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Mario “Pacho” O'Donnell




JUAN MANUEL DE
    ROSAS
EL MALDITO DE LA
HISTORIA OFICIAL

                    Katariche
 http://www.scribd.com/people/view/3502992-jorge
Capítulo 1

                                     "Católico y Militar"


      Don León Ortiz de Rosas quiso que un sacerdote de su regimiento bautizara a su hijo
nacido el 30 de marzo de 1793 con el nombre de Juan Manuel José Domingo. “Será católico y
militar”, le aseguró con orgullo al capellán Pantaleón de Rivadarola.
      Los antepasados del recién nacido llevaban ya varias generaciones en el Río de la Plata y
no carecían de abolengo. Por el lado paterno descendía de militares y funcionarios al servicio
del Rey de España. Su padre había nacido en Buenos Aires y fue un irrelevante capitán de
infantería que padeció el infortunio de caer prisionero de los indios siendo rescatado luego de
algunos meses de cautiverio. Esta circunstancia, o los relatos de esta circunstancia, habrían
de marcar en lo hondo a su vástago determinando la importancia que siempre les daría a los
aborígenes, contrariando el arraigado hábito de la clase “decente” de considerarlos poco más
que animales peligrosos.
      Su madre, doña Agustina López de Osornio, sería una influencia decisiva no sólo por su
holgada posición económica que le generaba “El Rincón de López”, la ubérrima estancia
heredada de su padre, lo que acostumbraría a su hijo a la vida rural desde su nacimiento.
También por el fuerte y altivo carácter, que ejercía autoritariamente sobre su esposo y sus
hijos. A don León, según su sobrino Lucio V. Mansilla, le enrostraba ser plebeyo de origen
mientras ella descendería del duque de Normandía “y mira que si me apuras mucho he de
probarte que soy pariente de María Santísima”.
      Por una o por otro, a veces por los dos, estaban emparentados con las aristocráticas
familias de García Zúñiga, Anchorena, Arana, Lavallol, Peña, Aguirre, Trápani, Beláustegui,
Costa y otras. A las tertulias de doña Agustina y don León, que se desenvolvían en un
ambiente de decoración austera y hábitos cristianos, asistían los Pueyrredón, Necochea, Las
Heras, Olavarría, Guido, Alvear, Balcarce, Saavedra, Olaguer y Feliú, Azcuénaga, Alzaga y
otros de esa estirpe.
      Con muchos integrantes de esas familias, que constituían su pertenencia natural, por
coherencia con sus convicciones de enérgico populismo, se enfrentaría años más tarde Juan
Manuel, el varón mayor de diez hijos vivos y de diez hermanos muertos, lo que lo confrontó y
lo familiarizó con la Parca desde sus años más precoces.
      Fue naturalmente elegido para llevar adelante la hacienda familiar y por ello doña
Agustina ejerció sobre él mayor despotismo, azotándolo cuando no cumplía con sus
expectativas o cuando demostraba independencia en sus decisiones. En su psiquis se
juntaron entonces el amor y la crueldad, siéndole más tarde irrefutable que amar a la patria
era tratarla con dureza.
      Por haber estado predestinado a la estancia familiar su educación fue sin esmero, a lo
que tampoco ayudó su carácter díscolo y poco predispuesto a aceptar certezas ajenas. Lucio
V. Mansilla así lo resumiría: “Siendo sus padres pudientes, y hacendados por añadidura, no
podían pensar y no pensaron en dedicarlo al clero, ni a la milicia, ni a la abogacía, ni a la
medicina, profesiones que precisamente eran el refugio de quienes no contaban con gran
patrimonio”.
      La estancia sería, hasta el fin de sus días, determinante en su vida personal, económica,
política y de gobernante.

                                         Capítulo 2

                                        Ni el apellido

      Como parte de la formación que doña Agustina reservaba a sus hijos, a quienes deseaba
fuertes ante la vida pero también sometidos a su voluntad, acostumbraba mandarlos a servir
como humildes dependientes en alguna de las tiendas de Buenos Aires. Lo que también
demuestra una tendencia alejada de los hábitos elitistas de la clase acomodada.
     Sucedió que uno de los Ortiz de Rosas, Gervasio, se resistió a la humillación de lavar los
platos en que habían comido algunos de sus parientes y amigos. Altanero, contestó:
     -Yo no he venido aquí para eso.




                                               2
El dependiente principal dio cuenta al patrón y éste, llamando a Gervasio, le dijo
secamente:
      -Amiguito, desde este momento yo no lo necesito a usted más, tome su sombrero y
váyase a su casa. Ya hablaré con misia Agustina....
      Gervasio caminó las pocas casas que lo separaban de su hogar con el ánimo turbado
pues se sabía merecedor del castigo de su temida madre.
      Recibió la orden de encerrarse en su cuarto y al rato un sirviente golpeó la puerta
llamándolo en presencia de doña Agustina, a quien acompañaba el dueño de la tienda. La
señora, con gesto severo, tomó al hijo de la oreja y le conminó:
      - Hínquese usted y pídale perdón al señor....
      Cuando Gervasio, con lágrimas de dolor y de deshonra en los ojos, hubo obedecido,
prosiguió:
      -¿Lo perdona usted, señor?
      -Y cómo no, señora doña Agustina – respondió el tendero, desasosegado por la situación.
      -Bueno, pues, caballerito, con que tengamos la fiesta en paz... –remató la matrona- y
váyase a su tienda con el señor que hará de usted un hombre. Pero, ahora, mi amigo, yo le
pido a usted como un favor que a este niño le haga usted hacer otras cosas...
      Según el relato de Lucio V. Mansilla, al oído le dijo que le hiciera limpiar las letrinas.
“Gervasio no volvió a tener humos”, concluye.
      Pero lo que había funcionado con uno de sus hijos fracasó con otro de ellos, Juan
Manuel. Ante una situación casi idéntica éste se negó a arrodillarse ante su patrón por lo que
la autoritaria doña Agustina, luego de darle un coscorrón, lo encerró desnudo en una
habitación a pan y agua hasta que depusiera su orgullo.
      Pero el futuro Restaurador, apenas adolescente, logró forzar la cerradura y escapar como
Dios lo trajo al mundo, dejando una esquela en la que doña Agustina y don León pudieron
leer: “Me voy sin llevar nada de lo que no es mío”.
      Jamás regresaría a su hogar, nunca reclamaría ni un centavo de la abundante herencia
familiar y además tampoco se llevaría el apellido ya que de allí en más pasaría a llamarse
Juan Manuel de Rosas, suprimiendo el “Ortiz” y modificando la “zeta” de Rozas por una
“ese”.

                                          Capitulo 3

                                  Los heroicos migueletes

        Los denostadores de Rosas le reprocharán no haber participado en las jornadas
heroicas de las Invasiones Inglesas y de la Revolución de Mayo. En el primer caso se
equivocan pues a pesar de que en 1806 sólo tenía 13 años de edad sirvió como ayudante de
municiones en las fuerzas victoriosas de Santiago de Liniers, mereciendo una felicitación por
escrito que resaltaba “su bravura, digna de la causa que defendía”. En la invasión del
siguiente año se alistó, ya como soldado, en el 4º Escuadrón de Caballería, “Migueletes”,
vistiendo su uniforme punzó, color que sería relevante en su vida.
      Jamás le faltó coraje, mereciendo luego de la hecatombe de Caseros el homenaje de su
vencedor, Urquiza: “Rosas es un valiente, durante la batalla de ayer le he estado viendo al
frente mandar su ejército”.
      Las jornadas de Mayo, en cambio, lo sorprendieron en el campo, siendo uno de los
muchos que no participaron en una asonada que nuestra historia oficial ha pretendido
transformar en un movimiento de masas cuando en realidad se fraguó y se resolvió entre la
clase “decente” de influyentes funcionarios españoles, envalentonados jefes de milicias y ricos
comerciantes criollos que bien se cuidaron de evitar mayores convulsiones sociales.
      Además don Juan Manuel desconfiaba del tufillo aristocratizante y europeísta de los
revoltosos. Por otra parte nunca fue partidario de puebladas ni desórdenes, salvo las que él
mismo organizaría y controlaría, como lo expresase en una proclama anterior a su primer
gobierno: “¡Odio eterno a los tumultos, amor al orden, fidelidad a los juramentos, obediencia a
las autoridades constituidas! De allí su reacción epistolar ante el fusilamiento del héroe de la
Reconquista, poco solidaria con la jacobina decisión patriota: “¡Liniers! ¡Ilustre, noble,
virtuoso, a quien yo tanto he querido y he de querer por toda la eternidad, sin olvidarle
jamás!”.




                                               3
Capitulo 4

                                   El patrón de estancia

      Formó una sociedad agrícola ganadera con Juan Nepomuceno Terrero y Luis Dorrego. El
primero sería con el correr de los años su consuegro ya que su hijo esposaría a Manuelita,
hija de don Juan Manuel, quien no escondería su disgusto por lo que consideraría un
abandono “cuando más la necesitaba”, es decir cuando debió emprender el camino del exilio.
Su otro socio fue hermano de Manuel Dorrego, destacado prócer argentino, líder de los
federales cuya trágica muerte cedió tal privilegio y responsabilidad a Rosas.
      La empresa sería comercialmente exitosa y don Juan Manuel se destacaría como
encargado de la explotación rural, instalando saladeros y encarando la creciente exportación
de charqui. Las ganancias eran reinvertidas en la compra de más tierras aprovechando los
bajos precios de aquellas que lindaban con los dominios del indio.
      Estos ocupaban los dos tercios de la provincia de Buenos Aires y se resistían a la
extensión de las propiedades de los “cristianos” intrusos, siendo los pampas, los tehuelches y
los ranqueles los más feroces, asolando estancias y fortines en malones que asesinaban a los
hombres y secuestraban a las mujeres, además de robar el ganado que encontraban a su
paso.
      Pero la clase pudiente de Buenos Aires estaba obligada a disputarles el terreno pues la
fuente de riqueza que hasta entonces había constituido el comercio, desde que Garay fundara
el puerto para dar salida al contrabando del Potosí, había perdido su rentabilidad. Es que la
Revolución Industrial y la connivencia de los comerciantes porteños que con la insurrección
de Mayo terminaron de sepultar el monopolio económico español abriendo su mercado a Gran
Bretaña, habían arruinado las precarias industrias provinciales y revalorizado las
exportaciones relacionadas con el campo, dando origen a una nueva clase de ricos: los
estancieros.
      La enfiteusis de Rivadavia había sido una importante concesión a éstos, pues por
bajísimos alquileres que ellos mismos fijaban, y que muchas veces ni siquiera pagaban, los
tradicionales hacendados pudieron hacerse de inmensas extensiones de campo que luego, con
el tiempo, comprarían muy convenientemente. A principios de 1828, y desde 1824, se habían
entregado 2.500.000 hectáreas a 112 personas, algunas de las cuales habían recibido exiguas
parcelas, lo que da una cabal idea del impresionante beneficio de otras.
      Tal creciente poder económico basado en una unidad de producción tan significativa
como la hilandería inglesa, la estancia, inevitablemente debía tener su traducción política
para defenderse y para expandirse. Rosas sería ese representante.
      Cuando por presión de los proveedores de carnes que se perjudicaban por el acopio que
hacían los saladeros para satisfacer sus exportaciones, el Director Supremo Juan Martín de
Pueyrredón obligó al cierre de estos, Rosas y sus socios se dedicaron a comprar tierras en
gran escala. Entre otras haciendas compraron la estancia “Los Cerrillos” que se convertiría en
la preferida de don Juan Manuel y que llegaría a tener 120 leguas cuadradas (300.000
hectáreas) por sucesivas anexiones, sobretodo de tierras ganadas a los indios.
      También incorporó otra estancia en Cañuelas a la que bautizó con el nombre de un
militar a quien nunca había conocido pero que mucho apreciaba a pesar de los infundios que
envidiosas lenguas viperinas derramaban sobre su honra y que había tenido que abandonar
su patria por el riesgo que su vida corría en manos de sus compatriotas: el general don José
de San Martín. La vida daría a ambos la ocasión de intercambiar una cálida y profusa
epistolaridad, además del trascendente, e incómodo para nuestra historia oficial, gesto
testamentario del Libertador.
      En 1821, quien entraría rico a la función pública y perdería en ésta todos sus bienes,
condenado a casi 25 años de exilio en la pobreza y en la soledad, formaría otra sociedad con
los muy acaudalados Anchorena, sus primos Juan José y Nicolás. Fueron ellos quienes lo
recogieran cuando el jovencísimo Rosas se fugó de su hogar y a su lado aprendió los secretos
del campo. Siempre les guardaría gratitud por ello y cuando tuvo la edad para hacerlo se
encargó de la administración de sus campos sin cobrar por ello ni un peso. No sería éste el
único beneficio que los Anchorena obtendrían de la fuerte ligazón afectiva del futuro
gobernador de Buenos Aires.
      Fue como patrón de estancia, en su obsesiva búsqueda del rendimiento eficaz, cuando
don Juan Manuel intensificó su pasión por el orden y por la subordinación. Sus órdenes,
acertadas o equivocadas, se daban para ser cumplidas. “Los capataces de las haciendas



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deben ser madrugadores y no dormilones; un capataz que no sea madrugador, no sirve por
esta razón. Es preciso observar si madrugan y si cumplen con mis encargos. Deben
levantarse en verano, otoño y primavera, un poco antes de venir el día, para tener tiempo de
despertar a su gente, hacer ensillar a todos, y luego tomar su mate y estar listos para salir al
campo al aclarar”, escribiría en sus “Instrucciones a los mayordomos de estancias”.
      Siempre fue leal a su clase, a la que prestó continuados y grandes servicios, aunque
tampoco descuidó la base de su apoyo popular a la que también benefició. Un ejemplo de este
sutil equilibrio se produjo durante el gobierno títere de Viamonte, cuando en su carácter de
Comandante de las Milicias don Juan Manuel tuvo a su cargo la distribución de tierras para
“aliviar la orfandad y miseria a que han quedado reducidas numerosas familias del campo por
los efectos de la guerra”. La mayoría de las chacras fueron entregadas a federales de pobre
condición en un atisbo de reforma agraria.
      Los ricos estancieros lo aceptaron, aunque sin entusiasmo, porque estos nuevos
ganaderos representaron una barrera defensiva entre sus propiedades y los malones indios.
      Era más tolerante con el delito que con la desobediencia, y si se imponían rebencazos
ejemplarizadores los daba sin compasión. Además organizó a su peonada como una fuerza
militar para enfrentar los malones y supo hacerse respetar e incorporar a sus obligaciones a
gauchos mal entretenidos, peones holgazanes, mulatos escapados, indios rebeldes, a los que
se imponía por el temor pero también por la admiración.
      De estos últimos escribiría en un documento de 1821 con recomendaciones al gobierno
sobre el problema indio: “En mis estancias “Los Cerrillos” y “San Martín” tengo algunos indios
pampas que me son fieles y son de los mejores”. Su campaña al “desierto” de años después
resaltaría esta actitud comprensiva hacia los aborígenes, con los cuales tendió a establecer
acuerdos aceptables para ambas partes, a diferencia de las expediciones posteriores y sobre
todo a años luz del genocidio que ensangrentó a los Estados Unidos de Norteamérica y del que
hemos sido “testigos” en tantas películas del Far West hollywoodense.


                                          Capitulo 5

                            Las provincias invaden Buenos Aires

      Corre 1820. Los caudillos de Santa Fe y Entre Ríos, Estanislao López y Francisco
Ramírez, aliados de José Gervasio de Artigas que lucha para contener la invasión portuguesa
a la Banda Oriental, avanzan sobre Buenos Aires.
      El gobernador Rondeau ordena a los dos ejércitos regulares, el del Norte y el de los
Andes que retrocedan hasta la capital para defenderla. San Martín desobedece para no
abortar su campaña libertadora y Belgrano sufre la sublevación de sus fuerzas que se niegan
a entrometerse en la guerra civil.
      Es entonces inevitable que el 1º de febrero las débiles tropas porteñas sean derrotadas
en Cepeda. Se derrumba el Directorio y los montoneros se dan el gusto de entrar en la
ciudad. “Sarratea, cortesano y lisonjero, no tuvo bastante energía o previsión para estorbar
que los jefes montoneros viniesen a ofender, más de lo que ya estaba, el orgullo local”,
escribirá con repugnancia Vicente Fidel López. “El día 25 (de febrero de 1820) regresó
acompañado de Ramírez y de López, cuyas numerosas escoltas compuestas de indios sucios y
mal trajeados a términos de dar asco, ataron sus caballos en los postes y cadenas de la
pirámide de Mayo, mientras los jefes se solazaban en el salón del Ayuntamiento”. Los
porteños y sus bienes están a merced de los bárbaros, como llaman despectivamente a los
provincianos.
      Los más alarmados son los estancieros, que ven peligrar la buena marcha de sus
negocios y que temen cualquier cambio drástico en la tambaleante organización social. Ante
el fracaso de las fuerzas regulares organizan milicias con los peones de sus estancias. Nadie
mejor que el joven Juan Manuel para ello. Por su dote de mando, por su horror a la anarquía,
por su coraje, por su convicción de que la propiedad privada debía ser defendida no sólo por
su interés personal sino también por un principio del que haría un dogma a lo largo de su
vida, por tener ya alistada su fuerza de choque bien armada y bien adiestrada, por la feroz
lealtad de sus seguidores.
      En la comunicación del 10 de octubre de 1820 al gobernador Dorrego lo pondrá en
aviso: “Hablo a los sirvientes de la estancia en que resido en la frontera del Monte; se
presentan a seguirme, con ellos y con algunos milicianos del escuadrón marcho en auxilio de



                                               5
la muy digna capital que con urgencia veloz reclamaba este deber”. Quienes vieron pasar el
escuadrón fueron testigos del gallardo y amenazante desfile de 500 hombres fieros y bien
montados, por primera vez vestidos de rojo y bautizados como los “colorados del Monte”. Ya lo
había dicho Tucídides, 400 años antes de Jesucristo: “La fortaleza de un ejército estriba en la
disciplina rigurosa y en la obediencia inflexible a su jefe”.
      Luego de varias escaramuzas con los montoneros que provocarían la caída de Dorrego y
la designación en su reemplazo del candidato de Rosas y de Anchorena, Martín Rodríguez, se
llega a un pacto con Estanislao López, el 24 de noviembre, por el cual el caudillo santafesino
acuerda regresar a su provincia a cambio de la entrega de 25.000 cabezas de ganado.
      El encuentro de estos dos hombres puede ser considerado el comienzo del movimiento
federal. López, siete años mayor que Rosas, inicia a éste en los fundamentos políticos,
sociales, morales y económicos que fundamentarán la férrea oposición al liberalismo
europeizante y la masonería volteriana encarnada en el unitarismo. Su proyecto de
organización aspirará a la autonomía de las provincias, la nacionalización de los ingresos de
la aduana, con un gobierno central (Buenos Aires) que tendría a su cargo las relaciones
exteriores y los asuntos de guerra. Su precursor fue José Gervasio de Artigas, personalidad
apasionante y maltratada por nuestra historia oficial que le reprocha la independencia de su
Banda Oriental, hoy Uruguay, como si no hubiese sido Buenos Aires quien apoyó a los
brasileros en su conflicto con el caudillo oriental y quien hizo oídos sordos a sus reclamos de
integración a las Provincias Unidas
      Las reses prometidas a Santa Fe fueron puntualmente provistas por Rosas, quien de esa
manera demostró cuánto le importaba su papel de pacificador y antídoto contra la anarquía
aunque fuese a costa de un considerable perjuicio económico. Nunca fue el dinero un motivo
rector en su larga vida.
      Además así se ganó la confianza del poderoso caudillo santafesino con quien en el futuro
establecería una alianza que, con claros y oscuros, se mantendría a lo largo de los años sin
afectarse por las cambiantes vicisitudes de las Provincias Unidas.
      Y, lo que no es menos importante, dejaría sentado su respeto por los jefes provinciales,
su vocación de llegar a acuerdos con ellos, y cumplirlos, en vez de intentar aplastarlos por la
fuerza.

                                          Capítulo 6

                              Un papel importante en el futuro

      Se decía de él que era intolerablemente petulante y que presumía de una cultura que,
según sus adversarios, se diluía en hipérboles cursis y admoniciones sin sustancia. Pero lo
que nadie le negaba era una incomparable capacidad de trabajo y una obstinada eficacia en el
logro de sus objetivos.
      Su verdadero nombre era Bernardino de la Trinidad González. Ribadabia, con dos be
largas, era el apellido deformado de su abuela paterna. La razón de su adopción pudiera
deberse a que don Bernardino lo considerase más aristocrático.
      De regreso ya del exilio sufrido luego de haber sido el “factótum” del Primer Triunvirato y
a favor del apoyo de las logias porteñas, había asumido como gobernador. Su gestión era
favorable al libre comercio con Inglaterra y a estimular la inversión extranjera. Ello ya era
irritativo para los estancieros conservadores, pero la situación se agravaba con la política
inmigratoria que chocaba con el sentimiento nacionalista que temía la “importación” de ideas
revulsivas en boga en una Europa permisiva.
      También se sumaba la difusión de principios liberales no sólo en lo económico sino
también en la vida cotidiana, que desembocó en el fuerte conflicto entre el gobierno y una
iglesia tradicionalista que confrontó con las ideas progresistas del obeso gobernador que
estaba convencido de que no era posible el cambio que Buenos Aires necesitaba sino se
“domaba” al poder eclesiástico.
      Rosas nunca fue un católico practicante pero defendió con vigor al clero (salvo a los
levantiscos jesuitas) y a las instituciones religiosas por considerarlas parte esencial de las
tradiciones argentinas y siempre acusó el “peligro” de las ideas “ateas y anarquizantes” que en
su criterio simbolizaban los liberales y masones como don Bernardino.
      Tuvo siempre la astucia de interpretar el temor reverencial que el desafío a lo religioso
provocó y provoca en los sectores populares y por eso una de las banderas del rosismo fue




                                               6
“Religión o muerte” mientras no se perdía oportunidad de calificar a sus enemigos de “ateos” y
“herejes”.
      Rivadavia dictó una constitución unitaria en la que quedaban relegados los derechos de
las provincias y también los de las estancias bonaerenses que, de acuerdo al proyecto de
“federalizar a Buenos Aires”, quedarían cortadas del puerto, indispensable para sus
exportaciones ya dificultadas por el prologado bloqueo español al Río de la Plata. Como si
fuera poco trascendió la decisión dividir a Buenos Aires en dos provincias, la del Paraná y la
del Salado, lo que haría inevitable gravar con impuestos las actividades ganaderas para
solventar los mayores gastos administrativos.
      Pero la principal diferencia entre don Bernardino y don Juan Manuel era ontológica.
Como dirá el historiador revisionista Manuel Gálvez:
      “Rivadavia y Rosas representan polos opuestos. Rivadavia se ha formado en Europa y en
los libros, en las reuniones aristocráticas y en la frecuentación de los mejores espíritus. Rosas
se ha formado en nuestro campo y en el libro de la vida. Las reuniones que él ama son los
grandes rodeos de haciendas, y los espíritus con que trata son los gauchos y capataces.
Rivadavia es libresco y Rosas realista. Rivadavia está empapado de doctrinas extranjeras y de
modos de pensar extranjeros. Rosas está empapado de los jugos de nuestra tierra. Rivadavia
tiene sus raíces en la España afrancesada y liberal de Floridablanca y en el París de la
Restauración, y Rosas tiene sus raíces en la recia España católica de los conquistadores y en
los campos democráticos de Buenos Aires. Los dos son grandes señores: el uno, con un
señorío ampuloso, afectado en los salones; el otro, con el señorío de su abolengo y de su vida
natural, sencilla y fuerte”.
      La guerra contra Brasil, que Rivadavia no atinaba a terminar sacando provecho de los
éxitos militares, producía una gran retracción económica como así también una grave falta de
brazos para trabajar el campo debido al reclutamiento voluntario y a las levas forzosas para
suministrar soldados a los ejércitos. Ello también provocó el desguarnecimiento de la defensa
contra las incursiones indias con las consecuencias imaginables.
      La renuncia se produjo el 27 de junio de 1827 y los escasos intelectuales, comerciantes
y burócratas que lo apoyaban no pudieron impedirla. Don Juan Manuel había tenido un
papel esencial en la caída, pero estuvo de acuerdo, también los Anchorena y los estancieros
afines, en que quien reasumiría el gobierno sería el líder de los federales, Manuel Dorrego,
convencidos de que sería sensible a sus consejos.
      Alguien, a la distancia, también se alegraba por la caída de uno de sus peores enemigos:
"Ya habrá sabido usted la renuncia de Rivadavia. Su administración ha sido desastrosa y sólo
ha contribuido a dividir los ánimos. El me ha hecho una guerra de zapa, sin otro objeto que
minar mi opinión –San Martín quiere decir ‘mi prestigio’-, suponiendo que mi viaje a Europa
no ha tenido otro propósito que el de establecer gobiernos en América. Yo he despreciado
tanto sus groseras imposturas como su innoble persona”.
      La historiografía liberal entronizará a Bernardino como uno de nuestros próceres
máximos y ocultará que la renuncia de nuestro Libertador ante Bolívar, en Guayaquil, se
debió principalmente a la negativa de Rivadavia a brindar algún apoyo militar o económico a
su campaña libertadora.
      “El Presidente Dorrego ha dado el comando de la milicia de la Provincia de Buenos Aires
a Don Juan Rosas”, informaría el perspicaz lord Ponsomby, embajador inglés en las
Provincias Unidas, a su canciller Canning, “un hombre de gran actividad y extrema
popularidad entre la clase de los gauchos, a la que puede decirse que pertenece (...) Se ha
distinguido como un poderoso caudillo en los feudos domésticos de Buenos Aires (...) He
hablado de él porque ciertamente habrá de cumplir un papel importante en el futuro”.
      Don Juan Manuel agregaba ahora el poder militar al que le daba su representación de
los terratenientes sumado al que se desprendía de su ascendiente sobre los sectores
populares. Sus enemigos, despectivos hacia los gauchos, comenzarán a llamarlo “el señor de
las pampas” para denigrarlo, sin advertir que a los oídos de don Juan Manuel tal apelativo
sonaría como un reconocimiento a agradecer.

