Este documento analiza el encuentro entre Jesús, Simón el fariseo y la mujer pecadora descrito en Lucas 7. Describe que mientras Simón estaba interesado en Jesús de forma intelectual, la mujer acudió a él por necesidad espiritual. Aunque ambos mostraron interés, solo la mujer recibió perdón y paz, mientras que Simón fue reprendido. Esto enseña que el verdadero interés en Cristo conlleva implicación personal y recibir su gracia, no solo curiosidad intelectual.
PLAN DE TRABAJO CONCURSO NACIONAL CREA Y EMPRENDE.docx
Devoción a cristo
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Martyn Lloyd-Jones
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“Entonces respondiendo Jesús, le dijo: Simón, una cosa tengo que decirte […].
Pero él dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, ve en paz.” —Lucas 7:40,50
Elijo estos dos versículos en particular como texto porque me parecen la
clave para una verdadera comprensión del famoso incidente que sucedió en
la casa de Simón el fariseo y del famoso comentario al respecto que hizo
nuestro Señor en la parábola de los dos deudores. En un episodio dramático
como este hay un grave peligro de «perder de vista el bosque a causa de los
árboles», y ese peligro se exagera en gran medida cuando consideramos la
parábola con sus muchas comparaciones y contrastes. La parábola es
notoriamente difícil y, como espero mostrar, puede ser gravemente
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malentendida si no somos muy cuidadosos. La forma de evitar todos estos
peligros y abismos es fijar la mirada en estas dos personas: Simón el fariseo
y la mujer «que era pecadora». Porque son los dramatis personae de la
parábola, así como del incidente que se produjo en casa de Simón. Los dos
versículos que he tomado en particular nos indican muy claramente la
diferencia extraordinaria entre estas dos personas, es decir, el resultado en
cada caso de su encuentro con Jesucristo. Uno se sorprende, es recriminado
y condenado, y probablemente se sintió enfadado y disgustado; la otra
encuentra exactamente lo que esperaba, es felicitada y bendecida, y se
marcha con la paz de Dios en su corazón. ¿No es un contraste perfecto?
¡Míralo, mira a esas dos personas! ¿No es verdaderamente asombroso e
increíble? Aquí hay dos individuos en presencia de la misma Persona. Ambos
desean verle. Ahí están, ambos en su presencia. En lo que a él concierne, el
poder para dar es obviamente el mismo en ambos casos y, sin embargo, qué
absolutamente distinto es el resultado. Una de las personas es condenada, la
otra es perdonada y recibe el don de la salvación.
¿No tenemos aquí un ejemplo perfecto de lo que sucedió constantemente y
en todas partes durante el ministerio terrenal de nuestro Señor, aunque la
forma exacta no fuera siempre tan dramática? La mejor forma de clasificar a
todas las personas que aparecen en los Evangelios es según lo que recibieron
de él. ¿Pero no es también un ejemplo perfecto de la forma en que él ha
dividido al género humano desde entonces, la forma en que la divide esta
noche? Allí estaba Jesús de Nazaret, el mismísimo Hijo de Dios, a quien han
sido dados todo el poder y el juicio, que fue capaz de obrar milagros, curar
enfermedades, perdonar pecados y dar descanso a las almas afligidas y
atormentadas: allí estaba en casa de Simón, lleno de poder, más aún, lleno
de un amor por el género humano que le hacía desear ejercitar ese poder
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para su bienestar. Ahí está en la casa, y dos personas entran en contacto con
él. Pero qué completamente distintos son los resultados de ese contacto. Ya
no está aquí en la carne, pero el gran hecho sigue siendo el mismo. Como
resultado de su vida en la tierra y, por encima de todo, como resultado de su
muerte expiatoria, su resurrección y ascensión, está presente entre nosotros
en este mundo por medio del Espíritu Santo y está esperando, dispuesto y
anhelando impartirnos los mayores dones y bendiciones que pueda recibir
un hombre: el don del perdón y el conocimiento de ello, el poder sobre el
pecado y la tentación, una nueva vida de gozo y felicidad, la eliminación del
miedo a la muerte y la tumba y una esperanza cierta del Cielo y la felicidad
eterna. Pero qué diferente y variado ha sido el género humano en sus
reacciones en todos los siglos, y qué evidente sigue siendo la división esta
noche. ¿No está presente aun aquí y ahora? ¿Has recibido tú la bendición?
