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Sr. Eleodoro Benel Zuloeta
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Eleodoro Benel para algunos el Robin Hood criollo y para otros el
Pancho Villa Peruano; hombre acaudalado, dueño de haciendas, de
tierras y de negocios, con hombres a su servicio, que
circunstancialmente y pensando en un futuro promisorio tomó parte
en el año 1924 de un movimiento político armado para derrocar al
dictador Augusto B. Leguía junto a junto al doctor Arturo Osores y el
coronel Samuel del Alcázar, durante varios años derrotó en las
montañas de Chota, Cutervo y Santa Cruz a todos los gendarmes y
tropas gubernamentales. Aqui se narra su azarosa vida, andanzas y
hazañas a detalle.
Libro digitalizado por
www.facebook.com/yoviviencabracancha/
Mayo 2017
Versión ePub para smartphones y tablets puede descargarlo desde:
http://cabracancha.tumblr.com/libros-sobre-chota
AGRADECIMIENTO
Merecen nuestro especial agradecimiento todas aquellas personas que de manera
espontánea y coherente han contribuido con sus invalorables datos para lograr la reconstrucción
de las guerras de Benel, contenidas en el presente relato.
Estas personas son: Aurelio Acuña Villanueva, Carlos A. Vigil y Vigil; Segundo
Eleodoro Benel, Lucila, Donatilde, Eloy, Andrés y Demetrio Benel Bernal; Alejandro Contreras,
Amalia Coronado de Barboza; Vicente, Teodomiro y Alejandro Bustamante; Javier Malca, Arturo
Coronel Cubas, Javier Benel Cubas, Glicerio Villanueva, Sergio y Rodolfo Ordoñez Osores; Dr.
Britaldo Orrego, Artidoro Mejia e hijos, Zenovio Calderón, Tomás Alvarado, Roberto Delgado
(hijo), David Mondragón; Perpetua y Rosa Mondragón, Misael Vargas, Capitán E.P. Pedro
Quijano, Fidel Gallirgos (Soldado del B.I.L1 al mando del Comandante Valdeiglesias), José
Marcelo (soldado del Mayor Mauricio Cervantes) Julio Ortega Dongo (ex guardia civil) El
Sargento Chávez Morí, así como el cabo de la misma Próspero Arroyo A.; Manuel Pereda Ruiz,
Dr. Pedro Vilches Buendía, Dr. Miguel A. Puga, Dr. Lorenzo Orrego Vargas, Tomás Castañeda;
el bandido Raimundo Ramos e hijos, a quienes presté mis servicios profesionales durante mucho
tiempo, Segundo Tarrillo Marrufo (ex guardia Civil), Agustín Moreno Ugaz, Renán Orrego
Burga, Leoncio Villacorta Arana (exdiputado 1921 al 1930), Nepalí Díaz y su hermano Matías;
Salomón Vílchez Murga.
Hemos tenido que interrogar, además de las personas mencionadas en la relación anterior,
a más de tres centenares de gentes, directa o indirectamente vinculados a los acontecimientos,
para reconstruir la azarosa vida de Benel, tanto privada como pública. Y nuestra reconstrucción,
con todos sus defectos, se ha hecho en base a la tradición oral. Hemos tratado a sus adversarios
políticos y personales. Y lo hemos hecho con amigos y enemigos, grandes y chicos, del que fuera
jefe de revolucionarios del año 24 al 27; gentes que fecundan los campos, que pueblan los
villorrios, respetados y respetables, e igualmente con bandoleros fuera de actividad.
Años de tesonera labor nos ha costado el aderezo de este relato, por lo cual no nos hemos
disgustado ni menos arrepentido.
Todos los personajes que intervienen en él son auténticos, muchos de los cuales viven
esparcidos en las provincias de Cajamarca y Lambayeque, sobre todo en estas últimas. No hay
ficción. Los acontecimientos han ocurrido y constituyen hechos históricos hasta hoy desconocidos
para muchos. Es más. Lo poco que se sabe sobre la vida de este caudillo revolucionario ha sufrido
distorsiones motivadas por intereses políticos, que precisamente con este libro se trata de corregir.
Los diálogos las más de las veces son bruscos, enrevesados y violentos, hechura de gente
guerrera y acostumbrada al lenguaje duro, cargados de tacos de grueso calibre, sobre todo en
tratándose de los hombres de Benel. También se encuentra a cada instante, una variada gama de
giros expresivos castrenses.
Hemos consultado el valioso archivo de Demetrio Benel Bernal, en el que encontramos
invalorables documentos inéditos, así como recortes periodísticos que fueron conservados por sus
hijos para la posteridad. Hemos leído detenidamente la correspondencia epistolar, de preferencia
las cartas dirigidas por el General Oscar R. Benavides al caudillo.
Son particularmente importantes los testimonios sinceros de quienes supieron guardar leal
y profunda amistad al hacendado norteño.
Valiosos igualmente nos han sido los datos proporcionados por algunos de sus más
acérrimos e irreductibles opositores, tal el caso del cuatrero Ramos, y de muchos soldados a los
que indagamos.
La verdad histórica se impone en todo momento. No pretendemos ofender ni zaherir al
Ejército Nacional, ni a sus cuadros de jefes, oficiales y soldados, quienes según supimos por boca
de los mismos sublevados fueron tan valerosos como los civiles que perdieron la vida en las
batallas. Exponemos hechos solamente.
Es posible que la reconstrucción peque en algunos tramos de incoherente o inexacta. Ello
se debe a que las innumerables acciones fueron aisladas y alejadas unas de otras. Cada una de
ellas es una epopeya distinta que puede no encajar con precisión en el esquema general de la
narración, que por otro lado resultaría interminable.
Debemos dejar constancia, así mismo, que hemos marginado el aspecto mítico -obra de
gente sencilla, admiradores fervientes de Benel y de sus hombres-, a fin de consignar una
aproximación real de la recia personalidad del protagonista de esta historia.
Hemos empezado nuestro relato por la muerte del rebelde. Creemos que de este modo
lograremos mantener la atención del lector en el resto de las secuencias, en algunas de las cuales
se describen encarnizados combates acicateados por un odio cerval entre antagonistas.
Los pormenores de la acción los hemos conocido a través de nuestras andanzas y
vagabundeos inquisitorios.
Es de admirar la gran memoria evocativa de Segundo Benel, a quien debemos por lo
menos el 60 por ciento del relato, cuando durante noches enteras nos hacía sus narraciones y sus
croquis. Al oír contar sus numerosas peripecias a los hijos de Benel, algunas veces hemos
derramado lágrimas, al tiempo que hemos admirado su bravura.
Para finalizar, queremos enfatizar que este es un trabajo humilde, sencillo como dijimos
al principio: Una versión histórica veraz desprovista de mayores méritos literarios. Los críticos
están en lo cierto cuando afirman que la historia no se hace a base de literatura, y nosotros no
tenemos calidad de escritores. Verdad de Dios.
Es nuestro afán, solamente, reivindicar en algo el buen nombre de Benel, tan caro en el
norte del Perú, al que muchísima gente le adjudica el honroso distintivo de el “Pancho Villa" de
Cajamarca, tan venido a menos sin embargo por las interesadas y falsas versiones que personas
mezquinas y falsas han difundido.
Quiera Dios que su lectura no resulte faena tediosa ni monótona.
EL AUTOR
Benel y sus hijos Castinaldo y Segundo Eleodoro
LA OCUPACIÓN
Corrían los tiempos del segundo quinquenio de la década de los años veinte. Aquel día,
durante muchas horas, se hizo sentir la gran tormenta aullando sobre los tejados. El agua de la
lluvia chorreaba copiosa por los canales de los techos e inundaba las calles, discurriendo por sus
mal delineadas acequias.
Un sedimento arcilloso y rojizo, era testigo de que aún mayor volumen de líquido había
corrido horas antes.
Las comunicaciones estaban maltrechas, cortadas e interrumpidas, y algunos caminos
intransitables. De la plaza subía el croar lacerante de una raza de sapos, pequeñitos y viscosos;
era un extraño cantar como si el herrero machacara fierro sobre el yunque, que de cuando en
cuando se interrumpía por un silencio breve. Era un cantar lamentable y monótono.
La lluvia sólo detuvo su fuerza devastadora a las nueve de la noche. A esa hora, con cada
tañido de los esquilones crecía el silencio. Chota se encontraba sumida en una calma sepulcral.
Nubes negras iban pasando raudas, como sombras fantasmales. La luna, al desflecarse
por desidia una de ellas, ágil se encaramó en lo alto, bañando de lleno la ciudad, tranquila por
naturaleza.
Tres hombres se encontraban en una habitación de piso enmaderado y carcomido,
fumando silenciosos y escuchando posibles ajetreos o movimientos de civiles o soldados por la
calle, a pesar del enorme ruido que producía un chorro de agua que abastece al barrio.
Sin embargo, la ciudad parecía dormida, pese a que no era muy tarde. Empero no
acontecía así. Chota no podía conciliar el sueño. Las gentes rumiaban sus penas y dolores sin salir
de sus aposentos, Vivían una vida tensa y agitada. Vivían una vida llena de temor, de maldad y
de furia.
Un hombre larguirucho y desgarbado con el sombrero metido hasta las cejas, ocultando
su rostro en gruesa bufanda de lana que rodea dos veces el cuello y uno de cuyos extremos pende
por la espalda, embozado en poncho habano sobre el cual aún resbalan muchas gotas de lluvia,
pasó por la calle a tranco largo, y subrepticiamente dobló la esquina. Miró con desconfianza a
uno y otro lado y tocó la puerta con ligeros golpes de nudillos.
- ¿Quién anda ahí? - Se dejaron escuchar voces casi despavoridas.
- Yooo, Anaya, Juan Pablo... Ábrame, por favor.
La vieja puerta chirrió al girar sobre sus mohosos goznes entreabriéndose ligeramente
dando entrada al recién llegado. Tras terciar al hombro el húmedo poncho y juntar con rápidos
movimientos de pie, el barro que acarreaba entre sus dedos, pegó fuego a un cigarro ayudado por
la mortecina luz de una lámpara de querosene y arrellanóse sobre tosca banca de tiras de madera,
a lado de un anciano de cara arrugada y muy duras facciones.
Al fondo de la habitación se advertía un burdo rótulo de papel amarillento donde apenas
se podía leer en letra de molde:
Bueno... ¿Qué hay de nuevo, Colombo?, dijo calmoso el viejo de rostro arrugado.
¡Ya mataron a Benel, don Niditas!
¡¿Queeeeeé?! - ¡Estás loco, hombre de Dios! -, preguntó parpadeando receloso el abuelo.
- ¡Cierra el pico! -, continuó.
Lo que oye usté, don Leónidas. Le han dado muerte. De esto hacen tres días, En su
hacienda Silugán. Aseguran que la persecución ha sido recia y ha intervenido mucha tropa.
¿Cierto?... Si Benel ha tomado camino para el Ecuador, hombre ¿Crees que es algún
memo? Al menos, ese era su plan, yo creo.
Le aseguro, seño cómo que horita es de noche. Ya lo han liquidado.
¿Qué te parece, Pushuco? -, preguntó el viejo Cevallos con no poco asombro y profundo
pesar a uno de sus compañeros de tertulia.
Carlos Vigil dio una tremenda chupada a la colilla de su cigarro y la estrelló con violencia.
Dos lágrimas grandes y redondas rodaron por sus mejillas. Sintió un escalofrío recorrerle el
cuerpo y odió con toda su alma al portador de tan fatal noticia.
Eleodoro Benel — sentenció —, al fin descansarás en paz... Tu fortuna, tu caballerosidad;
tu hogar y familia, todo ha ido al naufragio por causa de la revolución... Te han perseguido,
calumniado y te han acorralado. Tengan por inequívoco el hecho que no ha podido hallar siquiera
una cabaña donde refugiarse para salvar su existencia, amenazada como si fuera la de una fiera.
Ahora, en tus despojos se cebarán los buitres.
El dueño del cuartucho sentado detrás de la mesa que fungía de escritorio habíase quedado
inmóvil, como atornillado a la silla. La impresión que le causó la noticia de la muerte de Eleodoro
Benel le había dejado enmudecido.
CESAR ADRIANO SANCHEZ
Agente Judicial
Al cabo de algunos minutos pudo reaccionar brevemente, pero sólo para exclamar con
incontenida desesperación: - ¡Hasta dónde hemos llegado! ... ¡Esto es el colmo, caray!
Silencioso volvió a tornarse el despacho que olía a humo de cigarro. Sumidos en
profundos pensamientos, los cuatro hombres no atinaban a reanudar su charla. Y así se pasaron
varios, minutos.
Bien, señores, dijo Vigil, intempestivamente y atusancho su bigote. Mañana tengo que
salir temprano para Santa Clara y me voy... Mejor me hubiere ido ignorante de todo, hombres de
Dios; pero, en fin, tarde que temprano me habría enterado, y mejor que haya sido hoy... ¡Pobre
don Eleodoro! Hasta luego, Sánchez. Buenas noches, don Leónidas.
Cenceño, con su negro bigote, grandes y verdes los ojos, calzado con botas de cuero, se
retiró con cautela hasta la posada, igual cosas hicieron los otros contertulios. Tras ellos se cerró
la puerta del despacho con entrecortado rumor de cerrojos.
Ruidos de culatas de fusiles que chocaban las lajas de la vereda en la esquina de su posada;
escuchó don Carlos momentos después. Extrayendo del bolsillo interior de la chaqueta una vieja
y desteñida cartera sentóse al filo de su alcoba en el rincón del cuarto; escogió un retrato de entre
los muchos que guardaba y lo contempló largo rato sin proferir palabra. Por su afiebrada mente
pasaron con velocidad asombrosa los veintidós años que había laborado al servicio de Benel.
Afuera oyóse el triste pitar de un silbato, y los soldados armados que hacían la ronda de
rutina, volvieron a golpear con lento paso la calle silenciosa.
Aquella frígida noche provinciana fue fatal para él. Pasó en vela hasta la madrugada
recordando con profunda emoción sus andanzas con el sublevado, a estas alturas caído, viejo león
andino que poseyó un corazón de fuego.
Los diarios capitalinos y provinciales por convicción, miedo, por conveniencia o por que
recibían gruesos estipendios, cotizando sus columnas a tanto por centímetro, eran
contrarrevolucionarios; extendían horrendas noticias, así como excitantes referencias del que
calificaban —sin el decoro requerido por el menester de la información, y por voluntad del
gobierno— “Bandolero Benel y su Pandilla”. Esto escribieron para obligar de tal modo al régimen
a mostrarse cruel y para inspirar espanto a las gentes sencillas.
Propalaban nuevas y abundantes noticias sobre las ultimas batallas y escaramuzas
sangrientas. La toma de las plazas fuertes de Chota y Cutervo, focos revolucionarios, así como la
reducción de los “facciosos” eran los temas del día. En ellos, generalmente, el cinismo de la
expresión compitió con la inmoralidad del pensamiento. Confiaron en que el terror podía, imponer
el silencio a los pueblos oprimidos ya por las bayonetas.
Difundían peores informaciones y detalles sobre actos de pillaje, asaltos a mano armada
y asesinatos macabros que parecían cuentos de pesadilla. Al fiero Norte, habiendo sido golpeado,
había que humillarlo a mansalva. Sus boletines informaban que el bandolero tal o el malhechor
cual cometían atroces matanzas; que en los campos aparecían cuerpos salvajemente mutilados;
que habían hombres desollados por doquier; que se encontraban manos cortadas con dedos
tronchados para sustraerles aros, anillos o sortijas, y que no a pocos se les habían extraído las
vísceras para comérselas o dárselas de alimento a los perros.
En fin, aparecían comentarios obligados sobre las fechorías del terrible Anselmo Díaz,
bandolero a sueldo del oficialismo; sobre el romántico revolucionario Paulino Díaz que fuera
fusilado sin más trámites la madrugada de un catorce de julio, junto a su esposa y menores hijos;
sobre el espeluznante jolgorio que improvisaron años atrás los ebrios enemigos de Gervasio Díaz,
cuyo cadáver, colgado de pies a un añoso árbol de sauce, a sus salvajes contrincantes les sirvió
de blanco.
Los nombres de los Vargas Díaz, de los Vargas Romero y otras bandas beligerantes,
ocupaban cuatro y seis columnas con la narración científicamente hipertrofiada de sus hazañas e
incursiones. Sin embargo, sectores importantes de opinión, sobre todo la juventud de la república,
veía con mucha simpatía la causa de la revolución.
Las gentes de la ciudad paladeaban el acíbar de la derrota y eran presas del más infernal
de los pánicos. Se hallaba en manos de la soldadesca ensoberbecida con su triunfo final, la que
cometía muchos abusos, violaciones y ataques a la persona humana.
Se trató de humillar al desgraciado pueblo por todos los medios.
Juan Rivera Santander, amante de la broma gruesa que llegaba hasta el insulto, hombre
recio, talludo, de rostro enérgico y capitán de tropas, galleaba a diestra y siniestra pisoteando a
todas las gentes. Le apodaban con justicia “El Gallo”. Y cuentan que cierta vez envió con su
ordenanza, soldadito cetrino, a un conocido mercader, como regalo de cumpleaños, un azafate de
astas de toro, cubiertos con el mantel que cogiera de una casa pobre, y que el aludido, al enterarse
del contenido de la remisión, replicó el cumplimiento del soldado, con grave firmeza no exenta
de cortesía. Gran jinete, puesto que cabalgaba al estilo de los mejores hombres de caballería,
penetraba en las tiendas de comercio y en algunas casas particulares haciendo caminar a su corcel
sobre las patas traseras solamente, y repartiendo foetazos por doquiera.
Un capitán, César Vargas, arisco soldado que tenía arremolinada la mente por el alcohol
ingerido, aquella vez se encaramó tambaleante sobre la mesa de billar de un centro social de
Chota, bajóse los pantalones y arrojó su deyección sobre el verde tablero de la misma, entre
blasfemias y despropósitos. Este acto dificultó uno de sus ascensos en el Congreso Nacional.
Algo más tarde, culminó su desgraciada y ultrajante exhibición, disparando con cierto
orgullo su pistola y utilizando de blanco el viejo reloj de la iglesia de la ciudad. Círculos mohosos,
ampliados cada vez más por la herrumbre se contemplan hasta hoy en la esfera, y quedan como
una acusación contra aquel soldado que debió ser en sus buenos tiempos un excelente tirador.
Otros, en fin, y entre ellos un chalaco, solían llevarse puñados de billetes y sencillo de las cajas y
cajones de muchos establecimientos comerciales ante la perplejidad de sus dueños.
Los soldados armados hasta los dientes y seguros de su impunidad, cumplían fielmente
las órdenes y consignas dadas a la tropa de ocupación, en el sentido brutal de la palabra, El pueblo
los bautizó con el significativo remoquete de “Matachotanos” con que se les conoció por mucho
tiempo.
No faltaban gentes que, por inmorales, inescrupulosas, esperaban con cierta malignidad
la llegada de mayores dotaciones de tropa. Con mucho placer ansiaban ver el cruel espectáculo
de azotar a sus enemigos, afiliados a la causa de la rebelión derrotada, en las plazas públicas de
las ciudades.
¿Quieren gendarmes? - preguntaban con satánica sonrisa… ¡Allí están! La vida
desdichada y melancólica giraba en torno de una piltrafa de pan. Tras faltar el querosene, la harina,
el azúcar, la sal, y hasta la leña, aparecieron un poco más de veinte ¡cadáveres de civiles
asesinados en los tenebrosos pasillos de la residencia de D. Emelina Osores, hermana de uno de
los caudillos de la revolución, y que se hallaba convertida en cuartel general de las tropas
gobiernistas.
Años después fueron exhumados troncos, brazos, piernas, y cráneos, así como toda clase
de indumentaria, buena y mala, incluyendo sombreros, en el traspatio de la mencionada
residencia. La familia Osores, en su totalidad y todo su linaje de sobrevenidos, o allegados, a la
voz de orden de perfiles asombrosos de: “¡Ningún Osores, ni sus perros!”, a punta de bayoneta
fueron violentamente expulsados de la ciudad sólo con lo que llevaban puestos y sin más dinero
que el que portara encima uno que se está bañando. Esto aconteció en los días inmediatamente
posteriores a la acción de Churucancha - Chuyabamba que fue favorable a los gubernamentales.
Un grupo de íncolas de la bella Cabracancha, planicie de verdes saucedas, ribazo de
polícromos chacarales y azules florestas, contemplaban con gran contrariedad el cadáver de
Arturo Acevedo, que acababa de ser ejecutado sin sumaria en el cementerio nuevo de Chota por
las tropas gubernamentales.
Hora tras hora se mataba a los prisioneros civiles, y sin espera de proceso se les colocaba
frente a los pelotones de ejecución.
Las gentes andaban preocupadas, y muchos ciudadanos de pacífico actuar, al caer
víctimas del plomo homicida, se llevaron el secreto de la causa de su sacrificio.
A todas estas cosas se sumó la osadía que tuvo Padrón, un oficial de consistencia fofa,
que calzaba un grave par de anteojos con montura de oro, de cargar con una normalista, que luego
apareció muerta —suicidio decían— en uno de los hoteles del puerto de Pacasmayo.
Las mozas que con tristeza contemplaban subrepticiamente las desiertas calles de la
ciudad, cerraban con violencia las puertas y ventanas de sus casas, al ver aparecer a los grupos de
soldados.
Calzados de gruesas botas y pisando fuerte caminaban los oficiales, golpeándose una
mano abierta con el puño cerrado de la otra: Los destacamentos de la Guardia Civil, hicieron su
aparición por primera vez en los escenarios cajamarquinos.
Los centinelas de los cuarteles paseábanse con el arma al hombro por todo lo largo de la
vereda de la vieja casona que les servía de refugio, con el rostro ceñudo y la mirada lejana;
mientras que otros con postura académica se plantaban en las puertas.
No faltaban alegres y bulliciosas juergas de oficiales ahumados y menudearon los
escándalos de los subalternos díscolos.
Los pocos rapaces que podían llegar a las calles y plazas miraban con suma atención y
miedo a los soldados. Pequeños grupos de los mismos que hacían comentarios según su
mentalidad, eran dispersados por los guardianes de turno, calada la bayoneta.
La niebla plomiza cubría gran extensión del cielo de la ciudad y su hermosa e
incomparable campiña.
Había en ella reflejos de luto, llanto y desolación.
BENEL ACOSADO
Con la cabeza gacha, Eleodoro Benel detúvose repentinamente. Colocó el dedo índice de
su mano izquierda entre los labios y púsose a cavilar.
Se acercaba una jauría, corriendo, olfateando, cruzándose golpes y tarascadas a todo
momento.
Detrás de los perros venía un bandido fusil en mano que estremecía de frío, y desde lejos
se oía el ruido de un pelotón de asesinos del remoto Pimpingos.
Había viento fuerte, huracanado. Barría las nubes de un lado y aglomerábalas en otro de
la zona visible.
Eran los últimos días de noviembre, y estaban ya empezadas las precipitaciones pluviales.
Benel arregló la correa de su Savage y reemprendió la marcha. Sus hijos al escuchar la orden de
reanudar el viaje, continuaron también la caminata.
Iban escabullendo los bohíos cercanos y caminando a campo traviesa. El bronco bramido
del viento arreció. Les era casi imposible continuar la marcha.
¡Segundo! ... ¡Encárgate de ese perro! -, dijo Benel frunciendo los labios con gesto de
amenaza. Acababa de llegar a la carrera un perrazo que saliendo de una espesura densa se quedó
parado frente a él y sus tres hijos que huían.
Aulló terriblemente, llamando al resto de la jauría, para abalanzarse sobre sus presas.
-Perrito-, exclamó el joven con sinceridad. - Ponte bien con Dios … Una bala dirigida
con destreza a la frente del perseguidor, acabó con la vida de éste.
El estrépito de la detonación hizo amainar la tenacidad de la persecución. Más aún, la
desorganizó momentáneamente por completo.
Los Benel, por largas horas no habían quemado un solo cartucho. Y cuando ellos
disparaban … el tiro era certero.
El bandolero y los restantes perros desandaron lo andado retrocediendo durante una hora
un kilómetro.
La noche caía casi con lentitud y se hacía cada vez más tranquila y silenciosa. Las
luciérnagas como ojos gigantescos rasgaban de canto en canto la oscuridad del cielo.
Las provisiones de boca y armas escasean en los Benel que fugan. Eran sólo añoranza las
fiambradas de sus buenos tiempos. Y se aburrían de comer tan sólo cítricos.
- ¡Naranja y naranja! -, súbitamente furioso, barbotó el desgarbado Andrés con su rostro
terroso. - No tenemos otra cosa que comer... Y los días van pasando de largo. ¡Ah, malhaya una
canchita!
El viejo revolucionario comenzaba a refunfuñar. Era síntoma de que andaba contrariado.
El camino cascajoso, seguía largo, difícil e interminable. Por un puentecilio de tablas cruzaron un
pequeño arroyo que se arqueaba crujiendo y rechinando mientras burbujea.
El adolescente de tez morena, Eloy, huye casi ciego. No atina a dar paso. Eran más de
seis días de trepar pendientes, sortear malpasos, cruzar quebradas, atravesar senderos, talar
bosquecillos, y se encontraba muy rendido. Caminaba y caminaba agobiado bajo el peso de su
fusil, casi a tientas, -llegando a caer en una ciénaga, hundido hasta la cintura, pálido y
desencajado.
