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EL CREADOR DE HOMBRES
Jean-Louis Dubut de Laforest
Yvelin RamBaud
Traducción.- José M. Ramos González
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Dedico humildemente las páginas de este sucinto estudio sobre La Fecundación y
la Generación artificiales a la inmortal memoria de
CLAUDE BERNARD
que bajo su envoltura orgánica fue, durante su evolución terrestre, el más sincero de los
hombres y el más perfecto de los sabios.
Su discípulo lleno de gratitud
GEORGES BARRAL
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PREFACIO
El 30 de junio de 1876, en una de las más hermosas mañanas del verano que
comenzaba, tuve el honor de conducir a Claude Bernard al Jardín Botánico. Había
elegido como tema de su curso anual en el Museo de Historia Natural, la unidad de la
vida. Concentrado en su tema, caminaba pensativo, apoyado en mi brazo. «La vida, dijo
de pronto, la vida, ¡qué problema insondable! Sin embargo, para el que no confunde las
leyes fisiológicas universales con los principios de la filosofía humana, ya es posible
entrever algunas luces que conducirán al descubrimiento de la verdad. Me gustaría
terminar mi carrera mediante una obra sintética sobre los Orígenes de la vida. Tal sería
el título de esa obra. ¿Tendré fuerzas para realizarla? No lo creo. Me siento débil. Mi
cerebro es vigoroso, pero mi fuerza se va. Si me es querida, como dice Molière, no es
por las satisfacciones que me da; pero yo le pido que se mantenga hasta el final de mi
tarea. Fue un alquimista de la Edad Media quien dividió por primera vez la vida en tres
reinos. Esta distinción debe desparecer. La unidad vital existe por todas partes.
Independiente, armónica, pero una, tal como se encuentra la manifestación de la vida
entre los animales y los vegetales. Mi ilustre colega, Sr. Boussingault, pretende que el
sol es la única fuente de la vitalidad. Yo no lo creo. La disminución y la desaparición de
la radiación solar no conducirán a la supresión de la vida en la superficie del globo. Las
fuerzas vitales no le están sometidas. Habrá un cambio en su modus vivendi, eso es
todo, y estas continuarán desarrollándose sin el sol, pues cada ser tiene las suyas propias
en sí mismo. La unidad existe en la respiración, la nutrición, la reproducción, en todas
las funciones. El mecanismo es múltiple, pero la vida comienza por ser simple; se
complica más adelante. Se caracteriza con la célula que se desprende del protoplasma,
materia prima universal. La forma celular debe ser estudiada en las regiones más
elevadas de la ciencia. Se vive y se muere por la célula. La vida reside pues en el
protoplasma y en la célula. Uno la mantiene, la otra produce todas sus manifestaciones.
Pero entre los seres pluricelulares, ¿de qué modo se transmite la vida, de qué manera se
operan la fecundación, la concepción, la generación, entre los protistas, los
monocelulares y los multicelulares, como el hombre? ¡Cuánto hay que decir y hacer
comprender al público! Si los novelistas quisieran instruirse, abandonar por un instante
las descripciones puramente ficticias y beber en las fuentes de la fisiología, cuántos
estudios curiosos podrían proporcionar a los lectores ávidos de lo desconocido…»
No sé si estos fueron, propiamente hablando, los términos empleados por Claude
Bernard. Pero he vivido bastante en su intimidad para certificar que ese era el fondo de
su pensamiento. Además, las líneas que he transcrito, en sustancia, ese día, sobre el
Cuaderno de notas experimentales del Laboratorio de Bioquímica, me han permitido
reconstituir esta confidencia tal como la acaban ustedes de leer, y cual me fue hecha.
Durante algún tiempo recorrimos los senderos del Jardín Botánico. Claude
Bernard estaba allí, cuando nos separamos ante las escalinatas de entrada del pabellón
reservado al Anfiteatro de los cursos de anatomía comparada. En frente, hay un banco,
sombreado en primavera por las lilas en flor y que me es muy querido, porque a menudo
ese maestro incomparable se sentaba allí, antes o después de sus lecciones. En ese
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momento, al dejarme, me dijo: «Si tiene usted amigos entre los poetas y los escritores,
añadió, dígales que no perderían nada viniendo a escucharme.»
Comuniqué a algunos de ellos esta gloriosa sugerencia, y no me sorprendió
recibir, una de estas pasadas mañanas, la visita de los Sres. Yveling RamBaud y Dubut
de Laforest, trayéndome el manuscrito de su Creador de hombres.
No me siento abrumado por presentar al público esta obra que abre una nueva vía
en la novela moderna, y que consagra el voto de un sabio de talento. Su interés reside
sobre uno de los más interesantes problemas de la fisiología humana. Digo, entiéndanlo
bien, digo fisiología humana. En efecto, la fecundación artificial se ejecuta desde hace
tiempo por las manos del hombre, entre individuos de la especie bovina, entre los peces,
entre los insectos, entre las flores. Téngase en cuenta que también fue un investigador
de talento quien fijó las reglas para aplicar este modo de reproducción a la piscicultura,
y del mismo modo que aumentaba nuestro tesoro científico, creía nuestra riqueza
alimentaria.
Un médico distinguido, el Sr. Daniel Hooibrenk, hace veinte años
aproximadamente, demostró que era posible multiplicar la producción de cereales,
favoreciendo mecánicamente la dispersión y el contacto del polen sobre los ovarios. El
proceso ha sido ensayado hace poco con gran éxito. Entre el hombre solamente, por un
sentimiento de pudibundez incomprensible, ese procedimiento ha sido reprobado hasta
ahora. Incluso han llegado a afirmar su imposibilidad, en el ámbito legal y moral.
Antes de hacer un resumen histórico sobre las tentativas de la fecundación
artificial humana, debemos declarar que la novela que van a leer, muy ciertamente con
un vivo interés, es, desde todos los puntos de vista, una obra notable. Se trata
precisamente de la obra de los Sres Yveling RamBaud y Dubut de Laforest. El primero
tiene tras él todo un pasado literario brillante. Ya ha encantado a una línea de lectoras,
aumentando a cada nueva publicación sus adeptos y sus admiradores. Es sobre todo su
carácter psíquico, si tomo como referencia a ese melancólico Bossue, la mejor
característica de la obra de este escritor que está en la plenitud de su talento. El segundo
es un temperamento realista que se encuentra a la búsqueda de lo desconocido
patológico en la especie humana, y que traduce las sensaciones que estudia en un estilo
colorista, pero puro. La Srta. Tántalo, su última obra, desprende un espíritu escrutador,
tal vez inquieto, pero, con toda seguridad, distinguido y muy literario.
La colaboración de esos dos autores debía favorecer las cualidades de cada uno de
ellos. Desde este punto de vista, El Creador de Hombres es un obra prefecta. Toca una
de las cuestiones más delicadas, incluso escabrosas, y, sin embargo, se puede leer de
principio a fin, sin verse herido, en cuanto que esta novela trata un tema fisiológico
intimo. Lectores y lectoras emprenderán su lectura sin ser abrumados por los términos
técnicos, eso de lo que muchos novelistas abusan hoy en día. La frase está alerta, es
precisa, clara y casta. Es una obra de estilista, de moralista, de legislador. Incluso la
religión, que para tantas personas aún es una necesidad, desempeña en la obra un rol
igual al de la medicina, de la filosofía y de la ley.
No es en absoluto una novela médica. Las que se han escrito son aburridas y
carecen al final de lo que proponen al principio. Son demasiado científicas para el lector
común, e insuficientes para el médico. Tampoco es una novela fantástica, compuesta
sobre un dato o una variedad científica, a semejanza del Hombre de la oreja rota, o La
nariz de un notario, o El caso de M. Guerin, esos brillos de espíritu y de pluma de un
maestro en el arte de escribir, el Sr. Edmond About, que ocupa un lugar destacado en la
Academia francesa. Incluso es menos que una novela como las que escribe Julio Verne,
donde la imaginación disputa a la veracidad. No, no es nada de eso. Es realmente una
tentativa nueva y muy viva. Es la novela de la vida real, en absoluta melodramática,
9
pero severa, interesante, sana, austera como la propia ciencia que purifica todo lo que
toca. Es una obra muy moderna, una toma de posesión sobre el campo tan vasto de las
investigaciones de la fisiología.
La acción ha sido localizada en Alemania, por una especie de susceptibilidad de
la que el lector captara la intención, y que ha permitido a los autores libertad de acción.
Pero debemos restituir, a los sabios de raza latina, a los de Italia y Francia, el honor de
este descubrimiento biológico capital. Algunos han querido ver en la solución de este
problema de orden natural la realización del dogma de la Inmaculada Concepción. Los
fisiólogos de la escuela de Claude Bernard, en un caso de experimentación artificial, no
consideran a la mujer que se ha prestado al experimento, más que un instrumento
científico.
Es cierto que la fecundación artificial de la mujer es posible. Ha sido realmente
logrado. Fisiológicamente, es tan fácil como la lograda sobre los batracios, los peces, la
hiena, el jumento y la vaca. Desde el punto de vista social, el objetivo del matrimonio es
la reproducción. Si algún obstáculo físico se opone a la fecundación, no hay nada de
anormal ni monstruosos en la intervención medica para la aplicación regular de las más
sencillas indicaciones de la naturaleza. Como modo de tratamiento de la esterilidad, la
fecundación artificial debe ser preferida a los medios quirúrgicos o a las maniobras
inconfesables de los charlatanes. Sobre cien mujeres, esta práctica es necesaria para una
media del cinco por ciento, o sea cincuenta de cada mil, es decir que es indispensable
para una cifra de seiscientas mil mujeres, sobre la población femenina adulta de Francia.
Fue don Pinchon, monje de la abadía de Réame, quien indicó el primero, hacia
1164, la manera de fecundar artificialmente los huevos de los peces. El documento más
antiguo conocido sobre este aspecto, se debe a Jacobi, miembro de la Academia de las
ciencias de Berlin (1764). Fue reproducido, en 1773, por Duhamel du Monceau y citado
por Spallanzani en 1787. Pero fue este célebre naturalista italiano quien,
científicamente, demostró, en 1780, como pueden ejecutarse las fecundaciones
artificiales, tomando prestada de la naturaleza su forma de operar. Demostró, mediante
variados experimentos, que el desarrollo del embrión puede hacerse, con los elementos
de los padres, sin su colaboración activa. Logró incluso fecundar huevos de gusano de
seda, tomados en el momento de la puesta y separados de los machos, mojándolos con
el licor fecundante de éstos. En 1782, Rossi, profesor en Pisa, repitió con éxito todas las
pruebas de Sapallanzani.
Prevost y J.B. Dumas, en 1824, confirmaron estos resultados proporcionándoles
más precisión todavía. En 1837, J. Shaw, Boccius, en 1841, Remy y Gelius, desde 1842
hasta 1848, repitieron todas esa tentativas y acrecentaron el campo de las
investigaciones. En 1856, Coste aportó al fin el contingente decisivo de sus admirables
trabajos. Fue él quien estableció experimentalmente, de un modo definitivo, las
auténticas bases de esta parte de la fisiología. Únicamente, no hay que tratar de aplicar
este descubrimiento en los seres que no tienen afinidad entre ellos. No se obtendrán más
que resultados negativos tratando de fecundar animales de especies diferentes. La
naturaleza es antipática a los monstruos. Repudia incluso todos los género de mulos
haciéndolos infecundos. En 1865, Charles Robin, en presencia de Edmond About,
emprende unos trabajos, en un pequeño arroyo de Alsacia, para demostrar
experimentalmente que los sapos macho no se acoplan con las ranas y viceversa.
Contribuyó a destruir resta creencia popular que, si fuese justa, daría un desmentido a
las leyes naturales que nunca se equivocan. Demostró, al contrario, que la fecundación
artificial, se obtiene más fácilmente de los híbridos entre las especies de una misma
familia, como los salmónidos, por ejemplo.
10
Fue en Saverne, junto a esa casa descrita con una tristeza tan sobrecogedora por
Edmond About en su libro titualdo de Pontoise a Estambul, donde esta prueba
experimental fue realizada. Debemos conservar el recuerdo de ese hecho, a doble título
del descubrimiento de Charles Robin, que es el más profundo de los fisiólogos vivos, y
al que debemos glorificar hoy, y del desgarrador cuadro inspirado por un verdadero
patriota. Es una admirable página, orgullosa y elocuente reivindicación que consagra la
memoria de una tierra, tan diferentemente inmortalizada por la ciencia, la literatura y los
acontecimientos políticos.
«No os diré nada de Alemania, y solo pido permiso para guardar para mi solo, o
para mis hijo y para mí, los sentimientos que he experimentado ante los nuevos fuertes
de Estrasburgo, escribe Edmond About. El martes por la mañana, hacia la diez, hemos
pasado por Saverne, y en un pliegue de los Vosgos, detrás de una cortina de grandes
árboles que yo planté, vi una casa que me es querida y dolorosa entre todas. Allí viví
doce años en la dicha y la paz; allí escribí la mitad de mis libros; allí vi nacer a mis
cuatro primeros hijos. Desde el año terrible, esta propiedad, pagada con mi trabajo, ha
sido repartida entre Bismarck y yo. Yo soy el dueño, pues siempre me he negado a
venderla, pero el gran canciller me prohíbe volver a poner allí los pies, en virtud de la
ley del más fuerte. En ella he entrado por última vez en el otoño de 1872. Los
gendarmes prusianos vinieron a buscarme; me llevaron a prisión para hacerme saber que
era un crimen ser francés en Alsacia. La casa ríe allí bajo su manto de viña virgen y de
glicina, y yo lloraría tal vez un poco si estuviese solo. Pero henos aquí en los
desfiladeros de la montaña; pasamos bajo los seis túneles, cada uno de los cuales podía
detener al enemigo durante un mes y que nuestros generales no han hecho saltar por
olvido. Nuestras rocas de gres rojo jamás me han parecido tan orgullosas; nunca
nuestros bosques de hayas y de pinos han sido tan bellos. El color oscuro de los
resinosos forma aquí y allá una mancha oscura sobre los follajes uniformemente
dorados por el otoño. ¡Qué bello y buen país hemos perdido! ¡Pensadlo de vez en
cuando, vosotros que lleváis el nombre de franceses! Yo tengo el alma envenenada.»
Las turbadoras líneas que se acaban de leer no constituyen una digresión en
nuestro estudio. Todo se mantiene y se encadena en este mundo. En el umbral de esta
curiosa obra del Creador de Hombres, no es inútil advertir al lector sobre los varaderos
sentimientos de los autores que estarían desesperados de ser acusados de haber escrito
un libro a la gloria de Alemania. El doctor Knauss es un adepto y ferviente admirador
de la ciencia francesa. Él declara, en repetidas ocasiones, en el transcurso del relato, que
es a Francia de quien se han tomado prestados los principios que él quiere aplicar, y sin
cesar, rinde homenaje a los descubrimientos que vienen de la orilla francesa del Rin.
En efecto, las primeras observaciones de fecundación artificial de la mujer,
realmente auténticas, datan de 1861, y son debidas al doctor Girault. Publicó una docena
de obras, de las cuales una se remonta a 1838. Todas las operaciones de este eminente
médico, efectuadas sobre dos mujeres, fueron seguidas de embarazos.
Marion Sims, en 1866 en New-York, Gigon padre, en Paris en 1867, Gigon hijo
en 1871, el doctor Pajot en 1877; luego los Rres. de Sinéty, Lutaud, Courty, Pouchet,
Esutache, en Francia, Gaillard Thomas, en América, han informado también de
numerosos hechos de fecundación artificial, y han sido los propagadores de este
precioso método.
