1. Historias de la medina Laqant
La Orden del Toro y los guardianes de Lvcentvm 1
2. La Orden del toro y los guardianes de Lvcentvm.
Habíamos bajado hasta la playa cuando el sol ya apretaba en lo alto. Era una pequeña
ensenada que también, a buen seguro, habría servido de refugio de naves y marinos. El
agua llegaba a la orilla para mojar nuestros pies y refrescarlos después del azote de las
piedras abrasadoras del camino. Pronto decidimos que además de los pies bien
merecía nuestro cuerpo sudoroso un baño de más altura. Así, arremangados los sayos,
chapoteábamos y reíamos.
Al salir del agua, una arena caliente y un sol brillante nos abrazaban para ir templando
nuestros cuerpos e ir secando nuestros ropajes. Desde allí, sentados en un corro,
Aitana nos señalaba un pequeño promontorio que no quedaba muy lejos. Apenas se
distinguía en aquella ladera blanca, pero, al fijarse uno, se veían hileras de piedra que
remataban la colina y a modo de corona le concedían al lugar una extraña nobleza.
- ¡Mirad! La montaña de la luz. Dijo Aitana.
Parecía que en este día todos estaban decididos a entrar en la ciudad abandonada.
Alguien del grupo nos miró, por extraños, como si quisiera preguntarnos si nosotros
también estábamos decididos o por el contrario, por ser más oscuros de piel,
resultaba que teníamos más miedo.
Los ojos de mi hermana brillaron desafiantes y los míos se bajaron resignados sabiendo
que eso quería decir que nosotros también íbamos; pues ya libres de la maldición que
pesaba sobre nuestra familia nada teníamos que temer.
De este modo la pequeña tropa avanzó decidida a la conquista de la montaña de la luz,
sin reparar en los peligros que allí se pudieran encontrar.
Pronto llegamos a lo que debió de ser una gran muralla y al verla desistimos de
asaltarla, pues, a pesar de estar un tanto deteriorada, todavía cumplía bien con su
misión. Mi hermana que en esto era muy perspicaz, no se había detenido a
contemplar los muros sino que había deducido que toda muralla, por muy resistente
que fuera, debía tener una puerta por la que entrar y salir, como así fue. Desde la
misma entrada nos llamó poniendo toda su fuerza en la voz, la misma voz que otras
veces sonaba tan dulce y cariñosa.
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La Orden del Toro y los guardianes de Lvcentvm 2
Un hueco entre la muralla mostraba los restos de lo que había sido una gruesa puerta
de madera. Al llegar, en vez de atravesarla a la carrera, el grupo se detuvo. Yo creo que
porque todos pensamos que los viejos guardias que en su día la defendieron todavía
estaban allí; en persona o en espíritu y no acierto a saber en cuál de dichos estados
nos daban más miedo.
Aitana y mi hermana la traspasaron de un salto y nos miraron a los demás un tanto
burlonas y retadoras.
Cuando las vimos de subir por el camino de lo que sin duda era una calle de la vieja
ciudad, a los demás no nos quedó más remedio que cruzar el umbral de la puerta y
seguir tras ellas.
A la vuelta de una calle que parecía principal, un ruido nos sobresaltó, aunque más
bien yo diría que nos dejó helados, a pesar del calor que por allí hacía. Era un lamento,
como de llorar, pero ¿los espíritus lloran?
Aitana bajó corriendo calle abajo hasta encontrarse con aquello que nos había
asustado tanto, que no era más que un pequeño mocoso y andrajoso que sentado a la
puerta de una gran casa, no paraba de llorar.
Pronto dedujimos que podría
tratarse de su amigo Popilio,
del que tanto nos hablaba.
El niño, al vernos, dejó de llorar
y se abrazó a Aitana, y también
a mi hermana que venía tras
ella.
