1. Historias de la Medina Laqant
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Mi nombre es Migil y he llegado hasta aquí
siguiendo el camino del sol desde mi lejana
Siria. Mi padre, Al- Sayj, era alquimista y
pasaba su tiempo buscando el elixir de la
felicidad. Mi padre, en realidad, sabía que ese
elixir no existía pero cuando hablaba en casa de sus cosas nos decía que la felicidad y la
prosperidad, en verdad, se alcanzan si reina la paz entre hermanos. En aquellos tiempos, y
ahora también, otros pensaban, por el contrario, que la guerra era buena porque traía buenos
negocios. Yo, aunque era un niño, pronto conseguí entender que prosperidad y esos buenos
negocios no son una misma cosa ya que la prosperidad es para todos mientras que los buenos
negocios son para unos pocos y muchas veces dejan tristeza y sufrimiento a los otros. Después,
con el tiempo, he sabido que esto que era fácil de entender hasta para un niño como yo,
todavía no lo han entendido algunos mayores aunque se crean sabios.
Sólo por eso, por pensar de forma diferente, mi padre fue denunciado y así, una noche tan
oscura como la garganta de una hiena, mi familia fue sacada de nuestra casa por la fuerza y
desposeídos de todos nuestros bienes. En el camino desde Aleppo sólo nos acompañaba una
vieja maldición de mi país: serás echado al mar hasta que te encuentres con tus antepasados.
Ya ves, hasta para las maldiciones, en mi país eran elegantes, porque eso mismo dicho en
cristiano quería significar la muerte; palabra horrible para ser imaginada por la mente de un
niño.
De esta forma tan triste y penosa hicimos el camino hasta Zablah, un pequeño poblado adonde
las olas del mar llegaban remansadas y desde donde fuimos echados al mar en un viejo y
desvencijado dromón de dudosa navegabilidad, en una tarde calmosa.
En nuestro camino hasta el mar, la hospitalidad de las gentes nos había regalado casi la vida,
agua y algunos dátiles, que son muy nutritivos, para el viaje. Luego el mar, ese gran mar, tan
azul, tan brillante, nos ofreció su pescado y otros pequeños puertos donde reponer el agua y el
ánimo. Así, el mar se hizo nuestro o nostrum, como reza por todos sus rincones, pues era
nuestra casa y también nuestra vida.
Como el rumbo era seguro y mi padre siempre tuvo la certeza de encontrar la fórmula para
deshacernos de la maldición, recuerda que era alquimista, cuando era de día siempre
confiábamos en poder hacerlo; pero de noche, las sombras se agazapaban en nuestro corazón
y las lágrimas se tornaban saladas por efecto de tanto mar.
No podíamos detenernos más que lo justo, hasta que nuestros antepasados vinieran a
encontrarnos o nosotros a ellos y así, abrazados, pasar a mejor vida. Ese era nuestro destino,
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pero un día, justo al amanecer, después de haber llorado lo que tocaba esa noche, mi padre
alcanzó a ver a lo lejos una enorme pared de roca blanca, radiante por los rayos del sol de
oriente, ese mismo sol que nos había acompañado durante todo el viaje y nos había ido
guiando. Poco a poco, conforme la proa del navío dejaba de apuntar a la roca y de babor se
acercaba a una rinconada que el mar hacía por allí, se iba perfilando un rostro. De pronto, mi
padre suspiró profundamente y nos habló con grande formalidad:
- Hijos míos, sabed que ese que veis allí no es otro que el padre de mi abuelo, Al- Idrisi, que
debió viajar por estas tierras y aquí nos ha dejado su memoria para encontrarnos con él,
regocijo nuestro y fracaso de los que nos
maldijeron. Desde ahora, esta será nuestra
tierra, seguro estoy que aquí encontraremos
cobijo y hasta felicidad, porque en ello
empeñaré, ahora más que nunca, mi
conocimiento y hasta mi vida.
Y así fue, desembarcamos y, con lo puesto que
era lo único que nos quedaba, marchamos
entre huertos hasta toparnos con una pequeña
muralla que recorrimos hasta dar con la puerta
de entrada que pronto nos condujo hasta una
plaza en la que se encontraba una mezquita.
Aunque todavía no era la hora de la oración mi padre quiso entrar. Mientras tanto nosotros
nos quedamos en la plazuela viendo cómo algunos niños jugaban y cantaban, sin saber qué
decían pero adivinando que estaban contentos. Mi hermana, Karima y yo nos miramos y
supimos que allí, también nosotros, podríamos ser felices.
Al salir, mi padre lo hizo hablando con otro hombre algo mayor, pensamos, por su barba
blanca y su bastón.
Se entendían en una lengua que para nosotros era desconocida pero a la vez nos resultaba
algo familiar. Entre sus palabras entendimos ‘casa’ y ‘amigos’ y eso nos gustó. Nos acompañó
cruzando todo el raval hasta llegar a otra muralla, ésta más importante, casi imponente que se
cruzaba por una puerta de esas con arcada. Nada más cruzar, a la derecha, el hombre mayor
sacó una llave y con ella abrió la puerta, de la que sería nuestra casa.
Al día siguiente, mi padre fue al puerto a buscar trabajo pues le habían dicho que allí se movían
muchas mercancías de los barcos que entraban desde lejanos países con telas o especias y de
los que salían con esparto o salazones.
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Mi hermana y yo al levantarnos recorrimos de nuevo la casa y la encontramos un poco
descuidada pero nos gustó que tuviera un patio trasero y un pequeño huerto. Seguro que mi
padre sabría cómo sacarle provecho. Bebimos un poco de leche que él nos había traído
temprano de unas cabras que pasaban por allí y comimos los últimos dátiles que nos habían
quedado del viaje. Tras saborearlos no nos olvidamos de guardar los huesos en un saquillo en
el que habíamos ido dejando los demás, como si fueran monedas, sin acertar a saber muy bien
para qué.
Después, con el sol ya levantado y calentando las piedras de la calle, decidimos salir a explorar
los alrededores, no sin notar en nuestras piernas un poco del miedo que se siente ante lo
desconocido. Pero pronto el ruido de los chiquillos correteando y gritando por la calle nos
animó y hasta nos alegró. Era una cuadrilla que estaba guiada por una chica que no aparentaba
gran cosa pero que desprendía carácter en su mirada y con su voz. Creo que todos y todas los
que la seguían la admiraban. Se llamaba Aitana.
Casi sin darnos cuenta y corriendo tras ella habíamos salido de la ciudad por entre unos huecos
de la vieja muralla; hacia abajo y sin parar pronto dimos con el mar y allí, mientras se
descansaba de la carrera, Aitana preguntaba a su pequeña hueste si estaban decididos a
entrar, por fin, en la montaña de la luz.
La montaña de la luz estaba abandonada desde hacía muchos años, tantos que ya nadie
recordaba que alguien hubiera vivido allí antes. Lo que sí se recordaba es que desde allí se
habían traído muchas grandes piedras para hacer las nuevas murallas o para los cimientos de
la gran mezquita de la Vila Vella. Se decía que con las piedras también habían venido los
espíritus de los antiguos pobladores. Incluso Aitana contaba que ella era amiga de un niño que
se llamaba Popilio que había vivido allí y que de vez en cuando ella iba a visitarlo.
Sin duda ese era un lugar mágico plagado de misterios y leyendas. Si entrábamos con Aitana
seguro que tendríamos una buena historia que contar a nuestro padre cuando volviera por la
tarde.
Historias de la Medina Laqant. La llegada de Migil.
Mihail Mïn