                                          Capítulo 7

                                   Dos caudillos populares

      Dorrego había sido expulsado fuera de su patria por un enfurecido Pueyrredón que no
soportó que el altivo oficial de caballería le reprochase sus clandestinas negociaciones con los



                                               7
portugueses para aplastar a un respetable caudillo popular, Artigas, y con los franceses para
entronizar en el Río de la Plata a un devaluado príncipe europeo con señorío en el ducado de
Luca. Pero lo que sacó de las casillas al Director Supremo fue que, en el calor de la disputa,
Dorrego le descerrajara, descalificadoramente, cuando le fuera exigido respeto por los galones
del generalato que ostentaba su superior:
      - Nunca lo he visto en un campo de batalla, señor.
      Embarcado con precipitada prepotencia, sin que se lo autorizara a despedirse de su
familia, don Manuel sufrió riesgosas peripecias en la navegación que incluyeron maltrato,
naufragio, abordaje pirata, hasta que finalmente alcanzó la costa norteamericana. Allí el
valiente jefe de la vanguardia de los ejércitos de San Martín, que bien ganada fama tenía de
altanero, se transformó en el contacto con una sociedad democrática y republicana que
progresaba inimaginablemente, y cuando pudo volver a su patria era ya un estadista decidido
a defender tales ideas.
      Lo que lo asemejaba a Rosas era su populismo, su convicción de que no era posible
hacer política sin tener en cuenta a los sectores populares. Ambos lograron un gran
ascendiente entre ellos y si don Juan Manuel se mimetizaba hasta en su vestimenta con los
gauchos, Dorrego, más urbano, hacía lo mismo con los orilleros.
      En sus “Memorias” el general Tomás de Iriarte contará que, caminando por el centro de
la ciudad con el aristocrático Carlos de Alvear se cruzaron con Dorrego, que exhibía un
aspecto sucio y desaliñado.
      -Caballeros, no se acerquen que puedo contagiarlos –sería el saludo mordaz. Iriarte
anotará entonces: “Excusado es decir que esto era estudiado para captarse la multitud, los
descamisados”. Es la primera vez que esta palabra irrumpe en nuestra Historia.
      La sustancial diferencia entre Dorrego y Rosas era que el primero estaba convencido de
que la plebe debía participar activamente en las decisiones a través del voto popular. De allí
su exaltada arenga en la Sala de Representantes cuando Rivadavia y los suyos sancionaron el
aristocratizante Reglamento que suspendió, por el voto mayoritario de los diputados, el
derecho a votar de los menores de edad, los analfabetos, los naturalizados en otro país, los
deudores privados y del tesoro público, los dementes, los vagos, los procesados por delitos
infamantes. Pero también a los “criados a sueldo, peones jornaleros y soldados de línea”, es
decir los sectores populares.
      Dorrego levanta entonces su voz:
      “He aquí la aristocracia, la más terrible, porque es la aristocracia del dinero (...). Échese
la vista sobre nuestro país pobre: véase qué proporción hay entre domésticos, asalariados y
jornaleros y las demás clases, y se advertirá quiénes van a tomar parte en las elecciones.
Excluyéndose las clases que se expresan en el artículo es una pequeñísima parte de país, que
tal vez no exceda de la vigésima parte (...) ¿Es posible esto en un país republicano?”.
      Siguió en ese tono: “¿Es posible que los asalariados sean buenos para lo que es penoso y
odioso en la sociedad, pero que no puedan tomar parte en las elecciones?”. El argumento de
quienes habían apoyado la exclusión era que los asalariados eran dependientes de su patrón.
“Yo digo que el que es capitalista no tiene independencia, como tienen asuntos y negocios
quedan más dependientes del Gobierno que nadie. A éstos es a quienes deberían ponerse
trabas (...). Si se excluye a los jornaleros, domésticos, asalariados y empleados, ¿entonces
quienes quedarían? Un corto número de comerciantes y capitalistas”.
      Y señalando a la bancada unitaria: “He aquí la aristocracia del dinero y si esto es así
podría ponerse en giro la suerte del país y mercarse (...) Sería fácil influir en las elecciones,
porque no es fácil influir en la generalidad de la masa pero sí en una corta porción de
capitalistas. Y en ese caso, hablemos claro: ¡el que formaría la elección sería el Banco!”.
      La posición de don Juan Manuel era otra, la que había fraguado como hijo en una
familia autoritaria y a la cabeza de la administración de sus estancias: el populacho debía ser
representado por un patrón que los conociera y comprendiera profundamente, “un autócrata
paternalista” como él mismo definiera, alguien a quien los gauchos y los orilleros respetasen
por su coraje, por su honestidad, por su firmeza. Un jefe que no tolerase el desorden de las
puebladas reivindicatorias porque toda convulsión era un cuestionamiento a su autoridad.
      Allí residía la originalidad de un miembro de la clase alta porteña en su relación con la
“plebe” o la “chusma”:
      “A mi parecer todos (los gobernantes y los políticos) cometían un grave error: se
conducían muy bien con la clase ilustrada pero despreciaban a los hombres de las clases
bajas, los de la campaña, que son la gente de acción. Yo noté esto desde el principio y me
pareció que en los lances de la revolución los mismos partidos habían de dar lugar a que esa



                                                8
clase se sobrepusiese y causase los mayores males, porque usted sabe la disposición que hay
siempre en el que no tiene contra los ricos y superiores
       “Me pareció pues muy importante conseguir una influencia grande sobre esa gente para
contenerla o para dirigirla, y me propuse adquirir esa influencia a toda costa; para esto me
fue preciso trabajar con mucha constancia, con muchos sacrificios hacerme gaucho como
ellos, hablar como ellos y hacer cuanto ellos hacían, protegerlos, hacerme su apoderado,
cuidar de sus intereses, en fin no ahorrar medios ni trabajos para adquirir más su concepto”.
      Este texto fundamental, extraído de una carta a su amigo Santiago Vázquez, echa
claridad sobre lo funcional que don Juan Manuel resultaba para los de su clase, los patrones
de estancias, que veían “contenidas” y “dirigidas” a sus de otra forma temibles peonadas
constituidas en parte importante por escapados, delincuentes y marginales, aquellos que
conformaban la cotidianeidad de Rosas, hacendado que prefería vivir en el campo y no en la
ciudad.
      A su vez los peones y los demás integrantes de la clase plebeya encontrarían en él a
quien los “protegiera”, su “apoderado”, quien “cuidara de sus intereses”.
      No tardarían en surgir los conflictos entre el nuevo gobernador y sus apoyos. “Dorrego
dio lugar a que se despertase la envidia y animosidad en el círculo de Rosas y los Anchorena,
que se indispusieron con él porque no se dejaba dirigir por sus pérfidos consejos y empezaron
a meditar los métodos para derribarlo” (T. de Iriarte).
      Es que Dorrego era un ideólogo “de ideas rancias y antisociales” como lo calificaría
Tomás de Anchorena y los dueños de las mayores extensiones de pampa feraz no
congeniaban con un alborotador de masas que deseaba cambiar las reglas de juego sociales,
como lo demostró durante su fugaz mandato promulgando leyes que favorecían a la chusma,
como el control de precios de los alimentos básicos, la distribución de tierra a los pobres, la
investigación de actos de corrupción.

                                         Capítulo 8

                                    El cuatrero redimido

     Amparados de un sol rabioso en la escuálida sombra de un tala, don Juan Manuel
conversa con su amigo Miró, pariente de Dorrego, en su estancia “El Pino”. De pronto el
Caudillo se interrumpe: ha descubierto en el horizonte una nube de polvo.
     En silencio se pone de pie, corre, monta de un salto sobre su tordillo y parte al galope.
     Un cuatrero ha enlazado un capón y lo arrastra para robarlo. Aterrado el ladrón
reconoce a Rosas en ese jinete que se aproxima como una tromba y larga la presa y castiga a
su pingo para huir.
     Ambos jinetes corren a la par durante un vertiginoso trecho hasta que un oculto
vizcacheral hace rodar a sus cabalgaduras. Será Rosas quien se incorpore primero y reduce al
gaucho.
     Lo monta en ancas de su tordillo, lo conduce hasta el casco y se lo entrega a uno de los
capataces ordenándole que lo estaquee y le dé 50 latigazos.
     A la hora de cenar, Rosas ordena que se ponga un plato más en la mesa, junto al de
Miró, y pide que sienten allí al gaucho, que apenas puede moverse por la paliza.
     - Siéntese, paisano. Siéntese y coma- invita.
     Entre bocado y bocado le pregunta su nombre, el de su esposa, si es moza, la cantidad
de hijos. Las respuestas son breves y en voz baja. Rosas entonces le ofrece ser el padrino de
su primer hijo.
     - Véngase a trabajar conmigo así no necesita andar cuatrereando. Y traiga su familia.
     - Como usted diga, señor – responderá el gaucho azorado quien hasta hacía unos
segundos no daba un patacón por su vida. - Pero aquí hay que andar derecho, ¿no?
     Con el tiempo el cuatrero será compadre de Rosas, socio, amigo, rico y jefe federal de
graduación, como contará años más tarde el silencioso testigo de la escena, el señor Miró.

                                         Capítulo 9

                                   La tragedia de Navarro




                                               9
A pesar de las disidencias no serían Rosas, Anchorena y los suyos quienes lo derribaran
del gobierno sino los logistas y rivadavianos quienes no perdonaban a Dorrego su
conspiración contra don Bernardino. También Inglaterra jugaría su carta.
      “Veré su caída, si tiene lugar, con placer –escribía el embajador Ponsonby a la Corona
británica el 1° de enero de 1828-; mi propósito es conseguir medios para impugnar al coronel
Dorrego si llega a la temeridad de insistir sobre la continuación de la guerra”.
      El gobernador de Buenos Aires no se resignaba a que Rivadavia y su ministro García
hubieran entregado la Banda Oriental al Brasil a pesar del triunfo de nuestras armas.
Concibe un arriesgado plan en complicidad con José Bonifacio de Andrada y otros opositores
brasileños. Se sobornaría a los mercenarios alemanes para que se sublevaran en
Pernambuco.
      Asimismo la guarnición irlandesa de Río de Janeiro se amotinaría y se apoderaría del
emperador, embarcándolo en una fragata que lo trasladaría preso hasta Buenos Aires.
También se había acordado una ofensiva de los orientales al mando de Lavalleja y parecía
seguro el apoyo de Bolívar y sus tropas acantonadas en el Alto Perú.
      El eficiente servicio secreto inglés en Sudamérica desbarata el intento. “Su Excelencia no
debería hacer caso a la doctrina de algunos crudos teóricos que creen que América
(Argentina) debe tener una existencia política separada de los intereses de Europa
(Inglaterra)- aleccionará lord Ponsonby al insurrecto gobernador porteño- El comercio y los
intereses comunes de los individuos han formado lazos de unión que el poder de ningún
hombre (Dorrego) podría quebrar. Mientras ellos existan Europa (Inglaterra) tendrá el
derecho, y con certeza no le faltarán los medios (clara amenaza), para intervenir en la política
de América cuando fuere necesario para la seguridad de los intereses europeos (británicos)”.
      La oportunidad se presentó cuando regresó a Buenos Aires, a las órdenes del general
Juan Lavalle, el ejército que había combatido exitosamente en “Ituzaingó” contra los
brasileros para luego encontrarse con que el emisario de Rivadavia, Manuel García, había
entregado la presa en disputa, la Banda Oriental, en una más que sospechosa mesa de
negociaciones.
      La “espada sin cabeza”, como lo calificaría Echeverría, se dejó convencer por los doctores
unitarios y se sublevó contra la autoridad el 1º de diciembre de 1820. El gobernador no creyó
que el ejército en el que había combatido heroicamente contra los godos tomaría partido por
la logia y los rivadavianos. Manda llamar al rebelde y comenta a los suyos: “Dentro de dos
horas será mi mejor amigo”. La respuesta no se hace esperar: “Dígale usted al gobernador que
mal puede ejercer mando sobre un jefe de la Nación como es el general Lavalle quien como él
ha derrocado a las autoridades nacionales para colocarse en un puesto del que lo haré
descender”.
      Por fin convencido de la absoluta falta de apoyo por parte de las fuerzas regulares,
Dorrego abandonó el Fuerte y se dirigió hacia la campaña donde estaba el pueblo, su gente,
que no le falló como lo transmitiría el espía inglés Parish Robertson al canciller Aberdeen: “(...)
se está produciendo una considerable reacción a favor del general Dorrego, especialmente
entre las clases bajas, y que muchos de ellos se están armando y dejando la ciudad para
reunirse con él, y aún más: que los soldados relacionados con ellos han demostrado una gran
disposición para desertar”.
      También Rosas le dio su apoyo ya que, a pesar de sus diferencias con Dorrego, nada
sería peor para sus intereses y sus convicciones que los unitarios liberales recuperasen el
gobierno. Nuevamente comprobaría la conmovedora lealtad de los suyos: “Solo salí de Buenos
Aires el día de la sublevación y a los cuatro días tuve conmigo dos mil hombres, llenos de
entusiasmo” (Carta a N. de Anchorena).
      Las posibilidades militares del derrocado gobernador eran buenas, pero hubieran sido
mucho mejores si aceptaba el consejo de don Juan Manuel de retroceder hasta Santa Fe e
incorporar las aguerridas, bien armadas y mejor montadas fuerzas de Estanislao López. Pero
el obstinado Dorrego no le hizo caso, quizás por menospreciar las tácticas montoneras que no
le parecerían adecuadas para un militar de línea como él.
      Fue derrotado en Navarro el 19 de diciembre por las experimentadas tropas que habían
guerreado en Brasil. El ingenuo Dorrego caerá en la celada que le tendieron cuando las vio
acercarse al paso de sus monturas y al grito de “¡Pasados!” simulando una deserción, hasta
que ya muy próximas, arrollaron a las sorprendidas milicias federales que dejaron 200
muertos en el campo de batalla mientras los unitarios no sufrieron ninguna baja. Dorrego
escapa milagrosamente pero es hecho prisionero al día siguiente por una partida a cuyo
frente van los oficiales Escribano y Acha, que acababan de pasarse al enemigo.



                                                10
La noticia provocaría euforia en la clase superior de Buenos Aires y consternación en los
sectores populares. En el “Pampero” de Juan Cruz Varela se publican victoriosas y mediocres
rimas:

                                        “La gente baja
                                        ya no domina
                                         y a la cocina
                                          se volverá”

       En el parte de Navarro un satisfecho Lavalle escribirá, haciendo un involuntario
homenaje a un grande de la Historia rioplatense, que es la derrota de “los discípulos de
Artigas”.
      La logia se entera de que el almirante Brown, gobernador provisorio por ausencia de
Lavalle, y su ministro Díaz Vélez son de la opinión de desterrar al prisionero. Del Carril,
cabeza de los letrados unitarios, alarmado, sin atreverse a firmar, escribe a Lavalle que “las
víctimas de Navarro no deben quedar sin venganza (...) Prescindamos del corazón en este
caso”. Ese mismo día envía su carta Juan Cruz Varela: “Después de la sangre que se ha
derramado en Navarro el proceso del que la ha hecho correr está decidido”. Dibujará su
complica firma al final sin obviar los tres puntos masónicos. Pero a continuación agregará,
prudente: “Cartas como ésta se rompen”. Más expeditivo, el fraile masón Agüero hará llegar
un modelo del parte de fusilamiento. Lavalle mostrará esa documentación a Rosas en su
encuentro de Cañuelas.
      Dorrego intenta entrevistar a su captor pero éste se niega a recibirlo por temor a
“ablandarse”. Autoriza que se le facilite el papel y la pluma que ha pedido, con lo que escribirá
tiernas cartas de despedida a su esposa e hijas, y otra para el jefe federal Estanislao López:
“Que mi muerte no sea causa de derramamiento de sangre”.
      También en eso se equivocará Dorrego pues el partido de sus fusiladores descargará una
calculada orgía de terror.

                                          Capítulo 10

                                       El terror unitario

     La prensa porteña azuzaba:

                                       “Bustos y López
                                        Sola y Quiroga
                                        oliendo a soga
                                       desde hoy están”.

      Después de la muerte de Dorrego, empiezan las “listas negras”, detenciones,
persecuciones y el destierro de los adictos al gobierno depuesto: los Anchorena, los García
Zúñiga, Maza, Terrero, Wright, los generales Balcarce, Martínez, etc. Otros emigran para
evitar el furor de los vencedores unitarios, decididos a terminar con la amenaza federal,
convencidos de que cortada la cabeza de la hidra lo demás será fácil y definitivo.
      “Impondremos la unidad a palos”, escribía el sacerdote unitario Julián Segundo Agüero,
que había sido ministro de Rivadavia. La libertad de prensa es amordazada y al editor de un
periódico, don Enrique Gilbert, se lo condenó a diez días de prisión por haber publicado un
acróstico contra Lavalle. El oficialista “El Pampero” rebatía a la moderada “Gaceta Mercantil”:
“El argumento que Ud. forma, de que si son pocos los federales es poca generosidad
perseguirlos, y si son muchos es peligroso irritarlos, nosotros decimos que no son los muchos
sino los pocos, y esos malísimos, y con los malos no se debe capitular sino extinguir.
      “Que sean pocos o muchos no es tiempo de emplear la dulzura, sino el palo, y cuando
hayamos terminado el combate tendrá lugar la generosidad. Mientras se pelea, esta virtud
suele ser peligrosa y más con gente que no la agradece. Siendo ya vencedores les
concederemos los honores de vencidos; cuando no haya asesinos armados buscaremos a los
ciudadanos indefensos, y nos empeñaremos en convencerlos; pero ahora sangre y fuego en el
campo de batalla, energía y firmeza en los papeles públicos.
      “Palo, señor Editor, palo, y de otro modo nos volveremos a ver como nos hemos visto el
año 20 y el año 28; palo, porque sólo el palo reduce a los que hacen causa común con los
salvajes; palo y de no, los principios se quedan escritos y la República sin constitución”.


