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EL SOMBRERO NEGRO
En un lugar que no merece mención, mi familia celebraba una fiesta de gran magnificencia. Era
1950 el año de los hechos narrados.
La enorme cantidad de invitados se conglomeraba en el amplio salón de reuniones sociales el cual,
subiendo las escaleras junto a la puerta de la cocina, se disponía en el segundo piso de nuestra
antigua casona.
El festín era magnánimo: todos – familiares e ilustres comensales – disfrutaban de los exquisitos
manjares que la servidumbre había preparado para la ocasión. Asimismo, los deliciosos licores los
desinhibían de absurdos complejos.
Lo lejano de nuestro hogar – pues vivíamos cómodamente a los pies de una colina, apartados del
pueblo – permitía que aquella fiesta se celebrara con jolgorio: abundancia de bulliciosas risas,
alegres conversaciones, gritos de júbilo y música apropiada para la instancia se apoderaban de
cada rincón del recinto.
Así disfrutaban los adultos de aquel contundente banquete, mientras nosotros, los niños,
jugueteábamos por los salones del primer piso. Teníamos nuestra propia fiesta en la primera
planta, y tanto padres como hijos nos despreocupábamos los unos de los otros, ensimismados en
nuestros divertidos quehaceres.
Bien recuerdo aquellos divertidos juegos: Edgar[7], uno de mis mejores amigos de esa época, nos
buscaba por todas partes. Todos los demás nos escondíamos en silencio entre oscuros recovecos,
o bien bajo camas y otros muebles e, incluso, dentro de alguno que otro armario.
Fue así que – debo confesarlo, aunque con cierta timidez -, escondido entre abrigos de piel y
rodeado de oscuras sombras que dentro del armario se producían, la pequeña Emily Lafontaine
besó por vez primera mis pueriles labios. Un ósculo tierno, lleno de inocencia infantil.
Una vez cansados de jugar abandonamos cada uno nuestros escondites y nos reunimos en el hall
de la casa, sentados sobre cojines. Hablábamos de lo que dialogan los niños a esa edad: los
partidos de balón, las golosinas, el colegio y de la última pelea de Edgar con el engreído hijo del
rector. Las muchachas hablaban de muñecas, vestidos, y de otras cosas que, generalmente, a los
varones no nos importa… por lo menos a los diez años. Pero en ese entorno había algo que me
distraía: la dulce mirada y tierna sonrisa de Emily hacia mí.
Casa fantasmal
Ya era tarde. La madrugada pronto se convertiría en alba. Sin embargo, la fiesta continuaba con
algazara; mas algunos de mis amigos – casi todos – iban por las calles soporíferas del país de los
sueños. No así la dulce Emily.
De pronto doblaron las campanas. Alguien llamaba a la puerta. Un nuevo invitado se hacía
presente. ¡¿Pero a esas horas?!
Nadie, ni siquiera los que estábamos en el primer piso – menos los que dormían -, fue capaz de
sentir el llamado. Por ello fui yo mismo a abrir. Emily corrió tras de mí.
Salimos de la casa. Afuera, el cielo era muy oscuro. Las espesas nubes que lo surcaban eran más
negras aún. El frío nos entumecía. Emily tomó mi mano. Nos miramos con la ternura del primer
amor que brota cual capullo a un enorme mundo de incertidumbre; sin embargo, una nueva sonrisa
ofrecióme. De esa forma fuimos bajando la pequeña pendiente que unía el hogar con el cerco de
hierro que lo protege.
Llegamos a la puerta. Junto a ella una figura negra se recortaba contra el bosque que está al otro
lado del camino de tierra que lleva al pueblo. Era una silueta baja, corva, como la de un anciano.
Sus atuendos oscuros no dejaban nada a la vista, ni rostro ni manos, sólo un par de botas, un
enorme chaquetón y un sombrero negro podíamos ver. ¡Ah!, y un bastón de madera. Salvo eso,
nada más.
– ¡Buenas noches, señor! – dije. Mis palabras sonaron temblorosas, mas no a causa del miedo,
pues no tenía por qué temer, sino por el frío implacable que arreciaba. – ¡Dígame su nombre! –
agregué cortésmente -. De inmediato llamaré a mi padre para que lo atienda.
– No será necesario, pues no he sido invitado – respondióme aquel anciano con una voz seca,
senil. Aunque ahora recuerdo que tuve una leve impresión de que era, al mismo tiempo, un sonido
vetusto y juvenil. Eran dos voces, al parecer, amalgamadas en una. Solamente ahora siento temor
al describirla, pues en aquella oportunidad adjudiqué la voz joven a una rápida brisa que atravesó
el sendero -. Sólo pídele a tu padre un poco de tabaco para continuar mi viaje – agregó el viejo.
– No creo que le niegue eso – dije, afable -. ¡Vamos, Emily! – exclamé, sonriente, y comenzamos a
correr de vuelta a casa, sin embargo, mi padre ya estaba en el umbral.
– ¿Qué hacen afuera? – nos dijo. Su rostro era de preocupación.
– Hay un anciano, allá en el cerco, que pide tabaco – respondí, aún excitado por la situación.
– ¿Pero de qué hablas? – me dijo mi progenitor, confuso -. ¡No hay nadie allá abajo! – y tenía
razón pues, al girarnos, Emily y yo no vimos nada. Ella me miró con espanto y así mismo miré yo a
mi padre. Entonces él bajó hasta el cerco, y nosotros tras sus pasos. ¡Sin embargo, sólo
estábamos los tres! Miramos detenidamente en derredor sin resultados. Aquel anciano se esfumó
en menos de dos segundos y sin rastro alguno, excepto un vetusto sombrero negro en el suelo y
un apestoso olor a azufre que nos hizo volver despavoridos al hogar.