En agosto de 1883, ocurrió en Burdeos un hecho interesante que zanjó la cuestión
desde el punto de vista de la ciencia y de la medicina legal. Un médico de esa ciudad,
habiendo intentado esta operación sobre una dama casada, y no pudiendo recibir sus
honorarios, se había dirigido a la justicia para pleitear, lo que es contrario a todos los
usos del cuerpo médico. Al número de motivos jurídicos adelantados para el juicio, el
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tribunal creyó su deber añadir a sus conclusiones una apreciación científica moral y
social, así redactada:
–Teniendo en cuenta que la mujer A… se ha sometido a una operación conocida
bajo el nombre de fecundación artificial, la cual parece, por lo demás, no haber
producido ningún resultado, y no haber siquiera sido practicada con todas las
precauciones y en las condiciones ordinarias indicadas por la ciencia;
Pero, sin tener que averiguar cual es desde el punto de vista científico, el valor del
proceso empleado por L…, el tribunal no puede ver en el empleo de este procedimiento
una causa lícita de obligación; proceso que no consiste, en efecto, en suprimir, bien en
la mujer, bien en el hombre, las causas de esterilidad de manera a hacerlas aptas para la
generación, sino que para su cumplimiento directo en lo que tiene de más íntimo, ser un
intermediario entre el marido y la mujer, usando medios artificiales que reprueba la ley
natural, y que podrían incluso, en caso de abuso, crear un varadero peligro social;
Importa a la dignidad del matrimonio que semejantes procedimientos no sean
trasportados del dominio de la ciencia al de la práctica, por lo que la justicia no sanciona
obligaciones fundadas en su empleo;
Teniendo en cuenta… etc., se deniega al doctor L… su demanda…
Esta decisión, que condena hechos científicos, ha sido objeto de justas críticas por
parte de la Sociedad de medicina legal de Francia, que está compuesta por todas las
personalidades del mundo sabio. Los jueces, en efecto, que son la mayoría del tiempo
excelentes jurisconsultos, pero pobres fisiólogos, desconocen por completo la operación
que han creído deber reprobar tan severamente.
El doctor Leblond, encargado de redactor el informe sobre esta cuestión, ha
demostrado que la operación no supone de ningún modo un peligro social, como los
jueces han supuesto, que, por el contrario, permite la extensión de la familia siguiendo
leyes fisiológicas perfectamente aceptables y no repugnan en nada a nuestra conciencia.
Sin duda, el médico que no teme usar publicidad engañosa para atraer a la clientela de
mujeres estériles, no merece en nada la simpatía, pero cuando la operación está
practicada por un hombre honorable, con todas las reservas que la situación comporta,
no se ve como la moral podría encontrarse ofendida. Cuando los medios quirúrgicos han
fracasado, y la esterilidad persiste, se está autorizado a favorecer la fecundación por
otros medios que la ciencia enseña. La fecundación toma entonces el nombre de
fecundación artificial. Esta expresión pude chocar de entrada, pero se la acepta sin
dificultad desde que designa a una fecundación natural con ayuda de ciertos artificios.
El procedimiento preconizado hoy, ha sido indicado por el doctor Pajot, que es un
maestro sin igual en obstetricia, y uno de las glorias más eminentes de la Facultad de
medicina de Paris. Es sencillo, discreto, decente; no hiere en nada el pudor de la mujer,
la dignidad del marido, y no puedo llevar el menor reproche en su consideración de
médico.
En su notable informe, el doctor Leblond termina diciendo que, lejos de condenar
como el tribunal de Burdeos parece desearlo la fecundación artificial, hay que alentarla,
pues tiende a perpetuar la especie, y proporciona a la familia alegría que no habría
podido disfrutarla sin ella.
Las conclusiones del doctor Leblond han sido adoptadas por todos los miembros
presentes, entre los cuales podemos citar a los Sres. Brouardel, Chaudé, Charpentier,
Gallard, Lutaud, etc.
Debemos añadir que en el magnífico Diccionario enciclopédico de las ciencia
médicas, publicado en la editorial G. Masson y Asselin, bajo la alta dirección del
12
eminente doctor A. Dechambre, este tema ha sido tratado con una amplitud magistral
por Charles Robin. Es un trabajo para leer de principio a fin. No se encontrará en
ninguna parte tanta profundidad, claridad y sentido común, pues los tratados de
fisiología, incluso los más reputados, no han sabido situarse al nivel de la ciencia en este
tema.
Existe otro punto de vista que interesa al pensador. ¿Cuál es la influencia de la
fecundación artificial sobre la concepción y sobre la generación? En una palabra, ¿el
padre imprime su marca creadora sobre el desarrollo del embrión en un caso de
concepción mecánica?
La afirmación ha sido absolutamente verificada. La fecundación artificial no quita
absolutamente nada al carácter primordial impuesto por el hombre a su futuro
descendiente. Se puede apliar el deseo que Moliere articula por la boca de Mascarille,
en l’Etourdi:
… Que los cielos prósperos
Nos den hijos de los que seamos los padres!
La generación es, sin duda alguna, la más importante de las funciones de la
fisiología. Es por ella sola, según Platón, que los humanos son inmortales, dejando hijos
de sus hijos después de ellos. Es evidente que el aparato de la generación ejerce una
influencia considerable sobre todo el organismo. Algunos sabios la localizan en el
primer rango. Van Helmont ha dicho: Es solo por la matriz que la mujer es lo que es
(Propter solum uterum, mulier est id quod est). Férnél, médico de Enrique II, rey de
Francia, escribió en 1555: El hombre está por completo en su semilla (Totus homo
semen est). ¿Pero la influencia de los acontecimientos no puede hacerse sentir sobre el
desarrollo de la concepción? Se ha constatado que la acción patogénica de los trastornos
políticos o sociales siempre ha sido muy marcada, desde el origen embrionario, sobre
las futuras cualidades físicas e intelectuales del ser en formación. Los trastornos de
evolución tan numerosos observados, por ejemplo, entre los niños nacidos en los
últimos meses de 1871, y la mortalidad excepcional observada en esos sujetos, les ha
hecho ser designados bajo el nombre de hijos del asedio,1
convertido como sinónimo de
niños mal formados y abocados a un destino fatal.
El Sr. Legrand du Saulle, uno de nuestros médicos alienistas más distinguidos, ha
tenido la idea de verificar científicamente esta opinión popular. Sobre 92 niños
concebidos durante el asedio de Paris, encontró 64 anomalías físicas, intelectuales o
afectivas. Los otros 28 sujetos eran en general pequeños y delicados. Sobre estos 64
sujetos, 35 presentaban malformaciones físicas y trastornos de nutrición, 21 eran
retrasados, imbéciles o idiotas, 8 estaban afectados de vesania. Una notas
proporcionadas por los doctores Bourneville y Ladreit de la Charrière, vienen a apoyar
los estudios personales de Legrand du Saulle.
Ch. Féré ha hecho interesantes investigaciones sobre lo que él llama las familias
neuropáticas. Seria curioso examinar con él, tras haber hecho la parte de la herencia
mórbida, el rol que representa en la génesis de estos trastornos de desarrollo, la
inanición, el alcoholismo y el estado psíquico considerados aisladamente. Convendría
especificar en que momento han actuado esas causas. ¿Es en el momento de la
concepción, es durante la gestación y en qué época? Es de presumir que cada
malformación no puede ser producida más que en un punto determinado de la evolución
del embrión. Existen ciertamente instantes precisos y solemnes, podríamos añadir,
1
Durante la guerra contra el imperio prusiano, Paris estuvo sitiada por el ejército alemán desde el 19 de
septiembre de 1870 al 28 de enero de 1871, (Nota del T.)
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donde los generadores han estado sometidos a una influencia especial que han llevado a
los sujetos trastornos característicos.
Ch. Féré relaciona un caso importante al respecto. Se le presentó una chiquilla de
doce años, bastante bien conformada, con un cráneo regular. Pero fue operada de un
labio leporino lateral izquierdo, presentaba un tic de los párpados, hablaba con
dificultad, y tenía seis años cuando comenzó a hacerse comprender. Leía muy mal y
apenas escribía; era somnolienta y taciturna; experimentaba accesos vertiginosos. Toda
la familia era normal y sobria. Tres hijos nacidos antes que esta joven, nunca habían
experimentado trastornos nerviosos y no tenían deformidad alguna. Pero el padre, que
era un abogado distinguido, consideraba que la concepción de esta hija tuvo lugar el 2
de mayo de 1871, hacia las siete de la mañana, y, una media hora después, un grupo de
guardias nacionales hizo irrupción en su apartamento para hacer un registro. Su esposa,
extremadamente asustada, fue presa inmediatamente de vómitos, y necesitó varios días
para recuperarse de su emoción. La pareja pudo entonces abandonar Paris, y el
embarazo se desarrolló sin ningún acontecimiento particular.
En este hecho, ni la inanición, ni el alcoholismo, ni los antecedentes nerviosos
pueden ser puestos en causa, y el estado psíquico parece ser solamente el acusado. La
emoción sentida por la madre tuvo una influencia perjudicial sobre el desarrollo de esta
hija de la comuna, por emplear la expresión tan justa como espiritual de M. Ch. Féré, de
quien tomamos todos los detalles de este caso.
La influencia psíquica, aunque ya indicada por los antiguos, es la menos conocida
y la más interesante de estudiar. En el momento preciso de la concepción, ella es sobre
todo muy grande. La megalantropogenesis, o el arte de crear niños de talento, no sería
entonces una doctrina tan vana como se ha creído. La operación de la fecundación
artificial, rodeada de todas las precauciones necesarias, ejecutada en el silencio y en la
paz del campo, lejos de las emociones y del ruido de las capitales, puede producir
seguramente concepciones normales. Pero se ha objetado que las fuertes pasiones
afectivas son capaces por si solas, de dar a los productos de la generación las mas bellas
cualidades físicas y morales. Ved los hijos del amor, se dice. Entre aquellos que han
destacado en la humanidad, la mayor parte estaban dotados de todas las gracias de una
forma perfecta y fueron espíritus superiores
Ya han pasado los tiempos en los que los alquimistas se agotaban en obtener,
mediante la combinación de diversas sustancias en fermentación, introducidas en un
cuerno, a una temperatura previa, un pequeño animal minúsculo, o un pequeño hombre
llamado homunculus. La creación de un ser a partir de algunas piezas es absurdo, se
trate de un hombre, de un molusco, de un caballo o de un pez, de un roble o de un
champiñón, de un vibrión o de un pájaro. Hay una serie de etapas que recorrer en la
formación de los seres, sean cuales sean las dos teorías, que están al orden del día, que
se adopten.
La primera, llamada preformación de los gérmenes, admite que un germen
contiene no solamente al completo todo el ser futuro, sino todos los seres que saldrán de
él en las siguientes generaciones. Tomad una bellota. Contiene, no solamente un roble
minúsculo que no tiene más que crecer, sino todos los robles y todas las bellotas que
nacerán de ese roble a partir de ese momento.
La segunda teoría, llamada epigénesis, pretende que el germen, siguiendo las
condiciones del medio en el que está situado, siguiendo las cualidades hereditarias que
posee de sus generadores, se enriquecerá de perfeccionamiento mayor o menor, o se
empobrecerá si los antepasados han sufrido malformaciones. Que el embrión sea
humano, animal, vegetal, que en el momento del nacimiento produzca un hombrecito,
un pequeño ser organizado, una pequeña planta, que no tienen, tanto los unos como los
14
otros, más que desarrollarse en el medio exterior más favorable posible. Pero antes de
nacer han pasado por una fase, al principio, de la cual un sabio no prevenido podría
difícilmente decir si un embrión humano de dos meses, de una longitud ordinaria de
ocho milímetros y medio, es el embrión de un perro de seis semanas, o de un pollo de
ocho días. Todo se parece, el cerebro, los ojos, las patas. Un huevo humano de
veinticuatro horas es semejante al de una ameba, de una mónada, de un molusco.
Sin embargo se nos preguntará ¿dónde introducir el amor, es decir ese sentimiento
afectivo, esa pasión del corazón, esa simpatía intelectual, que lleva a ciertos individuos
a buscarse más que otros, y que constituye un tejido de sensaciones psíquicas antes de
convertirse en una sensación material? Hay un matiz adorable y misterioso que separa
una pareja de amantes de un par de amigos. En este matiz reside el amor. Esta pasión,
que siempre llega al límite brutal y necesario, existe entre los animales esclavos del
celo, fatalidad orgánica y periódica, la mejor señal distintiva, a decir de Beaumarchais,
de los animales y del hombre, que no está a él sometido y puede dedicarse al amor en
todo tiempo.
Existe seguramente también, entre muchos animales, un sentimiento de elección
que conlleva una preferencia de ciertos machos hacia ciertas hembras. Obsérvese entre
las yeguas, a un semental al que se le presenta una potranca aún inmaculada, una joven
yegua o bien un jumento multípara. Estudiad al toro al que se le lleva una frágil becerra
o una vaca lechera de imponentes formas, veréis que el macho no se conduce de la
misma manera con todas las hembras. Pone de su parte delicadezas, medidas, coquetería
en sus acercamientos. Hace avances, acaricia a la hembra antes de ejecutarse. Sobre este
punto, muchos animales son superiores a algunos hombres, que dan cumplimiento de
este acto sagrado con una rudeza humillante.
Es presumible, pues observaciones han sido emprendidas en este sentido, que el
estado moral de los dos cooperadores, en ese instante solmene, tanto como el desarrollo
de las fuerzas, influyen en las cualidades intelectuales y físicas del futuro producto.
¿La fecundación artificial, operación completamente mecánica, es capaz de
proporcionar sujetos bien dotados moralmente? Por la perfección de las formas, no
parece dudoso. El hijo así concebido debe poseer, si el germen está completo, todas las
cualidades esculturales de una raza no degenerada. En cuanto a los instintos que se
desarrollen en él, en cuanto a las cualidades de su inteligencia, en cuanto a las
aspiraciones de su corazón, puede ocurrir que haya en toda su organización moral e
intelectual un desorden que pueden gestar a un maníaco, un neurópata o un alucinado.
Sin embargo, nosotros nada sabemos de eso. Un próximo libro seguirá las
vicisitudes del hijo del Creador de Hombres. Veremos si por no haber nacido en medio
de las ternuras y los abrazos de sus generadores, debe inevitablemente portar en él los
signos de una concepción fisiológica carente de amor.
Michelet quería, para llegar a un intercambio perfecto de la vida, que la pasión
pudiese mezclarse en ella. Deseaba ver el amor sufrir, llorar, impacientarse,
desesperarse, antes de caer en todos los éxtasis de la satisfacción de los deseos.
Pretendía que no se hace nada notable sin estar sobrexcitado. ¿No es eso lo que hoy
llamamos la preparación?¿ El intercambio absoluto de la vida, la transhumanización,
decía, debe ser el matrimonio. Pero la mezcla fatal de la sangre sería impía, si no se
juntase la libre mezcla del corazón. Él quería que los amantes creasen un fondo de ideas
comunes, una lengua especial, completamente pasional, produciéndoles el deseo de
comunicarse sin cesar. El amor, según ese gran pensador, debe tener un lenguaje mudo;
en una comunicación tacita, excluyendo todo placer egoísta, debe implicar el concurso
permanente de dos voluntades. Michelet estipulaba para la mujer tres cosas:
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1º Ningún embarazo sin su consentimiento expreso. Solo ella debe saber si puede
aceptar una probabilidad de muerte. Si esta enferma, agotada, su marido debe evitarla
durante las reglas y los seis días que siguen, según la opinión emitida por Coste, en una
Memoria celebrada por la Academia de la ciencia.
2º Respeto del amor, no hacer a la mujer un instrumento pasivo. Ningún placer, si
no es compartido.
3º Nada de relaciones fortuitas. La ventaja del matrimonio es poder disponer de
todo el tiempo.
