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La molicie
Mi compañeroy yo luchábamos sistemáticamente contra la molicie.Sabíamos muy
bien que ella era poderosa y que se adueñaba fácilmente de los espíritusde la casa.
Habíamos observado cómo,agazapada, en las comidas fuertes, en los muelles
sillones y hasta en las melodías lánguidas de los boleros aprovechaba cualquier
instante de flaqueza para tender sobre nosotrossus brazos tentadores y sutiles y
envolvernossuavemente, comola emanación de unpebetero. Había, pues, que estar
en guardia contra sus asechanzas; había que estar a la expectativa de nuestras
debilidades. Nuestra habitación estaba prevenida, diríase exorcizada contra ella.
Habíamos atiborrado los estantes de libros,libros rarosy preciososque
constantemente despertaban nuestracuriosidad y nos disponían al estudio.
Habíamos coloreado las paredes con extraños dibujos que día a día renovábamospara
tener siempre alguna novedad o, por la menos,la ilusiónde una perpetua mudanza.
Yo pintaba espectrosy animales prehistóricos,y mi compañerotrazaba con el pincel
transparentes y arbitrarias alegorías que constituían para mí un enigma indescifrable.
Teníamos, por último,una pequeña radiola en la cual en momentosde sumo peligro
poníamoscantigas gregorianas,sonatas clásicas o alguna fustigante pieza de jazz que
comunicara a todo lo inerte una vibraciónde ballet. A pesar de todas esas medidas no
nos considerábamosenteramente seguros.Era a la hora de despertarnos,cuando las
golondrinas(¿eran las golondrinaso las alondras?) nos marcaban el tiempo desde los
tejados, el momento en que se iniciaba nuestra lucha. Nosprovocaba correrla
persiana, amortiguarla luz y quedarnostendidos sobre las duras camas; dulcemente
mecidos porel vaivén de las horas.Pero estimulándonosrecíprocamente con gritosy
consejos, saltábamos semidormidosde nuestroslechos y corríamosa través del
corredorcaldeado hasta la ducha, bajo cuya agua helada recibíamosla primeracura
de emergencia. Ella nos permitía pasar la mañana con ciertas reservas, metidosentre
nuestroslibros y nuestras pinturas.A veces, cuando el calor no era muy intenso
salíamos a dar un paseo entre las arboledas; viendo a la gente arrastrarse
penosamente por las calzadas, huyendo también de la molicie, como nosotros.
Después del almuerzo, sin embargo, sobrevenían las horas más difíciles y en las
cuales la mayoría de nuestros compañerossucumbían.Del comedor pasábamos al
salón y embotadospor la cuantiosa comida caíamos en los sillones. Allí pedíamos
café, antes que los ojos se nos cerraran, y gracias a sugusto amargo y tostado,
febrilmente sorbido, podíamospensar lo elemental para mantenernos vivos.
Repetíamos el café, fumábamos,hojeábamos porcentésima vez los diarios, hasta
que la molicie hacía su ingreso porlas tres grandesventanas asoleadas. Poco a poco
disminuíael ritmode los coloquios;las partidasde ajedrez se suspendían, el humo iba
desvaneciéndose, el radio sonaba perezosamente y muchosquedaban inmóvilesen
los sillones, un alfil en la mano, los ojos entrecerrados,la respiraciónsofocada, la
sangre viciada por un terrible veneno. Entonces, mi compañeroy yo huíamos
torpemente porlas escaleras y llegábamos exhaustos a nuestrocuarto, donde la
cama nos recibía con los brazos abiertos y nos hacía brevemente suyos.A esta hora,
tal vez, fuimosen alguna oportunidadpresas de la molicie.Recuerdo especialmente
un día en que estuve tumbado hasta la hora de la merienda sin podermoverme, y más
aún, hasta la hora de la cena, hora en que pude levantarme y arrastrarmehasta el
comedorcomo un sonámbulo.Pero esto no volvió a repetirse porel momento.Aún
éramos fuertes.Aún éramos capaces de rechazar todoslos asaltos y llenar la tardede
lecturas comunes; de glosasy de disputas, muchas veces bizantinas, pero que tenían la
virtud de mantener nuestra inteligenciaalerta.1 1 C u e n t o s J u l i o R a m ó n R i b e y r o
3 A veces, hartos derazonar, nos aproximábamosa la ventana que se abría sobre un gran
patio,alcual los edificiosvolvían laintimidadde sus espaldas. Veíamos, entonces, que la
molicieretozabaen el patio,bajo elresplandor delsol y, reptando porlas paredes, hacía
suyos los departamentosy las cosas. Por las ventanas abiertas veíamos hombres y
mujeres desnudos, indolentementeestirados sobre los lechos blancos, abanicándose con
periódico.A veces alguno de ellos se aproximabaa su ventana y miraba elpatio y nos veía
a nosotros. Luego de hacernos un gesto vago, que podíainterpretarse como un signo de
complicidadenel sufrimiento, regresaba a su lecho,bebíalentos jarros de agua y,
envuelto en sus sábanas como en su sudario, proseguíasu descomposición. Este cuadro al
principio nos fortalecíaporque revelaba en nosotros cierta superioridad.Mas, pronto
aprendimos a ver en cada ventana como el reflejo anticipado denuestro propio destino y
huíamos de ese espectáculo como de un mal presagio.Habíamosvisto sucumbir, uno por
uno, a todoslos desconocidoshabitantesdeaquellos pisos, sucumbir insensiblemente,
casi con dulzura, o más bien, con voluptuosidad.Aun aquellos que ofrecieron resistencia
—aquel, porejemplo, que jugabasolitarioso aquel otro que tocabalaflauta— habían
perecido estrepitosamente.La pocagenteque disponíade recursos —nosotros no
estábamos en esa situación— se librabande lamolicieabandonando la ciudad.Cuando se
produjeron los primeros casos improvisaron equipajes y huyeron hacialas sierras nevadas
o hacialas playasfrescas, latitudesen las cuales no podíasobrevivir el mal. Nosotrosen
cambio,teníamos que afrontar el peligro,esperando la llegadadelotoño paraque se
extendiera su alfombrade hojassecas sobre losmaleficios delestío. A veces, sin
embargo,el otoño se retrasaba mucho, y cuando llegabanlosprimeros cierzos, la
mayoríade nosotros estábamos incurablemente enfermos, completamente corrompidos