¿Le amas como hizo esta pobre mujer, ha dado descanso a tu alma
atormentada y puesto paz en tu corazón? ¿Por qué sigue habiendo personas
desgraciadas e infelices, esclavas del pecado y las pasiones, débiles y
afligidas, perplejas en mente, alma y espíritu? Con toda la plenitud de la
Deidad en Aquel que nos ofrece y está esperando bendecirnos, ¿por qué está
el mundo tal como está? ¿Por qué son como son los hombres y las mujeres?
Por encima de todo, ¿por qué eres tú quien eres y lo que eres?
Ahora bien, me gustaría recalcar el hecho de que esto no es meramente una
diferencia entre aquellos que están interesados en nuestro Señor y su
religión y aquellos que no lo están. Ciertamente, en un sentido, todo el
propósito de la parábola es precisamente mostrar que esa es una distinción
ligera y superficial, que muy bien puede ocultar la verdad esencial. Porque el
propio Simón estaba interesado en nuestro Señor y su enseñanza, de otro
modo jamás le habría invitado a su casa en absoluto. Había oído hablar de él,
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probablemente le había oído en persona varias veces. Claramente había
despertado su interés y curiosidad. Debemos decir eso a su favor. Su actitud
es manifiestamente mejor que la de la mayoría de los fariseos que
ciertamente no invitaron a nuestro Señor a sus casas, sino que mostraron a
las claras su odio y desagrado. ¡No!, este hombre está interesado y se
esfuerza por mostrar ese interés. Lleva a cabo una acción sobre la base de
ese interés de la misma forma que la mujer actúa sobre la base de su interés.
La diferencia aquí, pues, no es entre dos personas, una de las cuales está
interesada en Cristo y la otra no.
Hago este comentario por la sencilla razón de que en la actualidad existe una
tendencia a decir que nada importa salvo que estemos interesados en
nuestro Señor y su enseñanza. A las personas no les gusta que se les
interrogue acerca de la naturaleza exacta de ese interés; objetan a la
insistencia en ciertas condiciones y definiciones fundamentales con respecto
a ello. Parece como si se diera por supuesto que cada uno puede ir a Cristo a
su manera y encontrar lo que le guste, y que mientras cada uno esté
satisfecho personalmente y obtenga alguna experiencia en particular, no le
incumbe a nadie inquirir al respecto. Todo esto se expresa en términos de
tolerancia y hablando de unidad, y debemos considerar como verdaderos
cristianos a todos los que de una forma u otra invitan a Cristo a comer a su
casa porque están interesados en él. ¡Pero qué erróneo y equivocado es todo
eso a la luz de este incidente con sus incisivas preguntas acerca de la
naturaleza de ese interés y, por encima de todo, del resultado de ese interés!
Nuevamente, ese es el motivo por que elegimos los versículos 40 y 50 como
nuestro texto, porque subrayan la distinción verdaderamente importante y
muestran que se aplica como prueba no solo a los que se encuentran fuera
de la Iglesia, sino también a los que han sido miembros durante muchos años,
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quizá toda la vida, y siempre han estado «interesados» en Cristo y su religión
tal como ellos la entienden. Simón podía decir que estaba familiarizado con
Cristo y su enseñanza y que estaba muy interesado en ambos; pero lo que
nunca podía decir era que había sido bendecido por él, que Cristo había
supuesto una diferencia fundamental para él y su vida y que sentía que se lo
debía todo. Mas eso es lo que la mujer podía decir y, después de todo, es lo
que hace de uno un verdadero cristiano. Todo el interés del mundo no puede
reemplazar eso, todo el conocimiento posible acerca de su vida y su
enseñanza no puede sustituirlo. ¿En qué situación de las dos te encuentras
tú? ¿En la de Simón o en la de esa otra mujer? Procedamos en primer lugar
a considerar ambas situaciones tal como están representadas en las figuras
de Simón y la mujer y consideremos luego los principios subyacentes que
determinan estas actitudes respectivas tal como los enuncia nuestro Señor
en la parábola de los dos deudores.
La naturaleza de nuestra relación con Jesucristo puede descubrirse con
facilidad al aplicar dos sencillas pruebas indicadas por la narración de este
incidente en casa de Simón. Tanto Simón como la mujer están interesados
en Cristo y ambos le tratan de cierta forma. Nuestro interés por él y la forma
en que le tratamos o bien se corresponden a los de Simón o bien a los de la
mujer.
Ahora bien, está perfectamente claro que el interés de Simón por nuestro
Señor es principal y esencialmente intelectual, si no lo es por completo.
