamada de mi compa-
ñero Luis. ¡Acabaron con Telecom! Fue lo que pudo decir entre lágri-
mas y gritos. La empresa había tocado fondo con sus deudas. Man-
tener a los pensionados había provocado que la deuda se expandiera
como lo hace un parasito en el cuerpo. No le quedó mejor solución al
presidente Uribe que amputarla radicalmente y sin anestesia. Nos
acabaron, mis niñas. No me darán ni siquiera una jubilación. ¡Tan
cerca que estaba!
Espero perdonen el pulso tambaleante con el que les escribo, no es fácil
sujetar la pluma con una mano mientras en la otra se sostiene un re-
volver. Las seguiré hasta donde acabe la piel tersa de Asia, hasta
donde el rocío deje de sonar y hasta donde el recuerdo de que fui un
buen hombre las acompañe.
Las amo. Para siempre, Fabio.”
64
El truhán
	 Nora no pudo desprender su helada espalda de la cama
por varios días. La mercería cerró por un tiempo mientras mi
hermana y yo nos encargábamos del papeleo fúnebre. Escogi-
mos un ataúd que bastara para guardar el ego que almacenaba
en su inmensa barriga. Farid se enteró de la noticia y pidió ser el
encargado de hablar con la funeraria para cuadrar la fecha y la
sala del velorio.
	 Mi madre llorando, se puso el vestido y encima un saco
negro y triste. Eran las diez de la mañana y teníamos que estar
ya en la funeraria. Le habían asignado la sala más grande y con
el pasillo más largo. Acomodaron unos cuantos sofás en la sala
y sillas a lo largo del corredor. Once sillas a cada lado.
	 Las primeras en llegar fuimos nosotras, seguidas de unos
cuantos amigos de la familia que decoraron nuestra tristeza con
arreglos florales. Los más cercanos llevaron gladiolos y claveles,
y los que le debían dinero, le pagaron su deuda en rosas. Eduardo
estuvo recargado en la pared todo el tiempo, acompañado siem-
pre de un Farid misterioso y cabizbajo.
	 Entre lágrimas pude ver como esos dos se miraron y se
fueron. Como pude, barrí las lágrimas con mi brazo y aproveché
para ir por agua. Al salir por el marco café de la puerta que sos-
tenía una placa que rezaba el nombre “Fabio Velandia Blanco”, vi
veintidós sombras que se levantaron de sus sillas al verme salir.
Poco a poco tomaban su forma humana, sus rostros y sus colo-
res. Pero ninguno era conocido. Caminé entre sus miradas y se-
guí a Eduardo y Farid hasta la salida de la funeraria Dos vientos.
	 Mientras buscaba en la nevera una botella, los dos esta-
ban en la entrada de la funeraria. Me senté en la entrada de la
tienda mientras tomaba un respiro y vi que Farid sacó una caje-
tilla de cigarrillos del abrigo y le ofreció a Eduardo.
65
Fanzine
	 - ¿Quiere uno, chinito?
	 - No, señor. Le tengo fastidio al cigarrillo; mi papá se mu-
rió de cirrosis.
	 Farid lo miró profundamente e hizo un gesto detectivesco
de haberlo entendido todo. Guardó la cajetilla en su bolsillo y
luego de darle un beso largo al cigarrillo le dijo:
	 - Eso no fue lo que lo mató. Fue su nueve milímetros.
	
	 - ¿Qué? ¿Y usted cómo sabe o qué?
	 - Hace rato lo estaba buscando a usted. Solo que no sabía
que era, bueno, usted.Yo conocí a su papá en Armenia, él estaba
en un viaje rutinario del trabajo y yo estaba trayendo unas im-
portaciones. Nos hicimos buenos amigos y me ofreció dos cosas;
negocios y lealtad.
	 Ese tipo era alguien que tenía kilometraje; había viajado
mucho y conocido muchas mujeres: entre ellas su mamá. A fina-
les del 81’ le hizo un arreglo en la casa, en ese entonces, ella vivía
en una casa grandísima; la familia tenía mucha plata y preciso,
no estaba ese día. Apenas la vio, se enamoró profundamente,
entonces le metió el cuento de que se iba a demorar por ahí unos
tres días mientras arreglaba todo lo que había que “arreglar”. ¿Si
me entiende?
	 El caso es que tuvieron sus encuentros, sus vainas y ella
cayó en sus encantos. Pero había una cosa que él no le había
contado y es que, él ya tenía una familia y que amaba a su espo-
sa. La cuestión, hermano, es que le dijo que no podía quedarse
66
El truhán
con ella pero que tampoco podía vivir sin su calor y todo eso. Así
que fueron hasta la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, toma-
ron una foto, la rompieron a la mitad y se juraron que mientras
cada uno tuviera su mitad, el amor iba a perdurar, pero al final
ella no la quiso y se la devolvió. Adivine quien era la esposa de
su papá.
	 - ¡La señora Nora! Por eso la foto rota está en la mercería.
	 - Exacto, chino. Su papá, está allá arriba con la familia que
si decidió cuidar. Pero espere, eso no es todo. Adivine quienes
son esas veintipico de personas que están en el corredor.
	 - ¿También son hijos de él? ¿Todos esos?
	 - Así es. El único que sabe eso soy yo, porque me lo contó
una vez y le prometí no contarlo jamás. Una hazaña digna de
olvidarse. ¡Imagínese! Lo que yo aún no logro explicar, es porqué
solo su foto está rota. Debe ser que sí se enamoró de su mamá o
quien sabe. Pero lo que sí sé, es que eso significa que usted tam-
bién tiene derecho a la herencia que dejó. Pero ya es tarea suya
buscar donde está.
	 Un zumbido rompió la cordura que colgaba ya de un hilo.
Sin que me vieran, subí de nuevo a la habitación atestada de
flores y de desconocidos. Con los ojos cerrados por las lágrimas,
pregunté en voz alta “¿Quiénes son?” Pero no hubo respuesta.
Cuando mi vista se limpió de su lamento pude ver que el vestido
de mi mamá estaba desgarrado y manchado con su dolor. Rocío
había visto todo y su mirada se apagó cuando un bastardo le
67
Fanzine
golpeó la cabeza contra el cajón brillante que resguardaba a mi
padre.
	 Mis ojos inundados de ira no pudieron asimilar lo que
estaba pasando, pero mis piernas entendieron que debían sacar-
me de ahí lo más pronto posible. Salí a patadas de la funeraria y
me dirigí hacia la mercería. Eduardo y Farid me vieron correr y
fueron tras de mí. Llegué al negocio y como pude empujé la reja
hacia el cielo para dejarla caer de nuevo y encerrarme a solas.
	 Sus voces se inundaron de duda al tiempo que un aura
oscura tomó parte del negocio. Me pedían que los dejara entrar.
Pero solo se lo permití al sol, apenas para que diera brillo a mis
lágrimas. El mundo se quedó en silencio y mi garganta se secó
de tanto negar la desgracia que, de un momento a otro, había
recaído sobre mi existencia. Me recosté sobre la pared mirando
hacia la vitrina. Luego de que mis ojos pudieran enfocar dónde
estaba, vi el reflejo de aquella media fotografía. Me levanté de
repente, agarré del filo de la tela terciopelo y tiré a más no poder.
	 La tela se desgració contra el suelo lleno de polvo y tierra.
Caía con un efecto de acordeón sobre sí misma mientras yo le
daba vueltas al cilindro. Se arruinó por completo. El ruido seco
de la madera frenando de golpe retumbó en las paredes ador-
nadas con las veintipico de fotografías. Al final de la tela y en
el centro del tubo que la sostenía, había un armazón pequeño y
un trozo de papel adherido a la tela. Desbaraté la carcasa rudi-
mentaria con mis manos temblorosas hasta que salió una lista
escrita con tinta china y doble trazo. Había veintidós nombres
escritos en ella. La tiré al suelo y corté el papel adherido descu-
briendo un papel arrugado y rasgado.
	 Era la mitad faltante del templo de Barbosa. Miré a la de-
recha, bajé el recuadro y saqué la imagen rasgada de su marco.
68
El truhán
Las uní como pude para completar la imagen y la levanté. Un
rayo de luz atravesó la imagen, convirtiéndola en una célula
transparente y reveló unas palabras en el respaldo del papel. De
nuevo, el trazo peculiar de mi padre se hizo presente ante mis
ojos.
“Bienaventurados los
que lloran, porque
serán consolados”
69
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El truhán
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El truhán
E
ra un deber casi moral entender el final, y tras setenta
y pucho de años el fantasma que supo acompañar mis
siestas no apareció. Como sustento de vida puedo decir
que estaba cansado de esa jodedera: «apurador, levánte-
se»; «apurador, aquello»; «apurador, lo otro»; que abra el consul-
torio en las tardes en vez de dormir… Patrañas, puras patrañas.
	 Por más que gritaba con la emotividad de recién levanta-
do, mi Estela querida no compartía, en estos instantes, del hogar
que nos vio consumados en cenas, citas inesperadas en el jardín
trasero y las lecturas de esa nueva invención de la medicina
oriental: dizque el alma. No creía en esas cosas de los del otro
lado del charco. En todos mis años de médico cirujano, por más
que le diera cuchillo a cualquier parte del cuerpo, no encontraba
el alma.
	 La vida era incongruente y berrionda. Me hacía comprar
esos libros confusos y mentirosos, solo por ver la sonrisa de
medias nueve de Estela. ¡Ah! Si los rasgaitos hablaran de la re-
acción química de una sonrisa, haciendo una regla de tres, con-
cluiría lógicamente con la sensación que me causa en el pecho.
Esa sonrisa, que como antojo de embarazada se abalanzó a mi
deseo, decidió jugarme una mala pasada.
	 Estela traviesa. Ella sí me decía, dentro de la jodedera, que
después del almuerzo iba a esperar que yo me quedara echando
geta en la silla, y, apenas iniciara la roncadera, se privaría de tan
delicioso postre como lo es la siesta, y se largaría para el consul-
torio sin dejarme listo el cafecito y esa sentadita en mis piernas
que todavía la aguantaban por puro egocentrismo. Todo ese
trámite solo para que abriera el consultorio en las tardes. Como
si olvidara que mientras espero los cinco años que me faltan
para la centena, quiero darme el lujo de no trabajar en las tardes.
EEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE
77
Fanzine
Echarme una siesta de por lo menos tres horas, y quedarme es-
tirando las paticas en el sol lo que me queda de vida.
	 ¡Pero como es Estela de jodida, oiga! De por sí ya me había
dado lujitos (que sólo se puede dar el mejor doctor de la Sabana
de Occidente) como el de no abrir un día a la semana: para evitar
el cansancio y ese estrés que tanto está matando la juventud de
ahora. Todos mis pacientes y chismosos del pueblo sabían que el
jueves era sagrado: la gente decía que, como yo era tan católico,
los jueves siempre eran una crucifixión para mí; otros decían que
los jueves yo le rezaba al putas para que me diera los ungüen-
tos que recetaba y tanto curaban a los crónicos. Oiga: ya uno no
puede matarse la vida estudiando porque todo es Dios, todo es
Diablo o todo es alma. Bien tuve que aguantar y pagar el ritual
católico para poder amar a Estela, como para que vengan a decir
que también los del chuzo pedófilo me dieron la gaya ciencia.
	 Estela se decidió esta misma tarde: me dejó el bastón al
lado de la nevera, abajito del calendario. Yo por no querer odiarla
ignoré que era jueves, me puse el sombrero, porque los jueves no
me peino las canas, y salí solo para verificar que Estela es jodida.
Ya nos habíamos quitado el martirio de su enfermedad, como
para que siguiera dando pereque con sus lecciones.
78
El truhán
79
Fanzine
	 Acercándome al consultorio, dejando pasar las miradas
de sorpresa de la gente que confirmaba en sus calendarios el día
y la hora, atravesé sin pena la entrada de mi recinto buscando el
caminador de Estela por todo el lugar.
	 «Esto es un milagro, papito Dios», dijo la única recepcio-
nista que Estela quería y a quien le entregaba su entera confian-
za, y cómo no, si era tan gorda y tan fea que ayudaba a los setenta
y pucho años de fidelidad que le entregué a nuestro matrimonio.
	 «Sí, sí, sí… Dígale a mi esposa que ya estoy aquí», le dije
imaginando a estela salir de su cabinita de enfermera toteada
de risa diciendo: «¿Ve que sí podía?». Mientras la recepcionista
me miraba como si no supiera de quien le estaba hablando, me
detuve a mirar mi placa de profesional al lado de la puerta de
mi consultorio: «Doctor Arturo Apurador. Médico cirujano. Uni-
versidad Nacional de Colombia». El titulo ya me estorbaba en la
mente.
	 «Doctor apurador, ¿está usted bien?», me dijo la recepcio-
nista, y, como siguiéndole la cuerda a un loco, agregó con los
nervios entre cachete y cachete que Estela había salido para la
casa a prepararme la aromática. Se quedó esperando con esa mi-
rada tímida a que me devolviera lo más pronto a casa. «por favor
llame a mi hijo y dígale que atienda mañana a mis pacientes» le
dije cabizbajo sabiendo la mentira de la recepcionista.
