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36 La vida eterna Amen 
«El cristiano que une su pro- pia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia él y la entrada en la vida eterna.» La vida eterna, como dice san- to Tomás, corona todos nues- tros deseos. Pero, ¿en qué con- siste la vida eterna? Es la per- fecta unión y comunión con Dios. Él en persona es la meta de toda gracia y todo trabajo. Veremos, amaremos y alaba- remos a Dios eternamente. El deseo más hondo del hombre será plenamente sacia- do, tendremos más de lo que podemos imaginar y pensar. El corazón inquie- to del hombre en- contrará paz y sosiego, felici- dad plena. 
Entonces el hombre perderá todos sus miedos y dudas. Tendrá plena seguridad, ya no temerá los males. La alegría será compartida con todos los bienaventurados. No habrá envidias ni rivalidades, Nues- tra alegría crecerá con la alegría de los otros. Por ello estamos llamados a secundar la gracia de Dios a fin de evi- tar la muerte eterna, el «infierno». Por ello pedimos 
al Señor que jamás nos separe- mos de él, ya que creemos y confiamos en su misericordia y en su voluntad de que todos los hombres se salven y lle- guen al pleno conocimiento de la verdad. 
«El Credo, como el último libro de la Sagrada Escritura, se termina con la palabra hebrea amén.» Esta palabra pertenece a la misma raíz que la palabra cre- er. Con ella proclama- mos que Dios es fiel a sus promesas. Con el amén, el creyente ru- brica la confesión de fe que acaba de hacer. Jesu- cristo es el testigo fiel y veraz, el Amén (cf. Ap 3, 14). «Así, por medio de él, decimos nuestro Amén a Dios, para gloria suya.» (2Cor 1, 20) El «Dios del amén» nos da la plena garantía de caminar hacia la vida y no hacia la muerte. 
1 El Credo de nuestra Fe 
El curso pasado dedicamos la contraportada de la hoja pa- rroquial a una catequesis so- bre los diferentes momentos de la Misa. En este nuevo curso, lo haremos sobre el credo de nuestra fe. 
¿Qué es el credo? No es propiamente una oración, pues faltan dimensiones como la invo- cación, sino la síntesis de la fe profesada por la comuni- dad eclesial. Los «credos», que se denominan igualmente «símbolos de la fe», surgieron en el ámbito de la catequesis bautismal. En ella se hacía entrega al candidato adulto al bautismo del «credo», de una síntesis breve de la fe de la Iglesia en la que iba a ser bautizado. En el momento del bautismo el catecúmeno re- petía la profesión de fe ante la comunidad. 
De los diferentes «credos», dos se utilizan en la liturgia eucarística: el «símbolo de los apóstoles», proveniente de la liturgia bautismal de Roma, 
y el «símbolo llamado de Ni- cea-Constantinopla», fruto de los dos primeros concilios ecuménicos (325 y 381), pos- terior y más extenso. Éste últi- mo «sigue siendo todavía el símbolo común a las grandes Iglesias de Oriente y de Occidente.» 
La palabra «símbolo» pro- cede del griego. Se usaba de forma generali- zada para indi- car una señal de reconoci- miento y de identidad. Los miembros de la comunidad cristiana se reconocen mutua- mente en la profesión de la fe apostólica. «Quien dice Yo creo, dice Yo me adhiero a lo que nosotros creemos.» La comunión de los cristianos es, ante todo, comunión en la fe y esto exige un lenguaje común: nadie puede inventar la fe ni mal interpretarla. La finalidad del «símbolo» es garantizar la comunión de los cristianos entre sí y la expresión de su ser cristiano en el mundo. A ello irá encaminado este co- mentario del Credo.
2 ¿Qué implica confesar la fe? 
Antes de confesar la fe de la Iglesia, tal como se contiene en el Credo, conviene detener- se un momento en el sentido de la fe, pues sin ella nadie puede llamarse fiel cristiano. Por ella acogemos a Dios que se revela y entrega; y por ella respondemos a su amor crea- dor y salvador. En efecto, por la fe entramos en comunión con el Señor y se hace presen- te en cada uno de no- sotros la vida eterna, el verdadero conocimien- to de Dios. Ella dirige nuestra exis- tencia y per- mite superar las tentaciones del camino. Quien confiesa la fe apostólica proclama: Dios es la fuente de la vida y de la salvación; y porque cree que el poder de la resurrección actúa ya en el mundo, avanza con esperanza en lo concreto de su vida. 
«Por la fe», la caravana de los creyentes de todos los tiempos se pusieron en camino hacia el encuentro definitivo con el 
Señor. El cristiano está llama- do a caminar «con los ojos puestos en Jesús, origen y ple- nitud de nuestra fe. Jesús que, renunciando a una vida pla- centera, afrontó sin avergon- zarse la ignominia de la cruz, y ahora está sentado a la dies- tra del trono de Dios.» (Hb 12, 2) La fe es infinitamente más que la aceptación de unas cre- encias. Confesar la fe con- lleva po- nerse en camino detrás de Jesús al encuentro con el Padre y al servicio de su designio en el corazón de la cultura y de las culturas. Porque «la fe es ga- rantía de lo que esperamos», los «peregrinos de la fe» se lanzan a trabajar con seguri- dad y firmeza en el adveni- miento del Reino de Dios en el hoy de la historia. «Lo que cuenta es la fe, que actúa por medio del amor.» 
35 La Resurrección de la carne 
El Espíritu Santo no sólo san- tifica las almas, resucitará también nuestros cuerpos. Si Cristo resucitó como el pri- mogénito de entre los muertos, todos nosotros estamos llama- dos también a resucitar con nuestro cuerpo, en nuestra condición de hombres únicos e irrepetibles. Sin el cuerpo no hay persona humana. Por ello nuestra fe proclama la resu- rrección de la carne. «La car- ne, decía Tertuliano, es sopor- te de la salvación». Dios es el creador de la carne. La Pala- bra eterna se hizo carne. En su carne el pecado fue aniquilado y la muerte fue vencida. Por ello el cristiano cree «en la resurrección de la carne, per- fección de la creación y de la redención de la carne.» En efecto, Jesucristo, por su obe- diencia hasta la muerte en cruz, venció a la muerte y ofreció a todos los hombres la posibilidad de la salvación, de una vida sin ocaso. 
En la resurrección Dios devol- verá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado. La resurrección de la carne llena de esperanza al creyente, libra del miedo a la muerte e induce a caminar en la verdad 
y santidad: ante nosotros está el camino de la vida o de la muerte. Es preciso decidirse. 
Aunque no podamos imaginar la calidad del cuerpo resucita- do, la fe, no obstante, afirma: la identidad del cuerpo resuci- tado se halla en continuidad con el que existimos en la his- toria y somos persona única e irrepetible, pero será de mejor calidad; tendrá la integridad que corresponde a la perfec- ción del hombre. El cuerpo resucitado de los justos tendrá dotes como estas: claridad, impasibilidad, agilidad y suti- leza. La resurrección de la carne nos invita a vivir ya des- de ahora en comunión con el Señor de la gloria, como la senda de una más plena reali- zación de la dignidad humana.
34 Un solo bautismo para la remisión de los pecados 
En el bautismo, el que se ha adherido por la fe a Jesucristo, renace del agua y del Espíritu Santo a una vida nueva. «Quien no renazca de agua y Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios.» (Jn 3, 5) Conviene notar que, de la misma manera que sólo nacemos una vez, sólo una vez somos bauti- zados. Por ello confesamos: «reconocemos un solo bautis- mo para la remisión de los pecados.» Como enseña el Catecismo de la Iglesia católi- ca «El Credo relaciona “el perdón de los pecados” con la profesión de fe en el Espíritu Santo. En efecto, Cristo resu- citado confió a los apóstoles el poder de perdonar los pecados cuando les dio el Espíritu San- to.» 
Además de purificarnos de todos los pecados, el bautismo nos hace una nueva creación, hijos adoptivos de Dios, «partícipes de la naturaleza divina», miembros de Cristo, coherederos con él, templo del Espíritu de santidad, pues nos 
sumerge en el misterio mismo de Dios. Somos bautizados en el nombre del Pa- dre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es- te admirable sacra- mento recibe su eficacia de la Pas- cua del Señor, de su muerte y resu- rrección. «Todos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bau- tizados en su muerte.» (Rom 6, 3) Morimos con Cristo al pecado para resucitar también con él a la vida nueva. «Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espí- ritu, para formar un solo cuer- po. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.» (1Cor 12, 13) La incorporación a la Igle- sia, al cuerpo de Cristo, es una dimensión esencial de la gra- cia del bautismo, de la incor- poración a Cristo. Por la gra- cia del bautismo, el cristiano se capacita para vivir y obrar bajo la acción y los dones del Espíritu Santo. 
3 ¿Cómo se elaboraron los Credos? 
Desde el Antiguo Testamento, el pueblo de Dios expresó y transmitió su propia fe en fórmulas breves y normativas. Lo mismo hizo la Iglesia apostólica. Pablo sintetizó así el evangelio que predicaba: «Porque os transmití, en pri- mer lugar, lo que a mi vez re- cibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras» (1Cor 15, 3-4) Con el aumento de los cristianos por el mundo, la Iglesia sintió la necesidad de hacer «resúmenes orgánicos y articulados» de su fe, que mantuvieran la unidad y co- munión entre las Iglesias y sirvieran para la catequesis de los candida- tos al bautis- mo. Así sur- gieron diferen- tes «Credos», que coincidían en lo esencial. Además de los dos usados en la liturgia eucarística entre nosotros, nos son conocidos, por ejemplo, el credo de la Iglesia africana y el credo de la Iglesia de Milán. 
San Cirilo de Jerusalén pre- 
senta la elaboración del Credo en estos términos: 
«Esta síntesis de la fe no ha sido hecha según las opiniones humanas, sino que de toda la Escritura ha sido recogido lo que hay en ella de más impor- tante, para dar en su integridad la única enseñanza de la fe. Y como el grano de mostaza contiene en un grano muy pe- queño gran número de ramas, de igual modo este resumen de la fe encierra en pocas pala- bras todo el conocimiento de la verdadera piedad contenida en el Antiguo y el Nuevo Tes- tamento.» 
Pablo escribía a los romanos: «si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. Pues con el co- razón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se con- fiesa para conseguir la salva- ción.»
4 La estructura del Credo 
La estructura del Credo es claramente trinitaria. El que se incorpora al Cuerpo de Cristo, la Iglesia, es bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Antes de renacer del agua y del Espíritu, el que pide el bau- tismo (en el caso de los niños, sus pa- dres), ha de hacer profesión de fe y comprometerse a caminar en la ver- dad del evangelio, renunciando al pa- dre de la mentira, el diablo. El bautismo no es un rito mágico o sociológico, presupone la fe, compartir la fe apostólica. Después de las renuncias y la profesión de fe en el misterio de Dios uno y trino, el cele- brante pregunta a los padres en el caso del bautismo de los niños: «¿Queréis, por tanto que vuestros hijos sean bauti- zados en la fe de la Iglesia que todos juntos acabamos de pro- fesar?» 
La triple confesión en Dios Padre, Jesucristo y el Espíritu, se despliega en los llamados artículos de fe, esto es, en 
aquellas verdades que Dios reveló y que el fiel debe aco- ger de manera incondicional, para poseer la vida eterna. Co- mo prolongación del artículo sobre el Espíritu Santo, el Credo confiesa la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el bautis- mo, el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos y la vida eterna. El credo termina por el amén. La co- munidad suscribe así la verdad de Dios que acaba de proclamar en unión con la Iglesia disemi- nada por el mundo. 
«Según una antigua tradición, atestiguada ya por san Ambro- sio, se acostumbra a enumerar doce artículos del credo, sim- bolizando con el número de los doce apóstoles el conjunto de la fe apostólica.» En su comentario al Credo, santo Tomás de Aquino, sigue esta tradición. Nosotros seguire- mos este camino con libertad. 
33 La comunión de los Santos 
«De la misma manera que en un cuerpo natural la actividad de cada miembro repercute en beneficio de todo el conjunto, así también ocurre en el cuer- po espiritual que es la Iglesia: como todos los fieles forman un solo cuerpo, el bien produ- cido por uno se comunica a los demás: «Cada uno somos miembros los unos de los otros.» (Rom 12, 5) Por este motivo, entre las verdades de fe que transmi- tieron los após- toles, se en- cuentra la de que en la Igle- sia existe una comunicación de bienes, es lo que el símbolo quiere expresar con la comunión de los santos. 
Entre todos los miembros de la Iglesia el principal es Cris- to, que es la cabeza: «Lo puso por cabeza sobre toda la Igle- sia, la cual es su cuerpo.» (Ef 1, 22-23). Por consiguiente, el bien producido por Cristo se comunica a todos los cristia- nos, como la energía de la ca- beza a todos sus miembros. Esta comunicación se lleva a 
cabo por medio de los sacra- mentos de la Iglesia, en los que opera la potencia de la pasión de Cristo, que actúa dando gracias para el perdón de los pecados.» (Santo Tomás) 
La comunión de los santos, por tanto, es comunión en las cosas santas y comunión entre las personas san- tas. Los discípulos «acudían asidua- mente a la ense- ñanza de los após- toles, a la comu- nión, a la fracción del pan y a las ora- ciones.» Comu- nión en la fe, los sacramentos, los carismas, los bienes materiales y espirituales, en la caridad. Comunión con todos aquellos que han caminado por los ca- minos de la justicia y la ver- dad. Cristo ha muerto por to- dos y juntos estamos llamados a compartir su gloria. En el sacramento de la comunión, la Eucaristía, se anticipa la plena comunión en Cristo de todos
32 La Iglesia apostólica 
La Iglesia, como vimos, es católica y, por tanto, misione- ra. Tiene la misión de llevar el nombre de Jesús hasta los con- fines del mundo. Para garanti- zar la unidad de fe y misión, el Señor llamó y envió a los apóstoles como sus testigos en el Espíritu Santo. 
Jesús convocó a los Doce para estar con él y enviarlos a pre- dicar. Les dio poder para lu- char contra lo que destruye la dignidad sagrada de la perso- na. Sobre el fundamento de los Doce se edifica la Iglesia. Ellos, con la ayuda del Espíri- tu, conservan a los fieles en la verdad. Mediante los apósto- les y sus sucesores, el Señor enseña, santifica y dirige su Iglesia. El don del Espíritu hace posible que Jesús resuci- tado continúe su misión entre nosotros a través de los Doce 
y sus sucesores: liberar para la libertad del amor, dar la vida en abundancia, derribar el mu- ro de la enemistad y hacer de los dos pueblos irreconcilia- bles un nuevo pueblo, una nueva una fraternidad. El mi- nisterio apostólico y la Iglesia apostólica prosiguen la misión de Cristo. 