Como ya hemos indicado, probablemente había oído hablar de él en varias
ocasiones y quizá le había intrigado su personalidad y se había interesado en
su enseñanza. Porque, después de todo, había mucho de novedoso y extraño
en su enseñanza. Y Simón tenía la suficiente inteligencia para valorarlo y para
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comprender que merecía una investigación adicional y que no debía
rechazarse sobre la base de sus viejos prejuicios y su educación. Simón era
un estudiante de la vida y de la religión. Aquí se encontró con algo que nunca
había visto. Sentía, pues, curiosidad y se disponía a investigar. Más aún, había
escuchado algunas declaraciones asombrosas proferidas por este extraño
nuevo maestro. Afirmaba ser el Mesías, se ponía a sí mismo por encima de la
ley y pedía y exigía obediencia absoluta. «¿Estaba en lo cierto o no?». Esa era
la pregunta que Simón se hacía a sí mismo. Y se decidió a investigar. Invitaría
a este maestro a comer con él y le observaría de cerca para probarle tanto a
él como su enseñanza. Esa era la naturaleza del interés de Simón. Era
puramente intelectual. Cristo y su enseñanza eran un problema intelectual
digno de su consideración y examen. ¡Qué diferente es el caso de la mujer!
Su interés de ningún modo es intelectual. Ella acude más bien sobre la base
de su necesidad, sobre la base del fracaso de su vida, sobre la base de su
vergüenza. No acude meramente por fascinación de sus facultades
intelectuales y porque aquí haya una tesis moral y una filosofía vital dignas
del ejercicio de todas sus facultades críticas. No acude a examinar y probar,
sino más bien para escuchar y recibir.
Otra forma quizá mejor de expresar todo esto es decir que el propio Simón
como tal no estaba implicado en absoluto en la reunión. Solo una parte de
él. ¿No sientes al leer el relato que hay un extraño distanciamiento por su
parte? Qué tranquilo, sosegado e imperturbable parece estar. Es
completamente dueño de sí mismo. No cabe duda de que estaba siendo
adecuadamente cortés y hospitalario y parecía absorto en la conversación
sentado a la mesa; y, sin embargo, durante todo el tiempo estuvo inmerso a
sus propios pensamientos, llegando a sus propias conclusiones y haciendo su
propio análisis intelectual acerca de su invitado. Todo eso estaba fuera de él,
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fuera de su verdadero yo. Era meramente su cabeza la que estaba implicada.
Ni por un solo momento da la sensación de que aquella reunión fuera el
momento más vital y decisivo de su vida, de que en aquel momento podía
obtener algo que supusiera una diferencia eterna para él. ¡No!, no hay
emoción alguna, no hay tensión ni entusiasmo. Está tranquilo y sin
implicarse. ¡Qué diferente es la mujer! Toda su personalidad está implicada.
Lejos de ser indiferente y tener dominio propio, no puede contenerse. Las
lágrimas fluyen por sus mejillas: está conmovida en lo más profundo de su
ser. ¿Cómo te acercas tú a Jesucristo? ¿Cuál es tu interés en él y en la
religión? ¿Desde una perspectiva meramente intelectual? ¿Es Jesucristo para
ti solo un personaje histórico, solo un hombre; quizá mejor que otros, quizá
más grande, pero aun así un hombre que hizo ciertas cosas y propuso una
cierta idea y filosofía de vida? ¿Y estás interesado en todo esto meramente
como un problema de tu mente? ¿Has comprendido que Jesucristo y su
religión no conciernen meramente a tu mente o a cierta parte de ti, sino a
toda tu persona, a tu vida y a todo lo que eres y esperas ser? Cuando le
consideras a él y su evangelio ¿hasta qué punto te implicas todo tú?
Pero esta pregunta puede contestarse de inmediato observando cómo estas
dos formas diferentes de acercarse al Señor afectan inevitablemente a la
manera en que le tratamos. No me disculpo por utilizar esa frase porque, tal
como demostraré, es literalmente precisa. Observa cómo le trata Simón. No
duda en sentarse a su lado y mirarle a los ojos sin pestañear. Ni siquiera le
trata con el civismo y la cortesía que se debe a un huésped y que
invariablemente mostraba con la mayoría de sus huéspedes. No le
proporciona agua para lavarse los pies, no le da la bienvenida besándole y no
unge su cabeza con aceite. ¡Oh, sí!, le invita a su casa. Está interesado. Pero
no hay una verdadera calidez en su invitación. El Señor no es honrado como
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habían sido honrados muchos huéspedes en esa casa. ¡Qué diferente es la
acción de la mujer! Cae a sus pies, se avergüenza de mostrarle su cara y
mirarle a sus ojos puros. Le besa los pies, los lava con sus lágrimas y los seca
con el cabello de su cabeza y, de hecho, los unge con ungüento. ¡Oh, sí; la
forma de acercarse y las razones para ello se muestran de inmediato en la
conducta y el comportamiento!