Fin.

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  • 1. EL SOMBRERO NEGRO En un lugar que no merece mención, mi familia celebraba una fiesta de gran magnificencia. Era 1950 el año de los hechos narrados. La enorme cantidad de invitados se conglomeraba en el amplio salón de reuniones sociales el cual, subiendo las escaleras junto a la puerta de la cocina, se disponía en el segundo piso de nuestra antigua casona. El festín era magnánimo: todos – familiares e ilustres comensales – disfrutaban de los exquisitos manjares que la servidumbre había preparado para la ocasión. Asimismo, los deliciosos licores los desinhibían de absurdos complejos. Lo lejano de nuestro hogar – pues vivíamos cómodamente a los pies de una colina, apartados del pueblo – permitía que aquella fiesta se celebrara con jolgorio: abundancia de bulliciosas risas, alegres conversaciones, gritos de júbilo y música apropiada para la instancia se apoderaban de cada rincón del recinto. Así disfrutaban los adultos de aquel contundente banquete, mientras nosotros, los niños, jugueteábamos por los salones del primer piso. Teníamos nuestra propia fiesta en la primera planta, y tanto padres como hijos nos despreocupábamos los unos de los otros, ensimismados en nuestros divertidos quehaceres. Bien recuerdo aquellos divertidos juegos: Edgar[7], uno de mis mejores amigos de esa época, nos buscaba por todas partes. Todos los demás nos escondíamos en silencio entre oscuros recovecos, o bien bajo camas y otros muebles e, incluso, dentro de alguno que otro armario. Fue así que – debo confesarlo, aunque con cierta timidez -, escondido entre abrigos de piel y rodeado de oscuras sombras que dentro del armario se producían, la pequeña Emily Lafontaine besó por vez primera mis pueriles labios. Un ósculo tierno, lleno de inocencia infantil. Una vez cansados de jugar abandonamos cada uno nuestros escondites y nos reunimos en el hall de la casa, sentados sobre cojines. Hablábamos de lo que dialogan los niños a esa edad: los partidos de balón, las golosinas, el colegio y de la última pelea de Edgar con el engreído hijo del
  • 2. rector. Las muchachas hablaban de muñecas, vestidos, y de otras cosas que, generalmente, a los varones no nos importa… por lo menos a los diez años. Pero en ese entorno había algo que me distraía: la dulce mirada y tierna sonrisa de Emily hacia mí. Casa fantasmal Ya era tarde. La madrugada pronto se convertiría en alba. Sin embargo, la fiesta continuaba con algazara; mas algunos de mis amigos – casi todos – iban por las calles soporíferas del país de los sueños. No así la dulce Emily. De pronto doblaron las campanas. Alguien llamaba a la puerta. Un nuevo invitado se hacía presente. ¡¿Pero a esas horas?! Nadie, ni siquiera los que estábamos en el primer piso – menos los que dormían -, fue capaz de sentir el llamado. Por ello fui yo mismo a abrir. Emily corrió tras de mí. Salimos de la casa. Afuera, el cielo era muy oscuro. Las espesas nubes que lo surcaban eran más negras aún. El frío nos entumecía. Emily tomó mi mano. Nos miramos con la ternura del primer amor que brota cual capullo a un enorme mundo de incertidumbre; sin embargo, una nueva sonrisa ofrecióme. De esa forma fuimos bajando la pequeña pendiente que unía el hogar con el cerco de hierro que lo protege. Llegamos a la puerta. Junto a ella una figura negra se recortaba contra el bosque que está al otro lado del camino de tierra que lleva al pueblo. Era una silueta baja, corva, como la de un anciano. Sus atuendos oscuros no dejaban nada a la vista, ni rostro ni manos, sólo un par de botas, un enorme chaquetón y un sombrero negro podíamos ver. ¡Ah!, y un bastón de madera. Salvo eso, nada más. – ¡Buenas noches, señor! – dije. Mis palabras sonaron temblorosas, mas no a causa del miedo, pues no tenía por qué temer, sino por el frío implacable que arreciaba. – ¡Dígame su nombre! – agregué cortésmente -. De inmediato llamaré a mi padre para que lo atienda. – No será necesario, pues no he sido invitado – respondióme aquel anciano con una voz seca, senil. Aunque ahora recuerdo que tuve una leve impresión de que era, al mismo tiempo, un sonido vetusto y juvenil. Eran dos voces, al parecer, amalgamadas en una. Solamente ahora siento temor al describirla, pues en aquella oportunidad adjudiqué la voz joven a una rápida brisa que atravesó el sendero -. Sólo pídele a tu padre un poco de tabaco para continuar mi viaje – agregó el viejo. – No creo que le niegue eso – dije, afable -. ¡Vamos, Emily! – exclamé, sonriente, y comenzamos a correr de vuelta a casa, sin embargo, mi padre ya estaba en el umbral. – ¿Qué hacen afuera? – nos dijo. Su rostro era de preocupación. – Hay un anciano, allá en el cerco, que pide tabaco – respondí, aún excitado por la situación. – ¿Pero de qué hablas? – me dijo mi progenitor, confuso -. ¡No hay nadie allá abajo! – y tenía razón pues, al girarnos, Emily y yo no vimos nada. Ella me miró con espanto y así mismo miré yo a mi padre. Entonces él bajó hasta el cerco, y nosotros tras sus pasos. ¡Sin embargo, sólo estábamos los tres! Miramos detenidamente en derredor sin resultados. Aquel anciano se esfumó en menos de dos segundos y sin rastro alguno, excepto un vetusto sombrero negro en el suelo y un apestoso olor a azufre que nos hizo volver despavoridos al hogar. Fin.