Tubino, Fidel (2011) del interculturalismo funcional al interculturalismo crí...
Racismo cultural
1. Racismo cultural, migración y ciudadanía
por Lucía Alicia Aguerre
A modo de introducción: Los límites de la Nación
Hacer referencia a los límites del Estado-Nación en el contexto de una reflexión acerca
de migración y ciudadanía significa utilizar de manera deliberada el doble significado
del término “límite”, entendiéndolo tanto en el sentido de “frontera” como en el de
“limitación”. Estos dos sentidos se coimplican al aplicarse a esta temática, ya que la
hipótesis que guía este trabajo es que las fronteras geográfico-políticas y culturales, que
constituyen un rasgo esencial del tipo de orden político constituido por el Estado
Nación, configuran su propia limitación, en el sentido de defecto, restricción o
inadecuación.
El movimiento migratorio actual, que involucra a millones de seres humanos
desplazándose a través de fronteras nacionales, llama la atención sobre estos límites,
que se traducen en problemáticas que la filosofía práctica debe atender: en primer lugar,
cuestiona la coexistencia de, por un lado, un orden normativo de carácter universal,
encarnado en el sistema de derechos humanos, y por otro, un orden de soberanía
geopolíticamente configurado por diversos Estados nacionales que se valen del
concepto de ciudadanía nacional para garantizar derechos exclusivamente a un grupo de
seres humanos, y excluir a otros del goce de los mismos. En segundo lugar, abre la
discusión acerca de lo que debe entenderse por identidad cultural: el movimiento
migratorio desterritorializa la cultura e invita a la reflexión sobre los procesos sociales
de producción de valores, costumbres y normas de convivencia, que conducen a
concebir a la cultura más como un continuo dinamismo que como una entidad estática.
Ambos problemas remiten a la cuestión de la vigencia del modelo de Estado nacional
concebido como un orden político -que ejerce su poder soberano sobre la población
distribuída al interior de sus fronteras- identificado con una supuesta nación
homogénea. El migrante, en tanto sujeto que traspasa las fronteras, interpela las
concepciones de ciudadanía con su presencia y sus consiguientes demandas de
participación y garantía de derechos humanos universales, y se enfrenta con un poder
coercitivo cuyo objetivo es defender sistemas culturales pretendidamente estáticos que
se ven retados por la otredad del extranjero, dejando en evidencia la limitación de estos
sistemas para albergar al migrante[i].
El pensamiento filosófico más reciente ha dedicado numerosas páginas a exponer el
modo en que estos sistemas culturales –las naciones- obedecen a construcciones
estratégicas cuyo fin es la homogeneización de las prácticas simbólicas de las
poblaciones. Benedict Anderson, en su obra Comunidades imaginadas, definió la nación
como un “artefacto cultural”, fruto de una creación imaginaria, según la cual sus
miembros se perciben a sí mismos como parte de una comunidad con valores fraternos,
a pesar de no tener una relación personal entre sí. Estas comunidades imaginadas
presentan como característica principal la delimitación, representada por las fronteras,
en virtud de las cuales el sistema político acota su extensión y se distingue de otras
naciones, generando particularidades y abriendo el camino para la pertinencia de los
conceptos de pertenencia y no-pertenencia.
El filósofo francés Étienne Balibar, en sus reflexiones en torno al tipo de comunidad
formada por el Estado nacional, utiliza el concepto de “etnicidad ficticia”[ii] para
referirse a la construcción de la Nación en términos de un proceso mediante el cual la
población de un Estado nacional, que en pocos casos posee una base étnica natural, se
“etnifica” representándose como formando una comunidad natural. La identificación
2. entre Estado y Nación prefigura un aparato estatal que interviene en áreas tales como la
educación, la salud pública y las estructuras familiares, subordinando a los individuos a
su carácter de ciudadanos del Estado-Nación antes que a cualquier otra consideración.
Esta “nacionalización” se produce a través de una red de mecanismos y prácticas
centrales para la constitución de la identidad, que se construye sobre la base del campo
de valores de la Nación. Esta identidad referida a “lo nacional” relativiza las diferencias
entre los ciudadanos de la misma “comunidad” y acentúa la diferencia simbólica entre
ella -a través del “nosotros”- y “los extranjeros”. El modo de producir “etnicidad”, de
manera tal de “naturalizarla” y ocultar su carácter ficticio, es a través de dos vías que
resultan eficaces para arraigar el sentido nacional de modo de asimilarlo a un hecho
natural: el lenguaje y la raza.