para todalavida. Las siete de lanoche era la hora más benigna. Diríase que la molicie
haciauna tregua yabandonando provisoriamente la ciudad,reunía fuerzas en la pradera,
preparándose parael asalto final. Este se producíadespués dela cena, a las once de la
noche, cuando la brisa crepuscular habíacesado y en elcielo brlllabanestrellas
implacablementelúcidas. A esta horaeran también, sin embargo,múltiples las
posibilidadesdeevasión. Los adineradosemigraban hacialos salones defiesta en busca
de las mujerzuelas para hallar,en el delirio,un remedio a su cansancio. Otros se hartaban
de vino y regresaban ebrios en la madrugada,completamenteinsensibles a las sutilezas
de la molicie.La mayoría, en cambio se refugiaba en los cinematógrafos delbarrio,
después de intoxicarse de café. Los preparativospara la incursión al cine eran siempre
precedidosde una gran tensión, como si se tratarade una medidasanitaria. Se repasaban
los listines, se discutían las películas ypronto salíala gran caravana cortando el aire
espeso de la noche. Muchos, sin embargo,no tenían dinero ni paraeso y mendigaban
plañideramenteuna invitación, o laexigían con amenazas a las que eran conducidos
fácilmente porel peligro en que se hallaban.En las incómodas butacas veíamos tres o
cuatro cintas consecutivas, con un interés excesivo, y que en otras circunstancias no
tendría explicación.Nos reíamos delos malos chistes, estábamos a punto dellorar en las
escenas melodramáticas, nos apasionábamoscon héroes imaginariosy habíaen el fondo
de todo ello como una cruel necesidad y una común hipocresía.A la salida
frecuentábamos paseos solitarios, aromadospor perfumes fuertes, y esperábamos en
peripatéticascharlasque el albaplantarasu estandarte de luz en el oriente, signo
indudablede que la moliciese declarabavencida en aquella jornada. Al promediarla
estación la luchase hizo insostenible. Sobrevinieron unos días opacos,con un cielo gris
cerrado sobre nosotros como una campana neumática. No corría un aliento deaire y el
tiempo detenido husmeabasórdidamente entre las cosas. En estos días, mi compañero y
yo, comprendimosla vanidad de todosnuestros esfuerzos. De nada nos valían ya los
libros, ni las pinturas, ni los silogismos, porque ellos a su vez estabancontaminados.
Comprendimos que la molicieera como una enfermedad cósmica que atacabahastaa los
seres inorgánicos, que se infiltrabahastaen las entidades abstractas,dándoles una
blanda1 1 C u e n t o s J u l i o R a m ó n R i be y r o 4 apariencia decosas vivas e inútiles.
La residencia, piso por piso, habíaido cediendo sus posiciones.La plantainferior,
ocupadaporla despensa yla carbonería, fué la primera en suspender lalucha. Las
materias corruptiblesque guardaba —pilas de carbón vegetal,víveres malolientes—
fueron presas fáciles delmal. Luego el mal fue subiendo, inflexiblemente,como una
densa marea que sepultara ciudadesy suspendiera cadáveres. Nosotros, que
ocupábamosel último piso, organizamos una encarnizada resistencia. Nuestro reducto
fue un pequeño y anónimo cantar de gesta.Abriendo los grifos dejamoscorrer el agua
por los pasillose infiltrarse en las habitaciones.En una heroicasalida regresamos
cargadosde frutas tropicalesy depalmas, para morder la pulpajugosa o abanicarnos con
las hojas verdes. Pero pronto el agua se recalentó, las palmas se secaron y delas frutas
sólo quedaron los corazones oxidados.Entonces, desplomándonosen nuestras camas,
oyendo cómo nuestro sudor rebotabasobrelas baldosas,decidimosnuestra capitulación.
Al principio llevamos la cuenta de las horas (un campanario repicabacansadamente muy
cerca nuestro, ¿quién lo tañeria?),la cuenta delos días, pero pronto perdimos todanoción
deltiempo.Vivíamos en un estado de somnolencia torpe,de embrutecimiento
progresivo. No podíamosproferiruna sola palabra.Nos era imposiblehilvanarun
pensamiento. Eramos fardos demateria viva, desposeidosde todahumanidad.¿Cuanto
tiempo duraría aquel estado?No lo sé, no podriadecirlo.Sólo recuerdo aquella mañana
en que fuimos removidos de nuestros lechospor un gigantesco estampido que conmovió
a todala ciudad.Nuestra sensibilidad,agudizadaporaquel impacto,quedó un instante
alerta. Entonces sobrevino un gran silencio, luego una ráfagade aire fresco abrió de par
en par las ventanas y unas gotasde agua motearonlos cristales. La atmósfera de todala
habitaciónse renovó en un momento y un saludableolor detierra humedecidanos
arrastró hacialaventana. Entonces vimos que llovíacopiosa,consoladoramente.
También vimos que los árboles habíanamarilleado yque la primera hojadoradase
desprendía ydespués de un breve vals tocabalatierra. A este contacto —un dedo en llaga
gigantesca—la tierra despertó con un estertor de inmenso y contagioso júbilo,como un
animal después de un largo sueño, y nosotros mismos nos sentimos partícipesdeaquel
renacimiento y nos abrazamos alegrementesobre el dintel dela ventana, recibiendo en el
rostro las húmedas gotasdel otoño.Madrid, 1953
LA VIDAGRIS
Nunca ocurrió vida más insípida y mediocreque la deRoberto. Se deslizó por el mundo
inadvertidamente, como una gotadelluvia en medio de la tormenta,como una nube que
navega entre las sombras.
No tuvo una emociónfuerte, ni una aventura imprevis- ta, ni una calamidadsonora que
colorearala páginablanca de su vida.Todo en él fue blando,suave, entregado con me-
sura, vivido sin contrastes. No fue lo suficientemente bruto para sentir la felicidaddeno
pensar en nada, ni lo bastante inteligentecomo para sufrir la angustia delsaber más. Ni
serio ni jocoso,ni bueno ni malo,ni estéril ni imaginativo,era como un agua tibia,como
un árbolsin savia, como una sonrisa sin expresión.
Ni siquiera un rasgo de su semblante fue llamativo u original. De medianaestatura, de
complexióndelgada,sus ojos carecían de potencia,como una lámpara mal encendi- da, y
su voz era deun tono tan vulgar como corriente era el colorde sus cabellos.