	 La aromática era algo que Estela no preparaba desde que,
atravesados por una locura repentina, nos empecinamos en ha-
cer una fuente esculpida de los dos en el lugar de las hierbitas.
Esa fuente era la conmemoración de nuestra cura (ella de su
enfermedad y yo de la angustia que esta me traía) y de que ya no
necesitaríamos más aromática para aliviar el dolor.
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El truhán
81
Fanzine
	 Salí del consultorio regalándole la espalda al letrero que
Estela y yo pusimos a la par como agüero de buena suerte para
el negocio. Lo bueno de vivir en un pueblo es que todo queda cer-
ca. Con pasos nostálgicos miraba todo a mi alrededor mientras
llegaba al final del rumbo y sabiendo que Estela había preparado
todo muy bien.
	 «Que la muerte sea una advertencia de que siempre es-
tarás conmigo», fue lo que leí del epitafio para que después las
rodillas hicieran el último acto de arrogancia y me ayudaran a
recostar al lado de su lápida.
«¿Enserio un jueves? ¡Usted si es jodida, Estela!» le dije con la vocecita
de la mente, mientras el sueñito de la siesta le ganaba a mis ojos.
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El truhán
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El truhán
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El truhán
T
e encontrabas al alcance de una mirada. Tus codos
descansaban sobre la barra, entrelazabas las manos
apoyando el mentón sobre ellas. Tu vista perdida en
la cristalería del mostrador daba indicios de un hom-
bre preocupado. En ese gesto, el color miel de tus ojos
brillaba bajo unas cejas pobladas, como un faro que ilumina la
oscuridad nocturna.
Habías ordenado un vaso de Ginger Ale que demoró lo suficiente
para hacerte entrar en un pequeño letargo. Te despertó el bar-
man anunciando que la bebida ya estaba lista. Dabas tragos cor-
tos mientras fijabas la atención en las botellas de licor variado
que se exhibían junto a las copas.
	 Traté de dimensionar la complejidad de tus pensamien-
tos, de las cosas que pasaban por tu cabeza y que parecían ha-
certe perder el sentido de la realidad. No pude siquiera imaginar
la clase de intrigas que abstraen a alguien en el poco tiempo en
que le sirven una bebida.
	 El bar La Estela se caracterizaba por un ambiente lúgubre,
aunque de viveza excepcional. Atraía a los artistas de la ciudad:
era una humilde -pero bien concebida- imitación de los cafés
franceses del siglo diecinueve. Era concurrido principalmente
por libertinos de poca monta.
	 Me había convertido en visitante asidua. Reconocía al
instante a los personajes que asistían a interminables tertulias.
Cualquiera que entrase llegaba con la intención de entablar com-
plejas conversaciones, sin importar quién fuese el receptor de su
oratoria. Todos tenían algo que decir, algo que aportar al lugar.
Pero tú no. Al contrario del resto, te mantenías mustio como tra-
tando de encontrar con la mirada las palabras que los artistas
TTTTTTTTTTTTTTTTTTTTTTTTTT
Abril, 1993
87
Fanzine
habían dejadoprendidas en las mesas, en las lámparas o en el
suelo. Eras ajeno al lugar.
	 Yo estaba en una de las mesas alejadas de la barra: un lu-
gar estratégico, capaz de conceder la vista completa del lugar sin
perder detalle. Esa esquina privilegiada con poca luz me hacía
pasar desapercibida.
	 A diferencia del aspecto despreocupado de los asistentes,
el tuyo era más riguroso: el cabello corto peinado hacia atrás y
el rostro lampiño hablaban de un notable cuidado. Llevabas esa
ridícula chaqueta de jean: parecías el típico muchacho víctima
del Euro dance y el techno, que ya eran moda para aquella épo-
ca. Pensé de forma burlona que, mientras estabas perdido en
tus pensamientos, musitabas alguna canción de Haddaway. El
hecho de asumir tal cosa, en lugar de generarme desinterés, me
llenó de curiosidad: ¿Qué hacía una persona “actualizada” en un
anticuario como La Estela?
	 Así, las apresuradas reflexiones me hicieron salir de la
penumbra para acercarme a ti: sin vacilaciones me dirigí a la
barra, dispuesta a revelar el misterio.
	 Estabas a punto de pedir un segundo vaso de Ginger ale,
pero la petición se vio interrumpida por mi llegada: mientras
me sentaba, detallabas suavemente mis movimientos. La pa-
sividad con la que actuaste me hizo pensar que tenías prevista
mi llegada. Sin quitarme la mirada, me saludaste amablemente
ofreciendo tu mano como señal de cortesía. “Soy Federico. En-
cantado”. Después de las cordialidades, nos adentramos en las
típicas conversaciones entre desconocidos.
88
El truhán
	 La curiosidad que inundaba mi cabeza trataba sobre qué te
había llevado a La Estela. A decir verdad, tomaba poca atención
a tus quejas sobre la precariedad de las carreteras del pueblo.
	 Guié discretamente el rumbo de tus ideas hasta lograr
disuadirte de las calles olvidadas. Pregunté por fin por la razón
de tu visita al bar, cuidando las palabras para no incomodarte.
Mantuviste un silencio tierno mientras sonreías, y me hiciste sa-
ber con ello que mi duda no había causado malestar. Mantuviste
ese gesto cariñoso sin dejar de mirarme fijamente.
	 La Estela, fiel a su estilo, empleaba como ambiente musi-
cal el bolero. El ritmo del bongó y el piano le agregaban mística
a la atmósfera. Esa armonía cadenciosa me envolvió en sus
compases, hasta hacerme olvidar de los interrogantes.
	 Sumergidos en las melodías, sentí la necesidad de agre-
garle picardía a nuestro acercamiento: vamos a bailar. Tomé tu
mano y te llevé al centro del bar. Bailamos abrazados las can-
ciones de Lino Borges, disfrutando cada segundo de esas letras
apasionadas. Con mi cabeza apoyada en tu pecho sentí que vo-
laba. Siendo prisionera de tu abrazo, logré sentir la libertad que
en ningún lugar había encontrado.
	 Había logrado comprender el rasgo que indiscutiblemente
te otorgaba un poder cautivador: tu habilidad para bailar. Eso,
sumado a una mirada profunda, te convertían en un hombre ca-
paz de sembrar intriga con facilidad. Borraste, así, la impresión
errónea que había creado de ti al verte tomar la bebida.
	 Sentados nuevamente, me contaste que tu presencia en
la Estela se debía a una búsqueda de inspiración. Habías encon-
trado el lugar por casualidad mientras caminabas por las calles
desiertas del pueblo. La peculiaridad del bar logró atraerte, ha-
ciéndote sentir como parte de él. Te sentías a gusto rodeado de
89
Fanzine
borrachines con pinta de artista, porque sabías que tu lugar en
el mundo era justo ese. Buscabas en la curda de los apasionados
una razón de vida, un atisbo de ánimo para continuar con tu
labor de artista frustrado.
	 Hablaste sobre las dificultades que te impidieron formarte
como músico, de cómo la falta de dinero había logrado acabar
con tus sueños. La tristeza nublaba discretamente tu bello rostro,
y dejaba al descubierto la sensibilidad que seguramente reinaba
en ti.
	 — Todo en lo que veía esperanza se esfumó absurdamente,
obligándome a tomar caminos que me alejaron de mis objetivos.
— Dijiste, atribuyéndole la desgracia a una especie de mala suerte.
	 Aunque no todo era gris: mencionaste que habías resistido
el tedio refugiándote en la literatura y la música, explorando ese
vasto universo a tu manera. Tomabas prestados libros de amigos o
de la biblioteca. Los discos te los facilitaba el dueño de la tienda de
música, quien también te dictaba nociones básicas de composición
y arreglos.
	 Tus ojos recuperaron el brillo cuando mencionaste que,
fruto de tus horas leyendo a Borchert y apreciando la obra de
Piazzola, habías encontrado una musa para crear canciones. Del
bolsillo de la chaqueta sacaste un papel doblado a la mitad en
el que se leía una especie de letrilla que estabas componiendo.
Dijiste que faltaban los últimos versos para terminarla y que tu
visita al Estela contribuiría precisamente a su búsqueda. Te pedí
que la tararearas, para así imaginarme el ritmo o quizá alguna
melodía. Sonreíste con ternura y entonaste discretamente:
90
El truhán
91
Fanzine
Doblaste de nuevo la hoja y me la obsequiaste. Dijiste que
no era necesario llevarla en un papel cuando también se
lleva en la memoria.
Pagaste la bebida y te despediste asegurando que nos
volveríamos a ver.
92
El truhán
	 — La próxima semana volveré con la canción terminada,
espero verte. He encontrado la inspiración necesaria y un bonito
pretexto para regresar. Hasta pronto.
	 Aquel encuentro lo fue sepultando el polvo de los días, de
los meses, de los años. Tu figura misteriosa jamás volvió a la
barra, ni la luz de tu mirada a la mía, ni tu calma a mi inquietud.
	 Semanas enteras pensé en ti. Mantuve la esperanza viva
de volverte a encontrar y de confesar que aquella noche logras-
te cautivarme: lo implícito en tu lenguaje y la sensibilidad que
vagamente dejabas escapar en cada gesto causaron en mi un
particular impacto.
	 Dediqué cada segundo de nuestro encuentro a apreciarte,
a tratar de comprender tu vida, a encontrarle sentido las circuns-
tancias que te habían arrinconado en lugares tan problemáticos
como la frustración. No pude con palabras cont nerte las desdi-
chas ni lograr deshacer la niebla que ensombreció tu rostro.
	 Qué problemático fue poder ver más allá de tus murallas y
tener que quedarme fuera, al otro lado, donde la viveza no calien-
ta. Solo pude conformarme con ver desde una fisura al Federico
real.
	 En la Estela aguardé mucho tiempo -antes de conocerte-
esperando hallar algo como lo que tú seguramente encontraste:
un indicio de esperanza que permitiera esclarecer las sombras
de la vida. Yo la hallé en tu mirada profunda.
¡Qué iba a saber que esa sería
la última vez que te vería!
93
Fanzine
	 Tuve certeza de encontrar la luz salvadora cuando baila-
mos redimidos al son del bolero, cuando discretamente posaste
tus ojos sobre los míos y encendiste las velas que permanecieron
dormidas en mi corazón.
	 La ilusión de abrazarte nuevamente, se fue desvaneciendo
de mis pensamientos hasta hacerme sucumbir ante la resigna-
ción. Ya no vendrás. Tan solo podré apreciarte desde los recodos
oscuros de mi memoria.
	 ¿Dónde estás, Federico? ¿En qué camino la vida logró
extraviarte? ¿Por qué no vienes a avivar los pabilos que se han
mojado con lágrimas?
	
	 El alivio lo encuentro al escribir estas letras, esperando
algún día puedas leerlas y
¡Qué el cielo me perdone por
pensarte muerto!
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El truhán
Politólogo, profesor de ética.
@eltruhanfanzine El Truhán Fazine
Gracias a
Hernando Ayala.

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El Truhán virtual 1.9

  • 2. 2 El truhán 111111111111111111111111111111111111111999999999999999999999999999999999999999.......................................... El Truhán 2020. Editorial El Truhán S.A, 2020. Primera edición del fanzine 1.9, 2020. Diseño Editorial: El Truhán S.A Diseño de Caratula: El Truhán S.A Ilustraciones: Andrés Hernández, Gabriel Millán Edición virtual Hecho en Colombia Ninguna parte de esta publicación, incluido el dise- ño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación, de fotocopia o en MP3 sin permiso previo del editor.
  • 6. 6 El truhán uien se llame a sí mismo “escritor, escritora, poeta, poeti- sa, etcétera” camina inevitablemente por la cuerda floja. Quien se piense apóstol de la cultura necesita, antes que nada, pararse frente al espejo. El Truhán está al tanto de la ingenuidad que significa pensarse “escritor”, y se aleja para escribir desde el otro lado: el lado sin etiquetas, sin categorías y, por consiguiente, sin falsos presti- gios. Y se aleja, precisamente, porque tiene en frente al símbolo de lo ingenuo, y le asusta pensar que pueda volverse similar. Sin embargo, eso sí, agradece a tal símbolo, pues le ha permitido pensar las letras desde lo más básico: desde el simple deseo de escribir, así se haga mal. Y lo interesante, entonces, es que puede ver que en lo más bási- co, en los recitales que nadie escucha, en los poemarios que na- die lee, tienden a aparecer las espinas del arte. Germina el ego, la pretensión de grandeza, la adulación mutua y, por tanto, la conformidad. Las letras se han vuelto una secta de mediocres. ¿Qué pasaría, pues, si en un recital se instalase un espejo? Sería un fiasco: tantos egos rompiéndose no dejarían escuchar. Y qui- zá lo que haga falta sea ese ruido. Dicen que después de la tor- menta viene la calma. ¿Qué mejor tormenta que la destrucción de los lugares comunes, de ese castillo de naipes donde duer- men los apóstoles? El Truhán inicia sus letras ahí, frente al espejo, y se rompe día tras día. QQQQQQQQQQQQQQQQQQQQQQQQQQQ Hernando Ayala. Politólogo, profesor de ética.