De este modo, se generan fronteras que actúan desde lo cultural, límites que prefiguran
una constitución del sí mismo y del otro como diferenciaciones naturales, inexorables,
esenciales. Estas fronteras, que representan mecanismos de inclusión-exclusión, actúan
de un modo más tangible a través de las fronteras geopolíticas, aquellas líneas o zonas
de separación y de confrontación que dividen a los territorios y establecen un reparto de
la población bajo diversas jurisdicciones nacionales. Balibar, en Violencias, identidades
y civilidad[iii], propone un tratamiento de las fronteras geográficas que dé cuenta del
carácter multívoco de las mismas en relación con el propósito y el significado que
asuman históricamente. Según su perspectiva, las fronteras presentan tres rasgos
fundamentales: la “sobredeterminación”, la “polisemia” y la “heterogeneidad”. El rasgo
de “sobredeterminación” aplicado a las fronteras indica que no se trata simplemente de
meros límites entre Estados, sino que cumplen la función de configurar el mundo; su
“polisemia” indica que las fronteras existen de distinto modo para individuos de distinta
clase: no las cruzan de igual manera un empresario de un país rico en viaje de negocios,
para quien la frontera es una “formalidad”, que un joven desempleado de un país pobre,
para quien constituye un obstáculo y un espacio en el que vivencia un sentimiento de
expulsión multilateral. La “heterogeneidad”, significa la disminución en la tendencia a
la confusión entre fronteras de tipo político, cultural o socioeconómico: dichas fronteras
ya no se perciben en las fronteras geográficas que delimitan Estados (y aquí se debería
agregar sólo), sino que son percibidas en aquellos espacios en los que se ejercen
controles sanitarios o de seguridad.
Fronteras culturales, delimitaciones del biopoder:
En uno de sus textos[iv] dedicados a la problemática de la migración, el filósofo Raúl
Fornet- Betancourt señala que una ciudadanía entendida como culturalmente
homogénea concibe a los inmigrantes como “invasores” a los que se debe eliminar - a
través de restricciones de ingreso, deportaciones o mediante la violación de sus
derechos fundamentales - o neutralizar, a través de políticas de asimilación o
integración al orden establecido. Esta sutil forma de exclusión constituye también un
modo de eliminación, ya que la integración se propone como un abandono de las
prácticas que el sujeto asumió hasta el momento, en pos del “progreso”, y como la
condición para acceder a la ciudadanía. Al relacionar este accionar sobre la otredad del
migrante con el tipo de control que significa la atribución, a todo individuo, de una
identidad étnica, de modo de distribuir a la humanidad en diferentes etnicidades que
corresponden a diferentes naciones, surgen las nociones de inmunidad, de amenaza al
cuerpo político y hace entrada el racismo[v], por lo que considero pertinente enmarcar
la problemática en relación con el despliegue de la biopolítica. El término biopolítica,
retomado por Michel Foucault entre los años 1974-1980, constituye una de las
3. categorías fundamentales de la filosofía contemporánea y alude al carácter central que
cobra lo viviente en el ejercicio del poder y del saber. La biopolítica es considerada por
Foucault como una tecnología de poder, es decir, una técnica que determina la conducta
de los individuos y los somete a cierto tipo de fines de dominación[vi]. En relación al
fenómeno de la migración, resulta sugerente el tratamiento foucaultiano acerca del
surgimiento de la población como objeto del biopoder y del racismo como condición de
posibilidad de marginación, exclusión o eliminación del Otro –representado en este caso
por el migrante- en el contexto de un poder cuyo objetivo es “hacer vivir”.
En las lecciones del año 1975-1976 editadas bajo el título Defender la sociedad,
Foucault sostiene que la biopolítica tiene como objeto a la especie humana en tanto
cuerpo viviente, con el objetivo de controlar e intervenir en aquellos procesos
biológicos tales como nacimientos, decesos, enfermedades, fenómenos colectivos que
pueden tener efectos económicos y políticos. Se trata de influir ya no sobre cuerpos
individuales particulares –como en el poder disciplinante- , sino sobre la población,
dejando atrás como objetivo a la “sociedad” o al “individuo-cuerpo”.