Su presencia no era ansiada ni evitada,pues no poseíaaquella parquedaddesagradable,
ni era tan parlanchínque fastidiara. Saludaba,hablabadecosas banales, decía lo que otro
cualquiera hubierapodido decir,y se alejabasin habercomunicado ninguna novedad,sin
haberdespertado ningún efecto. No se notabasu presencia en el grupo de sus amigos
cuando asistía, ni se reparabaen su ausencia cuando faltaba.No poseía ninguna
particularidadnotableque lo definiera, pues no sabía cantar, ni contar chistes, ni decir
piropos.A todosles era indiferente, y por todospasabade- sapercibido.No se sabía qué
le gustaba,a qué era aficiona-do, cuáles eran sus ideales,pues a nadiele interesaba pre-
guntárselo y él tampoco se afanabaen referirlo.
Cuando se encontraba con un conocido en la calle,con- versaba sobre temas generales,
sin profundidadni elegancia,sin hablarde sí mismo ni incurrir porel destino delotro,
como quien observa una fórmula social; y aldespedirse, se- guramente que su
interlocutorse olvidabaque acababade sostener una conversación.
Jamás alguienle consultó su opiniónni le pidió un con- sejo; ni tuvo un amigo más amigo
que otros, ni un apodo cariñoso que exagerara alguno de sus rasgos. Nadaen él lla- maba
la atención; todo en él era gris y normal, sosegado y neutro, limitado ybarato.Sus
exámenes no fueron brillan- tes que despertaran envidia, ni desastrosos que produjeran
risa. Sus notas eran treces y catorces.
A no ser que lo vieran, no vivía en la conciencia dena- die. No se recordaba deél alguna
opiniónaudaz o algún si- lencio elocuente, alguna poseeleganteo alguna actitudga-
llarda.Lo que él hacíapronto se olvidaba,como se olvida-ban todas sus palabrasque sólo
el viento guardó.
De niño, en su barrio, palomilleó como todo rapaz,pero, a excepción de una pedradaque
le cayó en la cabezay un vidrio que rompió, no le sucedió nada notablecomo a otros
muchachos desu edad: jamás le mordió un perro, ni le tomó preso un policía,ni le
atropelló una bicicleta,ni lemaldijo una vieja.
Siendo de la clase media no tuvo lindosjuguetes; pero no le faltaron los soldadosde
plomo ni el carro de cuerda. Deeste modo,no lo impresionó el gozo de la abundancia,
como tampoco lecontristó el dolorde la escasez.
No hizo viajes largos que dejaran en su memoria re- cuerdos de paisajes, ni tuvo muchos
parientes, ni lequisie- ron mucho sus padres.
De su infancia, pues, no tenía nada que contar. Su ado- lescencia fue igualmente
mediocre. Conoció el mal y el mundo, sin asombrarse mucho, sin que nada despertarasu
pasión. Todo le pareció justo ycorriente. Pecó sin sentir mucho remordimiento, y creyó
en Dioslo suficiente como parano pensar en Él.
No siendo vehemente ni tampoco apático,vivió un sen- timentalismo moderado;hubo
mujeres hacia las cuales se sintió atraído,pero nunca trató de discriminar lanaturaleza de
esta atracción. A ninguna cayó simpático,pero tambiénpor ninguna fue odiado.Y él
aceptó esta indiferencia sere- namente, creyéndolanormal, sin sentirse herido en su vani-
dad,ni vulnerado en su amor propio.
Su cultura era mediana. Como todo muchacho habíaleído aVerne, a Dumas y a otros
escritores defolletín; pero,de seguro, no sabría decir qué autor le habíagustado más o
qué personaje le inspiraba más simpatía. No se preocupó nunca de señalar sus
predileccionesliterarias.
En el colegio no se apasionó por ningún curso; estudia- ba sin curiosidad,sin emoción,
como si cumpliera un debernatural, un mandamiento; y en su memoria guardabapale-
tadasde nombres y de fechas que jamás trató de ordenar o rememorar. Lo vivido era
para él inservible.
Cuando abandonó el colegio,no lo extrañó y, alenfren- tarse a lavida, no sintió la más
leve intranquilidad. Sin incli- naciones personales siguió lacarrera que le designó su pa-
dre y, por ella,andó paso a paso,sin fastidio,pero tampoco sin entusiasmo.
Poco filósofo, no se hizo ningún problemade su existen- cia, ni jamás se preguntó para
qué vivía. No experimentó la deliciadenavegar en alas de la metafísica, ni el terror de en-
frentarse a los problemas dela religión. No tuvo una posiciónideológicadefinida,niideas
motoras que lo arrastraran haciauna meta; todo lo contempló sin la curiosidaddelartista
ni la emoción delpoeta:con la indiferencia del burgués.
Las circunstancias de su vida contribuyerona fomentar su medianía.Sin habernacido en
una ciudadprestigiosano
podíaenorgullecerse de su origen; mas, como no habíave- nido al mundo en un caserío,
era injusto avergonzarse de su cuna. No descendiendo de una familiarica, no llamó la
atención porsu fortuna; pero como tampoco era pobre,no pudo impresionar porsu
miseria.
La fecha de su nacimiento no coincidió conninguna conmemoración famosa, ni fue su
nombre de pilaun nom- bre originalo inaudito,ni tuvo su apellido un rumor rancio de
nobleza.
No siendo su padreun personaje notable,se vio privado de todaresponsabilidadfamiliar;
mas, como tampoco des- cendíade un reo, no tuvo ningún complejo que ocultar.
El único hecho prominente desu vida fue un terminal que agarró en el sorteo de Fiestas
Patrias: obtuvo quinientos soles. Era justo que esto sucediera en su existencia: de lo
contrario su vidahabríasido tan absolutamentemediocre que se hubiera convertido en
un caso interesante, excepcio-nal de mediocridad,y, en consecuencia, hubieradejado de
ser mediocre, puesto que ya era interesante.
Al recibir su título profesional,no rindió una tesis bri- llante que hiciera estremecer al viejo
jurado deemoción; pero tampoco sostuvo una ideaestúpidaque mereciera un total
disentimiento.Por otro lado,tampoco resbaló en laal- fombra al ir a recibir su grado,ni
volcó tinta en el diploma,ni ocurrió algún incidente deesta naturaleza que confiriera a la
ceremonia, yaque no un aspecto solemne, por lo menos un viraje cómico.
Abrió un estudio discreto,en una callede poco tráfico,que fue concurrido porgentes de
regular calidad,mediocres también como él. En dicho estudio ejerció paciente, silen-
ciosamente su profesión, sin que se conociera de él algunaintervención notable,ni
tampoco algúnyerro espectacular.