¿Cómo le tratas? ¿Le das el lugar de honor en tu vida? No es el primer ni el
único huésped que entra en tu casa. ¿Quién recibe el mejor trato: él o alguno
de los demás? ¿A quién prestas más atención, a quién muestras el mayor
respeto? ¿A quién prodigas las mayores muestras de admiración y respeto?
Aquella mujer había guardado el ungüento durante años. Era uno de los más
grandes tesoros que poseía. Esto es lo que le trae, y no lo derrama sobre su
cabeza sino sobre sus pies. Lo más preciado que tiene es indigno de él. ¿En
quién utilizas el frasco de ungüento que tienes? ¿A quién y a qué te entregas
absolutamente y por entero? ¿Quién atrae tu interés, quién despierta tu
alabanza y agradecimiento? ¿Cuál es tu actitud hacia Jesucristo esta noche?
¿Es meramente un hombre, un maestro con una cierta idea de la vida que te
interesa y que estás dispuesto a considerar y quizá a probar en la medida que
te convenga? ¿O reconoces en él al Hijo de Dios venido a la tierra, al Salvador
de tu alma? ¿Le consideras más o menos como un igual con quien puedes
sentarte a la mesa y a quien puedes examinar y criticar o comprendes que es
el Señor de gloria? ¿Has caído a sus pies completamente avergonzado y
humillado, entregándote a su misericordia y mirándole tan solo en busca de
liberación y perdón? Porque ese es el verdadero interés cristiano en Cristo
que lleva a la rendición, al amor y a la adoración. Ya no está aquí en la carne
como lo estaba en los días de Simón y la mujer. Ya no puedes caer ante sus
pies físicos y lavarlos, besarlos y ungirlos. Pero la cuestión de la forma en que
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le tratamos sigue siendo tan vital y pertinente como siempre. ¿Recuerdas lo
que dijo a Saulo de Tarso en el camino a Damasco? La pregunta fue: «¿Por
qué me persigues?», dejando muy claro a Saulo que era él quien estaba
siendo perseguido, aunque la intención de Saulo era hostigar a los cristianos.
¡Y cuán a menudo se nos advierte en contra de entristecerle y crucificarle de
nuevo! En la actualidad muestras tu amor hacia él abandonando tus pecados,
obedeciendo a sus mandamientos y adorándole con tus labios y por medio
de tu vida ante los hombres y las mujeres que te rodean, y diciéndoles que
él ocupa un lugar central en tu vida.
Ahí vemos, pues, analizadas y retratadas las dos actitudes hacia nuestro
Señor. Vemos que la verdadera actitud cristiana es de interés amante que
lleva a la adoración, a la alabanza y al sometimiento a él. Ahora debemos
hacer una segunda pregunta. ¿Qué es lo que lleva a esa actitud? O, si así lo
prefieres, ¿por qué algunas personas se interesan únicamente de manera fría
y distante en nuestro Señor y se mantienen indiferentes a su religión como
Simón en la antigüedad, mientras que otros le adoran, le aman y le alaban
como aquella mujer, y sienten el deseo de darle todo lo que tienen? De
acuerdo con nuestro Señor mismo, en la parábola hay dos respuestas
fundamentales a esa pregunta.
1) En primer lugar, dice Cristo, nuestra idea de él y nuestra actitud hacia él
dependen de la idea que tengamos de nosotros mismos, de la idea con
respecto a nuestra necesidad o, si así lo prefieres, nuestra idea del pecado y
de los pecadores. Ese es el gran asunto de la parábola que Jesús dirige a
Simón (versículos 40–43), el asunto, pues, que debemos dilucidar y
desarrollar cuidadosamente. Podemos recordar los hechos. Había un
hombre que tenía dos deudores, uno que le debía 500 denarios y otro que le
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debía 50. Ninguno tenía medio alguno de pago o forma de afrontar la deuda,
por lo que el acreedor perdonó a ambos y les dijo que podían considerarla
saldada. Sobre la base de esto, nuestro Señor pregunta a Simón: «¿Cuál de
ellos le amará más?». A lo que Simón responde: «Pienso que aquel a quien
perdonó más». Y nuestro Señor contesta: «Rectamente has juzgado».