- ¡Me muero, me muero, hermano! … ¡sálvame! -, dijo con espanto que le roía el corazón.
El pantano estaba cuajado de exóticos juncales. Avanzó, entonces, unos cuantos pasos tratando
de salir al terreno firme, empero, se hundía más y más en la extraña y blanduzca tierra que
temblaba como gelatina, tenía la superficie moteada de un tono verde amarilláceo y la forma
elíptica.
¡Psss, dañado, horita te tiro de los pelos! ¡Valiente animal! -, amenazó Segundo, héroe de
la jornada y empezó a tironear del brazo del caído.
Pisando tierra dura forcejeó largo rato para, salvarlo de la trampa pavorosa ayudado por
ramazón y cuerdas. En los intervalos de silencio, entre las explosiones de los rifles, se oía el
chapoteo del joven y la succión de la ciénaga...
MUERTE DE BENEL
Atravesaban un largo campo de troncos cubierto de musgo frente al bohío de Jesús
Cotrina, compadre de Benel, evitando ser vistos por éste, que además, integraba la banda de
desalmados que acosan al rebelde.
Pero ya, Antonio, vástago del anterior y ahijado de Benel, había recibido horas antes,
seiscientos soles para adquirir ropas, alimentos, municiones y otros pertrechos que faltaban a los
Benel, y con el dinero en la alforja se encaminaba a Cutervo.
Acamparon en una derruida cabaña, cuyos maderos hervían en termitas. Cada uno de ellos
debía alternarse en el servicio de vigilancia y seguridad. Un rústico lamparín a querosina
diseminaba su luz escasa que no permitía conocer las caras de los refugiados.
Benel colgó su Savage en una estaca clavada en la pared, y en la soledad le acechó un
sentimiento de duda.
Era largo el camino, pensó, y quizá le faltarían fuerzas para cruzarlo, o tal vez si él
alcanzaría la vida. El poncho rotoso apenas protegía del frío a Benel… tenía. además, el firme
convencimiento que ahora solo jefaturaba una pequeña hueste de fantasmas.
Al día siguiente, la caminata se reanudó. Se encontraban ya en el Arenal de la Merendana,
situado entre Callayuc y Cutervo.
Los Benel oían venir desde lejos rumores de voces y ladridos. El jefe de los que fugan,
sobreponiéndose con mucha hombría espió con gran cautela y fría mirada. Era terrible ver cómo
apretaba sus arcadas dentarias, y, en su demacrado semblante sobresalían sus ahora prominentes
pómulos, mientras de sus nigérrimos y vivarachos ojuelos se deslizan gruesas lágrimas.
Las diversas bandas de acoso y aniquilamiento habían recibido datos de Antonio Cotrina,
el ahijado de Benel, que éste y sus hijos deambulan muy cerca atinando apenas a dar paso. Su
capitán, entonces, ordenó acelerar la marcha del pelotón en el que caminaban en desorden
cuarentinueve desalmados asesinos aguijoneándole con procacidad.
¡Allastá, Benel! … ¡De hoy no pasa! ... ¡Adelante, sino quieren morir como liebres en
manos de Benel! ¡Adelante!; gritó con alegría incontenida al avistar a Eleodoro Benel.
¡Bala con ellos o prendedlos!, continuó ladrando. Una descarga producida detrás en una
eminencia cubierta hirió en el muslo al viejo revolucionario, a una distancia de doscientos metros.
Desde este momento quedaba casi imposibilitado para caminar. Al sentirse herido
mortalmente, volteó con furia y apuntando con velocidad su carabina, se tumbó, hiriendo a los
dos primeros hombres que se le pusieron a tiro. Se encogieron igual que lombrices y dieron de
bruces en el suelo.
Arreglóse todavía el pasador del zapato que lo tenía roto y presenció con mueca de
contento como el resto de la jauría perseguidora se ocultaba con gran estrépito entre las malezas
del campo llano.
Hizo un gesto con la cabeza, que a las claras indicaba que aquello terminaría muy mal.
Cuestión de minutos. Era ya imposible eludir el acoso.
Los alzados eran cuatro y los perseguidores cincuenta.
¡Ah, cobardes!, exclamó rabioso.
Caminaba cojeando, pausado y gacha la cabeza, tocando con su raído sombrero de palma.
Con una mano ansiaba taponearse la herida del muslo por la que manaba sangre a borbotones y
con la derecha empuñaba su amiga fiel, la carabina.
Sonriendo con cierto alivio, se dirigió resuelto a sus hijos con palabras entrecortadas y
quebrada voz:
Hijos, hijos míos, pobres hijos míos... Me siento muy mal... Grave es el boquete que tengo
abierto... El caso está ya perdido. Es hora que vayan y vean por su madre y la familia … No las
desamparen... Antes de caer preso y humillado, prefiero morir. Y elevando sus ojos al cielo
agregó:
¡Señor, Señor... Con tu furor nos has consumido y a causa de tu ira nos has conturbado...
He cumplido con mi deber. Y de esto quedo satisfecho!
La Savage de Benel tronó aulladora y el plomo le destrozó el cráneo. Su cuerpo inerte
rodó por el suelo y sirvió de marco a una pequeña laguna, con cuyas aguas se entremezcló la
sangre del rebelde.
Esto aconteció un veintisiete de noviembre de 1927.
Mayor soledad no podía haber en torno. Mientras que los hijos obedeciendo consignas de
su padre tomaban el camino a la hacienda Jancos, cuyo propietario era un hombre del leguiísmo,
Edilberto Castro Pol, gran amigo de Benel; ninguno de los perseguidores, por terror, osó acercarse
al lugar donde se escuchó la detonación que produjo la muerte del caudillo de los sublevados.
¡Aún le creían vivo, y Benel era temible! Tras largas horas de espera, el capitán de los
cuatreros envió a viva, fuerza a otro de nariz prominente, poncho rojizo, que calzaba ojotas, para
que explorara el terreno. Este aceptó a regañadientes, porque sabía bien claro que en ello le iba la
vida.
Alejandro Fonseca, bandolero vallino, de las bandas de un tal Grimanez Berríos y
Santiago Altamirano, al principio con temor, echó una mirada cautelosa. Caminaba deteniéndose
aquí, parapetándose allá y frunciendo el entrecejo con frecuencia. Temblaba como si estuviese
con escalofrío y empleó en ello veinte minutos exactos.
La jauría aguardaba con pánico y el bandolero Fonseca no se animaba adelantar un ápice.
Finalmente, decidióse. Oteó matorrales, malezas y excrecencias, y como poseído de una
furia satánica corrió silenciosa y desaforadamente.
Contempló por brevísimos instantes el cadáver de Benel y le arrancó de un diestro golpe
de daga el aro de matrimonio, tres grandes sortijas de brillantes y una hermosa y pesada leontina
de oro, prendas estas que Benel usaba hasta para barbechar sus campos. También se llevó…
¡Horror! la piel y las uñas de los dedos de Benel. ¡Cayó el bandolero! ¡Ya cayó el ladrón! ¡Cayó
el bandido! -, aulló con rabia furiosa Fonseca, verdadero atracador, y sentóse a horcajadas sobre
el inerte cuerpo de Benel. ¡Estás vencido bandolero!
- ¡Rá, rá rá!-, exclamaron unidos los del pelotón, todos los bandoleros y auxiliares. Mucho
trabajo, meses de persecución, habían empleado hasta cazar al heroico combatiente
revolucionario que hiciera temblar desde sus cimientos a la dictadura de entonces.
Algunos salteadores boquiabiertos, otros con la frente arrugada, éstos con calma siniestra,
aquellos hechizados, los de más allá con las faces de estúpidos y no pocos alegres y socarrones,
iban acercándose a donde se encontraba tendido el cadáver del caudillo de los alzados.
¡Cayó Benel, cayó Benel, cayó Benel!
¡Rá rá rá! - exclamaron jubilosos por segunda vez. A pesar de su mestizaje se reconocía
en muchos de ellos un substrato estructural homogéneo con caracteres somáticos que los
aproximan a los hombres prehistóricos. En otros era factibles observar caracteres de la raza
sudpacífica, tipo andino, tales como estatura media, cabeza corta, braquicéfalos, grande y ancha
la nariz de dorso corvo, pelo duro y liso, escasa pilosidad en el cuerpo robusto y la cara, piernas
cortas y piel oscura.
El viejo y adinerado revolucionario de otrora yacía tendido en el suelo vistiendo tres
pantalones de dril sobrepuestos, de calidad corriente, una camisa de tocuyo rayado, un calzoncillo
viejo, rotoso y sucio, y los zapatos desgastados por las largas caminatas; eso sí, conservaba aún
ciertas alhajas, no obstante, el despojo que le hiciera el vil asesino Fonseca.
Llevaba, además, cruzados en bandolera, un par de lujosos prismáticos de conocida marca
alemana, de los que solamente usaba el Estado Mayor teutón.
EL CORTEJO
El cadáver del caudillo fue liado con cuerdas de cabuya y arrastrado sobre la tierra
desigual y llena de preduscos, prieta y cascoja, por largo trecho.
Sus labios acusaban un gesto sin importancia; y es que a Benel no le importó la muerte.
Se le arrastró luego por entre el follaje de unos arbustos, y por último, se le hizo cabalgar sobre
un viejo mulo negro. Con el vientre sobre la montura, bocabajo, los pies balanceándose a un lado
y las manos arrastrándose por el otro, era conducido el sangrante cadáver de Benel por mucho
trecho.
El pelotón de salteadores detuvo su marcha cuando el jefe ordenó hacer alto.
Ha pescao frío nuestro muerto… Hay que abrigarlo en una parigüela, murmuró uno de
los bandidos a la vez que impartía órdenes sus subordinados que efectuaban la marcha un poco
rezagados. ¡A ver, alistar una parigüela, rápido!
Media hora consumieron en este menester los salteadores hasta que la tuvieron presta.
Benel fue acunado en ella para ser poco a poco conducido a la ciudad de Cutervo, entre un
murmullo de voces, risas y un balanceo monótono.
Después de combatir duro con los guerrilleros en los altos de Sedamano, donde los
guardias se desconcertaban ante la agilidad de los grupos enemigos, cansados, exhaustos y
famélicos en grado tal que ni siquiera pudieron llegar a su puesto. En Callayuc, descansaban
hombres, todos echados, al mando del teniente Temoche, sobre la grama de la plaza del
poblezuelo.
Entonces, por las gredas rojizas del panteón vieron venir a la carrera a un hombre armado.
Se trataba de Jesús Cotrina, componente de las bandas que perseguían a Benel. Al llegar ante los
guardias se limitó a decir: ¡Benel es ya cadáver!... Están en el Arenal de la Merendana.
Toribio Temoche, oficial cetrino, bajo de estatura y con facciones de auténtico yunga
ordenó la marcha de su tropilla. Al llegar al sitio indicado, se limitó a constatar la muerte del
insurgente y asimismo que el cadáver estaba atado y listo para su conducción.
Entretanto, el oficial y sus soldados observaban los restos del revolucionario caído. Poco
más tarde se percató de que el bandolero de Pimpingos tenía en su poder las joyas de Benel; dio
órdenes secas, luego arrancó de las ensangrentadas manos del bandido el oro del difunto, y con
sonrisa de satisfacción las enterró en el fondo del bolsillo de su polaca verdácea.
Menudearon tragos de caña, no pocos fueron los brindis por la muerte del revolucionario
y en seguida se reanudó la marcha. La persecución se había convertido en cortejo. En las cercanías
de Cutervo, los soldados limpiaron sus botas y zapatos. Algunos que portaban sus jarros de fierro
aporcelanado, cogían el agua fría de un arroyuelo y la vertían en sus cabezas y caras de sus
camaradas, para lavarse.
El cadáver de Benel con las uñas largas y grises, lastimeramente expuesto al aire, producía
una pesadilla abrumadora. Arrullados por gemidos de la parihuela llegaron los restos del alzado
a Cutervo.
Y cuando el artefacto que portaba los despojos del infortunado revolucionario hizo su
ingreso a la ciudad en hombros de los soldados, ante la expectante consternación de la masa
citadina, el coronel Valdeiglesias, Comandante en Jefe de las tropas gobiernistas en campaña, en
gesto que le dio honra, desenvainó su reluciente acero y vestido de gran parada, dijo con mucho
respeto, palabras espartanas:
¡Te saludo, Benel y te venero!
La fúnebre comitiva desfiló silenciosa. En aquella gran plaza del frígido Cutervo, no se
veía otra cosa que un río de gentes tocadas de luto. Contemplaban el calmo paso del desfile sin
pronunciar palabra. El ídolo revolucionario norteño fue colocado, en un lujoso ataúd caoba,
sufragado por las autoridades gubernamentales y puesto en capilla en el templo principal de la
ciudad por breves momentos.
Cuando se dispusieron a cargar el féretro con dirección al cementerio, la doliente
concurrencia se hizo la señal de la cruz y rezó una oración. Los muchachos andrajosos y sucios
saltaron con audacia la tapia de adobe que circunda el camposanto y se instalaron cómodamente
para presenciar el triste espectáculo de la inhumación.
La abigarrada multitud tropieza a cada instante y cuando el desfile se detuvo delante de
lo que debería ser la tumba de Benel, sintió estremecerse sus pechos.
Muchos prorrumpieron en llanto. El ataúd del revolucionario fue introducido en su nicho
mientras el corneta del ejército interpretaba las melancólicas notas del silencio. Digno entierro
para un digno contrincante. Un hombre esmirriado y barbicano, embozado en su poncho
amaranto, abrióse paso por entre la multitud y arrojó con decisión un puñado de tierra tras el
féretro. Los altos jefes militares y el subprefecto de la provincia le miraron desafiantes, pero no
pasó nada, y el silencio cubrió la multitud.
¡Mártir es Benel, porque murió con inocencia!, exclamó sollozando una modesta mujer
del pueblo. ¡Sus huesos han de ser reliquias alguna vez!
En sus palabras se encerraba una tremenda verdad, que nos ha sido hasta hoy, por muy
escamoteada, desconocida.
Benel murió a los cincuenticuatro años de edad.
EL PLEITO DE LOS JEFES
El frío mordía penetrante y sobre el desastre iba amontonándose la catástrofe. Sentado a
lado de la ventana de su despacho se encontraba, fumando nerviosamente, el coronel don Manuel
E. Valdeiglesias. Arrojó la colilla de su cigarro y púsose a leer un manojo de papeles que los iba
firmando uno a uno. Terminada que estuvo su tarea, llamó con gran estridencia a su asistente y
éste gritó:
¡Número! ¡Númeroooó!, repitió con mayor violencia. Un soldado se presentó a paso
ligero y cuadrándose militarmente farfulló:
¡A la orden, mi capitán!
¡Busca al teniente Temoche! ... ¡Hazle presente que el coronel Valdeiglesias quiere
hablarle!
Bien, mi capitán.
Al cabo de algunos minutos, luego de inquirir en los cuarteles de policía, regresó el
soldado, dando aviso a su jefe que el teniente Temoche no demoraría en presentarse. Y cuando
estuvo presente, habló el coronel con feroz elocuencia: Bien, teniente Temoche... Lo he llamado
para decirle a Ud. que es su deber entregar las joyas que fueron tomadas del cadáver de Benel.
Sabe Ud. que reglamentariamente sólo el jefe de los batallones del ejército puede guardar esto
para dar cuenta a la superioridad.
¿Me entiende? Hablaba Valdeiglesias, haciendo restallar las palabras como tiros de fusil.
¡La joyas son nuestra, coronel!... Yo he cazado a Benel, tenga eso en cuenta.
¡No me replique, y entregue Ud. las joyas!... ¡Es una orden!, tronó el coronel ya
visiblemente molesto. El asustado oficial de rostro cetrino, empezó a forcejear con los juicios y a
sorprender con la flojedad de sus argumentos, ello no obstante se tuvo que proceder al remedio
heroico de entregar el botín muy disciplinariamente.
Valdeiglesias tomó en guarda las joyas de Benel lo que motivó la airada protesta del
coronel Antenor Herrera, jefe de las fuerzas policiales, quien argumentaba su mayor derecho a
retenerlas. Germinaron los dimes y reventaron los diretes, y en muy poco tiempo, se vino abajo
la gloria y el bien ganado prestigio de algunos jefes y oficiales. Es fama que a intervención de
otros militares subalternos no permitió que en posteriores ocasiones se liaran a golpes los
comandantes de las fuerzas, y que, transcurridos algunos momentos de primer encontronazo,
mirándose con precaución, visiblemente contrariados y en silencio se iban retirando uno a uno los
gestores y los interventores en este famoso pleito.
Largas discusiones siguieron al pleito de los jefes por cuestión de las joyas. Se decidió
finalmente entregarlas al hermano de Benel, don Heriberto, quien para evitar molestias y
complicaciones cuando le interrogaban los oficiales sobre su apellido y conexiones, temblaba
visiblemente de terror hasta el engomado cuello que usaba, exclamando con su cara ancha y
huesuda:
¡Bendito sea Dios... Yo no soy Benel... Soy Heriberto Benelli. Y es que la naturaleza de
los hombres es bastante complicada y que se debe tener en cuenta que nunca hay dos toros iguales.
Consolidado el triunfo gobiernista con la muerte del alzado Benel, el Ayuntamiento
cutervino, leguiísta cien por cien, a fines de mil novecientos veintisiete colocó en el pecho del
valeroso Valdeiglesias una medalla de oro en mérito a su labor en pro de la pacificación de la
provincia.
EN UN PRINCIPIO
La mañana era espléndida y clara. Una ligera brisa que soplaba levemente balanceaba
casi con tranquilidad el follaje de los altos árboles de nogal que se erguían verticales: el uno frente
a la puerta de entrada del gran bazar que poseía Benel en La Samana, y el otro, frente a la salinera,
donde despachaba a un tumulto de gentes de los alrededores, con parsimonia e inclinado
ligeramente adelante, un joven de incipiente calvicie, Carlos Amadeo Vigil.
Allí vivió instalado y al servicio de Benel desde los primeros meses del año mil
novecientos, y había sido contratado como Administrador del fundo, maestro y contador.
En aquel gran patio no se veía otro arbusto. Abundaba un enano pastizal verde, salpicado
de juanalonsos, verbenas, chamicos y llantenes que crecían sobre la tierra apisonada y sequiza.
Casi a diario se oían diálogos curiosos, exigencias o peticiones apremiantes; cada uno
está obligado afrontar su vida de manera diferente; cada hogar constituye un universo distinto y
multiforme es el correr de la vida, esto lo palpamos a diario; empero la vida también es policorde,
y todo esto constituye ya un axioma.
Ño Carlitos, ño Carlitos... Onde mío no me ha despachao usté, ni la ha apuntao en mi
libreta... No sea malito, ño Carlos; Tengo velorio hoy día, de mi cholito, que se ha muerto con el
tabardillo. Despácheme usté breve,
-Allá te va tu ración, cholo, y vete con Dios. Saluda a la Pascuala. Tres varas de vichi y
seis de tocuyo de a veinte, pedía despachar otro.
Sal, azúcar, coca y aguardiente, patrón, exigía otro.
-Un cajón de muerto, pedía un tercero.
Y tantos años vivió allí aquel caballerete, que se decía hasta haber tejido su idilio con una
fresca campesina.
Recorría todos los oscuros rincones de la casa hacienda, desde la madrugada hasta la
noche, cuando no estaba entregado a las arduas tareas de la contabilidad general, o a la enseñanza
de los Benel menudos, o al recorrido para ejercer contralor y efectuar balances anuales en los bien
surtidos bazares que Benel poseía en Bambamarca, Chota y Santa Cruz,
-Oye, ratón ¿qué haces allí? ¿Qué hueles? ¿Qué has guardado?
¡Largo de allí!, - casi enojado cuentan que se volvía hacia un chicuelo campesino
pitañoso, que en mangas de camisa husmeaba por las porquerizas y que después sería uno de los
grandes fusileros de Benel, donde gruñían produciendo infernal ruido, más de doscientos
chanchos de fina ralea.
Ñade, ño Carlitos... Estabay aguaitando los coches.
Vete a llamar al cholo Blas, el porquerizo ¿Le conoces? Se lo necesita aquí para que cure
a los chanchos que se han mordisqueado ¡Corre!
En el atiborrado bazar, donde atendía personalmente don Eleodoro, había un hervidero
de gente haciendo compras. Circulaban, iban, venían y tornaban conversando sus problemas
íntimos, a través de la amplia acera con piso de madera, orillada de una luenga blaustrada que
recorría hasta el comedor.
Los samaneros se cruzaban de rato en rato, portando ya sea útiles de cocina, artefactos de
comercio o víveres para la manutención de los Benel y sus trabajadores.
Cuatro mujeres chaposas y melenudas, moradoras de los llanos y chacarales, así como de
las laderas vecinas cubiertas de vegetación, oficiaban de cocineras y estaban prontas para atender
a los niños, a los jóvenes y a los visitantes o viajeros que por allá pasaban una temporada o
solicitaban asilo en la casa de “El Triunfo” que así también se llamó a La Samana.
La cocina comunicaba con una amplia despensa, por un lado, y con el comedor por el
otro. En este último compartimiento se veía una larga mesa tallada y muebles pulidos en
profusión.
Delante de la colina de Changasirca, de suave pendiente y recubierta de pasto y maleza y
frente al patio trasero de la casa hacienda se encuentra un terreno llano con muchas cercas, en el
que abundan los eucaliptos que chirrían al mecerse con el viento, algunos álamos, alisos y arbustos
propios de la zona templada del Ande.
La capilla con su alta cumbrera y su portón de tosca labradura, sólo se abría para el rezo
del santo rosario sabatino y los días de gran jolgorio, es decir, cuando se celebraba la fiesta de los
santos patronos de la hacienda: Nuestra Señora de los Remedios y el Señor del Milagro; o el
cumpleaños de los propietarios —padres e hijos— ocasiones en las cuales era infaltable la
presencia del cura santacruceño y su bendito sacristán, quienes llegaban cabalgando tras cuatro o
más horas de duro trotar.
Acompañado por el traqueteo de sus vetustas ruedas y envuelto en nubes de polvo
aparecía de cuando en cuando, por un recodo del camino que conduce a Yauyucán, un veterano
carretón cargando alfalfa para alimentar a centenares de cabezas de ganado vacuno, caballar y
mular que Benel apacentaba en Sus praderas extensas.
El troj de la hacienda, cerrado y oscuro a pesar de sus dos ventanucos, estaba siempre
repleto de granos. Era un gran departamento que hacía honor a su nombre. Las rubias mazorcas
de maíz se podían admirar a montones, amén de infinidad de otras simientes. Tenía también su
larga balaustrada de torneados balaustres.
Un cuartucho que servía de calabozo, adyacente al granero, casi siempre se le veía vacío:
uno que otro cargante borrachín el martes de carnaval, o uno que otro cholo que zarandeaba duro
a su consorte.
En la carpintería y maestranza, gran compartimiento al cual daban acceso tres puertas,
había un tosco banco de carpintero con tornillo de hierro, un viejo yunque de herrería, su
respectiva fragua con fuelle, en cuyas palancas se veían las iniciales de Eleodoro Benel marcadas
al fuego. Diversidad de herramientas, instrumentos y materiales propios para el desempeño de la
carpintería y herrería, se veían alineados unos, y colgados otros en sus correspondientes ganchos.
En torno al banco y al yunque se encontraban siempre un par de fornidos cholazos,
serrucho en mano el uno, tenaza y martillo en ristre el otro, acompañados de sus respectivos
ayudantes o segundos, hombres jóvenes que trabajaban saboreando su faena y mirando de soslayo
a las chinas que pasaban por las puertas.
La enorme sala de recibo de los pisos bajos, con una bien labrada puerta y sus ventanales,
también se abría en ocasiones de fiesta. Diversidad de muebles finos, amén de grandes retratos
ampliados de familia, colgaban en las paredes de la sala sumida en la penumbra. Una artística
araña ornada de relucientes prismas de cristal y que funcionaba a querosina, pendía del centro del
cielo de la pieza.
El piso era entablado y revestían las paredes papeles de espaldar azul adornados con
caprichosos motivos negros.
Una rústica y empinada escalera provista de su brillante pasamano, conducía a los pisos
altos, que sólo estaban edificados en la parte central del pabellón de construcciones. A la izquierda
y en el extremo existían cinco dormitorios, el de los esposos Benel, y los de sus hijas.
Al centro de los pisos altos existía una segunda sala de recibo, casi igual a la de los bajos
y en el extremo derecho se encontraban los dormitorios que en número de tres, servían para los
jóvenes Benel.
Todos estos compartimientos comunicábanse entre sí, y el último dormitorio de éstos, por
medio de una portezuela desembocaba en un gran balcón corrido, característico de las tierras altas,
que miraba al patio trasero e igual a otro existente en el patio principal de la casa hacienda.
Del posterior balcón se avistaba la pequeña planicie, los setos, arboledas y la eminencia
de Changasirca.
Las habitaciones se agrupaban formando un solo y gran pabellón en forma de cruz griega,
uno de cuyos extremos, en el brazo superior, estaba dado por la capillita, y el otro por la despensa;
siendo el extremo inferior el sitio donde se encontraba la maestranza, en el primer piso, y los
dormitorios de los muchachos en el segundo.