En un tercer volumen estudiaremos, en colaboración también con Yveling
RamBaud, la concepción bajo este aspecto psicológico. Para fijar bien la filiación de
nuestras ideas, lo titularemos El nieto del Creador de Hombres.
Sea como sea, puede decirse que las malformaciones físicas o morales están sobre
todo producidas porque el órgano que esta golpeado esta afectado en camino. Depende
pues del hombre que profundice, poco a poco, en los misterios de la creación, de
estudiar bien todas las necesidades de un desarrollo normal, y de evitar las sacudidas
capaces de causar monstruosidades en los seres vivos. Dadme materia y movimiento, y
os haré un mundo, decía Descartes con audacia, queriendo expresar con eso que el
universo es un todo donde la materia está regida por las leyes de la mecánica. Añadid a
eso un conocimiento experimentado por las reglas de la fisiología y acciones
psicoquímicas, y el hombre pronto descubrirá los orígenes de la vida, porque la eterna
naturaleza es de una implacable lógica, y jamás engaña a aquellos que la aman lo
bastante para violar sus secretos.
GEORGES BARRAL.
Laboratorio de Bioquímica
Abril de 1884.
17
EL CREADOR DE HOMBRES
I
En los primeros días de marzo de 1867, un oficial del séquito del rey de Baviera,
en la estación de Munich, acompañaba al conde y la condesa de Alhenberg que
regresaban de las fiestas dadas en la corte en homenaje a Richard Wagner. Los criados
en librea azul y plata, abrían la portezuela de un compartimento reservado, y el oficial
saludaba a los ilustres personajes, cuando la atención de la condesa Hélène de
Alhenberg se vio atraída por las idas y venidas de un viajero de actitudes indecisas, un
poco desordenadas.
Era un viejo músico que, desde hacía algunos minutos, buscaba en vano un lugar
libre en un vagón. Apoyado sobre su hombro derecho llevaba un niño, y en su mano
izquierda sostenía un violín.
En un momento, cargado como estaba, quiso izarse sobre un escalón de un
compartimento. Esfuerzo inútil, pues debía dejar uno de sus fardos.
Su duda fue grande. Consideró durante un largo rato su violín, un auténtico y
maravilloso Stradivarius; pero una nube pasó sobre sus ojos. El hombre recordó que era
padre, y el artista fue vencido. Con el estuche del violín depositado sobre el andén de la
estación, el niño, por una especie de adivinación, se echó a sonreír. Se hubiese dicho
que sus grandes ojos azules se iluminaban con uno de esos brillos misteriosos que solo
tienen los ojos de los niños.
Los empleados de la estación cerraban ya ruidosamente las portezuelas, y el
músico, obligado a renunciar a su viaje, imploraba algunos minutos de espera. La
condesa le hizo una señal de que se aproximase, tras haber murmurado algunas palabras
al oído de su esposo.
El conde, cómodamente extendido sobre su sillón, se preparaba a encender su
gran pipa de porcelana. Escuchó la petición de su esposa y sacudió la cabeza con un
gesto de impaciencia:
–¡Siempre los niños…! Hazlos subir, si eso te resulta agradable… Eres libre…
Y se hundió en su rincón, sin siquiera arrojar una mirada a aquel viajero que
abandonaba a su querido hijo en brazos de la condesa tendidos hacia él.
El recién llegado se inclinó respetuosamente, excusándose por ser objeto de tantas
molestias y tomó lugar frente al conde.
El tren comenzó su marcha.
–¿Es usted músico? – preguntó bruscamente el conde Rodolphe.
–Sí, señor. Yo estaba en las fiestas dadas por su Majestad.
–Nuestro Wagner es un artista admirable.
–Yo tengo tanto o más mérito en apreciarlo, señor, puesto que no soy alemán.
–En efecto, habría debido pensarlo al escuchar su pronunciación. ¿Es usted
francés, tal vez?
–He nacido en Francia… Mi madre era alemana, pero mi padre nació en París, sus
padres eran franceses.
–¿Lleva usted mucho tiempo en Baviera?
18
–Vivo en Spire desde hace quince años.
–¿Y es usted el padre de este niño? – preguntó la condesa acariciando al pequeño,
al que ella acababa de colocar sobre sus rodillas.
–Señora, mi pequeño Raymond es la alegría de nuestro hogar. Es el más joven de
cuatro hijos. También será el más afortunado, pues el rey ha aceptado ser su padrino. He
ido a buscarlo al campo a casa de una de sus tías, que lo ha cuidado toda la jornada de
ayer. Su madre nos espera en Ratisbonne.
–La madre debe ser muy feliz – suspiró la condesa.
–¡Oh! sí, señora; ella ama a sus hijos con toda su alma.
–¡Estoy segura de que así es!
–Sí, señora – dijo el buen hombre reafirmando su respuesta.
–Sin embargo, usted señor, ha tenido una duda culpable al subir al vagón… No
estaba seguro de abandonar su violín o al pequeño… ¡Un hijo es algo sagrado!
–Me he equivocado, señora. A veces el arte nos vuelve crueles. ¡Pobre querido
mío!
–Se hubiese dicho que él comprendía sus dudas. Se ha puesto a sonreír cuando ha
visto la preferencia que usted le deparaba… ¿Tiene usted apego a su violín?
–Mi Stradivarius, señora, no tienen parangón en Europa; gracias a él me he
ganado la vida fácilmente. Pero, lo reconozco,– añadió sonriendo, – todos los
Stradivarius del mundo no valen lo que mi hijo.
–No hay gran artista sin corazón – murmuró muy bajo ella.
El conde y el músico hablaron del futuro reservado al wagnerismo, y la condesa
se puso a jugar con aquel al que llamaba ya ¡su hijo! Le contó dulcemente una de esas
leyendas del Bosque Negro, donde tantas cosas bellas surgían a los ojos deslumbrados
de los pequeños auditorios.
Era la historia del gran Melgador, un gigante vestido de oro fino y de purpura, que
poesía unos jardines magníficos y todos los juguetes con los que no sabía que hacer.
Los niños que le servían eran tan dulces como ángeles; también el buen gigante nunca
volvía de un viaje sin hacerles espléndidos regalos. Este Melgador vivía en una montaña
alta donde los pájaros del Paraíso acudían a cantar por millares. Un día, un niño
indiscreto, a punto estuvo de causar la muerte del gigante al pedirle que tomase una
golondrina en el país lejano hacia el que dirigía sus pasos. Melgador no había podido
negarse, pero en el momento en el que el débil pajarillo fue su presa, un monstruo, que
estaba oculto en una torre elevada, se precipitó sobre él y casi lo ciega con sus garras…
El gigante salvó su vida gracias a su fuerza sobrehumana. A su regreso, entregó al niño
el pajarillo que este había deseado. Pero todo el tiempo en el que la golondrina estuvo
enjaulada, las risas desaparecieron de la casa como por encanto; los pájaros no querían
ya cantar en los bosques; todo era triste. Fue el niño indiscreto quien liberó a la
golondrina, y de inmediato la alegría sonora regresó a la montaña.
A medida que la condesa hablaba, su bello y pálido rostro se iluminaba con una
belleza inefable, y su mirada arrojaba dulces claridades. Su frente calma y reposada, la
hacía parecerse a una de esas mandonas que se ven en las telas del Perugin, y como las
mandonas, sus ojos de jade parecían perseguir muy lejos un sueño inacabado.
Estaba vestida con un vestido gris subido; a su sombrero, de color oscuro, se ataba
una cinta de encajes. En el extremo delicado y tierno de sus orejas estaban fijados dos
diamantes, sin círculo, parecidos a las perlas de rocío que brillan sobre los pétalos de las
flores. La línea adquiría sobre su rostro contornos de una extrema finura; las manos,
pequeñas y nerviosas, estaban protegidas por guantes de piel del Tirol; la nariz, delgada
y de una estructura perfecta, tenía una forma completamente mística, y al móvil rubor
de las impresiones sentidas, las narinas temblaban don dulces estremecimientos.
19
A los cuarenta años, la condesa Hélène todavía conservaba todo el frescor de la
juventud; sus labios eran húmedos de un rojo intenso; sus ojos velados por etéreas
languideces; y sin embargo, al observar detenidamente sus rasgos, se descubría una
dolorosa ensoñación; la boca, que parecía sonriente, mostraba un rictus nerviosos, los
ojos se sometían a variaciones repentinas de color y adquirían una especie de brillo
rojos oscuro. Luego la mirada regresaba a su dulzura acostumbrada; los labios
expulsaban su amargura.
En cuanto al conde Rodolphe, se parecía un poco a ese gigante Melgador con el
que la condesa entretenía al niño. Su elevada estatura, su cuello de toro, su barba
llameante como la cerveza dorada, sugerían uno de esos reyes legendarios de las
montañas del Tirol. Tenía brillos salvajes en sus ojos, y, se veía obligado a atemperar su
rudeza delante de su compañera.
Todo en él dejaba traslucir fuerza. Todo revelaba gracia.
Desde hacia algunos instantes, el niño, que al principio había escuchado a la dama
con las manos juntas, se había cansado de las epopeyas de Melgador. Se extendió sobre
los cojines del vagón, se desprendió de las caricias de la condesa, y luego regresó a su
protectora retorciendo los pequeños dedos rosas de sus pies, pues se había quitados los
zapatos y los calcetines. Gritos continuos, risas sonoras, balanceos, tonterías que la
madre eventual soportaba en una especie de éxtasis muda.
–¡Llámame mamá!, le había pedido ella dulcemente.
El niño al principio dudó; pero, poco a poco, se sintió atraído hacia ella por un
encanto casi mágico y gritó: «¡Mamá, mamá!». Ella le abría sus brazos de una manera
inconsciente y él se precipitaba allí para volver a zafarse, saltando sobre los cojines,
jugando con mano febril con los calcetines que cubrían antes sus tiernos pies. La
condesa, pletórica de benevolencia, lo llamaba para calzarlo, con delicadezas infinitas,
que le valieron un gentil agradecimiento.
Entonces, la condesa Hélène detuvo bruscamente sus caricias y pareció absorbida
en una dolorosa meditación.
–Hélène, ese niño te cansará – gruño el conde.
–Voy a tomarle conmigo– murmuró tímidamente el artista.
–No, no, ¡Es un buen niño!
–Siempre los niños. ¡Querida, eres insoportable!
La condesa Hélène aceptó con resignación el brusco reproche de su marido: fue
recompensado por el crío que se quedó tranquilo y se dejó contar una nueva historia
maravillosa hasta llegar a la estación de Ratisbonne.
–Madrecita. ¡Cuéntame otro cuento bonito!
–¡Oh, querido!
El músico acababa de levantarse, y, antes de descender del vagón, agradecía con
efusión al conde y a su esposa que lo hubiesen ayudado tan amablemente.
–¿Podría saber el nombre de las personas que me han hecho el honor de
recibirme? Me llamo Paul Menin – dijo él, inclinándose.
El conde entregó una tarjeta en la que el músico leyó los títulos de sus nobles
interlocutores.
Y como toda persona tímida, avergonzada de haberse encontrado en tan grande
compañía, el artista se apeó apresuradamente. Fue la propia condesa quien tomó en
brazos al niño para entregarlo a su padre. En el andén de la estación se encontraba la
madre, una fornida wurtemburguesa que llevaba un bebé en brazos. Se adelantó hacia
de Raymond y lo cubrió de besos ruidosos y precipitados.
–¿No has tenido frío, querido?... Déjame darte mi bufanda…
De pronto, la condesa prorrumpió en sollozos. El conde estaba exasperado.
20
–La vista de ese pequeño ser te vuelve loca. Héléne, fíjate en que estado de
exaltación ridícula te pones. ¡Contrólate, te lo suplico!
–Tienes razón, será más fuerte de aquí adelante.
Ella enjugó sus ojos húmedos de lágrimas y arrastró rápidamente a su marido
hacia el pesado carruaje donde unos mozos iban colocando los maletas, depositadas
sobre el andén, pues ellos también bajaban en la misma estación.
Desde que hubieron tomado asiento, los caballos, dos vigorosos alezanos, se
pusieron en camino.
………
Jamás unión alguna había sido menos compatible que la del conde y de la condesa
de Alhenberg.
Él, propietario de un gran condado, el heredero de los de Alhenberg que, por
familia, tocaba en primer grado a muchos príncipes de Alemania, se había prendado
violentamente de la hija mayor del barón de Leskern. Adoraba a su esposa, pero no
podía sustraerse a una preocupación mortal pensado que su apellido iba a desaparecer,
por falta de descendencia. También, desde hacía varios años, a fin de disipar las
preocupaciones que invadían su espíritu, se había dedicado por completo a la caza. –
Pasaba semanas enteras en las montañas, persiguiendo ciervos y jabalís: de ahí, esa
especie de actitud salvaje que había adquirido en medio de los bosques, escuchando el
ruido del trueno, precursor de la tormenta, o los aullidos de las bestias del bosque; de
ahí, esos repentinos momentos de brutalidad que aparecían brillando en sus ojos que
solo una mirada de su compañera lograba apagar.
Estaba dotado de una fuerza de centauro, y se decía en el país que cuando era
estudiante en la Universidad iba a medir sus fuerzas con forzudos profesionales.
Levantaba pesos considerables con musculosos brazos; en su vivienda había instalado
todo un gimnasio. Gracias a esos ejercicios, no había perdido nada de la intensidad de
su juventud. Tiraba de maravilla a pistola, manejaba el sable o la espada de combate a
la perfección. Se le temía en la corte, pues no le gustaban demasiado las bromas. Se
recordaba con terror que, en un duelo, había cortado la mitad del cuerpo a uno de sus
camaradas que se había permitió bromear a su costa.
Por el contrario, la vida de la condesa pasaba en el castillo entre la caridad y las
oraciones. A insistencia de su marido, Hélène se había decidido a acudir a las fiestas
reales, pese a preferir con mucho la existencia calma y apacible de su hogar.
El coche circulaba levantando polvo. Entraban en pleno Tirol bávaro, y ya se
percibía la ciudad de Spire, enterrada en el valle, edificada en pendiente y
despareciendo, por así decir, entre la vegetación. A la entrada, una puerta baja; más
adelante y sobrepasadas por campanarios, las casas iluminadas de frescos con temas
religiosos. Aquí, la Asunción: Jesús ascendiendo a los cielos en un nimbo dorado; allá,
un descenso de la cruz; una llegada de los reyes Magos yendo a saludar al Redentor; en
una esquina de una calle que llevaba a la iglesia, un Pedro el eremita predicando la
cruzada ante la muchedumbre prosternada… Todavía estaban cerradas las ventanas y en
los nichos de las fachadas blancas, vírgenes sedentes, Cristos de marfil, santos rodeados
de ramas de boj bendecidas y de pequeñas guirnaldas de rosas, escenas navideñas
encastradas en cajas de cristal; por todas partes emblemas, temas religiosos, exvotos
destacando sobre las paredes, semejantes a ángeles de la guarda. Ante el balcón de un
palacete, se mostraba una gran pintura representando a los doce apóstoles rodeando a
Jesús en el momento de la traición de Judas. El pintor no había copiado la cena de
Leonardo, pues todos sus personajes tenían vida propia: se citaba este cuadro como la
21
obra maestra de un ilustre húngaro, el único que hubiese podido reproducir los tonos del
gran Rafael. Las casas parecían otras tantas páginas de un misal.
Los viajeros pusieron pie en tierra ante el albergue El Sol de oro, que desparecía
también entre una confusión de imágenes santas. Se desengancharon los caballos.
Cuatro horas después, el conde y la condesa, bien envueltos en sus abrigos, se
instalaban de nuevo en el coche.
Apenas hacía algunos minutos que estaban en marcha, cuando los caballos se
detuvieron bruscamente.