Ahora bien, ¿qué significa realmente todo eso? Hay algunos que no dudan
en decir abiertamente que la enseñanza de nuestro Señor es que aquellos
que han cometido el mayor número de pecados y a los que, por tanto, se ha
perdonado también el mayor número de pecados, deben necesariamente
amar más a Dios que aquellos que han cometido menos pecados. Esperan
que los pecadores más obvios y manifiestos que han tocado las
profundidades y llegado a la mayor degradación sean más agradecidos por
su salvación que aquellos que siempre han vivido vidas buenas, morales y
respetables. Consideran que el primer grupo no solo necesita un mayor
perdón sino que también recibe un mayor perdón; uno 500 y el otro solo 50.
Esperan un tipo de religión menos reservado, más amante y apasionado por
parte de aquellos que en un tiempo fueron pecadores virulentos que de
aquellos que fueron criados en una atmósfera y un estilo religioso. En otras
palabras, esperan que personas como esta mujer amen más a Dios y nuestro
Señor que personas como Simón, por la razón de que ella había sido una
pecadora notoria y había vivido en la maldad, mientras que Simón había sido
siempre un hombre recto, bueno y moral.
La manera más sutil en que suele expresarse esto es que no todas las
personas necesitan convertirse. ¡Los borrachos, los ludópatas y los
maltratadores de mujeres, etc., ciertamente! Pero no tu buena persona
moral. Y obviamente, pues, el cambio en el primer caso será más grande que
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en el segundo. «Predica la salvación —dicen— entre la escoria y los libertinos
e insiste en la conversión. Pero lo único que se precisa entre las personas que
asisten a la iglesia es instrucción y conocimiento». Ahora bien, eso es
exactamente lo contrario de lo que nuestro Señor quería enseñar, porque el
objeto de la parábola no es justificar a Simón por su falta de amor y explicar
por qué su amor era menor que el de esta mujer, sino más bien condenarle
y mostrarle lo falsa que era su idea del pecado. Y esto es forzosamente
verdadero, porque de otro modo estaremos diciendo que nuestro Señor
enseñó que el bien puede salir delmal, y que la mejor forma de aprender a
amar a Dios era pecar contra él violentamente; ¡lo que, por supuesto, es
ridículo, porque en ese caso nuestro propio Señor habría amado menos a
Dios que aquellos que tanto necesitaban ser perdonados por sus pecados!
¡No!, no se debe pensar tan equivocadamente ni por un solo momento. Este
fue precisamente el error en que habían incurrido Simón y los fariseos.
Juzgaban a las personas solamente por el número de pecados que habían
cometido o por su aparente grado de pecaminosidad. Él y todas las personas
de la ciudad condenaban a esta mujer simplemente porque cometía pecados
de cierto tipo. ¡Ella era la pecadora! ¡Ellos no! ¿Por qué? Simplemente a
causa de la naturaleza de sus pecados. Pero nuestro Señor condena en toda
su enseñanza ese tipo de pensamiento y de hecho les dice a los fariseos y a
las personas «buenas» que los publicanos y las prostitutas entrarán en el
Reino de los cielos antes que ellos. Su razonamiento es siempre en todas
partes que un grupo necesita el perdón tanto como el otro.
«¿Cuál es, entonces —pregunta alguien—, el significado de los 500 y los 50
en la parábola? ¿A qué se debe el contraste? La pregunta puede contestarse
con facilidad. Es una figura que pretende mostrar no la necesidad en sí
mismo, sino la comprensión de la necesidad en ambos casos. Pero dejemos
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esto claro considerando las dos personas representadas en la parábola. La
enseñanza es, afirmo, que lo que importa no es el número de pecados que
podamos haber cometido o no, sino nuestra situación o nuestro estado
pecaminoso. Y en ese aspecto somos todos idénticos. «Pero, sin duda —
argumenta alguien—, ¡no irás a decir que todas las personas son
exactamente iguales y cometen los mismos pecados!». ¡No!, no estoy
afirmando eso en absoluto. Lo que estoy diciendo es que, en última instancia,
todo eso no supone diferencia alguna, y que lo que hace de uno un pecador
no es el número de pecados sino su estado pecaminoso, su deseo de pecar,
su naturaleza desviada hacia el mal. Con qué perfección se muestra eso aquí.