  • 10. 10 El truhán E s verdad: Gómez no saludaba con la mano. Pero no lo hacía por tomar del pelo o algo similar; lo hacía por razones serias. Es un hecho conocido por muchos, que Gómez fue cambiando. No sólo en su manera de saludar, que era evidente, sino en todo aquello que lo relacionaba con el mundo y, una que otra vez, con él mismo. Pero, contrario a lo anterior, son escasamente conocidas las ra- zones de este cambio. Así pues, creo que he de ser yo quien se tome la burda labor de explicar el por qué de su comportamiento. Verán: una sórdida confianza me llevó a ser la única per- sona en visitar su casa. Cuatro metros por tres le eran suficien- tes para desarrollar la vida. En una estufa de un solo fogón coci- naba lo mismo todos los días, variándolo con distintos tipos de arroz. Sin televisor o libro alguno, las horas muertas las pasaba viendo la ventana, cuyo tamaño alcanzaba apenas a mostrar una diminuta porción de la calle octava. Algún día decidió dejar a un lado las tabernas. Desde entonces ya no bebía, sólo fumaba. Una maraña de humo, traspuesta al sentido del olfato, acompa- ñaba cada objeto allí presente. Aquella cama sencilla, siempre sin tender, guardaba en sus más profundas fibras el olor del ta- baco; la sillita que se balanceaba a causa del uso excesivo, tenía como insignia en su cojín las marcas de las cenizas. Era el taba- co el que abría la puerta, como un viento de bienvenida, a todo el que por allí se apareciera. Sin embargo, y posiblemente debido a lo anterior, nadie visitaba ese lugar. Se sabe que Gómez nunca fue una persona de amigos. Se sabe también que su temperamento resultaba irritante a las per- sonas. Y se sabrán, después de que ustedes lean este testimonio, las razones que me llevaron a asesinarle. EEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE
  • 11. 11 Fanzine No fue el asesinato un producto de su singular saludo, que, dicho sea de paso, molestó a todo aquel que tuvo la mala suerte de cruzárselo. Más bien, fue a causa de la causa de su saludo. Voy a ser más claro: para nadie es un secreto que Gómez, a través de su tabaquismo compulsivo, fue encontrando la solu- ción a muchos problemas. Problemas de orden existencial, cabe aclarar. Sin embargo, su característica falta de astucia le jugó una mala pasada. “Los símbolos del presente están en el humo; los del pasado, en las cenizas”, decía siempre. Aunque desco- nozco la procedencia de este pensamiento, conozco su desarro- llo, efectos y antiefectos. Lo que yo podría llamar el desarrollo, que evidentemente está incompleto y no puedo preguntarle, se encuentra en la doctora Silvina, quien le convenció de todo y debería estar también acá, junto a mí, en este juicio.
  • 12. 12 El truhán Bruja de vocación, maquillando lo bruja como doctora y la avaricia como profesión, es Silvina una persona interesante. Rastreando sus pasos, he venido a enterarme que antes de mon- tar su consultorio se dedicaba a la prostitución. Allí, en los gajes del oficio conoció a un angeólogo que la introdujo en las artes oscuras. Aunque, si se habla de oscuras, es porque no se perci- ben, y lo que no se percibe no existe, diría Berkeley. Pero bueno: resulta que encajó muy bien con el angeólogo. Luego de cuatro minutos de sexo bestial (hay que admitir que el rendimiento del pobre hombre no fue el mejor), Silvina procedió a vestirse. En el mundo de los burdeles era bien conocida como La Gata, y fue por eso que le sorprendió que el angeólogo, con un gesto humano, se apresurase a colocarle en la cabeza una balaca de cuya parte superior afloraban dos orejitas felinas. “Gracias, tan amable”, le alcanzo a decir, disimulando el rubor que empezaba a surgir en sus mejillas. El angeólogo, entonces, miró alrededor. En medio del trance erótico, era común para él olvidarse de su entorno, ser indiferente a todo lo que figurase como externo al cuerpo. Aquello ya le había costado un par de golpes en el transporte público. Pero esa es otra historia. Al momento de fijarse en la habitación, se percató de las paredes mohosas, de la pintura desdibujada y el suelo sucio. Se dio cuenta de los preservativos que se asomaban debajo de la cama y de esos ojos negros que lo miraban desde el otro lado del cuarto. Tenían ojeras. Entonces, como compadeciéndose aún más, decidió retribuir a La Gata con un servicio místico completamente gratuito. Cuando ella encendió un cigarro y comenzó a fumar, el hombre le dijo: “El humo me dice cosas graves. ¿Sí ve, mi reina, cómo baila hacia la izquierda? Me está diciendo que hay algo en su vida que no está bien”. La Gata se sobresaltó. Este hombre había adivinado
  • 13. 13 Fanzine algo sin siquiera saber su nombre. “Me dicen La Gata, pero me llamo Silvina”, le dijo al tiempo que le tendía la mano. “Mucho gusto. Yo soy José. Soy angeólogo, o sea, soy un estudioso de los ángeles y las cosas que no se ven”. “No me diga una cosa así”, le respondió. El hombre, ya sin rastros de lascivia, le propuso tomar una cerveza en el bar de abajo. Silvina aceptó. Luego de tres rondas ya habían intercambiado sus correos electrónicos. Con el paso del tiempo, José y Silvina resultaron siendo pareja. José le enseñó a adivinar mediante el tabaco y, con eso, a costearse lo de una habitación al sur de la ciudad. Silvina, entonces, deambulaba por las calles y aprovechaba para llevar a su habitación a todo aquel que necesitase saber el futuro. Dis- puso una mesa con un mantel chorreado, compró en el centro la figura del Arcangel Gabriel y se convenció a sí misma de que aquello era un consultorio.
  • 15. 15 Fanzine Pues bien, sucede que, por azares del destino, si es que el destino puede ser azaroso y no resulta ser eso un oxímoron de quinta, Gómez coincidió con Silvina en una gasolinera. Pasaba por allí junto a un compañero de trabajo. Le hablaba sobre los beneficios del arroz con coco en la mañana. De golpe, ambos escucharon un grito estridente. Se hallaba un hombre con un cigarro encendido y la doctora, que ahí estaba, bramó un vatici- nio: “Hay una inmensa probabilidad de que nos explote a todos”, aseguró. Gómez se percató y velozmente corrió hacia ella. Le preguntó por sus dones. Y resulta que había una enorme coinci- dencia entre las habilidades de Silvina y el desconocido efecto mágico que él le había atribuido al cigarro. Casi al instante, se- guido de un intercambio de frases, ya tenía Gómez el teléfono de la bruja. Palabras más, palabras menos, sé que agendaron una cita. Esto fue hace dos meses. Un día cualquiera, quizá un sábado, llegué a su casa. Ha- bía llevado un par de cervezas para pasar el rato. Sin embargo, apenas abrió la puerta pude ver que algo no andaba bien. Fingía prestarme atención, pero su mirada se perdía más allá de mí. Lo veía distraído, más encerrado en sí mismo que de costum- bre. Me fijé que también estaba ansioso: no había terminado de fumarse un cigarro cuando ya estaba encendiendo otro. “Bueno, Gómez, ¿cuándo me va a decir qué le pasa?”, le pregunté. Él era plenamente consciente de que era un tonto, por lo que engañarme no iba a ser opción. Me pidió que fuera a la tien- da por media botella de ron, y al volver me contó lo siguiente: Se había encontrado a una mujer muy poderosa en una gasolinera. La había contactado, y esta le permitió ir a su casa tres días después. Dijo que era al sur de la ciudad. Se trataba de una habitación en una posada venida a menos. La mujer le pidió
  • 16. 16 El truhán que se sentase frente a ella. Y ya preparados, Silvina comenzó a morderse los labios, a sacar su lengua y deslizarla lentamente por el labio superior. Lo miraba a los ojos. Sin recato alguno, lan- zó su mano por debajo de la mesa hasta agarrar los genitales de Gómez. Con esa misma mano se dio a la tarea de desabrochar el cinturón y sacar a la luz aquel trozo que ya se empezaba a hin- char. Discúlpenme que me ría, de verdad, pero imaginarme a Gó- mez en esa situación me causa gracia. El caso es que en menos de cinco minutos ya estaba en la cama de la bruja. Se podrán imaginar la situación del hombre: estaba más confundido de lo habitual. “Son treinta pesitos. ¿Quiere ahora sí la consulta o ya está sano?”, le dijo Silvina entre risas. Gómez aceptó. Luego de un padrenuestro y un Ave María rezados aún en la desnudez post-coital, procedió a fumar con calma. El ros- tro de Silvina se entumeció al oler el tabaco, “señal de malas energías”, apuntó esta. Olía a amoníaco, me dijo Gómez, porque algo realmente grave ocurría con él. Tras soltar unas cinco bo- canadas, el bailoteo del humo formando elipses dio a la supues- ta doctora una señal funesta. El mundo, según la bruja, se iba a acabar. Así, sin más. Una fuerza desconocida lo había cargado a él como posesor del secreto. Ahora resultaba ser, gracias a la adivina, el único con el conocimiento del destino total de la hu- manidad. Se vistió como pudo, dejó sobre la mesa un billete de cin- cuenta y salió de allá. Llegó a la casa exaltado, al borde del co- lapso y, como de costumbre, con un cigarro en el hocico. No me juzguen, pero es que luego de escuchar esa historia no pude sino reír. Pensé que estaba bromeando, e incluso me alegré de ver en él esa diminuta chispa de ingenio que requiere hacer un chiste. Tristemente, no tardé en darme cuenta de que
  • 17. 17 Fanzine hablaba en serio. Tratando de convencerlo sobre imposibilidad de la predicción, descubrí en él un temperamento dado a la no- racionalidad. Así que, con rabia, desistí inmediatamente y lo dejé entrar a la escena, a la ficción. El mundo se iba a acabar en dos meses, ya sólo quedaba uno. Por el momento, en lugar de darse a la tarea informativa, se reservó el pronóstico para él solo. Desde ese día asumió el pa- pel del estático, supongo, por temor al caos. “¿Qué sería del mun- do si se enterase?”, me decía angustiado. “Pero antes tendrían que creerle, Gómez”. Parecía que no entendía. En todo caso, sí se dio a la tarea de analizarse como dueño de una verdad fatal. Como era de esperarse, renunció a su puesto, vació sus cuentas bancarias y se dedicó a derrochar. No gastaba en alco- hol, puesto que tan poco tiempo de vida no podía gastarse ebrio. Gastaba en arroz orgánico, en puros importados directamente de La Habana, y en los servicios de Silvina (no los servicios de bruja, vale aclarar). Y todo había estado relativamente bien (¿relativo en cuanto a qué?), de no ser por el paso siguiente: La vagancia estimula el pensamiento, y el pensamiento en exce- so no es bueno para los idiotas. Ocurre que la conciencia tomó conciencia de la consciencia y, como un rayo de luz, descubrió aquella inconciencia que le apremiaba antes. Me explico: Gómez figuró su secreto como el palo que se mete en la rueda de la vida. Se imaginó a sí mismo con el poder de dirigir a su antojo a la humanidad entera y, por consiguiente, a la humanidad como dependiente de él. Si el mundo se iba a acabar, los propósitos de la gente no se cumplirían; y si los pro- pósitos de la gente no se cumplían, no había como valorar una acción. Es decir, en el momento en que el objetivo de cualquier acción desaparece, valorarla
  • 18. 18 El truhán como buena o mala resulta absurdo. “¿De qué se dice bueno algo si no tiene finalidad alguna?”, reflexionaba Gómez. “De una comida, por ejemplo. Yo puedo decir que está buena y no tengo ninguna finalidad con eso”, le respondía yo. “Decir que está bue- na no es lo mismo que decir que es buena”. Era un embustero. Y amparado en eso, se apresuró a analizar toda acción humana. Su diminuta biblioteca, repleta de los libros que leyó obligado en el colegio, le ofreció un trillado manual de urba- nidad. Lo devoró en una tarde. Allí se dio cuenta de que en las cosas más pequeñas había una finalidad, un objetivo: Nada se hacía por casualidad. “¿Usted por qué coge la cuchara así?”, me preguntó la noche que me invitó a comer. “Porque sí, Gómez. No empiece”. “Si la coge con el pulgar y el dedo medio, igual sirve. O si la coge con todo el puño es hasta más cómodo. ¿No ve que us- ted la coge así sólo por convención?”. Dejé medio plato de arroz servido y me fui dando un portazo. Una semana después, pasando el tiempo en un bar, escu- ché que alguien hablaba de él. Era Gordillo, el gerente del banco. Le contaba a otro hombre una historia increíble. Eran las diez de la mañana -le dijo a su interlocutor- y la secretaria le había avisado que el señor Fabio Andrés Gómez Salazar necesitaba hablar con él. Le dijo que esperase, pues tenía que terminar un cierto papeleo, papeleo de banqueros. Entonces, cuando hubo terminado, permitió que Gómez entrara a su despacho. Este últi- mo ingresó con gesto serio. Iba vestido de traje, tenía sombrero y chaleco, y se había entorchado las puntas del bigote. “Buen día”, le dijo el gerente mientras le tendía la mano. En ese momento, Gómez se retiró el zapato izquierdo y, parsimoniosamente lo dejó sobre el escritorio. Acto seguido, se quitó la media y la de- positó entre el zapato. Estiró el pie y, con el dedo gordo, sujetó la
  • 19. 19 Fanzine mano del hombre. “Buenas y santas”, le dijo. El interlocutor de Gordillo estalló en carcajadas. Gordillo, todavía indignado, le contó que, luego de sentir en su mano la presión de aquel dedo de uñas encarnadas, se paró y llamó al ce- lador. Sin darle tiempo a Gómez de recoger el zapato, lo echaron a la calle. Su señoría, esa fue la primera de una larga lista de histo- rias que escuché. Pues ya está: lo interesante aquí es que Gómez, pudiendo justificar para sí mismo cualquier homicidio, cualquier crimen que pudiese llegar a traerle un cierto placer, ya fuese robar ciga- rros en la tienda, ya fuese tajarles el cuello a todos aquellos que en el trabajo lo tildaban de imbécil, no lo hizo. Prefirió, sencilla- mente, sabotear la normatividad más básica. Estarán ustedes pensando que es muy estúpido. Pero no lo es. La gente lo detestó más que a un asesino o a un ladrón. Y yo también. Era como si, de una u otra forma, evitando el saludo con la mano estuviese taladrando vorazmente el suelo en que nos paramos todas las personas, y así, sin más, entregándonos un pase sin regreso al más profundo de los abismos.