Y mientras laplacadoradacon su nombre y profesión ibaperdiendo su brillo,y mientras
su cabeza ibaencane- ciendo, sus días pasaban unos detrás deotros, siempre igua- les,
siempre insípidos, como duplicaciones,como las pági-nas deun libro.
Roberto no se casó. De haberlo hecho,su vida habríatenido yaun motivo deser, y
quedaría justificadasu exis- tencia. Pero él fue absolutamentecontingente, completa-
mente inútil al mundo; ni siquiera tuvo descendientes.
Y porfin murió. Pero hastasu muerte fue vulgar, puerily antipoética.No se cayó de un
quinto piso, ni lo arrolló un tranvía, ni lo corneó un toro. Nadadigno de comentarse en los
periódicos.Pescó un resfrío en una tarde invernal, y, por no cuidárselo, se le complicó con
los bronquios, luego con la pleura, y, rebotando decomplicaciónen complicación,dio en
la tumba, un miércoles de fin de mes.
Fueron a su entierro algunos colegas,por solidaridadprofesional.Tuvo pocas flores y
ninguna lágrima. No le pu- sieron lápida,y justo almes, un tío suyo le pagó una misa, a la
que asistieron tres personas.
Después, se le olvidó por completo.Nadielo recordó con ternura, nadie lo evocó con
afecto.No se le citó en nin- guna conversación, ni se lamentó con sinceridad desu
muerte, ni le rezaron porlas noches.
De su paso por el mundo no quedó nada bueno, ni nada malo. Era como si no hubiera
existido,como un aerolito que cayera sin dejar estela,como un fuego que se apagarasin
dejar cenizas. Se hundió en lanada llevándose todo lo que tuvo; cuerpo y alma, vida y
memoria, latido yrecuerdo.
Fue una vida inútil, rotunda, implacablementeinútil. Publicado en la revista Correo
Bolivariano,Lima,
noviembre de 1949, año I, n.o 1, pp. 22-23
LA HUELLA
Una mancha negra sobre el suelo lo hizo detenerse sú- bitamente,con lafuerza de un
impacto que hubiera recibi- do a mansalva. En vano intentó seguir su camino. Delante de
sus zapatosla mancha se recortabaamorfa, espesa e inci- tante,bajo la luz delmediodía.
Lentamente se fue agachando yla pudo observar con detenimiento.Sus bordes, en
apariencialisos, mostraban de cerca sus contornos estriados,con seudópodosávidosque
se proyectabanen todasdirecciones. Era una mancha de sangre. Estabaseca; sin
embargo,algo habíaen ellade viviente que lo succionaba y lo retenía con una fuerza
inexplicable.Se incorporó para mirar más adelantey pudo observar otras manchas
similares que se iban disgregando alazar, como un archipiélago visto desde elaire. Unos
pasos más allátodo vestigio desangre desapareció,y, sin poderexplicárselo, fue
reconfortado por un sentimiento de salvación. Aquellas manchas tenían algo en común
por él, a punto de que juraría que habíanbrotado desu propio cuerpo. Pero un trecho más
adelanteaparecieron otras salpicaduras, y luego otras, en una profusión irregular y
bestial,adoptando formas y dimensiones alucinantes, como si la hemorragiase hubiera
tornado,de pronto,incontenible. Y esa sensación de ansiedad volvió a sobrecogerlo,al
extremo que sintió una especie de vértigo,que con gran esfuerzo pudo dominar. Más
adelante,sin embargo, laexplosión desangre se normalizó y, con una regularidad
geométrica,fueron apareciendo gotasidénticas, igualmenteespaciadas, diametralmente
exactas, como si hubieran sido impresas con un sello sobre el pavimento. La curiosidad,
entonces, fue haciendo soportablesu temor, ycomenzó a seguirla con una avidezen la
que habíaalgo del suicida ydel iluminado.Durante muchas cuadras anduvo preso del re-
guero y, en ladistribuciónde aquellas gotas,ibadescubrien- do un drama humano, que,
sin ninguna razón atendible,le parecíavinculado a su existencia. Las gotas, a veces, se
amontonaban, paraarrancarse luego en una direccióninsospechada, y volverse a detener
para cambiar derumbo. La persecución fue haciéndoseinteresante y dolorosa,como el
espectáculo de una agonía,pero también cadavez más ardua. Las gotasse distanciabany
se empequeñecían, hastaque, de pronto,desaparecieron sin solución de continuidad.En
vano buscó, en las cercanías una puerta, una casa donde pudieranhaberse introducido.
Entonces, sintió una desesperación horrible,como si la pérdidadeese rastro significara
para él lapérdidade su vida. Y se lanzó por laacera con la miradaraspando la vereda. Fue
entonces que descubrió un objeto arrugado y rojo.Era un pañuelo.Estuvo tentado de
recogerlo,pero se contentó con leer el monograma, y las letras entrelazadas le
parecieron las de un nombre cercano alsuyo. Luego, a corto trecho del pañuelo,
surgieron nueva- mente las manchas, pero con una copiosidadinsospechada.Elrastro, en
lugar de ser rectilíneo,fue haciéndosetortuoso,como si el hombredel cual manó aquella
sangre hubieraes- tado tambaleándosey en trance decaer. Los árboles de la calzada,las
paredes de las casas, estaban igualmentesalpica- dos. Las manchas, además, eran más
frescas y herían la vista como lancetazos. La persecución, entonces, se hizo frenéti- ca. Ya
no caminaba, sino corría, a pesar de lo cual notó que se estaba introduciendo en su barrio.
Pronto estuvo en las inmediaciones de su casa. Más tarde, en la misma esquina, y la
sangre aumentaba sin piedadarrastrándolo con laper- suasión deuna sirena. Por último,
se detuvo en la puertade su hogar.Estabaabierta, y las escaleras le invitabana subir.
Al mirar los peldaños,descubrió las manchas trepando porellas, como un reptil
implacable.Comenzó a subir. ¿A qué habitaciónse dirigían?Recorrieron el pasillo,
pasaron delan- te delcuarto de sus padres, vacilaron un instante frente al baño, y
siguieron, siguieron haciasu dormitorio,cadavez más vivientes, como si acabaran de ser
derramadas. Un vaho caliente brotabadeellas, y, tras enormes floraciones, se detu-
vieron frente a la puerta desu cuarto, que estaba entreabier- ta. Quiso poner la mano en
la perilla,pero lanotó ensan- grentada, al mismo tiempo que sintió algo que caíapesada-
mente sobre su cama, haciendo crujir el somier. Entonces se quedó inmóvil. Recordó que
el monograma delpañuelo co- rrespondía a sus iniciales, y no le quedó la menor dudaque
en elinterior de su habitaciónacababadeproducirseel es- pectáculo de su propia
muerte.