Un cortejo fúnebre se dirigía a la iglesia.
El conde se apeó y quitó el sombrero, mientras la condesa se arrodillaba en la
calesa murmurando una oración. Las personas que se estacionaban a ambos lados del
camino para unirse al desfile, informaron al conde que se enterraba a un capitán bávaro
muerto durante la guerra de 1866. El capitán había fallecido en una batalla donde los
muertos fueron tan numerosos que los enterraron amontonados en fosas comunes. La
madre había hecho numerosas gestiones para recuperar el cuerpo de su hijo; después de
más de seis meses se habían registrado los suelos, exhumado cantidad de cadáveres, y, a
base de coraje y tesón, la valiente mujer había logrado reconocer al hijo amado, gracias
a un brazalete de plata que él siempre llevaba en su brazo.
El rey había querido estar presente en esta ceremonia y un ayuda de campo abría
la marcha. El cortejo avanzaba a paso lento y el ataúd desparecía bajo las coronas de
laureles y flores; los oficiales, con el sable al puño, formaban la guardia.
Se hubiese dicho que un duelo general pesaba sobre todos, cuando apareció la
madre del muerto. En medio de los redobles del tambor, cantos religiosos, sones de los
clarines, repiques de las campanas de la catedral, gritos agudos de pequeñas flautas, los
choques de las armaduras, el deslumbrar de los estandartes, el estallido que arrojaban al
pálido sol de marzo, los cascos y bayonetas, ella caminaba sola, con la cabeza alta,
conservando todavía a esta hora suprema, en una mirada de doloroso orgullo, la
inmensa satisfacción del sacrificio hecho a la patria victoriosa… Sin embargo, se
olvidaban todos los dolores par saludar a esta mujer sublime en su rigidez, que
caminaba en sufrimiento, como antaño su hijo había caminado hacia la muerte.
En un momento, ella pasó al lado del coche; el conde se inclinó… La condesa ya
no rezaba; se había levantado muda por un resorte espantoso y llevaba las manos a su
corazón bajo el peso de una incomprensible angustia… Se sintió casi a punto de
desfallecer, pero se levantó de nuevo y una risa nerviosa, una de esas risas que producen
un estremecimiento y que no tienen nada de humano, se produjo.
El cortejo se detuvo: la muchedumbre estaba aterrorizada; los sacerdotes miraron
y sacudieron tristemente la cabeza… Una palabra apareció sobre todos los labios:
«Loca.»
El cortejo reanudó su marcha.
¿Loca? No. La condesa tenía toda su razón íntegra. Pero era presa de una sorda
cólera que desde varios años minaba su corazón. En toda esta puerta en escena de
muerte, una única cosa la había impactado: la visión de una madre llorando a su hijo.
Envidaba las lágrimas de la patriota y permanecía allí, inmóvil, amenazadora, con la
mirada ensangrentada, sacudida por los estertores de la risa.
El conde la miraba lleno de espanto:
–Hélène… Hélène…
–Ya estoy tranquila.
Los caballos retomaron su camino.
22
–¡Qué singular mujer eres! – dijo el conde – Hace algunas horas, en la estación,
has llorado ante la alegría de una madre abrazando a su pequeño, y ahora, ríes mirando a
otra madre que llora a su hijo.
–Sí, rio de odio ante esas mujeres que son madres. Insulto sus goces tanto como a
sus dolores, porque estos dolores y esas alegrías no me están permitidas.
–Comprendo que lamentes que nuestra casa no haya sido bendecida, que Dios no
te haya dada al pequeño ser tan deseado, pero, una vez más…
–No, no lo entiendes… No puedes comprenderlo… Me gustaría poder conocer esa
angustia sublime de llorar a un hijo después de haberlo adorado. ¿Qué me importa el
mundo? No tengo ni esperanza, ni temor. No vivo…
–Me afliges mucho hablando de ese modo…
–Perdón.. perdón., amigo mío.. Sufro. No me hagas casa si a veces ideas
inexplicables, sin razón, turban mi alma. ¡Soy tan desgraciada! Sufro… ¡Ser madre…!
¡Amar…! ¡Llorar…! He aquí lo que mi corazón necesita. Ten piedad de mi desdicha.
Ellos tienen razón: «¡Estoy loca!».
Ese deseo de la maternidad la invadía por completo. Al principio, hubiese querido
luchar contra su tristeza, conservando aún algunas luces de esperanza; pero, ahora, los
años pasaban inclementes y ella envidiaba a las demás la dicha que ya no podía esperar
para sí.
Se dirigía a Dios, y el recogimiento de la oración lograba a veces expulsar sus
desesperanzas; era un combate continuo con su razón. Sin embargo, la desdichada mujer
salía a menudo victoriosa de la lucha. Allá, en el castillo de Alhenberg, donde iba a ser
tan feliz y descansar de las fiestas que no había buscado, trataba de ser buena con los
niños pequeños; Todo el afecto que desbordaba de su corazón, lo proyectaba
principalmente sobre sus sobrinos. Poco a poco, se había habituado a considerar a los
hijos de su hermana como suyos propios, y esas ilusiones no eran más que un mediocre
medio de dulcificar sus imperiosos celos. La bondad trataba de imponerse.
¡Hoy había sido vencida y se avergonzaba de su debilidad! Tomaba las manos de
su marido, prometiendo no dejarse caer más en esas odiosas manifestaciones; y, su
rostro tranquilo y reposado, retomando su placidez de cera, parecía testimoniar que esas
promesas no caerían en saco roto.
–Sé bien,– decía el conde,– que el amor materno no puede recaer sobre los hijos
de los demás. Es una ley natural… Pero, Hélène, la religión debería proporcionarte
consuelo.
–Sí, tendré valor.
–Tu sobrina Betly se casará, tú lo sabes, con el joven adscrito a la embajada, al
que daremos nuestro apellido. Nuestro sobrino, su hermano, promete ser un hombre
notable; es uno de los individuos más brillantes de la Universidad. De algún modo, tú
has educado a los hijos de Olympe.
–Ellos también son hijos míos. Verás Rodolphe, como estas crisis nerviosas no
volverán a surgir. Seré fuerte a partir de ahora.
–Si supieses que penoso me resulta verte sufrir.
En los ojos de la joven mujer brillaban lágrimas de consuelo:
–Es bueno – dijo,– sacrificarse por los demás.
Su vida, en efecto, no era más que un continuo sacrificio.
La condesa Hélène y su hermana la Sra. Olympe Güntzer no tenían entre ellas
ningún punto en común. Tanto la primera era tranquila y dulce, como la otra era vivaz y
alegre.
23
Alta, con el rostro un poco iluminado, los cabellos rubios ardientes, labios riendo
al viento, de inteligencia mediocre, absolutamente carnal, tal era la hermana de la
condesa.
El Sr. Wilhelm Güntzer, antiguo consejero real, era un hombre grueso, sonrosado,
ventrudo, siempre rasurado, muy feliz de tener cuatro hijos y sin inquietudes aparentes
de saber que si él era realmente el padre. Era un egoísta, que alejaba de sí cualquier tipo
de preocupación.
En cada ocasión, se burlaba del conde:
–¿Cómo un joven, como usted, un Hércules que derribaría un buey de un
puñetazo, es incapaz de hacer hijos? Pues el incapaz, es usted, ¡querido!, Pero, míreme a
mí. Mi cabeza ya es canosa, y me faltan varios dientes, y a pesar de todo…
Reía muy fuerte, brincando en su pantalón que remontaba por encima de las
tobillos debido a la amplitud de su vientre, y el conde Rodolphe no lograba irritarse ante
este tipo tan grotesco.
Olympe también se divertía con la situación de su hermana. Y como desde hacía
tiempo ella había arrojado sus gorros de virtud muy por encima de las aspas de los
molinos, no dudaba en emplear frases de doble sentido para instar a Hélène a engañar a
su marido; pero como las alusiones demasiado atrevidas y las conversaciones en exceso
ligeras, hacían pasar sobre el rostro de su hermana un rubor de vergüenza, esto hacía
aumentar las intemperancias de la mujer del consejero. Por añadidura, los Guntzer
poseían una fortuna modesta y esperaban para sus hijos la sucesión del conde. El mayor
de los Guntzer estaba en la Universidad, gracias a la generosidad de los aristócratas, y
se había prometido una dote a la Señorita Betly, que debía casarse próximamente con el
vizconde Henri de Vermond, un joven adscrito a la embajada francesa en Berlín.
La bondad del conde Rodolphe no se detenía ahí: a ruego de su esposa, había sido
levantado un convento sufragado por él, donde los hijos del pueblo de Alhenberg
recibían una excelente instrucción de forma gratuita. El priorato estaba situado a lo lejos
en la llanura, y a la caída de la tarde, la dulce condesa escuchaba el repique de
campanas que le indicaba la hora de la oración.
Los Guntzer, el Reverendo Padre Petrus Steeg, director del priorato, el médico del
pueblo, Frédéric Schoffheim, eran los únicos recibidos en el castillo, que tomaba otro
aspecto diferente en el momento de las cazas organizadas por Su Alteza el gran duque
Jacques, príncipe reinante de Salmfels.
Ese último acudía muy a menudo a Alhenberg, escoltado con sus gentes y sus
perros, para luchar con valor y destreza al lado de su viejo amigo el conde Rodolphe.
Se daban entonces festines suntuosos, a los cuales se invitaban a lodos los grandes
del país; se levantaban mesas en la sala de las Masacres. Esas noches el conde vaciaba
su gran vaso de plata, y a veces ocurría que sobrepasaba la sexta línea trazada por un
antepasado en la legendaria copa.
Ese vaso, como aquel que Offenbach evoca en la Grande-Duchese de Gérolsteine,
tenía una historia. Había sido donado al bisabuelo del conde por el rey de Baviera, y un
gran artistas había cincelado en alto relieve las armas de los d’Ahlhenberg. El señor de
costumbres salvajes tenía en mucha estima esta herencia, que al regreso de las cazas
siempre designaba con esta palabra de bebedor: ¡el dedal!
El dedal tenía la capacidad de un litro en la sexta línea.
………..
La caleta seguía por una ruta sombría. Ya se perdían las torres del castillo de
Alhenberg en el declive de la tarde. Esa masa enorme, grisácea, parecía un corte
24
gigantesco en la inmensidad del cielo. En la llanura, el campo dormido, los pueblos
dispersos aquí y allá, y muy a lo lejos, los amplios bosques, testigos silenciosos de las
proezas del amo.
La condesa se regocijaba recordando al conde sus pasadas explosiones. Su
delicada naturaleza no le permitía tomar parte en ellas, pero le gustaban los sonidos de
las trompas, y se sentía emocionada al recuerdo de los cánticos que despertaban el
campo a la caída del día. Cuando la llamada de los cazadores se escuahba en los
caminos, ella llegaba a la entrada del castillo, y, como las grandes damas de antaño,
saludaba a su señor. Este sentía entonces desaparecer las llamas que incendiaban su
rostro sudoroso y descansaba en el brazo de su esposa:
–Si supieras cuanto temo por ti cuando se té perdido en medio de la montaña.
–Querida, eres mi vida; te amo con toda mi alma. Debes perdonar mis bárbaras
costumbres que no me permitan tener contigo todas las delicadas atenciones que te
mereces.
Ella lo escuchaba agradeciéndole sus buenas palabras y, a esas horas benditas, la
alegría cantaba un poco en su corazón.
25
II
A su llegada al castillo, los viajeros fueron informados de que el doctor Karl
Knauss, un amigo del conde, los esperaba en el salón.
El conde presentó el visitante a su mujer con una especie de respecto
considerable. El doctor tendría unos cincuenta años, pero aún poseía todo el vigor de la
juventud. Su barba rubia y rizada, su cabellera sedosa, sus dientes blancos, su frente
poderosa a la que las arrugas no habían todavía surcado, revelaban a un hombre de
naturaleza laboriosa, leal y enérgico.
Era de elevada estatura, de una elegancia de buena raza; en sus grandes ojos
azules, de un azul tranquilo, se dejaban traslucir de vez en cuando las intensas luces del
pensamiento.
El padre del conde y el del doctor habían sido compañeros de infancia; y
naturalmente, los jóvenes, que estudiaban en la misma universidad, se habían hecho
grandes amigos.
El doctor había recorrido Europa, manteniéndose al corriente de todos los nuevos
descubrimientos, aplicándolos y publicando obras especializadas. Venía al Tirol bávaro
a descansar y estudiar, al mismo tiempo, la flora del país; quería aumentar un herbario,
comenzado hacía ya tiempo.
La sala de las Masacres, en la cual se encontraban el doctor Knauss y sus
anfitriones, era una de las maravillas de Baviera. El techo, de un aspecto severo, estaba
atravesado por vigas de viejo roble chapadas en oro; en las cuatro esquinas, unas
quimeras, y entre los espacios dejados entre las vigas, unas magníficas pinturas. Eran
figuras mitológicas, toda una teogonía bizarra. Allí aparecía Venus indolentemente
acostada, con la cabeza apoyada sobre la palma de su mano; más lejos, aparecía Acteón.
Las paredes, hasta el techo, se perdían bajo los muebles de madera, y los
numerosos retratos de los antepasados, apenas dejaban ver las tapicerías antiguas. La
sala poseía amplias ventanas cubiertas con poderosos cortinajes. Al fondo y frente a la
puerta de la entrada, una inmensa chimenea de granito vomitaba una enorme llama de
haya y abedul. Bajo el panel, dos lanceros de hierro forjado, atados mediante dos
cadenas. En el fondo de la chimenea una placa de hierro negro donde estaban grabadas
las armas de la familia de Alhenberg.
Los asientos eran de cuero de Cordoue. Gracias a las intensas luces que
proyectaba un lustre de cobre holandés, la sala de las Masacres tenía rincones de sombra
de un poder asombroso y chorros de luz irisada parecidos a los que producen los vitrales
de las catedrales.
La jornada del doctor Knauss había transcurrido realizando un examen atento de
los retratos colgado de las paredes, y, en ese examen de los antepasados, había
encontrado ciertos puntos de semejanza con su amigo Rodolphe. Pensaba en ese
momento que ahí se producía una nueva prueba de los fenómenos de atavismo, sobre
los que él había realizado curiosos estudios.
–Es una estancia formidable, –pensó, saliendo de su ensimismamiento.
–Nada ha cambiado para mí – murmuró el conde… – Nos horroriza el arte
contemporáneo.
–Se es tan feliz viviendo con los viejos recuerdos… – continúo la condesa Hélène.
–Puesto que la casa te gusta, mi querido Knauss, espero que te quedes una buena
temporada.
26
–Estaba seguro de encontrar en ti una generosa hospitalidad. Pero no he venido
solo por ti. No sé mentir. Mi colección de plantas ha sido decisiva en la decisión de mi
viaje.
–Nosotros poseemos una flora soberbia –dijo la condesa.
–Muy variada – continúo el conde Rodolphe – Lamento no ser un hombre de
ciencia, no podré servirte de guía. Con la caza busco otra cosa distinta a las violetas o
las digitales.
–Estoy seguro de que eres un gran cazador…
–Es preferible ser un gran sabio. ¿Sabes, mi querido Knauss, que los camaradas de
la escuela hablaban de ti con un legítimo orgullo? El apellido de Knauss hace su camino
a través de Europa. ¿Pregunta a mi esposa si yo exagero tus méritos? En Munich, en el
baile de la corte, tu nombre ha sido pronunciado. Se hablaba de ti simplemente como un
hombre que es el orgullo de Baviera. Me gustaría haberte visto allí…
–No me gustan demasiado las fiestas, – dijo sonriendo tristemente el doctor.
–Aquí todo es silencio, podrás trabajar a tus anchas. La biblioteca es toda tuya.
