2° SEM32 WORD PLANEACIÓN PROYECTOS DARUKEL 23-24.docx
Cast lectura tres
1. T E R C E R A L E C T U R A D E
L L E N G U A C A T A L A N A
U N A D E L I C I O S A S E N C I L L A C O M I D A
Carla y Marina eran las grandes e indiscutibles “popus” (abreviación correspondiente a la palabra
populares) de la Quinta Avenida de Nueva York. Las dos multimillonarias amigas llevaban una vida bastante
plácida y libre de cargas, aunque no de ocupaciones. Cada mañana desayunaban tranquilamente en la
cafetería del hotel Hilton (uno de los más lujosos sin lugar a dudas de la ciudad) y contemplaban desde sus
amplios ventanales cómo la gran urbe se ponía en marcha: los taxis teñían de amarillo las principales calles,
los ríos de gente colapsaban la gran avenida cada vez que el semáforo para peatones les daba paso, el ruido
atronador de los cláxones llenaba el aire de confusión y estrés acústico… ¡Verdaderamente insufrible! Ellas,
ajenas a todo eso, tomaban su café con leche y un pequeñísimo bocadillo antes de iniciar su larga jornada de
compras por las tiendas más exquisitas de la Quinta Avenida.
Normalmente tenían una ruta fijada claramente. En primer lugar visitaban la joyería Diamond, un
establecimiento de lujo en el que compraban algún que otro collar de esmeraldas o una pulsera de zafiros y
rubíes; a continuación entraban en la tienda de diseño New dress, donde se probaban durante horas y más
horas vestidos que acababan de llegar de las mejores pasarelas de todo el mundo; continuaban con las
tiendas de zapatos de la cadena High heel y acostumbraban a quedarse tacones de vértigo para lucirlos en
sus cenas de gala. Finalmente, acababan su ruta en alguna enorme tienda de marroquinería, donde
compraban un bolso o monedero de piel auténtica, carísimo.
En una de las esquinas de la interminable Quinta Avenida, las dos ricas mujeres se cruzaban siempre con
un mendigo venerable, muy anciano, de aspecto bondadoso; era un señor de luenga barba que se apoyaba
sobre un cayado porque sus débiles piernas parecían ya no poder sostenerle. El pobre hombre siempre
masticaba alguna cosa en su boca y las miraba con ojos piadosos. Junto a él había un cartel en el que podía
leerse: <<Me llamo Narcís. No tengo lugar donde asearme. Tu limosna es una gran ayuda para mí. Con una
moneda puedo tener posada esta noche. Lo que yo tengo, a ti te lo doy>>.
2. Tras una abundante comida y una sobremesa larguísima, Carla y Marina salían del Hilton para proseguir el
camino hacia sus casas. Siempre se encontraban con el mendigo Narcís. Las ricas mujeres no se dignaban ni
a mirarle, pues el hombre estaba muy sucio y desaliñado y no podían permitir que nadie les viese acercándose
a ese ser. Narcís, sin embargo, al verlas acercarse, estiraba sus brazos y les ofrecía con las palmas de sus
manos una especie de hierbas que eran en realidad su única comida del día (el vagabundo arrancaba las
plantas del parque de al lado y así, al menos, disponía de algo para comer). Las dos mujeres, como era
habitual, pasaban de largo sin hacer el menor caso al ofrecimiento del hombre.
El tiempo pasó y las empresas de Carla y Marina quebraron, se hundieron, sufrieron pérdidas econ ómicas
insalvables. Pronto las dos ricas mujeres tuvieron que vender todas sus propiedades y devolver todo aquello
que habían comprado para así disponer de un poco de dinero con el que mantenerse. Pero el dinero también
se les acabó pronto… En tan solo unos meses, Marina y Carla quedaron hundidas en la miseria, en la más
extrema pobreza.
Empezaron entonces a vagar por la Quinta Avenida, no ya para entrar en el Hilton o para visitar las tiendas
más lujosas, sino para pedir caridad con la mano abierta. No tenían nada para comer y pasaban hambre.
Deambulando descalzas por la lujosa avenida, vieron unas manos extendidas que parecían ofrecerles
algo. Un rostro hospitalario les acercaba una vez más, como tantas veces antes había hecho (veces en las
que había sido ignorado), unas hierbas que ahora sí parecían deliciosas. ¡Cuando el hambre aprieta, hasta
una simple hierba puede transformarse en un delicioso manjar!. Narcís, el amable mendigo, les ofrecía una
vez más todo cuanto tenía para que también ellas pudiesen comer. Esta vez, Carla y Marina se sentaron junto
al hombre, tomaron aquello que estaba entre sus manos y, sin decir nada, comieron con una sonrisa de
agradecimiento en sus ojos.
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