Los Doce, en efecto, fueron elegidos por Dios para dar testimonio de la resurrección del Señor y así poner las bases de la Iglesia. El colegio de los obispos con el Papa, como sucesores de los apóstoles, reciben la misión de garantizar que la Iglesia sea verdadera- mente apostólica, esto es, que permanezca en comunión de fe y vida con su origen pas- cual. 
Toda la Iglesia es apostólica, enviada en el Espíritu al mun- do para proclamar las maravi- llas de Dios. «La vocación cristiana, por su misma natura- leza, es también vocación al apostolado». Se llama «apostolado» a toda «la activi- dad del Cuerpo Místico» que tiende a «propagar el Reino de Cristo por toda la tierra.» La fecundidad del apostolado depende de la unión a Cristo. 
5 «Creo en un solo Dios» 
Con estas palabras comienza el Símbolo o Credo de Nicea- Constantinopla. Lo primero que ha de creer un cristiano es que existe un solo Dios. Al escriba que le preguntaba sobre el primer mandamiento, «Jesús le contestó: El primero es: Escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor…» (Mc 12, 29; cf. Dt 6, 4) Isaías invitaba a los pueblos a convertirse al único Dios y Señor de la historia y del mundo: «Volveos a mí y seréis salvados confines todos de la tierra, por- que yo soy Dios, no existe ningún otro» (Is 45, 22). 
Esta primera afirmación del Cre- do es el principio y fundamento sobre el que se eleva el resto de los artículos de nuestra confesión de fe. Confiesa, por una parte, la existencia de Dios y rechaza cualquier tipo de politeísmo e idolatría. Los astros o los señores de este mundo, los antepasados o las fuerzas que mueven el mun- do, no son dioses. Quien dice «creo en un solo Dios», responde con Jesús al diablo que sigue ofreciendo los reinos del mundo y su gloria: «Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto.» (Mt 4, 10). 
La fe en un solo Dios aporta li- bertad y dignidad. El creyente no reconoce a otros señores fuera de Dios. Cuando pretendan silen- 
ciarlo los poderes fácticos de este mundo, responderá con osadía y aplomo: «Es menester obedecer a Dios antes que a los hom- bres.» (Hch 5, 29) Ahí radica la libertad y grandeza del mártir. 
Pero surge así una cuestión: ¿de qué Dios estamos hablando?, pues no faltan hombres y mujeres de nuestro tiempo que ven en el Dios de los cristianos un rival de la plena realización del hombre. Las siguientes palabras del Credo nos darán la respuesta a nuestro interrogante. 
«Apártate, Satanás Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto.»
6 « Padre Todopoderoso » 
El Dios único es el «Padre todo- poderoso». Como Padre es el origen primero y único de toda vida, la autoridad trascendente, la bondad y la solicitud amorosa para sus hijos. Nadie es padre como lo es Dios. No es hombre ni mujer, es Dios. Trasciende la paternidad y la maternidad huma- nas, aunque sea su origen y medi- da. 
Ante las dife- rentes mane- ras de conce- bir la paterni- dad divina en las religiones y el Antiguo Testamento, Jesús reveló que Dios es «Padre» en un senti- do nuevo: «no lo es sólo en cuan- to Creador, es eternamente Padre en relación a su Hijo único, que recíprocamente sólo es Hijo en relación a su Padre: Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.» Así, desde el inicio del Credo, la fe apostólica apunta hacia el misterio trinitario, ci- miento de la fe cristiana. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo fuimos bautizados. 
«Padre todopoderoso.» El Padre lo puede todo. «Todo lo que él quiere, lo hace.» (Sal 115, 3). 
Todo lo crea, rige y ordena para el bien de sus hijos. Es la omni- potencia propia del amor, que se complace en la libertad de sus hijos y en reunirlos. Es una omni- potencia misericordiosa: «Te compadeces de todos porque lo puedes todo.» (Sb 11, 23) Dios reveló plenamente su omnipoten- cia enviando a su Unigénito en la debilidad de nuestra carne, para compartir nuestro sufri- miento y liberar- nos de todo aquello que arruina o degrada la vida, para liberarnos del pecado y de la muerte. Nada es imposible para nuestro Dios y Padre. En el resto del Credo veremos cómo desplie- ga su omnipotencia paterna y misteriosa en la historia de la creación y de la salvación. 
31 la Iglesia católica 
«¿Qué quiere decir «católica»? «La palabra católica significa universal en el sentido de “según la totalidad” o “según la integri- dad”». Es católica porque Cristo está presente en ella, porque es su cuerpo en la historia. San Ignacio de Antioquía enseñaba: «Allí donde está Cristo Jesús, está la Iglesia católica.» Es católica, porque Cristo resucitado la envió al mundo entero para hacer discí- pulos a todos los hombres. Jesús murió para reunir a los hijos de Dios dispersos. La misión de la Iglesia es llevar a cabo, con la fuerza del Espíritu, la obra de Cristo en el mundo. 
La Iglesia, aun cuando sea peque- ña, es católica, pues está abierta a la totalidad de la humanidad, pues Cristo murió y resucitó por la humanidad entera. No es el número lo que hace la catolicidad de la Iglesia, sino el reconoci- miento del señorío de Cristo y la universalidad de la salvación dispensa al mundo. 
El Concilio Vaticano II afirma: la «Iglesia de Cristo está verdadera- mente presente en todas las legíti- mas comunidades locales de fie- les, unidas a sus pastores… En ellas se reúnen los fieles por el anuncio del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor… En estas comunida- 
des, aunque muchas veces sean pequeñas y pobres o vivan dis- persas, está presente Cristo, quien con su poder constituye a la Igle- sia una, santa, católica y apostóli- ca». 
Por ser católica la Iglesia particu- lar o local está abierta a la totali- dad del mundo, pues todos los hombres están invitados a formar parte de ella. Lo opuesto a la ca- tolicidad es el espíritu sectario. El Espíritu no cesa de llevar a todo hombre a la pascua del Hijo. El Padre quiere reunir a sus hijos en la mesa del Reino. La salvación se ofrece a la humanidad entera.
30 La Iglesia santa 
«La fe confiesa que la Iglesia… no puede dejar de ser santa», pues Cristo, el Santo de Dios, amó a la Iglesia como a su espo- sa. La hizo una sola carne con él. Ella, por tanto, participa de la santidad misma de su Señor: es el «Pueblo santo de Dios» y sus miembros son llamados «santos». 
Porque la Iglesia, unida a Cris- to, está santificada por él, ella es instrumento de santidad. De su seno maternal renacen nue- vos hijos del agua y del Espíritu Santo. Pero esto no quiere decir que la comunidad eclesial haya alcanzado ya la perfecta santi- dad. Todos los miembros de la Iglesia estamos llamados a la santidad; pero todos estamos también lejos de haber alcanza- do la perfección. Cierto, estamos llamados a ser perfectos con la misma perfección de nuestro Pa- dre celestial, pero necesitamos renovarnos continuamente por la conversón y confesión de nues- tros pecados. Se nos dio la posi- bilidad de llegar a la plenitud en Cristo, de adentrarnos en la santi- dad propia del Hijo, pero no se nos garantizó la impecabilidad. 
«La caridad es el alma de la san- tidad a la que todos están llama- dos». Cada uno, de acuerdo con la vocación, que se le ha regala- do, está urgido a amar con el mis- mo amor de Cristo. El Espíritu 
derrama el amor en nuestros co- razones para amar a los demás hasta el extremo. Este es el ver- dadero camino de la santidad: amar con el mismo amor con que Dios ama el mundo. 
Pero consciente de que hay mu- cha imperfección en la Iglesia y en cada uno de nosotros, todos debemos vivir en una actitud de profunda conversión y renova- ción. La persona animada por la caridad no es engreída, sino pa- ciente y humilde. Asume la ambi- güedad del campo del Señor, en que el trigo y la cizaña crecen juntos. 
7 «Creador del cielo y de la tierra» 
Quien confiesa a Dios como «Creador del cielo y de la tierra», reconoce que todo proviene de un único Dios. Él otorga a cada cosa su ser, bondad, belleza, sentido y nobleza. Dios es el sumo bien, todo lo que de él procede es nece- sariamente bueno, aun si el hom- bre usa mal de lo que le fue dado, o se desconcierta ante ciertos fenómenos de una naturaleza en movimiento. 
«En el principio, Dios creó el cielo y la tierra.» Y vio que lo creado era bueno y bello. De Dios procede el sentido de las cosas. De él dependen en la exis- tencia. Es Padre providente. Cui- da de su creación y asocia al hombre a su tarea. El hombre recibe la tierra para cultivarla. 
Dios «dijo, y fueron hechas las cosas.» (Sal 148, 5) Todo lo creó de la nada (cf. 2M 7, 22-23.28). No se sirvió de una materia pre- existente ni pidió ayuda a nadie. El mundo tiene su origen en su palabra creadora. Al llamar las cosas de la nada, puso en marcha la historia. «Crear es hacer algo de la nada, hacer es hacer algo de algo.» Todo tiene un origen y una meta. El sentido último de las cosas proviene de Dios. Pero los relatos bíblicos de la creación no deben tomarse al pie de la letra. No son una explicación científica 
de la formación del cosmos. 
Como Creador libre y soberano, Dios es el Otro de lo creado; pero precisamente por ser causa pri- mera de lo que existe, está pre- sente en lo más íntimo de sus criaturas: «En él vivimos, nos movemos y existimos.» (Hch 17, 28). «Dios está por encima de lo más alto que hay en mí y está en lo más hondo de mi intimi- dad.» (S. Agustín)
8 «De todo lo visible y lo invisible.» 
La confesión de fe en Dios Crea- dor del cielo y de la tierra se ex- plicita con estas palabras: «de todo lo visible y lo invisible.» Los hombres tendemos a encerrar la omnipotencia creadora de Dios en lo que alcanzamos a ver, oír, verificar, imaginar y pensar. Dios es siempre mayor. Es el Otro. Nadie puede pensarlo ni imagi- narlo. Con su inteligencia, el hombre va descubriendo de for- ma progresiva las maravillas del mundo. No proceden del caos, como pretenden algunas ideolog- ías, sino del amor y sabiduría de Dios. También los «ángeles», aún si la razón no acierta a compren- der, son criaturas de Dios. Aun- que fue creado a su imagen y semejanza, el hombre no puede encerrar a Dios en su estrecha razón. La fe ve y comprende más allá de la razón. 
Puesto que Dios es Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible e invisible, hay que creer que puede hacerlas de nuevo si fuesen destruidas. No es imposi- ble para él dar vista al ciego y resucitar un muerto. 
Reconocer la majestad de Dios y alabarlo por su creación es lo propio de quien se vive como criatura. El creyente vive agradecido, pues sabe que todo lo que es y posee, tiene su origen en el Señor. En las dificultades y prue- bas, confía en su providen- cia. No vive angustiado. Vive para buscar el Reino y la justicia de Dios. No teme el futuro, sabe que al Padre le ha parecido bien darle su Reino. Porque todo procede de Dios, reconoce el carácter sagrado de la vida del hombre. Trata de hacer buen uso de lo creado y en el sacrificio ofrece de lo que ha recibido: «Tuyo es todo, y lo que hemos recibido de tu mano, eso te hemos dado.» (1Cr 29, 14) 
29 La Iglesia es una 
La Iglesia es una, santa, católica y apostólica. Así lo confesamos en el Credo. Estas cuatro notas, propiedades o atributos, insepara- blemente unidos entre sí, caracte- rizan el misterio del pueblo de Dios. Es Cristo, quien, por el Espíritu Santo, configura así la 
Iglesia en el mundo. Pero sólo la fe alcanza a reconocer que posee estas propiedades por su origen divino. 
Quienes se mueven sólo en el terreno del conocimiento socioló- gico, tienen gran dificultad para comprender «la Iglesia una», pues las heridas de la unidad de la Iglesia son muchas y graves. Las Iglesias cristianas andan divi- didas. Nuestras comunidades diocesanas y parroquiales no siempre son signo de unidad. No obstante la unidad no debe con- fundirse con la uniformidad. Las diferencias y el pluralismo tienen su origen también en el Espíritu, que suscita y reparte dones dife- rentes para la edificación del con- junto de la Iglesia. La comunión del Espíritu es siempre unidad de 
personas en la diversidad. 
«La Iglesia es una debido a su origen». Tiene su origen en el Padre y está llamada a ser icono de la unidad de la Trinidad Santa. Su fundador es uno, Jesucristo. El 
Espíritu, que es como el alma del cuerpo eclesial, la une y organiza 
en el amor y para la misión. Esta unidad del pueblo peregrino, pro- veniente de Dios, reclama de nosotros: una misma profesión de la fe recibida de los apóstoles, la celebración común del culto divi- no, sobre todo de la Eucaristía, y la vivencia práctica de la suce- sión apostólica a través del sacra- mento del orden en torno al suce- sor de Pedro. 
Vivir la Iglesia una, reclama de todos nosotros: orar en y con Cristo por la unidad, dialogar y colaborar con las otras Iglesias cristianas, valorar y participar activamente en la comunidad local, entregarse a su servicio.
28 Creo la Iglesia 
El artículo de la fe sobre la Igle- sia depende de los artículos que se refieren al Padre, a Cristo Jesús y al Espíritu Santo. «Es la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo» (Hch 20, 28). Es el Cuerpo de Cristo. Es el Templo del Espí- ritu. Un verdadero misterio de comunión y misión. En efecto, la Igle- sia (como lo recuerda su etimología) es el pueblo de los convoca- dos, la comuni- dad que perte- nece al Señor. 
«La Iglesia es el pueblo que Dios reúne en el mundo ente- ro». Ella «existe en las comuni- dades locales y se realiza como asamblea litúrgica, sobre todo eucarística». «Vive de la Palabra y del Cuerpo de Cristo y de esta manera viene a ser ella misma Cuerpo de Cristo». Ella es un misterio, «el sacramento univer- sal de salvación». Vive en Cristo y es animada por el Espíritu. 
Puesto que la Iglesia es obra de la Trinidad, está llamada a ser en el mundo un verdadero icono de la 
comunión y misiones trinitarias. No puede quedar reducida a un grupo religioso. Es una comuni- dad de fe, amor y esperanza. La visión sociológica o religiosa no basta para comprender y vivir su misterio. No hay divorcio posible ente Cristo y la Iglesia. La Cabe- za y el Cuerpo no sobreviven escindidos. ¿Cómo sepa- rar a la Esposa del Esposo? 