Publicadoenla revista LetrasPeruanas,Lima, febrerode1952,añoII,n.o5, p.30

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  • 1. La molicie Mi compañeroy yo luchábamos sistemáticamente contra la molicie.Sabíamos muy bien que ella era poderosa y que se adueñaba fácilmente de los espíritusde la casa. Habíamos observado cómo,agazapada, en las comidas fuertes, en los muelles sillones y hasta en las melodías lánguidas de los boleros aprovechaba cualquier instante de flaqueza para tender sobre nosotrossus brazos tentadores y sutiles y envolvernossuavemente, comola emanación de unpebetero. Había, pues, que estar en guardia contra sus asechanzas; había que estar a la expectativa de nuestras debilidades. Nuestra habitación estaba prevenida, diríase exorcizada contra ella. Habíamos atiborrado los estantes de libros,libros rarosy preciososque constantemente despertaban nuestracuriosidad y nos disponían al estudio. Habíamos coloreado las paredes con extraños dibujos que día a día renovábamospara tener siempre alguna novedad o, por la menos,la ilusiónde una perpetua mudanza. Yo pintaba espectrosy animales prehistóricos,y mi compañerotrazaba con el pincel transparentes y arbitrarias alegorías que constituían para mí un enigma indescifrable. Teníamos, por último,una pequeña radiola en la cual en momentosde sumo peligro poníamoscantigas gregorianas,sonatas clásicas o alguna fustigante pieza de jazz que comunicara a todo lo inerte una vibraciónde ballet. A pesar de todas esas medidas no nos considerábamosenteramente seguros.Era a la hora de despertarnos,cuando las golondrinas(¿eran las golondrinaso las alondras?) nos marcaban el tiempo desde los tejados, el momento en que se iniciaba nuestra lucha. Nosprovocaba correrla persiana, amortiguarla luz y quedarnostendidos sobre las duras camas; dulcemente mecidos porel vaivén de las horas.Pero estimulándonosrecíprocamente con gritosy consejos, saltábamos semidormidosde nuestroslechos y corríamosa través del corredorcaldeado hasta la ducha, bajo cuya agua helada recibíamosla primeracura de emergencia. Ella nos permitía pasar la mañana con ciertas reservas, metidosentre nuestroslibros y nuestras pinturas.A veces, cuando el calor no era muy intenso salíamos a dar un paseo entre las arboledas; viendo a la gente arrastrarse penosamente por las calzadas, huyendo también de la molicie, como nosotros. Después del almuerzo, sin embargo, sobrevenían las horas más difíciles y en las cuales la mayoría de nuestros compañerossucumbían.Del comedor pasábamos al salón y embotadospor la cuantiosa comida caíamos en los sillones. Allí pedíamos café, antes que los ojos se nos cerraran, y gracias a sugusto amargo y tostado, febrilmente sorbido, podíamospensar lo elemental para mantenernos vivos. Repetíamos el café, fumábamos,hojeábamos porcentésima vez los diarios, hasta que la molicie hacía su ingreso porlas tres grandesventanas asoleadas. Poco a poco disminuíael ritmode los coloquios;las partidasde ajedrez se suspendían, el humo iba desvaneciéndose, el radio sonaba perezosamente y muchosquedaban inmóvilesen los sillones, un alfil en la mano, los ojos entrecerrados,la respiraciónsofocada, la sangre viciada por un terrible veneno. Entonces, mi compañeroy yo huíamos torpemente porlas escaleras y llegábamos exhaustos a nuestrocuarto, donde la cama nos recibía con los brazos abiertos y nos hacía brevemente suyos.A esta hora, tal vez, fuimosen alguna oportunidadpresas de la molicie.Recuerdo especialmente
  • 2. un día en que estuve tumbado hasta la hora de la merienda sin podermoverme, y más aún, hasta la hora de la cena, hora en que pude levantarme y arrastrarmehasta el comedorcomo un sonámbulo.Pero esto no volvió a repetirse porel momento.Aún éramos fuertes.Aún éramos capaces de rechazar todoslos asaltos y llenar la tardede lecturas comunes; de glosasy de disputas, muchas veces bizantinas, pero que tenían la virtud de mantener nuestra inteligenciaalerta.1 1 C u e n t o s J u l i o R a m ó n R i b e y r o 3 A veces, hartos derazonar, nos aproximábamosa la ventana que se abría sobre un gran patio,alcual los edificiosvolvían laintimidadde sus espaldas. Veíamos, entonces, que la molicieretozabaen el patio,bajo elresplandor delsol y, reptando porlas paredes, hacía suyos los departamentosy las cosas. Por las ventanas abiertas veíamos hombres y mujeres desnudos, indolentementeestirados sobre los lechos blancos, abanicándose con periódico.A veces alguno de ellos se aproximabaa su ventana y miraba elpatio y nos veía a nosotros. Luego de hacernos un gesto vago, que podíainterpretarse como un signo de complicidadenel sufrimiento, regresaba a su lecho,bebíalentos jarros de agua y, envuelto en sus sábanas como en su sudario, proseguíasu descomposición. Este cuadro al principio nos fortalecíaporque revelaba en nosotros cierta superioridad.Mas, pronto aprendimos a ver en cada ventana como el reflejo anticipado denuestro propio destino y huíamos de ese espectáculo como de un mal presagio.Habíamosvisto sucumbir, uno por uno, a todoslos desconocidoshabitantesdeaquellos pisos, sucumbir insensiblemente, casi con dulzura, o más bien, con voluptuosidad.Aun aquellos que ofrecieron resistencia —aquel, porejemplo, que jugabasolitarioso aquel otro que tocabalaflauta— habían perecido estrepitosamente.La pocagenteque disponíade recursos —nosotros no estábamos en esa situación— se librabande lamolicieabandonando la ciudad.Cuando se produjeron los primeros casos improvisaron equipajes y huyeron hacialas sierras nevadas o hacialas playasfrescas, latitudesen las cuales no podíasobrevivir el mal. Nosotrosen cambio,teníamos que afrontar el peligro,esperando la llegadadelotoño paraque se extendiera su alfombrade hojassecas sobre losmaleficios delestío. A veces, sin embargo,el otoño se retrasaba mucho, y cuando llegabanlosprimeros cierzos, la mayoríade nosotros estábamos incurablemente enfermos, completamente corrompidos para todalavida. Las siete de lanoche era la hora más benigna. Diríase que la molicie haciauna tregua yabandonando provisoriamente la ciudad,reunía fuerzas en la pradera, preparándose parael asalto final. Este se producíadespués dela cena, a las once de la noche, cuando la brisa crepuscular habíacesado y en elcielo brlllabanestrellas implacablementelúcidas. A esta horaeran también, sin embargo,múltiples las posibilidadesdeevasión. Los adineradosemigraban hacialos salones defiesta en busca de las mujerzuelas para hallar,en el delirio,un remedio a su cansancio. Otros se hartaban de vino y regresaban ebrios en la madrugada,completamenteinsensibles a las sutilezas de la molicie.La mayoría, en cambio se refugiaba en los cinematógrafos delbarrio, después de intoxicarse de café. Los preparativospara la incursión al cine eran siempre precedidosde una gran tensión, como si se tratarade una medidasanitaria. Se repasaban los listines, se discutían las películas ypronto salíala gran caravana cortando el aire espeso de la noche. Muchos, sin embargo,no tenían dinero ni paraeso y mendigaban plañideramenteuna invitación, o laexigían con amenazas a las que eran conducidos fácilmente porel peligro en que se hallaban.En las incómodas butacas veíamos tres o