Trabajo no faltaba en La Samana. Habían gentes que desempeñaban todas las labores:
unas fregaban y barrían el piso: otras limpiaban las manijas de bronce de las puertas; quienes
limpiaban el polvo de los cristales de las ventanas, quienes barrían las escaleras con escobas de
pichana, y nunca dejó de haber cholos que rajaban, a hachazo limpio, gruesos troncos de eucalipto
para proveerse de leña seca que alimentara las hornillas de la cocina.
Mientras unos araban el suelo, barbechaban o sembraban las simientes, otros se
entrenaban en el manejo y limpieza de las armas, otros lavaban la vajilla o aseaban la capillita en
la víspera de la llegada del cura cruceño para las misas de onomástico, los bautismos y
casamientos en serie de toda la población samanina.
Sembríos de maíz, papas, arvejas, frijoles y cebada, más otros productos jalquinos ora
verdes ora amarillentos según la época, rodeaban esta colmena de trabajo. Las abundantes
cosechas abastecían al paupérrimo centro poblado de Santa Cruz de Succhabamba de pocas tierras
feraces, al de Chota y no pocas veces al de Hualgayoc Mercaderes Chiclayanos, Chongoyapanos,
Sanmiguelinos, Llapinos, Sanpablinos y de otros distritos no faltaban en La Samana para adquirir
reses y otros ganados de la heredad.
Guardaba Benel gran veneración a su madre, doña María Zuloeta, cuyo enorme retrato
encuadrado en artístico marco pendía en lugar central y visible de la sala del piso bajo; como que
de ella heredó el extenso fundo de La Samana.
Cuando contemplaba con recogimiento aquella reliquia, rememoraba cierta vez que su
madre, acatando órdenes del jefe de la familia, el viejo Andrés, le había dicho con voz dulzona y
tirándole de las orejas:
- Me han dicho que te dé una buena paliza, porque eres demasiado malcriado y
desobediente… Pero, creo que te vas a componer ¿No es cierto?
- Sí, mamita, le contestó en aquella oportunidad Benel siendo aún niño.
- Bueno, entonces piénsalo dos veces cuando quieras hacer algo malo. Algún día y pronto
serás ya hombre mayor, y es bueno que vayas entrando en razón.
Benel heredó también de su madre el humanitarismo y la filantropía, caracteres innatos
en las personas. Era muy caritativo y un católico ferviente, cualidad que supo inculcar a sus hijos,
con la eficaz ayuda del maestro Vigil, en toda la línea.
-Mi madre era una gran vieja, exclamaba lleno de regocijo y cruzándose de brazos al
caminar por los patios de la casa hacienda en sus nocturnas y cuotidianas tertulias con Carlos
Vigil.
Del padre heredó la contracción al trabajo, la constancia y la perseverancia, así como la
bravura; por que Benel era corajudo hasta el límite máximo y en su iracundia llegaba, inclusive a
perder los estribos; pueden asegurarlo así los que le conocieron. Este hombre poseyó un corazón
de fuego... Y no podía ser de otro modo para vencer las asechanzas o la persecución desembozada
de aquellos tiempos felizmente superados.
La inmediata inferior —siguiendo costumbres ancestrales— en el manejo de los negocios
y hacienda era la esposa de Benel, doña Domitila Bernal, cruceña legítima, exorcizada, oleada y
sacramentada por cura cruceño.
Se levantaba muy de mañanita y luego de su rezo matinal, impartía órdenes en voz baja a
las samaneras.
- ¡Ay, mi Dios, dame paciencia!, cuentan que solía exclamar casi colérica cuando pillaba
a los samaneros con las muchachas de la cocina en picarescos ademanes o caracoleos amorosos.
- ¡Sabina, vete a tu cocina! Y la muchacha de sonrosadas mejillas y exuberantes formas,
cabizbaja, debía encaminarse al lugar indicado.
- ¡Tú, Ezequiel... A segar alfalfa, cholo haraganazo, inútil, galiparlo! Se dice que éste era
vástago de Carlos Vigil; por lo tanto hermano de don Adolfo.
Doña Domitila Bernal, era ama y señora del fundo Achiramayo, que con su matrimonio
vino en anexarse a la Samana.
Eleodoro Benel poseía, además, grandes fundos ubicados en la zona norte de la provincia
de Cutervo, limítrofes con el Chamaya, Sedamayo y Silugán.
Canciones de iglesia entonaban los Benel, hijos, todos a coro en la capillita de la hacienda
cuando había fiesta de cumpleaños. Como numerosos eran los hijos de Benel, variadas también
eran las canciones que interpretaban ayudados por don Carlos con su voz de bajo. Se decía misa
con sermón, estallaban cohetes, danzaban las pallas, no faltando la alegre diversión de la vaca
loca, almuerzo general en pailas para todos los trabajadores consistente en tamales, sancochado,
papa con cuy y botijones de chicha. Y como fin de fiesta, alegre baile en los salones del fundo
con los señoritos de los pueblos aledaños.
Durante todo el ciclo solar se celebraban santos: en mayo había uno, (el 6) de Segundo
Eleodoro, en abril (6) de Lucila, Julio (19) de Eloy Edmundo, en setiembre (5) de Andrés,
setiembre (16) de Donatilde, setiembre (13) de Margarita, setiembre (10) de Demetrio, octubre
(3) de Armandina, octubre (18) de Esther y diciembre (1) del pequeño Aníbal.
Muchos años [atrás], Benel se encontraba cursando el segundo año de instrucción media
en el Colegio Nacional de San Juan de Chota.
Por uno de esos azares del destino, un buen día por la tarde desaparecieron de la sala de
clases, tres mozalbetes audaces, dejando libros, cuadernos y todos los bártulos propios de gente
estudiosa; sin mayor consentimiento de sus padres y tras caminar seis días a pie se plantaron en
Chiclayo con el fin de buscar trabajo. Los tres socios eran Celso Guerrero, “Chusho Bances” y
Eleodoro Benel.
Aires de montonera encontraron estos jóvenes en la capital de Lambayeque, pues el
coronel pierolista don Teodoro Seminario y un señor Orozco, se hallaban sublevados. Con
inquebrantable fe y una ciega confianza en sus fuerzas, solicitaron y obtuvieron su alta como
soldados.
Oyeron el silbido aciago de las balas cruzárseles numerosas veces por las narices y
batallaron con fervor en Huajrajero, Chusgón Yuracpirca, Araqueda, en Hualgayoc y en Chota.
Después de algunos meses ya se le ve a Benel vestir el uniforme de teniente de
montoneros. Con este grado desempeñó el cargo de ayudante del coronel Seminario. El era pues
solícito encargado de hacer cumplir todas las disposiciones del jefe.
La montonera de Seminario vivaqueaba en Chota, escasa de víveres y sin blanca; por lo
que el jefe dispuso el apresamiento de algunos ciudadanos notables adversos a la causa, así como
el de otros adinerados, con el fin de imponerles cupos. Cayó entre ellos el cura Francisco de Paula
Grosso, párroco de Chota, y que después ocupara el solio episcopal de Cajamarca.
Cada exigencia del teniente Benel era contestada por una rotunda negativa del cura:
¡Suéltenme, bochincheros! exigía el sacerdote. ¡Reclamo respeto para un ministro del
Señor!
Primero, curita, el cupo, dice el coronel... Sino ¡Nones!
¡Déjenme libre! ¡Con los sacerdotes no se hace esto, poseídos del demonio!, pero seguía
el curita fregando el piso del cuartel y barriendo por varios días.
Es la orden, señor cura. No hay plata, no hay libertad. ¡Ya lo sabe!, Al clérigo le valió su
testarudez. Pero, mal hicieron según muchos pareceres y de buen juicio, entrando los montoneros
en líos con los curadores de almas. Al fin y al cabo, sólo consiguieron arrebatarle una hermosísima
mula blanca, de buen piso, suave y de gran alzada. Excelente, puesto que mula de sacerdote era.
Cuando Grosso vistió ya hábito de obispo, se acordó de Benel y no quiso saber nada de
tal terrateniente. Nunca le olvidó, y al hacer sus consabidas visitas pastorales por Santa Cruz y
Ninabamba, jamás pasó por su fundo.
Una frígida noche chotana asomaba por la ventana de la vieja habitación donde jugando
la pinta, se despellejaban Benel y el médico Coronado, de afamada habilidad profesional. Los
dados rodaban presurosos una vez y otra y otra, sobre un mantel listado de dobles perfecto y
cubriendo una pequeña mesa. El testigo dormitaba a la temblorosa luz de una bujía, y de rato en
rato asomaba la cabeza por encima del embozo de la bufanda para escuchar con cierto desasosiego
las tan temerarias apuestas.
Los dados constituyeron el gran vicio de Benel ¡Cubículos y cubilete!
Aquella noche anduvo con suerte. El médico tras duro batallar, perdió nada menos que
una bien surtida tienda de comercio en el primer tercio, sus joyas en el segundo, y sus restos en
el último.
¡Quédese, doctor, con sus restos!, exclamó Benel con socarronería. Déjeme lo demás.
Todo es mío.
- ¡Gracias, Benel!, dizque exclamó el médico, cuya figura, nada agradable, se movía
inquieta, de un lacio para otro en la temblorosa luz de la bujía, mientras que con la mano derecha
se ajustaba el nudo del corbatín. Su cabeza calva, grande y de pelo escaso, reflejaba los fulgores
de la mortecina luz.
En los poblados vecinos, gozaba Benel la fama de ser apostador y pintista redomado.
Caminaban tras él, legiones de curiosos, burropiés o ganchos para el amarre del juego, expertos
en chanchullos, y, tahúres pueblerinos tales como: “Mosco” Verástegui, Fidel Orrillo, el tuerto
Cabrera, Manuel Cieza y otros crúceños, chotanos, bambamarquinos, chiclayanos; no faltaba a su
lado abundante fauna de sinvergüenzas y vividores, que pasaban grandes temporadas a costillas
de Benel, gentes que cuando se sentaban a los festines devoraban tanto o más que Sardanápalo,
Heliogábalo o Nerón.
***
Enorme lote de madera del bosque de Santa Rosa de su propiedad colocó Benel durante
tres meses consecutivos, y a lomo de caballo, en la ciudad de Cajamarca.
Hallábanse en plena edificación del mayor, hasta ese entonces Centro Escolar de aquella
ciudad. Como le fuera tomada solamente madera escogida. Benel encontrábase aquella tarde
pensativo, casi colérico con una copa de licor que se había hecho servir, en la mano, cuando
ingresó a la habitación donde se encontraba en sus cavilaciones el R. P. Teodoro Bermejo, a la
sazón prior del Convento de San Francisco, que también se hallaba en construcción.
Despierta, hijo. Estás quedándote dormido, dijo con dulzura el franciscano.
Buenas tardes, y adelante reverendo padre ¿Cómo está Ud.? Pensaba nomás, padrecito.
Pensaba. Apresuróse a decir Benel, limpiándose el sudor de la frente con un pañuelo. ¿En qué
puedo servirlo, padre?
Quiero saludarte bien, darte mis bendiciones y también tengo conocimiento que dispones
de una cierta cantidad de madera sobrante de tu contrato con los constructores de la escuela, dijo
el humilde hermano de San Francisco de Asís.
- Sí, Reverendo. Es cierto.
- Bien ¿Por qué no me la vendes, hijo?... Yo la necesito con urgencia. Es para terminar la
construcción de nuestro convento.
- ¡Es suya, padre! ¡Llévesela toda!, apuntó Benel con regocijo.
- ¡Pero regalada, eh, regalada! ¡Con esto creo pagar ciertas cuentas pendientes que tengo
con la Santa Madre Iglesia -, agregó recordando talvez la forma como había tratado al cura Grosso
en su mocedad!
- ¡Gracias, hijo. Dios te dé largos años de vida, y que su santa misericordia vea siempre
por tí, hijo! ¡Muchas gracias!
Benel entró de golpe en el número de benefactores del Convento de Cajamarca. Asimismo
obsequió todo el maderamen del templo de la ciudad de Santa Cruz y contribuyó con su dinero al
progreso y embellecimiento urbano de la misma en aquel entonces.
Las mozas y los muchachos formaban corros durante el recreo. El rostro severo del
maestro “El Viejo” como le llamaban las chicas, vigilaba sin perderles de vista en sus juegos y
travesuras, a la par que les enseñaba con fe.
Con notoria intención de molestarle, que para eso están hechos los educandos, lanzábanle
ciertas indirectas que el maestro pretendía no oír.
- Juguemos en el bosque mientras el viejo lobo no está...
¡Lucilaaa!, llamaba con voz ronca el maestro.
- Don Carlos, replicaba la chiquilla.
- Ya estás yendo a curarte esas manos llenas de arañazos … ¿Qué has hecho?
- Nada, don Carlos... No me duelen, argumentaba despreciativa.
- ¡Diez azotes y arrodillada contra la pared! ¡Ya sabes!... ¡Una hora!, amenazaba.
El maestro agitando una campanilla daba por finalizado el recreo cuando llamaba: ¡Niños:
al salón!
Reunidos en la única aula de la escuela de la hacienda se encontraban todos los Benel,
hijos y otros chiquilines emparentados con ellos: Régulo y Rómulo Vargas, de Ninabamba,
Alindor y José del Carmen Cabrejo así como otros vecinitos. Para azuzarlos en su aprendizaje
hilvanaba comparaciones, y decía, por ejemplo: No hay caso, el mejor alumno que he tenido,
tanto en conducta como en aprovechamiento, ha sido Castinaldo... ¡El único!, exclamaba don
Carlos con admiración. Ustedes, les decía, al resto de chiquillos, son una tanda de completos
borricos… Jumentos, con orejas y todo.
A ver, Segundo Eleodoro continuaba, ¿Qué es la luz?
- La luz es... Bueno, la luz es...
Los escolares escuchaban con respeto y miedo al maestro Vigil cuando estaba colérico.
Pues, era sabido que la vez que los cogía, previo ultimátum, los retorcía a su modo, dándoles las
más de las veces unas cuantas nalgadas bien puestas o de seis a ocho azotes, cuando más.
Golpeaba insensiblemente su varilla de sauce con fruto de choloque incrustado en la
extremidad en sus huesudas rodillas agresivas empezaba a corregir al muchacho en coro.
- La luuuz... es un agente físicoooo que ilumina y nos permiteee.. . la visioón de los
objetoooos ... que nos rodeannnn, terminaba con fuerza.
- Veamos ¡Donatilde... A la pizarra! La chica, dicen, salía bostezando y cubriéndose la
boca con el puño cerrado, cogía un pedazo de tiza, dirigíase al pizarrón y empezaba a liar entre
sus dedos las tripas de la mota.
- Escribe un quince avo.
La chiquilina garabateaba a duras penas sobre la pizarra una cifra, al parecer, Cinco,
contrahecha e inclinada, precedida de otros signos muy similares a los caracteres egipcios.
- ¡Eso es un cinco y en seguida un rasguño de gallina, hijita linda!, tronaba ya el maestro
con rabia. ¡Un quince avo, te he dicho!
Tornaba a dibujar otros rasgos indescifrables y entonces era invitada a sentarse. La
mocosilla se retiraba a su carpetín haciendo un puchero para llorar.
- Yo, señor
- Yo, señor.
- Yo, señor Vigil, gritaba Rómulo Vargas levantando la mano.
- Pchssssst ¡Hablen más bajo, niños! ¡Silencio!
En el fondo de la escuelita se veían grandes retratos de Castilla, de San Martín, de Bolívar,
de Piérola y uno nuevo de Billinghurst. Todo esto relataba Segundo Benel.
Los jurados examinadores eran nominados especialmente y venían desde el poblado de
Santa Cruz a lomo de jacas samaninas que se les enviaba el día anterior. En Santa Cruz se
suscitaban fuertes disputas, entiéndase bien: disputas, y cada cual movía lo suyo para hacerse
nombrar miembro del jurado. Era sabida la magnanimidad de Benel, y era fama, asimismo, que
todos los Benel eran manirrotos de cuentas.
Los examinadores se aburrían tomando examen a los flacuchos Vargas, quienes de tanto
saber cometían yerros, a los Benel, hombres y mujeres... y terminaban otorgando diplomas a todos
los alumnos, así como otros premios, con gran contentamiento de los viejos y pese a las
escaramuzas y refunfuños del maestro Vigil, que no veía con agrado aquellos indebidos honores
a tales méritos. Un hombrecillo torcido y desgreñado era casi siempre el presidente del jurado.
Castinaldo, el primogénito, y Segundo Eleodoro fueron enviados al Colegio de Chota en
busca de nuevos aires de cultura. Su maestro los presentó a pruebas de revalidación, y resultó
Castinaldo asombrando al conjunto de jurados. No quedó atrás el colorado Segundo Eleodoro.
Terminado su cuarto de secundaria —antes Instrucción Medía— y después de muchos
ajetreos para los que no estaba hecho, menos dispuesto, el joven Castinaldo, de fisonomía muy
cercana a la de su padre, logró su ingreso en la antigua Escuela de Clases de Chorrillos, obligado
por sus mayores para seguir la carrera de las armas. Allí le fueron extraños la vida regimentada,
el burdo uniforme de jerga gris, el apretado correaje, la mala alimentación, la disciplina y más
que todo, el hecho de no estar acostumbrado a recibir órdenes de nadie.
Cuentan que, por no caer muerto de risa, se asió a la aldaba de una de las puertas del viejo
local de la Escuela, cuando un cabito, serrano del Centro él, flacucho, prieto, enfermizo y regañón
le ordenó cierta vez: - ¡Uye, tí: undi ti paras, no ti muivis!... ¡Oístes!
Castinaldo se carcajeó con áspera risa, según se cuenta.
Un puntapié en los fondillos fue la réplica del cabito, enfundado en su uniforme de jerga
gris.
Desde allí, Castinaldo comenzó a mirar afanoso puertas, ventanas y tapias, en procura de
la calle y, entre gallos y medianoche voló, dando su mortal naturaleza en el fundo La Samana, a
donde llegó caballero en brioso castaño de media sangre, acompañado de veinte cholos que habían
salido a recibirlo, y cuyos cabecillas eran: el Tuco Vera, los bravos Asenjo, Eduardo Mego y
Neptalí Roncal.
• • •
Era administrador —después de que lo fue José Félix Novoa— de un elegante bazar
situado en la plaza principal de Bambamarca, Aurelio Acuña Villanueva, hombre de talla media,
cara morena, surcada de algunas incipientes arrugas, moteada de lunares, bien afeitada y con la
mirada dulce, de vida quieta y reposada, piadoso y honesto.
Con este bazar tenía don Eleodoro otro adyacente a cargo de Mercedes Villanueva,
Papamesche, sastrecillo e imaginero pueblerino, cuyo infalible método consistía en inquirir la
edad del recurrente y luego extraer de su bien conservado archivo el molde adecuado para tal
cliente, ya sin darse el lujo de gastar inútilmente el tiempo en tomar la respectiva mesura.
La tienda de Chota la regentaba Julio Cadenillas Gálvez, de buena jaez de familias,
pariente a la sazón de Vigil, hombre moreno, calinoso, de poco temperamento, pero eso sí,
magnífico escribiente.
El bazar de Santa Cruz, tenía como jefe a un hombrecillo con cara de mosca que respondía
al nombre de Mardoqueo Calderón.
En la Samana, “El Tambo” según le llamaron los campesinos, estaba atendido por el
mismo Benel, que a veces era auxiliado por Vigil, cuando no tenía ocupación en la salinera, en la
escuelita o en la contabilidad.
En Silugán, fundo de la ceja de montaña en el caluroso valle Chamaya, la tienda estaba
encargada al rumboso joven Castinaldo, primer vástago de Benel. Muchas se sorprenden, otras se
irritan y algunas personas estallan en estrepitosas carcajada cuando les cuento lo ocurrido durante
la ceremonia del bautizo de mi hermano Adolfo. Castinaldo, en representación de su progenitor
apadrinó la ceremonia; hubo profusión de luces y de invitados, el baile fue realmente versallesco
según el medio, e buffet abundante, y el padrino arrojaba esterlinas y peruanas así como soles de
nueve décimos en forma tal, que hasta la linda madrina —Raquel Orlandini Verástegui mocita de
unos catorce años—, no vio inconveniente en guardarse algunas en el bolso, recogiéndolas del
suelo. La mayoría, la casi totalidad de las personas convidada al bautizo, coinciden en señalar que
ni siquiera llegaron a sentir las ondas de un furioso movimiento telúrico que se produjo aquella
alegrísima y ya lejana noche.
De gran estima por los hacendados gozó el señor Vigil, para don Eleodoro, Vigil era una
especie de caballito de batalla, un sábelotodo y arréglalo todo. Para la mestizada de los peones y
arrendadores del fundo, fue Vigil “cuñado de don Heriberto Benel”. En realidad, era sólo primo
de Domitila Vigil, que así se llamara la esposa del hermano de don Eleodoro Benel.
Para los muchachos, “el viejo Vigil”, retoño de tricentenarias familias de Chota, aunque
pobre de solemnidad, era el consejero, el amigo fiel y sin dobleces, el guíe el asesor diríamos
actualmente.
Se hizo el hombre indispensable, el factótum, a la vez agricultor, veterinario carpintero,
remendón, latonero, calafate, contador, abogado, ecónomo y hombre de armas. Se desempeñaba
en todo con eficacia y su patrón tenía la seguridad plena de que un hombre de tal raza resista los
rigores de la vida campesina.
Oficiaba tan pronto de capataz de campo, como maestro de capilla o maestrescuela;
representante de la contrata para el enganche de peones que Benel tenía en Cayaltí o tan presto
como contralor de las tiendas, a las cuales visitaba anualmente con Castinaldo y Segundo, hecho
ya contador en Lima, precedidos de mucho boato y con algunos hombres de armas, no menos de
seis, que acompañaban montándoles la guardia.
Triste y desventurado oficio desempeñan muchos ciudadanos en lo que respecta al tráfico
de trabajo humano, en el llamado “socorro de peones” a los grandes principados costeños; y
aunque tales palabras no suenen poéticas, ello, no obstante, son realidad. Estos modernos negreros
abundan hoy en día en todo el Perú, se han enriquecido a costa del sudor de los hombres que
explotan a sabiendas o no; pero se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que era un negocio
lícito por aquellos tiempos. Todos los hacendados del Ande lo practicaban... ¡Todos! sin
excepciones, además que solían poseer calabozo y hasta su propia fuerza armada.
Benel tenía gran visión para emprender los negocios. Era importador directo de variedad
de mercaderías de grandes firmas así europeas, así americanas. Su magnética personalidad, así
como su virilidad, eran los dones más notables que poseía. Le admiraban desde sus trabajadores,
era ídolo de las chiquillerías pueblerinas y hasta de gentes costeñas encumbradas, repartía a manos
llenas abundantes propinas a los rapaces, era rumboso como pocas y muchas, muchísimas mozas
suspiraron de amor por él.
Su acerada musculatura, templada en las rudas faenas agrícolas, a las que se dedicó desde
su juventud, le hacían aparecer vigoroso.
Sus hermosos ojos negros, de mirada penetrante, ubicados tras el ajimez de sus cejas finas,
le daban atractivo singular. La nariz recta y bien contorneada quedaba delimitada por un tupido y
gran bigote que le rebosaba las comisuras de los labios. Regular y sencillo era el dibujo de sus
labios. Tenía la frente espaciosa, cuya amplitud iba en aumento a medida que crecía la calvicie.
No había en su rostro moreno ninguna mueca de dureza, salvo en sus ratos de ira. Tirador eximio
era, y le obsesionaron todas las armas; también le deleitaban las herramientas extranjeras, prueba
es que en Chiclayo o en Lima se detenía a admirarlas en los escaparates y luego adquirirla para
sus múltiples necesidades.
Ingente era la actividad de Benel, grande y agotador su trabajo. Tras él siempre se veía a
su fiel colaborador y en toda circunstancia, de día o de noche, tarde o temprano, con lluvia o sin
ella, en guerra o en Paz. Tal era Carlos Vigil.
Desde su infancia demostró Benel apego al trabajo y a la rectitud. Era intransigente.
Eleodoro Benel Zuloeta, llegó así al día de su muerte, perseguido y acosado, después de duro
bregar en la trinchera y en el surco, durante cincuenticuatro año seguidos, pues según consta había
venido a este mundo en un cinco de agosto de mil ochocientos setenta y uno.
EL ASUNTO “LLAUCAN”
Desprendiéndose de la banda, se presentó ya avanzada cierta noche, en una casa del jirón
Lima en Chota, Raymundo Ramos, para entrevistarse con Régulo Regalado ciudadano éste de
rechoncha figura, nariz respingada y mejillas enormes a la par que rozagantes. Inclinada hacia
adelante la cabeza, tenía el paso corto e inseguro.
Era fama que andaba en tratos y conchabanzas con el diputado de entonces, Oswaldo
Hoyos Osores, y las gentes repetían muy seguido estos dichos al referirse a tales relaciones: “más
puede tetas que carretas” y “al buen entendedor pocas palabras”.
En el año mil novecientos doce, Regalado fue vencido en la puja por el remate de la
locación-conducción de la hacienda Llaucán, que por esos días había convocado la Junta
Económica de su propietario, el Colegio de San Juan, cuya buena pro y en decente pugna la había
obtenido Eleodoro Benel.
Metiendo la mano al bolsico interior del saco, extrajo un fajito de billetes —los paisanos
chotenses no se caracterizan por dadivosos— que rápidamente desapareció en manos del bandido
y cerró con llave desde adentro, la puerta de la habitación donde se encontraba.