«La Iglesia está en la his- toria, pero al mismo tiempo la trasciende. Solamente con los ojos de la fe se puede ver al mismo tiempo en esta realidad visible una realidad espiritual, portadora de vida divina». Ella es a la vez visible y espiritual. Enraizada y fundamentada en Cristo es signo e instrumento de la unión de los hombres con Dios y entre ellos: ella distribuye los bienes de la salvación. 
9 «Creo en un solo Señor, Jesucristo» 
La fe en Jesucristo como el único Señor es el centro del cristianis- mo. «Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual so- mos nosotros.» (1Cor 8, 6) No basta, pues, con creer en un solo Dios, creador de cielo y tierra, es preciso creer en la soberanía divina de Jesucristo. «Confesar o invocar a Jesús como Señor es creer en su divinidad.» El Espíri- tu es el que atestigua en la con- ciencia cristiana el señorío de Jesús. «Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino por influ- jo del Espíritu Santo.» (1Cor 12, 3) 
«Jesús», en hebreo, signifi- ca «Dios salva». Dios se hace presente en Jesús para salvar a la humanidad. «Cristo» es la traducción en griego del término hebreo «Mesías»: significa «ungido». La misión del Mesías era instaurar el reinado de Dios en el mun- do. En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento el nombre in- efable de Yahvé (cf. Ex 3, 14), con que Dios se reveló a Moisés, fue traducido por «Señor» (Kyrios). Utilizando este nombre para Jesús, la fe apostóli- 
ca afirmaba su condición divina. Tomás, el apóstol incrédulo, con- fesó a Jesús resucitado con estas palabras: «Señor mío y Dios mío». (Jn 20, 28) 
La afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y la historia fue para los primeros cristianos fuente de libertad y audacia. Ni el tribunal religioso ni el tribunal del emperador pudieron acallar a los apóstoles, a pesar de ser hom- bres sin instrucción. Para la fe apostólica «la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maes- tro». Nuestro único Señor es Cristo.
10 «Hijo único de Dios» 
Dios Padre dio testimonio que Jesús era su Hijo amado (cf. 2P 1, 16-18). El evangelio de Juan po- ne en labios de Jesús estas pala- bras: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.» (Jn 3, 16). Juan escribió su evangelio « para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.» (20, 31) En el prólogo, leemos: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad.» (1, 14) 
La expresión «hijo de Dios» la encontramos en el Antiguo Testa- mento aplicada al pueblo de Isra- el o algunos de sus representes, como el rey. «Significa entonces 
una filiación adoptiva que esta- blece entre Dios y su criatura unas relaciones de una intimidad particular.» También las religio- nes paganas presentaban a ciertos personajes y reyes como «hijos de la divinidad». Era una forma de conferirles un cierto halo sa- grado. 
La fe apostólica no entiende así la filiación de Jesús, como vere- mos. Por el momento basten estas afirmaciones: Él no es Hijo por simple adopción, como podemos serlo nosotros por el bautismo. Es el Hijo único, el unigénito, pues lo es por naturaleza. Existe antes de la creación, pero se hizo carne en el tiempo para darnos la vida. Como Hijo es una persona dife- rente a la del Padre, pero él y el Padre son una sola cosa: «El Pa- dre y yo somos una cosa.» (Jn 10, 30) Porque es el Unigénito, a cuantos creen en él les da la posi- bilidad de ser hijos por adopción (cf. Jn 1, 12). 
27 Habló por los profetas 
Desde el comienzo de la creación hasta la plenitud de los tiempos, el Espíritu de Dios preparaba discretamente la venida del Hijo en una carne como la nuestra. En el Antiguo Testamento «habló por los profetas», esto es, por todas aquellas personas que anunciaron y dispusieron al pue- blo para acoger al Mesías y su manera propia de llevar a cabo la obra salvadora de Dios. «Sobre esta salvación estuvieron explo- rando e indagando los profetas que profetizaron sobre la gracia destinada a vosotros tratando de averiguar a quien y a qué mo- mento apuntaba el Espíritu de Cristo que había en ellos, cuando atestiguaba por anticipado la pa- sión del Mesías y su consiguiente glorificación. Y se les reveló que no era en beneficio propio, sino en el vuestro por el que adminis- traban estas cosas que ahora os anuncian quienes os proclaman el Evangelio con la fuerza del Espí- ritu Santo enviado desde el cie- lo.» (1P 1, 1-12) 
Porque estaban inspirados por el Espíritu Santo, los profetas y los escritores sagrados hablaron y escribieron de parte de Dios. El Espíritu es único y no se contra- dice. Habló en los profetas y da testimonio en los apóstoles. Él garantiza la continuidad y el cumplimiento en la novedad del plan divino. 
Misión del Espíritu es conducir- nos a la verdad plena. Él garanti- za la Tradición viva y guía a la Iglesia a la novedad de la verdad, plenamente revelada en Cristo. Él da testimonio en los testigos del Evangelio. Él garantiza la integri- dad de la fe en el pueblo de Dios. Él regala el don de la infalibili- dad, para que el misterio de Cris- to sea mejor conocido, testimo- niado y anunciado por la Iglesia apostólica en medio de los pue- blos y culturas de nuestro mundo. Él recrea la comunión en la fe, amor y esperanza.
26 Recibe una misma adoración y gloria 
Este es el mandato de Jesús resu- citado a sus discípulos: «Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». En esta fórmula bautismal aparece la unidad y diversidad, la igualdad y la ac- ción común, de las tres personas divinas. Las tres merecen la mis- ma adoración y gloria. 
«La fe católica es ésta: que vene- remos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confun- diendo las personas, ni separando las sustancias; una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la glo- ria, coeterna la majestad.» 
«Las personas divinas, insepara- bles en su ser, son también inse- parables en su obrar. Pero en la única operación divina cada una manifiesta lo que le es propio en la Trinidad, sobre todo en las misiones divinas de la Encarna- 
ción del Hijo y del don del Espí- ritu Santo.» «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Pa- dre, y la comunión del Espíritu Santo» 
«Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramen- te de mí mismo para establecer- me en ti, inmóvil y apacible co- mo si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profun- didad de tu Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu mo- rada amada y el lugar de tu repo- so. Que no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí entera- mente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora (Oración de la Beata Isabel de la Trinidad).» 
11 Nacido del Padre antes de todos los siglos. 
Engendrado, no creado. 
No es fácil encontrar términos adecuados para expresar la ver- dad y la novedad que entraña confesar a Jesús como el Hijo único de Dios. Fueron necesarios varios concilios ecuménicos, si- glos de reflexión y oración bajo la acción del Espíritu Santo, para fijar la orientación a seguir si se quiere ahondar en el misterio de Jesucristo. 
En el evangelio de Lucas, Jesús dice: «Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera reve- lar.» (Lc 10, 22) El evangelista Juan, por su parte, afirma: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado.» (Jn 1, 18) Solo el Espíritu puede adentrarnos de manera existencial en la relación del Padre y el Hijo. 
El Hijo nace del Padre antes de todos los siglos. La fe confiesa así que el Hijo es anterior a todo lo creado, anterior al tiempo. En Dios todo es actualidad, no existe la sucesión de los días como en lo creado. Y añade el Credo para evitar una comprensión errada: «Engendrado, no creado.» Dios Padre es principio sin principio, pero sin ser anterior al Hijo. El evangelista teólogo, como los padres de la Iglesia llaman a 
Juan, comienza así su evangelio: «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios.» (Jn 1,1-2) 
El Padre y el Hijo son uno, pero son personas diferentes. El hecho de que el Hijo fuera enviado al mundo, como enseñan los evan- gelios, revela el misterio trinitario de Dios como comunión de per- sonas, unidas en el ser y el hacer.
12 Dios de Dios, luz de luz. 
«Dios de Dios, luz de luz. Dios verdadero de Dios verdadero, de la misma naturaleza del Padre.» Con esta serie de expresiones, el Símbolo llamado de Nicea- Constantinopla, sale al paso de diferentes afirmaciones heréticas. Sabelio, sacerdote y teólogo oriental del siglo III, no distinguía bien las perso- nas divinas. Por eso se añadió en el Símbolo de los padres: «Dios de Dios, luz de luz », para recalcar la distinción de personas en el seno de la Trinidad. 
Ante la ambigüedad de las afirmaciones de Arrio, sacerdote y obispo, los padres conciliares añadie- ron al Símbolo: «Dios ver- dadero de Dios verdade- ro», afirmando así que el Hijo no es una criatura. Luego, con la expresión: «engendrado, no crea- do», recalcaban la eternidad del Hijo. Y añadiendo: «De la misma naturaleza del Padre», confesa- ban con toda claridad su divini- dad. 
Pero la generación en Dios es distinta de la de los seres creados. La generación divina supera lo que la razón puede conocer a partir de la realidad natural. Sólo puede rastrearse, dirá santo Tomás, analizando cómo la per- 
sona, al pensar, «engendra su palabra», la palabra mental. Ésta es interior al hombre, pero dife- rente a él. Para que sea conocida de los demás debe ser comunica- da, revelada. Y concluye el santo: «De la misma manera, el Hijo de Dios no es otra cosa que la Pala- bra de Dios; no una palabra pro- nunciada al exterior, que es pasa- jera, sino una palabra concebida interiormente; por eso, la Palabra de Dios es de la misma naturale- za que Dios e igual a Dios. Con todo, de una manera está la pala- bra en nosotros, y de otra en Dios. En nosotros nuestra pala- bra es un accidente; en Dios la Palabra de Dios es lo mismo que Dios, pues nada hay en Dios que no sea Dios.» 
25 «Que procede del Padre y del Hijo» 
Antes de la Pascua, Jesús prome- tió a los discípulos otro paráclito, el Espíritu de la verdad que los conduciría a la verdad completa: así lo revelaba como la tercera persona de la Trinidad. Pero la Iglesia tardó siglos antes de for- mular la fe apostólica. 
En el año 381, el Concilio Ecuménico de Constantinopla confesaba: «Creemos en el Espí- ritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre.»El Padre es la fuente y el origen de toda la divinidad. La tradición latina del Credo confiesa que el Espíritu «procede del Padre y del Hijo.» El Concilio de Florencia, en el año 1438, expli- cita: El Espíritu Santo tiene su esencia y su ser a la vez del Padre y del Hijo y pro- cede eternamen- te tanto del Uno como del Otro como de un solo Principio y por una sola espira- ción… Y porque todo lo que per- tenece al Padre, el Padre lo dio a su Hijo único, al engendrarlo, a excepción de su ser de Padre, esta procesión misma del Espíritu Santo a partir del Hijo, éste la tiene eternamente de su Padre 
que lo engendró eternamente.» La tradición oriental dice que el Espíritu procede del Padre por el Hijo. «Esta legitima complemen- tariedad, dice el Catecismo de la Iglesia católica, si no se desorbi- ta, no afecta a la identidad de la fe en la realidad del mismo mis- terio confesado.» 
El hecho de que el Espíritu, según el evangelio de Juan, es enviado por el Padre y el Hijo prueba que él procede de ambos dentro de la divinidad misma. Por ello el Espíritu es el Espíritu de la comunión. Él nos introduce en la relación que reina entre el Padre y el Hijo. Él confiesa a Jesús co- mo el Señor y clamar: Abba, Pa- dre, en nosotros.
24 Creo en el Espíritu Santo: Señor y dador de vida 
«El misterio de la Santísima Tri- nidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana.» Con la afirmación que el Espíritu Santo es «Señor y dador de vida», el credo confiesa la divinidad del Espíritu y su igualdad con el Pa- dre y el Hijo. Lo confesamos como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre. Por- que no es una criatura, lo procla- mamos como Señor. Es principio de vida, dador de la vida misma de Dios a la criatura. Él derrama en nosotros el amor de Dios. 
La Biblia usa diferentes símbolos para presentar al Espíritu Santo como principio de vida. Los símbolos del agua, del fuego y del viento recuerdan que viene a irrigar la árida tierra que somos nosotros. Él es el soplo de la vi- da. Junto con la Palabra de Dios está en el origen del ser y de la vida de toda criatura. Con otros 
símbolos, como dedo, mano, nu- be y luz, unción, sello y paloma, los autores bíblicos insisten en su misión, liberar para una vida nue- va. Por el agua y el Espíritu, el cristiano es injertado en Cristo y renace para la vida filial. Él in- funde en nosotros la vida misma de Dios. 
Nadie puede decir «Jesús es Se- ñor», la confesión de la fe cristia- na, si no está animado por el Espíritu. Él alumbra la conciencia filial y clama en nosotros: Abba, Padre. Él hace de los discípulos testigos de Jesús muerto y resuci- tado en el mundo. Sin él no hay libertad, ni vida cristiana, ni Igle- sia. Pablo escribe: «Todos noso- tros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.» 
13 Por quien todo fue hecho 
El prólogo del evangelio según san Juan, una vez afirmada la divinidad del Logos, de la Pala- bra, añade: «Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.» (Jn 1, 3) Todo procede del Padre por medio de su Palabra, que es anterior a todo lo creado. Nada ha recibido la existencia, a no ser por la presen- cia activa de la Palabra. Por me- dio de ella Dios crea y sostiene todas las cosas en el ser. 
El himno de la carta a los colo- senses desarrolla esta misma idea de forma más elaborada: «El [el Hijo] es Imagen de Dios invisi- ble, Primogénito de toda la crea- ción, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisi- bles, los Tronos, las Dominacio- nes, los Principados, las Potesta- des: todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consis- tencia.» (Col 1, 15-16) Dios, co- mo el artista que realiza sus obras siguiendo el modelo que ideó en su mente, crea todo en su Hijo. Todo fue creado por su medio y todo ha sido creado para él. Más, todo tiene en él su consistencia. 
Puesto que todo acontece por la Palabra, el mundo y la historia no son fruto del azar o del caos. La Palabra eficaz de Dios, por otra parte, comunica a todos los seres 
su propia huella, dándoles así su sentido último. Ya no podemos buscar en nuestras fantasías u opiniones el sentido de lo creado, sino en la Palabra por la que todo ha sido hecho. Y porque la Pala- bra informa desde dentro las co- sas creadas, ellas nos hablan de Dios, como recuerda el cántico de las criaturas de Francisco de Asís. 
Todo lo creado, nos habla de Dios
14 Por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo 
El Credo Niceno- Constantinopolitano afirma que el Hijo de Dios vino a la tierra por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación. En esta venida del Hijo se revela el amor inson- dable del Padre por «su bien», por el ser humano, por todos y cada uno de nosotros. «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.» (Jn 3, 16) 
Por la Palabra eterna, esto es por el Unigénito, fue creado todo lo que existe. Pero el mundo no la conoció: «En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibie- ron.» (Jn 1, 10-11) Este fue el drama de la humanidad, dar la espalda a la Palabra, obstaculi- zando así el proyecto de Dios sobre el hombre, creado a su ima- gen y semejanza. 