  • 3. cuatro cintas consecutivas, con un interés excesivo, y que en otras circunstancias no tendría explicación.Nos reíamos delos malos chistes, estábamos a punto dellorar en las escenas melodramáticas, nos apasionábamoscon héroes imaginariosy habíaen el fondo de todo ello como una cruel necesidad y una común hipocresía.A la salida frecuentábamos paseos solitarios, aromadospor perfumes fuertes, y esperábamos en peripatéticascharlasque el albaplantarasu estandarte de luz en el oriente, signo indudablede que la moliciese declarabavencida en aquella jornada. Al promediarla estación la luchase hizo insostenible. Sobrevinieron unos días opacos,con un cielo gris cerrado sobre nosotros como una campana neumática. No corría un aliento deaire y el tiempo detenido husmeabasórdidamente entre las cosas. En estos días, mi compañero y yo, comprendimosla vanidad de todosnuestros esfuerzos. De nada nos valían ya los libros, ni las pinturas, ni los silogismos, porque ellos a su vez estabancontaminados. Comprendimos que la molicieera como una enfermedad cósmica que atacabahastaa los seres inorgánicos, que se infiltrabahastaen las entidades abstractas,dándoles una blanda1 1 C u e n t o s J u l i o R a m ó n R i be y r o 4 apariencia decosas vivas e inútiles. La residencia, piso por piso, habíaido cediendo sus posiciones.La plantainferior, ocupadaporla despensa yla carbonería, fué la primera en suspender lalucha. Las materias corruptiblesque guardaba —pilas de carbón vegetal,víveres malolientes— fueron presas fáciles delmal. Luego el mal fue subiendo, inflexiblemente,como una densa marea que sepultara ciudadesy suspendiera cadáveres. Nosotros, que ocupábamosel último piso, organizamos una encarnizada resistencia. Nuestro reducto fue un pequeño y anónimo cantar de gesta.Abriendo los grifos dejamoscorrer el agua por los pasillose infiltrarse en las habitaciones.En una heroicasalida regresamos cargadosde frutas tropicalesy depalmas, para morder la pulpajugosa o abanicarnos con las hojas verdes. Pero pronto el agua se recalentó, las palmas se secaron y delas frutas sólo quedaron los corazones oxidados.Entonces, desplomándonosen nuestras camas, oyendo cómo nuestro sudor rebotabasobrelas baldosas,decidimosnuestra capitulación. Al principio llevamos la cuenta de las horas (un campanario repicabacansadamente muy cerca nuestro, ¿quién lo tañeria?),la cuenta delos días, pero pronto perdimos todanoción deltiempo.Vivíamos en un estado de somnolencia torpe,de embrutecimiento progresivo. No podíamosproferiruna sola palabra.Nos era imposiblehilvanarun pensamiento. Eramos fardos demateria viva, desposeidosde todahumanidad.¿Cuanto tiempo duraría aquel estado?No lo sé, no podriadecirlo.Sólo recuerdo aquella mañana en que fuimos removidos de nuestros lechospor un gigantesco estampido que conmovió a todala ciudad.Nuestra sensibilidad,agudizadaporaquel impacto,quedó un instante alerta. Entonces sobrevino un gran silencio, luego una ráfagade aire fresco abrió de par en par las ventanas y unas gotasde agua motearonlos cristales. La atmósfera de todala habitaciónse renovó en un momento y un saludableolor detierra humedecidanos arrastró hacialaventana. Entonces vimos que llovíacopiosa,consoladoramente. También vimos que los árboles habíanamarilleado yque la primera hojadoradase desprendía ydespués de un breve vals tocabalatierra. A este contacto —un dedo en llaga gigantesca—la tierra despertó con un estertor de inmenso y contagioso júbilo,como un animal después de un largo sueño, y nosotros mismos nos sentimos partícipesdeaquel
  • 4. renacimiento y nos abrazamos alegrementesobre el dintel dela ventana, recibiendo en el rostro las húmedas gotasdel otoño.Madrid, 1953 LA VIDAGRIS Nunca ocurrió vida más insípida y mediocreque la deRoberto. Se deslizó por el mundo inadvertidamente, como una gotadelluvia en medio de la tormenta,como una nube que navega entre las sombras. No tuvo una emociónfuerte, ni una aventura imprevis- ta, ni una calamidadsonora que colorearala páginablanca de su vida.Todo en él fue blando,suave, entregado con me- sura, vivido sin contrastes. No fue lo suficientemente bruto para sentir la felicidaddeno pensar en nada, ni lo bastante inteligentecomo para sufrir la angustia delsaber más. Ni serio ni jocoso,ni bueno ni malo,ni estéril ni imaginativo,era como un agua tibia,como un árbolsin savia, como una sonrisa sin expresión. Ni siquiera un rasgo de su semblante fue llamativo u original. De medianaestatura, de complexióndelgada,sus ojos carecían de potencia,como una lámpara mal encendi- da, y su voz era deun tono tan vulgar como corriente era el colorde sus cabellos. Su presencia no era ansiada ni evitada,pues no poseíaaquella parquedaddesagradable, ni era tan parlanchínque fastidiara. Saludaba,hablabadecosas banales, decía lo que otro cualquiera hubierapodido decir,y se alejabasin habercomunicado ninguna novedad,sin haberdespertado ningún efecto. No se notabasu presencia en el grupo de sus amigos cuando asistía, ni se reparabaen su ausencia cuando faltaba.No poseía ninguna particularidadnotableque lo definiera, pues no sabía cantar, ni contar chistes, ni decir piropos.A todosles era indiferente, y por todospasabade- sapercibido.No se sabía qué le gustaba,a qué era aficiona-do, cuáles eran sus ideales,pues a nadiele interesaba pre- guntárselo y él tampoco se afanabaen referirlo.