- Bueno, Raymundo... Tú ya sabes lo que tienes que hacer. ¿No es cierto? -, empezó con
voz poco audible, Regalado. - Espero te desempeñes en la forma debida.
- Sí, señor don Régulo, - contestó animoso el abigeo. Tengo todas sus instrucciones... Las
cumpliremos sin más trámites. Esté usté seguro que así lo haremos. ¡Sin fallar!, siguió
argumentando el cholo Raymundo, sonriendo malignamente - Biamos estao esperando su
llamadita, según nos mandó usté carta.
Regalado despidió con no poca alegría al bandido palmoteándolo en el hombro, y éste
había venido resignado, pues, a venderse.
- Bien, mi don Raymundo. ‘No olvidar los detalles y consultar cualquier duda. Vete con
Dios y que te salga de primera... Te escribiré pronto.
- Hasta lueguito, mi señor don Régulo. Yo también le avisaré un destos días del resulta
de la operación - El bandolero Raymundo, alto, desgarbado, abandonó la casa con sus zancadas
poderosas que parecían las de una jirafa y desapareció por una de las abruptas calles de la ciudad.
TERRIBLE PREDICA
La sierpe plateada del río se contorsiona en ajustados meandros por en medio de los
pastizales de la llanada hasta confluir con un riacho, y el vuelo sereno de las quigüilas, marca en
el aire, la dirección de la corriente. Las chacras, las cabañas y alquerías, las cercas, las líneas de
eucaliptos y las tierras polícromas en ondulante sucesión llegan hasta el ribazo de las montañas.
En estas verdes y exquisitas planicies de Llaucán, en el ángulo de confluencia, a partir del
cual el río se interna por una garganta cincelada entre moles verticales ruiniformes, encontróse
Raymundo Ramos con sus hijos, hermanos y sobrinos. La tibia brisa de la llanura y la aparición
del jefe, tonificó en cierto modo el espíritu del grupo de bandidos, que se hallaba un tanto
desconcertado.
Depositó una alforja repleta sobre la grama verdusca y púsose a desatar un talego que
contenía algunos biscochos, pan y caña, que los repartió con equidad entre todos los componentes
de la banda.
- Tenemos que entrevistarnos hoy mesmo con ese hombre - apuntó con seguridad el jefe.
- ¿Y onde vive? -, inquirió el cholo Pancho.
- En el sitio de el Chorro Blanco-, contestó Raymundo - Pa allá tenemos que dir dejuro -
Tras informar mayormente al conjunto y mordisquear por algunos momentos sus frescos y
sabrosos biscochos, levantaron campamento y emprendieron camino por las riberas del arroyuelo
Pomagón, riacho tigre durante los inviernos, admirando el maravilloso paisaje, pero en completo
silencio. Los arrecifes de Pomagón son responsables de la muerte de rosarios de campesinos que
los domingos retan el paso de la corriente cogidos de las manos y en completo estado de ebriedad.
Se entendían los abigeos con la sola mirada, con la sonrisa, sin decirse palabra. No
anduvieron ni cincuenta minutos y se encontraron de manos a boca con el chozo de Emilio
Tarrillo, enclavado en los primeros contrafuertes roquizos que dan comienzo a elevadísima
montaña. Azules hilachas de humo brotaban por los resquicios del techado de la choza.
Tarrillo los recibió con cierto recelo; y aunque él también desempeñaba el triste y nada
edificante oficio de matar, sin embargo, se sintió incómodo en su propia casa, con la presencia de
tan terribles asesinos, cuya fama había traspasado ya más de cinco provincias. Alargóles la mano
e invitóles a tomar asiento:
-Pasen, señores Ramos, pasen… Lleguen nomá. Tarán aquí como en su propia casa.
-Aquí debe haber gente que nos informa a cada ratito de toos los movimientos de Benel,
y gente que tamién se mueva aquí entre los indios. Nosotro hemos venido pa acá pa impedir que
Benel tome posición del fundo. ¡Esa es la orden, y no hay más!... Así es que horitita mesmo vamo
a empezar a trabajar.
-Como ustedes saben, yo toy a sus órdenes. Uté bien lo repara ño Raymundo-, replicó
Emilio Tarrillo con su cara de ingenuidad, la barba negrísima partida y sus bigotes tan grandes
como los de Raymundo, que destacan en su faz enrojecida por el frío de la jalquilla. ¡Y qué buen
arriero fue de sus amigos y conocidos! Relució la botella y se desparramó la coca.
-Bien, entón... Hay que hacer repartir las voces que el que va a tomar la hacienda es un
pillo, es un ladrón. Que es un asesino deselmao. Que es un bandolero-, decía el bandido Ramos
enumerando con los diez dedos de sus manos. - Que es uno que va a subir los arriendos. Que va
a quitar las chacras. Que va a destruir las sembraduras. Que se va a empuñar la plata de las
limosnas del patrón San Francisco. Que los arriendos no se van a pagar cada año, sino es tres
veces en cada año ¡pero ustedes no deben abonarlos! Que va a tumbar la Iglesia de la hacienda.
Que va a apresar y a quemar las chozas de los indios que se han declarao de sus nemigos... En fin,
uté se va encargar de hacer decir lo que ellos quieran ¡Tratándose de joder a Benel, no pararse en
pelos!.
El bandolero garabateó apenas algunos jeroglíficos en la hoja amarillenta del viejo
cuadernito de uno de los pequeños de Tarrillo, y envió a éste a cumplir su misión de propaganda.
Emilio Tarrillo retornó a su bohío muy avanzada la noche y satisfecho de haber cumplido
con su trabajo. No quería caer en desgracia con Raymundo, y, en efecto, había repartido las
consignas respectivas entre quince cabecillas indios o cabezonados, yanaconas del fundo Llaucán.
Estos esparcieron con gran velocidad una concatenación de voces a toda la indiada —en especial
aquello de que no se paguen los arriendos— y el ambiente comenzó a agitarse de modo ostensible
contra Benel.
El trágico empecinamiento del indio de Llaucán, la obsesión de vivir pegado a la tierra
donde nacieron sus bisabuelos -aunque saben de sobra que no les pertenece- fue hábilmente
explotado por los cínicos agitadores.
Con esta terrible prédica que duró 24 meses, los mismos indios sirvieron de instrumentos
para propalar los falsos rumores y la calumnia. Benel quiso forzar la ocupación del fundo con el
apoyo de sus hombres, más hubo oposición de la Junta Económica del San Juan, la que mediante
reiteradas y “bien puestas” comunicaciones oficiales disuadió a Benel de su primitivo proyecto.
Los Ramos desde el primer día y al notar el éxito inicial de su obra, solamente se
dedicaron a tomar y a tomar aguardiente, brindando por fracaso y por la muerte de Benel, que
creían cercana; aunque de cuando en cuando charlaban nerviosamente, tejiendo sus cábalas y
comentarios de acuerdo a su oscuro trajín.
Sin embargo, el hacendado de La Samana también tenía partido entre los indios y
mestizos, cuyos jefes eran Gregorio Guayac, Manuel Guayac, Delfín Palma, Doroteo Tocas y
Casimiro Huamán, quienes tomaban acuerdos e intercambiaban opiniones e impresiones en la
sala grande de Aurelio Acuña, amigo de Benel.
LA MASACRE DE 1914
Lugar: la llanada delantera de la casa hacienda Llaucán.
Época: el 3 de diciembre de 1914.
Personajes: la indiada de Llaucán y la gendarmería de Ravines.
Cuatro mil indios, hombres y mujeres, mozos, niños y niñas, se encontraban aquella
aciaga tarde en la llanura cubierta de grama situada delante del portón de la derruida casa hacienda
Llaucán.
Esa tarde debía Benel tomar posesión del fundo.
Habían comprendido perfectamente la propaganda desplegada en silencio por los
cuatreros Ramos y allí estaban, en pie de guerra para defender “sus derechos” a la tierra y para
expulsar al “terrible bandolero y asesino, Eleodoro Benel”.
El Prefecto de Cajamarca, coronel Belisario Ravines —héroe de San Pablo— habíase
constituido por orden superior en la pampa de Llaucán, con el auxilio eficaz de doscientos
números de la gendarmería perfectamente equipados, a fin de dar posesión a Benel, que en buena
lid había obtenido el remate de la hacienda, ya que éste mismo había solicitado también garantías
ante la creciente e insidiosa campaña desplegada por los Ramos.
La tropa formada en doble fila, estaba dispuesta en semicírculo en la llanada. El coronel
Ravines con grueso capote y pistola al cinto, jinete en un grande corcel, fornido, saltador e
inquieto, recorría el campo de extremo a extremo, teniendo al frente la reunión de llaucanos.
La indiada a cien metros de distancia, pugnaba por contenerse. Rugía y aullaba,
produciendo un ruido ensordecedor. Sus gestos, ademanes, griterío y amenazas no tenían nada de
tranquilizadoras.
Sólo esperaban la aparición de Benel para cogerlo vivo y luego despedazarlo. Estaban
armados hasta los dientes con palos de chonta, garrotes, piedras, hondas, cartuchos de dinamita
con su provisión de guías, pedernales y acerados eslabones.
- No comprendo que es lo que ha pasado-, se decía así mismo el prefecto un tanto aterrado.
El semblante desencajado de los gendarmes, denotaba su tremendo disgusto y un miedo
profundo. La indiada enfurecida, a punto de hacer estallar sus iras, no es para poco: ni más ni
menos que para hacer temblar al hombre más aguerrido y valiente aún con gran acompañamiento
y armas.
A una intimación del prefecto, la turba pudo entrar en leve calma.
Volvió después a recrudecer el infernal griterío y la furiosa indiada comenzó avanzar
atropelladamente, paso a paso, durante algunos segundos,
Una segunda intimación del coronel fue ya incapaz de contener a la enardecida multitud.
El prefecto sentía el sudor correrle por el cuello y por la frente.
- ¡Alto, alto, deténganse, deténganseeee! ... ¡Voy a ordenar hacer fuego! -Arrolladora
avanzó la multitud enorme. Tras leve vacilación y luego de arengar a los rebeldes, una cabecilla
india apodada La Camacha, salvó corriendo, con su rostro prieto, surcado de leves arrugas, la
distancia que separaba la multitud del prefecto, y al llegar a donde él, se cogió de la brida del
caballazo que se movió asustado e inquieto.
- ¡Prifetu bribón... tú también vas a dar il Llaucan a un bandidu! - espetó con rabia que le
retorcía la faz la cabecilla india, al mismo tiempo que se abalanzaba sobre el prefecto, cruzándole
un latigazo por la mejilla que derribó al suelo al héroe de San Pablo.
- ¡India estúpida, carajo! - bramó el coronel, a tiempo que el capitán Ravines, hijo de
aquél, que también habíase hecho presente en el comando del destacamento de gendarmes, extrajo
su pistola como relámpago y disparó sobre la embravecida cabecilla por tres veces consecutivas.
La india Camacha, que así se le conocía a la valerosa Casimira Huamán de Camacho,
envuelta en su propia sangre como su bandera, mártir de su raza y mártir del engaño, rodó con
ímpetu, estrujándose el ensangrentado pecho. Cuenta mi madre que esta lideresa era de las más
elegantes y recatadas campesinas de Llaucán, pues vestía costosos vestidos poblanos y calzaba
zapatos de Chota adornados con cintillos que le formaban en el empeine.
El corcel se encogió por el esfuerzo y luego se encabritó parándose en sus patas traseras.
Centenas de palos cruzaron por el aire. Una tremenda salva de piedras hendió el espacio,
sembrando el pánico en las filas de Ravines.
- ¡Fuego al aire! -, incorporándose en los estribos de su cabalgadura, aulló el coronel, a la
vez que consultaba con su reloj.
Doscientos disparos atronaron el aire amenazante. Decenas de dinamitazos retumbaron
ensordecedores al chocar en el suelo cercano al lugar donde se ubica la tropa. Los indios tiraban
diestramente con la honda arrojando los cartuchos de dinamita con su guía ya encendida. Se vio
caer a un gendarme sin haber tenido tiempo para hacer la segunda descarga.
- ¡Circu, circu, circu! -, avanzaron gritando los llaucanos y ejecutando una maniobra
envolvente alrededor de la tropa. Miles de piedras volvieron a hender los aires.
- ¡Fuego al bultoooo! -, trono nuevamente el prefecto.
La respuesta inmediata fue dada por dos decenas de indios que quedaron tendidos en la
pampa, entre muertos, heridos y agonizantes.
Sin embargo, de las bajas en las huestes de la indiada, comenzó a generalizarse la pelea.
Varias decenas de indios volvían a caer sin vida. Siete soldados quedaron heridos levemente en
esta primera refriega.
La tropa volvió a cargar sus fusiles y disparó por tercera vez a bocajarro. Cinco decenas
de legítimos llaucanos murieron instantáneamente.
Otra descarga más, y ochenta indios cayeron inertes bocabajo. Conforme arreciaban las
oleadas de nuevos llaucanos eran barridos por las balas carniceras. Ya el desbande no se hizo
esperar en las filas de los indígenas. Atropellándose huían en distintas direcciones y la
gendarmería disparaba sobreseguro. Gritos, lamentos, maldiciones y blasfemias oíanse por
doquier; manchones de sangre se advertían en los caminos y el llanto reinó en casi todos los
bohíos.
Media hora había durado la desigual batalla, treinta minutos de infierno, de plomo y de
sangre, pero fue tiempo más que suficiente para que dejaran esta vida llena de pellejerías tres
centenares de indios. Doscientos infortunados llaucanos perecieron, más tarde, después que el
señor prefecto ordenó despiadada, cruel y tenaz persecución. Los infelices indígenas eran cazados
como fieras en las chacras, por los caminos, en los montes, en sus propios y precarios bohíos
traspasados a bayonetazos.
La indiada de Llaucán, mártir de la felonía, del engaño, de la envidia y del rencor de
personas ajenas a ella, apenas pudo sepultar sus muertos bajo el terror de la persecución. Ingente
montón de carne humana se había formado a escasos metros de la tropa en la pampa de Llaucán.
Durante años no se habló sino de esta injusta hecatombe. Los adversarios políticos de
Benel habían logrado uno de sus más caros objetivos. No se trataba de una lucha o reivindicación
agraria ¡no! Se trató simplemente de atajar a Benel a fin de que no tomara el fundo que lo había
ganado en limpia puja o remate, sin influencia política, como su contrincante. Pero la humanidad
tiene frágil memoria y ahora parece que se piensa y se grita a voz en cuello que aquella guerra fue
un lío entre los indígenas reivindicacionistas de su patrimonio agrario usurpado y un gamonal que
mantenía a millares de nativos bajo una rígida explotación colonial. La parcelación y venta de
lotes del referido fundo es ahora un hecho consumado, gracias a la prédica perenne y salvadora
de otros dos luchadores llaucanos: Lorenzo Guadaña y Andrés Avelino Mondragón.
El único soldado que cayó en la acción, el cajamarquino Zurita, víctima de una certera
pedrada, fue sepultado con categoría de héroe, esto es, con todos los honores que se estilan para
tales acontecimientos.
Benel y Vigil, bajo la presión y el consejo de prudentes amigos de Bambamarca, no
estuvieron presentes en la masacre de Llaucán. Tampoco se encontró Edilberto Prado, conductor
del anexo Gochadén, que había ofrecido a Benel un muy amplio apoyo y aún gente armada. Un
pequeño grupo de chotanos, Julio y Manuel Cadenillas, así como otras cuatro o cinco personas
amigas de Benel, al oír el ruido atronador de la batalla, voltearon riendas y picaron espuelas desde
la bajada de Las Huangas, antes de cruzar el Pomagón.
Los cínicos bandidos Ramos, brillaron por su ausencia también. Seguramente atónitos y
aterrados escucharon la noticia que Benel andaba por Bambamarca. Ello, no obstante, durante su
permanencia en los llanos, florestas y macizos de Llaucán, los hermanos Ramos se dedicaron
exclusivamente al latrocinio. Convirtieron a esa hermosa tierra en sitio de asaltos, muertes y
despojos. Fueron famosos la destrucción de sembraduras, incendio, saqueo y robo de diversos
ganados que sufrió Aurelio Acuña, amigo de Benel en su arriendo de El Enterrador.
LAS PIEDRAS GORDAS
Aquella tarde Carlos Vigil se encontraba sentado sobre el pasamano de la barandilla del
corredor de la casa hacienda. Las luces comenzaron a encenderse una a una. El Cholo Ezequiel,
de turno como samanero, pegaba fuego a las mechas de las linternas. La cocinera Dominga tañía
la vieja campana del fundo avisando llegada la hora de comer.
En ese instante apareció, viniendo del comedor, pesarosa y denotando gran contrariedad,
la dueña de la casa, envuelta en su amplio delantal con letras bordadas, dirigiéndose a Carlos
Vigil:
- Carlos… Mañana debe regresar Eleodoro, de Bambamarca y sé que los cholos Ramos
se están aprestando para salirle al encuentro. Me temo que le vaya a suceder algo.
- No tema nada, señora-, replicó confiado - Don Eleodoro sabe defenderse solo de toda la
cholería junta. Es lógico.
- Tengo detalles que los acabo de recibir, que se han reunido más de veinte hombres para
asaltar a Benel en la jalca. Cuñados, hijos, sobrinos, entenados y amigos han tenido asamblea hoy,
a las diez y media más o menos, en cierto sitio donde divergen Los Dos Caminos; y esperan el
día de mañana para completar su tarea.
Si en algo pueda servirla, señora, no tiene Ud. más que ordenar. Estoy a su disposición y
recaudo completamente.
- Eso es los que en justicia quería, Carlos... Escoja la mejor gente que Ud. conozca. Tomen
todo el armamento y munición que crean conveniente y que enseguida maten dos carneros para
el fiambre. Usted encárguese de abrir la tienda y habilite a las cocineras el arroz, la sal, el ají y
todo lo necesario. Lleven unas cuantas botellas de cañazo para el frío y monte Ud. en el alazán, y
los que tengan en que ir, que vayan a caballo, sino a pie. La jalca está cerca.
- Bien, señora. Así se hará. - Frotándose las manos. Vigil llamó - ¡China Olinda!
¡Olinda¡... ¡Samaneeeraaa!
- ¡¿Qué diste, ño Carlitos?!, apareció casi gritando por la puerta del comedor Olinda
Mondragón con su blusa rosa, ornada de grecas y blondas coloreadas, llevando polleras granate
de amplio vuelo.
- ¡La campana, toca la campana fuerte, para que se reúnan los arrendadores!
Tan tan tan ... Talalán talan talalaaaaaaannn, dejó escuchar el esquilón su penetrante
tañido. Los arrendadores fueron reuniéndose en aquel atardecer ventoso, en el patio de la casa,
unos tras otros hasta completar sesenta.
Cuchicheaban unos chacchando su coca; producían ruido ensordecedor, otros charlando
y riendo con sonoridad. Así transcurrieron treinta minutos.
- Bueno, caballeretes... ¡Al grano! -, comenzó a perorar Carlos Vigil con gesto sincero
encaramado sobre un banquito en el corredor de la casa.
- Los he hecho reunir aquí y a estas horas para salir mañana de madrugada al encuentro
de don Eleodoro que viene de Bambamarca … Sabemos de buenas fuentes de información que
los Ramos capitaneados por el Raymundo, están aprestándose, porque quieren cazar a nuestro
jefe, principal y amigo, arriba en las jalcas. ¡Quiero voluntarios! ¡Nadie se va obligado! ... ¿Me
entienden, y que conste? ¡A ver! - tronó don Carlos lanzando el fuego de su mirada a toda la gente
concentrada. - ¿Quién?
¿Quienes quieren ir?
Yo. Yo. Yooó. Yo también voy. Yo quiero ir. Yooó. Se oyó decir a un caudaloso torrente
de voces.
¡Bien. Así me gusta! - Por las mejillas del emocionado y antiguo servidor de La Samana
rodaron un par de gruesas lágrimas - ¡No hay caso, los cholos adoran a Benel! -, se dijo.
- ¡Voy a tener que escoger! ¡No todos pueden ir sino, quién hace los trabajos del campo!...
A ver, tú cholito, ven acá... Asenjo, César, acá. - El hombre se adelantó dos pasos con el poncho
terciado al hombro, y exclamando con alegría: - ¡Allá voy!
- Otro Asenjo más. Otro más... Tú, Roncal Mego, tú Rómulo Galarreta, tú Manuel Torres,
José Silva, Juan Requejo, Santos Mondragón... Tuco Vera, tú -. Y así siguió escogiendo valientes
hasta completar veinte.
- ¡Formen fila, y al armero a recibir cada cual su carabina!... ¡A las ocho de la noche todo
el mundo a la puerta de la cocina con sus platos y su respectivo talego o alforja para recibir el
fiambre!... ¡Mañana a las cinco de la madrugada, saldremos a esperar a don Eleodoro en Las
Piedras Gordas ¿Entendido?!... Los Ramos son cuarentones, pero tienen ochenta años para el
delito ¡Mucho ojo!
Todo se hizo conforme ordenó Vigil.
Los demás se retiraron casi ofendidos y protestando por haber sido rechazados,
prácticamente, en su oferta de integrar la tropilla.
Terminada la comida circuló el aguardiente de la región con generosa liberalidad. La
conversación giró ora sobre vacas que habían tenido dificultad en su parición, ora sobre bravíos
toros que lograron romper las alambradas, ora sobre la elección de las semillas de los zarcos
maíces, ora sobre si la luna, por su figura, anunciaba tiempos pluviosos o sequizos.
Aquella noche, se veían los peludos contornos de los montículos cercanos al patio,
cubiertos de yerba, alzarse como fantasmas…
La luna redonda y pequeña lucía en lo alto entre las inmóviles nubes. Un hombre que
chacchaba alegremente su coca, hacía chasquear los labios de rato en rato. A la luz rojiza de una
fogata encendida que expedía una columna de humo blanquecino, se sentaban estáticos otros
voluntarios.
El tuco Vera con reluciente cachete, lleno de saliva y de hojas de coca machacadas,
exclamó con risita burlona, golpeando el calabazo contra la uña de su pulgar izquierdo: - Dulce
está mi coca. Dejuro que mañana nos va bien, hombres... Está armando de lo lindo.
- Yo, Ídem.
- Yo también lo siento dulce -, exclamaron juntos, otros arrendadores,
Al fin de cuentas, a todos les fue bien en esa jornada. Todos salieron ilesos. No hubo
siquiera un rasguño que lamentar.
Recién llegó la madrugada. Había sido larga la espera, ya que los samaninos,
acostumbrados como estaban, despertaron muy temprano y comenzaron a hablar en voz alta,
César Asenjo trajo el alazán en que montaría don Carlos y lo ensilló. Igual hicieron
aquellos voluntarios que poseían cabalgaduras.
- Más seguro y más mejor se va uno a pata -, interrumpió un hombre joven con cara
rosadita y negras patillas, acariciando tiernamente su fusil.
-Y dejuro - exclamaron con solemnidad cuatro de la tropa.
Apareció entre el claroscuro de la madrugada Carlos Vigil, tocado con sombrero de
anchas alas de paja palma, calzando recias botas de cuero, y una pistola máuser enfundada,
pendiente del cinturón.
- Buenas, ño Carlos -, saludaron todos los voluntarios al igual que los escolares saludan
la entrada de su maestro en el aula de clase.
- ¡¿Listos?! -, preguntó.
- Falta el caldo, ño Carlitos. ¡Horita está! - dijeron a coro varios hombres. Les esperaba
un humeante plato del sabroso caldo verde de fragantes chamcas, cuajada y huevos, que había
mandado preparar exprofeso, Carlos Vigil.
- ¡¿Listos?! - preguntó nuevamente, cuando todos estaban reunidos.
- ¡Sííííí! - respondieron.
- ¡Bueno! ... ¡Adelante, pues!
Levantando una tempestad de polvo, se perdieron los voluntarios formados en columna
de a dos, seguidos de los que montaban a caballo, por el último recodo del camino que muestra
su rostro arenoso.
Tras una media hora de trepar la pendiente de tierras arcillosas y coloreadas, Vigil ordenó
silencio, ya que el ruido podía delatar la presencia de los expedicionarios.
De momento en momento, el jefe de la partida secaba su frente sudorosa y oteaba laderas,
cerros, hondonadas y cresterías. Así continuaron la marcha durante dos horas febriles entre el
verde primaveral de la vegetación.
Parado sobre una rugosa piedra piramidal, un viejo arrendador tocado de sombrero grande
y con pantalón negro de dril, remangado hasta media pierna, avisó a Vigil. - ¡Ya estamos en Las
Piedras Gordas! ... ¡ Aishito nomá está!
Efectivamente, los campesinos saben apreciar muy bien las distancias, de acuerdo a su
recia complexión y naturaleza. Faltaba para llegar al sitio que había señalado poco más de una
hora de caminata.
Al coronar las punas de Piedras Gordas, Carlos Vigil sofrenó con violencia su brioso
alazán y luego de describir un semicírculo, descabalgó veloz. Comenzaba a nublar, pero no eran
nubes de aguacero, y a corta distancia se oyó el retumbar de la tronada.
- ¡Aquí vamos a acampar! - gritó el jefe de los voluntarios - ¡Todos a despachar sus
fiambres, menos cuatro, ¡A ver, Eulogio, colócate allá! - y señaló hacia el norte, un pequeño
arbusto jalquino retorcido.