Dios no cesó de buscar al hombre a lo largo de la historia, pero éste seguía encerrado en sí mismo. En la plenitud de los tiempos, envió a su Palabra en forma visible a la tierra para darle al hombre la posibilidad de alcanzar su digni- dad filial: «A todos los que la recibieron les dio poder de hacer- se hijos de Dios, a los que creen en su nombre.» (Jn 1, 12) La sal- 
vación, además de ser liberación del pecado, nos da la posibilidad de llegar a ser hijos en el Hijo, nos hace partícipes de la misma vida divina. 
El «por nosotros» y «por nuestra salvación» nos llena de alegría y esperanza, robustece nuestra fe y amor, revela la dignidad y valor de la persona humana: Somos realmente valiosos a los ojos de Dios. 
23 Su reino no tendrá fin 
Jesús, según el evangelio de san Marcos, comenzó su predicación con estas palabras: «Se ha cum- plido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio.» Con la fuerza del Espíritu curó enfermos, dio de comer a los hambrientos, resu- citó muertos y despojó del poder al Príncipe de este mundo. Cristo, haciendo la voluntad del Padre, inauguraba el reino en el mundo. Por medio del gran misterio de la Pascua: su muerte en la cruz y su resurrección, realizó de una vez para siempre la venida del reino. Antes de su Pascua, Jesús había dicho: «Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí.» Todos los hombres están llamados a entrar en el reino. 
Una vez exaltado y sentado a la derecha del Padre, su reino no tendrá fin. Este reino ha comenzado y se manifiesta, ante todo, a través de la Igle- sia en el mundo. Ella es el germen del reino en el mun- do. Jesús invitó a los discípu- los a la alegría y esperanza con estas palabras: «No te- mas pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino.» Al cris- tiano no le debe inquietar el número de los que se adhie- ren a la comunidad: lo impor- tante es que Dios le ha dado ya su reino, por pequeña, pobre, insig- nificante y deficiente que sea. Es 
Jesús resucitado el que sigue edi- ficando su comunidad sobre la fe de Pedro. 
La fe apostólica, porque sabe que el reino de Cristo no tendrá fin, avanza con confianza y firmeza en medio de los avatares de la historia. Cree que el Señor resu- citado estará con ella hasta la consumación de los siglos, hasta la plena manifestación de su re- ino de justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo.
22 Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos 
«Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muer- tos y vivos.» Por la Ascensión a los cielos, Cristo participa, en su humanidad, de la autoridad divi- na. Jesús es Señor. Él es la cabe- za de la Iglesia. Todo ha de ser recapitulado en él y todo le será sometido. Mientras tanto vivimos en el tiempo del Espíritu y del testimonio, un tiempo de espera y combate, de prueba y vigilia. Esperamos el glorioso advenimien- to de Cristo como juez de vivos y muer- tos. 
Antes del adveni- miento glorioso de Cristo, los cristianos han de estar dispues- tos a pasar por momentos difíci- les. El alumbramiento de un mundo nuevo conlleva dolores de parto y momentos de tristeza. El propio Jesús hizo la experiencia de una tristeza por la muerte, pues debía pasar la cruz para in- fundir vida nueva en las venas del mundo. San Pablo enseña que la comunión con los padecimien- tos de Cristo es el camino para participar del poder de su resu- rrección. 
Los auténticos seguidores de Jesús esperan el día del juicio con confianza. El amor expulsa el 
temor. En el día del juicio último, Cristo condenará la incredulidad culpable, pues rechazó el don de la salvación. Examinará a todos del servicio a los más necesita- dos: la actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino. Jesús dirá en ese día: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis.» 
Cristo vino al mundo para salvar, no para condenar. El juicio des- velará los corazones. Quien cree y ama al necesitado entrará en la gloria; quien rechaza a Dios y no sirve al hermano, se autoexcluye del reino de Dios. Es el juicio. 
15 Encarnado por obra del Espíritu Santo 
El cristiano no se limita a creer que el Hijo único de Dios bajo por nosotros y nuestra salvación a la tierra, sino también en su en- carnación. San Juan afirma: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros.» (Jn 1, 14) El Hijo asume nuestra carne frágil y caduca, para que ésta alcance su máxima dignidad fi- lial. Santo Tomás escribe en su comentario al Credo: El Hijo de Dios «se hizo hombre para hacer al hombre Dios.» Y citando al apóstol Pablo, añade: «Por quien (por el Hijo) tenemos entrada por la fe a esta gracia, en la cual esta- mos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios.» La encarnación es el fundamento de nuestra esperanza e inmortalidad. Ella nos habla de la cercanía del «Dios con noso- tros», de un Dios que está por no- sotros hasta el punto de correr nuestra propia suerte en la tie- rra. 
La encarnación es obra de la Tri- nidad Santa. El Padre envía al Hijo por amor en una carne como la nuestra. El Hijo consiente y viene a la tierra. Y el Espíritu Santo obra el insondable misterio de la encarnación en las entrañas 
de la Virgen María. Todo aconte- ce en el silencio eterno de Dios; pero ahora se nos ha dado a cono- cer el misterio, que podemos ad- mirar, adorar y celebrar, sin ago- tar jamás su sublime verdad y novedad. 
Este misterio acrecienta la cari- dad en nosotros. Es la prueba suprema de que Dios está por nosotros, de su caridad divina: el creador de todas las cosas se hace criatura, el Señor se hace nuestro hermano, el Hijo de Dios se hace hijo del hombre, el inmortal asu- me una carne mortal para hacer- nos partícipes de la inmortalidad. ¡Demos gracias!
16 De María Virgen. El sí de María. 
«Al llegar la plenitud de los tiem- pos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley.» (Gal 4, 4) Esta afirmación de la fe apostólica subraya, ante todo, que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Como cualquier hombre nació de una mujer, en un pueblo concreto, en una cultura determinada, bajo la ley de la condición humana. 
Dios, desde toda la eternidad, «escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Gali- lea, “a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lc 1, 26-27)» Porque es la Madre del Hijo, del Salvador, reconoce la fe a María como «la Madre de Dios.» 
El misterio de la encarnación se presenta así como obra del Espí- ritu y del sí de María. Dios no forzó la libertad de María, pero la llenó de su gracia para que diera con fe y prontitud gozosa su «sí» al mensajero divino. Desde la humildad y la fe, la doncella de Nazaret abrió su corazón y sus entrañas al poder del Altísimo, para quien nada hay imposible. «He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra.» De esta forma, Dios asocia a María a la obra salvadora, como 
asoció al hombre a su obra crea- dora. 
El sí de María, nacido de la fe y confianza en el poder de la pala- bra de Dios, nos recuerda que la Iglesia entera está asociada a la obra salvadora. María es «tipo de la Iglesia.» Su sí, es el sí de todos nosotros. La Iglesia es signo e instrumento de salvación en me- dio de los hombres, como la Vir- gen fue el signo e instrumento libre y privilegiado de la salva- ción. 
21 Subió a los cielos 
Jesucristo «subió a los cielos, y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso». «Durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos, su gloria aun que- da velada bajo los signos de una humanidad ordinaria. La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su huma- nidad en la gloria divina simboli- zada por la nube y por el cielo donde él se sienta para siempre a la derecha del Padre.» Es la As- censión. 
El hecho de que Jesús resucitado se siente a la derecha del Padre no ha de enten- derse en un senti- do literal. Signifi- ca ser de la mis- ma categoría de Dios y tener como hombre la absolu- ta preeminencia sobre todo lo creado. Es la ex- presión de su triunfo a través de la humildad. «El que descendió, ése mismo es el que subió por encima de todos los cielos.» (Ef 4, 10) El que se humilló es enalteci- do. El reino del Mesías se ha in- augurado. A partir de ese mo- mento, los apóstoles animados por el Espíritu se convirtieron en 
los testigos del reino que no tendrá fin. El triunfo de la Cabeza es el triunfo del Cuerpo, de la Iglesia. 
La Ascensión anima la esperanza del cristiano y sostiene su esfuer- zo de conversión y compromiso en el mundo: «Voy a prepararos un sitio». Tenemos ante el Padre un abogado e intercesor. «Vive siempre para interceder por noso- tros». Y nos invita a caminar en este mundo con los ojos puestos en el futuro: «Si habéis resucita- do con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios.»
18 Padeció y fue sepultado 
«Cristo murió por nuestros peca- dos según las Escrituras.» (1Cor 15, 3) Este es el significado de la crucifixión de Jesús. Por amor lo envió Dios al mundo y libremen- te se ofreció por nuestra salva- ción. Sostenido por el Espíritu nos amó hasta el extremo: con su obediencia filial nos dio la posi- bilidad de ser y vivir como hijos de Dios y hermanos unos de otros. 
Al confesar que Jesús «fue sepul- tado», la fe apostólica afirma: «Por la gracia de Dios, gustó la muerte para bien de todos.» (Hb 2, 9) Murió realmente y conoció, como todo hombre, el estado de muerte. «La permanencia de Cristo en el sepulcro constituye el vínculo real entre el estado pasi- 
ble de Cristo antes de la Pascua y su actual estado de resucitado.» El libro del Apocalipsis afirma: «estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los si- glos.» (1, 18) 
Jesús en persona es «el punto de encuentro de la muerte y de la vida» como dice san Gregorio Niceno. Jesucristo «padeció y fue sepultado» para liberarnos del poder del pecado. Por ello san Pablo ve el bautismo como una inmersión en la muerte de Cristo, esto es, como un morir al pecado con Cristo para vivir una vida nueva: «Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos para gloria del Padre, así también no- sotros andemos en una vida nue- va.» (Rom 6, 4). 
Pero la muerte de Cristo, aunque verdadera muerte, «no fue un despojo mortal como los demás porque “la virtud divina preservó de la corrupción al cuerpo de Cristo”.» «La resurrección de Jesús al tercer día fue la prueba de ello porque se suponía que la corrupción se manifestaba a par- tir del cuarto día.» 
19 Bajó a los infiernos 
«El descenso a los infiernos es el pleno cumplimiento del anuncio evangélico de la salvación.» La Escritura llama infiernos, sheol o hades a la región donde perma- necían los muertos privados de la visión de Dios. Cristo fue al en- cuentro de aquellos que murieron esperando la salvación. La muer- te redentora de Cristo no tiene fronteras, al- canza tanto al primer hombre de la tierra como al último que pueda vi- vir.. Él va en busca de la oveja perdida hasta la región misma de los muertos, como lo expresa be- llamente una antigua homil- ía para el sábado santo. 
«Un gran silencio envuelve la tierra, un gran silencio y una gran soledad; un gran silencio porque el Rey duerme. «La tierra temió sobrecogida» porque Dios se durmió en la carne y ha desperta- do a los que dormían desde anti- guo. Dios en la carne ha muerto y el Abismo ha despertado. 
«Va a buscar a nuestro primer padre como si fuera la oveja per- dida. Quiere absolutamente visi- tar «a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte». El, que es al mismo tiempo Hijo de Dios e hijo de Eva, va a librar de su pri- sión y de sus dolores a Adán y a Eva. 
El Señor, te- niendo en sus manos las ar- mas vencedoras de la cruz, se acerca… y tomándolo ( a Adán) por la mano añade: «Despierta tú que duermes, levántate de entre los muer- tos y Cristo será tu luz». 
Yo soy tu Dios que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho tu hijo; y ahora te digo: tengo el poder de anunciar a los que están encadenados: Sa- lid; y a los que se encuentran en las tinieblas: iluminaos; y a los que dormís: levantaos…, pues yo soy la vida de los muertos.
20 Resucitó al tercer día de entre los muertos 
La resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo. «¿Por qué buscáis en- tre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado.» Estas palabras de los ángeles a las mu- jeres que fueron al sepulcro se nos dirigen hoy a nosotros. Jesús es el viviente, no un simple per- sonaje del pasado. Vive para nun- ca más morir. San Pablo escribe a los corintios: «Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido… Si hemos puesto nues- tra esperanza en Cristo sólo en esta vida, somos los más desgra- ciados de toda la humanidad. Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto.» 
Jesús murió realmente y realmen- te resucitó. La resurrección es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricas. El sepulcro vacío fue un signo: per- 
mitió a las mujeres y a los discí- pulos acoger y desentrañar las apariciones de Jesús resucitado a la luz de las Escrituras y palabras dirigidas por Jesús a los discípu- los antes de su muerte. 
La resurrección de Jesús no es una simple vuelta a la vida, como lo fuera la reanimación del cadá- ver de Lázaro. Su cuerpo es el mismo, pero posee sin embargo propiedades nuevas. Ya no está condicionado por el tiempo y el espacio, aun cuando pueda hacer- se presente en ellos. 
Obra de la Trinidad Santa, la resurrección se presenta como la garantía de todo lo que hizo y anunció Jesús, como la confirma- ción de su divinidad. En ella se cumplen las promesas hechas por Dios a través de los profetas: «Resucitó según las Escrituras.». Si, por la muerte nos libera del pecado, por la resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. La resurrección de Jesús es prin- cipio y fuente de nuestra resu- rrección futura. 
17 Crucificado en tiempos de Poncio Pilato 
La muerte de Jesús aconteció de forma dramática y humillante en un momento de la historia. «Fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato.» Murió acusado de blasfe- mo por las autoridades religiosas judías. El representante del impe- rio lo condenó por ser «el rey de los judíos». Murió como un mal- dito a los ojos de la Ley y como un agitador para el tribunal civil. 
La redención del género humano aconteció en la his- toria, en la muerte del Hijo enviado en la carne. La cruci- fixión se presenta como la culminación de la encarna- ción. San Gregorio Magno escribió: «de nada nos hubie- ra servido su nacimiento, si no nos hubiera redimido» mediante su muerte. Pero en realidad la vida no le fue arrebatada a Jesús, si no que la entregó libremente. En el evange- lio de Juan, Jesús afirma: «Por esto me ama el Padre, porque yo entregó mi vida para poder recu- perarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente.» Y resucitado de entre los muertos, decía a los discípulos de Emaús: «¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?» «Entregado en manos de los pecadores», éstos lo ejecuta- ron; pero él, por amor, se entre- gaba a la muerte para hacernos partícipes a todos de su propia vida. 
En la muerte injusta del Justo, Dios estaba realizando una obra tan maravillosa que jamás podre- mos comprenderla bien. En ella se nos ofrece el perdón de los pecados y es justificado todo el que cree. Pablo terminaba el anuncio de la Pascua del Hijo en 
la sinagoga de Antioquía de Pisi- dia, con estas palabras significati- vas del profeta Habacuc: «Mirad, despreciadores, asombraos y es- condeos, porque en vuestros días yo voy a realizar una obra tal que no creeríais si alguien os lo cuen- ta.» Contempla al Crucificado.