La biopolítica “hace vivir”, realza la vida y controla sus accidentes por lo que cabe
preguntarse ¿por qué el Estado biopolítico se apropia del racismo –práctica
aniquiladora- como tecnología de poder? La explicación se encuentra, según Foucault,
al analizar aquella función de la biopolítica que no se refiere al “hacer vivir”, sino a la
contracara de este ejercicio, constituida por la acción de “dejar morir”. La pregunta
acerca de cómo es que un poder que consiste en hacer vivir ejerce igualmente el poder
de dar la muerte, puede ser respondida a través del racismo como herramienta de
eliminación. En palabras de Foucault, “…un poder que tiene como tarea tomar la vida a
su cargo necesita mecanismos continuos, reguladores y correctivos. Ya no se trata de
hacer jugar la muerte en el campo de la soberanía[vii], sino de distribuir lo viviente en
un dominio de valor y de utilidad. Un poder semejante debe calificar, medir, apreciar y
jerarquizar, más que manifestarse en su brillo asesino.”[viii] Pero sostengo que es
relevante plantear el cuestionamiento acerca de la relación entre biopolítica, vida,
muerte y racismo del siguiente modo: si el racismo constituye la estrategia de “dar
muerte” en el contexto de la biopolítica –cuyo objetivo central consiste en hacer vivir-
¿cuál es el motivo por el que el biopoder debe “dejar morir” poblaciones con el objeto
de “hacer vivir” otras, utilizando el discurso biológico del racismo dada la centralidad
de lo viviente para esta técnica de dominación? La respuesta es que la población a la
que se aplica el biopoder es la enmarcada por el Estado-Nación, a la cual debe proteger
de la alteridad cultural –representada por el migrante- que amenaza la imaginada
homogeneidad. Y para ello debe utilizar el único argumento que le cabe a un poder
biopolítico: aquel relacionado con lo biológico.
De esta manera el migrante entra a formar parte de la lógica del poder de tipo
biopolítico, cuyo objetivo consiste en hacer vivir y prolongar la existencia de las
poblaciones, valiéndose del racismo para eliminar o dejar morir la extrañeza del
migrante, al que considera una amenaza. El único modo a través del cual eliminar la
otredad a la narrativa nacional, en una sociedad cuyo objetivo es la prolongación de la
vida (útil), es a través de la estigmatización de la alteridad, señalándola como un peligro
para la población que se pretende mantener en su homogeneidad. Y como el discurso y
accionar del poder biopolítico tiene que ver con la naturalización o biologización de los
rasgos de la población, el modo de exterminar una vida –la de la alteridad migrante- es
señalándola como una amenaza a la homogeneidad biológico-étnico-cultural que
representa la población nacional. Y esa manera es a través de la raza: “La raza, el
racismo, son la condición que hace aceptable dar muerte en una sociedad de
normalización […]. El racismo es indispensable como condición para poder dar muerte
4. a alguien, para poder dar muerte a los otros. En la medida en que el Estado funciona en
la modalidad del biopoder, su función mortífera sólo puede ser asegurada por el
racismo.”[ix]
Esto significa que para el biopoder, cuyo objetivo es hacer vivir las poblaciones y para
el cual la muerte sería entonces paradojal o “el anti-propósito”, el racismo representa la
condición única a través de la cual ejercer el derecho de matar. Para asegurar la vida,
para prolongar las existencias, para prolongar la utilidad, se debe aniquilar lo que
supuestamente constituya un peligro para la especie que se está resguardando. Foucault
lo expresa claramente: “Cuando haya que matar gente, matar poblaciones, matar
civilizaciones, ¿cómo será posible hacerlo en caso de funcionar en la modalidad del
biopoder? Gracias a los temas del evolucionismo, gracias a un racismo.”[x]
Según la perspectiva asumida aquí, entonces, se podría afirmar que el modelo Estado-
Nación constituye el marco privilegiado para el ejercicio de la biopolítica. El Estado,
identificado con una nación homogénea, centraliza el racismo al proteger, mediante las
fronteras geopolíticas y culturales, la etnicidad compartida por la comunidad que él
mismo ha construido a través de aquellas prácticas constitutivas de identidades
nacionales. El Estado funciona de este modo como el “protector de la integridad, la
superioridad y la pureza de la raza”[xi]. El resultado es un “racismo de Estado”, el
racismo contemporáneo, según Foucault.
