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Los 3 cerditos
Al lado de sus padres, tres cerditos habían crecido alegres en una cabaña del bosque. Y como ya
eran mayores, sus papas decidieron que era hora de que construyeran, cada uno, su propia casa.
Los tres cerditos se despidieron de sus papas, y fueron a ver como era el mundo.
El primer cerdito, el perezoso de la familia, decidió hacer una casa de paja. En un minuto la choza
estaba ya hecha. Y entonces se fue a dormir.
El segundo cerdito, un glotón, prefirió hacer la cabaña de madera. No tardo mucho en construirla.
Y luego se fue a comer manzanas.
El tercer cerdito, muy trabajador, opto por construirse una casa de ladrillos y cemento. Tardaría
más en construirla pero estaría más protegido. Después de un día de mucho trabajo, la casa quedo
preciosa. Pero ya se empezaba a oír los aullidos del lobo en el bosque.
No tardo mucho para que el lobo se acercara a las casas de los tres cerditos. Hambriento, el lobo
se dirigió a la primera casa y dijo: - ¡Ábreme la puerta! ¡Ábreme la puerta o soplare y tu casa tirare!
Como el cerdito no la abrió, el lobo soplo con fuerza, y derrumbo la casa de paja. El cerdito,
temblando de miedo, salió corriendo y entro en la casa de madera de su hermano. El lobo le siguió.
Y delante de la segunda casa, llamo a la puerta, y dijo: - ¡Ábreme la puerta! ¡Ábreme la puerta o
soplare y tu casa tirare! Pero el segundo cerdito no la abrió y el lobo soplo y soplo, y la cabaña se
fue por los aires. Asustados, los dos cerditos corrieron y entraron en la casa de ladrillos de su otro
hermano. Pero, como el lobo estaba decidido a comérselos, llamo a la puerta y grito: - ¡Ábreme la
puerta!¡Ábreme la puerta o soplare y tu casa tirare! Y el cerdito trabajador le dijo: - ¡Soplas lo que
quieras, pero no la abriré!
Entonces el lobo soplo y soplo. Soplo con todas sus fuerzas, pero la casa ni se movió. La casa era
muy fuerte y resistente. El lobo se quedo casi sin aire. Pero aunque el lobo estaba muy cansado,
no desistía. Trajo una escalera, subió al tejado de la casa y se deslizo por el pasaje de la
chimenea. Estaba empeñado en entrar en la casa y comer a los tres cerditos como fuera. Pero lo
que él no sabía es que los cerditos pusieron al final de la chimenea, un caldero con agua hirviendo.
Y el lobo, al caerse por la chimenea acabo quemándose con el agua caliente. Dio un enorme grito
y salió corriendo y nunca más volvió. Así los cerditos pudieron vivir tranquilamente. Y tanto el
perezoso como el glotón aprendieron que solo con el trabajo se consigue las cosas.
Caperucita Roja de Triunfo Arciniega.
“Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de
buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué a
alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que le decían
Caperucita Roja. La conocía pero nunca había tenido la ocasión de acercarme. La había visto
pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan traviesos,
siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni siquiera me
hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las medias a los
tobillos y una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los
árboles. Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el
mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola a un perro para
divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del campanario. La última vez llevaba
de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver.
Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle un globo tan grande como el mundo,
lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la
flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de masticar.
– ¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz?
Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la mostré de súbito,
como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco
ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije:
–Quiero regalarte una flor, niña linda.
– ¿Esa flor? No veo por qué.
–Está llena de belleza –dije, lleno de emoción.
–No veo la belleza –dijo Caperucita–. Es una flor como cualquier otra.
Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí herido,
profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance.
–Mira mi reguero de lágrimas.
– ¿Te caíste? –dijo–. Corre a un hospital.
–No me caí.
–Así parece porque no te veo las heridas.
–Las heridas están en mi corazón -dije.
–Eres un imbécil.
Escupió el chicle con la violencia de una bala.
Volvió a alejarse sin despedirse.
Sentí que el polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba hasta alcanzar una niña
que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin
darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al campanario abandonado pero no encontré
consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí
al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que
una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas. “Bonito disfraz”, me dijeron unos
borrachos, y quisieron probárselo. Esa noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus
padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y era descaradamente feliz. Me alejé como
alma que lleva el diablo.
Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque.
– ¿Vas a la escuela? –le pregunté, y en seguida me di cuenta de que nadie asiste a clases con sandalias plateadas, blusa
ombliguera y faldita de juguete.
–Estoy de vacaciones –dijo–. ¿O te parece que éste es el uniforme?