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El credo-de-nuestra-fe (1)

  • 1.
  • 2.
  • 3. 36 La vida eterna Amen «El cristiano que une su pro- pia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia él y la entrada en la vida eterna.» La vida eterna, como dice san- to Tomás, corona todos nues- tros deseos. Pero, ¿en qué con- siste la vida eterna? Es la per- fecta unión y comunión con Dios. Él en persona es la meta de toda gracia y todo trabajo. Veremos, amaremos y alaba- remos a Dios eternamente. El deseo más hondo del hombre será plenamente sacia- do, tendremos más de lo que podemos imaginar y pensar. El corazón inquie- to del hombre en- contrará paz y sosiego, felici- dad plena. Entonces el hombre perderá todos sus miedos y dudas. Tendrá plena seguridad, ya no temerá los males. La alegría será compartida con todos los bienaventurados. No habrá envidias ni rivalidades, Nues- tra alegría crecerá con la alegría de los otros. Por ello estamos llamados a secundar la gracia de Dios a fin de evi- tar la muerte eterna, el «infierno». Por ello pedimos al Señor que jamás nos separe- mos de él, ya que creemos y confiamos en su misericordia y en su voluntad de que todos los hombres se salven y lle- guen al pleno conocimiento de la verdad. «El Credo, como el último libro de la Sagrada Escritura, se termina con la palabra hebrea amén.» Esta palabra pertenece a la misma raíz que la palabra cre- er. Con ella proclama- mos que Dios es fiel a sus promesas. Con el amén, el creyente ru- brica la confesión de fe que acaba de hacer. Jesu- cristo es el testigo fiel y veraz, el Amén (cf. Ap 3, 14). «Así, por medio de él, decimos nuestro Amén a Dios, para gloria suya.» (2Cor 1, 20) El «Dios del amén» nos da la plena garantía de caminar hacia la vida y no hacia la muerte. 1 El Credo de nuestra Fe El curso pasado dedicamos la contraportada de la hoja pa- rroquial a una catequesis so- bre los diferentes momentos de la Misa. En este nuevo curso, lo haremos sobre el credo de nuestra fe. ¿Qué es el credo? No es propiamente una oración, pues faltan dimensiones como la invo- cación, sino la síntesis de la fe profesada por la comuni- dad eclesial. Los «credos», que se denominan igualmente «símbolos de la fe», surgieron en el ámbito de la catequesis bautismal. En ella se hacía entrega al candidato adulto al bautismo del «credo», de una síntesis breve de la fe de la Iglesia en la que iba a ser bautizado. En el momento del bautismo el catecúmeno re- petía la profesión de fe ante la comunidad. De los diferentes «credos», dos se utilizan en la liturgia eucarística: el «símbolo de los apóstoles», proveniente de la liturgia bautismal de Roma, y el «símbolo llamado de Ni- cea-Constantinopla», fruto de los dos primeros concilios ecuménicos (325 y 381), pos- terior y más extenso. Éste últi- mo «sigue siendo todavía el símbolo común a las grandes Iglesias de Oriente y de Occidente.» La palabra «símbolo» pro- cede del griego. Se usaba de forma generali- zada para indi- car una señal de reconoci- miento y de identidad. Los miembros de la comunidad cristiana se reconocen mutua- mente en la profesión de la fe apostólica. «Quien dice Yo creo, dice Yo me adhiero a lo que nosotros creemos.» La comunión de los cristianos es, ante todo, comunión en la fe y esto exige un lenguaje común: nadie puede inventar la fe ni mal interpretarla. La finalidad del «símbolo» es garantizar la comunión de los cristianos entre sí y la expresión de su ser cristiano en el mundo. A ello irá encaminado este co- mentario del Credo.
  • 4. 2 ¿Qué implica confesar la fe? Antes de confesar la fe de la Iglesia, tal como se contiene en el Credo, conviene detener- se un momento en el sentido de la fe, pues sin ella nadie puede llamarse fiel cristiano. Por ella acogemos a Dios que se revela y entrega; y por ella respondemos a su amor crea- dor y salvador. En efecto, por la fe entramos en comunión con el Señor y se hace presen- te en cada uno de no- sotros la vida eterna, el verdadero conocimien- to de Dios. Ella dirige nuestra exis- tencia y per- mite superar las tentaciones del camino. Quien confiesa la fe apostólica proclama: Dios es la fuente de la vida y de la salvación; y porque cree que el poder de la resurrección actúa ya en el mundo, avanza con esperanza en lo concreto de su vida. «Por la fe», la caravana de los creyentes de todos los tiempos se pusieron en camino hacia el encuentro definitivo con el Señor. El cristiano está llama- do a caminar «con los ojos puestos en Jesús, origen y ple- nitud de nuestra fe. Jesús que, renunciando a una vida pla- centera, afrontó sin avergon- zarse la ignominia de la cruz, y ahora está sentado a la dies- tra del trono de Dios.» (Hb 12, 2) La fe es infinitamente más que la aceptación de unas cre- encias. Confesar la fe con- lleva po- nerse en camino detrás de Jesús al encuentro con el Padre y al servicio de su designio en el corazón de la cultura y de las culturas. Porque «la fe es ga- rantía de lo que esperamos», los «peregrinos de la fe» se lanzan a trabajar con seguri- dad y firmeza en el adveni- miento del Reino de Dios en el hoy de la historia. «Lo que cuenta es la fe, que actúa por medio del amor.» 35 La Resurrección de la carne El Espíritu Santo no sólo san- tifica las almas, resucitará también nuestros cuerpos. Si Cristo resucitó como el pri- mogénito de entre los muertos, todos nosotros estamos llama- dos también a resucitar con nuestro cuerpo, en nuestra condición de hombres únicos e irrepetibles. Sin el cuerpo no hay persona humana. Por ello nuestra fe proclama la resu- rrección de la carne. «La car- ne, decía Tertuliano, es sopor- te de la salvación». Dios es el creador de la carne. La Pala- bra eterna se hizo carne. En su carne el pecado fue aniquilado y la muerte fue vencida. Por ello el cristiano cree «en la resurrección de la carne, per- fección de la creación y de la redención de la carne.» En efecto, Jesucristo, por su obe- diencia hasta la muerte en cruz, venció a la muerte y ofreció a todos los hombres la posibilidad de la salvación, de una vida sin ocaso. En la resurrección Dios devol- verá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado. La resurrección de la carne llena de esperanza al creyente, libra del miedo a la muerte e induce a caminar en la verdad y santidad: ante nosotros está el camino de la vida o de la muerte. Es preciso decidirse. Aunque no podamos imaginar la calidad del cuerpo resucita- do, la fe, no obstante, afirma: la identidad del cuerpo resuci- tado se halla en continuidad con el que existimos en la his- toria y somos persona única e irrepetible, pero será de mejor calidad; tendrá la integridad que corresponde a la perfec- ción del hombre. El cuerpo resucitado de los justos tendrá dotes como estas: claridad, impasibilidad, agilidad y suti- leza. La resurrección de la carne nos invita a vivir ya des- de ahora en comunión con el Señor de la gloria, como la senda de una más plena reali- zación de la dignidad humana.
  • 5. 34 Un solo bautismo para la remisión de los pecados En el bautismo, el que se ha adherido por la fe a Jesucristo, renace del agua y del Espíritu Santo a una vida nueva. «Quien no renazca de agua y Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios.» (Jn 3, 5) Conviene notar que, de la misma manera que sólo nacemos una vez, sólo una vez somos bauti- zados. Por ello confesamos: «reconocemos un solo bautis- mo para la remisión de los pecados.» Como enseña el Catecismo de la Iglesia católi- ca «El Credo relaciona “el perdón de los pecados” con la profesión de fe en el Espíritu Santo. En efecto, Cristo resu- citado confió a los apóstoles el poder de perdonar los pecados cuando les dio el Espíritu San- to.» Además de purificarnos de todos los pecados, el bautismo nos hace una nueva creación, hijos adoptivos de Dios, «partícipes de la naturaleza divina», miembros de Cristo, coherederos con él, templo del Espíritu de santidad, pues nos sumerge en el misterio mismo de Dios. Somos bautizados en el nombre del Pa- dre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es- te admirable sacra- mento recibe su eficacia de la Pas- cua del Señor, de su muerte y resu- rrección. «Todos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bau- tizados en su muerte.» (Rom 6, 3) Morimos con Cristo al pecado para resucitar también con él a la vida nueva. «Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espí- ritu, para formar un solo cuer- po. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.» (1Cor 12, 13) La incorporación a la Igle- sia, al cuerpo de Cristo, es una dimensión esencial de la gra- cia del bautismo, de la incor- poración a Cristo. Por la gra- cia del bautismo, el cristiano se capacita para vivir y obrar bajo la acción y los dones del Espíritu Santo. 3 ¿Cómo se elaboraron los Credos? Desde el Antiguo Testamento, el pueblo de Dios expresó y transmitió su propia fe en fórmulas breves y normativas. Lo mismo hizo la Iglesia apostólica. Pablo sintetizó así el evangelio que predicaba: «Porque os transmití, en pri- mer lugar, lo que a mi vez re- cibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras» (1Cor 15, 3-4) Con el aumento de los cristianos por el mundo, la Iglesia sintió la necesidad de hacer «resúmenes orgánicos y articulados» de su fe, que mantuvieran la unidad y co- munión entre las Iglesias y sirvieran para la catequesis de los candida- tos al bautis- mo. Así sur- gieron diferen- tes «Credos», que coincidían en lo esencial. Además de los dos usados en la liturgia eucarística entre nosotros, nos son conocidos, por ejemplo, el credo de la Iglesia africana y el credo de la Iglesia de Milán. San Cirilo de Jerusalén pre- senta la elaboración del Credo en estos términos: «Esta síntesis de la fe no ha sido hecha según las opiniones humanas, sino que de toda la Escritura ha sido recogido lo que hay en ella de más impor- tante, para dar en su integridad la única enseñanza de la fe. Y como el grano de mostaza contiene en un grano muy pe- queño gran número de ramas, de igual modo este resumen de la fe encierra en pocas pala- bras todo el conocimiento de la verdadera piedad contenida en el Antiguo y el Nuevo Tes- tamento.» Pablo escribía a los romanos: «si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. Pues con el co- razón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se con- fiesa para conseguir la salva- ción.»
  • 6. 4 La estructura del Credo La estructura del Credo es claramente trinitaria. El que se incorpora al Cuerpo de Cristo, la Iglesia, es bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Antes de renacer del agua y del Espíritu, el que pide el bau- tismo (en el caso de los niños, sus pa- dres), ha de hacer profesión de fe y comprometerse a caminar en la ver- dad del evangelio, renunciando al pa- dre de la mentira, el diablo. El bautismo no es un rito mágico o sociológico, presupone la fe, compartir la fe apostólica. Después de las renuncias y la profesión de fe en el misterio de Dios uno y trino, el cele- brante pregunta a los padres en el caso del bautismo de los niños: «¿Queréis, por tanto que vuestros hijos sean bauti- zados en la fe de la Iglesia que todos juntos acabamos de pro- fesar?» La triple confesión en Dios Padre, Jesucristo y el Espíritu, se despliega en los llamados artículos de fe, esto es, en aquellas verdades que Dios reveló y que el fiel debe aco- ger de manera incondicional, para poseer la vida eterna. Co- mo prolongación del artículo sobre el Espíritu Santo, el Credo confiesa la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el bautis- mo, el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos y la vida eterna. El credo termina por el amén. La co- munidad suscribe así la verdad de Dios que acaba de proclamar en unión con la Iglesia disemi- nada por el mundo. «Según una antigua tradición, atestiguada ya por san Ambro- sio, se acostumbra a enumerar doce artículos del credo, sim- bolizando con el número de los doce apóstoles el conjunto de la fe apostólica.» En su comentario al Credo, santo Tomás de Aquino, sigue esta tradición. Nosotros seguire- mos este camino con libertad. 33 La comunión de los Santos «De la misma manera que en un cuerpo natural la actividad de cada miembro repercute en beneficio de todo el conjunto, así también ocurre en el cuer- po espiritual que es la Iglesia: como todos los fieles forman un solo cuerpo, el bien produ- cido por uno se comunica a los demás: «Cada uno somos miembros los unos de los otros.» (Rom 12, 5) Por este motivo, entre las verdades de fe que transmi- tieron los após- toles, se en- cuentra la de que en la Igle- sia existe una comunicación de bienes, es lo que el símbolo quiere expresar con la comunión de los santos. Entre todos los miembros de la Iglesia el principal es Cris- to, que es la cabeza: «Lo puso por cabeza sobre toda la Igle- sia, la cual es su cuerpo.» (Ef 1, 22-23). Por consiguiente, el bien producido por Cristo se comunica a todos los cristia- nos, como la energía de la ca- beza a todos sus miembros. Esta comunicación se lleva a cabo por medio de los sacra- mentos de la Iglesia, en los que opera la potencia de la pasión de Cristo, que actúa dando gracias para el perdón de los pecados.» (Santo Tomás) La comunión de los santos, por tanto, es comunión en las cosas santas y comunión entre las personas san- tas. Los discípulos «acudían asidua- mente a la ense- ñanza de los após- toles, a la comu- nión, a la fracción del pan y a las ora- ciones.» Comu- nión en la fe, los sacramentos, los carismas, los bienes materiales y espirituales, en la caridad. Comunión con todos aquellos que han caminado por los ca- minos de la justicia y la ver- dad. Cristo ha muerto por to- dos y juntos estamos llamados a compartir su gloria. En el sacramento de la comunión, la Eucaristía, se anticipa la plena comunión en Cristo de todos
  • 7. 32 La Iglesia apostólica La Iglesia, como vimos, es católica y, por tanto, misione- ra. Tiene la misión de llevar el nombre de Jesús hasta los con- fines del mundo. Para garanti- zar la unidad de fe y misión, el Señor llamó y envió a los apóstoles como sus testigos en el Espíritu Santo. Jesús convocó a los Doce para estar con él y enviarlos a pre- dicar. Les dio poder para lu- char contra lo que destruye la dignidad sagrada de la perso- na. Sobre el fundamento de los Doce se edifica la Iglesia. Ellos, con la ayuda del Espíri- tu, conservan a los fieles en la verdad. Mediante los apósto- les y sus sucesores, el Señor enseña, santifica y dirige su Iglesia. El don del Espíritu hace posible que Jesús resuci- tado continúe su misión entre nosotros a través de los Doce y sus sucesores: liberar para la libertad del amor, dar la vida en abundancia, derribar el mu- ro de la enemistad y hacer de los dos pueblos irreconcilia- bles un nuevo pueblo, una nueva una fraternidad. El mi- nisterio apostólico y la Iglesia apostólica prosiguen la misión de Cristo. Los Doce, en efecto, fueron elegidos por Dios para dar testimonio de la resurrección del Señor y así poner las bases de la Iglesia. El colegio de los obispos con el Papa, como sucesores de los apóstoles, reciben la misión de garantizar que la Iglesia sea verdadera- mente apostólica, esto es, que permanezca en comunión de fe y vida con su origen pas- cual. Toda la Iglesia es apostólica, enviada en el Espíritu al mun- do para proclamar las maravi- llas de Dios. «La vocación cristiana, por su misma natura- leza, es también vocación al apostolado». Se llama «apostolado» a toda «la activi- dad del Cuerpo Místico» que tiende a «propagar el Reino de Cristo por toda la tierra.» La fecundidad del apostolado depende de la unión a Cristo. 5 «Creo en un solo Dios» Con estas palabras comienza el Símbolo o Credo de Nicea- Constantinopla. Lo primero que ha de creer un cristiano es que existe un solo Dios. Al escriba que le preguntaba sobre el primer mandamiento, «Jesús le contestó: El primero es: Escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor…» (Mc 12, 29; cf. Dt 6, 4) Isaías invitaba a los pueblos a convertirse al único Dios y Señor de la historia y del mundo: «Volveos a mí y seréis salvados confines todos de la tierra, por- que yo soy Dios, no existe ningún otro» (Is 45, 22). Esta primera afirmación del Cre- do es el principio y fundamento sobre el que se eleva el resto de los artículos de nuestra confesión de fe. Confiesa, por una parte, la existencia de Dios y rechaza cualquier tipo de politeísmo e idolatría. Los astros o los señores de este mundo, los antepasados o las fuerzas que mueven el mun- do, no son dioses. Quien dice «creo en un solo Dios», responde con Jesús al diablo que sigue ofreciendo los reinos del mundo y su gloria: «Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto.» (Mt 4, 10). La fe en un solo Dios aporta li- bertad y dignidad. El creyente no reconoce a otros señores fuera de Dios. Cuando pretendan silen- ciarlo los poderes fácticos de este mundo, responderá con osadía y aplomo: «Es menester obedecer a Dios antes que a los hom- bres.» (Hch 5, 29) Ahí radica la libertad y grandeza del mártir. Pero surge así una cuestión: ¿de qué Dios estamos hablando?, pues no faltan hombres y mujeres de nuestro tiempo que ven en el Dios de los cristianos un rival de la plena realización del hombre. Las siguientes palabras del Credo nos darán la respuesta a nuestro interrogante. «Apártate, Satanás Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto.»