–Rodolphe, abusaré de tu hospitalidad; me darás un rincón un poco aislado en tu
regia casa. Una habitación modesta donde pueda trabajar por la noche, sin que mi
sombra al pasar ante una ventana, provoque miedo a las buenas mujeres del país.
–Estarás en el apartamento azul, – dijo la condesa – en el pabellón.
–Hélène tiene razón, allí vivirás tranquilo como un príncipe de la ciencia que eres.
Conozco tus gustos; los in-folios te servirán de chambelanes. Voy a llevarte allí, ya te
enviarán las maletas.
La condesa se retiró. Sin embargo, ellos quedaron solos.
Los dos amigos rememoraron sus tiempos en la Universidad. En la época en la
que Karl Knauss era estudiante, se le auguraba un ilustre futuro. Incluso un profesor
entusiasta había dicho un día que él estaba en la piel de un Fausto. Para el conde
Rodolphe, ¡cuántos bellos sueños, cuántas bellas visiones arrancadas a los efluvios del
Rhin! Knauss, él nunca había degustado los divertimientos de la juventud: ignoraba las
emociones que comunicaron a Henri Heine las amarguras de su intermezzo, y varias
veces se le había sorprendido sumido en meditaciones profundas, mientras que las pipas
de los demás humeaban en las tabernas, y la cerveza corría en arroyos espumosos.
–Cuanto difieren nuestras existencias – suspiraba el conde – He pasado mi
juventud en la montaña, al aire libre. Mis perros, mis picadores, la bestia que se
persigue, el jaleo que hay que hacer para remover los bosque, ¡esa es mi vida! Por la
noche, el descanso junto a una compañera que me ama y a la que adoro. Para ti, el
estudio perseverante, ardiente, la persecución de algo desconocido de otro modo difícil
de cazar, el trabajo de todas las ho ras, y a pesar de todo, conservas una eterna juventud.
Realmente eres un Fausto… Pero, ¿y Marguerithe?...
El doctor apenas le escuchaba. Su apuesta mirada parecía perderse en la bóveda
de la sala y allí permanecía, con las manos cruzadas, la espalda curvada, absorbido por
completo en su sueño.
–¡Espantoso investigador, tú meditas un crimen!
–No. Pensaba en ti y en tu dicha. No quisiera apenarte, pero debo hablar
seriamente contigo..
–Habla a corazón abierto y disculpa mi brutalidad. Tal vez tengas problemas de
dinero. Sé que la ciencia no reporta mucho. Habla con confianza, Knauss, yo soy rico,
afortunadamente…
–Gracias, pero no se trata de mí, sino de ti. Cuando has regresado de Munich,
esperaba besar a tus hijos. Este castillo, a pesar de su magnificencia, me parece triste.
No está poblado de esos gritos de los pequeños críos a los que se aman…
27
–¡Por desgracia! – murmuró el conde.
–Ese es un gran vacío, ¿eh? ¿Ves como eres tú quien debe lamentarse?
–¿Por qué despiertas en mí ese dolor constante? La fortuna, de la que te hablaba
hace un instante, no significa nada para nosotros. Y, déjame decírtelo: desde que he
comprendido que Dios se alejaba de mi hogar, esta alegría sin la que las demás alegrías
son tan poca cosa, me he sentido otra persona diferente. Antaño, era mejor, más
amante… Hoy sé que mi vida es inútil y que necesito cazar, incluso beber para
evadirme.
–¿Y tu esposa?
–Es más infeliz que yo. ¿Pero no has visto desde el primer momento que esta
amargura que pesa sobre sus labios proviene de la ausencia del ser que habríamos
adorado? La idea de la maternidad la persigue y la obsesiona hasta tal punto, que muy a
menudo permanece largas horas sin hablar. Aun hoy he temido seriamente por su razón.
Una madre acariciaba a su hijo: ella se ha puesto a llorar. Otra madre conducía el ataúd
de su hijo: ¡ha sido presa de un acceso de risa enloquecedor! Y cada vez que unos niños
se presentan ante ella, se ve obligada a contenerse mucho para no cometer alguna
locura.
–Pobre mujer…
–Compadécete de mí también. Somos muy desdichados. Nuestros bienes irán a
parar a nuestros sobrinos. Pero no son nuestros hijos. Aunque los queremos, no nos es
posible amarlos como si nos perteneciesen.
–Sin embargo tiene tipo para ser una auténtica madre.
–No le digas eso, Knauss, vas a despertar su tristeza.
–¡Oh!, no – dijo ella dulcemente – he pasado más de una hora regañándome a mí
misma, y ahora me siento con bastante fortaleza para no envidiar la dicha de las demás.
A la condesa se la veía hermosa hablando de este modo. Su mano, que se extendía
graciosamente hacia el conde, parecía un solemne juramento..
Un criado anunció que la cena estaba lista.
–He advertido a mi hermana que estaba un poco indispuesta y que deseaba
descansar; vendrá mañana.
–Nuestra hermana Olympe. Ya te he hablado de ella, Kanuss…
–¿Sus parientes viven en la encantadora villa que está bajo el castillo?
–Sí, desde que el consejero se ha retirado, viven casi completamente con nosotros.
Son unas personas muy originales.
–Rodolphe, no seas despreciable.
–Perdón.
Knauss se inclinó al oído del conde:
–Hablaré contigo esta noche.
Se hicieron mil proyectos de excursiones, encontraron ridícula a la familia del
consejero, y, una vez servido el té, los dos amigos encendieron unos cigarros tras la
retirada de la condesa.
–Y bien, mi querido doctor, soy todo oídos.
Knauss pareció vacilar algunos instantes antes de hablar. Tomó la mano del
conde, la estrechó entre las suyas y pronunció estas palabras:
–¿Te sientes lo bastante fuerte para depositar toda la confianza en un hombre al
que querías como a un hermano y que no has visto desde hace veinte años?
–Sí.
–Pues bien. Tu mujer está enferma, ¿verdad? Ha tenido que luchar consigo
misma, el instinto de la maternidad la tortura. ¿Crees, o más bien temes, que su
atormentada naturaleza resulte impotente para salir victoriosa de este combate?
28
–Lo temo.
–¡En nombre de la ciencia yo declaro que serás padre!...
–¿Knauss?...
–Escucha: Hace un instante me decías que has recorrido Africa. Yo también he
realizado ese viaje y he observado ciertos árboles que tienen la propiedad de fecundarse
entre ellos. Quiero hablarte de las palmeras. En una determinada época del año pasa por
el aire una polvareda intangible que se desprende de las antenas de algunos de ellos; el
viento que arrastra esta fina materia, la transporta a los árboles vecinos del la misma
naturaleza, pero de sexo femenino. Esa esencia soberana porta en ella el germen de la
vida; es el polen que va a fecundar las flores. Pues bien, la ciencia se ha preguntado si lo
que pasa en el reino vegetal no podría tener su aplicación en el reino animal. La
cuestión ha sido resuelta afirmativamente.
El doctor estaba de pie. Se hubiese dicho que se había operado en su persona una
transformación completa. Su palabra emitía unas vibraciones que retumbaban en el
corazón de su auditor… Continúo lentamente:
–La experiencia de la que te hablo data de cerca de un siglo; son los franceses los
que han hecho el primer descubrimiento, pero su espíritu ligero no les ha permitido
continuar con la aplicación de una manera seria. El asunto es extraño y puede
sorprender a los espíritus más prudentes. Pero tú sabes quién soy yo… Me parece que
me tomas por un bromista. ¿No dices nada?
–Knauss, te quiero con todo mi corazón y debo hablarte con entera franqueza.
Tengo miedo de que estés loco…
–¿Loco? Puedo asegurarte que estoy en posesión de toda mi razón… Esta idea
profunda en la que me ves inmerso, no tiene más que un objetivo: tu felicidad. ¿Y me
dices que soy un demente?
–He sido un poco vehemente. Pero, en realidad, lo que acabas de confiarme es tan
raro…
–Oh, no abordaba esta conversación sin prever las legítimas susceptibilidades que
despertaría en ti. Sé mejor que nadie que la ciencia debe ser discreta, y te declaro muy
sinceramente que si no me hubiese visto afectado por el relato de las emociones sentidas
por tu esposa, no me habría atrevido a contártelo.
–Mi primera respuesta no ha sido adecuada. Ahora, me siento mejor preparado
para escucharte.
–Entonces, razona conmigo. Te muestro un hecho que se produce en el mundo
natural, y del que seguramente te has percatado cien veces. El polen es para la flor de la
palmera, lo que el germen de la vida es para el hombre. ¡Oh! no me aventuro a la ligera.
Si fueses fisiólogo, podría entrar contigo en detalles técnicos, darte pruebas irrefutables
de que lo que se denomina la impotencia creadora es muy a menudo un error; que hay
en el mecanismo de los seres ciertas imperfecciones primordiales que solo son la causa
de que algunas mujeres, demasiado numerosas, por desgracia, no puedan tener hijos.
–He aquí un médico, Frédéric Schoffheim…
–Tanto mejor; él me ayudará a convencerte.
–Pero, ¿la ley me concedería la paternidad de un hijo así procreado?
–La ley está con nosotros por su absoluto mutismo. Yo trataría la cuestión con tu
cuñado el consejero.
–La religión, que prohíbe…
–Me has hablado del sacerdote del pueblo; yo lograré persuadirle. Queda por
convencer a la que sería la feliz madre y que, por desgracia, tal vez ser resista a lo que
yo llama la resurrección de su ser. La mujer es sensible, delicada, fácil de impresionar.
–Yo la convenceré.
29
–¿Tú? – dijo el doctor.
–Sí; te llamo hermano y te digo: Karl, te pertenezco en cuerpo y alma. Soy un
ignorante, pero no sé que claridad me deslumbra en estos momentos. Knauss creo en ti
como en Dios. Tenía el presagio de que nos traías esperanzas. Sí, cuando antes te vi ante
mí, con la mirada inflamada, me he sentido presa de una especie de turbación. Jamás
hombre alguno me ha parecido tan grande…
–Deberemos luchar.
–Te ayudaré con todas mis fuerzas.
–¡La grandeza de la tarea no te asusta!
–Te bendigo.
–Ya me lo agradecerás cuando un pequeño ser, fruto de tu carne, pueda sonreírte.
¿Estás entonces convencido?
–¡Sí!
–¿Me juras que ocurra lo que ocurra, que sean cuales sean los legítimos rechazos
de tu esposa, o la tenacidad de los adversarios que podamos encontrarnos, me apoyarás?
–¡Te lo juro!
–¿Tu mano?
–¡Oh, gran hombre!...
–Necesito aún que me hagas una promesa. Cuando haya realizado el sueño de tu
vida, no quiero que mi secreto muera contigo, y necesitaré un testigo para afirmar en
todo lo alto la verdad.
–Ahí estaré.
–Rodolphe, aquella a quien debes ahora confiarte, es la compañera a la que has
prometido la felicidad. Debes secar sus lágrimas; que la alegría reine en su corazón, y
necesitarás de toda la delicadeza de tus sentimientos para persuadirla. Sé que eres bueno
y que bajo una apariencia un poco ruda eres el mejor y el más generoso de los hombres.
Ningún otro como tú tiene el derecho de abordar esta cuestión. Rodolphe, habla a tu
compañera, háblale como el amigo de su corazón, como el confidente de sus gozos y
sus penas, como el testigo de sus éxtasis mudos y de los desgarramientos de su alma,
¡como el único hombre en el que ella debe creer en este mundo! Haz uso de esas dulces
palabras que convierten; hazle entrever el radiante porvenir. Tal vez llore… Déjala
llorar. Hazle comprender que esta jornada es una jornada dichosa, y puesto que ella cree
en Dios, dile, si hace falta, que es Dios quien me envía.
–Knauss, déjame abrazarte, déjame decirte que creo en ti, que en mi alma herida
vienes a traer esperanza. En nombre de mis antepasados que nos miran, te saludo como
una providencia bendita. ¡El apellido de los condes de Alhenberg no morirá!
¡Tendremos hijos para la patria!...
Se separaron.
El doctor se dirigió al pabellón situado a la derecha del jardín del castillo, que se
le había preparado. Abrió su amplio ventanal; y, a pesar del frío un poco intenso, pasó
una parte de la noche mirando el cielo lleno de estrellas, escuchando los misteriosos
ruidos de los bosques que se dormían, los aleteos de los pájaros nocturnos atravesando
el aire, y, sumiéndose de vez en cuando en una dulce ensoñación. Jamás había conocido
esas embriagueces. ¿Su idea?... Era un trueno retumbando a través del mundo, ¡era la
cosa más grande del siglo!
Cuando Rodolphe entró en la habitación de su esposa, la condesa Hélène leía un
libro de oraciones. Las sábanas de la cama de ébano castamente recogidas hasta el
cuello, solo dejaban percibir la cabeza, que, esta vez, menos cubierta de lo ordinario,
descansaba sobre la almohada que formaban sus cabellos.
30
Dejó el libro sobre una mesita de marquetería situada a su lado, extendió su manta
bordada de oro e hizo una señal a su marido para que sentase.
–Es mi supremo consuelo – dijo ella, mostrando el libro de oraciones. – Una
mujer que reza, es como un pájaro que canta: se olvida de sus tristezas. La oración hace
mucho bien…
–Eres muy buena, estás muy bella… Te quiero.
La condesa le tomó las manos:
–¿Estás temblando? ¿Cómo estás tan pálido?...
–Una seria conversación con mi amigo Knauss me ha impactado profundamente.
–¿Qué te ha podido contar para que estés tan triste?
–¿Triste? No, no triste, Hélène, estoy muy alegre. Estoy lleno de esperanza.
–¿Qué quieres decir?
–Hélène, mi Hélène adorada, tus lágrimas van a cesar. Recuperarás la dicha
desaparecida.
–¿Es eso cierto?
–Déjame reflexionar antes de hablar. ¡Lo que he de decirte es tan extraño! Las
ideas se entremezclan en mi cabeza. Mi querida esposa, es mi amor por ti lo que me
hace ser así. Ya no me verás más furioso. Mis cóleras pasadas me hacen enrojecer.
Hélène, es tu Rodolphe de antaño que te adora y que te suplica que creas en él. El
hombre que has conocido esta noche es la causa de mi alegría.
Rodolphe se acercó dulcemente a su cama y comenzó a contarle susconversación
con el doctor Knauss. Ponía en sus palabras las entonaciones más delicadas y él, el
cazador brutal, el señor que destrozaba con sus nerviosas espuelas los caballos más
indómitos, se volvía muy pequeño. Ella lo escuchaba sin comprenderlo.
Entonces, él volvía a comenzar de nuevo su relato. Esa vida pasada al aire libre lo
inspiraba; encontraba admirables palabras y las decía con voz enervante… Debía
expresarse con más claridad. Eso le era imposible. Las comparaciones más castas le
repugnaban, y permanecía largos minutos sin hablar hasta que se sentía impregnado de
imágenes que acudían a su espíritu llenas de frescura y de poseía…
De pronto, la condesa tuvo un sobresalto; un repentino rubor ensombreció su
rostro:
–¿Has perdido la razón?… ¡El hombre que está en esta casa es un insensato! Te lo
ruego, Rodolphe, ¡vuelve en ti! Es tu esposa quien te habla, que siempre te ha respetado
y con la que no tienes del derecho de utilizar semejante lenguaje.
–Entiéndeme…
–No, no. No puedo permitir que continúes así. No me has acostumbrado a
escuchar semejantes confidencias. ¡No intentes hacerme daño! Vamos, Rodolphe,
retírate; esta situación me resulta lamentable.
–Hélène… mi Hélène…
–Si es necesario, el Sr. Knauss abandonará esta casa. Se lo haré comprender yo
misma. ¡Ah! me muero de vergüenza.