Aquí están estos dos hombres. Ambos son deudores. Ninguno de los dos
tiene con qué pagar. Ambos habrían acabado sin duda en la cárcel. Y ambos
son perdonados exactamente de la misma forma. ¡Son idénticos! «¿Y los 500
y los 50?», dices. No suponen diferencia alguna en absoluto. Aunque uno solo
debía 50 en comparación con los 500 del otro, era deudor igualmente.
Aunque la deuda que se le perdonó ascendía a 50, eso no creaba dinero con
que pagar. Estaba igualmente sin blanca. Aunque eran 50 y no 500, sería
igualmente condenado por la ley e iría a prisión. Y aunque eran 50 y no 500,
fue perdonado exactamente de la misma forma que el otro. ¡La situación de
ambos hombres era idéntica! ¡Deudores, sin blanca, impotentes! Intenta
interpretar los 50 y los 500 como quieras, a excepción de la forma en que te
he indicado, y verás que no sirve de nada. El estado de estos dos hombres
era idéntico. Simón pensaba que su estado ante Dios y el de la mujer eran
muy distintos. La respuesta de nuestro Señor es que eran idénticos. Era tan
solo en la conciencia de su estado en lo que diferían.
¿Tienes esto claro? En un sentido es la verdad más vital de la religión
cristiana. Solo aquellos que comprenden su necesidad del Salvador podrán
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llegar a encontrarle y agradecerle su gloriosa salvación. ¿Te sientes
agradecido a él? ¿Le amas? Si no, ¿por qué no? ¿Has sentido la necesidad de
él? ¿Comprendes tu estado pecaminoso ante Dios? ¿Sigues pensando en
términos de pecados específicos o del número de pecados que has cometido
en comparación con otro? ¿No ves que ese es precisamente el error que
condena aquí nuestro Señor? ¿Ves el cuaderno de caligrafía del niño con la
página perfectamente limpia elogiada por el maestro? Pero ocurre un
accidente, cae una gota sobre la página. ¡Oh!, eso no es nada, dices. Es
simplemente una gota. Pero el niño lo sabe. Sabe que echa a perder su
creación. Es tan terrible como si hubiera varias manchas. O consideremos un
paseo por una feria de horticultura. ¡Qué manzana más perfecta! Sin duda
debe de haber recibido el primer premio. Su forma y color son perfectos. Y,
sin embargo, no ha recibido premio alguno. ¿Por qué? Hay una sola
imperfección, un punto deteriorado. Es preciso darle la vuelta a la manzana
para observarlo. ¡Pero el juez lo ha hecho y ahí está! ¿Ves ese magnífico
espécimen de caballo? Aparentemente de pura raza, se controla a la
perfección y se mueve con una precisión mayor que cualquier máquina que
haya existido. Y, sin embargo, no recibe el premio. Ciertamente, se encuentra
en el último lugar de la clasificación. ¿Por qué? ¡Oh!, es tan solo una pequeña
imperfección en una de sus patas. El neófito no lo habría advertido. Pero ahí
está, y significa que el caballo está enfermo y que probablemente transmitirá
esta enfermedad a su progenie. ¡Muy pequeña! Es cierto. Pero el veterinario
la vio y es suficiente para condenar al caballo.
¿Necesito seguir multiplicando mis ilustraciones? Si un hombre es tan
sensible a tan leves imperfecciones y tan sensible a tales fallas menores; si el
juicio de un hombre se esmera tanto, ¿cuánto más sucederá con el de Dios?
Nos ha dicho los términos de la competición en la ley. Nos ha indicado allí sus
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expectativas, deseos y exigencias. ¿Lo has cumplido? ¿Puedes satisfacerlos?
«Ah —dices—, no he pecado mucho, ciertamente muy poco en comparación
con este y el otro. No he quebrantado muchas leyes; en mi opinión soy casi
perfecto». A lo que la respuesta de Santiago es: «Porque cualquiera que
guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos».