  • 20. 20 El truhán Decidí, pues, una noche ir a su casa y ahogarle con su propia almohada, esa que olía a tabaco. Entonces, les pregunto a todos: ¿Qué habrían hecho ustedes?, ¿acaso no me merezco un premio?
  • 26. 26 El truhán E n el intento de darle significado a los azares de la vida, nos encontramos buscando en objetos la respuesta, atribuyéndoles esa responsabilidad como si estos con- dujeran nuestro destino, como si fueran los causantes de los sucesos diarios. Escarbamos en nuestras cabe- zas buscando cuál de todas esas cosas que guardamos tienen ese mal augurio, pero siempre olvidamos buscar en aquellas que creemos sagradas, dando por sentado que, precisamente por sa- gradas, nada malo ha de pasarnos si las llevamos con devoción. El caso de don Ernesto Morales no era la excepción: car- gaba con infinidad de imágenes de la virgen en su billetera, col- gaban de su cuello rosarios y en sus muñecas llevaba siempre manillas de algún santo rebuscado. Adepto a la religión cristia- na, no faltaba a ninguno de los cultos. Ernesto, de 45 años, era conductor de una buseta de ser- vicio público, manejaba desde las cuatro de la mañana hasta las diez de la noche, omitiendo el tiempo para su familia, pues le entregaba toda su vida al trabajo y a los vicios. Vivía junto con su esposa y tres hijos en uno de los barrios marginales de la ciudad. Adicto, como buen cristiano que era, a las prostitutas, al licor y a la lotería, se perdía todos los viernes en la noche entre esa jungla de mujeres, tandas de cerveza y los posibles números ganadores del premio mayor. Pero lo único que conseguía era que alguna puta lo robara. Movido por la rabia, producto del robo y de no ganar la lotería, llegaba a casa a golpear a su mujer hasta dejarla inconsciente, sin importar que sus hijos fuesen especta- dores de tal exhibición de violencia. Los sábados en la mañana llegaban las disculpas de don Ernesto a la señora Claudia, y ella, con el temor a flor de piel, le rogaba que la perdonara por no ser la buena esposa que un hombre como él merecía. EEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE
  • 27. 27 Fanzine Así pasaba semana tras semana: los cambios se queda- ban en promesas y su hijo mayor llevaba la peor parte a cues- tas. Los despliegues de violencia de su padre habían sembrado el odio en él. Lloraba en silencio los maltratos a su madre, y le faltaba valor para consolar su dolor. Se ahogaba en su ira y cada viernes sumaba un motivo más para salvar a la señora Claudia de esa vida que ella creía que no podía cambiar.
  • 28. 28 El truhán Cursaba el ultimo grado de colegio. Condenado por la po- breza que había acompañado a su familia desde siempre, sabía que una vez graduado lo esperaba una vida de trabajo duro y poca remuneración, siguiendo de esta manera el camino de su padre y siendo esto la motivación para cambiar el rumbo de su vida. Soñaba con ir a la universidad, pero la crisis de su hogar era un impedimento, y la negativa de su padre por darle estudio lo dirigían cada vez más y más a pensar que él debía conseguir dinero por su cuenta. Era un cobarde que no podía ni robarle un dulce a un niño; pensar en el arrepentimiento que sentiría lo frenaba, pero suponía que era cuestión de acostumbrarse y lidiar con ello. En su primer intento de robo, sacó un cuchillo de su casa, se tapó la boca con una pañoleta y en la entrada del barrio es- peró algún rostro desconocido, para así hacer menor el cargo de conciencia. Abordó torpemente a una señora que pasaba, le rapó el bolso y empezó la huida, pero él no contaba con que las personas que deambulaban por ahí empezaran a perseguirlo. El miedo le ganó y tiró el bolso. Le bastó sólo este susto para jurar no volver a hacerlo. Consciente de que su moral le impedía robar, fue escarbando más en aquel mundo ilícito donde conseguir dinero resulta sen- cillo, pero escalar y adentrarse en el micro-tráfico era difícil, más aún para Daniel, que no era capaz de comprar siquiera un ciga- rrillo por temor a que el tendero lo juzgara. Conocía por suerte a Diego. Estudiaban en el mismo grupo y había estrechado una estratégica amistad desde el principio del curso, sabía que un tipo como Diego era mejor tenerlo de amigo que de enemigo. Era
  • 29. 29 Fanzine su puente directo al éxito y no dudó en buscar su ayuda, aunque no todo era tan sencillo como pensaba. La red de micro- tráfico en barrios como el suyo era extensa, codiciada y peligrosa. No había lugar para un pusilánime de la talla de Daniel: no tenía amistades y no consumía. Pero el caminar a la sombra de Diego traería muy buenos frutos, desde su propio punto de vista, claro. No sabía lo que desencadenaría después los pasos en falso que comenzaba a dar. En la otra cara de la moneda estaba Ángela, la consentida de don Ernesto. Era la segunda de sus tres hijos y la única niña de la casa. Ella ignoraba totalmente la situación de sus padres. Con quince años sólo le interesaba salir con alguno de los mu- chachos que la pretendían, encontrar su príncipe azul, casarse y ser felices por siempre. Ignoraba por completo la hostilidad de su barrio, vivía sobreprotegida por su madre que, entre marañas, la enredaba para que no conociera el mundo tal y como era. Según la señora Claudia, todo esto para evitar que su vida fuese como la suya. El resultado de las prohibiciones de doña Claudia eran las salidas a escondidas con Diego. La súbita amistad de este con su hermano lo llevó a merodear la casa con frecuencia, y bastó solo una primera mirada para que ella se enamorara. A doña Claudia le aterraba la sola idea de que su hija se acercara a ese “gamín”: su fama de drogadicto y ladrón despertaba con justa razón su desconfianza, pero Ángela, víctima de las circunstan- cias, desobedecía a su madre y encontraba siempre la manera de acercarse a él.
  • 30. 30 El truhán Omitir las advertencias de doña Claudia era un placer para Ángela, pues disfrutaba de su enojo, y la adrenalina que sentía cuando estaba con Diego la volvían una mujer fogosa. Descubría que su sensualidad, sumada a sus atributos, podía hacer que hasta el más inquebrantable de los hombres cediera a sus encantos, y no dudó en sacar provecho de eso. Empezó por experimentar con Diego todas esas cosas que sus amigas le contaban que hacían con sus novios. Le excitaba el pensar que perdería con él lo que su madre le recordaba siempre que debía atesorar hasta el matrimonio. Seducir a un tipo como Diego era sencillo: estaba siempre drogado y como todo buen joven de su edad siempre estaba dispuesto al sexo con quien fuera y donde fuera, con tal de saciar sus deseos. Pero Ángela pensaba en que ese momento sería mági- co: velas aromatizadas, un remolino de amor, caricias y besos acompañados de ese maravilloso “te amo” al terminar. Luego, una ducha caliente y una larga noche de sueño acompañada de su galán. De sus fantasías sólo se escapaba un mínimo detalle: Diego no era ese príncipe azul que ella esperaba y, a lo mejor, la botaría al olvido después de acostarse con ella.
  • 31. 31 Fanzine Para don Ernesto los lunes eran sagrados. Después de un fin de semana de putas, le causaba sosiego regresar a su trabajo con la energía recargada, encomendándose a Dios, por supuesto, esperando que él fuera recíproco con sus buenas acciones. Antes de empezar su ruta habitual, tomaba el tinto mientras socializa- ba con sus compañeros los detalles de sus andanzas nocturnas. —No, hermano, si usted hubiera visto esas hembritas que había en ese bar. Se me iban los ojos de ver tanta vieja buena — decía mientras terminaba de tomar su tinto—, pero una hijueputa de esas aprovecho que estaba borracho y me robó lo que tenía. Pobrecita Claudia, le tocó pagar a ella las consecuencias. —Oiga, usted sí es conchudo: se va a putear y su mujer le sale a deber. Esa vieja se le va a abrir, se va a cansar de que usted le dé mala vida. —No diga eso, hombre. Esa vieja no tiene a donde irse, y si se larga le toca irse con sus tres peladitos. Yo no me voy a hacer cargo de esos chinos. Además, en la casa no le falta nada: tiene comida, techo y un marido que la mantiene. Que se aguante, es lo mínimo. —Yo solo le advierto, Ernesto. Usted sabe que yo no me meto en sus cosas, pero es que,hermano, usted cada vez nos llega con una peor. —Ya llevamos veinte años así, no creo que ahora le dé por rebelarse. Más bien lo invito el viernes a tomarnos unas allá en ese bar que atienden esas mamacitas ¿Qué dice? —Pues ahí vamos cuadrando. Hablamos después, voy ape- nas para timbrar.
  • 33. 33 Fanzine Terminada la charla, don Ernesto subía al bus, pedía a sus santos que ese fuera un día de provecho, rezaba unas cuantas oraciones, se persignaba y buscaba qué ruta tenía que hacer. Coincidía con su buen humor su ruta favorita: la más movida de todas y, por lo tanto, la que más plata le dejaba. Arrancó cinco minutos antes, salir con tiempo de sobra significaba hacer el recorrido más despacio y terminar temprano. Sabía que los lunes en la noche debía entregar las ganan- cias de la semana, pero en su sinvergüencería había perdido la mitad de la cuota y su feliz inicio de jornada se vio opacado por la preocupación. Jorge, su jefe, tenía a su mando una flota de diez busetas, cada una le producía un millón trecientos mil pesos semanales, y no toleraba que nadie incumpliera lo estipu- lado. Su poder económico le permitia todo: escoltas, carros lu- josos, mansiones y el silencio de la autoridad. Era celoso con el dinero y a quien no entregara hasta el último peso le esperaban castigos que iban desde la tortura hasta la muerte. Todo esto era un secreto a voces, el barrio estaba enterado de lo que sucedía, pero nadie hacia nada por miedo. También era sabido que Jorge no solo tenía a su mando la flota de busetas: era el líder en distri- bución de drogas en esa zona. Usaba las busetas como fachada y así justificar la procedencia de su fortuna. Solo un milagro podía salvar a don Ernesto, la preocupa- ción se notaba en su rostro: estaba pálido, las ojeras comenzaban a marcarse, y sentía que todo le daba vueltas. No había salida de esta, cada vez que lo pensaba se le hacía un nudo en el estómago. Llegaba la hora del almuerzo y antes de bajar del bus, en la radio Hector Lavoe decía: “pronto llegará el día de mi suerte. Sé que antes de mi muerte seguro que mi suerte cambiará”. La angustia se sobrepuso al hambre. No probó bocado del almuer-
  • 34. 34 El truhán zo que la señora Claudia había preparado con la intención de compensar el error que había desbordado la irá de su esposo. Argumentando que estaba enfermo se levantó de la mesa, le dio un beso en la frente a la señora Claudia y le dijo: —Gracias, mija. Guárdemelo para la comida. Salió de su casa, subió al bus y empezó con la limpieza que hacía siempre antes de ir de nuevo a trabajar: barría entre las sillas, recogía las envolturas dejadas sobre los asientos y aplicaba aromatizante. Sus cavilaciones acerca de cómo con- seguir el dinero lo aislaban del mundo, y cada vez que volvía en sí, se encontraba haciendo torpemente las acciones que la experiencia se había encargado de pulir con el paso de los años. Se sentó frente al volante, frotaba las manos sobre su cabeza, es- perando hallar en su calvicie la solución a ese problema. Miraba inquieto a los costados, buscaba en los objetos a su alrededor la respuesta, como si estos hubieran conducido su vida hasta ese momento. Levantó su mirada hacía el espejo retrovisor y notó que había pasado por alto la limpieza de los últimos asientos. Su preocupación se convirtió en enojo: ¿Cómo podía un experi- mentado conductor olvidar asear adecuadamente su medio se subsistencia?, se preguntaba mientras recogía toda la basura que se encontraba allí. Fue entonces cuando la vio: entre la ba- sura que los pasajeros arrojaban encontró una cadena dorada de la cual colgaba un crucifijo igualmente dorado. Sorprendido por su hallazgo, su ánimo cambió repentinamente y fue corriendo a la casa.