–Solo una palabra…
–Rodolphe…
–En el nombre del Dios en que creemos…
–¡No insistas más! Sabes bien que estoy enferma. Que las emociones de esta
jornada terrible me han destrozado… Tu has quedado mucho tiempo charlando con el
doctor. Estaba preocupada.
–Me estaba revelando nuestra felicidad.
–Mañana verás que todas esas locas ideas habrán desparecido de tu mente. Tu
apellido ha sido siempre respetado; eres el amo y tienes el deber…
31
–¡Si alguien te ofendiese, juro por Dios que lo destrozaría de un puñetazo!
El gigante tuvo un gesto terrible, pero se dulcificó enseguida ante el aire asustado
de su compañera:
–¡Me retiro!
–Sabía que eras bueno.
En lugar de dirigirse a su habitación, el conde volvió a bajar tristemente la gran
escalera de piedra que llevaba al parque y se acercó al pabellón al que se había retirado
el doctor.
Karl Knauss estaba trabajando y sus párpados se velaban con esas rojeces que las
veladas provocan en los ojos de los pensadores y que Mignard ha plasmado tan bien en
un retrato célebre de Moliere.
Cuando el conde se acercó, él se levantó:
–Sabía que vendrías.
–Está todo perdido.
–¡No!
–El estado nervioso de mi esposa…
–Ya me lo esperaba.
–Podía provocar una de sus crisis que la dejan sin habla durante varias horas.
–Has hecho bien en no insistir. ¿Lo sabe todo?
–Lo sabe todo.
–Está bien.
–Yo desespero…
–No: hay que seguir manteniendo la esperanza. Venceremos.
–Knauss… Karl… amigo mío…
–Ten confianza: ¡serás padre!
Se despidieron a las primeras refulgencias del día, y el conde pareció recuperar su
desaparecida alegría.
–Espera, – dijo el doctor Knauss. –Sería demasiado fácil hacer bien si no se
experimentase algún contratiempo. ¡Ya es mucho contar con un aliado como tú!
33
III
La señora Guntzer era completamente opuesta a su hermana. Y si su marido se
burlaba del gigante incapaz de dar hijos a la patria, ella también disfrutaba mofándose
de los virtuosos escrúpulos de su hermana mayor. Pero, como la pareja vivía de la
generosidad de los aristócratas, ya que el retiro del consejero era mínimo y la dote de su
esposa había sido casi nula, se callaban su odio.
La víspera habían sabido que un amigo del conde estaba en Alhenberg; pero la
hora tardía, a la que los invitados de la corte había regresado de viaje, no les había
permitido acudir al castillo.
La mujer del consejero había sido invitada a las fiestas de Munich, pero como
aborrecía a Wagner y a su música, se había abstenido de aparecer por allí,
prometiéndose tomar revancha deslumbrante al comienzo del próximo invierno.
Plena de impudor, la gruesa dama encontraba a su marido ridículo, y aconsejaba
habitualmente a Hélèna que la emulase tomando un amante. Esta sentía un profundo
rechazo y se negaba a escuchar semejantes proposiciones; sin embargo, se decía en la
vergüenza de su alma que su hermana Olympe jamás había sido culpable, y se negaba a
creer los excéntricos relatos en los que la mujer del consejero se erigía en heroína de
amor.
El Sr. Wilhelm Guntzer pasaba sus jornadas en compañía del Sr. Schoffheim, el
médico del pueblo, un viejo obstinado que negaba de forma absoluta todos los
progresos de la ciencia.
Desde que se había retirado, el consejero se ocupaba de su colección de monedas;
iba al pueblo vecino a comprar, a precio de oro, antiguas medallas que disponía a
continuación en grandes estuches verdes especialmente diseñados para ello.
No creía en la mala conducta de la consejera, pues afirmaba que las mujeres
francas, pero un poco ligeras en sus palabras, nunca llegan a cometer actos reprensibles.
¡Una experiencia judicial de treinta años le había enseñado todo eso! Adoraba a sus
cuatro hijos, sobre todo a su mayor Enguerrand, que estudiaba derecho en la
universidad. Su último hijo, de apenas una decena de años, demostraba un vigor poco
común, y lo mostraba con orgullo como siendo el resultado de una vida bien ordenada y
de una juventud honesta.
En cuanto a su hija Betly, era alta, rubia, muy bonita, adoraba las poesías de
Schiller y esperaba con impaciencia mal contenidoa el regreso de su novio Sr. de
Vermond.
Tenía por madrina a la condesa Hélène, a la cual debía su elegancia y la esperanza
de casarse con el joven que había conocido en las aguas termales de Spa. Por lo demás,
los Guntzer compartían su ambición y eran felices de contar en su familia con uno de
los más destacados apellidos de Francia.
El matrimonio había sido acordado, la dote prometida, y la Srta. Betly se veía ya
reinando en París, adulada y viviendo en el tumulto de las fiestas.
Wilhelm Guntzer mentía cuando se glorificaba de llevar una conducta ejemplar.
Desde hacía varias años, se había aficionado a la bebida tratando de competir con su
cuñado; no era con la fuerza como podía vencer al noble, y tras haber vaciado varias
veces su copa, rodaba bajo la mesa como algo muerto que su adversario rechazaba con
el pie.
34
Por la mañana regresaba a la villa llena de los efluvios de la embriaguez: entonces
su esposa evitaba hablarle durante jornadas enteras.
El viejo médico, Sr. Frédéric Schoffheim reía de todo esto, bebía poco y dejaba
creer que la naturaleza generosa del consejero lo autorizaba a librarse a la orgía. Solo tal
vez, la condesa Hélène se permitía justos reproches que el antiguo magistrado
escuchaba oscilando la cabeza y pensado para sí:
–Una mujer ha nacido para hacer hijos y no para dar consejos; mi cuñada es
incapaz de cumplir; en cuanto a su defensa, me burlo más que de mi primer par de
tirantes.
En el fondo, él no esperaba más que una ocasión favorable para tomar una
revancha escandalosa contra el «Gigante bebedor», y aprovechaba de buen grado los
placeres que le creaba su afición numismática para ir de vez en cuando a la ciudad, a
casa de una amante a la que adoraba.
Eran aproximadamente las doce: La Sra. Guntzer había ido, en compañía de su
hija, a ver a su hermana y regresaba a la villa en el momento en que el Sr. Schoffheim
llamaba a la campana del portal que accedía al jardín.
–¡Doctor, una buena noticia!
–Señora…
El Sr. Schoffeim retiró el calote de seda que cubría su frente. Algo, flaco, los
cabellos pegados a las tienes, la cabeza desmesuradamente alargada en el occipital, la
nariz puntiaguda, de mirada un poco estrábica, miembros enjutos, desemparejados,
perdidos en un chaleco gris, un rostro blanquecino, del color de los viejos marfiles, tal
era el personaje que tenía la tarea de tratar a los enfermos del pueblo.
Se vanagloriaba de pertenecer a la antigua escuela, profesaba un soberano
desprecio por los innovadores y como protesta enérgica, continuaba realizando sangrías
en los brazos que rodeaba a continuación de vendas rojas enrolladas en el fondo de sus
bolsillos. Vivía como un viejo avaro con una gobernante que se ocupaba ella misma de
inscribir a las visitas y a veces de expedir las recetas.
El doctor Schoffheim estrechó la mano del consejero que introducía un Seleuco de
plata en una cajita.
–¡Ah! Schoffheim, he hecho un gran hallazgo.
–Veamos.
El médico tomó la moneda, pareció examinarla atentamente, y, sin decir palabra,
la devolvió al coleccionista.
–¿Y bien?
–La efigie apenas se advierte.
–¿Apenas se advierte?... ¡Mire esto! Mire hombre, mire, Frédéric!
Y con cierta irritación, Wilhelm le puso la moneda bajo las narices con tal
intensidad que las gafas de oro del médico oscilaron.
–Es buena… es buena… Me doy cuenta…
Y volvió a colocar sus gafas.
–¡Qué idiota!
–¡Guntzer, no me insulte! Señora, ¿me decía usted que tenía una buena noticia
que darme?
–Así es – dijo Olympe, mirándose en el espejo que se encontraba encima de la
chimenea del salón – ya no me acordaba. Se trata de uno de sus colegas, un gran médico
que ha llegado al castillo.
–Un gran médico – exclamó Guntzer – le pediré una consulta para mí…
–Papá, no eres amable con el Sr. Schoffheim – murmuró Betly.
35
–¡Oh!, perdón, mi viejo camarada. Pero las reuniones de médicos no están
prohibidas por la ley, ¿verdad, mi bravo, mi excelente Schoffheim?
–Desde luego. ¿Y quién es ese genio?
–El doctor Knauss.
–No he oído hablar de él – dijo el consejero que se econtraba muy ocupado ante
su colección.
–No lo conozco – dijo el médico – Espere… Knauss… Kelnauss… Kynausss…
No, este deber ser joven!
–Tiene cincuenta años – continuó la Sra. Guntzer – mi cuñado dice que es un
hombre que impresionará a Europa!
–¿Por qué no el mundo entero? – exclamó Schoffheim.
–Creo que Rodolphe dijo « el mundo entero » y…
–Algún atontado – interrumpió el médico. – En fin, ya veremos. Todas las
novedades llaman la atención.
–Además, – añadió la mujer del consejero – el Sr. Knauss tiene una colección.
–¿Colección?... – dijo Wilhelm Guntzer.
–… de plantas…
–Entonces es un imbécil. Lo apoyaría contra Schoffheim si hubiese podido darme
la Julia de oro que busco desde hace tres años.
El médico de pronto quedó perplejo y pensó:
–Ese Knauss viene sin duda a quietarme la clientela. No lo permitiré. Soy
conocido en toda la región… Hace veinte años que trabajo aquí y que he salvado de la
muerte a cientos de personas. ¿Acaso va a ser sacrificada toda una vida de abnegación?
Ya lo veremos.
–No tema – dijo la Sra. Guntzer, adivinando los pensamientos del viejo médico –
el amigo del conde se ocupa muy poco de medicina. En este momento trabaja en un
gran proyecto.
–Alguna compilación, sin duda. ¡Oh! yo los conozco muy bien, a esos
trabajadores… ladrones que exhuman antiguas pergaminos y que hurtan en las
enciclopedias.
–¡Mira que eres despreciable!
El consejero levantó los ojos hacia el techo:
–No es precisamente entre los médicos donde hay que buscar modelos de
fraternidad. No hay profesión en la que los celos sean más manifiestamente
escandalosos…
–¿Y los abogados? – vociferó el médico.
–No te has atrevido a decir «los jueces».
–Sí… ¿y los jueces?...
–No son mejores.
–Valen menos.
–¿Ahora tienes espíritu corporativo? ¡Menuda veleta!
–No me molestará mantener algunas palabras con este ilustre colega.
–Te va a vapulear.
–Tal vez… ¿Y va a estar mucho tiempo en Alhenberg, señora?
–¿El doctor Knauss?... Va a permanecer en el castillo varios meses. Se ha
instalado en el pabellón. Usted tendrá todo el tiempo del mundo para discutir con él.
–¡Oh! ¡si no es educado, la discusión quedará zanjada de inmediato!
–Es un hombre de la sociedad más refinada. Le he dicho que tenía cincuenta años,
pero no aparenta más de treinta.
–¡El sistema de Ninon de l’Enclos!
36
–Verá usted que no presume…
–¡Qué lástima! ¿Y realmente, señora, está usted segura de que ese Knauss no tiene
intención de ejercer la medicina?
–Se lo aseguro.
–No puede uno fiarse de esos aventureros. Yo no soy rico… Necesito mi clientela
para vivir.
–Viejo avaro – murmuró el consejero.
–Tu puedes hablar fácilmente, tienes un buen retiro, rentas.
–¿Quieres echar una partida de tute?
–Sí… lo prefiero a una discusión.
Los dos hombres se pusieron a jugar mientras la madre y la hija leían una carta
que acababan de traer: esta carta era del Sr. de Vermont.
Apenas habían comenzado la lectura, cuando las damas se levantaron para recibir
la visita del director del priorato de Alhenberg.
El reverendo padre Pétrus Steeg llevaba bajo el brazo un volumen de La Historia
Universal de Bossuet. Pertenecía a la categoría de los sacerdotes galicanos. Allí, en el
monasterio que la generosidad del conde mantenía, vivía con sus colegas de una renta
anual gracias al castillo. Casi todo su tiempo, lo pasaba en el estudio.
Al principio, su familia lo había destinado a la Escuela militar a causa de sus
actitudes científicas; pero, arrastrado por una irresistible vocación, había entrado en el
seminario para recibir las órdenes, y después de esa época se había conformado con
dirigir una modesta escuela de pueblo.
El padre Pétrus Steeg era el confesor de la condesa Hélène, y gracias a su firmeza,
la autoridad de su lenguaje y a su persuasiva dulzura, la pobre mujer no había maldecido
su vida. La claridad de su mirada, viendo a la cara, la rectitud de los rasgos inspiraban
confianza en este sacerdote de cabellos grises. Las líneas de su rostro, rigurosamente
marcadas, y la firmeza de los contornos indicaban una fuerza que provenía de lo alto,
que se imponía, que golpeaba y tomaba su poder en una voluntad sumisa a las
contradicciones humanas.
En su despacho, los libros de ciencia, las revistas cosmopolitas, los mapamundis y
los alambiques, se mezclaban con los crucifijos y los cuadros religiosos. Pensaba de
buen grado que la iglesia puede acomodarse a las ideas modernas y a veces soñaba con
la conciliación perfecta de la ciencia y el dogma.
Se le había ofrecido la dirección de una gran escuela eclesiástica, pero no quería
otra cosa que la continuación de la vida apacible y laboriosa que se había hecho en
Alhenberg, en el fondo del valle.
La condesa encontraba en sus conversaciones la calma necesaria para su espíritu;
y como ella era la bendita providencia de las familias más pobres del condado, rogaba al
reverendo que la ayudase con sus limosnas.
–Usted ha gastado su fortuna en hacer el bien… Ayúdeme ahora a continuar sus
buenas obras – le decía ella a menudo.
Ninguna de las ciencias humanas le resultaba indiferente; el padre Steeg mantenía
largas discusiones jurídicas y médicas con el consejero y el Sr. Schoffheim. Sin
embargo, con este último, la disertaciones presentaban poco interés; hombre de buen
talante, indulgente en exceso, el reverendo nunca dejaba entrever su impaciencia, salvo
a declarar con una gran calma lo que él creía ser la verdad.
–¡Ah! mi reverendo, va a tener un interlocutor digno de usted… tal vez un
adversario… que conoce todas las lenguas de la tierra – dijo la Sra. Guntzer.
–Y que las habla todas con la misma – añadió el consejero – que nunca evitaba la
ocasión de soltar alguna pulla.
37
–¿Y esa persona es el doctor Knauss? – preguntó el reverendo.
–¿Lo conoce?
–He leído algunos artículos que ha publicado en los Anales de Poggendorff… Es
un hombre de gran mérito. Me ha alegrado mucho conocerlo esta mañana en el castillo.
–¿Así que es un gran hombre? – continuó el médico.
–Un gran sabio, señor Schoffheim.
–¿Y no viene a ejercer la medicina?
–Creo que ha dicho que no.
–Es que…
El reverendo volvió a tomar la palabra:
–El doctor Knauss será una de las glorias de Alemania…
–Apuesto que no tiene religión – exclamó Schoffheim.
–No lo sé…
–¿No lo sabe? En realidad, reverendo, es usted demasiado indulgente. ¿Y si ese
hombre es un impío, un ateo?...
–No voy a hacer un juicio temerario.
–Esta noche veremos al hombre – quiso concluir la Sra. Guntzer.
–Y yo juzgaré al sabio – respondió el médico.