El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo.
– ¿Y qué llevas en el canasto?
–Un rico pastel para mi abuelita. ¿Quieres probar?
Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer? ¿Aceptar o decirle que acababa de
almorzar? Si aceptaba pasaría por ansioso y maleducado: era un pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación,
heriría a Caperucita y jamás volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije que sí.
–Corta un pedazo.
Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza, con educación. Quería hacerle ver que
tenía maneras refinadas, que no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no
ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se transformaba en ardor en el
corazón.
–Es un experimento –dijo Caperucita–. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú apareciste primero. Avísame si te
mueres.
Y me dejó tirado en el camino, quejándome.
Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré mucho para perdonarla: tres
días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de verme.
–La receta funciona –dijo–. Voy a venderla.
Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. Y algunas hierbas cuyo
nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas proporciones.
Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el
camino. El corazón me sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento
para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la perfección del
universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo:
–Cómete a la abuela.
Abrí tamaños ojos.
–Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad.
No podía creerlo.
Le pregunté por qué.
–Es una abuela rica –explicó–. Y tengo afán de heredar.
No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor. Caperucita dijo que fue por
hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y
arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber de mí.
Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores.
Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos anteojos. La niña me
llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No
quería comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá.
Siempre estoy vestido de lobo.
Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el lobo de la historia.
Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí.
Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del
desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca tendré otra
oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta.
Es difícil, inútil y peligroso. El otro día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó
el resplandor de la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.”
Los 3 cerditos y el lobo Rodrigo.
Había una vez tres hermano cerditos que decidieron hacerse sus casas junto al bosque.
Jan era el primer cerdito. Llevaba una camiseta rosa. El segundo era Nejc P. ¨l llevaba
unos pantalones violetas y el tercero era un cerdito normal – Janez. Nejc era amigo del
lobo Rodrigo. El lobo Rodrigo y Nejc eran muy buenos, pero Jan y Janez tenían planes
muy malos. Nejc y el lobo Rodrigo tenían una casa de cemento. Jan era muy perezoso y
tenía una de paja. Janez no era muy inteligente y tenía una casa de madera. Janez y Jan
querían vivir en casa de Nejc y del lobo Rodrigo, por eso derribaron sus casa. Jan sopló
hacia su casa y la casa de Janez se destruyó en un incendio. Después Jan y Janez
fueron muy amables con Nejc y con el lobo Ropdrigo y quisieron bailar con Nejc y el lobo
Rodrigo. Nejc y el lobo Rodrigo invitaron a Janez y a Jan a su casa. Janez y Jan querían
la casa solo para ellos dos, por eso dieron un veneno, pero Nejc y Rodrigo, que eran
muy inteligentes, reconocieron el veneno mortal. Nejc y el lobo Rodrigo dieron el veneno
a Jan y a Janez y como eran estúpidos lo bebieron. Nejc y el lobo Rodrigo vivieron
felices y comieron felices.

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Los 3 cerditos y caperucita

  • 1. Los 3 cerditos Al lado de sus padres, tres cerditos habían crecido alegres en una cabaña del bosque. Y como ya eran mayores, sus papas decidieron que era hora de que construyeran, cada uno, su propia casa. Los tres cerditos se despidieron de sus papas, y fueron a ver como era el mundo. El primer cerdito, el perezoso de la familia, decidió hacer una casa de paja. En un minuto la choza estaba ya hecha. Y entonces se fue a dormir. El segundo cerdito, un glotón, prefirió hacer la cabaña de madera. No tardo mucho en construirla. Y luego se fue a comer manzanas. El tercer cerdito, muy trabajador, opto por construirse una casa de ladrillos y cemento. Tardaría más en construirla pero estaría más protegido. Después de un día de mucho trabajo, la casa quedo preciosa. Pero ya se empezaba a oír los aullidos del lobo en el bosque. No tardo mucho para que el lobo se acercara a las casas de los tres cerditos. Hambriento, el lobo se dirigió a la primera casa y dijo: - ¡Ábreme la puerta! ¡Ábreme la puerta o soplare y tu casa tirare! Como el cerdito no la abrió, el lobo soplo con fuerza, y derrumbo la casa de paja. El cerdito, temblando de miedo, salió corriendo y entro en la casa de madera de su hermano. El lobo le siguió. Y delante de la segunda casa, llamo a la puerta, y dijo: - ¡Ábreme la puerta! ¡Ábreme la puerta o soplare y tu casa tirare! Pero el segundo cerdito no la abrió y el lobo soplo y soplo, y la cabaña se fue por los aires. Asustados, los dos cerditos corrieron y entraron en la casa de ladrillos de su otro hermano. Pero, como el lobo estaba decidido a comérselos, llamo a la puerta y grito: - ¡Ábreme la puerta!¡Ábreme la puerta o soplare y tu casa tirare! Y el cerdito trabajador le dijo: - ¡Soplas lo que quieras, pero no la abriré! Entonces el lobo soplo y soplo. Soplo con todas sus fuerzas, pero la casa ni se movió. La casa era muy fuerte y resistente. El lobo se quedo casi sin aire. Pero aunque el lobo estaba muy cansado, no desistía. Trajo una escalera, subió al tejado de la casa y se deslizo por el pasaje de la chimenea. Estaba empeñado en entrar en la casa y comer a los tres cerditos como fuera. Pero lo que él no sabía es que los cerditos pusieron al final de la chimenea, un caldero con agua hirviendo. Y el lobo, al caerse por la chimenea acabo quemándose con el agua caliente. Dio un enorme grito y salió corriendo y nunca más volvió. Así los cerditos pudieron vivir tranquilamente. Y tanto el perezoso como el glotón aprendieron que solo con el trabajo se consigue las cosas.