  • 35. 35 Fanzine —¡Claudia, Claudia!, vea mija, encontré lo que nos va a sa- car de la pobreza. —Ernesto no sea ridículo, ese pedazo de metal pintado de dorado que nos va sacar de esto. —Pero si es oro, mujer, ¿no está viendo? —Qué va ser eso oro, no sea ingenuo, más bien bote eso y váyase a trabajar. —Se lo voy a probar, Claudia. Esta noche, cuando llegue, seremos millonarios. Prendió la buseta y se fue directo a una compraventa, la señora Claudia no podía tener razón y si la tenía le tocaba pagar las consecuencias. Ansioso por lo que pudiera pasar, entró a la primera com- praventa que encontró: —Hermano, buenas tardes. Hágame un favor, necesito sa- ber si esta cadenita es de oro. —Claro que sí, eso le vale diez mil pesitos, patrón —Hágale, mijo. Pero necesito ese dato ya. La prueba más sencilla y rápida consistía en agregar unas gotas de ácido nítrico sobre la superficie de la cadena. Si esta no cambiaba de color, significaba que era oro. —Efectivamente patrón, esta cadenita es de oro. —¡Uy, hermano! Ahora si me la saqué, ¿Cuánto vale? —La prueba del peso son otros diez mil pesitos, patrón. —Hágale chino, usted haga lo que tenga que hacer.
  • 36. 36 El truhán Luego de unos minutos ya se sabía el peso. —Patrón usted de verdad se la ganó con esa cadenita: pesa treinta gramos exactos —Deme precios, hermano —Vea, le voy a ser sincero, esta cadenita es de oro de vein- ticuatro quilates, eso está valiendo por ahí unos doscientos mil pesos el gramo, patrón . —sacó entonces su calculadora para hacer la operación —Mire, usted puede estar vendiendo esta ca- dena divinamente en unos seis millones quinientos. —¿Usted me está hablando en serio? No, hermano, ahora sí se solucionaron mis problemas. —Eso si consigue quien la compre, nadie tiene el billete para comprar eso. —No me desilusione así, hombre. ¿Entonces no me la va a comprar? —Mire, eso no tiene salida, y yo no tengo billete para com- prarla. Toca que busque algún ricachón que le compre esa vaina. —Vea hermano sus veinte mil, gracias. El lunes era un día importante para Daniel, gracias a Diego había conseguido una cita con Jorge. El encuentro se llevaría a cabo a las diez de la noche. Jorge exigía que llegara solo a su casa y que fuera conciso con su petición, solo le había otorgado cinco minutos de su apretada agenda. Daniel estaba en blanco, no sabía qué decirle ni como dirigirse a un tipo como él. No podía
  • 37. 37 Fanzine perder la oportunidad, sabía que si no aprovechaba esos cinco minutos su vida sería un lastre. Pensó entonces lo que sería el plan perfecto: faltaría ese día al colegio, su buen rendimiento haría que su ausencia pasa- ra desapercibida, y así tendría todo el día para estar con Diego y preguntarle acerca de cómo consiguió trabajar para Jorge. Un plan sencillo pero eficaz. Alistó sus cosas de forma habitual: se puso su uniforme, empacó en su maleta ropa de cambio, desa- yunó y salió. Diego lo esperaba afuera, no sabía nada acerca de lo que tenía planeado Daniel para el día: —Parce, le tengo el plan que a usted le encanta: faltar a clase hoy —Como así, marica. ¿Usted se va a volar conmigo de cla- se?, No hable mierda. —Ya escuchó, hoy nos vamos pa’ otro lado, quiero que me cuente usted como vino a dar con Jorge. —No pero este man me hace faltar a clase y de encime le tengo que hablar del camello, coma mierda, parce. —Usted sabe que le conviene, no se haga el rogado. —Le tengo una mejor: yo le cuento lo que quiera, pero usted se pega los pipazos conmigo. —Parce usted sabe que yo a eso no le hago. —Perrito hágale que eso no pasa nada. Si usted dice que no, me voy pal colegio y lo sapeo. —Bueno, pero solo uno. Usted sabe que me da miedo. —Ya fue entonces.
  • 38. 38 El truhán Le sudaban las manos de los nervios. Esa era la única manera de que Diego le contara como terminó así, no podía des- aprovechar la oportunidad. Llegaron al parque Las Marías, Diego lo dirigió a lo que él llamaba la cueva: un agujero en el suelo lo suficientemente grande para que los dos entraran y pasaran desapercibidos. Daniel comenzó a cambiarse mientras Diego hacía los preparativos para fumar: sacaba su pipa improvisada, su marihuana y empezaba con las uñas a triturarla, intentando dejarla lo más pequeña posible. Luego sacaba su encendedor: —Listo, esto ya está, le toca dar el primero a usted —Mejor hágale usted, para ver como lo hace. —Usted si es que es una niña completa, ponga cuidado — ponía entonces el encendedor en la punta de la pipa y daba una fuerte calada. —¿Sí ve que es sencillo? —decía mientras mante- nía el humo en sus pulmones, según él, para que el efecto fuera más fuerte. Luego, mientras botaba todo el humo en la cara de Daniel, le decía: —Ahora le toca a usted. Llegaban a su cabeza las advertencias de la señora Clau- dia, sus pensamientos empezaban a jugar en su contra, el remor- dimiento por faltar a clase y estar ahí en ese momento comen- zaba a tallarle el pecho.
  • 39. 39 Fanzine Ángela apuraba el paso para salir del colegio. Tenía un encuentro importante a las tres: había citado a Diego en su casa, aprovechando que doña Claudia le había comentado que saldría en la tarde. Era la oportunidad perfecta para poder consumar ese acto de amor con el que ella soñaba todas las noches. Mientras caminaba sus piernas temblaban, sus manos sudaban y sentía un ligero cosquilleo en su abdomen. A medida que se acercaba a la casa, detallaba la silueta inconfundible de Diego. Sintió como se ruborizaba y como sus piernas empezaban a flaquear. Lo saludó de un tímido beso en la boca, pero lo notaba extraño: más disperso que de costumbre y con un fuerte olor a cigarrillo. Pensó que todo esto era producto de sus nervios, entonces abrió la puerta de su casa, entraron y fueron directo al cuarto. Tanto Ángela como Diego sabían a qué iban: ella moría de ganas de experimentar lo que todo el mundo comentaba del sexo, y él solo buscaba satisfacer esa lascivia que despertaba después de haber fumado. Sentados en la cama se miraban fijamente. Ángela guar- daba una tímida distancia, y esperaba que él, en su experiencia de amante, pudiera guiarla entre los recovecos del placer. Estaba a la merced de su voluntad: permanecía inmóvil mientras Diego acariciaba su rostro, pasaba sus ásperos dedos por la comisura de sus labios y dirigía luego sus manos hacía el cuello, desper- tando un cosquilleo que la recorrían desde su espalda hasta sus glúteos. Sus duras manos masajeaban suavemente los hombros de Ángela, que dejaba escapar suaves sollozos. Tocaba sutilmente sus piernas, inmiscuyéndose lenta- mente entre la falda. Apretaba tenuemente sus muslos, provo- cando en ella pequeños y casi inaudibles gemidos.
  • 40. 40 El truhán Comenzó por desabotonarle pausadamente su blusa. A medida que avanzaba, veía como sus senos sobresalían de ese pequeño sostén que Diego no dudo en arrancar, ansioso de ver eso que tanto deseaba. Su delicado tacto comenzó a cambiar drásticamente. Su lascivia desmedida lo convertía en un hombre agresivo: quitaba violen- tamente las prendas que Ángela aún conservaba, transformaba las suaves caricias en duros golpes que hacían que su piel en- rojeciera, provocando que el deseo de ella se convirtiera rápi- damente en ese temor que sentía cuando don Ernesto golpeaba a su mamá. Dominada por el miedo, suplicaba a Diego que se detuviera, pero él omitía sus quejidos y tapaba su boca mientras introducía bruscamente su virilidad en ella. Las lágrimas de Ángela brotaban, sentía como el ardor que nacía en su pubis se extendía por todo el cuerpo. Su dolor era intenso, el ardor sumado a los golpes que recibía la hacían sentir aturdida. Solo pensaba en qué momento terminaría todo esto. Se repudiaba a ella misma, sentía un pro- fundo asco por Diego y se arrepentía de no haber escuchado las advertencias de doña Claudia. Buscaba en los objetos de la habi- tación la respuesta a su dolor, como si estos hubieran conducido su vida hasta ese momento.
  • 41. 41 Fanzine Lo despertaron las primeras gotas de un fuerte aguacero. Se encontraba tirado en la cueva, había perdido el conocimien- to después de que Diego lo obligara a fumar más de lo que un primerizo puede resistir. Echó un vistazo a sus costados y al no encontrarlo se incorporó rápidamente, pero el efecto sedante de la marihuana se encargó de tumbarlo. Tirado en el suelo veía como las lámparas del parque se encendían y él, que en su letar- go no atinaba a descifrar lo que significaba esto, cerró sus ojos y concilió el más profundo de sus sueños. A la vida solo le bastaron dos horas de intensa lluvia para traerlo de vuelta, dejando caer sobre él una dosis de realidad, y de esta manera precipitarlo hacia su destino. Despertó de golpe e inmediatamente consultó su reloj: 9:35pm. Tenía solo veinticinco minutos para presentarse ante Jorge, o habría perdido la oportunidad de labrar un nuevo camino. Veía inquieto el reloj, como si clavándole fijamente la mirada pudiera detenerlo. La ansiedad lo carcomía por dentro: vender un objeto de tan alto valor en una tarde era imposible. Faltaban vein- ticinco minutos para la reunión semanal con Jorge, ya nada podía hacer para recuperar lo perdido. De camino a casa de Jorge, hizo la parada habitual para com- prar la lotería. El pensar en las posibles combinaciones ganadoras lo llenaba de satisfacción, logrando dejar a un lado la premonición de su muerte. El reloj ya marcaba las 9:50pm.
  • 42. 42 El truhán —¡Cállese! Estoy mamado de escuchar sus excusas. Le doy un día, Ernesto. Mañana a esta hora quiero la plata. Usted ya sabe qué pasa si no la trae. Cruzaba la portería mientras escuchaba los gritos que ve- nían de adentro. — Ernesto, ¿usted sabe que le pasa a las ratas que se roban el producido? —Patrón, ya le dije que yo no me robe esa plata. Daniel, escondido entre el jardín, veía como los escoltas de Jorge sacaban a golpes a su padre, pero él no podía hacer nada: El reloj ya marcaba las diez, no había tiempo para socorrer a un mise- rable como don Ernesto. Jorge lo estaba esperando, escuchaba indiferente su peti- ción, era otro de los muchos que buscaba en él una solución a sus problemas. No tenía nada que le interesase: hablaba con dificultad, mantenía la mirada baja y confesó tener cierta incapacidad para hacerle daño a otra persona. Pero hubo un detalle que logró captar su atención: el apellido Morales. Aceptaría su petición sólo si cum- plía un requisito: debía presentarse al día siguiente para un encargo especial, el cual debía cumplir a cabalidad y de esta manera demos- trar su temple. —¡Cállese! Estoy mamado de escuchar sus excusas. Le doy un día, Ernesto. Mañana a esta hora quiero la plata. Usted ya sabe qué pasa si no la trae.
  • 44. 44 El truhán ¿De que servía tener una cadena de oro si no encontraba quien la comprase? Jorge rechazó recibir en forma de pago lo que él llamó: “un pedazo de metal inservible”, después de arrojárselo en la cara. Tenía solo un día para conseguir el dinero, o estaría muerto para la madrugada del miércoles. Jugaba a las once su lotería, entró entonces en el local y veía en la televisión cómo hacían los preparativos para el juego. Sabía que iba a perder, llevaba veinte años jugando la misma lotería, con los mismos números y en el mismo lugar, pero muy en el fondo guardaba la misma esperanza. La edecán, muy puntual, empezaba con la presentación del programa, hacía el repaso habitual por las reglas del juego, leía los patrocinadores y presentaba al público las personas de los organis- mos que verificaban la legalidad de este. Todo esto mientras don Ernesto esperaba impaciente que empezara, una vez más, el sorteo. La edecán mostraba el número de cada balota ante los ojos atónitos de don Ernesto, que no podía creer lo que veía. Don Ernesto culpaba de su suerte a la cadenita de oro que llevaba consigo: según él, sin ella no habría podido ganar el premio mayor de cien millones de pesos que llevaba persiguiendo durante veinte años.
  • 45. 45 Fanzine El martes parecía ser un buen día para todos, menos para Ángela: sentía en su cuerpo una suciedad que no quitaba con el baño, y un olor nauseabundo que ningún perfume podía opacar; los golpes en su cuerpo habían tomado un color morado que se acen- tuaba con el paso del tiempo. Rogó a doña Claudia, sin permitirle que entrara, no enviarla al colegio por ese día, se sentía tan mal que no quería que nadie la molestase en su habitación. La sangre brotaba débilmente de su entrepierna, pero esta vez venía sin la compañía de los dolores menstruales. Pensaba que era normal que la primera vez fuese así, o por lo menos eso le había dicho Diego al terminar. Daba vueltas en su cabeza lo que le dijo antes de marcharse: —Que no se entere nadie, Ángela. Si esto sale de este cuarto, dese por muerta. Sus sabanas se tornaban rojas a medida que ella perdía el conocimiento.