  • 8. 6 « Padre Todopoderoso » El Dios único es el «Padre todo- poderoso». Como Padre es el origen primero y único de toda vida, la autoridad trascendente, la bondad y la solicitud amorosa para sus hijos. Nadie es padre como lo es Dios. No es hombre ni mujer, es Dios. Trasciende la paternidad y la maternidad huma- nas, aunque sea su origen y medi- da. Ante las dife- rentes mane- ras de conce- bir la paterni- dad divina en las religiones y el Antiguo Testamento, Jesús reveló que Dios es «Padre» en un senti- do nuevo: «no lo es sólo en cuan- to Creador, es eternamente Padre en relación a su Hijo único, que recíprocamente sólo es Hijo en relación a su Padre: Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.» Así, desde el inicio del Credo, la fe apostólica apunta hacia el misterio trinitario, ci- miento de la fe cristiana. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo fuimos bautizados. «Padre todopoderoso.» El Padre lo puede todo. «Todo lo que él quiere, lo hace.» (Sal 115, 3). Todo lo crea, rige y ordena para el bien de sus hijos. Es la omni- potencia propia del amor, que se complace en la libertad de sus hijos y en reunirlos. Es una omni- potencia misericordiosa: «Te compadeces de todos porque lo puedes todo.» (Sb 11, 23) Dios reveló plenamente su omnipoten- cia enviando a su Unigénito en la debilidad de nuestra carne, para compartir nuestro sufri- miento y liberar- nos de todo aquello que arruina o degrada la vida, para liberarnos del pecado y de la muerte. Nada es imposible para nuestro Dios y Padre. En el resto del Credo veremos cómo desplie- ga su omnipotencia paterna y misteriosa en la historia de la creación y de la salvación. 31 la Iglesia católica «¿Qué quiere decir «católica»? «La palabra católica significa universal en el sentido de “según la totalidad” o “según la integri- dad”». Es católica porque Cristo está presente en ella, porque es su cuerpo en la historia. San Ignacio de Antioquía enseñaba: «Allí donde está Cristo Jesús, está la Iglesia católica.» Es católica, porque Cristo resucitado la envió al mundo entero para hacer discí- pulos a todos los hombres. Jesús murió para reunir a los hijos de Dios dispersos. La misión de la Iglesia es llevar a cabo, con la fuerza del Espíritu, la obra de Cristo en el mundo. La Iglesia, aun cuando sea peque- ña, es católica, pues está abierta a la totalidad de la humanidad, pues Cristo murió y resucitó por la humanidad entera. No es el número lo que hace la catolicidad de la Iglesia, sino el reconoci- miento del señorío de Cristo y la universalidad de la salvación dispensa al mundo. El Concilio Vaticano II afirma: la «Iglesia de Cristo está verdadera- mente presente en todas las legíti- mas comunidades locales de fie- les, unidas a sus pastores… En ellas se reúnen los fieles por el anuncio del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor… En estas comunida- des, aunque muchas veces sean pequeñas y pobres o vivan dis- persas, está presente Cristo, quien con su poder constituye a la Igle- sia una, santa, católica y apostóli- ca». Por ser católica la Iglesia particu- lar o local está abierta a la totali- dad del mundo, pues todos los hombres están invitados a formar parte de ella. Lo opuesto a la ca- tolicidad es el espíritu sectario. El Espíritu no cesa de llevar a todo hombre a la pascua del Hijo. El Padre quiere reunir a sus hijos en la mesa del Reino. La salvación se ofrece a la humanidad entera.
  • 9. 30 La Iglesia santa «La fe confiesa que la Iglesia… no puede dejar de ser santa», pues Cristo, el Santo de Dios, amó a la Iglesia como a su espo- sa. La hizo una sola carne con él. Ella, por tanto, participa de la santidad misma de su Señor: es el «Pueblo santo de Dios» y sus miembros son llamados «santos». Porque la Iglesia, unida a Cris- to, está santificada por él, ella es instrumento de santidad. De su seno maternal renacen nue- vos hijos del agua y del Espíritu Santo. Pero esto no quiere decir que la comunidad eclesial haya alcanzado ya la perfecta santi- dad. Todos los miembros de la Iglesia estamos llamados a la santidad; pero todos estamos también lejos de haber alcanza- do la perfección. Cierto, estamos llamados a ser perfectos con la misma perfección de nuestro Pa- dre celestial, pero necesitamos renovarnos continuamente por la conversón y confesión de nues- tros pecados. Se nos dio la posi- bilidad de llegar a la plenitud en Cristo, de adentrarnos en la santi- dad propia del Hijo, pero no se nos garantizó la impecabilidad. «La caridad es el alma de la san- tidad a la que todos están llama- dos». Cada uno, de acuerdo con la vocación, que se le ha regala- do, está urgido a amar con el mis- mo amor de Cristo. El Espíritu derrama el amor en nuestros co- razones para amar a los demás hasta el extremo. Este es el ver- dadero camino de la santidad: amar con el mismo amor con que Dios ama el mundo. Pero consciente de que hay mu- cha imperfección en la Iglesia y en cada uno de nosotros, todos debemos vivir en una actitud de profunda conversión y renova- ción. La persona animada por la caridad no es engreída, sino pa- ciente y humilde. Asume la ambi- güedad del campo del Señor, en que el trigo y la cizaña crecen juntos. 7 «Creador del cielo y de la tierra» Quien confiesa a Dios como «Creador del cielo y de la tierra», reconoce que todo proviene de un único Dios. Él otorga a cada cosa su ser, bondad, belleza, sentido y nobleza. Dios es el sumo bien, todo lo que de él procede es nece- sariamente bueno, aun si el hom- bre usa mal de lo que le fue dado, o se desconcierta ante ciertos fenómenos de una naturaleza en movimiento. «En el principio, Dios creó el cielo y la tierra.» Y vio que lo creado era bueno y bello. De Dios procede el sentido de las cosas. De él dependen en la exis- tencia. Es Padre providente. Cui- da de su creación y asocia al hombre a su tarea. El hombre recibe la tierra para cultivarla. Dios «dijo, y fueron hechas las cosas.» (Sal 148, 5) Todo lo creó de la nada (cf. 2M 7, 22-23.28). No se sirvió de una materia pre- existente ni pidió ayuda a nadie. El mundo tiene su origen en su palabra creadora. Al llamar las cosas de la nada, puso en marcha la historia. «Crear es hacer algo de la nada, hacer es hacer algo de algo.» Todo tiene un origen y una meta. El sentido último de las cosas proviene de Dios. Pero los relatos bíblicos de la creación no deben tomarse al pie de la letra. No son una explicación científica de la formación del cosmos. Como Creador libre y soberano, Dios es el Otro de lo creado; pero precisamente por ser causa pri- mera de lo que existe, está pre- sente en lo más íntimo de sus criaturas: «En él vivimos, nos movemos y existimos.» (Hch 17, 28). «Dios está por encima de lo más alto que hay en mí y está en lo más hondo de mi intimi- dad.» (S. Agustín)
  • 10. 8 «De todo lo visible y lo invisible.» La confesión de fe en Dios Crea- dor del cielo y de la tierra se ex- plicita con estas palabras: «de todo lo visible y lo invisible.» Los hombres tendemos a encerrar la omnipotencia creadora de Dios en lo que alcanzamos a ver, oír, verificar, imaginar y pensar. Dios es siempre mayor. Es el Otro. Nadie puede pensarlo ni imagi- narlo. Con su inteligencia, el hombre va descubriendo de for- ma progresiva las maravillas del mundo. No proceden del caos, como pretenden algunas ideolog- ías, sino del amor y sabiduría de Dios. También los «ángeles», aún si la razón no acierta a compren- der, son criaturas de Dios. Aun- que fue creado a su imagen y semejanza, el hombre no puede encerrar a Dios en su estrecha razón. La fe ve y comprende más allá de la razón. Puesto que Dios es Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible e invisible, hay que creer que puede hacerlas de nuevo si fuesen destruidas. No es imposi- ble para él dar vista al ciego y resucitar un muerto. Reconocer la majestad de Dios y alabarlo por su creación es lo propio de quien se vive como criatura. El creyente vive agradecido, pues sabe que todo lo que es y posee, tiene su origen en el Señor. En las dificultades y prue- bas, confía en su providen- cia. No vive angustiado. Vive para buscar el Reino y la justicia de Dios. No teme el futuro, sabe que al Padre le ha parecido bien darle su Reino. Porque todo procede de Dios, reconoce el carácter sagrado de la vida del hombre. Trata de hacer buen uso de lo creado y en el sacrificio ofrece de lo que ha recibido: «Tuyo es todo, y lo que hemos recibido de tu mano, eso te hemos dado.» (1Cr 29, 14) 29 La Iglesia es una La Iglesia es una, santa, católica y apostólica. Así lo confesamos en el Credo. Estas cuatro notas, propiedades o atributos, insepara- blemente unidos entre sí, caracte- rizan el misterio del pueblo de Dios. Es Cristo, quien, por el Espíritu Santo, configura así la Iglesia en el mundo. Pero sólo la fe alcanza a reconocer que posee estas propiedades por su origen divino. Quienes se mueven sólo en el terreno del conocimiento socioló- gico, tienen gran dificultad para comprender «la Iglesia una», pues las heridas de la unidad de la Iglesia son muchas y graves. Las Iglesias cristianas andan divi- didas. Nuestras comunidades diocesanas y parroquiales no siempre son signo de unidad. No obstante la unidad no debe con- fundirse con la uniformidad. Las diferencias y el pluralismo tienen su origen también en el Espíritu, que suscita y reparte dones dife- rentes para la edificación del con- junto de la Iglesia. La comunión del Espíritu es siempre unidad de personas en la diversidad. «La Iglesia es una debido a su origen». Tiene su origen en el Padre y está llamada a ser icono de la unidad de la Trinidad Santa. Su fundador es uno, Jesucristo. El Espíritu, que es como el alma del cuerpo eclesial, la une y organiza en el amor y para la misión. Esta unidad del pueblo peregrino, pro- veniente de Dios, reclama de nosotros: una misma profesión de la fe recibida de los apóstoles, la celebración común del culto divi- no, sobre todo de la Eucaristía, y la vivencia práctica de la suce- sión apostólica a través del sacra- mento del orden en torno al suce- sor de Pedro. Vivir la Iglesia una, reclama de todos nosotros: orar en y con Cristo por la unidad, dialogar y colaborar con las otras Iglesias cristianas, valorar y participar activamente en la comunidad local, entregarse a su servicio.