¡Allá, tú Rómulo! - era una gran roca revestida de musgos, que quedaba al sur, - ¡Allá, tú
Asenjo! había allí una hondonada cerca a un lagunajo, hacia el oeste. - ¡Tú, Mego, allá en aquella
lomita!, eminencia gris erizada de ichu y otros yuyos situada al este.
Los improvisados vigías, carabina en mano, ocuparon sus respectivos emplazamientos.
Salta a la vista que todos eran puntos estratégicos.
Las cresterías de las Punas, de Piedras Gordas, descienden insensiblemente hasta formar
un ancho pajonal, donde como único regalo de Dios, dominan las pajas bravas y las escorzoneras.
Profundo silencio impera en ellas. Ligeros golpecitos de las cucharas al entrechocar con
los platos de fierro aporcelanado en que comían con fe, interrumpían la quietud.
Gruesos nubarrones volvieron terrible y ennegrecieron el suelo, y la niebla cerró por
completo el desolado paraje.
Las Piedras Gordas, enormes rocas esferoidales, eran apenas visibles a causa de la niebla.
Soplaba del este un frígido viento que silba entre las pajas, amenazando tormenta.
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La Rebelion Del Caudillo Andino - Eleodoro Benel Zuloeta

  • 1.
  • 3. PDF r1.1 Eleodoro Benel para algunos el Robin Hood criollo y para otros el Pancho Villa Peruano; hombre acaudalado, dueño de haciendas, de tierras y de negocios, con hombres a su servicio, que circunstancialmente y pensando en un futuro promisorio tomó parte en el año 1924 de un movimiento político armado para derrocar al dictador Augusto B. Leguía junto a junto al doctor Arturo Osores y el coronel Samuel del Alcázar, durante varios años derrotó en las montañas de Chota, Cutervo y Santa Cruz a todos los gendarmes y tropas gubernamentales. Aqui se narra su azarosa vida, andanzas y hazañas a detalle. Libro digitalizado por www.facebook.com/yoviviencabracancha/ Mayo 2017 Versión ePub para smartphones y tablets puede descargarlo desde: http://cabracancha.tumblr.com/libros-sobre-chota
  • 4. AGRADECIMIENTO Merecen nuestro especial agradecimiento todas aquellas personas que de manera espontánea y coherente han contribuido con sus invalorables datos para lograr la reconstrucción de las guerras de Benel, contenidas en el presente relato. Estas personas son: Aurelio Acuña Villanueva, Carlos A. Vigil y Vigil; Segundo Eleodoro Benel, Lucila, Donatilde, Eloy, Andrés y Demetrio Benel Bernal; Alejandro Contreras, Amalia Coronado de Barboza; Vicente, Teodomiro y Alejandro Bustamante; Javier Malca, Arturo Coronel Cubas, Javier Benel Cubas, Glicerio Villanueva, Sergio y Rodolfo Ordoñez Osores; Dr. Britaldo Orrego, Artidoro Mejia e hijos, Zenovio Calderón, Tomás Alvarado, Roberto Delgado (hijo), David Mondragón; Perpetua y Rosa Mondragón, Misael Vargas, Capitán E.P. Pedro Quijano, Fidel Gallirgos (Soldado del B.I.L1 al mando del Comandante Valdeiglesias), José Marcelo (soldado del Mayor Mauricio Cervantes) Julio Ortega Dongo (ex guardia civil) El Sargento Chávez Morí, así como el cabo de la misma Próspero Arroyo A.; Manuel Pereda Ruiz, Dr. Pedro Vilches Buendía, Dr. Miguel A. Puga, Dr. Lorenzo Orrego Vargas, Tomás Castañeda; el bandido Raimundo Ramos e hijos, a quienes presté mis servicios profesionales durante mucho tiempo, Segundo Tarrillo Marrufo (ex guardia Civil), Agustín Moreno Ugaz, Renán Orrego Burga, Leoncio Villacorta Arana (exdiputado 1921 al 1930), Nepalí Díaz y su hermano Matías; Salomón Vílchez Murga. Hemos tenido que interrogar, además de las personas mencionadas en la relación anterior, a más de tres centenares de gentes, directa o indirectamente vinculados a los acontecimientos, para reconstruir la azarosa vida de Benel, tanto privada como pública. Y nuestra reconstrucción, con todos sus defectos, se ha hecho en base a la tradición oral. Hemos tratado a sus adversarios políticos y personales. Y lo hemos hecho con amigos y enemigos, grandes y chicos, del que fuera jefe de revolucionarios del año 24 al 27; gentes que fecundan los campos, que pueblan los villorrios, respetados y respetables, e igualmente con bandoleros fuera de actividad. Años de tesonera labor nos ha costado el aderezo de este relato, por lo cual no nos hemos disgustado ni menos arrepentido. Todos los personajes que intervienen en él son auténticos, muchos de los cuales viven esparcidos en las provincias de Cajamarca y Lambayeque, sobre todo en estas últimas. No hay ficción. Los acontecimientos han ocurrido y constituyen hechos históricos hasta hoy desconocidos para muchos. Es más. Lo poco que se sabe sobre la vida de este caudillo revolucionario ha sufrido distorsiones motivadas por intereses políticos, que precisamente con este libro se trata de corregir.
  • 5. Los diálogos las más de las veces son bruscos, enrevesados y violentos, hechura de gente guerrera y acostumbrada al lenguaje duro, cargados de tacos de grueso calibre, sobre todo en tratándose de los hombres de Benel. También se encuentra a cada instante, una variada gama de giros expresivos castrenses. Hemos consultado el valioso archivo de Demetrio Benel Bernal, en el que encontramos invalorables documentos inéditos, así como recortes periodísticos que fueron conservados por sus hijos para la posteridad. Hemos leído detenidamente la correspondencia epistolar, de preferencia las cartas dirigidas por el General Oscar R. Benavides al caudillo. Son particularmente importantes los testimonios sinceros de quienes supieron guardar leal y profunda amistad al hacendado norteño. Valiosos igualmente nos han sido los datos proporcionados por algunos de sus más acérrimos e irreductibles opositores, tal el caso del cuatrero Ramos, y de muchos soldados a los que indagamos. La verdad histórica se impone en todo momento. No pretendemos ofender ni zaherir al Ejército Nacional, ni a sus cuadros de jefes, oficiales y soldados, quienes según supimos por boca de los mismos sublevados fueron tan valerosos como los civiles que perdieron la vida en las batallas. Exponemos hechos solamente. Es posible que la reconstrucción peque en algunos tramos de incoherente o inexacta. Ello se debe a que las innumerables acciones fueron aisladas y alejadas unas de otras. Cada una de ellas es una epopeya distinta que puede no encajar con precisión en el esquema general de la narración, que por otro lado resultaría interminable. Debemos dejar constancia, así mismo, que hemos marginado el aspecto mítico -obra de gente sencilla, admiradores fervientes de Benel y de sus hombres-, a fin de consignar una aproximación real de la recia personalidad del protagonista de esta historia. Hemos empezado nuestro relato por la muerte del rebelde. Creemos que de este modo lograremos mantener la atención del lector en el resto de las secuencias, en algunas de las cuales se describen encarnizados combates acicateados por un odio cerval entre antagonistas. Los pormenores de la acción los hemos conocido a través de nuestras andanzas y vagabundeos inquisitorios. Es de admirar la gran memoria evocativa de Segundo Benel, a quien debemos por lo menos el 60 por ciento del relato, cuando durante noches enteras nos hacía sus narraciones y sus croquis. Al oír contar sus numerosas peripecias a los hijos de Benel, algunas veces hemos derramado lágrimas, al tiempo que hemos admirado su bravura.
  • 6. Para finalizar, queremos enfatizar que este es un trabajo humilde, sencillo como dijimos al principio: Una versión histórica veraz desprovista de mayores méritos literarios. Los críticos están en lo cierto cuando afirman que la historia no se hace a base de literatura, y nosotros no tenemos calidad de escritores. Verdad de Dios. Es nuestro afán, solamente, reivindicar en algo el buen nombre de Benel, tan caro en el norte del Perú, al que muchísima gente le adjudica el honroso distintivo de el “Pancho Villa" de Cajamarca, tan venido a menos sin embargo por las interesadas y falsas versiones que personas mezquinas y falsas han difundido. Quiera Dios que su lectura no resulte faena tediosa ni monótona. EL AUTOR
  • 7. Benel y sus hijos Castinaldo y Segundo Eleodoro
  • 8. LA OCUPACIÓN Corrían los tiempos del segundo quinquenio de la década de los años veinte. Aquel día, durante muchas horas, se hizo sentir la gran tormenta aullando sobre los tejados. El agua de la lluvia chorreaba copiosa por los canales de los techos e inundaba las calles, discurriendo por sus mal delineadas acequias. Un sedimento arcilloso y rojizo, era testigo de que aún mayor volumen de líquido había corrido horas antes. Las comunicaciones estaban maltrechas, cortadas e interrumpidas, y algunos caminos intransitables. De la plaza subía el croar lacerante de una raza de sapos, pequeñitos y viscosos; era un extraño cantar como si el herrero machacara fierro sobre el yunque, que de cuando en cuando se interrumpía por un silencio breve. Era un cantar lamentable y monótono. La lluvia sólo detuvo su fuerza devastadora a las nueve de la noche. A esa hora, con cada tañido de los esquilones crecía el silencio. Chota se encontraba sumida en una calma sepulcral. Nubes negras iban pasando raudas, como sombras fantasmales. La luna, al desflecarse por desidia una de ellas, ágil se encaramó en lo alto, bañando de lleno la ciudad, tranquila por naturaleza. Tres hombres se encontraban en una habitación de piso enmaderado y carcomido, fumando silenciosos y escuchando posibles ajetreos o movimientos de civiles o soldados por la calle, a pesar del enorme ruido que producía un chorro de agua que abastece al barrio. Sin embargo, la ciudad parecía dormida, pese a que no era muy tarde. Empero no acontecía así. Chota no podía conciliar el sueño. Las gentes rumiaban sus penas y dolores sin salir de sus aposentos, Vivían una vida tensa y agitada. Vivían una vida llena de temor, de maldad y de furia. Un hombre larguirucho y desgarbado con el sombrero metido hasta las cejas, ocultando su rostro en gruesa bufanda de lana que rodea dos veces el cuello y uno de cuyos extremos pende por la espalda, embozado en poncho habano sobre el cual aún resbalan muchas gotas de lluvia, pasó por la calle a tranco largo, y subrepticiamente dobló la esquina. Miró con desconfianza a uno y otro lado y tocó la puerta con ligeros golpes de nudillos. - ¿Quién anda ahí? - Se dejaron escuchar voces casi despavoridas. - Yooo, Anaya, Juan Pablo... Ábrame, por favor. La vieja puerta chirrió al girar sobre sus mohosos goznes entreabriéndose ligeramente dando entrada al recién llegado. Tras terciar al hombro el húmedo poncho y juntar con rápidos
  • 9. movimientos de pie, el barro que acarreaba entre sus dedos, pegó fuego a un cigarro ayudado por la mortecina luz de una lámpara de querosene y arrellanóse sobre tosca banca de tiras de madera, a lado de un anciano de cara arrugada y muy duras facciones. Al fondo de la habitación se advertía un burdo rótulo de papel amarillento donde apenas se podía leer en letra de molde: Bueno... ¿Qué hay de nuevo, Colombo?, dijo calmoso el viejo de rostro arrugado. ¡Ya mataron a Benel, don Niditas! ¡¿Queeeeeé?! - ¡Estás loco, hombre de Dios! -, preguntó parpadeando receloso el abuelo. - ¡Cierra el pico! -, continuó. Lo que oye usté, don Leónidas. Le han dado muerte. De esto hacen tres días, En su hacienda Silugán. Aseguran que la persecución ha sido recia y ha intervenido mucha tropa. ¿Cierto?... Si Benel ha tomado camino para el Ecuador, hombre ¿Crees que es algún memo? Al menos, ese era su plan, yo creo. Le aseguro, seño cómo que horita es de noche. Ya lo han liquidado. ¿Qué te parece, Pushuco? -, preguntó el viejo Cevallos con no poco asombro y profundo pesar a uno de sus compañeros de tertulia. Carlos Vigil dio una tremenda chupada a la colilla de su cigarro y la estrelló con violencia. Dos lágrimas grandes y redondas rodaron por sus mejillas. Sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo y odió con toda su alma al portador de tan fatal noticia. Eleodoro Benel — sentenció —, al fin descansarás en paz... Tu fortuna, tu caballerosidad; tu hogar y familia, todo ha ido al naufragio por causa de la revolución... Te han perseguido, calumniado y te han acorralado. Tengan por inequívoco el hecho que no ha podido hallar siquiera una cabaña donde refugiarse para salvar su existencia, amenazada como si fuera la de una fiera. Ahora, en tus despojos se cebarán los buitres. El dueño del cuartucho sentado detrás de la mesa que fungía de escritorio habíase quedado inmóvil, como atornillado a la silla. La impresión que le causó la noticia de la muerte de Eleodoro Benel le había dejado enmudecido. CESAR ADRIANO SANCHEZ Agente Judicial
  • 10. Al cabo de algunos minutos pudo reaccionar brevemente, pero sólo para exclamar con incontenida desesperación: - ¡Hasta dónde hemos llegado! ... ¡Esto es el colmo, caray! Silencioso volvió a tornarse el despacho que olía a humo de cigarro. Sumidos en profundos pensamientos, los cuatro hombres no atinaban a reanudar su charla. Y así se pasaron varios, minutos. Bien, señores, dijo Vigil, intempestivamente y atusancho su bigote. Mañana tengo que salir temprano para Santa Clara y me voy... Mejor me hubiere ido ignorante de todo, hombres de Dios; pero, en fin, tarde que temprano me habría enterado, y mejor que haya sido hoy... ¡Pobre don Eleodoro! Hasta luego, Sánchez. Buenas noches, don Leónidas. Cenceño, con su negro bigote, grandes y verdes los ojos, calzado con botas de cuero, se retiró con cautela hasta la posada, igual cosas hicieron los otros contertulios. Tras ellos se cerró la puerta del despacho con entrecortado rumor de cerrojos. Ruidos de culatas de fusiles que chocaban las lajas de la vereda en la esquina de su posada; escuchó don Carlos momentos después. Extrayendo del bolsillo interior de la chaqueta una vieja y desteñida cartera sentóse al filo de su alcoba en el rincón del cuarto; escogió un retrato de entre los muchos que guardaba y lo contempló largo rato sin proferir palabra. Por su afiebrada mente pasaron con velocidad asombrosa los veintidós años que había laborado al servicio de Benel. Afuera oyóse el triste pitar de un silbato, y los soldados armados que hacían la ronda de rutina, volvieron a golpear con lento paso la calle silenciosa. Aquella frígida noche provinciana fue fatal para él. Pasó en vela hasta la madrugada recordando con profunda emoción sus andanzas con el sublevado, a estas alturas caído, viejo león andino que poseyó un corazón de fuego. Los diarios capitalinos y provinciales por convicción, miedo, por conveniencia o por que recibían gruesos estipendios, cotizando sus columnas a tanto por centímetro, eran contrarrevolucionarios; extendían horrendas noticias, así como excitantes referencias del que calificaban —sin el decoro requerido por el menester de la información, y por voluntad del gobierno— “Bandolero Benel y su Pandilla”. Esto escribieron para obligar de tal modo al régimen a mostrarse cruel y para inspirar espanto a las gentes sencillas. Propalaban nuevas y abundantes noticias sobre las ultimas batallas y escaramuzas sangrientas. La toma de las plazas fuertes de Chota y Cutervo, focos revolucionarios, así como la reducción de los “facciosos” eran los temas del día. En ellos, generalmente, el cinismo de la expresión compitió con la inmoralidad del pensamiento. Confiaron en que el terror podía, imponer el silencio a los pueblos oprimidos ya por las bayonetas.
  • 11. Difundían peores informaciones y detalles sobre actos de pillaje, asaltos a mano armada y asesinatos macabros que parecían cuentos de pesadilla. Al fiero Norte, habiendo sido golpeado, había que humillarlo a mansalva. Sus boletines informaban que el bandolero tal o el malhechor cual cometían atroces matanzas; que en los campos aparecían cuerpos salvajemente mutilados; que habían hombres desollados por doquier; que se encontraban manos cortadas con dedos tronchados para sustraerles aros, anillos o sortijas, y que no a pocos se les habían extraído las vísceras para comérselas o dárselas de alimento a los perros. En fin, aparecían comentarios obligados sobre las fechorías del terrible Anselmo Díaz, bandolero a sueldo del oficialismo; sobre el romántico revolucionario Paulino Díaz que fuera fusilado sin más trámites la madrugada de un catorce de julio, junto a su esposa y menores hijos; sobre el espeluznante jolgorio que improvisaron años atrás los ebrios enemigos de Gervasio Díaz, cuyo cadáver, colgado de pies a un añoso árbol de sauce, a sus salvajes contrincantes les sirvió de blanco. Los nombres de los Vargas Díaz, de los Vargas Romero y otras bandas beligerantes, ocupaban cuatro y seis columnas con la narración científicamente hipertrofiada de sus hazañas e incursiones. Sin embargo, sectores importantes de opinión, sobre todo la juventud de la república, veía con mucha simpatía la causa de la revolución. Las gentes de la ciudad paladeaban el acíbar de la derrota y eran presas del más infernal de los pánicos. Se hallaba en manos de la soldadesca ensoberbecida con su triunfo final, la que cometía muchos abusos, violaciones y ataques a la persona humana. Se trató de humillar al desgraciado pueblo por todos los medios. Juan Rivera Santander, amante de la broma gruesa que llegaba hasta el insulto, hombre recio, talludo, de rostro enérgico y capitán de tropas, galleaba a diestra y siniestra pisoteando a todas las gentes. Le apodaban con justicia “El Gallo”. Y cuentan que cierta vez envió con su ordenanza, soldadito cetrino, a un conocido mercader, como regalo de cumpleaños, un azafate de astas de toro, cubiertos con el mantel que cogiera de una casa pobre, y que el aludido, al enterarse del contenido de la remisión, replicó el cumplimiento del soldado, con grave firmeza no exenta de cortesía. Gran jinete, puesto que cabalgaba al estilo de los mejores hombres de caballería, penetraba en las tiendas de comercio y en algunas casas particulares haciendo caminar a su corcel sobre las patas traseras solamente, y repartiendo foetazos por doquiera. Un capitán, César Vargas, arisco soldado que tenía arremolinada la mente por el alcohol ingerido, aquella vez se encaramó tambaleante sobre la mesa de billar de un centro social de Chota, bajóse los pantalones y arrojó su deyección sobre el verde tablero de la misma, entre blasfemias y despropósitos. Este acto dificultó uno de sus ascensos en el Congreso Nacional.
  • 12. Algo más tarde, culminó su desgraciada y ultrajante exhibición, disparando con cierto orgullo su pistola y utilizando de blanco el viejo reloj de la iglesia de la ciudad. Círculos mohosos, ampliados cada vez más por la herrumbre se contemplan hasta hoy en la esfera, y quedan como una acusación contra aquel soldado que debió ser en sus buenos tiempos un excelente tirador. Otros, en fin, y entre ellos un chalaco, solían llevarse puñados de billetes y sencillo de las cajas y cajones de muchos establecimientos comerciales ante la perplejidad de sus dueños. Los soldados armados hasta los dientes y seguros de su impunidad, cumplían fielmente las órdenes y consignas dadas a la tropa de ocupación, en el sentido brutal de la palabra, El pueblo los bautizó con el significativo remoquete de “Matachotanos” con que se les conoció por mucho tiempo. No faltaban gentes que, por inmorales, inescrupulosas, esperaban con cierta malignidad la llegada de mayores dotaciones de tropa. Con mucho placer ansiaban ver el cruel espectáculo de azotar a sus enemigos, afiliados a la causa de la rebelión derrotada, en las plazas públicas de las ciudades. ¿Quieren gendarmes? - preguntaban con satánica sonrisa… ¡Allí están! La vida desdichada y melancólica giraba en torno de una piltrafa de pan. Tras faltar el querosene, la harina, el azúcar, la sal, y hasta la leña, aparecieron un poco más de veinte ¡cadáveres de civiles asesinados en los tenebrosos pasillos de la residencia de D. Emelina Osores, hermana de uno de los caudillos de la revolución, y que se hallaba convertida en cuartel general de las tropas gobiernistas. Años después fueron exhumados troncos, brazos, piernas, y cráneos, así como toda clase de indumentaria, buena y mala, incluyendo sombreros, en el traspatio de la mencionada residencia. La familia Osores, en su totalidad y todo su linaje de sobrevenidos, o allegados, a la voz de orden de perfiles asombrosos de: “¡Ningún Osores, ni sus perros!”, a punta de bayoneta fueron violentamente expulsados de la ciudad sólo con lo que llevaban puestos y sin más dinero que el que portara encima uno que se está bañando. Esto aconteció en los días inmediatamente posteriores a la acción de Churucancha - Chuyabamba que fue favorable a los gubernamentales. Un grupo de íncolas de la bella Cabracancha, planicie de verdes saucedas, ribazo de polícromos chacarales y azules florestas, contemplaban con gran contrariedad el cadáver de Arturo Acevedo, que acababa de ser ejecutado sin sumaria en el cementerio nuevo de Chota por las tropas gubernamentales. Hora tras hora se mataba a los prisioneros civiles, y sin espera de proceso se les colocaba frente a los pelotones de ejecución.
  • 13. Las gentes andaban preocupadas, y muchos ciudadanos de pacífico actuar, al caer víctimas del plomo homicida, se llevaron el secreto de la causa de su sacrificio. A todas estas cosas se sumó la osadía que tuvo Padrón, un oficial de consistencia fofa, que calzaba un grave par de anteojos con montura de oro, de cargar con una normalista, que luego apareció muerta —suicidio decían— en uno de los hoteles del puerto de Pacasmayo. Las mozas que con tristeza contemplaban subrepticiamente las desiertas calles de la ciudad, cerraban con violencia las puertas y ventanas de sus casas, al ver aparecer a los grupos de soldados. Calzados de gruesas botas y pisando fuerte caminaban los oficiales, golpeándose una mano abierta con el puño cerrado de la otra: Los destacamentos de la Guardia Civil, hicieron su aparición por primera vez en los escenarios cajamarquinos. Los centinelas de los cuarteles paseábanse con el arma al hombro por todo lo largo de la vereda de la vieja casona que les servía de refugio, con el rostro ceñudo y la mirada lejana; mientras que otros con postura académica se plantaban en las puertas. No faltaban alegres y bulliciosas juergas de oficiales ahumados y menudearon los escándalos de los subalternos díscolos. Los pocos rapaces que podían llegar a las calles y plazas miraban con suma atención y miedo a los soldados. Pequeños grupos de los mismos que hacían comentarios según su mentalidad, eran dispersados por los guardianes de turno, calada la bayoneta. La niebla plomiza cubría gran extensión del cielo de la ciudad y su hermosa e incomparable campiña. Había en ella reflejos de luto, llanto y desolación.
  • 14. BENEL ACOSADO Con la cabeza gacha, Eleodoro Benel detúvose repentinamente. Colocó el dedo índice de su mano izquierda entre los labios y púsose a cavilar. Se acercaba una jauría, corriendo, olfateando, cruzándose golpes y tarascadas a todo momento. Detrás de los perros venía un bandido fusil en mano que estremecía de frío, y desde lejos se oía el ruido de un pelotón de asesinos del remoto Pimpingos. Había viento fuerte, huracanado. Barría las nubes de un lado y aglomerábalas en otro de la zona visible. Eran los últimos días de noviembre, y estaban ya empezadas las precipitaciones pluviales. Benel arregló la correa de su Savage y reemprendió la marcha. Sus hijos al escuchar la orden de reanudar el viaje, continuaron también la caminata. Iban escabullendo los bohíos cercanos y caminando a campo traviesa. El bronco bramido del viento arreció. Les era casi imposible continuar la marcha. ¡Segundo! ... ¡Encárgate de ese perro! -, dijo Benel frunciendo los labios con gesto de amenaza. Acababa de llegar a la carrera un perrazo que saliendo de una espesura densa se quedó parado frente a él y sus tres hijos que huían. Aulló terriblemente, llamando al resto de la jauría, para abalanzarse sobre sus presas. -Perrito-, exclamó el joven con sinceridad. - Ponte bien con Dios … Una bala dirigida con destreza a la frente del perseguidor, acabó con la vida de éste. El estrépito de la detonación hizo amainar la tenacidad de la persecución. Más aún, la desorganizó momentáneamente por completo. Los Benel, por largas horas no habían quemado un solo cartucho. Y cuando ellos disparaban … el tiro era certero. El bandolero y los restantes perros desandaron lo andado retrocediendo durante una hora un kilómetro. La noche caía casi con lentitud y se hacía cada vez más tranquila y silenciosa. Las luciérnagas como ojos gigantescos rasgaban de canto en canto la oscuridad del cielo. Las provisiones de boca y armas escasean en los Benel que fugan. Eran sólo añoranza las fiambradas de sus buenos tiempos. Y se aburrían de comer tan sólo cítricos.