                                               11
Lo que se escribía en papeles era pálido reflejo de lo que se llevaba a cabo en la práctica.
Escribirá el general Iriarte, antirrosista, que “después de la ejecución de Dorrego, Lavalle
asolaba la campaña con su arbitrario sistema, y el terror fue un medio de que con profusión
hicieron uso muchos de sus jefes subalternos. Se violaba el derecho de propiedad, y los
agraviados tenían que resignarse y sufrir en silencio los vejámenes que les inferían, porque la
más leve queja, la más sumisa reclamación costó a algunos infelices la vida. Aquellos
hombres despiadados trataban al país como si hubiera sido conquistado, como si ellos fuesen
extranjeros; y a sus compatriotas les hacían sentir todo el peso del régimen militar, cual si
fuesen sus más implacables enemigos. Se habían olvidado que eran sus compatriotas y, como
ellos mismos, hijos de la tierra”.
       Más adelante y haciendo referencia al terror que sembraron dice: “Durante la contienda
civil los jefes y oficiales de Lavalle cometieron en la campaña las mayores violencias, las más
inauditas crueldades -crueldades de invención para gozarse en el sufrimiento de las víctimas-,
la palabra de guerra era muerte al gaucho y efectivamente como a bestias feroces trataban a
los desgraciados que caían en sus manos.
       “Era el encarnizamiento frenético, fanático y descomunal de las guerras de religión. El
coronel don Juan Apóstol Martínez hizo atar a la boca de un cañón a un desgraciado paisano:
la metralla lo hizo pedazos y sobre algunos restos que pudieron encontrarse el mismo
Martínez burlonamente esparció algunas flores. Otra vez el mismo jefe hizo que unos
prisioneros abriesen ellos mismos la fosa en que fueron enterrados”
       El coronel Estomba se llega hasta la estancia “Las Víboras” de los Anchorena y reclama
información sobre el paradero de Rosas, “el cacique feroz”. Como el capataz Segura lo ignora o
finge ignorarlo también será atado a la boca de un cañón y destrozado. A continuación este
héroe de la Independencia se desquitará también con varios peones matándolos con un
hacha.
       Por su parte el coronel Rauch recorre los pueblos y villorrios de la campaña fusilando y
degollando a mansalva por el sólo motivo de no ser o no parecer partidarios de Lavalle y de los
suyos. Se calcula que no menos de mil paisanas y paisanos son asesinados.
       Los fundadores del “terror” fueron entonces lo unitarios y no Rosas. Con ello concuerda
Groussac, de escasas simpatías hacia los federales, quien al analizar estos medios de
violencia, exterminio y persecución, concuerda: “La corta dictadura de Lavalle, para no
remontarnos más arriba, suministra casos aislados de todos los abusos y delitos oficiales que
la tiranía de Rosas practicaría como régimen. El terror esporádico de los unitarios anunció el
endémico de los federales, y no es fácil apreciar en qué proporción el primero sea responsable
del segundo (...) Delaciones, adulaciones, destierros, fusilamientos de adversarios, conatos de
despojo, distribución de los dineros públicos entre los amigos de la causa: Lavalle en materia
de abusos y, aparte su número y tamaño, poco dejaba que innovar a su sucesor”.
       En San Juan, en 1830, Francisco Bustos “estando en la cárcel cargado de grillos, y sin
el menor indicio de que hubiera intentado evadirse, como se hizo creer, fue muerto a balazos
en la misma prisión”. El día anterior el unitario general Lamadrid le había exigido la suma de
8.000 pesos para liberarlo.
       En San Luis el coronel Videla, poco antes de ocupar la gobernación, perseguía
tenazmente a los federales, según se desprende de sus propios comunicados al hacer saber
que “los límites de las cuatro provincias San Luis, Córdoba, La Rioja y San Juan han quedado
purgadas de todo germen anárquico, pues, como fruto digno de sus empeños se ha logrado
hacer caer a muchas de las cabezas que promovían nuevas insurrecciones, poniendo en
pavorosa fuga a los que no han caído en sus manos, como ha sucedido con el infame Cuenca,
que, presuroso, se ha tenido noticia segura, corre a buscar un abrigo en los bosques de
Catamarca, impidiendo le siga ninguno de sus camaradas”.
       Y el general José María Paz, a quien la historia oficial reservara un lugar de
respetabilidad, otro unitario que fue a “civilizar” al interior, aquel “que acaloraba a sus jefes
para que fusilasen a los prisioneros” y que así procedía para evitar “la brusquedad de esas
órdenes encapotadas”, según afirma su compañero de armas Iriarte, no reparó en medios
para llegar a sus objetivos.
       Lo confirman fuentes emanadas de sus propios partidarios: “El reconocimiento de la
supremacía del general Paz, -escribe Gurruchaga a Pedro Frías-, va a traer grandes males a
las provincias y será bueno buscar nuevos pobladores para que las habiten”.
       Un oficio del Dr. Agüero, diputado de Paz ante los gobiernos de Salta, Tucumán,
Catamarca y Santiago del Estero, después de ser puesto en libertad por las partidas de Ibarra
que lo habían tomado prisionero, manifiesta “que la conducta del coronel Deheza y sus



                                                12
colaboradores le habían hecho perder la provincia de Santiago del Estero, pues, violaban,
robaban o asesinaban a toda persona que encontrasen”. Una carta del citado Deheza al
gobernador de Santiago del Estero, Francisco Gama, dirá: “Sáquele todo cuanto pueda al
comercio para contar con algo, ya sabe que somos pobres”.
      La masacre generalizada que la “barbarie” sufre en manos de la “civilización” hace que
en ese año 1829 el crecimiento demográfico sea negativo: las muertes superan a los
nacimientos. Allí nacerá el slogan de los “salvajes unitarios”. A pesar de ello nuestra historia
oficial se empeñará en cargarle a Rosas, en primer término, y a los caudillos federales la
exclusividad del terrorismo político de su época.
      Los federales comprendieron que sus adversarios estaban decididos a llevar la
confrontación hasta sus últimas consecuencias y que, por consiguiente, necesitaban un líder
capaz de organizarlos. Nadie dudó de que esa persona, a pesar de su juventud, era don Juan
Manuel de Rosas. Tampoco los unitarios:
      “Últimamente fueron liberados de la prisión dos asesinos”, informaría el cónsul inglés
Woodbine Parish a su gobierno, “bajo el compromiso de asesinar a Rosas”.

                                         Capítulo 11

                          El pasajero del “Countess of Chichester”

       En medio del fratricida torbellino de sangre y de pasiones arriba el 6 de febrero de 1829
el buque “Countess of Chichester” en el que viajaba San Martín con el apellido materno,
Matorras, para pasar de incógnito. Se había embarcado en Londres, con espíritu alegre, al
enterarse de la caída de su enemigo Rivadavia. Pero más lo atraía que fuese su brillante oficial
de las campañas libertadoras, Dorrego, insuperable en las cargas de caballería y con quien
tenía tanto en común, quien gobernase a Buenos Aires
      El 15 de enero al hacer escala en Río de Janeiro supo con preocupación de la revolución
unitaria y al llegar a Montevideo en los primeros días del mes siguiente, desolado, se entera
del fusilamiento del derrocado gobernador.
      José M. Paz, entonces gobernador interino por hallarse Lavalle ocupado en la campaña
de exterminio de gauchos y orilleros federales, informa a éste de la presencia del “Rey José”,
como llamaban despectivamente al Libertador sus muchos enemigos porteños, burlándose de
sus supuestas inclinaciones monárquicas: “Calcule Ud. las consecuencias de una aparición
tan repentina”.
      “El Pampero” del 12 de febrero, en recuadro que no se atreve a firmar Florencio Varela,
lo acusa de cobarde: “Ambigüedades: en esta clase reputamos el arribo inesperado a estas
playas del general San Martín, sobre lo que diremos que este general ha venido a su país a los
cinco años, pero después de haber sabido que se han hecho las paces con el emperador del
Brasil”.
      San Martín no se decide a desembarcar porque también nuestros próceres, a pesar de la
historia oficial, tienen el humano derecho a sentir miedo. Sabe que lo van a matar en cuanto
ponga un pie en tierra pues nadie ignora que podría ser el nuevo jefe de los federales a favor
de la simpatía y admiración que por él sienten los provincianos y el populacho urbano y
campesino, es decir aquellos a quienes los poderosos de Buenos Aires temen.
      Los de la logia también tienen cuentas pendientes por las reiteradas desobediencias de
ese antiguo “venerable” que a partir de 1814 privilegió los intereses de la patria antes que los
de la sociedad secreta.
      Los rivadavianos, a su vez, no le perdonan haber sido quien, al frente de sus flamantes
granaderos, irrumpió en la Plaza de la Victoria para derrocar a don Bernardino y a los demás
integrantes del 1er. Triunvirato en lo que puede ser considerado el primer golpe militar contra
autoridades legítimamente constituidas.
      Más aún: la clase de “posibles” no olvida que culpa de su desobediencia a regresar con
su ejército para protegerlos, las montoneras entrerrianas y santafesinas desfilaron por sus
calles después de Cepeda, dando por tierra con el proyecto de entronizar al príncipe de Luca.
      Sus amigos, entre ellos Tomás Guido, lo visitan a bordo para desagraviarlo: “No haga
caso de los arañazos”, le dice, “no faltan quienes defienden a Ud.”. Don José también recibe la
inesperada visita de los señores Gelly y Trolé, enviados de Lavalle, cuya situación se ha vuelto
muy comprometida por la reacción de las milicias federales al mando se Rosas y por el avance
de las vigorosos montoneros de López. Le ofrecen a San Martín hacerse cargo del gobierno de
Buenos Aires.



                                               13
Otra vez nuestra historia oficial se equivoca, o miente en su estrategia de despolitizarlo y
jamás mostrarlo en su condición de hombre de ideas y caudillo popular, cuando quiere
hacernos creer que la negativa de nuestro prócer máximo se debió a que no quiso inmiscuirse
en la sangrienta contienda entre ambos partidos.
      Lo sucedido es que lo que se le ofrece es lo que jamás podría aceptar por cuanto sus
simpatías están claramente del lado federal. Sus relaciones con los unitarios han sido
siempre pésimas y a su falta de apoyo se debió su inevitable renuncia ante el bien surtido
Bolívar. Lo que Lavalle le propone, una vez más confundido, es jugar del lado de sus
enemigos, junto a la logia, los alvearistas, los rivadavianos. Además a la cabeza del bando
que, en ese abril, ya tiene la partida perdida.
      La respuesta que San Martín le da a Lavalle, en una nota que entrega a sus emisarios,
no puede ser más clara: “Los medios que me han propuesto no me parece tendrán las
consecuencias que usted se propone”. A renglón seguido le sugiere rendirse a los de López y
Rosas, que son los suyos: “Una sola víctima que pueda economizar al país le será de un
consuelo inalterable”.
      El 12 parte el “Countess of Chicherster”. A su bordo un hombre con el corazón partido
que quizás intuye que jamás regresará a esa patria hostil a la que tanto ama y por la que
tanto hizo. Es interesante señalar que en su correspondencia de esos días, sin conocerlo,
parecería presagiar el advenimiento de Rosas al poder: “Las gentes claman por un gobierno
riguroso, en una palabra: militar”, escribe a su amigo O'Higgins. En cuanto a las dos
facciones, unitarios y federales, “para que el país pueda existir es de absoluta necesidad que
uno de los dos desaparezca”. Su inclinación no deja dudas en una de sus cartas al general
Guido, donde critica a los unitarios que han engañado al pueblo “con sus locas teorías y lo
han precipitado en los males que lo afligen y dándole el pernicioso ejemplo de perseguir a los
hombres de bien”. Estos, para el Libertador, no son la oligarquía “decente” sino los federales
que han debido refugiarse del otro lado del Plata.
      Sólo recobrará la esperanza cuando, con Rosas en el gobierno, su Argentina se alce
altiva ante la prepotencia de las potencias de entonces. A los 51 años de edad le ofrecerá sus
servicios “si usted me cree de alguna utilidad”.

                                          Capítulo 12

                                    El Puente de Márquez

       Lavalle, el héroe de Riobamba, ha sido cercado en el interior de la capital por las
montoneras santafesinas y las milicias rosistas. La situación es desesperante y decide salir a
dar batalla, siendo completamente derrotado al frente de su ejército regular en los campos de
“Puente de Márquez” el 25 de abril de 1829
      El parte de Estanislao López no ocultará la ironía: “El general enemigo que ha usado
hasta el día de hoy hablando de nosotros el lenguaje de la presunción y la arrogancia,
fundado según decía en la elevación de sus conocimientos, en su valor y en la calidad de sus
soldados, ha tenido desde hoy un motivo para ser más modesto”.
      Las fuerzas irregulares que comanda Rosas, integradas por peones facilitados por sus
pares estancieros a los que se sumarían indios y mulatos adeptos con los que llevó adelante,
como lo definiría Woodbine Parish, “una guerra gaucha contra las propiedades en el campo de
todos los partidarios de la revolución (que derrocara a Dorrego)”. En parte para privar de
recursos a las fuerzas de Lavalle pero también como castigo para los adversarios, que no solo
eran los que estaba en su contra sino también los que permanecían neutrales. Esto daría
vengativa justificación a sus enemigos, un cuarto de siglo más tarde, después de Caseros,
para expropiar todas sus propiedades
      Rosas comenzaba a mostrar su estilo: se estaba con él o contra él, no había posiciones
intermedias. También era ya claro cuáles serían sus aliados, de allí en más: un importante
sector de la clase acomodada y los sectores más desfavorecidos de la sociedad. El estanciero y
el gaucho.
      Lúcido, escribirá a su aliado López, en un alto de su andar: “Todas las clases pobres de
la ciudad y de la campaña están en contra de los sublevados y mucha parte de los hombres
de posibles. Sólo creo que están con ella los quebrados y los agiotistas que forman esta
aristocracia mercantil”. Ya se vislumbraba en comunicaciones como ésta el talento de don
Juan Manuel para adjetivar con eficacia a sus enemigos y para la creación de slogans
propagandísticos de fuerte efecto.



                                               14
Lo que más llamó la atención fue que tuviera la capacidad de hacer pactos con el diablo,
es decir con el indio, terror de los ciudadanos y campesinos de Buenos Aires. En la batalla de
Navarro, a pesar de su disidencia con Dorrego, Rosas le facilitó parte de sus fuerzas entre las
que se contaban varios cientos de indios pampas que pelearon con una bravura y una
disciplina reconocida por el atónito Lavalle. Quien los conducía en esa oportunidad y lo
seguiría haciendo hasta Caseros era don Molina, capataz de “Los Cerrillos”, desertor del
ejercito quien vivió con los pampas durante varios años, esposando a la hija de un cacique,
hasta que Rosas lo reclutó para lo suyo. El general Aráoz de Lamadrid opinaría de él en sus
“Memorias” que era “un hombre de gran influencia entre la gente de campo y las tribus indias
del sur, de quien se dice que puede siempre tener a su disposición la cantidad de hombres
que pueda necesitar”.
      Como parte de su guerra de recursos Rosas favoreció las incursiones indias contra
ciudades y aldeas, ensañándose con las vidas y bienes de los unitarios que les habían sido
previamente marcados. Al retirarse dando estremecedores alaridos quedaban cadáveres
regados sobre el suelo, viviendas saqueadas e incendiadas, llantos de las niñas y de los niños
mientras presenciaban cómo sus madres eran raptadas por quienes acababan de asesinar a
sus padres. Nada demasiado distinto a lo que hacían los “civilizados” unitarios.
      La resistencia de Rosas y los suyos había recibido el apoyo de las provincias, soldándose
el vínculo azaroso pero a la postre siempre sólido entre el estanciero bonaerense y los
caudillos del interior. La primera reacción contra el movimiento militar de Lavalle la hizo
Bustos, desde Córdoba, no obstante su rivalidad política con Dorrego. El 10 de diciembre
envió una fuerte proclama a las demás provincias:
      “(...) Quienes derrocaron al gobierno general son los mismos que en 1814 pidieron a
Carlos IV un vástago de la Casa de Borbón para que se pusiese de rey entre nosotros (por
Rivadavia), los que en 1815 protestaron al embajador español en el Janeiro, conde de Casa
Flores, que si había tomado intervención en los negocios de América había sido con el objeto
de asegurar mejor los derechos de S.M. Católica en esta parte de América (por Alvear), los
mismos que en 1816 nos vendieron a Juan VI, entonces príncipe regente de Portugal (por
Belgrano, Díaz Vélez, Alvarez Thomas y otros), los mismos que en 1819 nos vendieron al
príncipe de Luca (por Pueyrredón y Valentín Gómez), en fin, los autores de todas nuestras
desgracias.
      “América no lloraría tantas desgracias si cuando en octubre de 1811 (la sublevación
contra Saavedra y Campana, este último un gran caudillo popular ignorado por nuestra
historia oficial) botó esa facción por tierra al gobierno que se había formado en 1810, un
castigo ejemplar les hubiera enseñado que no se podían hollar los sagrados derechos de los
Pueblos”.
      Un Facundo Quiroga indignado escribe a Lavalle el 29 de diciembre: “No pierda V.E. los
instantes que le son preciosos al abrigo de la distancia, para escudarse del grito de las
provincias. El que habla no puede tolerar el ultraje hecho a los pueblos sin hacerse indigno
del título de hijo de la Patria, si dejase la suerte de la República en manos tan destructoras.
Debe tomar la venganza que desde ahora le promete”. La dirige a “Juan Lavalle, Gobernador
intruso de Buenos Aires”.
      El periódico unitario “El Pampero” replicará cuando el viento parecía soplar a favor de
los rebeldes: “¡Bandido en Jefe! ¡Fiera intrusa entre los hombres! Cacique Quiroga ¿qué pides
cuanto así ultrajas al gran pueblo de Buenos Aires en el digno gobernador que ha elegido?
¿No respetas siquiera a los valientes y veteranos héroes de Ituzaingó? Prepárate, sí, prepárate,
salteador infernal, a sufrir el castigo de tus horrendos delitos, y si tienes coraje como te sobra
audacia ven a Buenos Aires que aquí está la horca en que debes expiarlos”.
      San Juan desconoce el gobierno de Lavalle el 22, el 24 lo hace Mendoza, el 29 La Rioja.
Estanislao López contestaría ridiculizando a la circular unitaria en la que se informaba que el
nuevo gobernador había sido electo por el “voto nacional y unánime”: “Sea cualquiera la
propiedad con que el Sr. secretario “nacional” llame voto unánime al de los ciudadanos de
una provincia como la de Buenos Aires en la expresión tumultuaria y discordante de los
pocos que puede contener un templo (...)”.
      Ya antes de la batalla decisiva el entusiasmo revolucionario de los porteños estaba
declinante. Los federales no se habían atemorizado a pesar de torturas y fusilamientos y en
las iglesias se rezaba funerales por Dorrego que, pese a la oposición de las autoridades,
fueron una vibrante expresión de dolor popular. “Mucha gentuza a las honras de Dorrego”, se
lamentará un despechado del Carril a Lavalle, “litografías de sus cartas y retratos; luego se
trovará la carta del Desgraciado en las pulperías como la de todos los desgraciados que se



                                               15
cantan en las tabernas. Esto es bueno, porque así el “Padre de los pobres” será payado con el
capitán Juan Quiroga y los demás forajidos de su calaña. ¡Que suerte vivir y morir
indignamente y siempre con la canalla!”
      Pronto se sabrá que Rauch, terror de indios y gauchos, al perseguir a los pampas ha
sido alcanzado y boleado en “Vizcacheras”. Los indios se arrojaron sobre el odiado militar
prusiano quien, a pesar de defenderse con coraje, acabó atravesado a lanzazos. Decapitado,
su cabeza fue llevada en triunfo a la ciudad y arrojada en una calle céntrica como un desafío.
      Luego de la derrota de “Puente de Márquez” el pánico se apoderó de los porteños
“decentes”. Rivadavia y Agüero se fugaron el 2 de mayo a la Banda Oriental siendo imitados
por otros muchos que pocos meses antes estaban convencidos de haber logrado una victoria
completa.
      Lavalle cabalgó solo hasta el campamento de quien lo había vencido y, agotado y
destruido anímicamente, se dejó caer en el camastro de Rosas. Prefiere negociar con él y no
con López, después de todo es un aristócrata porteño, relacionado con las “mejores” familias
porteñas, uno de los estancieros más ricos. Siempre será mejor que un montonero bárbaro y
representante de los intereses antiporteños de otra provincia como el santafesino.
      -Despiérteme cuando llegue el general.
      Ambos firmaron lo que se conocería como el “Tratado de Cañuelas” por el que Lavalle
renunciaba a la gobernación y Rosas, de buen grado, aliviaba a Buenos Aires de ser inundada
por sus gauchos, indios, mulatos y orilleros, recordando con seguridad el impacto que a él
mismo le provocase el desfile de los mal entrazados pero respetuosos montoneros luego de
Cepeda. El era porteño y sabía que, para sus planes futuros, no le convenía ganarse la
animosidad colectiva de los habitantes de la que ya era una gran ciudad americana.
      De las conversaciones entre Rosas y Lavalle, surgió el nombre del nuevo gobernador,
Juan José Viamonte, también rico estanciero y aceptable para unitarios y federales. Don
Juan Manuel consideraba que aún no había llegado su hora, actitud que contribuía a
agrandar su figura. “Su poder es tan extraordinario como su moderación y su modestia”
(Informe de W. Parish a Aberdeen, 14 de noviembre de 1829).
      Carlos de Alvear, que sostenía una posición intransigente, protesta contra lo que
considera “debilidad” de Lavalle y renuncia a su gabinete. Este escribirá a don Juan Manuel,
con quien trata de mantener relaciones cordiales que poco durarían: “Alvear ha hecho hoy
renuncia de los ministerios de guerra y marina y la he aceptado con un contento indecible. Es
un hombre que no estará quieto bajo ningún orden de cosas y que necesita de la embrolla y
de la intriga como del alimento. Si lo sujetan a vivir con juicio se muere en dos días. En estos
últimos ha esparcido mil mentiras y me ha calumniado a su gusto. En fin, estoy libre de él y
de este modo pasaré con menos disgusto los pocos días que esté aquí”. San Martín, que hubo
de sufrir la envidiosa y dañina animosidad de Alvear a lo largo de toda su vida, podría haber
suscripto los mismos términos.
      No sería la última vez en que Lavalle y Rosas se encontrarían en bandos contrarios y fue
su derrota en 1840 lo que llevaría al primero a su suicidio en Jujuy. Tanto sus adeptos como
Rosas, para no deshonrarlo, adjudicarían su muerte a un imposible trabucazo disparado a
través del ojo de una cerradura por un mazorquero rosista, el sargento Bracho.
      Lo curioso es que tanto Juan Manuel como Juan Galo eran hermanos de leche ya que
Lavalle había mamado del pecho de doña Agustina, la madre de Rosas, como solía hacerse
entre amigas de aquel Buenos Aires de pocas familias “decentes” cuando alguna se secaba,
para que sus vástagos no bebiesen leche “impura” de india o mulata.


                                         Capitulo 13

                                  Chusma y hordas salvajes

     San Martín, desde la rada de buenos Aires le solicita a Díaz Vélez su pasaporte para
pasar a Montevideo, lo hace en una carta en que le expresa que no desea implicarse en la
guerra fratricida por lo que “no perteneciendo a ninguno de los dos partidos en cuestión, he
resuelto para conseguir ese objeto pasar a Montevideo”.
     Díaz Vélez le adjunta el pasaporte pedido y una carta de mal tono en la que expresa:
“Por lo demás aquí no hay dos partidos, si no se quiere ennoblecer con este nombre a la
chusma y las hordas salvajes”.