  • 11. 28 Creo la Iglesia El artículo de la fe sobre la Igle- sia depende de los artículos que se refieren al Padre, a Cristo Jesús y al Espíritu Santo. «Es la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo» (Hch 20, 28). Es el Cuerpo de Cristo. Es el Templo del Espí- ritu. Un verdadero misterio de comunión y misión. En efecto, la Igle- sia (como lo recuerda su etimología) es el pueblo de los convoca- dos, la comuni- dad que perte- nece al Señor. «La Iglesia es el pueblo que Dios reúne en el mundo ente- ro». Ella «existe en las comuni- dades locales y se realiza como asamblea litúrgica, sobre todo eucarística». «Vive de la Palabra y del Cuerpo de Cristo y de esta manera viene a ser ella misma Cuerpo de Cristo». Ella es un misterio, «el sacramento univer- sal de salvación». Vive en Cristo y es animada por el Espíritu. Puesto que la Iglesia es obra de la Trinidad, está llamada a ser en el mundo un verdadero icono de la comunión y misiones trinitarias. No puede quedar reducida a un grupo religioso. Es una comuni- dad de fe, amor y esperanza. La visión sociológica o religiosa no basta para comprender y vivir su misterio. No hay divorcio posible ente Cristo y la Iglesia. La Cabe- za y el Cuerpo no sobreviven escindidos. ¿Cómo sepa- rar a la Esposa del Esposo? «La Iglesia está en la his- toria, pero al mismo tiempo la trasciende. Solamente con los ojos de la fe se puede ver al mismo tiempo en esta realidad visible una realidad espiritual, portadora de vida divina». Ella es a la vez visible y espiritual. Enraizada y fundamentada en Cristo es signo e instrumento de la unión de los hombres con Dios y entre ellos: ella distribuye los bienes de la salvación. 9 «Creo en un solo Señor, Jesucristo» La fe en Jesucristo como el único Señor es el centro del cristianis- mo. «Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual so- mos nosotros.» (1Cor 8, 6) No basta, pues, con creer en un solo Dios, creador de cielo y tierra, es preciso creer en la soberanía divina de Jesucristo. «Confesar o invocar a Jesús como Señor es creer en su divinidad.» El Espíri- tu es el que atestigua en la con- ciencia cristiana el señorío de Jesús. «Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino por influ- jo del Espíritu Santo.» (1Cor 12, 3) «Jesús», en hebreo, signifi- ca «Dios salva». Dios se hace presente en Jesús para salvar a la humanidad. «Cristo» es la traducción en griego del término hebreo «Mesías»: significa «ungido». La misión del Mesías era instaurar el reinado de Dios en el mun- do. En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento el nombre in- efable de Yahvé (cf. Ex 3, 14), con que Dios se reveló a Moisés, fue traducido por «Señor» (Kyrios). Utilizando este nombre para Jesús, la fe apostóli- ca afirmaba su condición divina. Tomás, el apóstol incrédulo, con- fesó a Jesús resucitado con estas palabras: «Señor mío y Dios mío». (Jn 20, 28) La afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y la historia fue para los primeros cristianos fuente de libertad y audacia. Ni el tribunal religioso ni el tribunal del emperador pudieron acallar a los apóstoles, a pesar de ser hom- bres sin instrucción. Para la fe apostólica «la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maes- tro». Nuestro único Señor es Cristo.
  • 12. 10 «Hijo único de Dios» Dios Padre dio testimonio que Jesús era su Hijo amado (cf. 2P 1, 16-18). El evangelio de Juan po- ne en labios de Jesús estas pala- bras: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.» (Jn 3, 16). Juan escribió su evangelio « para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.» (20, 31) En el prólogo, leemos: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad.» (1, 14) La expresión «hijo de Dios» la encontramos en el Antiguo Testa- mento aplicada al pueblo de Isra- el o algunos de sus representes, como el rey. «Significa entonces una filiación adoptiva que esta- blece entre Dios y su criatura unas relaciones de una intimidad particular.» También las religio- nes paganas presentaban a ciertos personajes y reyes como «hijos de la divinidad». Era una forma de conferirles un cierto halo sa- grado. La fe apostólica no entiende así la filiación de Jesús, como vere- mos. Por el momento basten estas afirmaciones: Él no es Hijo por simple adopción, como podemos serlo nosotros por el bautismo. Es el Hijo único, el unigénito, pues lo es por naturaleza. Existe antes de la creación, pero se hizo carne en el tiempo para darnos la vida. Como Hijo es una persona dife- rente a la del Padre, pero él y el Padre son una sola cosa: «El Pa- dre y yo somos una cosa.» (Jn 10, 30) Porque es el Unigénito, a cuantos creen en él les da la posi- bilidad de ser hijos por adopción (cf. Jn 1, 12). 27 Habló por los profetas Desde el comienzo de la creación hasta la plenitud de los tiempos, el Espíritu de Dios preparaba discretamente la venida del Hijo en una carne como la nuestra. En el Antiguo Testamento «habló por los profetas», esto es, por todas aquellas personas que anunciaron y dispusieron al pue- blo para acoger al Mesías y su manera propia de llevar a cabo la obra salvadora de Dios. «Sobre esta salvación estuvieron explo- rando e indagando los profetas que profetizaron sobre la gracia destinada a vosotros tratando de averiguar a quien y a qué mo- mento apuntaba el Espíritu de Cristo que había en ellos, cuando atestiguaba por anticipado la pa- sión del Mesías y su consiguiente glorificación. Y se les reveló que no era en beneficio propio, sino en el vuestro por el que adminis- traban estas cosas que ahora os anuncian quienes os proclaman el Evangelio con la fuerza del Espí- ritu Santo enviado desde el cie- lo.» (1P 1, 1-12) Porque estaban inspirados por el Espíritu Santo, los profetas y los escritores sagrados hablaron y escribieron de parte de Dios. El Espíritu es único y no se contra- dice. Habló en los profetas y da testimonio en los apóstoles. Él garantiza la continuidad y el cumplimiento en la novedad del plan divino. Misión del Espíritu es conducir- nos a la verdad plena. Él garanti- za la Tradición viva y guía a la Iglesia a la novedad de la verdad, plenamente revelada en Cristo. Él da testimonio en los testigos del Evangelio. Él garantiza la integri- dad de la fe en el pueblo de Dios. Él regala el don de la infalibili- dad, para que el misterio de Cris- to sea mejor conocido, testimo- niado y anunciado por la Iglesia apostólica en medio de los pue- blos y culturas de nuestro mundo. Él recrea la comunión en la fe, amor y esperanza.
  • 13. 26 Recibe una misma adoración y gloria Este es el mandato de Jesús resu- citado a sus discípulos: «Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». En esta fórmula bautismal aparece la unidad y diversidad, la igualdad y la ac- ción común, de las tres personas divinas. Las tres merecen la mis- ma adoración y gloria. «La fe católica es ésta: que vene- remos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confun- diendo las personas, ni separando las sustancias; una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la glo- ria, coeterna la majestad.» «Las personas divinas, insepara- bles en su ser, son también inse- parables en su obrar. Pero en la única operación divina cada una manifiesta lo que le es propio en la Trinidad, sobre todo en las misiones divinas de la Encarna- ción del Hijo y del don del Espí- ritu Santo.» «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Pa- dre, y la comunión del Espíritu Santo» «Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramen- te de mí mismo para establecer- me en ti, inmóvil y apacible co- mo si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profun- didad de tu Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu mo- rada amada y el lugar de tu repo- so. Que no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí entera- mente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora (Oración de la Beata Isabel de la Trinidad).» 11 Nacido del Padre antes de todos los siglos. Engendrado, no creado. No es fácil encontrar términos adecuados para expresar la ver- dad y la novedad que entraña confesar a Jesús como el Hijo único de Dios. Fueron necesarios varios concilios ecuménicos, si- glos de reflexión y oración bajo la acción del Espíritu Santo, para fijar la orientación a seguir si se quiere ahondar en el misterio de Jesucristo. En el evangelio de Lucas, Jesús dice: «Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera reve- lar.» (Lc 10, 22) El evangelista Juan, por su parte, afirma: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado.» (Jn 1, 18) Solo el Espíritu puede adentrarnos de manera existencial en la relación del Padre y el Hijo. El Hijo nace del Padre antes de todos los siglos. La fe confiesa así que el Hijo es anterior a todo lo creado, anterior al tiempo. En Dios todo es actualidad, no existe la sucesión de los días como en lo creado. Y añade el Credo para evitar una comprensión errada: «Engendrado, no creado.» Dios Padre es principio sin principio, pero sin ser anterior al Hijo. El evangelista teólogo, como los padres de la Iglesia llaman a Juan, comienza así su evangelio: «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios.» (Jn 1,1-2) El Padre y el Hijo son uno, pero son personas diferentes. El hecho de que el Hijo fuera enviado al mundo, como enseñan los evan- gelios, revela el misterio trinitario de Dios como comunión de per- sonas, unidas en el ser y el hacer.
  • 14. 12 Dios de Dios, luz de luz. «Dios de Dios, luz de luz. Dios verdadero de Dios verdadero, de la misma naturaleza del Padre.» Con esta serie de expresiones, el Símbolo llamado de Nicea- Constantinopla, sale al paso de diferentes afirmaciones heréticas. Sabelio, sacerdote y teólogo oriental del siglo III, no distinguía bien las perso- nas divinas. Por eso se añadió en el Símbolo de los padres: «Dios de Dios, luz de luz », para recalcar la distinción de personas en el seno de la Trinidad. Ante la ambigüedad de las afirmaciones de Arrio, sacerdote y obispo, los padres conciliares añadie- ron al Símbolo: «Dios ver- dadero de Dios verdade- ro», afirmando así que el Hijo no es una criatura. Luego, con la expresión: «engendrado, no crea- do», recalcaban la eternidad del Hijo. Y añadiendo: «De la misma naturaleza del Padre», confesa- ban con toda claridad su divini- dad. Pero la generación en Dios es distinta de la de los seres creados. La generación divina supera lo que la razón puede conocer a partir de la realidad natural. Sólo puede rastrearse, dirá santo Tomás, analizando cómo la per- sona, al pensar, «engendra su palabra», la palabra mental. Ésta es interior al hombre, pero dife- rente a él. Para que sea conocida de los demás debe ser comunica- da, revelada. Y concluye el santo: «De la misma manera, el Hijo de Dios no es otra cosa que la Pala- bra de Dios; no una palabra pro- nunciada al exterior, que es pasa- jera, sino una palabra concebida interiormente; por eso, la Palabra de Dios es de la misma naturale- za que Dios e igual a Dios. Con todo, de una manera está la pala- bra en nosotros, y de otra en Dios. En nosotros nuestra pala- bra es un accidente; en Dios la Palabra de Dios es lo mismo que Dios, pues nada hay en Dios que no sea Dios.» 25 «Que procede del Padre y del Hijo» Antes de la Pascua, Jesús prome- tió a los discípulos otro paráclito, el Espíritu de la verdad que los conduciría a la verdad completa: así lo revelaba como la tercera persona de la Trinidad. Pero la Iglesia tardó siglos antes de for- mular la fe apostólica. En el año 381, el Concilio Ecuménico de Constantinopla confesaba: «Creemos en el Espí- ritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre.»El Padre es la fuente y el origen de toda la divinidad. La tradición latina del Credo confiesa que el Espíritu «procede del Padre y del Hijo.» El Concilio de Florencia, en el año 1438, expli- cita: El Espíritu Santo tiene su esencia y su ser a la vez del Padre y del Hijo y pro- cede eternamen- te tanto del Uno como del Otro como de un solo Principio y por una sola espira- ción… Y porque todo lo que per- tenece al Padre, el Padre lo dio a su Hijo único, al engendrarlo, a excepción de su ser de Padre, esta procesión misma del Espíritu Santo a partir del Hijo, éste la tiene eternamente de su Padre que lo engendró eternamente.» La tradición oriental dice que el Espíritu procede del Padre por el Hijo. «Esta legitima complemen- tariedad, dice el Catecismo de la Iglesia católica, si no se desorbi- ta, no afecta a la identidad de la fe en la realidad del mismo mis- terio confesado.» El hecho de que el Espíritu, según el evangelio de Juan, es enviado por el Padre y el Hijo prueba que él procede de ambos dentro de la divinidad misma. Por ello el Espíritu es el Espíritu de la comunión. Él nos introduce en la relación que reina entre el Padre y el Hijo. Él confiesa a Jesús co- mo el Señor y clamar: Abba, Pa- dre, en nosotros.
  • 15. 24 Creo en el Espíritu Santo: Señor y dador de vida «El misterio de la Santísima Tri- nidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana.» Con la afirmación que el Espíritu Santo es «Señor y dador de vida», el credo confiesa la divinidad del Espíritu y su igualdad con el Pa- dre y el Hijo. Lo confesamos como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre. Por- que no es una criatura, lo procla- mamos como Señor. Es principio de vida, dador de la vida misma de Dios a la criatura. Él derrama en nosotros el amor de Dios. La Biblia usa diferentes símbolos para presentar al Espíritu Santo como principio de vida. Los símbolos del agua, del fuego y del viento recuerdan que viene a irrigar la árida tierra que somos nosotros. Él es el soplo de la vi- da. Junto con la Palabra de Dios está en el origen del ser y de la vida de toda criatura. Con otros símbolos, como dedo, mano, nu- be y luz, unción, sello y paloma, los autores bíblicos insisten en su misión, liberar para una vida nue- va. Por el agua y el Espíritu, el cristiano es injertado en Cristo y renace para la vida filial. Él in- funde en nosotros la vida misma de Dios. Nadie puede decir «Jesús es Se- ñor», la confesión de la fe cristia- na, si no está animado por el Espíritu. Él alumbra la conciencia filial y clama en nosotros: Abba, Padre. Él hace de los discípulos testigos de Jesús muerto y resuci- tado en el mundo. Sin él no hay libertad, ni vida cristiana, ni Igle- sia. Pablo escribe: «Todos noso- tros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.» 13 Por quien todo fue hecho El prólogo del evangelio según san Juan, una vez afirmada la divinidad del Logos, de la Pala- bra, añade: «Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.» (Jn 1, 3) Todo procede del Padre por medio de su Palabra, que es anterior a todo lo creado. Nada ha recibido la existencia, a no ser por la presen- cia activa de la Palabra. Por me- dio de ella Dios crea y sostiene todas las cosas en el ser. El himno de la carta a los colo- senses desarrolla esta misma idea de forma más elaborada: «El [el Hijo] es Imagen de Dios invisi- ble, Primogénito de toda la crea- ción, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisi- bles, los Tronos, las Dominacio- nes, los Principados, las Potesta- des: todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consis- tencia.» (Col 1, 15-16) Dios, co- mo el artista que realiza sus obras siguiendo el modelo que ideó en su mente, crea todo en su Hijo. Todo fue creado por su medio y todo ha sido creado para él. Más, todo tiene en él su consistencia. Puesto que todo acontece por la Palabra, el mundo y la historia no son fruto del azar o del caos. La Palabra eficaz de Dios, por otra parte, comunica a todos los seres su propia huella, dándoles así su sentido último. Ya no podemos buscar en nuestras fantasías u opiniones el sentido de lo creado, sino en la Palabra por la que todo ha sido hecho. Y porque la Pala- bra informa desde dentro las co- sas creadas, ellas nos hablan de Dios, como recuerda el cántico de las criaturas de Francisco de Asís. Todo lo creado, nos habla de Dios
  • 16. 14 Por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo El Credo Niceno- Constantinopolitano afirma que el Hijo de Dios vino a la tierra por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación. En esta venida del Hijo se revela el amor inson- dable del Padre por «su bien», por el ser humano, por todos y cada uno de nosotros. «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.» (Jn 3, 16) Por la Palabra eterna, esto es por el Unigénito, fue creado todo lo que existe. Pero el mundo no la conoció: «En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibie- ron.» (Jn 1, 10-11) Este fue el drama de la humanidad, dar la espalda a la Palabra, obstaculi- zando así el proyecto de Dios sobre el hombre, creado a su ima- gen y semejanza. Dios no cesó de buscar al hombre a lo largo de la historia, pero éste seguía encerrado en sí mismo. En la plenitud de los tiempos, envió a su Palabra en forma visible a la tierra para darle al hombre la posibilidad de alcanzar su digni- dad filial: «A todos los que la recibieron les dio poder de hacer- se hijos de Dios, a los que creen en su nombre.» (Jn 1, 12) La sal- vación, además de ser liberación del pecado, nos da la posibilidad de llegar a ser hijos en el Hijo, nos hace partícipes de la misma vida divina. El «por nosotros» y «por nuestra salvación» nos llena de alegría y esperanza, robustece nuestra fe y amor, revela la dignidad y valor de la persona humana: Somos realmente valiosos a los ojos de Dios. 23 Su reino no tendrá fin Jesús, según el evangelio de san Marcos, comenzó su predicación con estas palabras: «Se ha cum- plido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio.» Con la fuerza del Espíritu curó enfermos, dio de comer a los hambrientos, resu- citó muertos y despojó del poder al Príncipe de este mundo. Cristo, haciendo la voluntad del Padre, inauguraba el reino en el mundo. Por medio del gran misterio de la Pascua: su muerte en la cruz y su resurrección, realizó de una vez para siempre la venida del reino. Antes de su Pascua, Jesús había dicho: «Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí.» Todos los hombres están llamados a entrar en el reino. Una vez exaltado y sentado a la derecha del Padre, su reino no tendrá fin. Este reino ha comenzado y se manifiesta, ante todo, a través de la Igle- sia en el mundo. Ella es el germen del reino en el mun- do. Jesús invitó a los discípu- los a la alegría y esperanza con estas palabras: «No te- mas pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino.» Al cris- tiano no le debe inquietar el número de los que se adhie- ren a la comunidad: lo impor- tante es que Dios le ha dado ya su reino, por pequeña, pobre, insig- nificante y deficiente que sea. Es Jesús resucitado el que sigue edi- ficando su comunidad sobre la fe de Pedro. La fe apostólica, porque sabe que el reino de Cristo no tendrá fin, avanza con confianza y firmeza en medio de los avatares de la historia. Cree que el Señor resu- citado estará con ella hasta la consumación de los siglos, hasta la plena manifestación de su re- ino de justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo.