Tras el sobresalto de todos,
decidimos pararnos a la
sombra de unas higueras que había por allí, no sin antes encargarnos de recoger sus
sabrosos higos. Alrededor del pequeño nos fuimos sentando mientras él nos contaba
que en realidad se llamaba Abdul y vivía en el raval, al otro lado de la muralla de la
medina. Pasaba entre aquellas ruinas la mayor parte de las horas del día, ya no jugaba
con otros niños y apenas comía. Su madre había muerto por unas fiebres hacía un par
de meses y su padre y sus tíos habían ido a enterrarla en aquel lugar, no muy lejos del
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antiguo templo que, mirando hacia oriente, habían convertido en maqbara los
habitantes de la medina.
Cuando al final de su historia decidimos irnos, Abdul marchaba entre Aitana, mi
hermana y yo y parecía que hubiera recuperado su antiguo porte, como más crecido,
aliviado por haberse quitado un poco el peso de su angustia y de su tristeza. Nos llevó
por lo alto de lo que antes había sido una fuerte muralla y dejándose caer por una
montaña de piedras sueltas y tierra nos dejó al pie de una torre que según nos dijo era
la que más le gustaba pues tenía la cabeza de un toro representada entre sus muros.
Cuando el sol ya
caía hacia el
poniente llegamos
cansados a la
ciudad, atravesamos
la muralla por el
hueco por el que
habíamos salido y
cada uno de los
miembros de la
tropa se fue dispersando para llegar hasta sus casas. Nosotros nos dirigíamos hasta la
nuestra cuando advertimos que Abdul nos seguía, pues resultó que era vecino nuestro,
en el raval, justo al otro lado de la muralla que lo separaba de la Vila Vella.
Desde entonces cada día pasaba por nuestra casa a jugar o a hablar con nosotros, que
tampoco teníamos a nuestra madre y comprendíamos mejor que nadie cómo era su
ánimo.
Poco a poco Abdul fue cambiando y pasó de ser un niño asustado y empequeñecido a
ser un chico decidido y valiente. Con él recorríamos la ciudad entera y sus alrededores.
Íbamos al puerto a ver llegar las naves y a escuchar a las gentes en sus muchas
lenguas, que casi todas parecía entender nuestro amigo, pues pronto entablaba
conversación con los comerciantes o los marinos y se ofrecía para enseñarles la ciudad
o llevarlos a las tabernas.
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La Orden del Toro y los guardianes de Lvcentvm 4
Así, con él, pronto nos dimos al oficio de intérpretes que en estos tiempos ya se sabe,
sirve de mucho para que las gentes de otras tierras se entiendan y hablen de cosas que
nos traigan provecho.
De nuestras muchas visitas a la montaña de luz, a la ciudad de la luz, habíamos ido
encontrando muchas inscripciones en una extraña escritura que se hacía en la piedra y
cada día que allí íbamos nos volvíamos con alguna de esas palabras escrita en una
tablilla. Con el tiempo fuimos encontrando algunos viajeros que nos explicaban qué
querían decir esas palabras y así fuimos aprendiendo esa lengua que dicen hablaban
los antiguos romanos, que, según parece, en otro tiempo, habitaron nuestra ya
querida ciudad de la luz.
De este modo aprendimos mucho sobre la vieja ciudad, que antes temíamos, pero que
ahora amamos. Fuimos reuniendo tablillas y descifrando inscripciones y así,
preparando una visita para nuestros amigos de manera que ellos también supieran
muchas cosas sobre aquella urbe que como dicen los romanos resultó llamarse
Lucentum.
Con este propósito, una
mañana, un tanto nublosa
pero muy calurosa, después
del ritual del baño en la
playa, nos dirigimos con
nuestros amigos hasta la
cima de la colina, entramos
por la puerta de Oriente que tiempo atrás había descubierto mi hermana y al paso
fuimos explicando a nuestros amigos lo que allí había: foros, termas, domus, peristilos
y cisternas. Eran las palabras que salían a nuestro encuentro para así, sin pretenderlo,
inaugurar el oficio de ser guía.
Al final de nuestro recorrido y frente a la torre del toro, como así dimos en nombrarla,
todos juntos iniciamos la ceremonia de constituirnos en Orden, tal y como nos había
sugerido una chica cristiana, que se hacía según sus costumbres. Acordamos
conocernos como la Orden del Toro, todos sus miembros pasamos a ser los guardianes
de Lucentum y nuestro gran maestro el pequeño Popilio-Abdul.