                                               16
Capítulo 14

                                      Yo no soy federal

      El gobierno cayó en sus manos como si se tratase de la inevitabilidad de la ley de
gravedad, por imperio de circunstancias que él mismo había provocado, más por asumir su
destino de representar y modelar el país que anhelaba (ordenado aunque fuese por la fuerza,
respetuoso de la religión, en el que la plebe tuviera su lugar, desconfiado de todo lo que
viniese de afuera, poco amigo de la modernidad liberal, tradicionalista) y menos por ansia de
poder público. Rosas entonces vaciló.
      El mismo día de su ascensión al mando de su primer gobierno le comenta al agente de la
Banda Oriental, Santiago Vázquez:
      “Aquí me tiene usted, señor, en el puesto del que me he creído siempre más distante; las
circunstancias me han conducido; trataremos de hacer lo mejor que se pueda; de evitar
nuevos males; yo nunca creí que llegase este caso, ni lo deseaba, porque no soy para ello;
pero así lo han querido, y han acercado una época que yo temía hace mucho tiempo, porque
yo, señor Vázquez, he tenido siempre mi sistema particular”.
      ¿Era don Juan Manuel sincero? Amaba la vida en el campo y sólo se imaginaba como
gobernante si transformaba al país en una estancia y a sus gobernados en peonada como la
de sus haciendas, que sabía de su inflexibilidad ante lo que él consideraba faltas: la pena por
llevar el facón en días de fiesta y así evitar las frecuentes y letales riñas entre ebrios era
permanecer varias horas en el cepo a la intemperie; por olvidar o perder el lazo, cuyo flexible
trenzado requería la costosa labor de un experto, cincuenta latigazos en la espalda desnuda;
por beber durante sus obligaciones correspondía ser estaqueado, a veces junto a un
hormiguero.
      También pregonaba la decencia: “El peón o capataz que ensille un caballo ajeno comete
un delito tan grande (...) que será penado con echarlo en el momento de las haciendas de mi
marca, y a más será castigado según lo merezca” (“Instrucciones a los mayordomos de
estancias”).
      Lo podía hacer sin provocar el odio de los suyos porque él mismo se sometía a tales
castigos cuando la falta era suya. Con la misma dureza caían los latigazos sobre su espalda o
se achicharraba bajo el sol inclemente. Uno de sus capataces, Sañudo, relataría a Saldías que
cierta vez había castigado a su patrón hasta hacerle perder el conocimiento y que luego había
sido premiado por ello. Hasta el fin de sus días sostendrá que el ejemplo era la vía de ganar la
confianza del pueblo.
      En cuanto a su rechazo a los cargos públicos existía el antecedente de su renuncia a ser
Diputado y miembro de la Junta de Comerciantes y Hacendados, nombramientos con que
Martín Rodríguez lo había tentado para atraerlo de su lado.
      Halperín Donghi razona: “La Legislatura que ha designado a Dorrego elige gobernador,
con facultades extraordinarias, a Juan Manuel de Rosas. La crisis de las instituciones
porteñas comienza a cerrarse: Rosas es –en el vocablo de sus adictos, recogido por la
Legislatura- el Restaurador de las Leyes, es decir, del sistema de leyes fundamentales en cuyo
marco se había dado la experiencia del partido del Orden. Sin duda esta restauración - como
es usual - innova mucho más de lo que restaura.
      ”Era un autócrata por naturaleza y hasta el fin de sus días se mostró convencido de que
a los países había que gobernarlos con mano fuerte para evitar lo que él consideraba su
natural tendencia a la anarquía. Hay quien afirma que Rosas conocía la obra del francés
Bossuet, defensor del absolutismo monárquico, cuyas ideas textuales reproduciría en sus
escritos:
      “El rey puede compararse con un padre y recíprocamente un padre puede ser
comparado con el rey, y entonces determinar los deberes del monarca por los del jefe de
familia. Amar, gobernar, recompensar y castigar es lo que deben hacer un rey y un padre. En
el fondo nada hay menos legítimo que la anarquía, que quita a los hombres la propiedad y la
seguridad, ya que entonces la fuerza es el único derecho (...) A nadie le es permitido perturbar
la forma de gobierno establecida, y se deben sufrir con paciencia los abusos de autoridad
cuando no se los puede impedir por las vías legítimas”.
      Era federal por su animosidad con los unitarios más que por aceptar los principios
exitosamente aplicados en el Norte de América. Mucho menos acordaba con los reclamos de
que su Buenos Aires debía compartir sus privilegios, su puerto y su aduana con las



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provincias, lo que le insumiría años de astutas negociaciones para conjurar y dilatar lo que
era inmanente de su declamado federalismo.
      Siempre fue partidario de dar legitimidad a sus designaciones como gobernador, y si en
1835 exigirá la convocatoria a un plebiscito en el 29 fue nominado por convocatoria de la
Legislatura disuelta por el “golpe” de Lavalle, que así “restaurará” la ley.
      Su postura inicial será de conciliación: “Ya digo a usted que yo no soy federal, nunca he
pertenecido a semejante partido, si hubiera pertenecido, le hubiera dado dirección, porque,
como usted sabe, nunca la ha tenido (...) En fin, todo lo que yo quiero es evitar males y
restablecer las instituciones, pero siento que me hayan traído a este puesto, porque no soy
para gobernar”. (Confidencia a su amigo uruguayo Vásquez, diciembre de 1829, el mismo día
en que asumió su cargo).
      A diferencia de lo que sucederá con su segundo período se esforzó por dar una imagen
de cierta moderación. Eso fue claro cuando confirmó a los ministros designados por Lavalle:
Balcarce, Guido y García, este último, el “entregador” de la Banda Oriental, clara concesión a
Inglaterra, cuyo ministro Woodbine Parish informaría a su Corona que el gabinete rosista
estaba formado por “hombres honrados y bien dispuestos”. Las cosas serían muy distintas en
los años por venir.
      Don Juan Manuel era sincero en sus dudas. El psicoanálisis quizás pueda explicar el
caso de alguien que gobernó durante muchos años pero que alcanzó el record, probablemente
mundial, de renuncias a su función. En algunas fue evidente que no se trataba más que de
una formalidad. Pero en otras, como su decisión de abandonar el poder en 1850, era clara la
voluntad de hacerlo.
      Durante su primer período debió enfrentar graves problemas: una pertinaz sequía que
duró varios años y perjudicó el rendimiento de los campos, y el acoso de las provincias
unitarias coaligadas en la Liga del Norte bajo el liderazgo del mayor estratega de nuestra
guerras civiles, José María Paz.
      A Buenos Aires llegan noticias de la batalla de “La Tablada”, en la que Paz derrotó a
Juan Facundo Quiroga. Se sabe entonces que, terminado el combate y con la anuencia del
jefe victorioso, el coronel Deheza fusiló a cañonazos a veintitrés oficiales que se habían
rendido y a ciento veinte prisioneros. Los cadáveres insepultos fueron luego devorados por los
caranchos. Paz, que en agosto del año anterior se hiciera elegir gobernador de Córdoba, ahora
está empeñado en lo que se llamará “la campaña de la sierra”, consistente en limpiar de
partidas federales toda esa comarca. Los crímenes cometidos contra los prisioneros y contra
los vecinos de las aldeas y de la campañas sólo pueden compararse con los realizados en la
provincia de Buenos Aires por las tropas de Lavalle, un año atrás. Los prisioneros son
colgados de los árboles y lanceados simultáneamente por el pecho y por la espalda. Así
mueren ochocientos hombres. A algunos les arrancan los ojos o les cortan las manos. En San
Roque le arrancan la lengua al comandante Navarro. A un vecino de Pocho, don Rufino
Romero, le hacen cavar su propia fosa, antes de ultimarlo, hazaña que se repite con otros.
Algunos departamentos de la sierra son diezmados. Algunos de sus subalternos, famosos por
su crueldad como Vázquez Novoa, apodado “Cortaorejas”, “El zurdo y el “Cortacabezas”
Campos Altamirano, lancean a los vecinos de los pueblitos en grupos hasta de cincuenta
personas. El propio Paz hace fusilar en Córdoba a tres coroneles federales, y con motivo de
una rebelión se aplica la pena de muerte a cuatro militares.


                                         Capítulo 15

                                      La víctima ilustre

      Uno de los primeros actos de la gobernación de Rosas fue la exhumación de los restos
del gran Manuel Dorrego, primer caudillo popular de nuestra patria, y su traslado al
cementerio de la Recoleta.
      En una imponente ceremonia – Rosas siempre supo de la importancia política de las
grandes celebraciones que fomentaban la participación popular- a la luz de las flameantes
antorchas y con el suelo trepidante por los cañonazos de la escuadra y del Fuerte, un don
Juan Manuel sinceramente conmovido recordó a su antecesor en el liderazgo federal: “
      ¡Dorrego! Víctima ilustre de las disensiones civiles, descansa en paz. La patria, el honor
y la religión han sido satisfechos hoy, tributando los últimos honores al primer magistrado de
la república sentenciado a morir en el silencio de las leyes. La mancha más negra de la



                                               18
historia de los argentinos ha sido ya lavada con las lágrimas de un pueblo justo, agradecido y
sensible”.


                                         Capítulo 16

                                La medida más filantrópica

      La crueldad unitaria es reconocida por los mismos que lo practicaban. El sargento
mayor Domingo Arrieta, oficial de Paz y en “la campaña de la sierra” refiere en sus “Memorias
de un soldado” cómo paisanas y paisanos irritadas, contra las fuerzas unitarias, los privaban
de recursos, los acosaban con tiroteos y correrías, y cuando podían mataban a algunos de
ellos. Entonces Arrieta confesará, textualmente, que ante la inutilidad de “los buenos modos”
adoptarían una “medida más filantrópica”: “no dejar vivo a ninguno de los que pillásemos”.
Con sincero cinismo cuenta que “mata aquí, mata allá, mata acullá y mata en todas partes,
fueron tanto los que pillamos y matamos que, al cabo de unos dos meses, quedó todo
sosegado”.
      Trece años más tarde “La Gaceta” hablará de dos mil quinientas víctimas cordobesas del
“terror unitario”, en tanto que Rivera Indarte rebajará esa cifra a ochocientas.
      Paz va a encontrarse de nuevo frente al general Quiroga en la batalla de “Oncativo” el 25
de febrero de 1830. Ataca a su enemigo por sorpresa y el “Tigre de los Llanos” vuelve a ser
derrotado. Se reproducen entonces los impiadosos fusilamientos de prisioneros. Al más
importante, el general Félix Aldao, guerrero de la independencia, fraile dominico que dejó los
hábitos para combatir por su patria y que luego se convertiría en un feroz caudillo, lo hacen
entrar en la ciudad antes de darle muerte, en un día de pleno verano y a la hora en que es
más fuerte el sol, montado en un burro para denigrarlo, con la cabeza descubierta y los pies
atados debajo de la panza del animal, como lo contase el viajero norteamericano J. King. En
la cárcel, atestada de prisioneros, cada noche hay fusilamientos luego de juicios sumarísimos
que terminan fatalmente con la condena a muerte.
      Paz no se contenta con dominar Córdoba y toma por asalto los gobiernos vecinos por
medio de sus lugartenientes, a cada uno de los cuales le adjudica una provincia. Gregorio
Aráoz de Lamadrid va a La Rioja. Allí encarcela y cuelga una pesada cadena del cuello de la
madre de Quiroga, anciana de más de setenta años; luego la destierra, junto a la mujer y a los
hijos del caudillo a Chile. Es más cruel con los soldados: acollara a doscientos federales que
ha capturado en los llanos riojanos y los hace lancear en su presencia. No será lo único: para
forzar contribuciones pecuniarias a las que se resisten los habitantes de la capital provincial
fusila a cuatro y deja el banquillo para las que no paguen.
      A Santiago del Estero el general Paz destina a Román Deheza, el masacrador de “La
Tablada”, que fusila allí a mucha gente. Lo mismo sucede en Mendoza, donde los unitarios
pasan por las armas a cincuenta federales apresados en Chancay.
      No se trata de justificar conductas bárbaras de Rosas sino de contextuarlas en relación
a sus circunstancias, sin ignorar los crímenes de sus enemigos. La historia oficial se horroriza
por ciertos actos de don Juan Manuel y disimula u olvida, en permanente amnesia, las
tropelías de los unitarios. Además, los crímenes de los lugartenientes de Paz, aunque
“acalorados” por el “manco”, no son cargados en su cuenta personal, pero a Rosas se le
achacará todo delito cometido por alguno de sus satélites, aunque no sea por motivos
políticos y aunque el Restaurador lo castigue por ello. “Horrendos crímenes” serán sus
excesos y “triste consecuencia de las guerras civiles” los de los unitarios.
      El “ojo por ojo y diente por diente” será la siniestra costumbre del fratricidio. Así,
Quiroga, el 7 de marzo de 1830, después de combatir tres días, se apodera de la fortificada
villa de Río Cuarto, en la provincia de Córdoba. El 28, en el Rodeo de Chacón, dirigiendo a
sus hombres desde el pértigo de su carreta, pues el reumatismo no le permite caminar ni
montar a caballo, derrota a los dos mil hombres del sangriento coronel Videla Castillo, el
procónsul de Paz en Mendoza. Facundo perdona la vida a los oficiales prisioneros en un
extraño caso de magnanimidad en esos tiempos.
      Pero pocos días después, ya en Mendoza, se entera de que su madre, su mujer y sus
hijos han sido desterrados a Chile por Lamadrid. Además le preocupa no tener noticias de su
leal amigo el general Benito Villafañe, que está en Chile y al que ha llamado para que le
reemplace. El malhumor le hace imponer contribuciones y ordenar fusilamientos. Una tarde




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aciaga, en el cuartel de la Cañada, un chasque le alcanza la noticia del asesinato de Villafañe
en manos de los unitarios.
      El Facundo magnánimo da paso a la iracundia vengativa. Manda llamar a los presos
recientes, que llegan contentos imaginándose ya libres. Extiende su poncho sobre el suelo, se
sienta y hace formar fila a los veintiséis presos y los tres oficiales.
      Con la voz tartajeada por la ira se refiere al asesinato de Villafañe y les recuerda cómo
los unitarios fusilaron a Dorrego y a Mesa y a sus oficiales prisioneros después de “La
Tablada” y pusieron cadenas a su anciana madre. Había llegado la hora de pagar cuentas.
Convoca a un piquete y los presos, que ya han comprendido lo que les espera, se agitan con
desesperación. Algunos claman por misericordia, otros ruegan por un confesor. Facundo,
justiciero, sombrío, silencioso, se incorpora con calma, recoge su poncho, se pone al frente del
piquete y ordena “¡fuego!”. Unitarios y federales parecían empeñados en dar la razón a
aquel personaje de Homero, el poeta griego: “Los hombres se cansan antes de dormir, de
amar, de cantar y de bailar que de hacer la guerra”.


                                         Capítulo 17

                                    El carancho del monte

      Uno de los más conocidos colaboradores de Rosas fue el apodado “Carancho del Monte”,
Vicente González, quien en la época civil de su patrón se desempeñó como peón hasta ser
reconocido como “cacique” de Monte por su ascendiente sobre los marginales. Ya en el poder
público fue uno de los agentes de la represión rosista, teniendo a su cargo degüellos,
amedrentamientos, deportaciones y otras lindezas.
      Era un inmejorable reclutador y formador de milicias, similares a las que Aristóteles
elogiase en el siglo IV antes de Cristo: “Las tropas regulares pierden el valor cundo se
encuentran ante peligros mayores a los que esperaban (...). Son los primeros en volver la
espalda. En cambio los hombres de la milicia mueren en su puesto”.
      Al “Carancho del Monte” se adjudica el pionerismo en la portación de la divisa federal y
la coerción para que fuese usada por todos, “como signo de unidad nacional”, como rezaría el
decreto correspondiente.
      Rosas le tenía especial consideración a pesar del rechazo que su tosquedad provocaba
en su “oráculo”, el refinado Tomás de Anchorena.
      Este era un hábil empresario del campo, fanático conservador, un ultracatólico que
añoraba los tiempos de la Inquisición. De él el cónsul Woodbine Parish, quien lo trató con
frecuencia por motivos comerciales, informaría a su gobierno que se trataba de un “hombre
de carácter violento y muy descuidado de la popularidad”. Muy favorecido, igual que su
hermano e hijos, por los gobiernos de don Juan Manuel, cortaría toda relación con éste
cuando emprende el sufrido camino del exilio, desatendiendo sus reclamos y cobijándose bajo
la protección de Urquiza.


                                         Capitulo 18

                                 Me dices que eres virtuoso

     El 10 de junio de 1831 escribía a sus padres desde Pavón, firmando simplemente “Juan
Manuel”:
     “(...) Sí, deben persuadirse que uno de mis mayores sufrimientos en mi tan desgraciada
vida es no haber merecido la confianza de mis padres en este asunto a la edad de 38 años;
que este sentimiento irá conmigo al sepulcro; pero que por el pecado que acaso cometo en
esta tirantez de sentimientos, pido perdón a mis padres postrado humildemente en su
presencia para que Dios pueda compadecerme y absolverme.
     “Sin duda me perdonarán porque conocerán su razón. Pero si mi desgracia llega al
extremo de negárseme esta justicia, les suplico que al fallar en contra de su hijo tengan
presente sus mercedes que este carácter lo he heredado de mi adorable madre, y que cuando
menos esto debe concederse al amante hijo de sus mercedes”.
     Años antes, en 1819, con motivo del cumpleaños de doña Agustina, había escrito:




                                               20
“Mi amada madre: De regreso del campo donde hace mucho tiempo me tenían mis
quehaceres, he sentido la necesidad que todo hijo virtuoso tiene que es ver a los autores de
sus días. Mucho tiempo hace que no llevo a mis labios la mano de la que me dio el ser y esto
amarga mi vida.
       “Espero que Su Merced, echando un velo sobre el pasado, me permitirá que pase a
pedirle la bendición. Irán conmigo mi fiel esposa y mis caros hijos, también mis padres
políticos y toda la familia, y volverán a unirse dos casas que jamás han estado desunidas.
       “Espera ansioso la contestación, éste, su amante hijo que le pide su bendición”.
       La madre le contesta con digna altivez:
       “ Mi ingrato hijo Juan Manuel: He recibido tu carta con fecha el 28 de agosto, este día
tan celebrado en mi casa por mi marido, mis hijos y mis yernos, y sólo tú, mi hijo mayor, eres
el que falta; el por qué, tú lo sabrás, tus padres lo ignoran.
        “Me dices que eres virtuoso, dígote que no lo eres. Un hijo virtuoso no se pasa tanto
tiempo sin ver a los autores de sus días, sabiendo que su alejamiento ha hecho nacer en el
corazón de su madre el luto y el dolor.
        “(...) Te digo en contestación a estas palabras que los brazos de tu madre estarán
abiertos para estrecharte en ellos, tanto a ti, como a tu esposa, hijos y familia”.
       La fuerte personalidad de doña Agustina quedó patentizada en numerosas
oportunidades. Una de ellas fue cuando, habiendo derrocado Lavalle a Dorrego y estando su
hijo en el campo organizando la resistencia, llegó la policía a su finca para apresar a Juan
Manuel y para requisar mulas y caballos para el ejército unitario. Conducía la partida un
conocido suyo de apellido Piedracueva, que había sido boticario
       Doña Agustina se negó a obedecer diciendo que si bien ella no tenía opinión ni se metía
en política, sabía que las bestias se usarían para combatir a su hijo y por lo tanto no las
facilitaría. Drástica, como en todos sus actos, ante la insistencia de la policía dio la orden de
degollar a los caballos y mulas que estaban en la caballeriza, en los fondos de la casa.
       -Mire amigo -dijo al comisario- ahora mande usted sacar eso. Y le aclaro que no pagaré
multa por tener esas inmundicias en mi casa.
       Tampoco se privará de ofender al jefe de la partida:
       -Sólo en días tan aciagos para mi patria podías haberte atrevido a dar órdenes en una
casa donde en otros tiempos te hubieras considerado muy honrado de ser llamado a poner
ventosas.


                                         Capitulo 19

                                 Los estancieros y el poder

      Don Juan Manuel representaba el ascenso al poder de nuevos intereses económicos, de
un nuevo grupo social ligado a la explotación de las feraces pampas bonaerenses,
entrerrianas, santafesinas: los estancieros.
       Lo eran Rosas, Ramírez, Quiroga, López, además patrones que administraban
personalmente sus haciendas a diferencia de los que lo hacían confortablemente, por
delegación, desde la ciudad. Eso les daba un estrecho contacto con la clase popular, los
gauchos, que constituían su peonada, como así también con los indios, vendedores
ambulantes, desertores, cuatreros, etc. que habitaban los alrededores.
      Don Juan Manuel era menos ducho en tertulias y saraos ciudadanos que en matar
zorrinos: “Después de muertos –escribirá para instrucción de sus capataces y peones- se les
pisa la barriga para que acaben de salir los orines, y luego se les refriega el trasero en el
suelo, y con esa operación no heden los cueros”.
      Los ricos porteños estarán más atentos a seguir las modas europeas en lecturas y
vestimentas que a dar “el más delicado y puntual esmero a los caballos” pues no habría “cosa
más mala que rematar o cansar un caballo”.
      Rosas adopta la vestimenta, los modales y los hábitos de sus gauchos. “Hablar como
ellos y hacer todo lo que ellos hacían”, escribiría. Pero también vigilarlos y controlarlos: “Las
yeguas y las crías entran también en la cuenta de los caballos para la composición y el
galopeo. El capataz no debe fijarse de lo que le diga el que los cuida, sino que de cuando en
cuando debe ver si cumple con todo cuanto se expresa en estas instrucciones para lo que
debe él materialmente verlo, y no estar a lo que le digan. Debe entrarse por entre los caballos
para contarlos y ver si hay alguno mañero para parar, o que se le conozca que no se trajina.