  • 2. Caperucita Roja de Triunfo Arciniega. “Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca había tenido la ocasión de acercarme. La había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles. Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver. Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle un globo tan grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de masticar. – ¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz? Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije: –Quiero regalarte una flor, niña linda. – ¿Esa flor? No veo por qué. –Está llena de belleza –dije, lleno de emoción. –No veo la belleza –dijo Caperucita–. Es una flor como cualquier otra. Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance. –Mira mi reguero de lágrimas. – ¿Te caíste? –dijo–. Corre a un hospital. –No me caí. –Así parece porque no te veo las heridas. –Las heridas están en mi corazón -dije. –Eres un imbécil. Escupió el chicle con la violencia de una bala. Volvió a alejarse sin despedirse. Sentí que el polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al campanario abandonado pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas. “Bonito disfraz”, me dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Esa noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo. Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque. – ¿Vas a la escuela? –le pregunté, y en seguida me di cuenta de que nadie asiste a clases con sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete. –Estoy de vacaciones –dijo–. ¿O te parece que éste es el uniforme? El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo.
  • 3. – ¿Y qué llevas en el canasto? –Un rico pastel para mi abuelita. ¿Quieres probar? Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer? ¿Aceptar o decirle que acababa de almorzar? Si aceptaba pasaría por ansioso y maleducado: era un pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y jamás volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije que sí. –Corta un pedazo. Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza, con educación. Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se transformaba en ardor en el corazón. –Es un experimento –dijo Caperucita–. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú apareciste primero. Avísame si te mueres. Y me dejó tirado en el camino, quejándome. Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de verme. –La receta funciona –dijo–. Voy a venderla. Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. Y algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo: –Cómete a la abuela. Abrí tamaños ojos. –Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad. No podía creerlo. Le pregunté por qué. –Es una abuela rica –explicó–. Y tengo afán de heredar. No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor. Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber de mí. Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores. Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo. Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el lobo de la historia. Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí. Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difícil, inútil y peligroso. El otro día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.”
  • 4. Los 3 cerditos y el lobo Rodrigo. Había una vez tres hermano cerditos que decidieron hacerse sus casas junto al bosque. Jan era el primer cerdito. Llevaba una camiseta rosa. El segundo era Nejc P. ¨l llevaba unos pantalones violetas y el tercero era un cerdito normal – Janez. Nejc era amigo del lobo Rodrigo. El lobo Rodrigo y Nejc eran muy buenos, pero Jan y Janez tenían planes muy malos. Nejc y el lobo Rodrigo tenían una casa de cemento. Jan era muy perezoso y tenía una de paja. Janez no era muy inteligente y tenía una casa de madera. Janez y Jan querían vivir en casa de Nejc y del lobo Rodrigo, por eso derribaron sus casa. Jan sopló hacia su casa y la casa de Janez se destruyó en un incendio. Después Jan y Janez fueron muy amables con Nejc y con el lobo Ropdrigo y quisieron bailar con Nejc y el lobo Rodrigo. Nejc y el lobo Rodrigo invitaron a Janez y a Jan a su casa. Janez y Jan querían la casa solo para ellos dos, por eso dieron un veneno, pero Nejc y Rodrigo, que eran muy inteligentes, reconocieron el veneno mortal. Nejc y el lobo Rodrigo dieron el veneno a Jan y a Janez y como eran estúpidos lo bebieron. Nejc y el lobo Rodrigo vivieron felices y comieron felices.