Ahora bien, el racismo que afrenta al migrante no alude de una manera directa a la
“diferencia racial”, ni a la existencia de “razas” biológicamente determinadas: los
discursos biologicistas acerca de las “razas” han perdido vigencia y están por demás
“mal vistos”. Al relacionar el racismo y su funcionalidad a la biopolítica con la figura
del migrante en tanto atravesando las fronteras de resguardo de las “comunidades
imaginadas” y la amenaza que significa su presencia a la “etnicidad ficticia”, se cae en
cuenta del funcionamiento de un racismo de tipo culturalista y diferencialista, que
sustituye la noción de “raza” por la de “inmigración”. Se trataría de un “racismo sin
razas” cuyo tema dominante no es la diferencia racial de tipo biológica, sino el carácter
insoslayable de las diferencias culturales. Nuevamente, la temática es inspirada por el
tratamiento de Balibar, específicamente en el capítulo “¿Existe un neorracismo?”
publicado en el libro Raza, Nación y Clase, que elaboró en conjunto con Emmanuel
Wallerstein. Allí, Balibar observa que “[…] la cultura puede funcionar también como
una naturaleza, especialmente como una forma de encerrar a priori a los individuos y a
los grupos en una genealogía, una determinación de origen inmutable e intangible”[xii]
Esto es un “racismo culturalista”, que se vale de nociones esencialistas de la cultura al
señalar en el Otro “concepciones del mundo” y prácticas culturales incompatibles con la
de la supuesta cultura homogénea de acogida, y sostiene que los individuos son
portadores de una única cultura firmemente determinada. Se denomina también
“racismo diferencialista”, ya que enfatiza la nocividad de la desaparición de las
fronteras y el peligro de la supresión de las distancias culturales, debido a la
conflictividad que traería aparejado un choque entre culturas rígidamente delineadas y a
menudo incompatibles.
Es decir que, aunque se trate de un racismo que no aluda a las “razas”, introduce un
sentido biologicista en las diferencias culturales, ya que considera como esenciales los
rasgos culturales, cancelando cualquier posibilidad de diálogo, al igual que cualquier
intento de construcción común, modificación de concepciones, etc.
Lo que se desliza entonces, según este planteo, es que el racismo cultural, que da lugar a
la exclusión continua de los migrantes por parte de los Estados, está íntimamente
relacionado con determinadas concepciones acerca de lo que es la cultura y de cómo
ésta se constituye. Determinado tipo de concepción acerca de la cultura dará por
5. resultado un tipo específico de ciudadanía, más o menos incluyente. Se tratará esto a
continuación.
Concepciones estáticas o dinámicas de la cultura: los límites a la ciudadanía
El tratamiento de la filósofa Seyla Benhabib en su libro Las reivindicaciones de la
cultura resulta adecuado para reflexionar en torno a lo que se fue sugiriendo a través del
trabajo, esto es, acerca de las nociones de cultura que subyacen a los prejuicios ante la
alteridad, y el modo en que legitiman prácticas discriminatorias y tipos de ciudadanía
más o menos incluyentes. La autora propone distinguir dos grandes tipos de enfoques a
través de los cuáles se piensa la cultura y se diseñan políticas que la colocan como eje
central: por un lado, el enfoque de la “sociología reduccionista de la cultura”, y por otro,
el “constructivismo social”[xiii]. Bajo el primer grupo, Benhabib ubica aquellas
concepciones que, ya sea guiadas por un espíritu conservador o progresista, suponen
que “[…] (a)las culturas son totalidades claramente delineables; (b) que las culturas son
congruentes con los grupos poblacionales y que es posible realizar una descripción no
controvertida de la cultura de un grupo humano; y (3) que, aún cuando las culturas y los
grupos no se corresponden exactamente entre sí, y aún cuando existe más de una cultura
dentro de un grupo humano y más de un grupo que puede compartir los mismos rasgos
culturales, esto no comporta problemas significativos para la política o las
“políticas””[xiv] .
Estos presupuestos conforman lo que se denomina una “concepción estática de la
cultura”, que va de la mano de políticas de “preservación”. Para los grupos
denominados por Benhabib como “conservadores”, las culturas deben preservarse para
mantener segregados a los grupos con el fin de evitar supuestos conflictos aparejados
por la hibridación cultural. Llamativamente, ciertos sectores progresistas comparten los
mismos presupuestos esencialistas, aunque con fundamentos distintos: plantean el
preservacionismo como modo de corregir el daño simbólico ejercido sobre aquellas
culturas que son oprimidas.