                                               21
Debe cada mes hacer que el que los cuida, en su presencia los agarre uno por uno, y los
trajine y galope hasta que no quede uno, ni las yeguas, no las potrancas, y de este modo verá
de cierto el capataz si se cumple con lo que mando.
      Los caudillos se hacían respetar por su coraje para enfrentar los muchos peligros
(malones indígenas, fieras salvajes, crueldad de las partidas militares) y también por sus
aptitudes para la doma, las cuadreras, la taba, etc. Compartían con la chusma su escala de
valores, muy distinta a las elites liberales y extranjerizantes de las ciudades: eran
nacionalistas, respetaban la religión y las tradiciones, ensalzaban valores como el coraje y la
lealtad.
      La elite clásica de la revolución de 1810 estaba formada por los comerciantes y los
burócratas, fuesen españoles o criollos. La lucha por la independencia había creado políticos
profesionales, funcionarios del Estado, milicianos devenidos en jefes de tropas regulares,
hombres que hicieron una “carrera de la revolución”. Muchos de ellos provenían de la clase
acomodada desde antes de 1810, comerciantes favorecidos por el monopolio y privilegiados
funcionarios de la Corona que supieron adaptarse a las nuevas circunstancias y se integraron
a la revolución. Saavedra, Moreno, Belgrano, Larrea y otros fueron ejemplo de ello.
      Con la apertura primero ilegal y luego relativamente legal del puerto a los mercaderes
británicos y de otros países europeos, los comerciantes porteños prosperaron rápidamente,
sobretodo los dedicados al contrabando. Pero la declinación del intercambio con el interior, la
destrucción de la industria ganadera del litoral por el bloqueo y la guerra y, sobre todo, la
irresistible competencia de la revolución industrial inglesa, dislocaron las frágiles reglas de
juego económicas y malograron las oportunidades de los empresarios locales.
      El aumento de las importaciones provocado por los británicos en complicidad con sus
personeros criollos y el fracaso del sector exportador para balancear la consiguiente efusión
de los escasos metales preciosos, que fue acompañada por un aumento en la demanda de
dinero efectivo, hizo dramáticamente evidente que la economía tradicional de Buenos Aires ya
no podía sostener a la elite comercial. A partir de 1820, aproximadamente, muchos de ellos
empezaron a buscar otras salidas y, sin abandonar el comercio, invirtieron en tierras, ganado
y saladeros. Ese fue el caso del visionario Rosas, seguramente aconsejado por sus primos
Anchorena.
      El desplazamiento económico desde la ciudad hacia el campo fue también dándose,
aunque con más lentitud, en lo político. Los estancieros, o quienes estaban íntimamente
relacionados con el negocio de la tierra, pasaron a ser mayoría en la Sala de Representantes y
en el Cabildo.
      Rosas les aportaría el apoyo popular: “(...) a mi parecer todos cometían un error grande:
se conducían muy bien con las clases ilustradas, pero despreciaban al hombre de la clase
baja”, escribiría y esa lúcida comprensión le granjearía el inmenso apoyo político que
conservó hasta el último día de su largo gobierno.
      Si su identificación con la masa fue un elemento esencial de su personalidad, otro factor
de su ascenso y afirmación en el poder fueron su aplicación a las milicias rurales que
demostraron ser superiores a los ejércitos de línea, derrotándolos en “Cepeda”, en “Puente de
Márquez” y en otros enfrentamientos. Rosas y sus pares, a diferencia de los gobiernos, no
tenían problemas de conscripción ni de suministros. Para eso estaba la estancia.
      Un acérrimo enemigo de don Juan Manuel, el que tratará de convencer al gobierno
chileno de adueñarse de la Patagonia con tal de crearle un conflicto desestabilizante, lo
expresará así: “¿Quién era Rosas? Un propietario de tierras. ¿Qué acumuló? Tierras. ¿Qué dio
a su sostenedores? Tierras. ¿Qué quitó o confiscó a sus adversarios? Tierras. (Domingo F.
Sarmiento).
      Con Rosas se concretará el signo de los nuevos tiempos: se mirará menos a las naciones
del otro lado del mar en busca de ideas, de capitales o de honores. Ahora se tendrá en cuenta
al interior habitado por “bárbaros”, allí estará el nuevo poder político, social y económico. Dirá
con claridad J. M. Rosa: “Algo de eso había comenzado en el corto tiempo de Dorrego, cuando
las orillas predominaron sobre el centro, pero los compadres no atinaron a defender la
nacionalidad con el mismo ímpetu que los gauchos. De allí la debilidad de Dorrego y la
fortaleza de Rosas. Si aquel significó el advenimiento de las masas urbanas, éste le agregó el
factor decisivo de las masas rurales”.
      He aquí uno de los motivos de tanto encono contra don Juan Manuel, entonces y ahora,
más allá de sus vicios y errores: esa nueva mina de oro debía ser para los poderosos de
siempre y no aceptaban compartirla, ni en una mínima parte, con la plebe que era el peligroso
sostén del popular estanciero que no parecía convencido de actuar francamente a favor de los