¿Se espera que las manzanas, los caballos y animales sean perfectos y, sin
embargo, al hombre, señor de la creación, en quien Dios ha vertido sus
mayores dones y de quien más espera, se le permite ser imperfecto? El Señor
Dios Todopoderoso creó perfecto al hombre y así espera que siga. Exige una
página completamente blanca. Una mancha es tan mala como cientos, una
imperfección, un defecto, es suficiente para condenar. «Sí—dice el apóstol
Pablo, que había hecho todo lo posible para vivir una vida perfecta y
justificarse a sí mismo—, no hay justo, ni aun uno». Ya hayas cometido
muchos errores o solo unos pocos, eres pecador, deudor. Más aún, no tienes
disculpa alguna que ofrecer. Si has cometido un solo pecado en tu vida, no
puedes borrarlo, no puedes expiarlo, no puedes eliminarlo. «Sin duda —
puedes argumentar— será fácil borrar esa única mancha en la copia. Si
hubiera muchas sería imposible, pero es solamente esa. Consígueme una
goma de borrar». ¿Pero se puede? Puede que logres borrar gran parte de la
tinta, pero la señal, la rugosidad y la irregularidad permanecerán. Jamás
puedes devolver una página a la blanca perfección que una vez tuvo. No
puedes extirpar esa imperfección de la manzana sin dejar una huella de su
existencia. No se puede eliminar ese defecto del hueso de la pata de ese
caballo. ¡Si se pudiera hacer eso, qué diferente sería! Por supuesto, el
hombre se ha esforzado en hacerlo. Se ha utilizado cera para rellenar las
grietas, se ha empleado barniz. El hombre ha ejercitado todo su ingenio y su
inventiva en su intento de eliminar y cubrir estos leves defectos y estas
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imperfecciones. Se puede engañar al hombre de a pie con estas cosas, pero
jamás al experto.
¿Puedes tratar estos pecados? Dices que son pocos y estos aun leves y sin
importancia en términos comparativos. ¡Muy bien! ¿Puedes librarte de ellos?
¿De verdad sientes que tu historial está limpio? ¿Estás satisfecho? ¿Lo has
borrado? Has echado a un lado ese pecado, has hecho mucho bien, ¿pero ha
desaparecido esa sensación de vergüenza? ¿Te ha abandonado la sensación
de condenación? ¿De verdad sientes que nunca has pecado? Vamos, sé sabio
y reconócelo. No solo eres deudor como todos los demás, sino que es tan
cierto de ti como de ellos que no tienes con qué pagar. No puedes limpiar tu
historial. No puedes satisfacer a Dios. Todas tus acciones y todas tus mejores
obras jamás podrán expiar la injuria que has lanzado contra él con un solo
pecado. Estás en deuda con él y con su ley. Estás alienado de él y jamás
podrás reconciliarte con él. Estás condenado ante el Juez no importa lo que
digas a tu favor o acerca de ti mismo: las reglas de la competición están
claras. Una sola imperfección descalifica. ¿Comprendes eso cuando
consideras a Jesucristo y su evangelio? Comprendiendo esa verdad acerca de
ti mismo, ¿de verdad piensas que te corresponde sentarte a la mesa con él y
que tu actitud debe ser de crítica y examen de él para ver cómo es y lo que
tiene que decir? Al mirarle y considerar su historial de perfección y recordar,
cuando se te desafía a ello, que nadie pudo condenarle de pecado, ¿aún
sientes que puedes acercarte a él de esa manera fría e indiferente? ¡Cae a
sus pies con lágrimas de contrición y fracaso! ¡Escúchale! ¡Bebe de sus
palabras! Comprende que es una necedad que el criminal condenado juzgue.
¡Ponte por completo a merced de su misericordia y acepta cada una de sus
palabras! Aquellos que han recibido su bendición han sido siempre los que,
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como esta mujer, se acercan con una profunda conciencia de su fracaso y su
sentimiento de necesidad.
2) La otra condición para la bendición es que tengamos perfectamente claro
que estamos en lo correcto con respecto a nuestra idea de la salvación. Y
esto, por fuerza, se deriva de lo que ya hemos estado considerando.
Nuevamente encontramos aquí ese increíble contraste entre Simón y la
mujer. La mujer no tuvo ni idea de la salvación hasta que acudió a Cristo y
escuchó lo que este tenía que decirle. Había oído en muchas ocasiones la
idea de los fariseos y la había condenado por completo. Sabía que no había
esperanza alguna para ella. Porque la idea de los fariseos era que un hombre
se ganaba la salvación por sí mismo guardando la ley, ayunando, haciendo el
bien, etc. La condenaba por completo. No había esperanza. Era un completo
fracaso. Simón no tenía necesidad alguna de Cristo y su ayuda porque creía
que lo había hecho todo muy bien. Su vida había sido buena. Ya lo tenía todo.