  • 15. - ¡Naranja y naranja! -, súbitamente furioso, barbotó el desgarbado Andrés con su rostro terroso. - No tenemos otra cosa que comer... Y los días van pasando de largo. ¡Ah, malhaya una canchita! El viejo revolucionario comenzaba a refunfuñar. Era síntoma de que andaba contrariado. El camino cascajoso, seguía largo, difícil e interminable. Por un puentecilio de tablas cruzaron un pequeño arroyo que se arqueaba crujiendo y rechinando mientras burbujea. El adolescente de tez morena, Eloy, huye casi ciego. No atina a dar paso. Eran más de seis días de trepar pendientes, sortear malpasos, cruzar quebradas, atravesar senderos, talar bosquecillos, y se encontraba muy rendido. Caminaba y caminaba agobiado bajo el peso de su fusil, casi a tientas, -llegando a caer en una ciénaga, hundido hasta la cintura, pálido y desencajado. - ¡Me muero, me muero, hermano! … ¡sálvame! -, dijo con espanto que le roía el corazón. El pantano estaba cuajado de exóticos juncales. Avanzó, entonces, unos cuantos pasos tratando de salir al terreno firme, empero, se hundía más y más en la extraña y blanduzca tierra que temblaba como gelatina, tenía la superficie moteada de un tono verde amarilláceo y la forma elíptica. ¡Psss, dañado, horita te tiro de los pelos! ¡Valiente animal! -, amenazó Segundo, héroe de la jornada y empezó a tironear del brazo del caído. Pisando tierra dura forcejeó largo rato para, salvarlo de la trampa pavorosa ayudado por ramazón y cuerdas. En los intervalos de silencio, entre las explosiones de los rifles, se oía el chapoteo del joven y la succión de la ciénaga... MUERTE DE BENEL Atravesaban un largo campo de troncos cubierto de musgo frente al bohío de Jesús Cotrina, compadre de Benel, evitando ser vistos por éste, que además, integraba la banda de desalmados que acosan al rebelde. Pero ya, Antonio, vástago del anterior y ahijado de Benel, había recibido horas antes, seiscientos soles para adquirir ropas, alimentos, municiones y otros pertrechos que faltaban a los Benel, y con el dinero en la alforja se encaminaba a Cutervo. Acamparon en una derruida cabaña, cuyos maderos hervían en termitas. Cada uno de ellos debía alternarse en el servicio de vigilancia y seguridad. Un rústico lamparín a querosina diseminaba su luz escasa que no permitía conocer las caras de los refugiados.
  • 16. Benel colgó su Savage en una estaca clavada en la pared, y en la soledad le acechó un sentimiento de duda. Era largo el camino, pensó, y quizá le faltarían fuerzas para cruzarlo, o tal vez si él alcanzaría la vida. El poncho rotoso apenas protegía del frío a Benel… tenía. además, el firme convencimiento que ahora solo jefaturaba una pequeña hueste de fantasmas. Al día siguiente, la caminata se reanudó. Se encontraban ya en el Arenal de la Merendana, situado entre Callayuc y Cutervo. Los Benel oían venir desde lejos rumores de voces y ladridos. El jefe de los que fugan, sobreponiéndose con mucha hombría espió con gran cautela y fría mirada. Era terrible ver cómo apretaba sus arcadas dentarias, y, en su demacrado semblante sobresalían sus ahora prominentes pómulos, mientras de sus nigérrimos y vivarachos ojuelos se deslizan gruesas lágrimas. Las diversas bandas de acoso y aniquilamiento habían recibido datos de Antonio Cotrina, el ahijado de Benel, que éste y sus hijos deambulan muy cerca atinando apenas a dar paso. Su capitán, entonces, ordenó acelerar la marcha del pelotón en el que caminaban en desorden cuarentinueve desalmados asesinos aguijoneándole con procacidad. ¡Allastá, Benel! … ¡De hoy no pasa! ... ¡Adelante, sino quieren morir como liebres en manos de Benel! ¡Adelante!; gritó con alegría incontenida al avistar a Eleodoro Benel. ¡Bala con ellos o prendedlos!, continuó ladrando. Una descarga producida detrás en una eminencia cubierta hirió en el muslo al viejo revolucionario, a una distancia de doscientos metros. Desde este momento quedaba casi imposibilitado para caminar. Al sentirse herido mortalmente, volteó con furia y apuntando con velocidad su carabina, se tumbó, hiriendo a los dos primeros hombres que se le pusieron a tiro. Se encogieron igual que lombrices y dieron de bruces en el suelo. Arreglóse todavía el pasador del zapato que lo tenía roto y presenció con mueca de contento como el resto de la jauría perseguidora se ocultaba con gran estrépito entre las malezas del campo llano. Hizo un gesto con la cabeza, que a las claras indicaba que aquello terminaría muy mal. Cuestión de minutos. Era ya imposible eludir el acoso. Los alzados eran cuatro y los perseguidores cincuenta. ¡Ah, cobardes!, exclamó rabioso.
  • 17. Caminaba cojeando, pausado y gacha la cabeza, tocando con su raído sombrero de palma. Con una mano ansiaba taponearse la herida del muslo por la que manaba sangre a borbotones y con la derecha empuñaba su amiga fiel, la carabina. Sonriendo con cierto alivio, se dirigió resuelto a sus hijos con palabras entrecortadas y quebrada voz: Hijos, hijos míos, pobres hijos míos... Me siento muy mal... Grave es el boquete que tengo abierto... El caso está ya perdido. Es hora que vayan y vean por su madre y la familia … No las desamparen... Antes de caer preso y humillado, prefiero morir. Y elevando sus ojos al cielo agregó: ¡Señor, Señor... Con tu furor nos has consumido y a causa de tu ira nos has conturbado... He cumplido con mi deber. Y de esto quedo satisfecho! La Savage de Benel tronó aulladora y el plomo le destrozó el cráneo. Su cuerpo inerte rodó por el suelo y sirvió de marco a una pequeña laguna, con cuyas aguas se entremezcló la sangre del rebelde. Esto aconteció un veintisiete de noviembre de 1927. Mayor soledad no podía haber en torno. Mientras que los hijos obedeciendo consignas de su padre tomaban el camino a la hacienda Jancos, cuyo propietario era un hombre del leguiísmo, Edilberto Castro Pol, gran amigo de Benel; ninguno de los perseguidores, por terror, osó acercarse al lugar donde se escuchó la detonación que produjo la muerte del caudillo de los sublevados. ¡Aún le creían vivo, y Benel era temible! Tras largas horas de espera, el capitán de los cuatreros envió a viva, fuerza a otro de nariz prominente, poncho rojizo, que calzaba ojotas, para que explorara el terreno. Este aceptó a regañadientes, porque sabía bien claro que en ello le iba la vida. Alejandro Fonseca, bandolero vallino, de las bandas de un tal Grimanez Berríos y Santiago Altamirano, al principio con temor, echó una mirada cautelosa. Caminaba deteniéndose aquí, parapetándose allá y frunciendo el entrecejo con frecuencia. Temblaba como si estuviese con escalofrío y empleó en ello veinte minutos exactos. La jauría aguardaba con pánico y el bandolero Fonseca no se animaba adelantar un ápice. Finalmente, decidióse. Oteó matorrales, malezas y excrecencias, y como poseído de una furia satánica corrió silenciosa y desaforadamente. Contempló por brevísimos instantes el cadáver de Benel y le arrancó de un diestro golpe de daga el aro de matrimonio, tres grandes sortijas de brillantes y una hermosa y pesada leontina de oro, prendas estas que Benel usaba hasta para barbechar sus campos. También se llevó…
  • 18. ¡Horror! la piel y las uñas de los dedos de Benel. ¡Cayó el bandolero! ¡Ya cayó el ladrón! ¡Cayó el bandido! -, aulló con rabia furiosa Fonseca, verdadero atracador, y sentóse a horcajadas sobre el inerte cuerpo de Benel. ¡Estás vencido bandolero! - ¡Rá, rá rá!-, exclamaron unidos los del pelotón, todos los bandoleros y auxiliares. Mucho trabajo, meses de persecución, habían empleado hasta cazar al heroico combatiente revolucionario que hiciera temblar desde sus cimientos a la dictadura de entonces. Algunos salteadores boquiabiertos, otros con la frente arrugada, éstos con calma siniestra, aquellos hechizados, los de más allá con las faces de estúpidos y no pocos alegres y socarrones, iban acercándose a donde se encontraba tendido el cadáver del caudillo de los alzados. ¡Cayó Benel, cayó Benel, cayó Benel! ¡Rá rá rá! - exclamaron jubilosos por segunda vez. A pesar de su mestizaje se reconocía en muchos de ellos un substrato estructural homogéneo con caracteres somáticos que los aproximan a los hombres prehistóricos. En otros era factibles observar caracteres de la raza sudpacífica, tipo andino, tales como estatura media, cabeza corta, braquicéfalos, grande y ancha la nariz de dorso corvo, pelo duro y liso, escasa pilosidad en el cuerpo robusto y la cara, piernas cortas y piel oscura. El viejo y adinerado revolucionario de otrora yacía tendido en el suelo vistiendo tres pantalones de dril sobrepuestos, de calidad corriente, una camisa de tocuyo rayado, un calzoncillo viejo, rotoso y sucio, y los zapatos desgastados por las largas caminatas; eso sí, conservaba aún ciertas alhajas, no obstante, el despojo que le hiciera el vil asesino Fonseca. Llevaba, además, cruzados en bandolera, un par de lujosos prismáticos de conocida marca alemana, de los que solamente usaba el Estado Mayor teutón. EL CORTEJO El cadáver del caudillo fue liado con cuerdas de cabuya y arrastrado sobre la tierra desigual y llena de preduscos, prieta y cascoja, por largo trecho. Sus labios acusaban un gesto sin importancia; y es que a Benel no le importó la muerte. Se le arrastró luego por entre el follaje de unos arbustos, y por último, se le hizo cabalgar sobre un viejo mulo negro. Con el vientre sobre la montura, bocabajo, los pies balanceándose a un lado y las manos arrastrándose por el otro, era conducido el sangrante cadáver de Benel por mucho trecho. El pelotón de salteadores detuvo su marcha cuando el jefe ordenó hacer alto.
  • 19. Ha pescao frío nuestro muerto… Hay que abrigarlo en una parigüela, murmuró uno de los bandidos a la vez que impartía órdenes sus subordinados que efectuaban la marcha un poco rezagados. ¡A ver, alistar una parigüela, rápido! Media hora consumieron en este menester los salteadores hasta que la tuvieron presta. Benel fue acunado en ella para ser poco a poco conducido a la ciudad de Cutervo, entre un murmullo de voces, risas y un balanceo monótono. Después de combatir duro con los guerrilleros en los altos de Sedamano, donde los guardias se desconcertaban ante la agilidad de los grupos enemigos, cansados, exhaustos y famélicos en grado tal que ni siquiera pudieron llegar a su puesto. En Callayuc, descansaban hombres, todos echados, al mando del teniente Temoche, sobre la grama de la plaza del poblezuelo. Entonces, por las gredas rojizas del panteón vieron venir a la carrera a un hombre armado. Se trataba de Jesús Cotrina, componente de las bandas que perseguían a Benel. Al llegar ante los guardias se limitó a decir: ¡Benel es ya cadáver!... Están en el Arenal de la Merendana. Toribio Temoche, oficial cetrino, bajo de estatura y con facciones de auténtico yunga ordenó la marcha de su tropilla. Al llegar al sitio indicado, se limitó a constatar la muerte del insurgente y asimismo que el cadáver estaba atado y listo para su conducción. Entretanto, el oficial y sus soldados observaban los restos del revolucionario caído. Poco más tarde se percató de que el bandolero de Pimpingos tenía en su poder las joyas de Benel; dio órdenes secas, luego arrancó de las ensangrentadas manos del bandido el oro del difunto, y con sonrisa de satisfacción las enterró en el fondo del bolsillo de su polaca verdácea. Menudearon tragos de caña, no pocos fueron los brindis por la muerte del revolucionario y en seguida se reanudó la marcha. La persecución se había convertido en cortejo. En las cercanías de Cutervo, los soldados limpiaron sus botas y zapatos. Algunos que portaban sus jarros de fierro aporcelanado, cogían el agua fría de un arroyuelo y la vertían en sus cabezas y caras de sus camaradas, para lavarse. El cadáver de Benel con las uñas largas y grises, lastimeramente expuesto al aire, producía una pesadilla abrumadora. Arrullados por gemidos de la parihuela llegaron los restos del alzado a Cutervo. Y cuando el artefacto que portaba los despojos del infortunado revolucionario hizo su ingreso a la ciudad en hombros de los soldados, ante la expectante consternación de la masa citadina, el coronel Valdeiglesias, Comandante en Jefe de las tropas gobiernistas en campaña, en gesto que le dio honra, desenvainó su reluciente acero y vestido de gran parada, dijo con mucho respeto, palabras espartanas:
  • 20. ¡Te saludo, Benel y te venero! La fúnebre comitiva desfiló silenciosa. En aquella gran plaza del frígido Cutervo, no se veía otra cosa que un río de gentes tocadas de luto. Contemplaban el calmo paso del desfile sin pronunciar palabra. El ídolo revolucionario norteño fue colocado, en un lujoso ataúd caoba, sufragado por las autoridades gubernamentales y puesto en capilla en el templo principal de la ciudad por breves momentos. Cuando se dispusieron a cargar el féretro con dirección al cementerio, la doliente concurrencia se hizo la señal de la cruz y rezó una oración. Los muchachos andrajosos y sucios saltaron con audacia la tapia de adobe que circunda el camposanto y se instalaron cómodamente para presenciar el triste espectáculo de la inhumación. La abigarrada multitud tropieza a cada instante y cuando el desfile se detuvo delante de lo que debería ser la tumba de Benel, sintió estremecerse sus pechos. Muchos prorrumpieron en llanto. El ataúd del revolucionario fue introducido en su nicho mientras el corneta del ejército interpretaba las melancólicas notas del silencio. Digno entierro para un digno contrincante. Un hombre esmirriado y barbicano, embozado en su poncho amaranto, abrióse paso por entre la multitud y arrojó con decisión un puñado de tierra tras el féretro. Los altos jefes militares y el subprefecto de la provincia le miraron desafiantes, pero no pasó nada, y el silencio cubrió la multitud. ¡Mártir es Benel, porque murió con inocencia!, exclamó sollozando una modesta mujer del pueblo. ¡Sus huesos han de ser reliquias alguna vez! En sus palabras se encerraba una tremenda verdad, que nos ha sido hasta hoy, por muy escamoteada, desconocida. Benel murió a los cincuenticuatro años de edad. EL PLEITO DE LOS JEFES El frío mordía penetrante y sobre el desastre iba amontonándose la catástrofe. Sentado a lado de la ventana de su despacho se encontraba, fumando nerviosamente, el coronel don Manuel E. Valdeiglesias. Arrojó la colilla de su cigarro y púsose a leer un manojo de papeles que los iba firmando uno a uno. Terminada que estuvo su tarea, llamó con gran estridencia a su asistente y éste gritó: ¡Número! ¡Númeroooó!, repitió con mayor violencia. Un soldado se presentó a paso ligero y cuadrándose militarmente farfulló: ¡A la orden, mi capitán!
  • 21. ¡Busca al teniente Temoche! ... ¡Hazle presente que el coronel Valdeiglesias quiere hablarle! Bien, mi capitán. Al cabo de algunos minutos, luego de inquirir en los cuarteles de policía, regresó el soldado, dando aviso a su jefe que el teniente Temoche no demoraría en presentarse. Y cuando estuvo presente, habló el coronel con feroz elocuencia: Bien, teniente Temoche... Lo he llamado para decirle a Ud. que es su deber entregar las joyas que fueron tomadas del cadáver de Benel. Sabe Ud. que reglamentariamente sólo el jefe de los batallones del ejército puede guardar esto para dar cuenta a la superioridad. ¿Me entiende? Hablaba Valdeiglesias, haciendo restallar las palabras como tiros de fusil. ¡La joyas son nuestra, coronel!... Yo he cazado a Benel, tenga eso en cuenta. ¡No me replique, y entregue Ud. las joyas!... ¡Es una orden!, tronó el coronel ya visiblemente molesto. El asustado oficial de rostro cetrino, empezó a forcejear con los juicios y a sorprender con la flojedad de sus argumentos, ello no obstante se tuvo que proceder al remedio heroico de entregar el botín muy disciplinariamente. Valdeiglesias tomó en guarda las joyas de Benel lo que motivó la airada protesta del coronel Antenor Herrera, jefe de las fuerzas policiales, quien argumentaba su mayor derecho a retenerlas. Germinaron los dimes y reventaron los diretes, y en muy poco tiempo, se vino abajo la gloria y el bien ganado prestigio de algunos jefes y oficiales. Es fama que a intervención de otros militares subalternos no permitió que en posteriores ocasiones se liaran a golpes los comandantes de las fuerzas, y que, transcurridos algunos momentos de primer encontronazo, mirándose con precaución, visiblemente contrariados y en silencio se iban retirando uno a uno los gestores y los interventores en este famoso pleito. Largas discusiones siguieron al pleito de los jefes por cuestión de las joyas. Se decidió finalmente entregarlas al hermano de Benel, don Heriberto, quien para evitar molestias y complicaciones cuando le interrogaban los oficiales sobre su apellido y conexiones, temblaba visiblemente de terror hasta el engomado cuello que usaba, exclamando con su cara ancha y huesuda: ¡Bendito sea Dios... Yo no soy Benel... Soy Heriberto Benelli. Y es que la naturaleza de los hombres es bastante complicada y que se debe tener en cuenta que nunca hay dos toros iguales. Consolidado el triunfo gobiernista con la muerte del alzado Benel, el Ayuntamiento cutervino, leguiísta cien por cien, a fines de mil novecientos veintisiete colocó en el pecho del
  • 22. valeroso Valdeiglesias una medalla de oro en mérito a su labor en pro de la pacificación de la provincia. EN UN PRINCIPIO La mañana era espléndida y clara. Una ligera brisa que soplaba levemente balanceaba casi con tranquilidad el follaje de los altos árboles de nogal que se erguían verticales: el uno frente a la puerta de entrada del gran bazar que poseía Benel en La Samana, y el otro, frente a la salinera, donde despachaba a un tumulto de gentes de los alrededores, con parsimonia e inclinado ligeramente adelante, un joven de incipiente calvicie, Carlos Amadeo Vigil. Allí vivió instalado y al servicio de Benel desde los primeros meses del año mil novecientos, y había sido contratado como Administrador del fundo, maestro y contador. En aquel gran patio no se veía otro arbusto. Abundaba un enano pastizal verde, salpicado de juanalonsos, verbenas, chamicos y llantenes que crecían sobre la tierra apisonada y sequiza. Casi a diario se oían diálogos curiosos, exigencias o peticiones apremiantes; cada uno está obligado afrontar su vida de manera diferente; cada hogar constituye un universo distinto y multiforme es el correr de la vida, esto lo palpamos a diario; empero la vida también es policorde, y todo esto constituye ya un axioma. Ño Carlitos, ño Carlitos... Onde mío no me ha despachao usté, ni la ha apuntao en mi libreta... No sea malito, ño Carlos; Tengo velorio hoy día, de mi cholito, que se ha muerto con el tabardillo. Despácheme usté breve, -Allá te va tu ración, cholo, y vete con Dios. Saluda a la Pascuala. Tres varas de vichi y seis de tocuyo de a veinte, pedía despachar otro. Sal, azúcar, coca y aguardiente, patrón, exigía otro. -Un cajón de muerto, pedía un tercero. Y tantos años vivió allí aquel caballerete, que se decía hasta haber tejido su idilio con una fresca campesina. Recorría todos los oscuros rincones de la casa hacienda, desde la madrugada hasta la noche, cuando no estaba entregado a las arduas tareas de la contabilidad general, o a la enseñanza de los Benel menudos, o al recorrido para ejercer contralor y efectuar balances anuales en los bien surtidos bazares que Benel poseía en Bambamarca, Chota y Santa Cruz, -Oye, ratón ¿qué haces allí? ¿Qué hueles? ¿Qué has guardado?
  • 23. ¡Largo de allí!, - casi enojado cuentan que se volvía hacia un chicuelo campesino pitañoso, que en mangas de camisa husmeaba por las porquerizas y que después sería uno de los grandes fusileros de Benel, donde gruñían produciendo infernal ruido, más de doscientos chanchos de fina ralea. Ñade, ño Carlitos... Estabay aguaitando los coches. Vete a llamar al cholo Blas, el porquerizo ¿Le conoces? Se lo necesita aquí para que cure a los chanchos que se han mordisqueado ¡Corre! En el atiborrado bazar, donde atendía personalmente don Eleodoro, había un hervidero de gente haciendo compras. Circulaban, iban, venían y tornaban conversando sus problemas íntimos, a través de la amplia acera con piso de madera, orillada de una luenga blaustrada que recorría hasta el comedor. Los samaneros se cruzaban de rato en rato, portando ya sea útiles de cocina, artefactos de comercio o víveres para la manutención de los Benel y sus trabajadores. Cuatro mujeres chaposas y melenudas, moradoras de los llanos y chacarales, así como de las laderas vecinas cubiertas de vegetación, oficiaban de cocineras y estaban prontas para atender a los niños, a los jóvenes y a los visitantes o viajeros que por allá pasaban una temporada o solicitaban asilo en la casa de “El Triunfo” que así también se llamó a La Samana. La cocina comunicaba con una amplia despensa, por un lado, y con el comedor por el otro. En este último compartimiento se veía una larga mesa tallada y muebles pulidos en profusión. Delante de la colina de Changasirca, de suave pendiente y recubierta de pasto y maleza y frente al patio trasero de la casa hacienda se encuentra un terreno llano con muchas cercas, en el que abundan los eucaliptos que chirrían al mecerse con el viento, algunos álamos, alisos y arbustos propios de la zona templada del Ande. La capilla con su alta cumbrera y su portón de tosca labradura, sólo se abría para el rezo del santo rosario sabatino y los días de gran jolgorio, es decir, cuando se celebraba la fiesta de los santos patronos de la hacienda: Nuestra Señora de los Remedios y el Señor del Milagro; o el cumpleaños de los propietarios —padres e hijos— ocasiones en las cuales era infaltable la presencia del cura santacruceño y su bendito sacristán, quienes llegaban cabalgando tras cuatro o más horas de duro trotar. Acompañado por el traqueteo de sus vetustas ruedas y envuelto en nubes de polvo aparecía de cuando en cuando, por un recodo del camino que conduce a Yauyucán, un veterano
  • 24. carretón cargando alfalfa para alimentar a centenares de cabezas de ganado vacuno, caballar y mular que Benel apacentaba en Sus praderas extensas. El troj de la hacienda, cerrado y oscuro a pesar de sus dos ventanucos, estaba siempre repleto de granos. Era un gran departamento que hacía honor a su nombre. Las rubias mazorcas de maíz se podían admirar a montones, amén de infinidad de otras simientes. Tenía también su larga balaustrada de torneados balaustres. Un cuartucho que servía de calabozo, adyacente al granero, casi siempre se le veía vacío: uno que otro cargante borrachín el martes de carnaval, o uno que otro cholo que zarandeaba duro a su consorte. En la carpintería y maestranza, gran compartimiento al cual daban acceso tres puertas, había un tosco banco de carpintero con tornillo de hierro, un viejo yunque de herrería, su respectiva fragua con fuelle, en cuyas palancas se veían las iniciales de Eleodoro Benel marcadas al fuego. Diversidad de herramientas, instrumentos y materiales propios para el desempeño de la carpintería y herrería, se veían alineados unos, y colgados otros en sus correspondientes ganchos. En torno al banco y al yunque se encontraban siempre un par de fornidos cholazos, serrucho en mano el uno, tenaza y martillo en ristre el otro, acompañados de sus respectivos ayudantes o segundos, hombres jóvenes que trabajaban saboreando su faena y mirando de soslayo a las chinas que pasaban por las puertas. La enorme sala de recibo de los pisos bajos, con una bien labrada puerta y sus ventanales, también se abría en ocasiones de fiesta. Diversidad de muebles finos, amén de grandes retratos ampliados de familia, colgaban en las paredes de la sala sumida en la penumbra. Una artística araña ornada de relucientes prismas de cristal y que funcionaba a querosina, pendía del centro del cielo de la pieza. El piso era entablado y revestían las paredes papeles de espaldar azul adornados con caprichosos motivos negros. Una rústica y empinada escalera provista de su brillante pasamano, conducía a los pisos altos, que sólo estaban edificados en la parte central del pabellón de construcciones. A la izquierda y en el extremo existían cinco dormitorios, el de los esposos Benel, y los de sus hijas. Al centro de los pisos altos existía una segunda sala de recibo, casi igual a la de los bajos y en el extremo derecho se encontraban los dormitorios que en número de tres, servían para los jóvenes Benel.