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  • 1. Mario “Pacho” O'Donnell JUAN MANUEL DE ROSAS EL MALDITO DE LA HISTORIA OFICIAL Katariche http://www.scribd.com/people/view/3502992-jorge
  • 2. Capítulo 1 "Católico y Militar" Don León Ortiz de Rosas quiso que un sacerdote de su regimiento bautizara a su hijo nacido el 30 de marzo de 1793 con el nombre de Juan Manuel José Domingo. “Será católico y militar”, le aseguró con orgullo al capellán Pantaleón de Rivadarola. Los antepasados del recién nacido llevaban ya varias generaciones en el Río de la Plata y no carecían de abolengo. Por el lado paterno descendía de militares y funcionarios al servicio del Rey de España. Su padre había nacido en Buenos Aires y fue un irrelevante capitán de infantería que padeció el infortunio de caer prisionero de los indios siendo rescatado luego de algunos meses de cautiverio. Esta circunstancia, o los relatos de esta circunstancia, habrían de marcar en lo hondo a su vástago determinando la importancia que siempre les daría a los aborígenes, contrariando el arraigado hábito de la clase “decente” de considerarlos poco más que animales peligrosos. Su madre, doña Agustina López de Osornio, sería una influencia decisiva no sólo por su holgada posición económica que le generaba “El Rincón de López”, la ubérrima estancia heredada de su padre, lo que acostumbraría a su hijo a la vida rural desde su nacimiento. También por el fuerte y altivo carácter, que ejercía autoritariamente sobre su esposo y sus hijos. A don León, según su sobrino Lucio V. Mansilla, le enrostraba ser plebeyo de origen mientras ella descendería del duque de Normandía “y mira que si me apuras mucho he de probarte que soy pariente de María Santísima”. Por una o por otro, a veces por los dos, estaban emparentados con las aristocráticas familias de García Zúñiga, Anchorena, Arana, Lavallol, Peña, Aguirre, Trápani, Beláustegui, Costa y otras. A las tertulias de doña Agustina y don León, que se desenvolvían en un ambiente de decoración austera y hábitos cristianos, asistían los Pueyrredón, Necochea, Las Heras, Olavarría, Guido, Alvear, Balcarce, Saavedra, Olaguer y Feliú, Azcuénaga, Alzaga y otros de esa estirpe. Con muchos integrantes de esas familias, que constituían su pertenencia natural, por coherencia con sus convicciones de enérgico populismo, se enfrentaría años más tarde Juan Manuel, el varón mayor de diez hijos vivos y de diez hermanos muertos, lo que lo confrontó y lo familiarizó con la Parca desde sus años más precoces. Fue naturalmente elegido para llevar adelante la hacienda familiar y por ello doña Agustina ejerció sobre él mayor despotismo, azotándolo cuando no cumplía con sus expectativas o cuando demostraba independencia en sus decisiones. En su psiquis se juntaron entonces el amor y la crueldad, siéndole más tarde irrefutable que amar a la patria era tratarla con dureza. Por haber estado predestinado a la estancia familiar su educación fue sin esmero, a lo que tampoco ayudó su carácter díscolo y poco predispuesto a aceptar certezas ajenas. Lucio V. Mansilla así lo resumiría: “Siendo sus padres pudientes, y hacendados por añadidura, no podían pensar y no pensaron en dedicarlo al clero, ni a la milicia, ni a la abogacía, ni a la medicina, profesiones que precisamente eran el refugio de quienes no contaban con gran patrimonio”. La estancia sería, hasta el fin de sus días, determinante en su vida personal, económica, política y de gobernante. Capítulo 2 Ni el apellido Como parte de la formación que doña Agustina reservaba a sus hijos, a quienes deseaba fuertes ante la vida pero también sometidos a su voluntad, acostumbraba mandarlos a servir como humildes dependientes en alguna de las tiendas de Buenos Aires. Lo que también demuestra una tendencia alejada de los hábitos elitistas de la clase acomodada. Sucedió que uno de los Ortiz de Rosas, Gervasio, se resistió a la humillación de lavar los platos en que habían comido algunos de sus parientes y amigos. Altanero, contestó: -Yo no he venido aquí para eso. 2
  • 3. El dependiente principal dio cuenta al patrón y éste, llamando a Gervasio, le dijo secamente: -Amiguito, desde este momento yo no lo necesito a usted más, tome su sombrero y váyase a su casa. Ya hablaré con misia Agustina.... Gervasio caminó las pocas casas que lo separaban de su hogar con el ánimo turbado pues se sabía merecedor del castigo de su temida madre. Recibió la orden de encerrarse en su cuarto y al rato un sirviente golpeó la puerta llamándolo en presencia de doña Agustina, a quien acompañaba el dueño de la tienda. La señora, con gesto severo, tomó al hijo de la oreja y le conminó: - Hínquese usted y pídale perdón al señor.... Cuando Gervasio, con lágrimas de dolor y de deshonra en los ojos, hubo obedecido, prosiguió: -¿Lo perdona usted, señor? -Y cómo no, señora doña Agustina – respondió el tendero, desasosegado por la situación. -Bueno, pues, caballerito, con que tengamos la fiesta en paz... –remató la matrona- y váyase a su tienda con el señor que hará de usted un hombre. Pero, ahora, mi amigo, yo le pido a usted como un favor que a este niño le haga usted hacer otras cosas... Según el relato de Lucio V. Mansilla, al oído le dijo que le hiciera limpiar las letrinas. “Gervasio no volvió a tener humos”, concluye. Pero lo que había funcionado con uno de sus hijos fracasó con otro de ellos, Juan Manuel. Ante una situación casi idéntica éste se negó a arrodillarse ante su patrón por lo que la autoritaria doña Agustina, luego de darle un coscorrón, lo encerró desnudo en una habitación a pan y agua hasta que depusiera su orgullo. Pero el futuro Restaurador, apenas adolescente, logró forzar la cerradura y escapar como Dios lo trajo al mundo, dejando una esquela en la que doña Agustina y don León pudieron leer: “Me voy sin llevar nada de lo que no es mío”. Jamás regresaría a su hogar, nunca reclamaría ni un centavo de la abundante herencia familiar y además tampoco se llevaría el apellido ya que de allí en más pasaría a llamarse Juan Manuel de Rosas, suprimiendo el “Ortiz” y modificando la “zeta” de Rozas por una “ese”. Capitulo 3 Los heroicos migueletes Los denostadores de Rosas le reprocharán no haber participado en las jornadas heroicas de las Invasiones Inglesas y de la Revolución de Mayo. En el primer caso se equivocan pues a pesar de que en 1806 sólo tenía 13 años de edad sirvió como ayudante de municiones en las fuerzas victoriosas de Santiago de Liniers, mereciendo una felicitación por escrito que resaltaba “su bravura, digna de la causa que defendía”. En la invasión del siguiente año se alistó, ya como soldado, en el 4º Escuadrón de Caballería, “Migueletes”, vistiendo su uniforme punzó, color que sería relevante en su vida. Jamás le faltó coraje, mereciendo luego de la hecatombe de Caseros el homenaje de su vencedor, Urquiza: “Rosas es un valiente, durante la batalla de ayer le he estado viendo al frente mandar su ejército”. Las jornadas de Mayo, en cambio, lo sorprendieron en el campo, siendo uno de los muchos que no participaron en una asonada que nuestra historia oficial ha pretendido transformar en un movimiento de masas cuando en realidad se fraguó y se resolvió entre la clase “decente” de influyentes funcionarios españoles, envalentonados jefes de milicias y ricos comerciantes criollos que bien se cuidaron de evitar mayores convulsiones sociales. Además don Juan Manuel desconfiaba del tufillo aristocratizante y europeísta de los revoltosos. Por otra parte nunca fue partidario de puebladas ni desórdenes, salvo las que él mismo organizaría y controlaría, como lo expresase en una proclama anterior a su primer gobierno: “¡Odio eterno a los tumultos, amor al orden, fidelidad a los juramentos, obediencia a las autoridades constituidas! De allí su reacción epistolar ante el fusilamiento del héroe de la Reconquista, poco solidaria con la jacobina decisión patriota: “¡Liniers! ¡Ilustre, noble, virtuoso, a quien yo tanto he querido y he de querer por toda la eternidad, sin olvidarle jamás!”. 3
  • 4. Capitulo 4 El patrón de estancia Formó una sociedad agrícola ganadera con Juan Nepomuceno Terrero y Luis Dorrego. El primero sería con el correr de los años su consuegro ya que su hijo esposaría a Manuelita, hija de don Juan Manuel, quien no escondería su disgusto por lo que consideraría un abandono “cuando más la necesitaba”, es decir cuando debió emprender el camino del exilio. Su otro socio fue hermano de Manuel Dorrego, destacado prócer argentino, líder de los federales cuya trágica muerte cedió tal privilegio y responsabilidad a Rosas. La empresa sería comercialmente exitosa y don Juan Manuel se destacaría como encargado de la explotación rural, instalando saladeros y encarando la creciente exportación de charqui. Las ganancias eran reinvertidas en la compra de más tierras aprovechando los bajos precios de aquellas que lindaban con los dominios del indio. Estos ocupaban los dos tercios de la provincia de Buenos Aires y se resistían a la extensión de las propiedades de los “cristianos” intrusos, siendo los pampas, los tehuelches y los ranqueles los más feroces, asolando estancias y fortines en malones que asesinaban a los hombres y secuestraban a las mujeres, además de robar el ganado que encontraban a su paso. Pero la clase pudiente de Buenos Aires estaba obligada a disputarles el terreno pues la fuente de riqueza que hasta entonces había constituido el comercio, desde que Garay fundara el puerto para dar salida al contrabando del Potosí, había perdido su rentabilidad. Es que la Revolución Industrial y la connivencia de los comerciantes porteños que con la insurrección de Mayo terminaron de sepultar el monopolio económico español abriendo su mercado a Gran Bretaña, habían arruinado las precarias industrias provinciales y revalorizado las exportaciones relacionadas con el campo, dando origen a una nueva clase de ricos: los estancieros. La enfiteusis de Rivadavia había sido una importante concesión a éstos, pues por bajísimos alquileres que ellos mismos fijaban, y que muchas veces ni siquiera pagaban, los tradicionales hacendados pudieron hacerse de inmensas extensiones de campo que luego, con el tiempo, comprarían muy convenientemente. A principios de 1828, y desde 1824, se habían entregado 2.500.000 hectáreas a 112 personas, algunas de las cuales habían recibido exiguas parcelas, lo que da una cabal idea del impresionante beneficio de otras. Tal creciente poder económico basado en una unidad de producción tan significativa como la hilandería inglesa, la estancia, inevitablemente debía tener su traducción política para defenderse y para expandirse. Rosas sería ese representante. Cuando por presión de los proveedores de carnes que se perjudicaban por el acopio que hacían los saladeros para satisfacer sus exportaciones, el Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón obligó al cierre de estos, Rosas y sus socios se dedicaron a comprar tierras en gran escala. Entre otras haciendas compraron la estancia “Los Cerrillos” que se convertiría en la preferida de don Juan Manuel y que llegaría a tener 120 leguas cuadradas (300.000 hectáreas) por sucesivas anexiones, sobretodo de tierras ganadas a los indios. También incorporó otra estancia en Cañuelas a la que bautizó con el nombre de un militar a quien nunca había conocido pero que mucho apreciaba a pesar de los infundios que envidiosas lenguas viperinas derramaban sobre su honra y que había tenido que abandonar su patria por el riesgo que su vida corría en manos de sus compatriotas: el general don José de San Martín. La vida daría a ambos la ocasión de intercambiar una cálida y profusa epistolaridad, además del trascendente, e incómodo para nuestra historia oficial, gesto testamentario del Libertador. En 1821, quien entraría rico a la función pública y perdería en ésta todos sus bienes, condenado a casi 25 años de exilio en la pobreza y en la soledad, formaría otra sociedad con los muy acaudalados Anchorena, sus primos Juan José y Nicolás. Fueron ellos quienes lo recogieran cuando el jovencísimo Rosas se fugó de su hogar y a su lado aprendió los secretos del campo. Siempre les guardaría gratitud por ello y cuando tuvo la edad para hacerlo se encargó de la administración de sus campos sin cobrar por ello ni un peso. No sería éste el único beneficio que los Anchorena obtendrían de la fuerte ligazón afectiva del futuro gobernador de Buenos Aires. Fue como patrón de estancia, en su obsesiva búsqueda del rendimiento eficaz, cuando don Juan Manuel intensificó su pasión por el orden y por la subordinación. Sus órdenes, acertadas o equivocadas, se daban para ser cumplidas. “Los capataces de las haciendas 4
  • 5. deben ser madrugadores y no dormilones; un capataz que no sea madrugador, no sirve por esta razón. Es preciso observar si madrugan y si cumplen con mis encargos. Deben levantarse en verano, otoño y primavera, un poco antes de venir el día, para tener tiempo de despertar a su gente, hacer ensillar a todos, y luego tomar su mate y estar listos para salir al campo al aclarar”, escribiría en sus “Instrucciones a los mayordomos de estancias”. Siempre fue leal a su clase, a la que prestó continuados y grandes servicios, aunque tampoco descuidó la base de su apoyo popular a la que también benefició. Un ejemplo de este sutil equilibrio se produjo durante el gobierno títere de Viamonte, cuando en su carácter de Comandante de las Milicias don Juan Manuel tuvo a su cargo la distribución de tierras para “aliviar la orfandad y miseria a que han quedado reducidas numerosas familias del campo por los efectos de la guerra”. La mayoría de las chacras fueron entregadas a federales de pobre condición en un atisbo de reforma agraria. Los ricos estancieros lo aceptaron, aunque sin entusiasmo, porque estos nuevos ganaderos representaron una barrera defensiva entre sus propiedades y los malones indios. Era más tolerante con el delito que con la desobediencia, y si se imponían rebencazos ejemplarizadores los daba sin compasión. Además organizó a su peonada como una fuerza militar para enfrentar los malones y supo hacerse respetar e incorporar a sus obligaciones a gauchos mal entretenidos, peones holgazanes, mulatos escapados, indios rebeldes, a los que se imponía por el temor pero también por la admiración. De estos últimos escribiría en un documento de 1821 con recomendaciones al gobierno sobre el problema indio: “En mis estancias “Los Cerrillos” y “San Martín” tengo algunos indios pampas que me son fieles y son de los mejores”. Su campaña al “desierto” de años después resaltaría esta actitud comprensiva hacia los aborígenes, con los cuales tendió a establecer acuerdos aceptables para ambas partes, a diferencia de las expediciones posteriores y sobre todo a años luz del genocidio que ensangrentó a los Estados Unidos de Norteamérica y del que hemos sido “testigos” en tantas películas del Far West hollywoodense. Capitulo 5 Las provincias invaden Buenos Aires Corre 1820. Los caudillos de Santa Fe y Entre Ríos, Estanislao López y Francisco Ramírez, aliados de José Gervasio de Artigas que lucha para contener la invasión portuguesa a la Banda Oriental, avanzan sobre Buenos Aires. El gobernador Rondeau ordena a los dos ejércitos regulares, el del Norte y el de los Andes que retrocedan hasta la capital para defenderla. San Martín desobedece para no abortar su campaña libertadora y Belgrano sufre la sublevación de sus fuerzas que se niegan a entrometerse en la guerra civil. Es entonces inevitable que el 1º de febrero las débiles tropas porteñas sean derrotadas en Cepeda. Se derrumba el Directorio y los montoneros se dan el gusto de entrar en la ciudad. “Sarratea, cortesano y lisonjero, no tuvo bastante energía o previsión para estorbar que los jefes montoneros viniesen a ofender, más de lo que ya estaba, el orgullo local”, escribirá con repugnancia Vicente Fidel López. “El día 25 (de febrero de 1820) regresó acompañado de Ramírez y de López, cuyas numerosas escoltas compuestas de indios sucios y mal trajeados a términos de dar asco, ataron sus caballos en los postes y cadenas de la pirámide de Mayo, mientras los jefes se solazaban en el salón del Ayuntamiento”. Los porteños y sus bienes están a merced de los bárbaros, como llaman despectivamente a los provincianos. Los más alarmados son los estancieros, que ven peligrar la buena marcha de sus negocios y que temen cualquier cambio drástico en la tambaleante organización social. Ante el fracaso de las fuerzas regulares organizan milicias con los peones de sus estancias. Nadie mejor que el joven Juan Manuel para ello. Por su dote de mando, por su horror a la anarquía, por su coraje, por su convicción de que la propiedad privada debía ser defendida no sólo por su interés personal sino también por un principio del que haría un dogma a lo largo de su vida, por tener ya alistada su fuerza de choque bien armada y bien adiestrada, por la feroz lealtad de sus seguidores. En la comunicación del 10 de octubre de 1820 al gobernador Dorrego lo pondrá en aviso: “Hablo a los sirvientes de la estancia en que resido en la frontera del Monte; se presentan a seguirme, con ellos y con algunos milicianos del escuadrón marcho en auxilio de 5
  • 6. la muy digna capital que con urgencia veloz reclamaba este deber”. Quienes vieron pasar el escuadrón fueron testigos del gallardo y amenazante desfile de 500 hombres fieros y bien montados, por primera vez vestidos de rojo y bautizados como los “colorados del Monte”. Ya lo había dicho Tucídides, 400 años antes de Jesucristo: “La fortaleza de un ejército estriba en la disciplina rigurosa y en la obediencia inflexible a su jefe”. Luego de varias escaramuzas con los montoneros que provocarían la caída de Dorrego y la designación en su reemplazo del candidato de Rosas y de Anchorena, Martín Rodríguez, se llega a un pacto con Estanislao López, el 24 de noviembre, por el cual el caudillo santafesino acuerda regresar a su provincia a cambio de la entrega de 25.000 cabezas de ganado. El encuentro de estos dos hombres puede ser considerado el comienzo del movimiento federal. López, siete años mayor que Rosas, inicia a éste en los fundamentos políticos, sociales, morales y económicos que fundamentarán la férrea oposición al liberalismo europeizante y la masonería volteriana encarnada en el unitarismo. Su proyecto de organización aspirará a la autonomía de las provincias, la nacionalización de los ingresos de la aduana, con un gobierno central (Buenos Aires) que tendría a su cargo las relaciones exteriores y los asuntos de guerra. Su precursor fue José Gervasio de Artigas, personalidad apasionante y maltratada por nuestra historia oficial que le reprocha la independencia de su Banda Oriental, hoy Uruguay, como si no hubiese sido Buenos Aires quien apoyó a los brasileros en su conflicto con el caudillo oriental y quien hizo oídos sordos a sus reclamos de integración a las Provincias Unidas Las reses prometidas a Santa Fe fueron puntualmente provistas por Rosas, quien de esa manera demostró cuánto le importaba su papel de pacificador y antídoto contra la anarquía aunque fuese a costa de un considerable perjuicio económico. Nunca fue el dinero un motivo rector en su larga vida. Además así se ganó la confianza del poderoso caudillo santafesino con quien en el futuro establecería una alianza que, con claros y oscuros, se mantendría a lo largo de los años sin afectarse por las cambiantes vicisitudes de las Provincias Unidas. Y, lo que no es menos importante, dejaría sentado su respeto por los jefes provinciales, su vocación de llegar a acuerdos con ellos, y cumplirlos, en vez de intentar aplastarlos por la fuerza. Capítulo 6 Un papel importante en el futuro Se decía de él que era intolerablemente petulante y que presumía de una cultura que, según sus adversarios, se diluía en hipérboles cursis y admoniciones sin sustancia. Pero lo que nadie le negaba era una incomparable capacidad de trabajo y una obstinada eficacia en el logro de sus objetivos. Su verdadero nombre era Bernardino de la Trinidad González. Ribadabia, con dos be largas, era el apellido deformado de su abuela paterna. La razón de su adopción pudiera deberse a que don Bernardino lo considerase más aristocrático. De regreso ya del exilio sufrido luego de haber sido el “factótum” del Primer Triunvirato y a favor del apoyo de las logias porteñas, había asumido como gobernador. Su gestión era favorable al libre comercio con Inglaterra y a estimular la inversión extranjera. Ello ya era irritativo para los estancieros conservadores, pero la situación se agravaba con la política inmigratoria que chocaba con el sentimiento nacionalista que temía la “importación” de ideas revulsivas en boga en una Europa permisiva. También se sumaba la difusión de principios liberales no sólo en lo económico sino también en la vida cotidiana, que desembocó en el fuerte conflicto entre el gobierno y una iglesia tradicionalista que confrontó con las ideas progresistas del obeso gobernador que estaba convencido de que no era posible el cambio que Buenos Aires necesitaba sino se “domaba” al poder eclesiástico. Rosas nunca fue un católico practicante pero defendió con vigor al clero (salvo a los levantiscos jesuitas) y a las instituciones religiosas por considerarlas parte esencial de las tradiciones argentinas y siempre acusó el “peligro” de las ideas “ateas y anarquizantes” que en su criterio simbolizaban los liberales y masones como don Bernardino. Tuvo siempre la astucia de interpretar el temor reverencial que el desafío a lo religioso provocó y provoca en los sectores populares y por eso una de las banderas del rosismo fue 6
  • 7. “Religión o muerte” mientras no se perdía oportunidad de calificar a sus enemigos de “ateos” y “herejes”. Rivadavia dictó una constitución unitaria en la que quedaban relegados los derechos de las provincias y también los de las estancias bonaerenses que, de acuerdo al proyecto de “federalizar a Buenos Aires”, quedarían cortadas del puerto, indispensable para sus exportaciones ya dificultadas por el prologado bloqueo español al Río de la Plata. Como si fuera poco trascendió la decisión dividir a Buenos Aires en dos provincias, la del Paraná y la del Salado, lo que haría inevitable gravar con impuestos las actividades ganaderas para solventar los mayores gastos administrativos. Pero la principal diferencia entre don Bernardino y don Juan Manuel era ontológica. Como dirá el historiador revisionista Manuel Gálvez: “Rivadavia y Rosas representan polos opuestos. Rivadavia se ha formado en Europa y en los libros, en las reuniones aristocráticas y en la frecuentación de los mejores espíritus. Rosas se ha formado en nuestro campo y en el libro de la vida. Las reuniones que él ama son los grandes rodeos de haciendas, y los espíritus con que trata son los gauchos y capataces. Rivadavia es libresco y Rosas realista. Rivadavia está empapado de doctrinas extranjeras y de modos de pensar extranjeros. Rosas está empapado de los jugos de nuestra tierra. Rivadavia tiene sus raíces en la España afrancesada y liberal de Floridablanca y en el París de la Restauración, y Rosas tiene sus raíces en la recia España católica de los conquistadores y en los campos democráticos de Buenos Aires. Los dos son grandes señores: el uno, con un señorío ampuloso, afectado en los salones; el otro, con el señorío de su abolengo y de su vida natural, sencilla y fuerte”. La guerra contra Brasil, que Rivadavia no atinaba a terminar sacando provecho de los éxitos militares, producía una gran retracción económica como así también una grave falta de brazos para trabajar el campo debido al reclutamiento voluntario y a las levas forzosas para suministrar soldados a los ejércitos. Ello también provocó el desguarnecimiento de la defensa contra las incursiones indias con las consecuencias imaginables. La renuncia se produjo el 27 de junio de 1827 y los escasos intelectuales, comerciantes y burócratas que lo apoyaban no pudieron impedirla. Don Juan Manuel había tenido un papel esencial en la caída, pero estuvo de acuerdo, también los Anchorena y los estancieros afines, en que quien reasumiría el gobierno sería el líder de los federales, Manuel Dorrego, convencidos de que sería sensible a sus consejos. Alguien, a la distancia, también se alegraba por la caída de uno de sus peores enemigos: "Ya habrá sabido usted la renuncia de Rivadavia. Su administración ha sido desastrosa y sólo ha contribuido a dividir los ánimos. El me ha hecho una guerra de zapa, sin otro objeto que minar mi opinión –San Martín quiere decir ‘mi prestigio’-, suponiendo que mi viaje a Europa no ha tenido otro propósito que el de establecer gobiernos en América. Yo he despreciado tanto sus groseras imposturas como su innoble persona”. La historiografía liberal entronizará a Bernardino como uno de nuestros próceres máximos y ocultará que la renuncia de nuestro Libertador ante Bolívar, en Guayaquil, se debió principalmente a la negativa de Rivadavia a brindar algún apoyo militar o económico a su campaña libertadora. “El Presidente Dorrego ha dado el comando de la milicia de la Provincia de Buenos Aires a Don Juan Rosas”, informaría el perspicaz lord Ponsomby, embajador inglés en las Provincias Unidas, a su canciller Canning, “un hombre de gran actividad y extrema popularidad entre la clase de los gauchos, a la que puede decirse que pertenece (...) Se ha distinguido como un poderoso caudillo en los feudos domésticos de Buenos Aires (...) He hablado de él porque ciertamente habrá de cumplir un papel importante en el futuro”. Don Juan Manuel agregaba ahora el poder militar al que le daba su representación de los terratenientes sumado al que se desprendía de su ascendiente sobre los sectores populares. Sus enemigos, despectivos hacia los gauchos, comenzarán a llamarlo “el señor de las pampas” para denigrarlo, sin advertir que a los oídos de don Juan Manuel tal apelativo sonaría como un reconocimiento a agradecer. Capítulo 7 Dos caudillos populares Dorrego había sido expulsado fuera de su patria por un enfurecido Pueyrredón que no soportó que el altivo oficial de caballería le reprochase sus clandestinas negociaciones con los 7
  • 8. portugueses para aplastar a un respetable caudillo popular, Artigas, y con los franceses para entronizar en el Río de la Plata a un devaluado príncipe europeo con señorío en el ducado de Luca. Pero lo que sacó de las casillas al Director Supremo fue que, en el calor de la disputa, Dorrego le descerrajara, descalificadoramente, cuando le fuera exigido respeto por los galones del generalato que ostentaba su superior: - Nunca lo he visto en un campo de batalla, señor. Embarcado con precipitada prepotencia, sin que se lo autorizara a despedirse de su familia, don Manuel sufrió riesgosas peripecias en la navegación que incluyeron maltrato, naufragio, abordaje pirata, hasta que finalmente alcanzó la costa norteamericana. Allí el valiente jefe de la vanguardia de los ejércitos de San Martín, que bien ganada fama tenía de altanero, se transformó en el contacto con una sociedad democrática y republicana que progresaba inimaginablemente, y cuando pudo volver a su patria era ya un estadista decidido a defender tales ideas. Lo que lo asemejaba a Rosas era su populismo, su convicción de que no era posible hacer política sin tener en cuenta a los sectores populares. Ambos lograron un gran ascendiente entre ellos y si don Juan Manuel se mimetizaba hasta en su vestimenta con los gauchos, Dorrego, más urbano, hacía lo mismo con los orilleros. En sus “Memorias” el general Tomás de Iriarte contará que, caminando por el centro de la ciudad con el aristocrático Carlos de Alvear se cruzaron con Dorrego, que exhibía un aspecto sucio y desaliñado. -Caballeros, no se acerquen que puedo contagiarlos –sería el saludo mordaz. Iriarte anotará entonces: “Excusado es decir que esto era estudiado para captarse la multitud, los descamisados”. Es la primera vez que esta palabra irrumpe en nuestra Historia. La sustancial diferencia entre Dorrego y Rosas era que el primero estaba convencido de que la plebe debía participar activamente en las decisiones a través del voto popular. De allí su exaltada arenga en la Sala de Representantes cuando Rivadavia y los suyos sancionaron el aristocratizante Reglamento que suspendió, por el voto mayoritario de los diputados, el derecho a votar de los menores de edad, los analfabetos, los naturalizados en otro país, los deudores privados y del tesoro público, los dementes, los vagos, los procesados por delitos infamantes. Pero también a los “criados a sueldo, peones jornaleros y soldados de línea”, es decir los sectores populares. Dorrego levanta entonces su voz: “He aquí la aristocracia, la más terrible, porque es la aristocracia del dinero (...). Échese la vista sobre nuestro país pobre: véase qué proporción hay entre domésticos, asalariados y jornaleros y las demás clases, y se advertirá quiénes van a tomar parte en las elecciones. Excluyéndose las clases que se expresan en el artículo es una pequeñísima parte de país, que tal vez no exceda de la vigésima parte (...) ¿Es posible esto en un país republicano?”. Siguió en ese tono: “¿Es posible que los asalariados sean buenos para lo que es penoso y odioso en la sociedad, pero que no puedan tomar parte en las elecciones?”. El argumento de quienes habían apoyado la exclusión era que los asalariados eran dependientes de su patrón. “Yo digo que el que es capitalista no tiene independencia, como tienen asuntos y negocios quedan más dependientes del Gobierno que nadie. A éstos es a quienes deberían ponerse trabas (...). Si se excluye a los jornaleros, domésticos, asalariados y empleados, ¿entonces quienes quedarían? Un corto número de comerciantes y capitalistas”. Y señalando a la bancada unitaria: “He aquí la aristocracia del dinero y si esto es así podría ponerse en giro la suerte del país y mercarse (...) Sería fácil influir en las elecciones, porque no es fácil influir en la generalidad de la masa pero sí en una corta porción de capitalistas. Y en ese caso, hablemos claro: ¡el que formaría la elección sería el Banco!”. La posición de don Juan Manuel era otra, la que había fraguado como hijo en una familia autoritaria y a la cabeza de la administración de sus estancias: el populacho debía ser representado por un patrón que los conociera y comprendiera profundamente, “un autócrata paternalista” como él mismo definiera, alguien a quien los gauchos y los orilleros respetasen por su coraje, por su honestidad, por su firmeza. Un jefe que no tolerase el desorden de las puebladas reivindicatorias porque toda convulsión era un cuestionamiento a su autoridad. Allí residía la originalidad de un miembro de la clase alta porteña en su relación con la “plebe” o la “chusma”: “A mi parecer todos (los gobernantes y los políticos) cometían un grave error: se conducían muy bien con la clase ilustrada pero despreciaban a los hombres de las clases bajas, los de la campaña, que son la gente de acción. Yo noté esto desde el principio y me pareció que en los lances de la revolución los mismos partidos habían de dar lugar a que esa 8