  • 5. Cuando se encontraba con un conocido en la calle,con- versaba sobre temas generales, sin profundidadni elegancia,sin hablarde sí mismo ni incurrir porel destino delotro, como quien observa una fórmula social; y aldespedirse, se- guramente que su interlocutorse olvidabaque acababade sostener una conversación. Jamás alguienle consultó su opiniónni le pidió un con- sejo; ni tuvo un amigo más amigo que otros, ni un apodo cariñoso que exagerara alguno de sus rasgos. Nadaen él lla- maba la atención; todo en él era gris y normal, sosegado y neutro, limitado ybarato.Sus exámenes no fueron brillan- tes que despertaran envidia, ni desastrosos que produjeran risa. Sus notas eran treces y catorces. A no ser que lo vieran, no vivía en la conciencia dena- die. No se recordaba deél alguna opiniónaudaz o algún si- lencio elocuente, alguna poseeleganteo alguna actitudga- llarda.Lo que él hacíapronto se olvidaba,como se olvida-ban todas sus palabrasque sólo el viento guardó. De niño, en su barrio, palomilleó como todo rapaz,pero, a excepción de una pedradaque le cayó en la cabezay un vidrio que rompió, no le sucedió nada notablecomo a otros muchachos desu edad: jamás le mordió un perro, ni le tomó preso un policía,ni le atropelló una bicicleta,ni lemaldijo una vieja. Siendo de la clase media no tuvo lindosjuguetes; pero no le faltaron los soldadosde plomo ni el carro de cuerda. Deeste modo,no lo impresionó el gozo de la abundancia, como tampoco lecontristó el dolorde la escasez. No hizo viajes largos que dejaran en su memoria re- cuerdos de paisajes, ni tuvo muchos parientes, ni lequisie- ron mucho sus padres. De su infancia, pues, no tenía nada que contar. Su ado- lescencia fue igualmente mediocre. Conoció el mal y el mundo, sin asombrarse mucho, sin que nada despertarasu pasión. Todo le pareció justo ycorriente. Pecó sin sentir mucho remordimiento, y creyó en Dioslo suficiente como parano pensar en Él. No siendo vehemente ni tampoco apático,vivió un sen- timentalismo moderado;hubo mujeres hacia las cuales se sintió atraído,pero nunca trató de discriminar lanaturaleza de esta atracción. A ninguna cayó simpático,pero tambiénpor ninguna fue odiado.Y él aceptó esta indiferencia sere- namente, creyéndolanormal, sin sentirse herido en su vani- dad,ni vulnerado en su amor propio. Su cultura era mediana. Como todo muchacho habíaleído aVerne, a Dumas y a otros escritores defolletín; pero,de seguro, no sabría decir qué autor le habíagustado más o qué personaje le inspiraba más simpatía. No se preocupó nunca de señalar sus predileccionesliterarias.
  • 6. En el colegio no se apasionó por ningún curso; estudia- ba sin curiosidad,sin emoción, como si cumpliera un debernatural, un mandamiento; y en su memoria guardabapale- tadasde nombres y de fechas que jamás trató de ordenar o rememorar. Lo vivido era para él inservible. Cuando abandonó el colegio,no lo extrañó y, alenfren- tarse a lavida, no sintió la más leve intranquilidad. Sin incli- naciones personales siguió lacarrera que le designó su pa- dre y, por ella,andó paso a paso,sin fastidio,pero tampoco sin entusiasmo. Poco filósofo, no se hizo ningún problemade su existen- cia, ni jamás se preguntó para qué vivía. No experimentó la deliciadenavegar en alas de la metafísica, ni el terror de en- frentarse a los problemas dela religión. No tuvo una posiciónideológicadefinida,niideas motoras que lo arrastraran haciauna meta; todo lo contempló sin la curiosidaddelartista ni la emoción delpoeta:con la indiferencia del burgués. Las circunstancias de su vida contribuyerona fomentar su medianía.Sin habernacido en una ciudadprestigiosano podíaenorgullecerse de su origen; mas, como no habíave- nido al mundo en un caserío, era injusto avergonzarse de su cuna. No descendiendo de una familiarica, no llamó la atención porsu fortuna; pero como tampoco era pobre,no pudo impresionar porsu miseria. La fecha de su nacimiento no coincidió conninguna conmemoración famosa, ni fue su nombre de pilaun nom- bre originalo inaudito,ni tuvo su apellido un rumor rancio de nobleza. No siendo su padreun personaje notable,se vio privado de todaresponsabilidadfamiliar; mas, como tampoco des- cendíade un reo, no tuvo ningún complejo que ocultar. El único hecho prominente desu vida fue un terminal que agarró en el sorteo de Fiestas Patrias: obtuvo quinientos soles. Era justo que esto sucediera en su existencia: de lo contrario su vidahabríasido tan absolutamentemediocre que se hubiera convertido en un caso interesante, excepcio-nal de mediocridad,y, en consecuencia, hubieradejado de ser mediocre, puesto que ya era interesante. Al recibir su título profesional,no rindió una tesis bri- llante que hiciera estremecer al viejo jurado deemoción; pero tampoco sostuvo una ideaestúpidaque mereciera un total disentimiento.Por otro lado,tampoco resbaló en laal- fombra al ir a recibir su grado,ni volcó tinta en el diploma,ni ocurrió algún incidente deesta naturaleza que confiriera a la ceremonia, yaque no un aspecto solemne, por lo menos un viraje cómico. Abrió un estudio discreto,en una callede poco tráfico,que fue concurrido porgentes de regular calidad,mediocres también como él. En dicho estudio ejerció paciente, silen-