–Cenamos todos en el castillo – suspiró suavemente el consejero… –El famoso
ciervo que caza mi cuñado está a punto y disfruto conociéndolo, tanto o más que al
célebre doctor.
–Célebrrrrre doctor – repitió con sorna Schoffheim.
39
IV
Al despertar, el conde Rodolphe se había sentido presa de un remordimiento par la
confianza con la cual había aceptado la singular revelación del doctor. La repugnancia
de su esposa, sus indignadas protestas, se mantenían presentes en su espíritu. Y él, que
hacia apenas algunas horas saludaba a su amigo como un redentor, se sentía invadido
por una gran duda. Se preguntaba si Knauss tendría razón y si debía confiar en él. Y
además, admitiendo incluso que la nueva idea se fundamentase en bases seguras y que
la condesa consintiese en la experiencia, empujada par el instinto de maternidad, ¿no
sería personalmente el hazmerreir de todos su vecinos? Veía reflejadas las burlas en los
rostros de sus amigos. Temía el ridículo. Su apellido siempre había sido respetado. No
quería desacreditarlo; también se sentía bastante fuerte para luchar contra Knauss y su
sistema, gracias al concurso que no dejarían de prestarle el doctor Schoffheim, el
consejero y el reverendo.
Al lado de estos tres hombres, no dudada en poder confundir al doctor. En un
momento, empujado por el miedo, acudió a su espíritu que había sido engañado y que
su viejo amigo había querido burlarse de él. Pero expulso enseguida esta idea y
concluyó pensando que el sistema de Knauss se debía a una organización mal
equilibrada y que se haría de él una buena y pronta justicia.
Encontró al doctor en lo alto de la terraza que dominaba el valle de Alhenberg.
Knauss ya había dado un paseo por los alrededores del pueblo y regresaba al castillo,
ahíto por completo del aire libre.
–Mi querido conde, tu dominio es magnífico. Ahora comprendo porque huyes de
la estancia en las ciudades y porque pones en práctica el precepto de Shakespeare.
–¿Qué precepto?
–«Erigid vuestros hogares a los campos, lejos del mundanal ruido; elegid una
compañera dulce y sencilla, y, al mismo tiempo que vuestro corazón, vuestras
aspiraciones serán satisfechas.»
–¿Y el poeta inglés no habla de los hijos?
El doctor sonrió:
–No en este pasaje… Ya vez, Rodolphe, que estoy muy contento de ser tu
historiógrafo. Encontraremos la segunda parte cuando llegue la hora.
Karl Knauss tomó al conde por el brazo y continúo hablándole de los pintorescos
lugares que maravillaban su vista.
–¡Pareces triste!
–No…
–Vamos, Rodolphe, ¿qué te ocurre?
–Te aseguro… no…
–Se sincero; a menudo la noche es mala consejera. ¿Has reflexionado y ya no
crees en mi?
–¡Bien! imitaré tu franqueza: sí, me han invadido unas dudas terribles… Si tu
experiencia no tiene éxito habrás sido el responsable de nuestra desgracia. Tú me
quieres demasiado, Knauss, para no comprender mis terrores y mis angustias.
–¿Y esa es la única razón que te hace hablar de ese modo?
–Jamás me he ocupado de la ciencia, y antes de que aborde de nuevo esta terrible
cuestión con la condesa, desearía que expusieses tu sistema ante mis amigos, tu colega,
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el Sr. Schoffheim, el padre Steeg, quién, tú lo sabes, es un hombre de gran valor, y mi
cuñado, el consejero…
–He conocido al reverendo; me ha parecido un hombre notable; pero tal vez el
carácter del que está investido…
–No, el reverendo sabrá imponerse a sus escrúpulos por lo mucho que nos quiere.
–¿Y cuándo podré ver a esos caballeros?
–Hoy mismo, vienen todos a cenar al castillo.
–Entonces, estoy listo, ¡hombre de poca fe!
–¿Ya no me quieres?
–No. No me hago ninguna ilusión sobre las decepciones que me esperan.
Felizmente tengo confianza absoluta en el éxito de la obra que persigo.
Por la noche se reunieron en el castillo.
La condesa Hélène acababa de leer en los ojos de su marido la súbita revolución
que se había operado en él. A la cercanía de su esposa, Rodolphe había sentido como
una especie de prohibición y de molestia, y, sin que ella lo exigiese, se había apresurado
a decirle que él había cometido un gran error al contarle las palabras del doctor.
En ese momento, la Sra. Guntzer hablaba con entusiasmo de su futuro yerno,
Henri de Vermond, que había escrito una carta repleta de afectuosos sentimientos. Solo
los franceses, decía ella, eran capaces de esas delicadezas.
El consejero afirmaba alegremente que sería el reverendo quien bendijera a los
novios y esperaba que el doctor estuviese en la fiesta.
Solamente el Sr. Schoffheim permanecía taciturno. Desde el comienzo de la
velada, había observado la fisonomía de Knauss, y trataba de hacerle el horóscopo.
La Srta. Guntzer se puso al piano, tocó una polonesa de Chopin mientras tomaban
el té.
Y como se hacia tarde, las damas se retiraron ante las grandes pipas de porcelana
que los hombres se disponían a encender.
El conde esperaba con impaciencia que llegase la hora de abordar la cuestión que
tanto le preocupaba. Tras haber consultado con la mirada al doctor Knauss, dejó caer
estas palabras con una indiferencia perfectamente preparada:
–Mi querido doctor, soy muy feliz que la ocasión me permita pedirte algunas
explicaciones sobre el extraño tema del que me has hablado…. Caballeros, se trata de la
puesta en práctica de un descubrimiento que debe revolucionar el mundo.
–Alguna buena historia – gruñó en voz baja Schoffheim.
–Le escuchamos, señor doctor – dijo alegremente el consejero.
–De entrada, caballeros, pido a nuestro reverendo que me disculpe la singularidad
del sistema que voy a exponerles – dijo Knauss.
–¿Una historia picante?... – preguntó Guntzer.
–No, señor consejero, un asunto serio, muy serio incluso – contestó Knauss.
–¡Oh!...¡oh!... muy bien…
El padre Steeg se había inclinado ante la alusión que le había dirigido el doctor.
–Caballero, aunque no tengo el honor de conocerle más que desde esta mañana,
estoy seguro que nada en su lenguaje herirá los oídos de un sacerdote.
–Y de un sabio – añadió el conde.
–Mi colega, el señor Schoffheim, me será de una gran utilidad para dar crédito a
los hechos que trataré de demostrar… Evitaré, tanto como me sea posible, emplear
términos científicos.
–¡No somos asnos! – exclamó el consejero.
Karl Knauss no tomó en consideración la interrupción y continúo:
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El creador de hombres

  • 1. 1
  • 2.
  • 3. 3 EL CREADOR DE HOMBRES Jean-Louis Dubut de Laforest Yvelin RamBaud Traducción.- José M. Ramos González
  • 4.
  • 5. 5 Dedico humildemente las páginas de este sucinto estudio sobre La Fecundación y la Generación artificiales a la inmortal memoria de CLAUDE BERNARD que bajo su envoltura orgánica fue, durante su evolución terrestre, el más sincero de los hombres y el más perfecto de los sabios. Su discípulo lleno de gratitud GEORGES BARRAL
  • 6.
  • 7. 7 PREFACIO El 30 de junio de 1876, en una de las más hermosas mañanas del verano que comenzaba, tuve el honor de conducir a Claude Bernard al Jardín Botánico. Había elegido como tema de su curso anual en el Museo de Historia Natural, la unidad de la vida. Concentrado en su tema, caminaba pensativo, apoyado en mi brazo. «La vida, dijo de pronto, la vida, ¡qué problema insondable! Sin embargo, para el que no confunde las leyes fisiológicas universales con los principios de la filosofía humana, ya es posible entrever algunas luces que conducirán al descubrimiento de la verdad. Me gustaría terminar mi carrera mediante una obra sintética sobre los Orígenes de la vida. Tal sería el título de esa obra. ¿Tendré fuerzas para realizarla? No lo creo. Me siento débil. Mi cerebro es vigoroso, pero mi fuerza se va. Si me es querida, como dice Molière, no es por las satisfacciones que me da; pero yo le pido que se mantenga hasta el final de mi tarea. Fue un alquimista de la Edad Media quien dividió por primera vez la vida en tres reinos. Esta distinción debe desparecer. La unidad vital existe por todas partes. Independiente, armónica, pero una, tal como se encuentra la manifestación de la vida entre los animales y los vegetales. Mi ilustre colega, Sr. Boussingault, pretende que el sol es la única fuente de la vitalidad. Yo no lo creo. La disminución y la desaparición de la radiación solar no conducirán a la supresión de la vida en la superficie del globo. Las fuerzas vitales no le están sometidas. Habrá un cambio en su modus vivendi, eso es todo, y estas continuarán desarrollándose sin el sol, pues cada ser tiene las suyas propias en sí mismo. La unidad existe en la respiración, la nutrición, la reproducción, en todas las funciones. El mecanismo es múltiple, pero la vida comienza por ser simple; se complica más adelante. Se caracteriza con la célula que se desprende del protoplasma, materia prima universal. La forma celular debe ser estudiada en las regiones más elevadas de la ciencia. Se vive y se muere por la célula. La vida reside pues en el protoplasma y en la célula. Uno la mantiene, la otra produce todas sus manifestaciones. Pero entre los seres pluricelulares, ¿de qué modo se transmite la vida, de qué manera se operan la fecundación, la concepción, la generación, entre los protistas, los monocelulares y los multicelulares, como el hombre? ¡Cuánto hay que decir y hacer comprender al público! Si los novelistas quisieran instruirse, abandonar por un instante las descripciones puramente ficticias y beber en las fuentes de la fisiología, cuántos estudios curiosos podrían proporcionar a los lectores ávidos de lo desconocido…» No sé si estos fueron, propiamente hablando, los términos empleados por Claude Bernard. Pero he vivido bastante en su intimidad para certificar que ese era el fondo de su pensamiento. Además, las líneas que he transcrito, en sustancia, ese día, sobre el Cuaderno de notas experimentales del Laboratorio de Bioquímica, me han permitido reconstituir esta confidencia tal como la acaban ustedes de leer, y cual me fue hecha. Durante algún tiempo recorrimos los senderos del Jardín Botánico. Claude Bernard estaba allí, cuando nos separamos ante las escalinatas de entrada del pabellón reservado al Anfiteatro de los cursos de anatomía comparada. En frente, hay un banco, sombreado en primavera por las lilas en flor y que me es muy querido, porque a menudo ese maestro incomparable se sentaba allí, antes o después de sus lecciones. En ese
  • 8. 8 momento, al dejarme, me dijo: «Si tiene usted amigos entre los poetas y los escritores, añadió, dígales que no perderían nada viniendo a escucharme.» Comuniqué a algunos de ellos esta gloriosa sugerencia, y no me sorprendió recibir, una de estas pasadas mañanas, la visita de los Sres. Yveling RamBaud y Dubut de Laforest, trayéndome el manuscrito de su Creador de hombres. No me siento abrumado por presentar al público esta obra que abre una nueva vía en la novela moderna, y que consagra el voto de un sabio de talento. Su interés reside sobre uno de los más interesantes problemas de la fisiología humana. Digo, entiéndanlo bien, digo fisiología humana. En efecto, la fecundación artificial se ejecuta desde hace tiempo por las manos del hombre, entre individuos de la especie bovina, entre los peces, entre los insectos, entre las flores. Téngase en cuenta que también fue un investigador de talento quien fijó las reglas para aplicar este modo de reproducción a la piscicultura, y del mismo modo que aumentaba nuestro tesoro científico, creía nuestra riqueza alimentaria. Un médico distinguido, el Sr. Daniel Hooibrenk, hace veinte años aproximadamente, demostró que era posible multiplicar la producción de cereales, favoreciendo mecánicamente la dispersión y el contacto del polen sobre los ovarios. El proceso ha sido ensayado hace poco con gran éxito. Entre el hombre solamente, por un sentimiento de pudibundez incomprensible, ese procedimiento ha sido reprobado hasta ahora. Incluso han llegado a afirmar su imposibilidad, en el ámbito legal y moral. Antes de hacer un resumen histórico sobre las tentativas de la fecundación artificial humana, debemos declarar que la novela que van a leer, muy ciertamente con un vivo interés, es, desde todos los puntos de vista, una obra notable. Se trata precisamente de la obra de los Sres Yveling RamBaud y Dubut de Laforest. El primero tiene tras él todo un pasado literario brillante. Ya ha encantado a una línea de lectoras, aumentando a cada nueva publicación sus adeptos y sus admiradores. Es sobre todo su carácter psíquico, si tomo como referencia a ese melancólico Bossue, la mejor característica de la obra de este escritor que está en la plenitud de su talento. El segundo es un temperamento realista que se encuentra a la búsqueda de lo desconocido patológico en la especie humana, y que traduce las sensaciones que estudia en un estilo colorista, pero puro. La Srta. Tántalo, su última obra, desprende un espíritu escrutador, tal vez inquieto, pero, con toda seguridad, distinguido y muy literario. La colaboración de esos dos autores debía favorecer las cualidades de cada uno de ellos. Desde este punto de vista, El Creador de Hombres es un obra prefecta. Toca una de las cuestiones más delicadas, incluso escabrosas, y, sin embargo, se puede leer de principio a fin, sin verse herido, en cuanto que esta novela trata un tema fisiológico intimo. Lectores y lectoras emprenderán su lectura sin ser abrumados por los términos técnicos, eso de lo que muchos novelistas abusan hoy en día. La frase está alerta, es precisa, clara y casta. Es una obra de estilista, de moralista, de legislador. Incluso la religión, que para tantas personas aún es una necesidad, desempeña en la obra un rol igual al de la medicina, de la filosofía y de la ley. No es en absoluto una novela médica. Las que se han escrito son aburridas y carecen al final de lo que proponen al principio. Son demasiado científicas para el lector común, e insuficientes para el médico. Tampoco es una novela fantástica, compuesta sobre un dato o una variedad científica, a semejanza del Hombre de la oreja rota, o La nariz de un notario, o El caso de M. Guerin, esos brillos de espíritu y de pluma de un maestro en el arte de escribir, el Sr. Edmond About, que ocupa un lugar destacado en la Academia francesa. Incluso es menos que una novela como las que escribe Julio Verne, donde la imaginación disputa a la veracidad. No, no es nada de eso. Es realmente una tentativa nueva y muy viva. Es la novela de la vida real, en absoluta melodramática,
  • 9. 9 pero severa, interesante, sana, austera como la propia ciencia que purifica todo lo que toca. Es una obra muy moderna, una toma de posesión sobre el campo tan vasto de las investigaciones de la fisiología. La acción ha sido localizada en Alemania, por una especie de susceptibilidad de la que el lector captara la intención, y que ha permitido a los autores libertad de acción. Pero debemos restituir, a los sabios de raza latina, a los de Italia y Francia, el honor de este descubrimiento biológico capital. Algunos han querido ver en la solución de este problema de orden natural la realización del dogma de la Inmaculada Concepción. Los fisiólogos de la escuela de Claude Bernard, en un caso de experimentación artificial, no consideran a la mujer que se ha prestado al experimento, más que un instrumento científico. Es cierto que la fecundación artificial de la mujer es posible. Ha sido realmente logrado. Fisiológicamente, es tan fácil como la lograda sobre los batracios, los peces, la hiena, el jumento y la vaca. Desde el punto de vista social, el objetivo del matrimonio es la reproducción. Si algún obstáculo físico se opone a la fecundación, no hay nada de anormal ni monstruosos en la intervención medica para la aplicación regular de las más sencillas indicaciones de la naturaleza. Como modo de tratamiento de la esterilidad, la fecundación artificial debe ser preferida a los medios quirúrgicos o a las maniobras inconfesables de los charlatanes. Sobre cien mujeres, esta práctica es necesaria para una media del cinco por ciento, o sea cincuenta de cada mil, es decir que es indispensable para una cifra de seiscientas mil mujeres, sobre la población femenina adulta de Francia. Fue don Pinchon, monje de la abadía de Réame, quien indicó el primero, hacia 1164, la manera de fecundar artificialmente los huevos de los peces. El documento más antiguo conocido sobre este aspecto, se debe a Jacobi, miembro de la Academia de las ciencias de Berlin (1764). Fue reproducido, en 1773, por Duhamel du Monceau y citado por Spallanzani en 1787. Pero fue este célebre naturalista italiano quien, científicamente, demostró, en 1780, como pueden ejecutarse las fecundaciones artificiales, tomando prestada de la naturaleza su forma de operar. Demostró, mediante variados experimentos, que el desarrollo del embrión puede hacerse, con los elementos de los padres, sin su colaboración activa. Logró incluso fecundar huevos de gusano de seda, tomados en el momento de la puesta y separados de los machos, mojándolos con el licor fecundante de éstos. En 1782, Rossi, profesor en Pisa, repitió con éxito todas las pruebas de Sapallanzani. Prevost y J.B. Dumas, en 1824, confirmaron estos resultados proporcionándoles más precisión todavía. En 1837, J. Shaw, Boccius, en 1841, Remy y Gelius, desde 1842 hasta 1848, repitieron todas esa tentativas y acrecentaron el campo de las investigaciones. En 1856, Coste aportó al fin el contingente decisivo de sus admirables trabajos. Fue él quien estableció experimentalmente, de un modo definitivo, las auténticas bases de esta parte de la fisiología. Únicamente, no hay que tratar de aplicar este descubrimiento en los seres que no tienen afinidad entre ellos. No se obtendrán más que resultados negativos tratando de fecundar animales de especies diferentes. La naturaleza es antipática a los monstruos. Repudia incluso todos los género de mulos haciéndolos infecundos. En 1865, Charles Robin, en presencia de Edmond About, emprende unos trabajos, en un pequeño arroyo de Alsacia, para demostrar experimentalmente que los sapos macho no se acoplan con las ranas y viceversa. Contribuyó a destruir resta creencia popular que, si fuese justa, daría un desmentido a las leyes naturales que nunca se equivocan. Demostró, al contrario, que la fecundación artificial, se obtiene más fácilmente de los híbridos entre las especies de una misma familia, como los salmónidos, por ejemplo.