  • 46. 46 El truhán La propuesta de Jorge provocaba en Daniel más nervios que felicidad. Acompañado de este pensamiento llegaba a su cabeza el ridículo intento de robo y temía que la prueba que le esperaba es- tuviera relacionada de alguna forma con esto. Las primeras horas de la mañana lo tomaron por sorpresa mientras él aún intentaba digerir todo lo del día anterior. Apuró su salida para el colegio, aun- que solo por satisfacer a doña Claudia. Confiaba plenamente en que ese sería su último día de clases. Su angustia fue en aumento al notar la presencia de don Er- nesto, parecía feliz a pesar del golpe que tenía marcado en el rostro. —Buenos días, mijo —¿Usted no debería estar trabajando, papá? —Mijo, su papá no va a trabajar más. —¿Nos va a dejar aguantando hambre, entonces? —No creo que con cien millones de pesos nos vayamos a morir de hambre. —¿De qué está hablado? ¿Cuáles cien millones de pesos? —¡Anoche me gané la lotería, mijo! A Daniel le caían estás palabras como un balde de agua fría: su plan de darle una mejor vida a doña Claudia empezaba a venir- se abajo. Pero no había vuelta atrás, Diego le había advertido que, pasara lo que pasara, tenía que presentarse ante Jorge.
  • 47. 47 Fanzine Don Ernesto no se tomó siquiera el atrevimiento de avisar que faltaría al trabajo. Con esa gran suma de dinero pagaría la deuda con su jefe y le quedaría lo suficiente para poder vivir có- modamente. Dedicó su ultimo martes a la haraganería, se entregó a Morfeo desde la mañana hasta ya bien entrada la tarde, se había prometido dejar el estrés y los afanes a un lado. Mientras don Ernesto se regocijaba en su tranquilidad, Jorge lo buscaba por cielo y tierra. Ya no se iba a conformar con que él pagara su deuda, sabía muy bien lo que desencadenaba el haber fallado a su palabra. El reloj de pared mostraba las 7:37pm. Había dormido todo el día, interrumpía su siesta el incesante goteo de la sangre sobre las baldosas. Sus cobijas, teñidas de un profundo rojo, despedían a Ángela que cerraba los ojos por última vez. Daniel se presentó puntual donde Jorge, quien, al verlo, no dudó en empezar a darle indicaciones de lo que debía hacer. —Vea, Daniel, hubo cambio de planes. Si usted hace lo que le digo, la recompensa será grande. —Bueno, don Jorge. Dígame entonces qué hago. —Un calvo hijueputa me robó una plata, quiero que lo mate. —decía mientras ponía en sus manos un revolver. —Pero don Jorge, yo no sé disparar esto.
  • 48. 48 El truhán —¡ya sé, hermano! Usted solo hágase lo más cerca que pueda y descárguela toda. Lo van a llevar hasta allá. No falle, o el próximo muerto será usted. Daniel, un cobarde de pies a cabeza, temblaba y apretaba fuertemente el arma para que no resbalara debido al sudor de sus manos. Recorrían las calles de su barrio en moto, buscaban en ba- res y tiendas a la víctima. Se detuvieron frente al local de lotería. —Todo suyo chino, no se preocupe que eso es solo pulsar el gatillo. Daniel, que a duras penas si podía mantenerse en píe, cami- naba lentamente y antes de entrar volvió la mirada al conductor de la moto, que le hizo ademanes de que entrara. Frente a él estaba ese “calvo hijueputa”, esperando que la señora de la caja dejara de contar billetes. Dominado por los nervios, apuntó el arma a la espalda y pul- só el gatillo hasta que dejaron de sonar los disparos. Petrificado por la sangre que empezaba a regarse sobre el piso, dirigió la mirada hacía el cadáver, tumbándose sobre él y tomando en sus manos el crucifijo dorado, le preguntó: — ¿Por qué condujiste mi vida hasta este momento? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
  • 54. 54 El truhán MMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMM i padre era un tipo que cabalgaba la cotidianidad con una sola mano. Su carácter estaba lleno de un temple agreste y testarudo que era acompañado de particulares cualidades místicas para la tarea de hechizar mujeres de mirada inocente. Cada una de ellas renun- ciaba a sus libertades emocionales para robarle un pedacito de tiempo y creerse afortunada. Todas, excepto una: mi madre. Nora Araujo odiaba de sobremanera la forma coqueta e irradiante con la que Fabio Velandia, mi padre, le miraba de arri- ba a abajo, desde su cabellera de cobre hasta sus tobillos pulidos. Detestaba ese acto, no porque no le gustara, sino porque no se po- día resistir ante su romance. Sabía que una mirada de su talante, significaba dejar a un lado la óptica tan radical que tenía de la vida y, en especial, del amor. Y que debía olvidarse del carácter fuerte con el que lo enfrentaba aquellas veces donde escogía al trabajo por encima de la familia. Trabajar en una empresa que promete conectar a la gente por medio de sus servicios, obliga a quienes laburan en ella a romper esporádicamente las conexiones con su familia. Esa impertinente ironía era la que invocaba episodios de desamor en la casa Velandia Araujo. Don Fabio trabajaba en Telecom y sus labores eran varias: En ocasiones estaba obligado a enlazar y enredar cables en la terraza de alguna que otra familia y en otras, a desbaratarlos. Él y sus singulares mañas, viajaron por todo el país. De cada lugar, traía un recuerdo que lo conectaba con las experiencias que casi siempre estaban plagadas de historias. Lo que tenían en común todos sus souvenirs, era que cada uno de ellos, eran fotografías enmarcadas. Existía una singula- ridad en la más importante de ellas: Estaba cortada a la mitad. Él nos contaba que la razón detrás de tal desfachatez, residía en
  • 55. 55 Fanzine la conexión espiritual que lo enlazaba a ese lugar. Al desgarrar un trozo de la foto que perpetuaba un lugar en específico, no solo el recuerdo quedaba intacto, sino también los sentimientos que fueron despertados. Eso era lo que defendía él con un tono siempre poético. Pero nada era más estético que sus mentiras, pues disfrazaba lo que le dolía aceptar en tiernas analogías. Con el tiempo descubrimos sus secretos de la peor forma.
  • 56. 56 El truhán Mientras él se sumergía entre los calores y los fríos geo- gráficos de cada departamento, mi hermana Rocío y yo, nos quedábamos a ayudarle a mi madre en la pequeña mercería que tenía. A la señora Nora, le pareció buena idea alcahuetearle los caprichos a su marido y adornó las paredes con los marcos que guardaban sus recuerdos. Juró hasta el cansancio que hacían juego con la tela roja en el techo que se ondulaba con el correr del viento. Esa pequeña guarida de botones y alfileres estaba posicionada estratégicamente cerca al parque principal, com- partiendo acera con la catedral y concediéndole a la esquina de la calle un aire acogedor. La mercancía era importada desde el sur de Asia. Prove- nía de una fábrica bengalí que innovó en derechos humanos y devolvió la infancia a cientos de niños. Contratando, en su lugar, a mujeres y hombres jóvenes que recibían sus estudios sobre tex- tiles en una escuela de formación montada por una organización no gubernamental que había llegado al país. El contrato se logró luego de que mi padre, en uno de sus viajes, hiciera contacto con un activista caldense que buscaba exportar la mercancía produ- cida por la fábrica. El negocio alcanzó cierta popularidad luego de que se corriera un rumor y tomara las voces en las calles: Rocío tuvo el puntaje más alto en el examen de admisión de la Universidad Nacional. La hija de una confeccionista de vestidos y un trabajador de te- lecomunicaciones, resultó ser la muchacha más inteligente del pueblo. Rocío, en su época de trenzas y delirios poéticos, era una muchacha dedicada a dos cosas: las ciencias naturales y las artes coitales. Pero por cuestiones de lealtad, solo yo sabia de eso. Mi mamá aún no se desayunaba la idea de que su inocencia
  • 57. 57 Fanzine había sido corrompida. Al obtener la noticia del puntaje por el que había estado trabajando sin descanso, no solo las palabras alegóricas de felicitación abundaban a su alrededor, también susurros que precisaban de un galanteo inaguantable. Mi hermana, era una gran bailarina. A diferencia mía, el piso ardía en sensualidad cuando ella movía sus piernas y las miradas de los hombres siempre apuntaban a ella. Siempre en- vidié su capacidad para persuadir la mirada masculina cargada de ingenuidad. Se parecía a mi padre. Al fin y al cabo, tenían los mismos ojos. La noche siguiente a la llegada de los resultados, iniciaban las ferias de fin de año. El parque principal se atestaba de gente que venia de otros lados para ver las danzas presentadas por mu- chachos que, más que estudiantes, eran huérfanos preparados artísticamente. El pueblo se consumía en festividad; las calles se convertían en pistas de baile; las sombras en moteles y los deseos se ahogaban en botellas de aguardiente. Por estas épocas, Rocío o no dormía, o lo hacía en la cama de alguien más. Y esa noche, la única excepción que hubo fue que el tipo que conoció, amaneció en nuestra casa. Eduardo: un hombre apuesto y educado, sin duda. Aunque su esencia hacia que en mi pecho se esparciera un malestar, un mal augurio que, con el tiempo se haría realidad. Durante la semana siguiente, Eduardo asomó su entro- metido rostro a la mercería. Día tras día, la mirada pretensiosa aparecía bajo el marco verde de la entrada con designio de co- quetear a mi hermana. Y en uno de esos días marcados por el frío, el viento empujó a unas cuantas personas dentro del nego- cio. Entre ellas estaba Farid Musolf.
  • 58. 58 El truhán Farid, el activista amigo de mi padre, vino a visitarnos. Su entrada a la mercería fue como el de quien entra a la Capilla Sixtina por primera vez: la mirada elevada, las manos descan- sando en el cinturón y sus labios transformados en palabras que expresan magnificencia. Su mirada se detuvo en la foto rasgada, como la de cualquiera cuando entra por primera vez. Ese día se cargó de buenas noticias cuando llegó con el grato aviso de que una de sus estudiantes, había confeccionado la tela más hermosa que jamás hubiera visto. Se trataba de un material que acaricia la piel con una elegante suavidad y refle- jaba el verde de mil esmeraldas. Un vestido hermosísimo podría salir de esa tela, desde luego. Mencionó que en unas semanas varios metros de la tela iban a llegar. No eran demasiados, alegó, pero era lo suficiente para confeccionar una buena pieza. Enun- ció que iba a volver en unos días para ver la tela en persona. Mientras tanto, mi padre se las arreglaba para enviar car- tas desde la lejanía. Rocío era la encargada de recogerlas en el servicio de mensajería cada martes a las cuatro y media de la tarde. Esto, con el fin de darle el tiempo suficiente para que lle- gara el furgón con su carga completa. El ejercicio le añadía más romanticismo con el hecho de que solo él podía enviar cartas y nosotros recibirlas, no podía ser un acto reciproco debido a su cambio constante de posicionamiento. Aunque, a decir verdad, todas queríamos contarle sobre la noticia de la tela terciopelada.
  • 59. 59 Fanzine Esa tarde cayó un aguacero, y aunque estábamos en vera- no, era digno de invierno. Nora en un acto que manifestó su afán, metió a Rocío en una capota enorme que le cubría de la cabeza a los pies y la mandó por la carta. Como una niña, Rocío se fue saltando entre los pequeños lagos que se formaban en las gritas de la carretera desolada. Las cartas que escribe mi papá son muy fáciles de reconocer: Trazos dobles en las letras producto de la tinta china transferida al papel con una pluma rota en la punta. En cuanto llegó a casa, deprisa se quitó las botas, su capota azul, y nos sentamos a leer.