  • 9. clase se sobrepusiese y causase los mayores males, porque usted sabe la disposición que hay siempre en el que no tiene contra los ricos y superiores “Me pareció pues muy importante conseguir una influencia grande sobre esa gente para contenerla o para dirigirla, y me propuse adquirir esa influencia a toda costa; para esto me fue preciso trabajar con mucha constancia, con muchos sacrificios hacerme gaucho como ellos, hablar como ellos y hacer cuanto ellos hacían, protegerlos, hacerme su apoderado, cuidar de sus intereses, en fin no ahorrar medios ni trabajos para adquirir más su concepto”. Este texto fundamental, extraído de una carta a su amigo Santiago Vázquez, echa claridad sobre lo funcional que don Juan Manuel resultaba para los de su clase, los patrones de estancias, que veían “contenidas” y “dirigidas” a sus de otra forma temibles peonadas constituidas en parte importante por escapados, delincuentes y marginales, aquellos que conformaban la cotidianeidad de Rosas, hacendado que prefería vivir en el campo y no en la ciudad. A su vez los peones y los demás integrantes de la clase plebeya encontrarían en él a quien los “protegiera”, su “apoderado”, quien “cuidara de sus intereses”. No tardarían en surgir los conflictos entre el nuevo gobernador y sus apoyos. “Dorrego dio lugar a que se despertase la envidia y animosidad en el círculo de Rosas y los Anchorena, que se indispusieron con él porque no se dejaba dirigir por sus pérfidos consejos y empezaron a meditar los métodos para derribarlo” (T. de Iriarte). Es que Dorrego era un ideólogo “de ideas rancias y antisociales” como lo calificaría Tomás de Anchorena y los dueños de las mayores extensiones de pampa feraz no congeniaban con un alborotador de masas que deseaba cambiar las reglas de juego sociales, como lo demostró durante su fugaz mandato promulgando leyes que favorecían a la chusma, como el control de precios de los alimentos básicos, la distribución de tierra a los pobres, la investigación de actos de corrupción. Capítulo 8 El cuatrero redimido Amparados de un sol rabioso en la escuálida sombra de un tala, don Juan Manuel conversa con su amigo Miró, pariente de Dorrego, en su estancia “El Pino”. De pronto el Caudillo se interrumpe: ha descubierto en el horizonte una nube de polvo. En silencio se pone de pie, corre, monta de un salto sobre su tordillo y parte al galope. Un cuatrero ha enlazado un capón y lo arrastra para robarlo. Aterrado el ladrón reconoce a Rosas en ese jinete que se aproxima como una tromba y larga la presa y castiga a su pingo para huir. Ambos jinetes corren a la par durante un vertiginoso trecho hasta que un oculto vizcacheral hace rodar a sus cabalgaduras. Será Rosas quien se incorpore primero y reduce al gaucho. Lo monta en ancas de su tordillo, lo conduce hasta el casco y se lo entrega a uno de los capataces ordenándole que lo estaquee y le dé 50 latigazos. A la hora de cenar, Rosas ordena que se ponga un plato más en la mesa, junto al de Miró, y pide que sienten allí al gaucho, que apenas puede moverse por la paliza. - Siéntese, paisano. Siéntese y coma- invita. Entre bocado y bocado le pregunta su nombre, el de su esposa, si es moza, la cantidad de hijos. Las respuestas son breves y en voz baja. Rosas entonces le ofrece ser el padrino de su primer hijo. - Véngase a trabajar conmigo así no necesita andar cuatrereando. Y traiga su familia. - Como usted diga, señor – responderá el gaucho azorado quien hasta hacía unos segundos no daba un patacón por su vida. - Pero aquí hay que andar derecho, ¿no? Con el tiempo el cuatrero será compadre de Rosas, socio, amigo, rico y jefe federal de graduación, como contará años más tarde el silencioso testigo de la escena, el señor Miró. Capítulo 9 La tragedia de Navarro 9
  • 10. A pesar de las disidencias no serían Rosas, Anchorena y los suyos quienes lo derribaran del gobierno sino los logistas y rivadavianos quienes no perdonaban a Dorrego su conspiración contra don Bernardino. También Inglaterra jugaría su carta. “Veré su caída, si tiene lugar, con placer –escribía el embajador Ponsonby a la Corona británica el 1° de enero de 1828-; mi propósito es conseguir medios para impugnar al coronel Dorrego si llega a la temeridad de insistir sobre la continuación de la guerra”. El gobernador de Buenos Aires no se resignaba a que Rivadavia y su ministro García hubieran entregado la Banda Oriental al Brasil a pesar del triunfo de nuestras armas. Concibe un arriesgado plan en complicidad con José Bonifacio de Andrada y otros opositores brasileños. Se sobornaría a los mercenarios alemanes para que se sublevaran en Pernambuco. Asimismo la guarnición irlandesa de Río de Janeiro se amotinaría y se apoderaría del emperador, embarcándolo en una fragata que lo trasladaría preso hasta Buenos Aires. También se había acordado una ofensiva de los orientales al mando de Lavalleja y parecía seguro el apoyo de Bolívar y sus tropas acantonadas en el Alto Perú. El eficiente servicio secreto inglés en Sudamérica desbarata el intento. “Su Excelencia no debería hacer caso a la doctrina de algunos crudos teóricos que creen que América (Argentina) debe tener una existencia política separada de los intereses de Europa (Inglaterra)- aleccionará lord Ponsonby al insurrecto gobernador porteño- El comercio y los intereses comunes de los individuos han formado lazos de unión que el poder de ningún hombre (Dorrego) podría quebrar. Mientras ellos existan Europa (Inglaterra) tendrá el derecho, y con certeza no le faltarán los medios (clara amenaza), para intervenir en la política de América cuando fuere necesario para la seguridad de los intereses europeos (británicos)”. La oportunidad se presentó cuando regresó a Buenos Aires, a las órdenes del general Juan Lavalle, el ejército que había combatido exitosamente en “Ituzaingó” contra los brasileros para luego encontrarse con que el emisario de Rivadavia, Manuel García, había entregado la presa en disputa, la Banda Oriental, en una más que sospechosa mesa de negociaciones. La “espada sin cabeza”, como lo calificaría Echeverría, se dejó convencer por los doctores unitarios y se sublevó contra la autoridad el 1º de diciembre de 1820. El gobernador no creyó que el ejército en el que había combatido heroicamente contra los godos tomaría partido por la logia y los rivadavianos. Manda llamar al rebelde y comenta a los suyos: “Dentro de dos horas será mi mejor amigo”. La respuesta no se hace esperar: “Dígale usted al gobernador que mal puede ejercer mando sobre un jefe de la Nación como es el general Lavalle quien como él ha derrocado a las autoridades nacionales para colocarse en un puesto del que lo haré descender”. Por fin convencido de la absoluta falta de apoyo por parte de las fuerzas regulares, Dorrego abandonó el Fuerte y se dirigió hacia la campaña donde estaba el pueblo, su gente, que no le falló como lo transmitiría el espía inglés Parish Robertson al canciller Aberdeen: “(...) se está produciendo una considerable reacción a favor del general Dorrego, especialmente entre las clases bajas, y que muchos de ellos se están armando y dejando la ciudad para reunirse con él, y aún más: que los soldados relacionados con ellos han demostrado una gran disposición para desertar”. También Rosas le dio su apoyo ya que, a pesar de sus diferencias con Dorrego, nada sería peor para sus intereses y sus convicciones que los unitarios liberales recuperasen el gobierno. Nuevamente comprobaría la conmovedora lealtad de los suyos: “Solo salí de Buenos Aires el día de la sublevación y a los cuatro días tuve conmigo dos mil hombres, llenos de entusiasmo” (Carta a N. de Anchorena). Las posibilidades militares del derrocado gobernador eran buenas, pero hubieran sido mucho mejores si aceptaba el consejo de don Juan Manuel de retroceder hasta Santa Fe e incorporar las aguerridas, bien armadas y mejor montadas fuerzas de Estanislao López. Pero el obstinado Dorrego no le hizo caso, quizás por menospreciar las tácticas montoneras que no le parecerían adecuadas para un militar de línea como él. Fue derrotado en Navarro el 19 de diciembre por las experimentadas tropas que habían guerreado en Brasil. El ingenuo Dorrego caerá en la celada que le tendieron cuando las vio acercarse al paso de sus monturas y al grito de “¡Pasados!” simulando una deserción, hasta que ya muy próximas, arrollaron a las sorprendidas milicias federales que dejaron 200 muertos en el campo de batalla mientras los unitarios no sufrieron ninguna baja. Dorrego escapa milagrosamente pero es hecho prisionero al día siguiente por una partida a cuyo frente van los oficiales Escribano y Acha, que acababan de pasarse al enemigo. 10
  • 11. La noticia provocaría euforia en la clase superior de Buenos Aires y consternación en los sectores populares. En el “Pampero” de Juan Cruz Varela se publican victoriosas y mediocres rimas: “La gente baja ya no domina y a la cocina se volverá” En el parte de Navarro un satisfecho Lavalle escribirá, haciendo un involuntario homenaje a un grande de la Historia rioplatense, que es la derrota de “los discípulos de Artigas”. La logia se entera de que el almirante Brown, gobernador provisorio por ausencia de Lavalle, y su ministro Díaz Vélez son de la opinión de desterrar al prisionero. Del Carril, cabeza de los letrados unitarios, alarmado, sin atreverse a firmar, escribe a Lavalle que “las víctimas de Navarro no deben quedar sin venganza (...) Prescindamos del corazón en este caso”. Ese mismo día envía su carta Juan Cruz Varela: “Después de la sangre que se ha derramado en Navarro el proceso del que la ha hecho correr está decidido”. Dibujará su complica firma al final sin obviar los tres puntos masónicos. Pero a continuación agregará, prudente: “Cartas como ésta se rompen”. Más expeditivo, el fraile masón Agüero hará llegar un modelo del parte de fusilamiento. Lavalle mostrará esa documentación a Rosas en su encuentro de Cañuelas. Dorrego intenta entrevistar a su captor pero éste se niega a recibirlo por temor a “ablandarse”. Autoriza que se le facilite el papel y la pluma que ha pedido, con lo que escribirá tiernas cartas de despedida a su esposa e hijas, y otra para el jefe federal Estanislao López: “Que mi muerte no sea causa de derramamiento de sangre”. También en eso se equivocará Dorrego pues el partido de sus fusiladores descargará una calculada orgía de terror. Capítulo 10 El terror unitario La prensa porteña azuzaba: “Bustos y López Sola y Quiroga oliendo a soga desde hoy están”. Después de la muerte de Dorrego, empiezan las “listas negras”, detenciones, persecuciones y el destierro de los adictos al gobierno depuesto: los Anchorena, los García Zúñiga, Maza, Terrero, Wright, los generales Balcarce, Martínez, etc. Otros emigran para evitar el furor de los vencedores unitarios, decididos a terminar con la amenaza federal, convencidos de que cortada la cabeza de la hidra lo demás será fácil y definitivo. “Impondremos la unidad a palos”, escribía el sacerdote unitario Julián Segundo Agüero, que había sido ministro de Rivadavia. La libertad de prensa es amordazada y al editor de un periódico, don Enrique Gilbert, se lo condenó a diez días de prisión por haber publicado un acróstico contra Lavalle. El oficialista “El Pampero” rebatía a la moderada “Gaceta Mercantil”: “El argumento que Ud. forma, de que si son pocos los federales es poca generosidad perseguirlos, y si son muchos es peligroso irritarlos, nosotros decimos que no son los muchos sino los pocos, y esos malísimos, y con los malos no se debe capitular sino extinguir. “Que sean pocos o muchos no es tiempo de emplear la dulzura, sino el palo, y cuando hayamos terminado el combate tendrá lugar la generosidad. Mientras se pelea, esta virtud suele ser peligrosa y más con gente que no la agradece. Siendo ya vencedores les concederemos los honores de vencidos; cuando no haya asesinos armados buscaremos a los ciudadanos indefensos, y nos empeñaremos en convencerlos; pero ahora sangre y fuego en el campo de batalla, energía y firmeza en los papeles públicos. “Palo, señor Editor, palo, y de otro modo nos volveremos a ver como nos hemos visto el año 20 y el año 28; palo, porque sólo el palo reduce a los que hacen causa común con los salvajes; palo y de no, los principios se quedan escritos y la República sin constitución”. 11
  • 12. Lo que se escribía en papeles era pálido reflejo de lo que se llevaba a cabo en la práctica. Escribirá el general Iriarte, antirrosista, que “después de la ejecución de Dorrego, Lavalle asolaba la campaña con su arbitrario sistema, y el terror fue un medio de que con profusión hicieron uso muchos de sus jefes subalternos. Se violaba el derecho de propiedad, y los agraviados tenían que resignarse y sufrir en silencio los vejámenes que les inferían, porque la más leve queja, la más sumisa reclamación costó a algunos infelices la vida. Aquellos hombres despiadados trataban al país como si hubiera sido conquistado, como si ellos fuesen extranjeros; y a sus compatriotas les hacían sentir todo el peso del régimen militar, cual si fuesen sus más implacables enemigos. Se habían olvidado que eran sus compatriotas y, como ellos mismos, hijos de la tierra”. Más adelante y haciendo referencia al terror que sembraron dice: “Durante la contienda civil los jefes y oficiales de Lavalle cometieron en la campaña las mayores violencias, las más inauditas crueldades -crueldades de invención para gozarse en el sufrimiento de las víctimas-, la palabra de guerra era muerte al gaucho y efectivamente como a bestias feroces trataban a los desgraciados que caían en sus manos. “Era el encarnizamiento frenético, fanático y descomunal de las guerras de religión. El coronel don Juan Apóstol Martínez hizo atar a la boca de un cañón a un desgraciado paisano: la metralla lo hizo pedazos y sobre algunos restos que pudieron encontrarse el mismo Martínez burlonamente esparció algunas flores. Otra vez el mismo jefe hizo que unos prisioneros abriesen ellos mismos la fosa en que fueron enterrados” El coronel Estomba se llega hasta la estancia “Las Víboras” de los Anchorena y reclama información sobre el paradero de Rosas, “el cacique feroz”. Como el capataz Segura lo ignora o finge ignorarlo también será atado a la boca de un cañón y destrozado. A continuación este héroe de la Independencia se desquitará también con varios peones matándolos con un hacha. Por su parte el coronel Rauch recorre los pueblos y villorrios de la campaña fusilando y degollando a mansalva por el sólo motivo de no ser o no parecer partidarios de Lavalle y de los suyos. Se calcula que no menos de mil paisanas y paisanos son asesinados. Los fundadores del “terror” fueron entonces lo unitarios y no Rosas. Con ello concuerda Groussac, de escasas simpatías hacia los federales, quien al analizar estos medios de violencia, exterminio y persecución, concuerda: “La corta dictadura de Lavalle, para no remontarnos más arriba, suministra casos aislados de todos los abusos y delitos oficiales que la tiranía de Rosas practicaría como régimen. El terror esporádico de los unitarios anunció el endémico de los federales, y no es fácil apreciar en qué proporción el primero sea responsable del segundo (...) Delaciones, adulaciones, destierros, fusilamientos de adversarios, conatos de despojo, distribución de los dineros públicos entre los amigos de la causa: Lavalle en materia de abusos y, aparte su número y tamaño, poco dejaba que innovar a su sucesor”. En San Juan, en 1830, Francisco Bustos “estando en la cárcel cargado de grillos, y sin el menor indicio de que hubiera intentado evadirse, como se hizo creer, fue muerto a balazos en la misma prisión”. El día anterior el unitario general Lamadrid le había exigido la suma de 8.000 pesos para liberarlo. En San Luis el coronel Videla, poco antes de ocupar la gobernación, perseguía tenazmente a los federales, según se desprende de sus propios comunicados al hacer saber que “los límites de las cuatro provincias San Luis, Córdoba, La Rioja y San Juan han quedado purgadas de todo germen anárquico, pues, como fruto digno de sus empeños se ha logrado hacer caer a muchas de las cabezas que promovían nuevas insurrecciones, poniendo en pavorosa fuga a los que no han caído en sus manos, como ha sucedido con el infame Cuenca, que, presuroso, se ha tenido noticia segura, corre a buscar un abrigo en los bosques de Catamarca, impidiendo le siga ninguno de sus camaradas”. Y el general José María Paz, a quien la historia oficial reservara un lugar de respetabilidad, otro unitario que fue a “civilizar” al interior, aquel “que acaloraba a sus jefes para que fusilasen a los prisioneros” y que así procedía para evitar “la brusquedad de esas órdenes encapotadas”, según afirma su compañero de armas Iriarte, no reparó en medios para llegar a sus objetivos. Lo confirman fuentes emanadas de sus propios partidarios: “El reconocimiento de la supremacía del general Paz, -escribe Gurruchaga a Pedro Frías-, va a traer grandes males a las provincias y será bueno buscar nuevos pobladores para que las habiten”. Un oficio del Dr. Agüero, diputado de Paz ante los gobiernos de Salta, Tucumán, Catamarca y Santiago del Estero, después de ser puesto en libertad por las partidas de Ibarra que lo habían tomado prisionero, manifiesta “que la conducta del coronel Deheza y sus 12
  • 13. colaboradores le habían hecho perder la provincia de Santiago del Estero, pues, violaban, robaban o asesinaban a toda persona que encontrasen”. Una carta del citado Deheza al gobernador de Santiago del Estero, Francisco Gama, dirá: “Sáquele todo cuanto pueda al comercio para contar con algo, ya sabe que somos pobres”. La masacre generalizada que la “barbarie” sufre en manos de la “civilización” hace que en ese año 1829 el crecimiento demográfico sea negativo: las muertes superan a los nacimientos. Allí nacerá el slogan de los “salvajes unitarios”. A pesar de ello nuestra historia oficial se empeñará en cargarle a Rosas, en primer término, y a los caudillos federales la exclusividad del terrorismo político de su época. Los federales comprendieron que sus adversarios estaban decididos a llevar la confrontación hasta sus últimas consecuencias y que, por consiguiente, necesitaban un líder capaz de organizarlos. Nadie dudó de que esa persona, a pesar de su juventud, era don Juan Manuel de Rosas. Tampoco los unitarios: “Últimamente fueron liberados de la prisión dos asesinos”, informaría el cónsul inglés Woodbine Parish a su gobierno, “bajo el compromiso de asesinar a Rosas”. Capítulo 11 El pasajero del “Countess of Chichester” En medio del fratricida torbellino de sangre y de pasiones arriba el 6 de febrero de 1829 el buque “Countess of Chichester” en el que viajaba San Martín con el apellido materno, Matorras, para pasar de incógnito. Se había embarcado en Londres, con espíritu alegre, al enterarse de la caída de su enemigo Rivadavia. Pero más lo atraía que fuese su brillante oficial de las campañas libertadoras, Dorrego, insuperable en las cargas de caballería y con quien tenía tanto en común, quien gobernase a Buenos Aires El 15 de enero al hacer escala en Río de Janeiro supo con preocupación de la revolución unitaria y al llegar a Montevideo en los primeros días del mes siguiente, desolado, se entera del fusilamiento del derrocado gobernador. José M. Paz, entonces gobernador interino por hallarse Lavalle ocupado en la campaña de exterminio de gauchos y orilleros federales, informa a éste de la presencia del “Rey José”, como llamaban despectivamente al Libertador sus muchos enemigos porteños, burlándose de sus supuestas inclinaciones monárquicas: “Calcule Ud. las consecuencias de una aparición tan repentina”. “El Pampero” del 12 de febrero, en recuadro que no se atreve a firmar Florencio Varela, lo acusa de cobarde: “Ambigüedades: en esta clase reputamos el arribo inesperado a estas playas del general San Martín, sobre lo que diremos que este general ha venido a su país a los cinco años, pero después de haber sabido que se han hecho las paces con el emperador del Brasil”. San Martín no se decide a desembarcar porque también nuestros próceres, a pesar de la historia oficial, tienen el humano derecho a sentir miedo. Sabe que lo van a matar en cuanto ponga un pie en tierra pues nadie ignora que podría ser el nuevo jefe de los federales a favor de la simpatía y admiración que por él sienten los provincianos y el populacho urbano y campesino, es decir aquellos a quienes los poderosos de Buenos Aires temen. Los de la logia también tienen cuentas pendientes por las reiteradas desobediencias de ese antiguo “venerable” que a partir de 1814 privilegió los intereses de la patria antes que los de la sociedad secreta. Los rivadavianos, a su vez, no le perdonan haber sido quien, al frente de sus flamantes granaderos, irrumpió en la Plaza de la Victoria para derrocar a don Bernardino y a los demás integrantes del 1er. Triunvirato en lo que puede ser considerado el primer golpe militar contra autoridades legítimamente constituidas. Más aún: la clase de “posibles” no olvida que culpa de su desobediencia a regresar con su ejército para protegerlos, las montoneras entrerrianas y santafesinas desfilaron por sus calles después de Cepeda, dando por tierra con el proyecto de entronizar al príncipe de Luca. Sus amigos, entre ellos Tomás Guido, lo visitan a bordo para desagraviarlo: “No haga caso de los arañazos”, le dice, “no faltan quienes defienden a Ud.”. Don José también recibe la inesperada visita de los señores Gelly y Trolé, enviados de Lavalle, cuya situación se ha vuelto muy comprometida por la reacción de las milicias federales al mando se Rosas y por el avance de las vigorosos montoneros de López. Le ofrecen a San Martín hacerse cargo del gobierno de Buenos Aires. 13
  • 14. Otra vez nuestra historia oficial se equivoca, o miente en su estrategia de despolitizarlo y jamás mostrarlo en su condición de hombre de ideas y caudillo popular, cuando quiere hacernos creer que la negativa de nuestro prócer máximo se debió a que no quiso inmiscuirse en la sangrienta contienda entre ambos partidos. Lo sucedido es que lo que se le ofrece es lo que jamás podría aceptar por cuanto sus simpatías están claramente del lado federal. Sus relaciones con los unitarios han sido siempre pésimas y a su falta de apoyo se debió su inevitable renuncia ante el bien surtido Bolívar. Lo que Lavalle le propone, una vez más confundido, es jugar del lado de sus enemigos, junto a la logia, los alvearistas, los rivadavianos. Además a la cabeza del bando que, en ese abril, ya tiene la partida perdida. La respuesta que San Martín le da a Lavalle, en una nota que entrega a sus emisarios, no puede ser más clara: “Los medios que me han propuesto no me parece tendrán las consecuencias que usted se propone”. A renglón seguido le sugiere rendirse a los de López y Rosas, que son los suyos: “Una sola víctima que pueda economizar al país le será de un consuelo inalterable”. El 12 parte el “Countess of Chicherster”. A su bordo un hombre con el corazón partido que quizás intuye que jamás regresará a esa patria hostil a la que tanto ama y por la que tanto hizo. Es interesante señalar que en su correspondencia de esos días, sin conocerlo, parecería presagiar el advenimiento de Rosas al poder: “Las gentes claman por un gobierno riguroso, en una palabra: militar”, escribe a su amigo O'Higgins. En cuanto a las dos facciones, unitarios y federales, “para que el país pueda existir es de absoluta necesidad que uno de los dos desaparezca”. Su inclinación no deja dudas en una de sus cartas al general Guido, donde critica a los unitarios que han engañado al pueblo “con sus locas teorías y lo han precipitado en los males que lo afligen y dándole el pernicioso ejemplo de perseguir a los hombres de bien”. Estos, para el Libertador, no son la oligarquía “decente” sino los federales que han debido refugiarse del otro lado del Plata. Sólo recobrará la esperanza cuando, con Rosas en el gobierno, su Argentina se alce altiva ante la prepotencia de las potencias de entonces. A los 51 años de edad le ofrecerá sus servicios “si usted me cree de alguna utilidad”. Capítulo 12 El Puente de Márquez Lavalle, el héroe de Riobamba, ha sido cercado en el interior de la capital por las montoneras santafesinas y las milicias rosistas. La situación es desesperante y decide salir a dar batalla, siendo completamente derrotado al frente de su ejército regular en los campos de “Puente de Márquez” el 25 de abril de 1829 El parte de Estanislao López no ocultará la ironía: “El general enemigo que ha usado hasta el día de hoy hablando de nosotros el lenguaje de la presunción y la arrogancia, fundado según decía en la elevación de sus conocimientos, en su valor y en la calidad de sus soldados, ha tenido desde hoy un motivo para ser más modesto”. Las fuerzas irregulares que comanda Rosas, integradas por peones facilitados por sus pares estancieros a los que se sumarían indios y mulatos adeptos con los que llevó adelante, como lo definiría Woodbine Parish, “una guerra gaucha contra las propiedades en el campo de todos los partidarios de la revolución (que derrocara a Dorrego)”. En parte para privar de recursos a las fuerzas de Lavalle pero también como castigo para los adversarios, que no solo eran los que estaba en su contra sino también los que permanecían neutrales. Esto daría vengativa justificación a sus enemigos, un cuarto de siglo más tarde, después de Caseros, para expropiar todas sus propiedades Rosas comenzaba a mostrar su estilo: se estaba con él o contra él, no había posiciones intermedias. También era ya claro cuáles serían sus aliados, de allí en más: un importante sector de la clase acomodada y los sectores más desfavorecidos de la sociedad. El estanciero y el gaucho. Lúcido, escribirá a su aliado López, en un alto de su andar: “Todas las clases pobres de la ciudad y de la campaña están en contra de los sublevados y mucha parte de los hombres de posibles. Sólo creo que están con ella los quebrados y los agiotistas que forman esta aristocracia mercantil”. Ya se vislumbraba en comunicaciones como ésta el talento de don Juan Manuel para adjetivar con eficacia a sus enemigos y para la creación de slogans propagandísticos de fuerte efecto. 14
  • 15. Lo que más llamó la atención fue que tuviera la capacidad de hacer pactos con el diablo, es decir con el indio, terror de los ciudadanos y campesinos de Buenos Aires. En la batalla de Navarro, a pesar de su disidencia con Dorrego, Rosas le facilitó parte de sus fuerzas entre las que se contaban varios cientos de indios pampas que pelearon con una bravura y una disciplina reconocida por el atónito Lavalle. Quien los conducía en esa oportunidad y lo seguiría haciendo hasta Caseros era don Molina, capataz de “Los Cerrillos”, desertor del ejercito quien vivió con los pampas durante varios años, esposando a la hija de un cacique, hasta que Rosas lo reclutó para lo suyo. El general Aráoz de Lamadrid opinaría de él en sus “Memorias” que era “un hombre de gran influencia entre la gente de campo y las tribus indias del sur, de quien se dice que puede siempre tener a su disposición la cantidad de hombres que pueda necesitar”. Como parte de su guerra de recursos Rosas favoreció las incursiones indias contra ciudades y aldeas, ensañándose con las vidas y bienes de los unitarios que les habían sido previamente marcados. Al retirarse dando estremecedores alaridos quedaban cadáveres regados sobre el suelo, viviendas saqueadas e incendiadas, llantos de las niñas y de los niños mientras presenciaban cómo sus madres eran raptadas por quienes acababan de asesinar a sus padres. Nada demasiado distinto a lo que hacían los “civilizados” unitarios. La resistencia de Rosas y los suyos había recibido el apoyo de las provincias, soldándose el vínculo azaroso pero a la postre siempre sólido entre el estanciero bonaerense y los caudillos del interior. La primera reacción contra el movimiento militar de Lavalle la hizo Bustos, desde Córdoba, no obstante su rivalidad política con Dorrego. El 10 de diciembre envió una fuerte proclama a las demás provincias: “(...) Quienes derrocaron al gobierno general son los mismos que en 1814 pidieron a Carlos IV un vástago de la Casa de Borbón para que se pusiese de rey entre nosotros (por Rivadavia), los que en 1815 protestaron al embajador español en el Janeiro, conde de Casa Flores, que si había tomado intervención en los negocios de América había sido con el objeto de asegurar mejor los derechos de S.M. Católica en esta parte de América (por Alvear), los mismos que en 1816 nos vendieron a Juan VI, entonces príncipe regente de Portugal (por Belgrano, Díaz Vélez, Alvarez Thomas y otros), los mismos que en 1819 nos vendieron al príncipe de Luca (por Pueyrredón y Valentín Gómez), en fin, los autores de todas nuestras desgracias. “América no lloraría tantas desgracias si cuando en octubre de 1811 (la sublevación contra Saavedra y Campana, este último un gran caudillo popular ignorado por nuestra historia oficial) botó esa facción por tierra al gobierno que se había formado en 1810, un castigo ejemplar les hubiera enseñado que no se podían hollar los sagrados derechos de los Pueblos”. Un Facundo Quiroga indignado escribe a Lavalle el 29 de diciembre: “No pierda V.E. los instantes que le son preciosos al abrigo de la distancia, para escudarse del grito de las provincias. El que habla no puede tolerar el ultraje hecho a los pueblos sin hacerse indigno del título de hijo de la Patria, si dejase la suerte de la República en manos tan destructoras. Debe tomar la venganza que desde ahora le promete”. La dirige a “Juan Lavalle, Gobernador intruso de Buenos Aires”. El periódico unitario “El Pampero” replicará cuando el viento parecía soplar a favor de los rebeldes: “¡Bandido en Jefe! ¡Fiera intrusa entre los hombres! Cacique Quiroga ¿qué pides cuanto así ultrajas al gran pueblo de Buenos Aires en el digno gobernador que ha elegido? ¿No respetas siquiera a los valientes y veteranos héroes de Ituzaingó? Prepárate, sí, prepárate, salteador infernal, a sufrir el castigo de tus horrendos delitos, y si tienes coraje como te sobra audacia ven a Buenos Aires que aquí está la horca en que debes expiarlos”. San Juan desconoce el gobierno de Lavalle el 22, el 24 lo hace Mendoza, el 29 La Rioja. Estanislao López contestaría ridiculizando a la circular unitaria en la que se informaba que el nuevo gobernador había sido electo por el “voto nacional y unánime”: “Sea cualquiera la propiedad con que el Sr. secretario “nacional” llame voto unánime al de los ciudadanos de una provincia como la de Buenos Aires en la expresión tumultuaria y discordante de los pocos que puede contener un templo (...)”. Ya antes de la batalla decisiva el entusiasmo revolucionario de los porteños estaba declinante. Los federales no se habían atemorizado a pesar de torturas y fusilamientos y en las iglesias se rezaba funerales por Dorrego que, pese a la oposición de las autoridades, fueron una vibrante expresión de dolor popular. “Mucha gentuza a las honras de Dorrego”, se lamentará un despechado del Carril a Lavalle, “litografías de sus cartas y retratos; luego se trovará la carta del Desgraciado en las pulperías como la de todos los desgraciados que se 15