Las personas «buenas» no ven necesidad alguna del Salvador y, por tanto, no
aman a Jesucristo, no sienten que se lo deben todo a él. ¡Pero qué diferente
es cuando uno se ve a sí mismo como un pecador condenado, cuando uno
comprende que una mancha es suficiente para condenarnos para toda la
eternidad y hacernos tan malos como el pecador virulento! ¡Qué diferente
es cuando uno comprende que es un deudor, sí, un deudor sin blanca, que
no tiene nada con qué pagar! ¡Ay!, uno empieza a clamar pidiendo ayuda, un
Salvador. Uno es entonces exactamente igual que la mujer, consciente de su
necesidad completa y desesperada. ¡Y, oh!, ¡qué dulces son las palabras de
Cristo para tal alma en semejante situación! Escúchalas: «Y no teniendo ellos
con qué pagar, perdonó generosamente a los dos» (versículo 42, LBLA). Sigue
sin haber diferencia alguna entre ellos. Pero mira lo que dice. Eran
impotentes. Estaban sin blanca. No podían hacer nada. Su caso es
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desesperado entonces, ¿y debe seguir la ley su curso? ¡No!, bendito sea su
nombre, los perdonó a ambos. La salvación no la logramos nosotros, la hizo
posible de una vez por todas el Hijo de Dios mismo. ¡Él lo hace! «Porque
Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos»
(Romanos 5:6). Cuando no podíamos pagar, él pagó. La salvación es
completamente obra suya. Sin él estamos condenados. ¿No anhelas caer a
sus pies, besarlos y lavarlos con tus lágrimas de gozo y ungirlos con
ungüento?
Pero consideremos la forma en que lo hace: «perdonó generosamente a los
dos». ¡Qué palabra más gloriosa es ese generosamente! No solo significa
gratuitamente, sino también habla de la forma en que se hace. Está lleno de
gracia y encanto. No hay ley alguna en ello. No va a los dos deudores y les
dice: «Quiero trataros a los dos exactamente por igual y perdonaros
exactamente el mismo número de pecados, lo que significa que tú que me
debes 50 eres libre, y tú que me debes 500 ahora solo me debes 450 y, por
tanto, debes permanecer en prisión». ¡No!, ¡no!, esa es la manera legalista
que tiene el hombre de computar el perdón según el número de pecados
perdonados. ¡Ese no es el camino del Señor, bendita sea la gracia! No
considera el número de pecados sino el estado. Ambos eran deudores,
ambos eran fracasados, ambos se encontraban en el mismo estado, de modo
que perdonó generosamente a ambos. Ambos fueron limpiados, ambos
liberados, el de 500 como el de 50. ¡Sí!, y en un solo momento. No se le
impuso condición alguna al que debía 500 por el hecho de que debiera más.
Perdón gratuito y absoluto, sin condición alguna en absoluto, ni hipoteca del
futuro a causa del pasado. Ambos están en libertad, ambos tienen las mismas
posibilidades para el futuro. Así como eran idénticos en prisión, así son
idénticos fuera de ella. La mujer que era pecadora está tan perdonada y es
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tan libre y tan hija de Dios como el que siempre ha vivido una vida respetable
externamente. Ella recibe el nuevo comienzo y la nueva vida tanto como el
otro.
Y podría seguir, pero debo terminar. No nos sorprende ahora su acción y su
marcado contraste con la de Simón. Sabía que era una pecadora. Era
desgraciada e infeliz. Se sentía desesperada y perdida. Temía la vida, pero
especialmente la muerte y ese encuentro con Dios más allá de la tumba.
Sabía que no podía hacer nada. Pero entonces escuchó a este nuevo maestro
que le aseguró que Dios la perdonaba gratuita y completamente en él, que
todo su pasado era borrado, que Dios le sonreiría y ella podría comenzar una
nueva vida. No comprendía toda la verdad con respecto a la forma en que
esto se hizo posible. No sabía que el perdón dependía de su muerte en lugar
de ella y tomando sus pecados sobre sí. Lo único que sabía era que confiaba
en él y que él había cambiado su vida. Había hecho lo que ella jamás podría
hacer, había resuelto el problema y él había quitado su carga.
Vuélvete a él, pues, esta noche en lo más profundo de tu ser, en tu debilidad,
con tu temor y vergüenza secreta. Escúchale mientras te dice que ha muerto
por ti, que te ha reconciliado con Dios, que tu pasado puede ser borrado y tu
futuro eterno está a salvo. Escúchale mientras te abre una nueva vida, con
nuevas posibilidades y energías. No importa lo que hayas sido, el
ofrecimiento está abierto para ti. La puerta sigue abierta. No tienes más que
caminar hacia la libertad. Hazlo reconociéndole ante todos, confesando tu
pecaminosidad, aceptando su salvación y confiando únicamente en su poder
para capacitarte para vivir una vida agradable a sus ojos. Por el amor de su
nombre. Amén.