  • 60. 60 El truhán 26 de mayo. 2002 “El sol quemó gran parte de mi piel hoy y dejó un leve ardor encima de la pintura roja que impregnó en mi brazo. Recorrí gran parte de la tierra que nos vio nacer, Nora. Me recordó los días sin sombra donde solíamos vagar como dos errantes en busca del amor. Cuando finalmente lo encontramos, no tuvimos porqué seguir ocultándonos del sol. Habíamos hallado en nuestros besos la cura a la sed y la soledad. Espero algún día poder traerlas a las tres a contemplar estos lugares donde nació la idea de crear una familia, una idea que no se quemó a pesar de la furia intensa del celeste cuya llama jamás se apagará. Con amor, Fabio”
  • 61. 61 Fanzine Mi madre no podía evitar sonrojarse por la calidez de la voz viril e imaginaria de mi padre leyéndole a susurros sus cartas al oído. Tenía un talento especial para interpretar el contenido de las pa- labras que se desdibujaban en la carta emparamada. Muy pocas veces, las cartas iban dirigidas hacia sus hijas. Él se enfocaba más en el coqueteo. En una próxima ocasión, llegó una carta que fue escondi- da a nuestros ojos, solo los de mi madre pudieron leer su conte- nido. Ella decía que era un escrito estrictamente para ella y nadie más. Sin embargo, lo que sí pudimos saber, era que mi padre iba a estar de regreso en unos cuantos días y que planeaba tener un encuentro muy especial con mi madre. Por lo que ella estaba pensando en comprarse un vestido bastante elegante y seductor que pudiera darle la bienvenida que se merecía. La tela había llegado. Envolviendo un tubo de 2 metros de largo, un cilindro sedoso y radiante hizo su entrada al negocio como si de un ser divino se tratase. Debía colocarse en un estante que lo hiciera destacar. Por eso, se colocó al lado izquierdo de la fotografía cortada a la mitad. En esas, Eduardo entró al negocio y lo primero que vio fue a mi madre más angustiada que emo- cionada. La oportunidad perfecta para mi madre había llegado; podría confeccionar el más bello de los vestidos con una tela única en el país. Pero le saldría muy costoso, no solo porque la tela valiera una fortuna, sino porque era la ocasión indicada para que el negocio creciera económicamente. El muchacho acercó sus indiscretos ojos a la pared que sostenía la media fotografía, la examinó poco a poco y preguntó por la pieza faltante. “Ese parece el templo que está en Barbosa” dijo. “Aunque es difícil saberlo ¿Por qué está cortada?” Le respon- dí lo suficiente como para hacer que se callara, pero no bastó y siguió hablando.
  • 62. 62 El truhán “Lo sé porque nací allá. Viví con mi madre a unas cuantas cua- dras de la Nuestra Señora del Carmen. Ella solía ir allá a rezarle a Santa Paula, patrona de las viudas. Mi mamá me contó una vez que mi padre casi nunca estaba en la casa, que andaba en cosas raras y que por eso no tenía que buscarlo. Pero ¡Qué va! Todo eso es mentira. Además, creo que se murió de cirrosis. Unos cuantos años después me enteré que el tipo se ha- bía hecho asquerosamente rico y no quería compartir su dinero con nadie. Por eso lo escondió quién sabe dónde. Me dijeron que había escondido la plata dentro “la piel tersa de Asía”. Nunca en- tendí qué significaba eso. Y en parte por eso estoy aquí, me dijeron que aquí encon- traría a alguien que me daría respuestas. Pero, por ahora, eso no ha pasado.” Pasaron varias noches que otorgaron un silencio abismal en la casa. No sabíamos de Don Fabio y mi madre había con- seguido, por fin, un vestido. Era hermoso, pero no era de la tela asiática. Sin embargo, decidió tenerle una sorpresa a su amado, por eso llamó a su amigo Francisco, un chef de alta cocina que solía cuidarnos en tiempos de infancia. Adornamos su habita- ción sumergiéndola en un ambiente apasionante, marcado por un rojo escarlata. Pachito había estado preparando el plato pre- ferido de mi padre: una buena carne oreada. Pero ni la carne ni el vestido de rosas que compró mi madre, tuvieron la suerte de cumplir su propósito. Se quedó colgando en un closet perfumándose de cedro. El día que estaba dispuesto para la llegada de mi padre se desdibujó en el tiempo. En su lugar, llegó una carta a la casa y supimos al instante que era de él. Ese papel amarillo, triste y crudo, nos quebró el corazón.
  • 63. 63 Fanzine 10 de junio, 2002 “Esta carta está cargada de sentimiento, pero me temo que no es uno bueno. Esta cálida mañana de martes recibí una llamada de mi compa- ñero Luis. ¡Acabaron con Telecom! Fue lo que pudo decir entre lágri- mas y gritos. La empresa había tocado fondo con sus deudas. Man- tener a los pensionados había provocado que la deuda se expandiera como lo hace un parasito en el cuerpo. No le quedó mejor solución al presidente Uribe que amputarla radicalmente y sin anestesia. Nos acabaron, mis niñas. No me darán ni siquiera una jubilación. ¡Tan cerca que estaba! Espero perdonen el pulso tambaleante con el que les escribo, no es fácil sujetar la pluma con una mano mientras en la otra se sostiene un re- volver. Las seguiré hasta donde acabe la piel tersa de Asia, hasta donde el rocío deje de sonar y hasta donde el recuerdo de que fui un buen hombre las acompañe. Las amo. Para siempre, Fabio.”
  • 64. 64 El truhán Nora no pudo desprender su helada espalda de la cama por varios días. La mercería cerró por un tiempo mientras mi hermana y yo nos encargábamos del papeleo fúnebre. Escogi- mos un ataúd que bastara para guardar el ego que almacenaba en su inmensa barriga. Farid se enteró de la noticia y pidió ser el encargado de hablar con la funeraria para cuadrar la fecha y la sala del velorio. Mi madre llorando, se puso el vestido y encima un saco negro y triste. Eran las diez de la mañana y teníamos que estar ya en la funeraria. Le habían asignado la sala más grande y con el pasillo más largo. Acomodaron unos cuantos sofás en la sala y sillas a lo largo del corredor. Once sillas a cada lado. Las primeras en llegar fuimos nosotras, seguidas de unos cuantos amigos de la familia que decoraron nuestra tristeza con arreglos florales. Los más cercanos llevaron gladiolos y claveles, y los que le debían dinero, le pagaron su deuda en rosas. Eduardo estuvo recargado en la pared todo el tiempo, acompañado siem- pre de un Farid misterioso y cabizbajo. Entre lágrimas pude ver como esos dos se miraron y se fueron. Como pude, barrí las lágrimas con mi brazo y aproveché para ir por agua. Al salir por el marco café de la puerta que sos- tenía una placa que rezaba el nombre “Fabio Velandia Blanco”, vi veintidós sombras que se levantaron de sus sillas al verme salir. Poco a poco tomaban su forma humana, sus rostros y sus colo- res. Pero ninguno era conocido. Caminé entre sus miradas y se- guí a Eduardo y Farid hasta la salida de la funeraria Dos vientos. Mientras buscaba en la nevera una botella, los dos esta- ban en la entrada de la funeraria. Me senté en la entrada de la tienda mientras tomaba un respiro y vi que Farid sacó una caje- tilla de cigarrillos del abrigo y le ofreció a Eduardo.
  • 65. 65 Fanzine - ¿Quiere uno, chinito? - No, señor. Le tengo fastidio al cigarrillo; mi papá se mu- rió de cirrosis. Farid lo miró profundamente e hizo un gesto detectivesco de haberlo entendido todo. Guardó la cajetilla en su bolsillo y luego de darle un beso largo al cigarrillo le dijo: - Eso no fue lo que lo mató. Fue su nueve milímetros. - ¿Qué? ¿Y usted cómo sabe o qué? - Hace rato lo estaba buscando a usted. Solo que no sabía que era, bueno, usted.Yo conocí a su papá en Armenia, él estaba en un viaje rutinario del trabajo y yo estaba trayendo unas im- portaciones. Nos hicimos buenos amigos y me ofreció dos cosas; negocios y lealtad. Ese tipo era alguien que tenía kilometraje; había viajado mucho y conocido muchas mujeres: entre ellas su mamá. A fina- les del 81’ le hizo un arreglo en la casa, en ese entonces, ella vivía en una casa grandísima; la familia tenía mucha plata y preciso, no estaba ese día. Apenas la vio, se enamoró profundamente, entonces le metió el cuento de que se iba a demorar por ahí unos tres días mientras arreglaba todo lo que había que “arreglar”. ¿Si me entiende? El caso es que tuvieron sus encuentros, sus vainas y ella cayó en sus encantos. Pero había una cosa que él no le había contado y es que, él ya tenía una familia y que amaba a su espo- sa. La cuestión, hermano, es que le dijo que no podía quedarse
  • 66. 66 El truhán con ella pero que tampoco podía vivir sin su calor y todo eso. Así que fueron hasta la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, toma- ron una foto, la rompieron a la mitad y se juraron que mientras cada uno tuviera su mitad, el amor iba a perdurar, pero al final ella no la quiso y se la devolvió. Adivine quien era la esposa de su papá. - ¡La señora Nora! Por eso la foto rota está en la mercería. - Exacto, chino. Su papá, está allá arriba con la familia que si decidió cuidar. Pero espere, eso no es todo. Adivine quienes son esas veintipico de personas que están en el corredor. - ¿También son hijos de él? ¿Todos esos? - Así es. El único que sabe eso soy yo, porque me lo contó una vez y le prometí no contarlo jamás. Una hazaña digna de olvidarse. ¡Imagínese! Lo que yo aún no logro explicar, es porqué solo su foto está rota. Debe ser que sí se enamoró de su mamá o quien sabe. Pero lo que sí sé, es que eso significa que usted tam- bién tiene derecho a la herencia que dejó. Pero ya es tarea suya buscar donde está. Un zumbido rompió la cordura que colgaba ya de un hilo. Sin que me vieran, subí de nuevo a la habitación atestada de flores y de desconocidos. Con los ojos cerrados por las lágrimas, pregunté en voz alta “¿Quiénes son?” Pero no hubo respuesta. Cuando mi vista se limpió de su lamento pude ver que el vestido de mi mamá estaba desgarrado y manchado con su dolor. Rocío había visto todo y su mirada se apagó cuando un bastardo le
  • 67. 67 Fanzine golpeó la cabeza contra el cajón brillante que resguardaba a mi padre. Mis ojos inundados de ira no pudieron asimilar lo que estaba pasando, pero mis piernas entendieron que debían sacar- me de ahí lo más pronto posible. Salí a patadas de la funeraria y me dirigí hacia la mercería. Eduardo y Farid me vieron correr y fueron tras de mí. Llegué al negocio y como pude empujé la reja hacia el cielo para dejarla caer de nuevo y encerrarme a solas. Sus voces se inundaron de duda al tiempo que un aura oscura tomó parte del negocio. Me pedían que los dejara entrar. Pero solo se lo permití al sol, apenas para que diera brillo a mis lágrimas. El mundo se quedó en silencio y mi garganta se secó de tanto negar la desgracia que, de un momento a otro, había recaído sobre mi existencia. Me recosté sobre la pared mirando hacia la vitrina. Luego de que mis ojos pudieran enfocar dónde estaba, vi el reflejo de aquella media fotografía. Me levanté de repente, agarré del filo de la tela terciopelo y tiré a más no poder. La tela se desgració contra el suelo lleno de polvo y tierra. Caía con un efecto de acordeón sobre sí misma mientras yo le daba vueltas al cilindro. Se arruinó por completo. El ruido seco de la madera frenando de golpe retumbó en las paredes ador- nadas con las veintipico de fotografías. Al final de la tela y en el centro del tubo que la sostenía, había un armazón pequeño y un trozo de papel adherido a la tela. Desbaraté la carcasa rudi- mentaria con mis manos temblorosas hasta que salió una lista escrita con tinta china y doble trazo. Había veintidós nombres escritos en ella. La tiré al suelo y corté el papel adherido descu- briendo un papel arrugado y rasgado. Era la mitad faltante del templo de Barbosa. Miré a la de- recha, bajé el recuadro y saqué la imagen rasgada de su marco.
  • 68. 68 El truhán Las uní como pude para completar la imagen y la levanté. Un rayo de luz atravesó la imagen, convirtiéndola en una célula transparente y reveló unas palabras en el respaldo del papel. De nuevo, el trazo peculiar de mi padre se hizo presente ante mis ojos. “Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados”
  • 76. 76 El truhán E ra un deber casi moral entender el final, y tras setenta y pucho de años el fantasma que supo acompañar mis siestas no apareció. Como sustento de vida puedo decir que estaba cansado de esa jodedera: «apurador, levánte- se»; «apurador, aquello»; «apurador, lo otro»; que abra el consul- torio en las tardes en vez de dormir… Patrañas, puras patrañas. Por más que gritaba con la emotividad de recién levanta- do, mi Estela querida no compartía, en estos instantes, del hogar que nos vio consumados en cenas, citas inesperadas en el jardín trasero y las lecturas de esa nueva invención de la medicina oriental: dizque el alma. No creía en esas cosas de los del otro lado del charco. En todos mis años de médico cirujano, por más que le diera cuchillo a cualquier parte del cuerpo, no encontraba el alma. La vida era incongruente y berrionda. Me hacía comprar esos libros confusos y mentirosos, solo por ver la sonrisa de medias nueve de Estela. ¡Ah! Si los rasgaitos hablaran de la re- acción química de una sonrisa, haciendo una regla de tres, con- cluiría lógicamente con la sensación que me causa en el pecho. Esa sonrisa, que como antojo de embarazada se abalanzó a mi deseo, decidió jugarme una mala pasada. Estela traviesa. Ella sí me decía, dentro de la jodedera, que después del almuerzo iba a esperar que yo me quedara echando geta en la silla, y, apenas iniciara la roncadera, se privaría de tan delicioso postre como lo es la siesta, y se largaría para el consul- torio sin dejarme listo el cafecito y esa sentadita en mis piernas que todavía la aguantaban por puro egocentrismo. Todo ese trámite solo para que abriera el consultorio en las tardes. Como si olvidara que mientras espero los cinco años que me faltan para la centena, quiero darme el lujo de no trabajar en las tardes. EEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE
  • 77. 77 Fanzine Echarme una siesta de por lo menos tres horas, y quedarme es- tirando las paticas en el sol lo que me queda de vida. ¡Pero como es Estela de jodida, oiga! De por sí ya me había dado lujitos (que sólo se puede dar el mejor doctor de la Sabana de Occidente) como el de no abrir un día a la semana: para evitar el cansancio y ese estrés que tanto está matando la juventud de ahora. Todos mis pacientes y chismosos del pueblo sabían que el jueves era sagrado: la gente decía que, como yo era tan católico, los jueves siempre eran una crucifixión para mí; otros decían que los jueves yo le rezaba al putas para que me diera los ungüen- tos que recetaba y tanto curaban a los crónicos. Oiga: ya uno no puede matarse la vida estudiando porque todo es Dios, todo es Diablo o todo es alma. Bien tuve que aguantar y pagar el ritual católico para poder amar a Estela, como para que vengan a decir que también los del chuzo pedófilo me dieron la gaya ciencia. Estela se decidió esta misma tarde: me dejó el bastón al lado de la nevera, abajito del calendario. Yo por no querer odiarla ignoré que era jueves, me puse el sombrero, porque los jueves no me peino las canas, y salí solo para verificar que Estela es jodida. Ya nos habíamos quitado el martirio de su enfermedad, como para que siguiera dando pereque con sus lecciones.