  • 16. cantan en las tabernas. Esto es bueno, porque así el “Padre de los pobres” será payado con el capitán Juan Quiroga y los demás forajidos de su calaña. ¡Que suerte vivir y morir indignamente y siempre con la canalla!” Pronto se sabrá que Rauch, terror de indios y gauchos, al perseguir a los pampas ha sido alcanzado y boleado en “Vizcacheras”. Los indios se arrojaron sobre el odiado militar prusiano quien, a pesar de defenderse con coraje, acabó atravesado a lanzazos. Decapitado, su cabeza fue llevada en triunfo a la ciudad y arrojada en una calle céntrica como un desafío. Luego de la derrota de “Puente de Márquez” el pánico se apoderó de los porteños “decentes”. Rivadavia y Agüero se fugaron el 2 de mayo a la Banda Oriental siendo imitados por otros muchos que pocos meses antes estaban convencidos de haber logrado una victoria completa. Lavalle cabalgó solo hasta el campamento de quien lo había vencido y, agotado y destruido anímicamente, se dejó caer en el camastro de Rosas. Prefiere negociar con él y no con López, después de todo es un aristócrata porteño, relacionado con las “mejores” familias porteñas, uno de los estancieros más ricos. Siempre será mejor que un montonero bárbaro y representante de los intereses antiporteños de otra provincia como el santafesino. -Despiérteme cuando llegue el general. Ambos firmaron lo que se conocería como el “Tratado de Cañuelas” por el que Lavalle renunciaba a la gobernación y Rosas, de buen grado, aliviaba a Buenos Aires de ser inundada por sus gauchos, indios, mulatos y orilleros, recordando con seguridad el impacto que a él mismo le provocase el desfile de los mal entrazados pero respetuosos montoneros luego de Cepeda. El era porteño y sabía que, para sus planes futuros, no le convenía ganarse la animosidad colectiva de los habitantes de la que ya era una gran ciudad americana. De las conversaciones entre Rosas y Lavalle, surgió el nombre del nuevo gobernador, Juan José Viamonte, también rico estanciero y aceptable para unitarios y federales. Don Juan Manuel consideraba que aún no había llegado su hora, actitud que contribuía a agrandar su figura. “Su poder es tan extraordinario como su moderación y su modestia” (Informe de W. Parish a Aberdeen, 14 de noviembre de 1829). Carlos de Alvear, que sostenía una posición intransigente, protesta contra lo que considera “debilidad” de Lavalle y renuncia a su gabinete. Este escribirá a don Juan Manuel, con quien trata de mantener relaciones cordiales que poco durarían: “Alvear ha hecho hoy renuncia de los ministerios de guerra y marina y la he aceptado con un contento indecible. Es un hombre que no estará quieto bajo ningún orden de cosas y que necesita de la embrolla y de la intriga como del alimento. Si lo sujetan a vivir con juicio se muere en dos días. En estos últimos ha esparcido mil mentiras y me ha calumniado a su gusto. En fin, estoy libre de él y de este modo pasaré con menos disgusto los pocos días que esté aquí”. San Martín, que hubo de sufrir la envidiosa y dañina animosidad de Alvear a lo largo de toda su vida, podría haber suscripto los mismos términos. No sería la última vez en que Lavalle y Rosas se encontrarían en bandos contrarios y fue su derrota en 1840 lo que llevaría al primero a su suicidio en Jujuy. Tanto sus adeptos como Rosas, para no deshonrarlo, adjudicarían su muerte a un imposible trabucazo disparado a través del ojo de una cerradura por un mazorquero rosista, el sargento Bracho. Lo curioso es que tanto Juan Manuel como Juan Galo eran hermanos de leche ya que Lavalle había mamado del pecho de doña Agustina, la madre de Rosas, como solía hacerse entre amigas de aquel Buenos Aires de pocas familias “decentes” cuando alguna se secaba, para que sus vástagos no bebiesen leche “impura” de india o mulata. Capitulo 13 Chusma y hordas salvajes San Martín, desde la rada de buenos Aires le solicita a Díaz Vélez su pasaporte para pasar a Montevideo, lo hace en una carta en que le expresa que no desea implicarse en la guerra fratricida por lo que “no perteneciendo a ninguno de los dos partidos en cuestión, he resuelto para conseguir ese objeto pasar a Montevideo”. Díaz Vélez le adjunta el pasaporte pedido y una carta de mal tono en la que expresa: “Por lo demás aquí no hay dos partidos, si no se quiere ennoblecer con este nombre a la chusma y las hordas salvajes”. 16
  • 17. Capítulo 14 Yo no soy federal El gobierno cayó en sus manos como si se tratase de la inevitabilidad de la ley de gravedad, por imperio de circunstancias que él mismo había provocado, más por asumir su destino de representar y modelar el país que anhelaba (ordenado aunque fuese por la fuerza, respetuoso de la religión, en el que la plebe tuviera su lugar, desconfiado de todo lo que viniese de afuera, poco amigo de la modernidad liberal, tradicionalista) y menos por ansia de poder público. Rosas entonces vaciló. El mismo día de su ascensión al mando de su primer gobierno le comenta al agente de la Banda Oriental, Santiago Vázquez: “Aquí me tiene usted, señor, en el puesto del que me he creído siempre más distante; las circunstancias me han conducido; trataremos de hacer lo mejor que se pueda; de evitar nuevos males; yo nunca creí que llegase este caso, ni lo deseaba, porque no soy para ello; pero así lo han querido, y han acercado una época que yo temía hace mucho tiempo, porque yo, señor Vázquez, he tenido siempre mi sistema particular”. ¿Era don Juan Manuel sincero? Amaba la vida en el campo y sólo se imaginaba como gobernante si transformaba al país en una estancia y a sus gobernados en peonada como la de sus haciendas, que sabía de su inflexibilidad ante lo que él consideraba faltas: la pena por llevar el facón en días de fiesta y así evitar las frecuentes y letales riñas entre ebrios era permanecer varias horas en el cepo a la intemperie; por olvidar o perder el lazo, cuyo flexible trenzado requería la costosa labor de un experto, cincuenta latigazos en la espalda desnuda; por beber durante sus obligaciones correspondía ser estaqueado, a veces junto a un hormiguero. También pregonaba la decencia: “El peón o capataz que ensille un caballo ajeno comete un delito tan grande (...) que será penado con echarlo en el momento de las haciendas de mi marca, y a más será castigado según lo merezca” (“Instrucciones a los mayordomos de estancias”). Lo podía hacer sin provocar el odio de los suyos porque él mismo se sometía a tales castigos cuando la falta era suya. Con la misma dureza caían los latigazos sobre su espalda o se achicharraba bajo el sol inclemente. Uno de sus capataces, Sañudo, relataría a Saldías que cierta vez había castigado a su patrón hasta hacerle perder el conocimiento y que luego había sido premiado por ello. Hasta el fin de sus días sostendrá que el ejemplo era la vía de ganar la confianza del pueblo. En cuanto a su rechazo a los cargos públicos existía el antecedente de su renuncia a ser Diputado y miembro de la Junta de Comerciantes y Hacendados, nombramientos con que Martín Rodríguez lo había tentado para atraerlo de su lado. Halperín Donghi razona: “La Legislatura que ha designado a Dorrego elige gobernador, con facultades extraordinarias, a Juan Manuel de Rosas. La crisis de las instituciones porteñas comienza a cerrarse: Rosas es –en el vocablo de sus adictos, recogido por la Legislatura- el Restaurador de las Leyes, es decir, del sistema de leyes fundamentales en cuyo marco se había dado la experiencia del partido del Orden. Sin duda esta restauración - como es usual - innova mucho más de lo que restaura. ”Era un autócrata por naturaleza y hasta el fin de sus días se mostró convencido de que a los países había que gobernarlos con mano fuerte para evitar lo que él consideraba su natural tendencia a la anarquía. Hay quien afirma que Rosas conocía la obra del francés Bossuet, defensor del absolutismo monárquico, cuyas ideas textuales reproduciría en sus escritos: “El rey puede compararse con un padre y recíprocamente un padre puede ser comparado con el rey, y entonces determinar los deberes del monarca por los del jefe de familia. Amar, gobernar, recompensar y castigar es lo que deben hacer un rey y un padre. En el fondo nada hay menos legítimo que la anarquía, que quita a los hombres la propiedad y la seguridad, ya que entonces la fuerza es el único derecho (...) A nadie le es permitido perturbar la forma de gobierno establecida, y se deben sufrir con paciencia los abusos de autoridad cuando no se los puede impedir por las vías legítimas”. Era federal por su animosidad con los unitarios más que por aceptar los principios exitosamente aplicados en el Norte de América. Mucho menos acordaba con los reclamos de que su Buenos Aires debía compartir sus privilegios, su puerto y su aduana con las 17
  • 18. provincias, lo que le insumiría años de astutas negociaciones para conjurar y dilatar lo que era inmanente de su declamado federalismo. Siempre fue partidario de dar legitimidad a sus designaciones como gobernador, y si en 1835 exigirá la convocatoria a un plebiscito en el 29 fue nominado por convocatoria de la Legislatura disuelta por el “golpe” de Lavalle, que así “restaurará” la ley. Su postura inicial será de conciliación: “Ya digo a usted que yo no soy federal, nunca he pertenecido a semejante partido, si hubiera pertenecido, le hubiera dado dirección, porque, como usted sabe, nunca la ha tenido (...) En fin, todo lo que yo quiero es evitar males y restablecer las instituciones, pero siento que me hayan traído a este puesto, porque no soy para gobernar”. (Confidencia a su amigo uruguayo Vásquez, diciembre de 1829, el mismo día en que asumió su cargo). A diferencia de lo que sucederá con su segundo período se esforzó por dar una imagen de cierta moderación. Eso fue claro cuando confirmó a los ministros designados por Lavalle: Balcarce, Guido y García, este último, el “entregador” de la Banda Oriental, clara concesión a Inglaterra, cuyo ministro Woodbine Parish informaría a su Corona que el gabinete rosista estaba formado por “hombres honrados y bien dispuestos”. Las cosas serían muy distintas en los años por venir. Don Juan Manuel era sincero en sus dudas. El psicoanálisis quizás pueda explicar el caso de alguien que gobernó durante muchos años pero que alcanzó el record, probablemente mundial, de renuncias a su función. En algunas fue evidente que no se trataba más que de una formalidad. Pero en otras, como su decisión de abandonar el poder en 1850, era clara la voluntad de hacerlo. Durante su primer período debió enfrentar graves problemas: una pertinaz sequía que duró varios años y perjudicó el rendimiento de los campos, y el acoso de las provincias unitarias coaligadas en la Liga del Norte bajo el liderazgo del mayor estratega de nuestra guerras civiles, José María Paz. A Buenos Aires llegan noticias de la batalla de “La Tablada”, en la que Paz derrotó a Juan Facundo Quiroga. Se sabe entonces que, terminado el combate y con la anuencia del jefe victorioso, el coronel Deheza fusiló a cañonazos a veintitrés oficiales que se habían rendido y a ciento veinte prisioneros. Los cadáveres insepultos fueron luego devorados por los caranchos. Paz, que en agosto del año anterior se hiciera elegir gobernador de Córdoba, ahora está empeñado en lo que se llamará “la campaña de la sierra”, consistente en limpiar de partidas federales toda esa comarca. Los crímenes cometidos contra los prisioneros y contra los vecinos de las aldeas y de la campañas sólo pueden compararse con los realizados en la provincia de Buenos Aires por las tropas de Lavalle, un año atrás. Los prisioneros son colgados de los árboles y lanceados simultáneamente por el pecho y por la espalda. Así mueren ochocientos hombres. A algunos les arrancan los ojos o les cortan las manos. En San Roque le arrancan la lengua al comandante Navarro. A un vecino de Pocho, don Rufino Romero, le hacen cavar su propia fosa, antes de ultimarlo, hazaña que se repite con otros. Algunos departamentos de la sierra son diezmados. Algunos de sus subalternos, famosos por su crueldad como Vázquez Novoa, apodado “Cortaorejas”, “El zurdo y el “Cortacabezas” Campos Altamirano, lancean a los vecinos de los pueblitos en grupos hasta de cincuenta personas. El propio Paz hace fusilar en Córdoba a tres coroneles federales, y con motivo de una rebelión se aplica la pena de muerte a cuatro militares. Capítulo 15 La víctima ilustre Uno de los primeros actos de la gobernación de Rosas fue la exhumación de los restos del gran Manuel Dorrego, primer caudillo popular de nuestra patria, y su traslado al cementerio de la Recoleta. En una imponente ceremonia – Rosas siempre supo de la importancia política de las grandes celebraciones que fomentaban la participación popular- a la luz de las flameantes antorchas y con el suelo trepidante por los cañonazos de la escuadra y del Fuerte, un don Juan Manuel sinceramente conmovido recordó a su antecesor en el liderazgo federal: “ ¡Dorrego! Víctima ilustre de las disensiones civiles, descansa en paz. La patria, el honor y la religión han sido satisfechos hoy, tributando los últimos honores al primer magistrado de la república sentenciado a morir en el silencio de las leyes. La mancha más negra de la 18
  • 19. historia de los argentinos ha sido ya lavada con las lágrimas de un pueblo justo, agradecido y sensible”. Capítulo 16 La medida más filantrópica La crueldad unitaria es reconocida por los mismos que lo practicaban. El sargento mayor Domingo Arrieta, oficial de Paz y en “la campaña de la sierra” refiere en sus “Memorias de un soldado” cómo paisanas y paisanos irritadas, contra las fuerzas unitarias, los privaban de recursos, los acosaban con tiroteos y correrías, y cuando podían mataban a algunos de ellos. Entonces Arrieta confesará, textualmente, que ante la inutilidad de “los buenos modos” adoptarían una “medida más filantrópica”: “no dejar vivo a ninguno de los que pillásemos”. Con sincero cinismo cuenta que “mata aquí, mata allá, mata acullá y mata en todas partes, fueron tanto los que pillamos y matamos que, al cabo de unos dos meses, quedó todo sosegado”. Trece años más tarde “La Gaceta” hablará de dos mil quinientas víctimas cordobesas del “terror unitario”, en tanto que Rivera Indarte rebajará esa cifra a ochocientas. Paz va a encontrarse de nuevo frente al general Quiroga en la batalla de “Oncativo” el 25 de febrero de 1830. Ataca a su enemigo por sorpresa y el “Tigre de los Llanos” vuelve a ser derrotado. Se reproducen entonces los impiadosos fusilamientos de prisioneros. Al más importante, el general Félix Aldao, guerrero de la independencia, fraile dominico que dejó los hábitos para combatir por su patria y que luego se convertiría en un feroz caudillo, lo hacen entrar en la ciudad antes de darle muerte, en un día de pleno verano y a la hora en que es más fuerte el sol, montado en un burro para denigrarlo, con la cabeza descubierta y los pies atados debajo de la panza del animal, como lo contase el viajero norteamericano J. King. En la cárcel, atestada de prisioneros, cada noche hay fusilamientos luego de juicios sumarísimos que terminan fatalmente con la condena a muerte. Paz no se contenta con dominar Córdoba y toma por asalto los gobiernos vecinos por medio de sus lugartenientes, a cada uno de los cuales le adjudica una provincia. Gregorio Aráoz de Lamadrid va a La Rioja. Allí encarcela y cuelga una pesada cadena del cuello de la madre de Quiroga, anciana de más de setenta años; luego la destierra, junto a la mujer y a los hijos del caudillo a Chile. Es más cruel con los soldados: acollara a doscientos federales que ha capturado en los llanos riojanos y los hace lancear en su presencia. No será lo único: para forzar contribuciones pecuniarias a las que se resisten los habitantes de la capital provincial fusila a cuatro y deja el banquillo para las que no paguen. A Santiago del Estero el general Paz destina a Román Deheza, el masacrador de “La Tablada”, que fusila allí a mucha gente. Lo mismo sucede en Mendoza, donde los unitarios pasan por las armas a cincuenta federales apresados en Chancay. No se trata de justificar conductas bárbaras de Rosas sino de contextuarlas en relación a sus circunstancias, sin ignorar los crímenes de sus enemigos. La historia oficial se horroriza por ciertos actos de don Juan Manuel y disimula u olvida, en permanente amnesia, las tropelías de los unitarios. Además, los crímenes de los lugartenientes de Paz, aunque “acalorados” por el “manco”, no son cargados en su cuenta personal, pero a Rosas se le achacará todo delito cometido por alguno de sus satélites, aunque no sea por motivos políticos y aunque el Restaurador lo castigue por ello. “Horrendos crímenes” serán sus excesos y “triste consecuencia de las guerras civiles” los de los unitarios. El “ojo por ojo y diente por diente” será la siniestra costumbre del fratricidio. Así, Quiroga, el 7 de marzo de 1830, después de combatir tres días, se apodera de la fortificada villa de Río Cuarto, en la provincia de Córdoba. El 28, en el Rodeo de Chacón, dirigiendo a sus hombres desde el pértigo de su carreta, pues el reumatismo no le permite caminar ni montar a caballo, derrota a los dos mil hombres del sangriento coronel Videla Castillo, el procónsul de Paz en Mendoza. Facundo perdona la vida a los oficiales prisioneros en un extraño caso de magnanimidad en esos tiempos. Pero pocos días después, ya en Mendoza, se entera de que su madre, su mujer y sus hijos han sido desterrados a Chile por Lamadrid. Además le preocupa no tener noticias de su leal amigo el general Benito Villafañe, que está en Chile y al que ha llamado para que le reemplace. El malhumor le hace imponer contribuciones y ordenar fusilamientos. Una tarde 19
  • 20. aciaga, en el cuartel de la Cañada, un chasque le alcanza la noticia del asesinato de Villafañe en manos de los unitarios. El Facundo magnánimo da paso a la iracundia vengativa. Manda llamar a los presos recientes, que llegan contentos imaginándose ya libres. Extiende su poncho sobre el suelo, se sienta y hace formar fila a los veintiséis presos y los tres oficiales. Con la voz tartajeada por la ira se refiere al asesinato de Villafañe y les recuerda cómo los unitarios fusilaron a Dorrego y a Mesa y a sus oficiales prisioneros después de “La Tablada” y pusieron cadenas a su anciana madre. Había llegado la hora de pagar cuentas. Convoca a un piquete y los presos, que ya han comprendido lo que les espera, se agitan con desesperación. Algunos claman por misericordia, otros ruegan por un confesor. Facundo, justiciero, sombrío, silencioso, se incorpora con calma, recoge su poncho, se pone al frente del piquete y ordena “¡fuego!”. Unitarios y federales parecían empeñados en dar la razón a aquel personaje de Homero, el poeta griego: “Los hombres se cansan antes de dormir, de amar, de cantar y de bailar que de hacer la guerra”. Capítulo 17 El carancho del monte Uno de los más conocidos colaboradores de Rosas fue el apodado “Carancho del Monte”, Vicente González, quien en la época civil de su patrón se desempeñó como peón hasta ser reconocido como “cacique” de Monte por su ascendiente sobre los marginales. Ya en el poder público fue uno de los agentes de la represión rosista, teniendo a su cargo degüellos, amedrentamientos, deportaciones y otras lindezas. Era un inmejorable reclutador y formador de milicias, similares a las que Aristóteles elogiase en el siglo IV antes de Cristo: “Las tropas regulares pierden el valor cundo se encuentran ante peligros mayores a los que esperaban (...). Son los primeros en volver la espalda. En cambio los hombres de la milicia mueren en su puesto”. Al “Carancho del Monte” se adjudica el pionerismo en la portación de la divisa federal y la coerción para que fuese usada por todos, “como signo de unidad nacional”, como rezaría el decreto correspondiente. Rosas le tenía especial consideración a pesar del rechazo que su tosquedad provocaba en su “oráculo”, el refinado Tomás de Anchorena. Este era un hábil empresario del campo, fanático conservador, un ultracatólico que añoraba los tiempos de la Inquisición. De él el cónsul Woodbine Parish, quien lo trató con frecuencia por motivos comerciales, informaría a su gobierno que se trataba de un “hombre de carácter violento y muy descuidado de la popularidad”. Muy favorecido, igual que su hermano e hijos, por los gobiernos de don Juan Manuel, cortaría toda relación con éste cuando emprende el sufrido camino del exilio, desatendiendo sus reclamos y cobijándose bajo la protección de Urquiza. Capitulo 18 Me dices que eres virtuoso El 10 de junio de 1831 escribía a sus padres desde Pavón, firmando simplemente “Juan Manuel”: “(...) Sí, deben persuadirse que uno de mis mayores sufrimientos en mi tan desgraciada vida es no haber merecido la confianza de mis padres en este asunto a la edad de 38 años; que este sentimiento irá conmigo al sepulcro; pero que por el pecado que acaso cometo en esta tirantez de sentimientos, pido perdón a mis padres postrado humildemente en su presencia para que Dios pueda compadecerme y absolverme. “Sin duda me perdonarán porque conocerán su razón. Pero si mi desgracia llega al extremo de negárseme esta justicia, les suplico que al fallar en contra de su hijo tengan presente sus mercedes que este carácter lo he heredado de mi adorable madre, y que cuando menos esto debe concederse al amante hijo de sus mercedes”. Años antes, en 1819, con motivo del cumpleaños de doña Agustina, había escrito: 20
  • 21. “Mi amada madre: De regreso del campo donde hace mucho tiempo me tenían mis quehaceres, he sentido la necesidad que todo hijo virtuoso tiene que es ver a los autores de sus días. Mucho tiempo hace que no llevo a mis labios la mano de la que me dio el ser y esto amarga mi vida. “Espero que Su Merced, echando un velo sobre el pasado, me permitirá que pase a pedirle la bendición. Irán conmigo mi fiel esposa y mis caros hijos, también mis padres políticos y toda la familia, y volverán a unirse dos casas que jamás han estado desunidas. “Espera ansioso la contestación, éste, su amante hijo que le pide su bendición”. La madre le contesta con digna altivez: “ Mi ingrato hijo Juan Manuel: He recibido tu carta con fecha el 28 de agosto, este día tan celebrado en mi casa por mi marido, mis hijos y mis yernos, y sólo tú, mi hijo mayor, eres el que falta; el por qué, tú lo sabrás, tus padres lo ignoran. “Me dices que eres virtuoso, dígote que no lo eres. Un hijo virtuoso no se pasa tanto tiempo sin ver a los autores de sus días, sabiendo que su alejamiento ha hecho nacer en el corazón de su madre el luto y el dolor. “(...) Te digo en contestación a estas palabras que los brazos de tu madre estarán abiertos para estrecharte en ellos, tanto a ti, como a tu esposa, hijos y familia”. La fuerte personalidad de doña Agustina quedó patentizada en numerosas oportunidades. Una de ellas fue cuando, habiendo derrocado Lavalle a Dorrego y estando su hijo en el campo organizando la resistencia, llegó la policía a su finca para apresar a Juan Manuel y para requisar mulas y caballos para el ejército unitario. Conducía la partida un conocido suyo de apellido Piedracueva, que había sido boticario Doña Agustina se negó a obedecer diciendo que si bien ella no tenía opinión ni se metía en política, sabía que las bestias se usarían para combatir a su hijo y por lo tanto no las facilitaría. Drástica, como en todos sus actos, ante la insistencia de la policía dio la orden de degollar a los caballos y mulas que estaban en la caballeriza, en los fondos de la casa. -Mire amigo -dijo al comisario- ahora mande usted sacar eso. Y le aclaro que no pagaré multa por tener esas inmundicias en mi casa. Tampoco se privará de ofender al jefe de la partida: -Sólo en días tan aciagos para mi patria podías haberte atrevido a dar órdenes en una casa donde en otros tiempos te hubieras considerado muy honrado de ser llamado a poner ventosas. Capitulo 19 Los estancieros y el poder Don Juan Manuel representaba el ascenso al poder de nuevos intereses económicos, de un nuevo grupo social ligado a la explotación de las feraces pampas bonaerenses, entrerrianas, santafesinas: los estancieros. Lo eran Rosas, Ramírez, Quiroga, López, además patrones que administraban personalmente sus haciendas a diferencia de los que lo hacían confortablemente, por delegación, desde la ciudad. Eso les daba un estrecho contacto con la clase popular, los gauchos, que constituían su peonada, como así también con los indios, vendedores ambulantes, desertores, cuatreros, etc. que habitaban los alrededores. Don Juan Manuel era menos ducho en tertulias y saraos ciudadanos que en matar zorrinos: “Después de muertos –escribirá para instrucción de sus capataces y peones- se les pisa la barriga para que acaben de salir los orines, y luego se les refriega el trasero en el suelo, y con esa operación no heden los cueros”. Los ricos porteños estarán más atentos a seguir las modas europeas en lecturas y vestimentas que a dar “el más delicado y puntual esmero a los caballos” pues no habría “cosa más mala que rematar o cansar un caballo”. Rosas adopta la vestimenta, los modales y los hábitos de sus gauchos. “Hablar como ellos y hacer todo lo que ellos hacían”, escribiría. Pero también vigilarlos y controlarlos: “Las yeguas y las crías entran también en la cuenta de los caballos para la composición y el galopeo. El capataz no debe fijarse de lo que le diga el que los cuida, sino que de cuando en cuando debe ver si cumple con todo cuanto se expresa en estas instrucciones para lo que debe él materialmente verlo, y no estar a lo que le digan. Debe entrarse por entre los caballos para contarlos y ver si hay alguno mañero para parar, o que se le conozca que no se trajina. 21
  • 22. Debe cada mes hacer que el que los cuida, en su presencia los agarre uno por uno, y los trajine y galope hasta que no quede uno, ni las yeguas, no las potrancas, y de este modo verá de cierto el capataz si se cumple con lo que mando. Los caudillos se hacían respetar por su coraje para enfrentar los muchos peligros (malones indígenas, fieras salvajes, crueldad de las partidas militares) y también por sus aptitudes para la doma, las cuadreras, la taba, etc. Compartían con la chusma su escala de valores, muy distinta a las elites liberales y extranjerizantes de las ciudades: eran nacionalistas, respetaban la religión y las tradiciones, ensalzaban valores como el coraje y la lealtad. La elite clásica de la revolución de 1810 estaba formada por los comerciantes y los burócratas, fuesen españoles o criollos. La lucha por la independencia había creado políticos profesionales, funcionarios del Estado, milicianos devenidos en jefes de tropas regulares, hombres que hicieron una “carrera de la revolución”. Muchos de ellos provenían de la clase acomodada desde antes de 1810, comerciantes favorecidos por el monopolio y privilegiados funcionarios de la Corona que supieron adaptarse a las nuevas circunstancias y se integraron a la revolución. Saavedra, Moreno, Belgrano, Larrea y otros fueron ejemplo de ello. Con la apertura primero ilegal y luego relativamente legal del puerto a los mercaderes británicos y de otros países europeos, los comerciantes porteños prosperaron rápidamente, sobretodo los dedicados al contrabando. Pero la declinación del intercambio con el interior, la destrucción de la industria ganadera del litoral por el bloqueo y la guerra y, sobre todo, la irresistible competencia de la revolución industrial inglesa, dislocaron las frágiles reglas de juego económicas y malograron las oportunidades de los empresarios locales. El aumento de las importaciones provocado por los británicos en complicidad con sus personeros criollos y el fracaso del sector exportador para balancear la consiguiente efusión de los escasos metales preciosos, que fue acompañada por un aumento en la demanda de dinero efectivo, hizo dramáticamente evidente que la economía tradicional de Buenos Aires ya no podía sostener a la elite comercial. A partir de 1820, aproximadamente, muchos de ellos empezaron a buscar otras salidas y, sin abandonar el comercio, invirtieron en tierras, ganado y saladeros. Ese fue el caso del visionario Rosas, seguramente aconsejado por sus primos Anchorena. El desplazamiento económico desde la ciudad hacia el campo fue también dándose, aunque con más lentitud, en lo político. Los estancieros, o quienes estaban íntimamente relacionados con el negocio de la tierra, pasaron a ser mayoría en la Sala de Representantes y en el Cabildo. Rosas les aportaría el apoyo popular: “(...) a mi parecer todos cometían un error grande: se conducían muy bien con las clases ilustradas, pero despreciaban al hombre de la clase baja”, escribiría y esa lúcida comprensión le granjearía el inmenso apoyo político que conservó hasta el último día de su largo gobierno. Si su identificación con la masa fue un elemento esencial de su personalidad, otro factor de su ascenso y afirmación en el poder fueron su aplicación a las milicias rurales que demostraron ser superiores a los ejércitos de línea, derrotándolos en “Cepeda”, en “Puente de Márquez” y en otros enfrentamientos. Rosas y sus pares, a diferencia de los gobiernos, no tenían problemas de conscripción ni de suministros. Para eso estaba la estancia. Un acérrimo enemigo de don Juan Manuel, el que tratará de convencer al gobierno chileno de adueñarse de la Patagonia con tal de crearle un conflicto desestabilizante, lo expresará así: “¿Quién era Rosas? Un propietario de tierras. ¿Qué acumuló? Tierras. ¿Qué dio a su sostenedores? Tierras. ¿Qué quitó o confiscó a sus adversarios? Tierras. (Domingo F. Sarmiento). Con Rosas se concretará el signo de los nuevos tiempos: se mirará menos a las naciones del otro lado del mar en busca de ideas, de capitales o de honores. Ahora se tendrá en cuenta al interior habitado por “bárbaros”, allí estará el nuevo poder político, social y económico. Dirá con claridad J. M. Rosa: “Algo de eso había comenzado en el corto tiempo de Dorrego, cuando las orillas predominaron sobre el centro, pero los compadres no atinaron a defender la nacionalidad con el mismo ímpetu que los gauchos. De allí la debilidad de Dorrego y la fortaleza de Rosas. Si aquel significó el advenimiento de las masas urbanas, éste le agregó el factor decisivo de las masas rurales”. He aquí uno de los motivos de tanto encono contra don Juan Manuel, entonces y ahora, más allá de sus vicios y errores: esa nueva mina de oro debía ser para los poderosos de siempre y no aceptaban compartirla, ni en una mínima parte, con la plebe que era el peligroso sostén del popular estanciero que no parecía convencido de actuar francamente a favor de los 22