  • 17. 22 Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos «Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muer- tos y vivos.» Por la Ascensión a los cielos, Cristo participa, en su humanidad, de la autoridad divi- na. Jesús es Señor. Él es la cabe- za de la Iglesia. Todo ha de ser recapitulado en él y todo le será sometido. Mientras tanto vivimos en el tiempo del Espíritu y del testimonio, un tiempo de espera y combate, de prueba y vigilia. Esperamos el glorioso advenimien- to de Cristo como juez de vivos y muer- tos. Antes del adveni- miento glorioso de Cristo, los cristianos han de estar dispues- tos a pasar por momentos difíci- les. El alumbramiento de un mundo nuevo conlleva dolores de parto y momentos de tristeza. El propio Jesús hizo la experiencia de una tristeza por la muerte, pues debía pasar la cruz para in- fundir vida nueva en las venas del mundo. San Pablo enseña que la comunión con los padecimien- tos de Cristo es el camino para participar del poder de su resu- rrección. Los auténticos seguidores de Jesús esperan el día del juicio con confianza. El amor expulsa el temor. En el día del juicio último, Cristo condenará la incredulidad culpable, pues rechazó el don de la salvación. Examinará a todos del servicio a los más necesita- dos: la actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino. Jesús dirá en ese día: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis.» Cristo vino al mundo para salvar, no para condenar. El juicio des- velará los corazones. Quien cree y ama al necesitado entrará en la gloria; quien rechaza a Dios y no sirve al hermano, se autoexcluye del reino de Dios. Es el juicio. 15 Encarnado por obra del Espíritu Santo El cristiano no se limita a creer que el Hijo único de Dios bajo por nosotros y nuestra salvación a la tierra, sino también en su en- carnación. San Juan afirma: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros.» (Jn 1, 14) El Hijo asume nuestra carne frágil y caduca, para que ésta alcance su máxima dignidad fi- lial. Santo Tomás escribe en su comentario al Credo: El Hijo de Dios «se hizo hombre para hacer al hombre Dios.» Y citando al apóstol Pablo, añade: «Por quien (por el Hijo) tenemos entrada por la fe a esta gracia, en la cual esta- mos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios.» La encarnación es el fundamento de nuestra esperanza e inmortalidad. Ella nos habla de la cercanía del «Dios con noso- tros», de un Dios que está por no- sotros hasta el punto de correr nuestra propia suerte en la tie- rra. La encarnación es obra de la Tri- nidad Santa. El Padre envía al Hijo por amor en una carne como la nuestra. El Hijo consiente y viene a la tierra. Y el Espíritu Santo obra el insondable misterio de la encarnación en las entrañas de la Virgen María. Todo aconte- ce en el silencio eterno de Dios; pero ahora se nos ha dado a cono- cer el misterio, que podemos ad- mirar, adorar y celebrar, sin ago- tar jamás su sublime verdad y novedad. Este misterio acrecienta la cari- dad en nosotros. Es la prueba suprema de que Dios está por nosotros, de su caridad divina: el creador de todas las cosas se hace criatura, el Señor se hace nuestro hermano, el Hijo de Dios se hace hijo del hombre, el inmortal asu- me una carne mortal para hacer- nos partícipes de la inmortalidad. ¡Demos gracias!
  • 18. 16 De María Virgen. El sí de María. «Al llegar la plenitud de los tiem- pos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley.» (Gal 4, 4) Esta afirmación de la fe apostólica subraya, ante todo, que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Como cualquier hombre nació de una mujer, en un pueblo concreto, en una cultura determinada, bajo la ley de la condición humana. Dios, desde toda la eternidad, «escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Gali- lea, “a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lc 1, 26-27)» Porque es la Madre del Hijo, del Salvador, reconoce la fe a María como «la Madre de Dios.» El misterio de la encarnación se presenta así como obra del Espí- ritu y del sí de María. Dios no forzó la libertad de María, pero la llenó de su gracia para que diera con fe y prontitud gozosa su «sí» al mensajero divino. Desde la humildad y la fe, la doncella de Nazaret abrió su corazón y sus entrañas al poder del Altísimo, para quien nada hay imposible. «He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra.» De esta forma, Dios asocia a María a la obra salvadora, como asoció al hombre a su obra crea- dora. El sí de María, nacido de la fe y confianza en el poder de la pala- bra de Dios, nos recuerda que la Iglesia entera está asociada a la obra salvadora. María es «tipo de la Iglesia.» Su sí, es el sí de todos nosotros. La Iglesia es signo e instrumento de salvación en me- dio de los hombres, como la Vir- gen fue el signo e instrumento libre y privilegiado de la salva- ción. 21 Subió a los cielos Jesucristo «subió a los cielos, y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso». «Durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos, su gloria aun que- da velada bajo los signos de una humanidad ordinaria. La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su huma- nidad en la gloria divina simboli- zada por la nube y por el cielo donde él se sienta para siempre a la derecha del Padre.» Es la As- censión. El hecho de que Jesús resucitado se siente a la derecha del Padre no ha de enten- derse en un senti- do literal. Signifi- ca ser de la mis- ma categoría de Dios y tener como hombre la absolu- ta preeminencia sobre todo lo creado. Es la ex- presión de su triunfo a través de la humildad. «El que descendió, ése mismo es el que subió por encima de todos los cielos.» (Ef 4, 10) El que se humilló es enalteci- do. El reino del Mesías se ha in- augurado. A partir de ese mo- mento, los apóstoles animados por el Espíritu se convirtieron en los testigos del reino que no tendrá fin. El triunfo de la Cabeza es el triunfo del Cuerpo, de la Iglesia. La Ascensión anima la esperanza del cristiano y sostiene su esfuer- zo de conversión y compromiso en el mundo: «Voy a prepararos un sitio». Tenemos ante el Padre un abogado e intercesor. «Vive siempre para interceder por noso- tros». Y nos invita a caminar en este mundo con los ojos puestos en el futuro: «Si habéis resucita- do con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios.»
  • 19. 18 Padeció y fue sepultado «Cristo murió por nuestros peca- dos según las Escrituras.» (1Cor 15, 3) Este es el significado de la crucifixión de Jesús. Por amor lo envió Dios al mundo y libremen- te se ofreció por nuestra salva- ción. Sostenido por el Espíritu nos amó hasta el extremo: con su obediencia filial nos dio la posi- bilidad de ser y vivir como hijos de Dios y hermanos unos de otros. Al confesar que Jesús «fue sepul- tado», la fe apostólica afirma: «Por la gracia de Dios, gustó la muerte para bien de todos.» (Hb 2, 9) Murió realmente y conoció, como todo hombre, el estado de muerte. «La permanencia de Cristo en el sepulcro constituye el vínculo real entre el estado pasi- ble de Cristo antes de la Pascua y su actual estado de resucitado.» El libro del Apocalipsis afirma: «estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los si- glos.» (1, 18) Jesús en persona es «el punto de encuentro de la muerte y de la vida» como dice san Gregorio Niceno. Jesucristo «padeció y fue sepultado» para liberarnos del poder del pecado. Por ello san Pablo ve el bautismo como una inmersión en la muerte de Cristo, esto es, como un morir al pecado con Cristo para vivir una vida nueva: «Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos para gloria del Padre, así también no- sotros andemos en una vida nue- va.» (Rom 6, 4). Pero la muerte de Cristo, aunque verdadera muerte, «no fue un despojo mortal como los demás porque “la virtud divina preservó de la corrupción al cuerpo de Cristo”.» «La resurrección de Jesús al tercer día fue la prueba de ello porque se suponía que la corrupción se manifestaba a par- tir del cuarto día.» 19 Bajó a los infiernos «El descenso a los infiernos es el pleno cumplimiento del anuncio evangélico de la salvación.» La Escritura llama infiernos, sheol o hades a la región donde perma- necían los muertos privados de la visión de Dios. Cristo fue al en- cuentro de aquellos que murieron esperando la salvación. La muer- te redentora de Cristo no tiene fronteras, al- canza tanto al primer hombre de la tierra como al último que pueda vi- vir.. Él va en busca de la oveja perdida hasta la región misma de los muertos, como lo expresa be- llamente una antigua homil- ía para el sábado santo. «Un gran silencio envuelve la tierra, un gran silencio y una gran soledad; un gran silencio porque el Rey duerme. «La tierra temió sobrecogida» porque Dios se durmió en la carne y ha desperta- do a los que dormían desde anti- guo. Dios en la carne ha muerto y el Abismo ha despertado. «Va a buscar a nuestro primer padre como si fuera la oveja per- dida. Quiere absolutamente visi- tar «a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte». El, que es al mismo tiempo Hijo de Dios e hijo de Eva, va a librar de su pri- sión y de sus dolores a Adán y a Eva. El Señor, te- niendo en sus manos las ar- mas vencedoras de la cruz, se acerca… y tomándolo ( a Adán) por la mano añade: «Despierta tú que duermes, levántate de entre los muer- tos y Cristo será tu luz». Yo soy tu Dios que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho tu hijo; y ahora te digo: tengo el poder de anunciar a los que están encadenados: Sa- lid; y a los que se encuentran en las tinieblas: iluminaos; y a los que dormís: levantaos…, pues yo soy la vida de los muertos.
  • 20. 20 Resucitó al tercer día de entre los muertos La resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo. «¿Por qué buscáis en- tre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado.» Estas palabras de los ángeles a las mu- jeres que fueron al sepulcro se nos dirigen hoy a nosotros. Jesús es el viviente, no un simple per- sonaje del pasado. Vive para nun- ca más morir. San Pablo escribe a los corintios: «Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido… Si hemos puesto nues- tra esperanza en Cristo sólo en esta vida, somos los más desgra- ciados de toda la humanidad. Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto.» Jesús murió realmente y realmen- te resucitó. La resurrección es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricas. El sepulcro vacío fue un signo: per- mitió a las mujeres y a los discí- pulos acoger y desentrañar las apariciones de Jesús resucitado a la luz de las Escrituras y palabras dirigidas por Jesús a los discípu- los antes de su muerte. La resurrección de Jesús no es una simple vuelta a la vida, como lo fuera la reanimación del cadá- ver de Lázaro. Su cuerpo es el mismo, pero posee sin embargo propiedades nuevas. Ya no está condicionado por el tiempo y el espacio, aun cuando pueda hacer- se presente en ellos. Obra de la Trinidad Santa, la resurrección se presenta como la garantía de todo lo que hizo y anunció Jesús, como la confirma- ción de su divinidad. En ella se cumplen las promesas hechas por Dios a través de los profetas: «Resucitó según las Escrituras.». Si, por la muerte nos libera del pecado, por la resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. La resurrección de Jesús es prin- cipio y fuente de nuestra resu- rrección futura. 17 Crucificado en tiempos de Poncio Pilato La muerte de Jesús aconteció de forma dramática y humillante en un momento de la historia. «Fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato.» Murió acusado de blasfe- mo por las autoridades religiosas judías. El representante del impe- rio lo condenó por ser «el rey de los judíos». Murió como un mal- dito a los ojos de la Ley y como un agitador para el tribunal civil. La redención del género humano aconteció en la his- toria, en la muerte del Hijo enviado en la carne. La cruci- fixión se presenta como la culminación de la encarna- ción. San Gregorio Magno escribió: «de nada nos hubie- ra servido su nacimiento, si no nos hubiera redimido» mediante su muerte. Pero en realidad la vida no le fue arrebatada a Jesús, si no que la entregó libremente. En el evange- lio de Juan, Jesús afirma: «Por esto me ama el Padre, porque yo entregó mi vida para poder recu- perarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente.» Y resucitado de entre los muertos, decía a los discípulos de Emaús: «¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?» «Entregado en manos de los pecadores», éstos lo ejecuta- ron; pero él, por amor, se entre- gaba a la muerte para hacernos partícipes a todos de su propia vida. En la muerte injusta del Justo, Dios estaba realizando una obra tan maravillosa que jamás podre- mos comprenderla bien. En ella se nos ofrece el perdón de los pecados y es justificado todo el que cree. Pablo terminaba el anuncio de la Pascua del Hijo en la sinagoga de Antioquía de Pisi- dia, con estas palabras significati- vas del profeta Habacuc: «Mirad, despreciadores, asombraos y es- condeos, porque en vuestros días yo voy a realizar una obra tal que no creeríais si alguien os lo cuen- ta.» Contempla al Crucificado.