  • 79. 79 Fanzine Acercándome al consultorio, dejando pasar las miradas de sorpresa de la gente que confirmaba en sus calendarios el día y la hora, atravesé sin pena la entrada de mi recinto buscando el caminador de Estela por todo el lugar. «Esto es un milagro, papito Dios», dijo la única recepcio- nista que Estela quería y a quien le entregaba su entera confian- za, y cómo no, si era tan gorda y tan fea que ayudaba a los setenta y pucho años de fidelidad que le entregué a nuestro matrimonio. «Sí, sí, sí… Dígale a mi esposa que ya estoy aquí», le dije imaginando a estela salir de su cabinita de enfermera toteada de risa diciendo: «¿Ve que sí podía?». Mientras la recepcionista me miraba como si no supiera de quien le estaba hablando, me detuve a mirar mi placa de profesional al lado de la puerta de mi consultorio: «Doctor Arturo Apurador. Médico cirujano. Uni- versidad Nacional de Colombia». El titulo ya me estorbaba en la mente. «Doctor apurador, ¿está usted bien?», me dijo la recepcio- nista, y, como siguiéndole la cuerda a un loco, agregó con los nervios entre cachete y cachete que Estela había salido para la casa a prepararme la aromática. Se quedó esperando con esa mi- rada tímida a que me devolviera lo más pronto a casa. «por favor llame a mi hijo y dígale que atienda mañana a mis pacientes» le dije cabizbajo sabiendo la mentira de la recepcionista. La aromática era algo que Estela no preparaba desde que, atravesados por una locura repentina, nos empecinamos en ha- cer una fuente esculpida de los dos en el lugar de las hierbitas. Esa fuente era la conmemoración de nuestra cura (ella de su enfermedad y yo de la angustia que esta me traía) y de que ya no necesitaríamos más aromática para aliviar el dolor.
  • 81. 81 Fanzine Salí del consultorio regalándole la espalda al letrero que Estela y yo pusimos a la par como agüero de buena suerte para el negocio. Lo bueno de vivir en un pueblo es que todo queda cer- ca. Con pasos nostálgicos miraba todo a mi alrededor mientras llegaba al final del rumbo y sabiendo que Estela había preparado todo muy bien. «Que la muerte sea una advertencia de que siempre es- tarás conmigo», fue lo que leí del epitafio para que después las rodillas hicieran el último acto de arrogancia y me ayudaran a recostar al lado de su lápida. «¿Enserio un jueves? ¡Usted si es jodida, Estela!» le dije con la vocecita de la mente, mientras el sueñito de la siesta le ganaba a mis ojos.
  • 86. 86 El truhán T e encontrabas al alcance de una mirada. Tus codos descansaban sobre la barra, entrelazabas las manos apoyando el mentón sobre ellas. Tu vista perdida en la cristalería del mostrador daba indicios de un hom- bre preocupado. En ese gesto, el color miel de tus ojos brillaba bajo unas cejas pobladas, como un faro que ilumina la oscuridad nocturna. Habías ordenado un vaso de Ginger Ale que demoró lo suficiente para hacerte entrar en un pequeño letargo. Te despertó el bar- man anunciando que la bebida ya estaba lista. Dabas tragos cor- tos mientras fijabas la atención en las botellas de licor variado que se exhibían junto a las copas. Traté de dimensionar la complejidad de tus pensamien- tos, de las cosas que pasaban por tu cabeza y que parecían ha- certe perder el sentido de la realidad. No pude siquiera imaginar la clase de intrigas que abstraen a alguien en el poco tiempo en que le sirven una bebida. El bar La Estela se caracterizaba por un ambiente lúgubre, aunque de viveza excepcional. Atraía a los artistas de la ciudad: era una humilde -pero bien concebida- imitación de los cafés franceses del siglo diecinueve. Era concurrido principalmente por libertinos de poca monta. Me había convertido en visitante asidua. Reconocía al instante a los personajes que asistían a interminables tertulias. Cualquiera que entrase llegaba con la intención de entablar com- plejas conversaciones, sin importar quién fuese el receptor de su oratoria. Todos tenían algo que decir, algo que aportar al lugar. Pero tú no. Al contrario del resto, te mantenías mustio como tra- tando de encontrar con la mirada las palabras que los artistas TTTTTTTTTTTTTTTTTTTTTTTTTT Abril, 1993
  • 87. 87 Fanzine habían dejadoprendidas en las mesas, en las lámparas o en el suelo. Eras ajeno al lugar. Yo estaba en una de las mesas alejadas de la barra: un lu- gar estratégico, capaz de conceder la vista completa del lugar sin perder detalle. Esa esquina privilegiada con poca luz me hacía pasar desapercibida. A diferencia del aspecto despreocupado de los asistentes, el tuyo era más riguroso: el cabello corto peinado hacia atrás y el rostro lampiño hablaban de un notable cuidado. Llevabas esa ridícula chaqueta de jean: parecías el típico muchacho víctima del Euro dance y el techno, que ya eran moda para aquella épo- ca. Pensé de forma burlona que, mientras estabas perdido en tus pensamientos, musitabas alguna canción de Haddaway. El hecho de asumir tal cosa, en lugar de generarme desinterés, me llenó de curiosidad: ¿Qué hacía una persona “actualizada” en un anticuario como La Estela? Así, las apresuradas reflexiones me hicieron salir de la penumbra para acercarme a ti: sin vacilaciones me dirigí a la barra, dispuesta a revelar el misterio. Estabas a punto de pedir un segundo vaso de Ginger ale, pero la petición se vio interrumpida por mi llegada: mientras me sentaba, detallabas suavemente mis movimientos. La pa- sividad con la que actuaste me hizo pensar que tenías prevista mi llegada. Sin quitarme la mirada, me saludaste amablemente ofreciendo tu mano como señal de cortesía. “Soy Federico. En- cantado”. Después de las cordialidades, nos adentramos en las típicas conversaciones entre desconocidos.
  • 88. 88 El truhán La curiosidad que inundaba mi cabeza trataba sobre qué te había llevado a La Estela. A decir verdad, tomaba poca atención a tus quejas sobre la precariedad de las carreteras del pueblo. Guié discretamente el rumbo de tus ideas hasta lograr disuadirte de las calles olvidadas. Pregunté por fin por la razón de tu visita al bar, cuidando las palabras para no incomodarte. Mantuviste un silencio tierno mientras sonreías, y me hiciste sa- ber con ello que mi duda no había causado malestar. Mantuviste ese gesto cariñoso sin dejar de mirarme fijamente. La Estela, fiel a su estilo, empleaba como ambiente musi- cal el bolero. El ritmo del bongó y el piano le agregaban mística a la atmósfera. Esa armonía cadenciosa me envolvió en sus compases, hasta hacerme olvidar de los interrogantes. Sumergidos en las melodías, sentí la necesidad de agre- garle picardía a nuestro acercamiento: vamos a bailar. Tomé tu mano y te llevé al centro del bar. Bailamos abrazados las can- ciones de Lino Borges, disfrutando cada segundo de esas letras apasionadas. Con mi cabeza apoyada en tu pecho sentí que vo- laba. Siendo prisionera de tu abrazo, logré sentir la libertad que en ningún lugar había encontrado. Había logrado comprender el rasgo que indiscutiblemente te otorgaba un poder cautivador: tu habilidad para bailar. Eso, sumado a una mirada profunda, te convertían en un hombre ca- paz de sembrar intriga con facilidad. Borraste, así, la impresión errónea que había creado de ti al verte tomar la bebida. Sentados nuevamente, me contaste que tu presencia en la Estela se debía a una búsqueda de inspiración. Habías encon- trado el lugar por casualidad mientras caminabas por las calles desiertas del pueblo. La peculiaridad del bar logró atraerte, ha- ciéndote sentir como parte de él. Te sentías a gusto rodeado de
  • 89. 89 Fanzine borrachines con pinta de artista, porque sabías que tu lugar en el mundo era justo ese. Buscabas en la curda de los apasionados una razón de vida, un atisbo de ánimo para continuar con tu labor de artista frustrado. Hablaste sobre las dificultades que te impidieron formarte como músico, de cómo la falta de dinero había logrado acabar con tus sueños. La tristeza nublaba discretamente tu bello rostro, y dejaba al descubierto la sensibilidad que seguramente reinaba en ti. — Todo en lo que veía esperanza se esfumó absurdamente, obligándome a tomar caminos que me alejaron de mis objetivos. — Dijiste, atribuyéndole la desgracia a una especie de mala suerte. Aunque no todo era gris: mencionaste que habías resistido el tedio refugiándote en la literatura y la música, explorando ese vasto universo a tu manera. Tomabas prestados libros de amigos o de la biblioteca. Los discos te los facilitaba el dueño de la tienda de música, quien también te dictaba nociones básicas de composición y arreglos. Tus ojos recuperaron el brillo cuando mencionaste que, fruto de tus horas leyendo a Borchert y apreciando la obra de Piazzola, habías encontrado una musa para crear canciones. Del bolsillo de la chaqueta sacaste un papel doblado a la mitad en el que se leía una especie de letrilla que estabas componiendo. Dijiste que faltaban los últimos versos para terminarla y que tu visita al Estela contribuiría precisamente a su búsqueda. Te pedí que la tararearas, para así imaginarme el ritmo o quizá alguna melodía. Sonreíste con ternura y entonaste discretamente:
  • 91. 91 Fanzine Doblaste de nuevo la hoja y me la obsequiaste. Dijiste que no era necesario llevarla en un papel cuando también se lleva en la memoria. Pagaste la bebida y te despediste asegurando que nos volveríamos a ver.
  • 92. 92 El truhán — La próxima semana volveré con la canción terminada, espero verte. He encontrado la inspiración necesaria y un bonito pretexto para regresar. Hasta pronto. Aquel encuentro lo fue sepultando el polvo de los días, de los meses, de los años. Tu figura misteriosa jamás volvió a la barra, ni la luz de tu mirada a la mía, ni tu calma a mi inquietud. Semanas enteras pensé en ti. Mantuve la esperanza viva de volverte a encontrar y de confesar que aquella noche logras- te cautivarme: lo implícito en tu lenguaje y la sensibilidad que vagamente dejabas escapar en cada gesto causaron en mi un particular impacto. Dediqué cada segundo de nuestro encuentro a apreciarte, a tratar de comprender tu vida, a encontrarle sentido las circuns- tancias que te habían arrinconado en lugares tan problemáticos como la frustración. No pude con palabras cont nerte las desdi- chas ni lograr deshacer la niebla que ensombreció tu rostro. Qué problemático fue poder ver más allá de tus murallas y tener que quedarme fuera, al otro lado, donde la viveza no calien- ta. Solo pude conformarme con ver desde una fisura al Federico real. En la Estela aguardé mucho tiempo -antes de conocerte- esperando hallar algo como lo que tú seguramente encontraste: un indicio de esperanza que permitiera esclarecer las sombras de la vida. Yo la hallé en tu mirada profunda. ¡Qué iba a saber que esa sería la última vez que te vería!
  • 93. 93 Fanzine Tuve certeza de encontrar la luz salvadora cuando baila- mos redimidos al son del bolero, cuando discretamente posaste tus ojos sobre los míos y encendiste las velas que permanecieron dormidas en mi corazón. La ilusión de abrazarte nuevamente, se fue desvaneciendo de mis pensamientos hasta hacerme sucumbir ante la resigna- ción. Ya no vendrás. Tan solo podré apreciarte desde los recodos oscuros de mi memoria. ¿Dónde estás, Federico? ¿En qué camino la vida logró extraviarte? ¿Por qué no vienes a avivar los pabilos que se han mojado con lágrimas? El alivio lo encuentro al escribir estas letras, esperando algún día puedas leerlas y ¡Qué el cielo me perdone por pensarte muerto!
  • 118. 118 El truhán Politólogo, profesor de ética. @eltruhanfanzine El Truhán Fazine Gracias a Hernando Ayala.