Si se relacionan estas concepciones con el tipo de ciudadanía que suele recoger sus
propuestas y su grado de fecundidad para albergar al migrante en tanto otredad externa,
puede afirmarse que ni las narrativas del Estado-Nación, ni tampoco las teorías
denominadas “multiculturalistas” dan lugar a una propuesta de ciudadanía que albergue
al migrante. En el primer caso, el modelo de ciudadanía resultante excluye e invisibiliza
tanto a los otros internos que no se adaptan a la cultura hegemónica como a los otros
externos; en el segundo, la cuestión de la pluralidad cultural bajo un mismo Estado
pretende ser resuelta –aunque actualmente abundan las críticas a este sistema- pero la
cuestión de la alteridad encarnada en el migrante no puede ser atendida. En términos de
Benhabib “[…] las políticas de la identidad y las política de la diferencia se ven
afectadas por la paradoja de querer preservar la pureza de lo impuro, la inmutabilidad de
lo histórico y el carácter fundamental de lo contingente”[xv], por lo que la garantía de
los derechos culturales del migrante no forma parte de los objetivos de estos sistemas.
Benhabib propone una concepción dinámica de la cultura, a la que denomina
“constructivismo social”. La apuesta fuerte de su planteo es la convicción de que “[…]
la justicia intercultural entre grupos humanos debería defenderse en nombre de la
justicia y la libertad y no de una elusiva preservación de las culturas”[xvi]. Este planteo
abre el camino para concebir la justicia cultural más como la garantía efectiva de los
derechos culturales de los ciudadanos –y se debería agregar que abriendo el espacio
para todo aquel que desee incorporarse como tal- que como una protección a culturas
rígidamente delineadas, ya que ante un tipo de política semejante surgiría la
6. problemática acerca de quién o quiénes definen cuáles son “las culturas”, dando espacio
para la intromisión de relaciones de dominación normativas.
Esto se relaciona con la crítica de la autora al multiculturalismo de tipo “mosaico”, que
emana de su concepción acerca de la constitución de la identidad personal basada en un
modelo dialógico y narrativo. Para la autora, los sujetos construyen su identidad a través
de múltiples afinidades colectivas y relatos, y no de una manera unívoca y armoniosa
dirigida por un único centro cultural, tal como lo entienden los multiculturalistas. Si los
individuos constituyen su identidad cultural de esta forma, plagada de controversias en
la elaboración continua de símbolos, historias, rituales y herramientas, difícilmente
podrían adscribir sin ningún tipo de dificultad a una determinada cultura. Según su
perspectiva, suelen ser los observadores externos quienes aplican coherencia y unidad a
los grupos culturales, con el objetivo último de comprender y controlar.
La propuesta de una “ciudadanía cultural”, por parte de la filósofa brasileña Marilena
Chauí parecería ser una vía de solución para la inclusión permanente de otredades
internas y externas a las narrativas nacionales, dando cabida a la participación del
migrante en la construcción continua de la cultura y la ciudadanía[xvii]. Este tipo de
ciudadanía recoge la concepción dinámica de la cultura al entenderla como “trabajo” y
como espacio a través del cual se manifiesten los distintos conflictos que se presentan a
interior de las sociedades.
Chauí considera que la cultura nacional siempre ha sido instrumento de dominio de un
grupo social. El Estado asume una función de productor de cultura, a través de la
elaboración de contenidos culturales que legitimen frente a la sociedad la ideología del
grupo dominante. Estos contenidos –estas creaciones- pueden responder a modelos de
tipo folklorizante, que aludan a modelos estereotipados o a políticas relacionadas con la
cultura populista y la neoliberal. En el caso de la cultura populista, también el Estado se
propone como productor de cultura, aunque de una manera solapada, ya que su accionar
tiene que ver con una hiper-valorización de “lo popular” como emanación cultural
auténtica del pueblo, aunque en la realidad se traten de construcciones que son
absorbidas por el Estado y tamizadas por la ideología dominante, para luego ser
devueltas a la sociedad para su consumo como si se tratase de una elaboración propia.