  • 7. ciosamente su profesión, sin que se conociera de él algunaintervención notable,ni tampoco algúnyerro espectacular. Y mientras laplacadoradacon su nombre y profesión ibaperdiendo su brillo,y mientras su cabeza ibaencane- ciendo, sus días pasaban unos detrás deotros, siempre igua- les, siempre insípidos, como duplicaciones,como las pági-nas deun libro. Roberto no se casó. De haberlo hecho,su vida habríatenido yaun motivo deser, y quedaría justificadasu exis- tencia. Pero él fue absolutamentecontingente, completa- mente inútil al mundo; ni siquiera tuvo descendientes. Y porfin murió. Pero hastasu muerte fue vulgar, puerily antipoética.No se cayó de un quinto piso, ni lo arrolló un tranvía, ni lo corneó un toro. Nadadigno de comentarse en los periódicos.Pescó un resfrío en una tarde invernal, y, por no cuidárselo, se le complicó con los bronquios, luego con la pleura, y, rebotando decomplicaciónen complicación,dio en la tumba, un miércoles de fin de mes. Fueron a su entierro algunos colegas,por solidaridadprofesional.Tuvo pocas flores y ninguna lágrima. No le pu- sieron lápida,y justo almes, un tío suyo le pagó una misa, a la que asistieron tres personas. Después, se le olvidó por completo.Nadielo recordó con ternura, nadie lo evocó con afecto.No se le citó en nin- guna conversación, ni se lamentó con sinceridad desu muerte, ni le rezaron porlas noches. De su paso por el mundo no quedó nada bueno, ni nada malo. Era como si no hubiera existido,como un aerolito que cayera sin dejar estela,como un fuego que se apagarasin dejar cenizas. Se hundió en lanada llevándose todo lo que tuvo; cuerpo y alma, vida y memoria, latido yrecuerdo. Fue una vida inútil, rotunda, implacablementeinútil. Publicado en la revista Correo Bolivariano,Lima, noviembre de 1949, año I, n.o 1, pp. 22-23 LA HUELLA Una mancha negra sobre el suelo lo hizo detenerse sú- bitamente,con lafuerza de un impacto que hubiera recibi- do a mansalva. En vano intentó seguir su camino. Delante de sus zapatosla mancha se recortabaamorfa, espesa e inci- tante,bajo la luz delmediodía. Lentamente se fue agachando yla pudo observar con detenimiento.Sus bordes, en
  • 8. apariencialisos, mostraban de cerca sus contornos estriados,con seudópodosávidosque se proyectabanen todasdirecciones. Era una mancha de sangre. Estabaseca; sin embargo,algo habíaen ellade viviente que lo succionaba y lo retenía con una fuerza inexplicable.Se incorporó para mirar más adelantey pudo observar otras manchas similares que se iban disgregando alazar, como un archipiélago visto desde elaire. Unos pasos más allátodo vestigio desangre desapareció,y, sin poderexplicárselo, fue reconfortado por un sentimiento de salvación. Aquellas manchas tenían algo en común por él, a punto de que juraría que habíanbrotado desu propio cuerpo. Pero un trecho más adelanteaparecieron otras salpicaduras, y luego otras, en una profusión irregular y bestial,adoptando formas y dimensiones alucinantes, como si la hemorragiase hubiera tornado,de pronto,incontenible. Y esa sensación de ansiedad volvió a sobrecogerlo,al extremo que sintió una especie de vértigo,que con gran esfuerzo pudo dominar. Más adelante,sin embargo, laexplosión desangre se normalizó y, con una regularidad geométrica,fueron apareciendo gotasidénticas, igualmenteespaciadas, diametralmente exactas, como si hubieran sido impresas con un sello sobre el pavimento. La curiosidad, entonces, fue haciendo soportablesu temor, ycomenzó a seguirla con una avidezen la que habíaalgo del suicida ydel iluminado.Durante muchas cuadras anduvo preso del re- guero y, en ladistribuciónde aquellas gotas,ibadescubrien- do un drama humano, que, sin ninguna razón atendible,le parecíavinculado a su existencia. Las gotas, a veces, se amontonaban, paraarrancarse luego en una direccióninsospechada, y volverse a detener para cambiar derumbo. La persecución fue haciéndoseinteresante y dolorosa,como el espectáculo de una agonía,pero también cadavez más ardua. Las gotasse distanciabany se empequeñecían, hastaque, de pronto,desaparecieron sin solución de continuidad.En vano buscó, en las cercanías una puerta, una casa donde pudieranhaberse introducido. Entonces, sintió una desesperación horrible,como si la pérdidadeese rastro significara para él lapérdidade su vida. Y se lanzó por laacera con la miradaraspando la vereda. Fue entonces que descubrió un objeto arrugado y rojo.Era un pañuelo.Estuvo tentado de recogerlo,pero se contentó con leer el monograma, y las letras entrelazadas le parecieron las de un nombre cercano alsuyo. Luego, a corto trecho del pañuelo, surgieron nueva- mente las manchas, pero con una copiosidadinsospechada.Elrastro, en lugar de ser rectilíneo,fue haciéndosetortuoso,como si el hombredel cual manó aquella sangre hubieraes- tado tambaleándosey en trance decaer. Los árboles de la calzada,las paredes de las casas, estaban igualmentesalpica- dos. Las manchas, además, eran más frescas y herían la vista como lancetazos. La persecución, entonces, se hizo frenéti- ca. Ya no caminaba, sino corría, a pesar de lo cual notó que se estaba introduciendo en su barrio. Pronto estuvo en las inmediaciones de su casa. Más tarde, en la misma esquina, y la sangre aumentaba sin piedadarrastrándolo con laper- suasión deuna sirena. Por último, se detuvo en la puertade su hogar.Estabaabierta, y las escaleras le invitabana subir. Al mirar los peldaños,descubrió las manchas trepando porellas, como un reptil implacable.Comenzó a subir. ¿A qué habitaciónse dirigían?Recorrieron el pasillo, pasaron delan- te delcuarto de sus padres, vacilaron un instante frente al baño, y siguieron, siguieron haciasu dormitorio,cadavez más vivientes, como si acabaran de ser derramadas. Un vaho caliente brotabadeellas, y, tras enormes floraciones, se detu-
  • 9. vieron frente a la puerta desu cuarto, que estaba entreabier- ta. Quiso poner la mano en la perilla,pero lanotó ensan- grentada, al mismo tiempo que sintió algo que caíapesada- mente sobre su cama, haciendo crujir el somier. Entonces se quedó inmóvil. Recordó que el monograma delpañuelo co- rrespondía a sus iniciales, y no le quedó la menor dudaque en elinterior de su habitaciónacababadeproducirseel es- pectáculo de su propia muerte. Publicadoenla revista LetrasPeruanas,Lima, febrerode1952,añoII,n.o5, p.30