  • 25. Todos estos compartimientos comunicábanse entre sí, y el último dormitorio de éstos, por medio de una portezuela desembocaba en un gran balcón corrido, característico de las tierras altas, que miraba al patio trasero e igual a otro existente en el patio principal de la casa hacienda. Del posterior balcón se avistaba la pequeña planicie, los setos, arboledas y la eminencia de Changasirca. Las habitaciones se agrupaban formando un solo y gran pabellón en forma de cruz griega, uno de cuyos extremos, en el brazo superior, estaba dado por la capillita, y el otro por la despensa; siendo el extremo inferior el sitio donde se encontraba la maestranza, en el primer piso, y los dormitorios de los muchachos en el segundo. Trabajo no faltaba en La Samana. Habían gentes que desempeñaban todas las labores: unas fregaban y barrían el piso: otras limpiaban las manijas de bronce de las puertas; quienes limpiaban el polvo de los cristales de las ventanas, quienes barrían las escaleras con escobas de pichana, y nunca dejó de haber cholos que rajaban, a hachazo limpio, gruesos troncos de eucalipto para proveerse de leña seca que alimentara las hornillas de la cocina. Mientras unos araban el suelo, barbechaban o sembraban las simientes, otros se entrenaban en el manejo y limpieza de las armas, otros lavaban la vajilla o aseaban la capillita en la víspera de la llegada del cura cruceño para las misas de onomástico, los bautismos y casamientos en serie de toda la población samanina. Sembríos de maíz, papas, arvejas, frijoles y cebada, más otros productos jalquinos ora verdes ora amarillentos según la época, rodeaban esta colmena de trabajo. Las abundantes cosechas abastecían al paupérrimo centro poblado de Santa Cruz de Succhabamba de pocas tierras feraces, al de Chota y no pocas veces al de Hualgayoc Mercaderes Chiclayanos, Chongoyapanos, Sanmiguelinos, Llapinos, Sanpablinos y de otros distritos no faltaban en La Samana para adquirir reses y otros ganados de la heredad. Guardaba Benel gran veneración a su madre, doña María Zuloeta, cuyo enorme retrato encuadrado en artístico marco pendía en lugar central y visible de la sala del piso bajo; como que de ella heredó el extenso fundo de La Samana. Cuando contemplaba con recogimiento aquella reliquia, rememoraba cierta vez que su madre, acatando órdenes del jefe de la familia, el viejo Andrés, le había dicho con voz dulzona y tirándole de las orejas: - Me han dicho que te dé una buena paliza, porque eres demasiado malcriado y desobediente… Pero, creo que te vas a componer ¿No es cierto? - Sí, mamita, le contestó en aquella oportunidad Benel siendo aún niño.
  • 26. - Bueno, entonces piénsalo dos veces cuando quieras hacer algo malo. Algún día y pronto serás ya hombre mayor, y es bueno que vayas entrando en razón. Benel heredó también de su madre el humanitarismo y la filantropía, caracteres innatos en las personas. Era muy caritativo y un católico ferviente, cualidad que supo inculcar a sus hijos, con la eficaz ayuda del maestro Vigil, en toda la línea. -Mi madre era una gran vieja, exclamaba lleno de regocijo y cruzándose de brazos al caminar por los patios de la casa hacienda en sus nocturnas y cuotidianas tertulias con Carlos Vigil. Del padre heredó la contracción al trabajo, la constancia y la perseverancia, así como la bravura; por que Benel era corajudo hasta el límite máximo y en su iracundia llegaba, inclusive a perder los estribos; pueden asegurarlo así los que le conocieron. Este hombre poseyó un corazón de fuego... Y no podía ser de otro modo para vencer las asechanzas o la persecución desembozada de aquellos tiempos felizmente superados. La inmediata inferior —siguiendo costumbres ancestrales— en el manejo de los negocios y hacienda era la esposa de Benel, doña Domitila Bernal, cruceña legítima, exorcizada, oleada y sacramentada por cura cruceño. Se levantaba muy de mañanita y luego de su rezo matinal, impartía órdenes en voz baja a las samaneras. - ¡Ay, mi Dios, dame paciencia!, cuentan que solía exclamar casi colérica cuando pillaba a los samaneros con las muchachas de la cocina en picarescos ademanes o caracoleos amorosos. - ¡Sabina, vete a tu cocina! Y la muchacha de sonrosadas mejillas y exuberantes formas, cabizbaja, debía encaminarse al lugar indicado. - ¡Tú, Ezequiel... A segar alfalfa, cholo haraganazo, inútil, galiparlo! Se dice que éste era vástago de Carlos Vigil; por lo tanto hermano de don Adolfo. Doña Domitila Bernal, era ama y señora del fundo Achiramayo, que con su matrimonio vino en anexarse a la Samana. Eleodoro Benel poseía, además, grandes fundos ubicados en la zona norte de la provincia de Cutervo, limítrofes con el Chamaya, Sedamayo y Silugán. Canciones de iglesia entonaban los Benel, hijos, todos a coro en la capillita de la hacienda cuando había fiesta de cumpleaños. Como numerosos eran los hijos de Benel, variadas también eran las canciones que interpretaban ayudados por don Carlos con su voz de bajo. Se decía misa con sermón, estallaban cohetes, danzaban las pallas, no faltando la alegre diversión de la vaca loca, almuerzo general en pailas para todos los trabajadores consistente en tamales, sancochado,
  • 27. papa con cuy y botijones de chicha. Y como fin de fiesta, alegre baile en los salones del fundo con los señoritos de los pueblos aledaños. Durante todo el ciclo solar se celebraban santos: en mayo había uno, (el 6) de Segundo Eleodoro, en abril (6) de Lucila, Julio (19) de Eloy Edmundo, en setiembre (5) de Andrés, setiembre (16) de Donatilde, setiembre (13) de Margarita, setiembre (10) de Demetrio, octubre (3) de Armandina, octubre (18) de Esther y diciembre (1) del pequeño Aníbal. Muchos años [atrás], Benel se encontraba cursando el segundo año de instrucción media en el Colegio Nacional de San Juan de Chota. Por uno de esos azares del destino, un buen día por la tarde desaparecieron de la sala de clases, tres mozalbetes audaces, dejando libros, cuadernos y todos los bártulos propios de gente estudiosa; sin mayor consentimiento de sus padres y tras caminar seis días a pie se plantaron en Chiclayo con el fin de buscar trabajo. Los tres socios eran Celso Guerrero, “Chusho Bances” y Eleodoro Benel. Aires de montonera encontraron estos jóvenes en la capital de Lambayeque, pues el coronel pierolista don Teodoro Seminario y un señor Orozco, se hallaban sublevados. Con inquebrantable fe y una ciega confianza en sus fuerzas, solicitaron y obtuvieron su alta como soldados. Oyeron el silbido aciago de las balas cruzárseles numerosas veces por las narices y batallaron con fervor en Huajrajero, Chusgón Yuracpirca, Araqueda, en Hualgayoc y en Chota. Después de algunos meses ya se le ve a Benel vestir el uniforme de teniente de montoneros. Con este grado desempeñó el cargo de ayudante del coronel Seminario. El era pues solícito encargado de hacer cumplir todas las disposiciones del jefe. La montonera de Seminario vivaqueaba en Chota, escasa de víveres y sin blanca; por lo que el jefe dispuso el apresamiento de algunos ciudadanos notables adversos a la causa, así como el de otros adinerados, con el fin de imponerles cupos. Cayó entre ellos el cura Francisco de Paula Grosso, párroco de Chota, y que después ocupara el solio episcopal de Cajamarca. Cada exigencia del teniente Benel era contestada por una rotunda negativa del cura: ¡Suéltenme, bochincheros! exigía el sacerdote. ¡Reclamo respeto para un ministro del Señor! Primero, curita, el cupo, dice el coronel... Sino ¡Nones! ¡Déjenme libre! ¡Con los sacerdotes no se hace esto, poseídos del demonio!, pero seguía el curita fregando el piso del cuartel y barriendo por varios días.
  • 28. Es la orden, señor cura. No hay plata, no hay libertad. ¡Ya lo sabe!, Al clérigo le valió su testarudez. Pero, mal hicieron según muchos pareceres y de buen juicio, entrando los montoneros en líos con los curadores de almas. Al fin y al cabo, sólo consiguieron arrebatarle una hermosísima mula blanca, de buen piso, suave y de gran alzada. Excelente, puesto que mula de sacerdote era. Cuando Grosso vistió ya hábito de obispo, se acordó de Benel y no quiso saber nada de tal terrateniente. Nunca le olvidó, y al hacer sus consabidas visitas pastorales por Santa Cruz y Ninabamba, jamás pasó por su fundo. Una frígida noche chotana asomaba por la ventana de la vieja habitación donde jugando la pinta, se despellejaban Benel y el médico Coronado, de afamada habilidad profesional. Los dados rodaban presurosos una vez y otra y otra, sobre un mantel listado de dobles perfecto y cubriendo una pequeña mesa. El testigo dormitaba a la temblorosa luz de una bujía, y de rato en rato asomaba la cabeza por encima del embozo de la bufanda para escuchar con cierto desasosiego las tan temerarias apuestas. Los dados constituyeron el gran vicio de Benel ¡Cubículos y cubilete! Aquella noche anduvo con suerte. El médico tras duro batallar, perdió nada menos que una bien surtida tienda de comercio en el primer tercio, sus joyas en el segundo, y sus restos en el último. ¡Quédese, doctor, con sus restos!, exclamó Benel con socarronería. Déjeme lo demás. Todo es mío. - ¡Gracias, Benel!, dizque exclamó el médico, cuya figura, nada agradable, se movía inquieta, de un lacio para otro en la temblorosa luz de la bujía, mientras que con la mano derecha se ajustaba el nudo del corbatín. Su cabeza calva, grande y de pelo escaso, reflejaba los fulgores de la mortecina luz. En los poblados vecinos, gozaba Benel la fama de ser apostador y pintista redomado. Caminaban tras él, legiones de curiosos, burropiés o ganchos para el amarre del juego, expertos en chanchullos, y, tahúres pueblerinos tales como: “Mosco” Verástegui, Fidel Orrillo, el tuerto Cabrera, Manuel Cieza y otros crúceños, chotanos, bambamarquinos, chiclayanos; no faltaba a su lado abundante fauna de sinvergüenzas y vividores, que pasaban grandes temporadas a costillas de Benel, gentes que cuando se sentaban a los festines devoraban tanto o más que Sardanápalo, Heliogábalo o Nerón. *** Enorme lote de madera del bosque de Santa Rosa de su propiedad colocó Benel durante tres meses consecutivos, y a lomo de caballo, en la ciudad de Cajamarca.
  • 29. Hallábanse en plena edificación del mayor, hasta ese entonces Centro Escolar de aquella ciudad. Como le fuera tomada solamente madera escogida. Benel encontrábase aquella tarde pensativo, casi colérico con una copa de licor que se había hecho servir, en la mano, cuando ingresó a la habitación donde se encontraba en sus cavilaciones el R. P. Teodoro Bermejo, a la sazón prior del Convento de San Francisco, que también se hallaba en construcción. Despierta, hijo. Estás quedándote dormido, dijo con dulzura el franciscano. Buenas tardes, y adelante reverendo padre ¿Cómo está Ud.? Pensaba nomás, padrecito. Pensaba. Apresuróse a decir Benel, limpiándose el sudor de la frente con un pañuelo. ¿En qué puedo servirlo, padre? Quiero saludarte bien, darte mis bendiciones y también tengo conocimiento que dispones de una cierta cantidad de madera sobrante de tu contrato con los constructores de la escuela, dijo el humilde hermano de San Francisco de Asís. - Sí, Reverendo. Es cierto. - Bien ¿Por qué no me la vendes, hijo?... Yo la necesito con urgencia. Es para terminar la construcción de nuestro convento. - ¡Es suya, padre! ¡Llévesela toda!, apuntó Benel con regocijo. - ¡Pero regalada, eh, regalada! ¡Con esto creo pagar ciertas cuentas pendientes que tengo con la Santa Madre Iglesia -, agregó recordando talvez la forma como había tratado al cura Grosso en su mocedad! - ¡Gracias, hijo. Dios te dé largos años de vida, y que su santa misericordia vea siempre por tí, hijo! ¡Muchas gracias! Benel entró de golpe en el número de benefactores del Convento de Cajamarca. Asimismo obsequió todo el maderamen del templo de la ciudad de Santa Cruz y contribuyó con su dinero al progreso y embellecimiento urbano de la misma en aquel entonces. Las mozas y los muchachos formaban corros durante el recreo. El rostro severo del maestro “El Viejo” como le llamaban las chicas, vigilaba sin perderles de vista en sus juegos y travesuras, a la par que les enseñaba con fe. Con notoria intención de molestarle, que para eso están hechos los educandos, lanzábanle ciertas indirectas que el maestro pretendía no oír. - Juguemos en el bosque mientras el viejo lobo no está... ¡Lucilaaa!, llamaba con voz ronca el maestro. - Don Carlos, replicaba la chiquilla.
  • 30. - Ya estás yendo a curarte esas manos llenas de arañazos … ¿Qué has hecho? - Nada, don Carlos... No me duelen, argumentaba despreciativa. - ¡Diez azotes y arrodillada contra la pared! ¡Ya sabes!... ¡Una hora!, amenazaba. El maestro agitando una campanilla daba por finalizado el recreo cuando llamaba: ¡Niños: al salón! Reunidos en la única aula de la escuela de la hacienda se encontraban todos los Benel, hijos y otros chiquilines emparentados con ellos: Régulo y Rómulo Vargas, de Ninabamba, Alindor y José del Carmen Cabrejo así como otros vecinitos. Para azuzarlos en su aprendizaje hilvanaba comparaciones, y decía, por ejemplo: No hay caso, el mejor alumno que he tenido, tanto en conducta como en aprovechamiento, ha sido Castinaldo... ¡El único!, exclamaba don Carlos con admiración. Ustedes, les decía, al resto de chiquillos, son una tanda de completos borricos… Jumentos, con orejas y todo. A ver, Segundo Eleodoro continuaba, ¿Qué es la luz? - La luz es... Bueno, la luz es... Los escolares escuchaban con respeto y miedo al maestro Vigil cuando estaba colérico. Pues, era sabido que la vez que los cogía, previo ultimátum, los retorcía a su modo, dándoles las más de las veces unas cuantas nalgadas bien puestas o de seis a ocho azotes, cuando más. Golpeaba insensiblemente su varilla de sauce con fruto de choloque incrustado en la extremidad en sus huesudas rodillas agresivas empezaba a corregir al muchacho en coro. - La luuuz... es un agente físicoooo que ilumina y nos permiteee.. . la visioón de los objetoooos ... que nos rodeannnn, terminaba con fuerza. - Veamos ¡Donatilde... A la pizarra! La chica, dicen, salía bostezando y cubriéndose la boca con el puño cerrado, cogía un pedazo de tiza, dirigíase al pizarrón y empezaba a liar entre sus dedos las tripas de la mota. - Escribe un quince avo. La chiquilina garabateaba a duras penas sobre la pizarra una cifra, al parecer, Cinco, contrahecha e inclinada, precedida de otros signos muy similares a los caracteres egipcios. - ¡Eso es un cinco y en seguida un rasguño de gallina, hijita linda!, tronaba ya el maestro con rabia. ¡Un quince avo, te he dicho! Tornaba a dibujar otros rasgos indescifrables y entonces era invitada a sentarse. La mocosilla se retiraba a su carpetín haciendo un puchero para llorar.
  • 31. - Yo, señor - Yo, señor. - Yo, señor Vigil, gritaba Rómulo Vargas levantando la mano. - Pchssssst ¡Hablen más bajo, niños! ¡Silencio! En el fondo de la escuelita se veían grandes retratos de Castilla, de San Martín, de Bolívar, de Piérola y uno nuevo de Billinghurst. Todo esto relataba Segundo Benel. Los jurados examinadores eran nominados especialmente y venían desde el poblado de Santa Cruz a lomo de jacas samaninas que se les enviaba el día anterior. En Santa Cruz se suscitaban fuertes disputas, entiéndase bien: disputas, y cada cual movía lo suyo para hacerse nombrar miembro del jurado. Era sabida la magnanimidad de Benel, y era fama, asimismo, que todos los Benel eran manirrotos de cuentas. Los examinadores se aburrían tomando examen a los flacuchos Vargas, quienes de tanto saber cometían yerros, a los Benel, hombres y mujeres... y terminaban otorgando diplomas a todos los alumnos, así como otros premios, con gran contentamiento de los viejos y pese a las escaramuzas y refunfuños del maestro Vigil, que no veía con agrado aquellos indebidos honores a tales méritos. Un hombrecillo torcido y desgreñado era casi siempre el presidente del jurado. Castinaldo, el primogénito, y Segundo Eleodoro fueron enviados al Colegio de Chota en busca de nuevos aires de cultura. Su maestro los presentó a pruebas de revalidación, y resultó Castinaldo asombrando al conjunto de jurados. No quedó atrás el colorado Segundo Eleodoro. Terminado su cuarto de secundaria —antes Instrucción Medía— y después de muchos ajetreos para los que no estaba hecho, menos dispuesto, el joven Castinaldo, de fisonomía muy cercana a la de su padre, logró su ingreso en la antigua Escuela de Clases de Chorrillos, obligado por sus mayores para seguir la carrera de las armas. Allí le fueron extraños la vida regimentada, el burdo uniforme de jerga gris, el apretado correaje, la mala alimentación, la disciplina y más que todo, el hecho de no estar acostumbrado a recibir órdenes de nadie. Cuentan que, por no caer muerto de risa, se asió a la aldaba de una de las puertas del viejo local de la Escuela, cuando un cabito, serrano del Centro él, flacucho, prieto, enfermizo y regañón le ordenó cierta vez: - ¡Uye, tí: undi ti paras, no ti muivis!... ¡Oístes! Castinaldo se carcajeó con áspera risa, según se cuenta. Un puntapié en los fondillos fue la réplica del cabito, enfundado en su uniforme de jerga gris.
  • 32. Desde allí, Castinaldo comenzó a mirar afanoso puertas, ventanas y tapias, en procura de la calle y, entre gallos y medianoche voló, dando su mortal naturaleza en el fundo La Samana, a donde llegó caballero en brioso castaño de media sangre, acompañado de veinte cholos que habían salido a recibirlo, y cuyos cabecillas eran: el Tuco Vera, los bravos Asenjo, Eduardo Mego y Neptalí Roncal. • • • Era administrador —después de que lo fue José Félix Novoa— de un elegante bazar situado en la plaza principal de Bambamarca, Aurelio Acuña Villanueva, hombre de talla media, cara morena, surcada de algunas incipientes arrugas, moteada de lunares, bien afeitada y con la mirada dulce, de vida quieta y reposada, piadoso y honesto. Con este bazar tenía don Eleodoro otro adyacente a cargo de Mercedes Villanueva, Papamesche, sastrecillo e imaginero pueblerino, cuyo infalible método consistía en inquirir la edad del recurrente y luego extraer de su bien conservado archivo el molde adecuado para tal cliente, ya sin darse el lujo de gastar inútilmente el tiempo en tomar la respectiva mesura. La tienda de Chota la regentaba Julio Cadenillas Gálvez, de buena jaez de familias, pariente a la sazón de Vigil, hombre moreno, calinoso, de poco temperamento, pero eso sí, magnífico escribiente. El bazar de Santa Cruz, tenía como jefe a un hombrecillo con cara de mosca que respondía al nombre de Mardoqueo Calderón. En la Samana, “El Tambo” según le llamaron los campesinos, estaba atendido por el mismo Benel, que a veces era auxiliado por Vigil, cuando no tenía ocupación en la salinera, en la escuelita o en la contabilidad. En Silugán, fundo de la ceja de montaña en el caluroso valle Chamaya, la tienda estaba encargada al rumboso joven Castinaldo, primer vástago de Benel. Muchas se sorprenden, otras se irritan y algunas personas estallan en estrepitosas carcajada cuando les cuento lo ocurrido durante la ceremonia del bautizo de mi hermano Adolfo. Castinaldo, en representación de su progenitor apadrinó la ceremonia; hubo profusión de luces y de invitados, el baile fue realmente versallesco según el medio, e buffet abundante, y el padrino arrojaba esterlinas y peruanas así como soles de nueve décimos en forma tal, que hasta la linda madrina —Raquel Orlandini Verástegui mocita de unos catorce años—, no vio inconveniente en guardarse algunas en el bolso, recogiéndolas del suelo. La mayoría, la casi totalidad de las personas convidada al bautizo, coinciden en señalar que ni siquiera llegaron a sentir las ondas de un furioso movimiento telúrico que se produjo aquella alegrísima y ya lejana noche.
  • 33. De gran estima por los hacendados gozó el señor Vigil, para don Eleodoro, Vigil era una especie de caballito de batalla, un sábelotodo y arréglalo todo. Para la mestizada de los peones y arrendadores del fundo, fue Vigil “cuñado de don Heriberto Benel”. En realidad, era sólo primo de Domitila Vigil, que así se llamara la esposa del hermano de don Eleodoro Benel. Para los muchachos, “el viejo Vigil”, retoño de tricentenarias familias de Chota, aunque pobre de solemnidad, era el consejero, el amigo fiel y sin dobleces, el guíe el asesor diríamos actualmente. Se hizo el hombre indispensable, el factótum, a la vez agricultor, veterinario carpintero, remendón, latonero, calafate, contador, abogado, ecónomo y hombre de armas. Se desempeñaba en todo con eficacia y su patrón tenía la seguridad plena de que un hombre de tal raza resista los rigores de la vida campesina. Oficiaba tan pronto de capataz de campo, como maestro de capilla o maestrescuela; representante de la contrata para el enganche de peones que Benel tenía en Cayaltí o tan presto como contralor de las tiendas, a las cuales visitaba anualmente con Castinaldo y Segundo, hecho ya contador en Lima, precedidos de mucho boato y con algunos hombres de armas, no menos de seis, que acompañaban montándoles la guardia. Triste y desventurado oficio desempeñan muchos ciudadanos en lo que respecta al tráfico de trabajo humano, en el llamado “socorro de peones” a los grandes principados costeños; y aunque tales palabras no suenen poéticas, ello, no obstante, son realidad. Estos modernos negreros abundan hoy en día en todo el Perú, se han enriquecido a costa del sudor de los hombres que explotan a sabiendas o no; pero se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que era un negocio lícito por aquellos tiempos. Todos los hacendados del Ande lo practicaban... ¡Todos! sin excepciones, además que solían poseer calabozo y hasta su propia fuerza armada. Benel tenía gran visión para emprender los negocios. Era importador directo de variedad de mercaderías de grandes firmas así europeas, así americanas. Su magnética personalidad, así como su virilidad, eran los dones más notables que poseía. Le admiraban desde sus trabajadores, era ídolo de las chiquillerías pueblerinas y hasta de gentes costeñas encumbradas, repartía a manos llenas abundantes propinas a los rapaces, era rumboso como pocas y muchas, muchísimas mozas suspiraron de amor por él. Su acerada musculatura, templada en las rudas faenas agrícolas, a las que se dedicó desde su juventud, le hacían aparecer vigoroso. Sus hermosos ojos negros, de mirada penetrante, ubicados tras el ajimez de sus cejas finas, le daban atractivo singular. La nariz recta y bien contorneada quedaba delimitada por un tupido y gran bigote que le rebosaba las comisuras de los labios. Regular y sencillo era el dibujo de sus
  • 34. labios. Tenía la frente espaciosa, cuya amplitud iba en aumento a medida que crecía la calvicie. No había en su rostro moreno ninguna mueca de dureza, salvo en sus ratos de ira. Tirador eximio era, y le obsesionaron todas las armas; también le deleitaban las herramientas extranjeras, prueba es que en Chiclayo o en Lima se detenía a admirarlas en los escaparates y luego adquirirla para sus múltiples necesidades. Ingente era la actividad de Benel, grande y agotador su trabajo. Tras él siempre se veía a su fiel colaborador y en toda circunstancia, de día o de noche, tarde o temprano, con lluvia o sin ella, en guerra o en Paz. Tal era Carlos Vigil. Desde su infancia demostró Benel apego al trabajo y a la rectitud. Era intransigente. Eleodoro Benel Zuloeta, llegó así al día de su muerte, perseguido y acosado, después de duro bregar en la trinchera y en el surco, durante cincuenticuatro año seguidos, pues según consta había venido a este mundo en un cinco de agosto de mil ochocientos setenta y uno. EL ASUNTO “LLAUCAN” Desprendiéndose de la banda, se presentó ya avanzada cierta noche, en una casa del jirón Lima en Chota, Raymundo Ramos, para entrevistarse con Régulo Regalado ciudadano éste de rechoncha figura, nariz respingada y mejillas enormes a la par que rozagantes. Inclinada hacia adelante la cabeza, tenía el paso corto e inseguro. Era fama que andaba en tratos y conchabanzas con el diputado de entonces, Oswaldo Hoyos Osores, y las gentes repetían muy seguido estos dichos al referirse a tales relaciones: “más puede tetas que carretas” y “al buen entendedor pocas palabras”. En el año mil novecientos doce, Regalado fue vencido en la puja por el remate de la locación-conducción de la hacienda Llaucán, que por esos días había convocado la Junta Económica de su propietario, el Colegio de San Juan, cuya buena pro y en decente pugna la había obtenido Eleodoro Benel. Metiendo la mano al bolsico interior del saco, extrajo un fajito de billetes —los paisanos chotenses no se caracterizan por dadivosos— que rápidamente desapareció en manos del bandido y cerró con llave desde adentro, la puerta de la habitación donde se encontraba. - Bueno, Raymundo... Tú ya sabes lo que tienes que hacer. ¿No es cierto? -, empezó con voz poco audible, Regalado. - Espero te desempeñes en la forma debida. - Sí, señor don Régulo, - contestó animoso el abigeo. Tengo todas sus instrucciones... Las cumpliremos sin más trámites. Esté usté seguro que así lo haremos. ¡Sin fallar!, siguió
  • 35. argumentando el cholo Raymundo, sonriendo malignamente - Biamos estao esperando su llamadita, según nos mandó usté carta. Regalado despidió con no poca alegría al bandido palmoteándolo en el hombro, y éste había venido resignado, pues, a venderse. - Bien, mi don Raymundo. ‘No olvidar los detalles y consultar cualquier duda. Vete con Dios y que te salga de primera... Te escribiré pronto. - Hasta lueguito, mi señor don Régulo. Yo también le avisaré un destos días del resulta de la operación - El bandolero Raymundo, alto, desgarbado, abandonó la casa con sus zancadas poderosas que parecían las de una jirafa y desapareció por una de las abruptas calles de la ciudad. TERRIBLE PREDICA La sierpe plateada del río se contorsiona en ajustados meandros por en medio de los pastizales de la llanada hasta confluir con un riacho, y el vuelo sereno de las quigüilas, marca en el aire, la dirección de la corriente. Las chacras, las cabañas y alquerías, las cercas, las líneas de eucaliptos y las tierras polícromas en ondulante sucesión llegan hasta el ribazo de las montañas. En estas verdes y exquisitas planicies de Llaucán, en el ángulo de confluencia, a partir del cual el río se interna por una garganta cincelada entre moles verticales ruiniformes, encontróse Raymundo Ramos con sus hijos, hermanos y sobrinos. La tibia brisa de la llanura y la aparición del jefe, tonificó en cierto modo el espíritu del grupo de bandidos, que se hallaba un tanto desconcertado. Depositó una alforja repleta sobre la grama verdusca y púsose a desatar un talego que contenía algunos biscochos, pan y caña, que los repartió con equidad entre todos los componentes de la banda. - Tenemos que entrevistarnos hoy mesmo con ese hombre - apuntó con seguridad el jefe. - ¿Y onde vive? -, inquirió el cholo Pancho. - En el sitio de el Chorro Blanco-, contestó Raymundo - Pa allá tenemos que dir dejuro - Tras informar mayormente al conjunto y mordisquear por algunos momentos sus frescos y sabrosos biscochos, levantaron campamento y emprendieron camino por las riberas del arroyuelo Pomagón, riacho tigre durante los inviernos, admirando el maravilloso paisaje, pero en completo silencio. Los arrecifes de Pomagón son responsables de la muerte de rosarios de campesinos que los domingos retan el paso de la corriente cogidos de las manos y en completo estado de ebriedad. Se entendían los abigeos con la sola mirada, con la sonrisa, sin decirse palabra. No anduvieron ni cincuenta minutos y se encontraron de manos a boca con el chozo de Emilio
  • 36. Tarrillo, enclavado en los primeros contrafuertes roquizos que dan comienzo a elevadísima montaña. Azules hilachas de humo brotaban por los resquicios del techado de la choza. Tarrillo los recibió con cierto recelo; y aunque él también desempeñaba el triste y nada edificante oficio de matar, sin embargo, se sintió incómodo en su propia casa, con la presencia de tan terribles asesinos, cuya fama había traspasado ya más de cinco provincias. Alargóles la mano e invitóles a tomar asiento: -Pasen, señores Ramos, pasen… Lleguen nomá. Tarán aquí como en su propia casa. -Aquí debe haber gente que nos informa a cada ratito de toos los movimientos de Benel, y gente que tamién se mueva aquí entre los indios. Nosotro hemos venido pa acá pa impedir que Benel tome posición del fundo. ¡Esa es la orden, y no hay más!... Así es que horitita mesmo vamo a empezar a trabajar. -Como ustedes saben, yo toy a sus órdenes. Uté bien lo repara ño Raymundo-, replicó Emilio Tarrillo con su cara de ingenuidad, la barba negrísima partida y sus bigotes tan grandes como los de Raymundo, que destacan en su faz enrojecida por el frío de la jalquilla. ¡Y qué buen arriero fue de sus amigos y conocidos! Relució la botella y se desparramó la coca. -Bien, entón... Hay que hacer repartir las voces que el que va a tomar la hacienda es un pillo, es un ladrón. Que es un asesino deselmao. Que es un bandolero-, decía el bandido Ramos enumerando con los diez dedos de sus manos. - Que es uno que va a subir los arriendos. Que va a quitar las chacras. Que va a destruir las sembraduras. Que se va a empuñar la plata de las limosnas del patrón San Francisco. Que los arriendos no se van a pagar cada año, sino es tres veces en cada año ¡pero ustedes no deben abonarlos! Que va a tumbar la Iglesia de la hacienda. Que va a apresar y a quemar las chozas de los indios que se han declarao de sus nemigos... En fin, uté se va encargar de hacer decir lo que ellos quieran ¡Tratándose de joder a Benel, no pararse en pelos!. El bandolero garabateó apenas algunos jeroglíficos en la hoja amarillenta del viejo cuadernito de uno de los pequeños de Tarrillo, y envió a éste a cumplir su misión de propaganda. Emilio Tarrillo retornó a su bohío muy avanzada la noche y satisfecho de haber cumplido con su trabajo. No quería caer en desgracia con Raymundo, y, en efecto, había repartido las consignas respectivas entre quince cabecillas indios o cabezonados, yanaconas del fundo Llaucán. Estos esparcieron con gran velocidad una concatenación de voces a toda la indiada —en especial aquello de que no se paguen los arriendos— y el ambiente comenzó a agitarse de modo ostensible contra Benel.