En el caso del modelo neoliberal, la dominación cultural es ejercida de un modo que ya
no ubica al Estado en un lugar de productor de cultura, sino que prácticamente hace
desaparecer su injerencia, poniéndose al servicio de la industria cultural y del mercado
cultural.
Todas estas formas representan modos de dominación cultural, porque tienen como
objetivo anular el desarrollo de las culturas como espacio en el que se manifiesten los
conflictos, los diálogos, las creaciones de la sociedad. Si el Estado es considerado como
productor de cultura, y no como producto de la cultura, no pueden ser modificados,
alterados y discutidos aquellos aspectos de su conformación que no cumplan
eficazmente los objetivos por los cuáles fueron instaurados.
La propuesta de una “ciudadanía cultural”, entiende la cultura de una manera amplia y
dinámica como la “[…] elaboración colectiva y socialmente diferenciada de símbolos,
valores, ideas, objetos, prácticas y comportamientos a través de las cuales una sociedad,
internamente dividida y bajo la hegemonía de una clase social, define para sí misma las
relaciones con el espacio, el tiempo, la naturaleza y los seres humanos”[xviii]; que
desde una perspectiva política se presenta como un derecho de los ciudadanos, sin
privilegios ni exclusiones; que desde un punto de vista conceptual es vista como trabajo,
es decir, como un proceso de creación; y que tiene en cuenta a los sujetos sociales en
tanto sujetos históricos, esto es, en tanto situados en determinadas condiciones
históricas y materiales.
7. Es así que la “ciudadanía cultural” encierra un doble sentido del término cultura: por un
lado, la cultura debe ser entendida como un derecho de los ciudadanos, y por otro, como
consecuencia de la concepción anterior, la cultura debe ser entendida, en tanto resultado
del ejercicio de este derecho, como trabajo de creación de los sujetos culturales. En
tanto derecho de los ciudadanos, el Estado debe garantizar el derecho de acceso a las
obras culturales, el derecho de producirlas, y el derecho de participar en las decisiones
sobre política cultural. En tanto se garanticen estos derechos, el resultado será una
construcción cultural fruto de la libre creación de todos los ciudadanos, resultando un
proceso de creación dinámico y plural.
De esta manera, el Estado podrá ser concebido como producto de la cultura, y no como
productor de cultura, dando espacio a su constante resignificación con el fin de superar
las limitaciones de los modelos de Estado-Nación y dar respuesta a la presencia e
interpelación del migrante.
Conclusiones:
El recorrido a través de las problemáticas que suscita el análisis de la figura del
migrante frente a una configuración geopolítica determinada por el entramado de
estados nacionales quiso dar cuenta del carácter obsoleto de las concepciones de cultura
que estos modelos sostienen. Los límites y fronteras que se diseñan para configurar los
Estados-nacionales limitan su funcionamiento, al tornarlos inadecuados para responder
a las resonantes demandas de inclusión.
El funcionamiento del tipo de biopolítica que ha sido expuesto y la defensa de la cultura
nacional por parte de los Estados actúan de manera conjunta, en defensa de una
uniformidad que el pensamiento filosófico actual desenmascara en tanto construcción
ficticia e imaginada. Con esto no se intenta sostener que el resultado de las prácticas
nacionalizantes no sea efectivo –ciertas normas culturales del Estado-Nación al que se
pertenece son altamente constitutivas de la identidad- pero sí remarcar su carácter de
“construcción”, para comenzar a desmitificar las creencias en torno a su naturalidad. Al
realizar este giro, cualquier tipo de concepción rígida acerca de la cultura debería
desvanecerse, ya que quedaría evidenciado el carácter constructo de las normas, valores
y símbolos, y por sobre todo, las relaciones de poder implicadas en su diseño. El
migrante sólo puede ser concebido como amenaza cuando se considera que la Nación
está conformada por un corpus homogéneo o rígidamente subdividido. Pero si se
considera a la cultura como un conjunto de prácticas y valores fluyentes, plagadas de
controversias, mutables, procesuales y dialógicas, pierde sentido todo proyecto de
preservación.
La siguiente definición de interculturalidad de Fornet-Betancourt aporta una concepción
de la cultura en tanto construcción social continua e inacabada, sin más tendencias
teleológicas que el diálogo como constitutivo de sí misma: "Interculturalidad quiere
designar aquella postura o disposición por la que el ser humano se capacita para… y se
habitúa a vivir ‘sus' referencias identitarias en relación con los llamados ‘otros', es decir,
compartiéndolas en convivencia con ellos"[xix]. En esta concepción no cabe el
establecimiento de límites para resguardar culturas rígidamente delineadas, sino que es
la “convivencia” y el intercambio –en igualdad de condiciones- lo que permite una
constitución de la identidad a través de la relación con los Otros.
El “racismo cultural”, en tanto naturaliza diferencias históricamente determinadas,
funciona como el modo a través del cual los órdenes políticos pretenden controlar la
población sobre la cual ejercen soberanía. Pero el avance hacia formas transnacionales
de existencia, la movilidad territorial y la comunicación global deberían conducir hacia
modelos donde prime la actitud intercultural. A modo de esbozo, e intentando no caer
8. en planteos utópicos o hasta ingenuos, se podría deslizar que la rigidez en lo referente a
las políticas culturales y las concepciones sobre la cultura obedecen, en gran medida, a
cierto temor muy humano a la pérdida de sentido que -sólo a primera vista-, podría
significar la aceptación de que no basta con una cultura (la propia) para leer e interpretar
el mundo, como planteara Fornet-Betancourt. El reconocimiento de esta realidad,
empero, no debería implicar la caída en un escepticismo en el que pareciera no haber
nada sólido de lo cual sostenerse; no debería implicar una pérdida de sentido, sino por el
contrario, un encuentro con el sentido, al avizorar la posibilidad de “traducción” de la
propia tradición a los términos de otra tradición, indefinidamente. Las culturas son
construcciones dinámicas y traducibles, y en esa posibilidad de traducción se debe
encontrar la permanencia que aquiete inquietudes y abra el camino hacia la convivencia
intercultural.
Fuentes:
[i] Hay que recalcar la inversión que significa ubicar el problema ya no, como suele
hacerse, en las migraciones, sino en los sistemas políticos que no consiguen responder a
sus demandas: Raúl Fornet Betancourt, en un texto que será mencionado a lo largo del
trabajo, “La inmigración como condición del humano en el contexto de la globalización
neoliberal”, llama sagazmente la atención sobre la confusión que significa señalar la
migración como un problema a resolver, cuando “[…] la inmigración, los inmigrantes
no son un problema. Si hay un “problema” en la inmigración como dimensión de
nuestra realidad humana, ese problema estaría más bien en la manera cómo
respondemos o nos comportamos ante ella los que formamos parte de las sociedades
“receptoras y, con nosotros, nuestras instituciones.” (p. 247).
[ii] Balibar, É., “La forma nación: historia e ideología”, en Balibar, E., Wallerstein, I.,
Raza, nación y clase, Iepala, Madrid, 1988, p. 149.
[iii] Balibar, É., “¿Qué es una frontera?” en Violencias, identidades y civilidad, Gedisa,
Barcelona, 2005 pp. 77-86.
[iv] Se hace referencia a Fornet-Betancourt, Raúl, “La inmigración como condición del
humano en el contexto de la globalización neoliberal”, en Migración e interculturalidad.
Desafíos teológicos y filosóficos.
[v] En la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la
Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia (Conferencia de Durban), la situación
de los migrantes ocupó un lugar central. La Declaración, en el apartado 16 reza:
“Reconocemos que la xenofobia contra los no nacionales, en particular los migrantes,
los refugiados y los solicitantes de asilo, constituye una de las principales fuentes del
racismo contemporáneo, y que las violaciones de los derechos humanos cometidas
contra los miembros de esos grupos se producen ampliamente en el contexto de
prácticas discriminatorias, xenófobas y racistas”.
[vi] En Tecnologías del yo, Foucault distingue cuatro tipos principales de “tecnologías”:
tecnologías de producción, tecnologías de sistemas de signos, tecnologías de poder y
tecnologías del yo, cada una de las cuales implica un cierto tipo de modificación y
aprendizaje de los individuos.
[vii] El racismo surge, según el tratamiento foucaultiano, como práctica característica
del tipo de poder de la biopolítica, cuando se pasa del poder como disciplinamiento de
los cuerpos al poder como regularización de la vida; del poder de hacer morir y dejar
vivir al poder de hacer vivir y dejar morir; y cuando al discurso de la lucha de razas, que
inicialmente tenía en un sentido relacionado a la lucha de clases, se lo tergiversa hacia
una lucha con sentido biológico.