  • 37. El trágico empecinamiento del indio de Llaucán, la obsesión de vivir pegado a la tierra donde nacieron sus bisabuelos -aunque saben de sobra que no les pertenece- fue hábilmente explotado por los cínicos agitadores. Con esta terrible prédica que duró 24 meses, los mismos indios sirvieron de instrumentos para propalar los falsos rumores y la calumnia. Benel quiso forzar la ocupación del fundo con el apoyo de sus hombres, más hubo oposición de la Junta Económica del San Juan, la que mediante reiteradas y “bien puestas” comunicaciones oficiales disuadió a Benel de su primitivo proyecto. Los Ramos desde el primer día y al notar el éxito inicial de su obra, solamente se dedicaron a tomar y a tomar aguardiente, brindando por fracaso y por la muerte de Benel, que creían cercana; aunque de cuando en cuando charlaban nerviosamente, tejiendo sus cábalas y comentarios de acuerdo a su oscuro trajín. Sin embargo, el hacendado de La Samana también tenía partido entre los indios y mestizos, cuyos jefes eran Gregorio Guayac, Manuel Guayac, Delfín Palma, Doroteo Tocas y Casimiro Huamán, quienes tomaban acuerdos e intercambiaban opiniones e impresiones en la sala grande de Aurelio Acuña, amigo de Benel. LA MASACRE DE 1914 Lugar: la llanada delantera de la casa hacienda Llaucán. Época: el 3 de diciembre de 1914. Personajes: la indiada de Llaucán y la gendarmería de Ravines. Cuatro mil indios, hombres y mujeres, mozos, niños y niñas, se encontraban aquella aciaga tarde en la llanura cubierta de grama situada delante del portón de la derruida casa hacienda Llaucán. Esa tarde debía Benel tomar posesión del fundo. Habían comprendido perfectamente la propaganda desplegada en silencio por los cuatreros Ramos y allí estaban, en pie de guerra para defender “sus derechos” a la tierra y para expulsar al “terrible bandolero y asesino, Eleodoro Benel”. El Prefecto de Cajamarca, coronel Belisario Ravines —héroe de San Pablo— habíase constituido por orden superior en la pampa de Llaucán, con el auxilio eficaz de doscientos números de la gendarmería perfectamente equipados, a fin de dar posesión a Benel, que en buena lid había obtenido el remate de la hacienda, ya que éste mismo había solicitado también garantías ante la creciente e insidiosa campaña desplegada por los Ramos.
  • 38. La tropa formada en doble fila, estaba dispuesta en semicírculo en la llanada. El coronel Ravines con grueso capote y pistola al cinto, jinete en un grande corcel, fornido, saltador e inquieto, recorría el campo de extremo a extremo, teniendo al frente la reunión de llaucanos. La indiada a cien metros de distancia, pugnaba por contenerse. Rugía y aullaba, produciendo un ruido ensordecedor. Sus gestos, ademanes, griterío y amenazas no tenían nada de tranquilizadoras. Sólo esperaban la aparición de Benel para cogerlo vivo y luego despedazarlo. Estaban armados hasta los dientes con palos de chonta, garrotes, piedras, hondas, cartuchos de dinamita con su provisión de guías, pedernales y acerados eslabones. - No comprendo que es lo que ha pasado-, se decía así mismo el prefecto un tanto aterrado. El semblante desencajado de los gendarmes, denotaba su tremendo disgusto y un miedo profundo. La indiada enfurecida, a punto de hacer estallar sus iras, no es para poco: ni más ni menos que para hacer temblar al hombre más aguerrido y valiente aún con gran acompañamiento y armas. A una intimación del prefecto, la turba pudo entrar en leve calma. Volvió después a recrudecer el infernal griterío y la furiosa indiada comenzó avanzar atropelladamente, paso a paso, durante algunos segundos, Una segunda intimación del coronel fue ya incapaz de contener a la enardecida multitud. El prefecto sentía el sudor correrle por el cuello y por la frente. - ¡Alto, alto, deténganse, deténganseeee! ... ¡Voy a ordenar hacer fuego! -Arrolladora avanzó la multitud enorme. Tras leve vacilación y luego de arengar a los rebeldes, una cabecilla india apodada La Camacha, salvó corriendo, con su rostro prieto, surcado de leves arrugas, la distancia que separaba la multitud del prefecto, y al llegar a donde él, se cogió de la brida del caballazo que se movió asustado e inquieto. - ¡Prifetu bribón... tú también vas a dar il Llaucan a un bandidu! - espetó con rabia que le retorcía la faz la cabecilla india, al mismo tiempo que se abalanzaba sobre el prefecto, cruzándole un latigazo por la mejilla que derribó al suelo al héroe de San Pablo. - ¡India estúpida, carajo! - bramó el coronel, a tiempo que el capitán Ravines, hijo de aquél, que también habíase hecho presente en el comando del destacamento de gendarmes, extrajo su pistola como relámpago y disparó sobre la embravecida cabecilla por tres veces consecutivas. La india Camacha, que así se le conocía a la valerosa Casimira Huamán de Camacho, envuelta en su propia sangre como su bandera, mártir de su raza y mártir del engaño, rodó con ímpetu, estrujándose el ensangrentado pecho. Cuenta mi madre que esta lideresa era de las más
  • 39. elegantes y recatadas campesinas de Llaucán, pues vestía costosos vestidos poblanos y calzaba zapatos de Chota adornados con cintillos que le formaban en el empeine. El corcel se encogió por el esfuerzo y luego se encabritó parándose en sus patas traseras. Centenas de palos cruzaron por el aire. Una tremenda salva de piedras hendió el espacio, sembrando el pánico en las filas de Ravines. - ¡Fuego al aire! -, incorporándose en los estribos de su cabalgadura, aulló el coronel, a la vez que consultaba con su reloj. Doscientos disparos atronaron el aire amenazante. Decenas de dinamitazos retumbaron ensordecedores al chocar en el suelo cercano al lugar donde se ubica la tropa. Los indios tiraban diestramente con la honda arrojando los cartuchos de dinamita con su guía ya encendida. Se vio caer a un gendarme sin haber tenido tiempo para hacer la segunda descarga. - ¡Circu, circu, circu! -, avanzaron gritando los llaucanos y ejecutando una maniobra envolvente alrededor de la tropa. Miles de piedras volvieron a hender los aires. - ¡Fuego al bultoooo! -, trono nuevamente el prefecto. La respuesta inmediata fue dada por dos decenas de indios que quedaron tendidos en la pampa, entre muertos, heridos y agonizantes. Sin embargo, de las bajas en las huestes de la indiada, comenzó a generalizarse la pelea. Varias decenas de indios volvían a caer sin vida. Siete soldados quedaron heridos levemente en esta primera refriega. La tropa volvió a cargar sus fusiles y disparó por tercera vez a bocajarro. Cinco decenas de legítimos llaucanos murieron instantáneamente. Otra descarga más, y ochenta indios cayeron inertes bocabajo. Conforme arreciaban las oleadas de nuevos llaucanos eran barridos por las balas carniceras. Ya el desbande no se hizo esperar en las filas de los indígenas. Atropellándose huían en distintas direcciones y la gendarmería disparaba sobreseguro. Gritos, lamentos, maldiciones y blasfemias oíanse por doquier; manchones de sangre se advertían en los caminos y el llanto reinó en casi todos los bohíos. Media hora había durado la desigual batalla, treinta minutos de infierno, de plomo y de sangre, pero fue tiempo más que suficiente para que dejaran esta vida llena de pellejerías tres centenares de indios. Doscientos infortunados llaucanos perecieron, más tarde, después que el señor prefecto ordenó despiadada, cruel y tenaz persecución. Los infelices indígenas eran cazados como fieras en las chacras, por los caminos, en los montes, en sus propios y precarios bohíos traspasados a bayonetazos.
  • 40. La indiada de Llaucán, mártir de la felonía, del engaño, de la envidia y del rencor de personas ajenas a ella, apenas pudo sepultar sus muertos bajo el terror de la persecución. Ingente montón de carne humana se había formado a escasos metros de la tropa en la pampa de Llaucán. Durante años no se habló sino de esta injusta hecatombe. Los adversarios políticos de Benel habían logrado uno de sus más caros objetivos. No se trataba de una lucha o reivindicación agraria ¡no! Se trató simplemente de atajar a Benel a fin de que no tomara el fundo que lo había ganado en limpia puja o remate, sin influencia política, como su contrincante. Pero la humanidad tiene frágil memoria y ahora parece que se piensa y se grita a voz en cuello que aquella guerra fue un lío entre los indígenas reivindicacionistas de su patrimonio agrario usurpado y un gamonal que mantenía a millares de nativos bajo una rígida explotación colonial. La parcelación y venta de lotes del referido fundo es ahora un hecho consumado, gracias a la prédica perenne y salvadora de otros dos luchadores llaucanos: Lorenzo Guadaña y Andrés Avelino Mondragón. El único soldado que cayó en la acción, el cajamarquino Zurita, víctima de una certera pedrada, fue sepultado con categoría de héroe, esto es, con todos los honores que se estilan para tales acontecimientos. Benel y Vigil, bajo la presión y el consejo de prudentes amigos de Bambamarca, no estuvieron presentes en la masacre de Llaucán. Tampoco se encontró Edilberto Prado, conductor del anexo Gochadén, que había ofrecido a Benel un muy amplio apoyo y aún gente armada. Un pequeño grupo de chotanos, Julio y Manuel Cadenillas, así como otras cuatro o cinco personas amigas de Benel, al oír el ruido atronador de la batalla, voltearon riendas y picaron espuelas desde la bajada de Las Huangas, antes de cruzar el Pomagón. Los cínicos bandidos Ramos, brillaron por su ausencia también. Seguramente atónitos y aterrados escucharon la noticia que Benel andaba por Bambamarca. Ello, no obstante, durante su permanencia en los llanos, florestas y macizos de Llaucán, los hermanos Ramos se dedicaron exclusivamente al latrocinio. Convirtieron a esa hermosa tierra en sitio de asaltos, muertes y despojos. Fueron famosos la destrucción de sembraduras, incendio, saqueo y robo de diversos ganados que sufrió Aurelio Acuña, amigo de Benel en su arriendo de El Enterrador. LAS PIEDRAS GORDAS Aquella tarde Carlos Vigil se encontraba sentado sobre el pasamano de la barandilla del corredor de la casa hacienda. Las luces comenzaron a encenderse una a una. El Cholo Ezequiel, de turno como samanero, pegaba fuego a las mechas de las linternas. La cocinera Dominga tañía la vieja campana del fundo avisando llegada la hora de comer.
  • 41. En ese instante apareció, viniendo del comedor, pesarosa y denotando gran contrariedad, la dueña de la casa, envuelta en su amplio delantal con letras bordadas, dirigiéndose a Carlos Vigil: - Carlos… Mañana debe regresar Eleodoro, de Bambamarca y sé que los cholos Ramos se están aprestando para salirle al encuentro. Me temo que le vaya a suceder algo. - No tema nada, señora-, replicó confiado - Don Eleodoro sabe defenderse solo de toda la cholería junta. Es lógico. - Tengo detalles que los acabo de recibir, que se han reunido más de veinte hombres para asaltar a Benel en la jalca. Cuñados, hijos, sobrinos, entenados y amigos han tenido asamblea hoy, a las diez y media más o menos, en cierto sitio donde divergen Los Dos Caminos; y esperan el día de mañana para completar su tarea. Si en algo pueda servirla, señora, no tiene Ud. más que ordenar. Estoy a su disposición y recaudo completamente. - Eso es los que en justicia quería, Carlos... Escoja la mejor gente que Ud. conozca. Tomen todo el armamento y munición que crean conveniente y que enseguida maten dos carneros para el fiambre. Usted encárguese de abrir la tienda y habilite a las cocineras el arroz, la sal, el ají y todo lo necesario. Lleven unas cuantas botellas de cañazo para el frío y monte Ud. en el alazán, y los que tengan en que ir, que vayan a caballo, sino a pie. La jalca está cerca. - Bien, señora. Así se hará. - Frotándose las manos. Vigil llamó - ¡China Olinda! ¡Olinda¡... ¡Samaneeeraaa! - ¡¿Qué diste, ño Carlitos?!, apareció casi gritando por la puerta del comedor Olinda Mondragón con su blusa rosa, ornada de grecas y blondas coloreadas, llevando polleras granate de amplio vuelo. - ¡La campana, toca la campana fuerte, para que se reúnan los arrendadores! Tan tan tan ... Talalán talan talalaaaaaaannn, dejó escuchar el esquilón su penetrante tañido. Los arrendadores fueron reuniéndose en aquel atardecer ventoso, en el patio de la casa, unos tras otros hasta completar sesenta. Cuchicheaban unos chacchando su coca; producían ruido ensordecedor, otros charlando y riendo con sonoridad. Así transcurrieron treinta minutos. - Bueno, caballeretes... ¡Al grano! -, comenzó a perorar Carlos Vigil con gesto sincero encaramado sobre un banquito en el corredor de la casa.
  • 42. - Los he hecho reunir aquí y a estas horas para salir mañana de madrugada al encuentro de don Eleodoro que viene de Bambamarca … Sabemos de buenas fuentes de información que los Ramos capitaneados por el Raymundo, están aprestándose, porque quieren cazar a nuestro jefe, principal y amigo, arriba en las jalcas. ¡Quiero voluntarios! ¡Nadie se va obligado! ... ¿Me entienden, y que conste? ¡A ver! - tronó don Carlos lanzando el fuego de su mirada a toda la gente concentrada. - ¿Quién? ¿Quienes quieren ir? Yo. Yo. Yooó. Yo también voy. Yo quiero ir. Yooó. Se oyó decir a un caudaloso torrente de voces. ¡Bien. Así me gusta! - Por las mejillas del emocionado y antiguo servidor de La Samana rodaron un par de gruesas lágrimas - ¡No hay caso, los cholos adoran a Benel! -, se dijo. - ¡Voy a tener que escoger! ¡No todos pueden ir sino, quién hace los trabajos del campo!... A ver, tú cholito, ven acá... Asenjo, César, acá. - El hombre se adelantó dos pasos con el poncho terciado al hombro, y exclamando con alegría: - ¡Allá voy! - Otro Asenjo más. Otro más... Tú, Roncal Mego, tú Rómulo Galarreta, tú Manuel Torres, José Silva, Juan Requejo, Santos Mondragón... Tuco Vera, tú -. Y así siguió escogiendo valientes hasta completar veinte. - ¡Formen fila, y al armero a recibir cada cual su carabina!... ¡A las ocho de la noche todo el mundo a la puerta de la cocina con sus platos y su respectivo talego o alforja para recibir el fiambre!... ¡Mañana a las cinco de la madrugada, saldremos a esperar a don Eleodoro en Las Piedras Gordas ¿Entendido?!... Los Ramos son cuarentones, pero tienen ochenta años para el delito ¡Mucho ojo! Todo se hizo conforme ordenó Vigil. Los demás se retiraron casi ofendidos y protestando por haber sido rechazados, prácticamente, en su oferta de integrar la tropilla. Terminada la comida circuló el aguardiente de la región con generosa liberalidad. La conversación giró ora sobre vacas que habían tenido dificultad en su parición, ora sobre bravíos toros que lograron romper las alambradas, ora sobre la elección de las semillas de los zarcos maíces, ora sobre si la luna, por su figura, anunciaba tiempos pluviosos o sequizos. Aquella noche, se veían los peludos contornos de los montículos cercanos al patio, cubiertos de yerba, alzarse como fantasmas… La luna redonda y pequeña lucía en lo alto entre las inmóviles nubes. Un hombre que chacchaba alegremente su coca, hacía chasquear los labios de rato en rato. A la luz rojiza de una
  • 43. fogata encendida que expedía una columna de humo blanquecino, se sentaban estáticos otros voluntarios. El tuco Vera con reluciente cachete, lleno de saliva y de hojas de coca machacadas, exclamó con risita burlona, golpeando el calabazo contra la uña de su pulgar izquierdo: - Dulce está mi coca. Dejuro que mañana nos va bien, hombres... Está armando de lo lindo. - Yo, Ídem. - Yo también lo siento dulce -, exclamaron juntos, otros arrendadores, Al fin de cuentas, a todos les fue bien en esa jornada. Todos salieron ilesos. No hubo siquiera un rasguño que lamentar. Recién llegó la madrugada. Había sido larga la espera, ya que los samaninos, acostumbrados como estaban, despertaron muy temprano y comenzaron a hablar en voz alta, César Asenjo trajo el alazán en que montaría don Carlos y lo ensilló. Igual hicieron aquellos voluntarios que poseían cabalgaduras. - Más seguro y más mejor se va uno a pata -, interrumpió un hombre joven con cara rosadita y negras patillas, acariciando tiernamente su fusil. -Y dejuro - exclamaron con solemnidad cuatro de la tropa. Apareció entre el claroscuro de la madrugada Carlos Vigil, tocado con sombrero de anchas alas de paja palma, calzando recias botas de cuero, y una pistola máuser enfundada, pendiente del cinturón. - Buenas, ño Carlos -, saludaron todos los voluntarios al igual que los escolares saludan la entrada de su maestro en el aula de clase. - ¡¿Listos?! -, preguntó. - Falta el caldo, ño Carlitos. ¡Horita está! - dijeron a coro varios hombres. Les esperaba un humeante plato del sabroso caldo verde de fragantes chamcas, cuajada y huevos, que había mandado preparar exprofeso, Carlos Vigil. - ¡¿Listos?! - preguntó nuevamente, cuando todos estaban reunidos. - ¡Sííííí! - respondieron. - ¡Bueno! ... ¡Adelante, pues! Levantando una tempestad de polvo, se perdieron los voluntarios formados en columna de a dos, seguidos de los que montaban a caballo, por el último recodo del camino que muestra su rostro arenoso.
  • 44. Tras una media hora de trepar la pendiente de tierras arcillosas y coloreadas, Vigil ordenó silencio, ya que el ruido podía delatar la presencia de los expedicionarios. De momento en momento, el jefe de la partida secaba su frente sudorosa y oteaba laderas, cerros, hondonadas y cresterías. Así continuaron la marcha durante dos horas febriles entre el verde primaveral de la vegetación. Parado sobre una rugosa piedra piramidal, un viejo arrendador tocado de sombrero grande y con pantalón negro de dril, remangado hasta media pierna, avisó a Vigil. - ¡Ya estamos en Las Piedras Gordas! ... ¡ Aishito nomá está! Efectivamente, los campesinos saben apreciar muy bien las distancias, de acuerdo a su recia complexión y naturaleza. Faltaba para llegar al sitio que había señalado poco más de una hora de caminata. Al coronar las punas de Piedras Gordas, Carlos Vigil sofrenó con violencia su brioso alazán y luego de describir un semicírculo, descabalgó veloz. Comenzaba a nublar, pero no eran nubes de aguacero, y a corta distancia se oyó el retumbar de la tronada. - ¡Aquí vamos a acampar! - gritó el jefe de los voluntarios - ¡Todos a despachar sus fiambres, menos cuatro, ¡A ver, Eulogio, colócate allá! - y señaló hacia el norte, un pequeño arbusto jalquino retorcido. ¡Allá, tú Rómulo! - era una gran roca revestida de musgos, que quedaba al sur, - ¡Allá, tú Asenjo! había allí una hondonada cerca a un lagunajo, hacia el oeste. - ¡Tú, Mego, allá en aquella lomita!, eminencia gris erizada de ichu y otros yuyos situada al este. Los improvisados vigías, carabina en mano, ocuparon sus respectivos emplazamientos. Salta a la vista que todos eran puntos estratégicos. Las cresterías de las Punas, de Piedras Gordas, descienden insensiblemente hasta formar un ancho pajonal, donde como único regalo de Dios, dominan las pajas bravas y las escorzoneras. Profundo silencio impera en ellas. Ligeros golpecitos de las cucharas al entrechocar con los platos de fierro aporcelanado en que comían con fe, interrumpían la quietud. Gruesos nubarrones volvieron terrible y ennegrecieron el suelo, y la niebla cerró por completo el desolado paraje. Las Piedras Gordas, enormes rocas esferoidales, eran apenas visibles a causa de la niebla. Soplaba del este un frígido viento que silba entre las pajas, amenazando tormenta.