  • 10. 10 Fue en Saverne, junto a esa casa descrita con una tristeza tan sobrecogedora por Edmond About en su libro titualdo de Pontoise a Estambul, donde esta prueba experimental fue realizada. Debemos conservar el recuerdo de ese hecho, a doble título del descubrimiento de Charles Robin, que es el más profundo de los fisiólogos vivos, y al que debemos glorificar hoy, y del desgarrador cuadro inspirado por un verdadero patriota. Es una admirable página, orgullosa y elocuente reivindicación que consagra la memoria de una tierra, tan diferentemente inmortalizada por la ciencia, la literatura y los acontecimientos políticos. «No os diré nada de Alemania, y solo pido permiso para guardar para mi solo, o para mis hijo y para mí, los sentimientos que he experimentado ante los nuevos fuertes de Estrasburgo, escribe Edmond About. El martes por la mañana, hacia la diez, hemos pasado por Saverne, y en un pliegue de los Vosgos, detrás de una cortina de grandes árboles que yo planté, vi una casa que me es querida y dolorosa entre todas. Allí viví doce años en la dicha y la paz; allí escribí la mitad de mis libros; allí vi nacer a mis cuatro primeros hijos. Desde el año terrible, esta propiedad, pagada con mi trabajo, ha sido repartida entre Bismarck y yo. Yo soy el dueño, pues siempre me he negado a venderla, pero el gran canciller me prohíbe volver a poner allí los pies, en virtud de la ley del más fuerte. En ella he entrado por última vez en el otoño de 1872. Los gendarmes prusianos vinieron a buscarme; me llevaron a prisión para hacerme saber que era un crimen ser francés en Alsacia. La casa ríe allí bajo su manto de viña virgen y de glicina, y yo lloraría tal vez un poco si estuviese solo. Pero henos aquí en los desfiladeros de la montaña; pasamos bajo los seis túneles, cada uno de los cuales podía detener al enemigo durante un mes y que nuestros generales no han hecho saltar por olvido. Nuestras rocas de gres rojo jamás me han parecido tan orgullosas; nunca nuestros bosques de hayas y de pinos han sido tan bellos. El color oscuro de los resinosos forma aquí y allá una mancha oscura sobre los follajes uniformemente dorados por el otoño. ¡Qué bello y buen país hemos perdido! ¡Pensadlo de vez en cuando, vosotros que lleváis el nombre de franceses! Yo tengo el alma envenenada.» Las turbadoras líneas que se acaban de leer no constituyen una digresión en nuestro estudio. Todo se mantiene y se encadena en este mundo. En el umbral de esta curiosa obra del Creador de Hombres, no es inútil advertir al lector sobre los varaderos sentimientos de los autores que estarían desesperados de ser acusados de haber escrito un libro a la gloria de Alemania. El doctor Knauss es un adepto y ferviente admirador de la ciencia francesa. Él declara, en repetidas ocasiones, en el transcurso del relato, que es a Francia de quien se han tomado prestados los principios que él quiere aplicar, y sin cesar, rinde homenaje a los descubrimientos que vienen de la orilla francesa del Rin. En efecto, las primeras observaciones de fecundación artificial de la mujer, realmente auténticas, datan de 1861, y son debidas al doctor Girault. Publicó una docena de obras, de las cuales una se remonta a 1838. Todas las operaciones de este eminente médico, efectuadas sobre dos mujeres, fueron seguidas de embarazos. Marion Sims, en 1866 en New-York, Gigon padre, en Paris en 1867, Gigon hijo en 1871, el doctor Pajot en 1877; luego los Rres. de Sinéty, Lutaud, Courty, Pouchet, Esutache, en Francia, Gaillard Thomas, en América, han informado también de numerosos hechos de fecundación artificial, y han sido los propagadores de este precioso método. En agosto de 1883, ocurrió en Burdeos un hecho interesante que zanjó la cuestión desde el punto de vista de la ciencia y de la medicina legal. Un médico de esa ciudad, habiendo intentado esta operación sobre una dama casada, y no pudiendo recibir sus honorarios, se había dirigido a la justicia para pleitear, lo que es contrario a todos los usos del cuerpo médico. Al número de motivos jurídicos adelantados para el juicio, el
  • 11. 11 tribunal creyó su deber añadir a sus conclusiones una apreciación científica moral y social, así redactada: –Teniendo en cuenta que la mujer A… se ha sometido a una operación conocida bajo el nombre de fecundación artificial, la cual parece, por lo demás, no haber producido ningún resultado, y no haber siquiera sido practicada con todas las precauciones y en las condiciones ordinarias indicadas por la ciencia; Pero, sin tener que averiguar cual es desde el punto de vista científico, el valor del proceso empleado por L…, el tribunal no puede ver en el empleo de este procedimiento una causa lícita de obligación; proceso que no consiste, en efecto, en suprimir, bien en la mujer, bien en el hombre, las causas de esterilidad de manera a hacerlas aptas para la generación, sino que para su cumplimiento directo en lo que tiene de más íntimo, ser un intermediario entre el marido y la mujer, usando medios artificiales que reprueba la ley natural, y que podrían incluso, en caso de abuso, crear un varadero peligro social; Importa a la dignidad del matrimonio que semejantes procedimientos no sean trasportados del dominio de la ciencia al de la práctica, por lo que la justicia no sanciona obligaciones fundadas en su empleo; Teniendo en cuenta… etc., se deniega al doctor L… su demanda… Esta decisión, que condena hechos científicos, ha sido objeto de justas críticas por parte de la Sociedad de medicina legal de Francia, que está compuesta por todas las personalidades del mundo sabio. Los jueces, en efecto, que son la mayoría del tiempo excelentes jurisconsultos, pero pobres fisiólogos, desconocen por completo la operación que han creído deber reprobar tan severamente. El doctor Leblond, encargado de redactor el informe sobre esta cuestión, ha demostrado que la operación no supone de ningún modo un peligro social, como los jueces han supuesto, que, por el contrario, permite la extensión de la familia siguiendo leyes fisiológicas perfectamente aceptables y no repugnan en nada a nuestra conciencia. Sin duda, el médico que no teme usar publicidad engañosa para atraer a la clientela de mujeres estériles, no merece en nada la simpatía, pero cuando la operación está practicada por un hombre honorable, con todas las reservas que la situación comporta, no se ve como la moral podría encontrarse ofendida. Cuando los medios quirúrgicos han fracasado, y la esterilidad persiste, se está autorizado a favorecer la fecundación por otros medios que la ciencia enseña. La fecundación toma entonces el nombre de fecundación artificial. Esta expresión pude chocar de entrada, pero se la acepta sin dificultad desde que designa a una fecundación natural con ayuda de ciertos artificios. El procedimiento preconizado hoy, ha sido indicado por el doctor Pajot, que es un maestro sin igual en obstetricia, y uno de las glorias más eminentes de la Facultad de medicina de Paris. Es sencillo, discreto, decente; no hiere en nada el pudor de la mujer, la dignidad del marido, y no puedo llevar el menor reproche en su consideración de médico. En su notable informe, el doctor Leblond termina diciendo que, lejos de condenar como el tribunal de Burdeos parece desearlo la fecundación artificial, hay que alentarla, pues tiende a perpetuar la especie, y proporciona a la familia alegría que no habría podido disfrutarla sin ella. Las conclusiones del doctor Leblond han sido adoptadas por todos los miembros presentes, entre los cuales podemos citar a los Sres. Brouardel, Chaudé, Charpentier, Gallard, Lutaud, etc. Debemos añadir que en el magnífico Diccionario enciclopédico de las ciencia médicas, publicado en la editorial G. Masson y Asselin, bajo la alta dirección del
  • 12. 12 eminente doctor A. Dechambre, este tema ha sido tratado con una amplitud magistral por Charles Robin. Es un trabajo para leer de principio a fin. No se encontrará en ninguna parte tanta profundidad, claridad y sentido común, pues los tratados de fisiología, incluso los más reputados, no han sabido situarse al nivel de la ciencia en este tema. Existe otro punto de vista que interesa al pensador. ¿Cuál es la influencia de la fecundación artificial sobre la concepción y sobre la generación? En una palabra, ¿el padre imprime su marca creadora sobre el desarrollo del embrión en un caso de concepción mecánica? La afirmación ha sido absolutamente verificada. La fecundación artificial no quita absolutamente nada al carácter primordial impuesto por el hombre a su futuro descendiente. Se puede apliar el deseo que Moliere articula por la boca de Mascarille, en l’Etourdi: … Que los cielos prósperos Nos den hijos de los que seamos los padres! La generación es, sin duda alguna, la más importante de las funciones de la fisiología. Es por ella sola, según Platón, que los humanos son inmortales, dejando hijos de sus hijos después de ellos. Es evidente que el aparato de la generación ejerce una influencia considerable sobre todo el organismo. Algunos sabios la localizan en el primer rango. Van Helmont ha dicho: Es solo por la matriz que la mujer es lo que es (Propter solum uterum, mulier est id quod est). Férnél, médico de Enrique II, rey de Francia, escribió en 1555: El hombre está por completo en su semilla (Totus homo semen est). ¿Pero la influencia de los acontecimientos no puede hacerse sentir sobre el desarrollo de la concepción? Se ha constatado que la acción patogénica de los trastornos políticos o sociales siempre ha sido muy marcada, desde el origen embrionario, sobre las futuras cualidades físicas e intelectuales del ser en formación. Los trastornos de evolución tan numerosos observados, por ejemplo, entre los niños nacidos en los últimos meses de 1871, y la mortalidad excepcional observada en esos sujetos, les ha hecho ser designados bajo el nombre de hijos del asedio,1 convertido como sinónimo de niños mal formados y abocados a un destino fatal. El Sr. Legrand du Saulle, uno de nuestros médicos alienistas más distinguidos, ha tenido la idea de verificar científicamente esta opinión popular. Sobre 92 niños concebidos durante el asedio de Paris, encontró 64 anomalías físicas, intelectuales o afectivas. Los otros 28 sujetos eran en general pequeños y delicados. Sobre estos 64 sujetos, 35 presentaban malformaciones físicas y trastornos de nutrición, 21 eran retrasados, imbéciles o idiotas, 8 estaban afectados de vesania. Una notas proporcionadas por los doctores Bourneville y Ladreit de la Charrière, vienen a apoyar los estudios personales de Legrand du Saulle. Ch. Féré ha hecho interesantes investigaciones sobre lo que él llama las familias neuropáticas. Seria curioso examinar con él, tras haber hecho la parte de la herencia mórbida, el rol que representa en la génesis de estos trastornos de desarrollo, la inanición, el alcoholismo y el estado psíquico considerados aisladamente. Convendría especificar en que momento han actuado esas causas. ¿Es en el momento de la concepción, es durante la gestación y en qué época? Es de presumir que cada malformación no puede ser producida más que en un punto determinado de la evolución del embrión. Existen ciertamente instantes precisos y solemnes, podríamos añadir, 1 Durante la guerra contra el imperio prusiano, Paris estuvo sitiada por el ejército alemán desde el 19 de septiembre de 1870 al 28 de enero de 1871, (Nota del T.)
  • 13. 13 donde los generadores han estado sometidos a una influencia especial que han llevado a los sujetos trastornos característicos. Ch. Féré relaciona un caso importante al respecto. Se le presentó una chiquilla de doce años, bastante bien conformada, con un cráneo regular. Pero fue operada de un labio leporino lateral izquierdo, presentaba un tic de los párpados, hablaba con dificultad, y tenía seis años cuando comenzó a hacerse comprender. Leía muy mal y apenas escribía; era somnolienta y taciturna; experimentaba accesos vertiginosos. Toda la familia era normal y sobria. Tres hijos nacidos antes que esta joven, nunca habían experimentado trastornos nerviosos y no tenían deformidad alguna. Pero el padre, que era un abogado distinguido, consideraba que la concepción de esta hija tuvo lugar el 2 de mayo de 1871, hacia las siete de la mañana, y, una media hora después, un grupo de guardias nacionales hizo irrupción en su apartamento para hacer un registro. Su esposa, extremadamente asustada, fue presa inmediatamente de vómitos, y necesitó varios días para recuperarse de su emoción. La pareja pudo entonces abandonar Paris, y el embarazo se desarrolló sin ningún acontecimiento particular. En este hecho, ni la inanición, ni el alcoholismo, ni los antecedentes nerviosos pueden ser puestos en causa, y el estado psíquico parece ser solamente el acusado. La emoción sentida por la madre tuvo una influencia perjudicial sobre el desarrollo de esta hija de la comuna, por emplear la expresión tan justa como espiritual de M. Ch. Féré, de quien tomamos todos los detalles de este caso. La influencia psíquica, aunque ya indicada por los antiguos, es la menos conocida y la más interesante de estudiar. En el momento preciso de la concepción, ella es sobre todo muy grande. La megalantropogenesis, o el arte de crear niños de talento, no sería entonces una doctrina tan vana como se ha creído. La operación de la fecundación artificial, rodeada de todas las precauciones necesarias, ejecutada en el silencio y en la paz del campo, lejos de las emociones y del ruido de las capitales, puede producir seguramente concepciones normales. Pero se ha objetado que las fuertes pasiones afectivas son capaces por si solas, de dar a los productos de la generación las mas bellas cualidades físicas y morales. Ved los hijos del amor, se dice. Entre aquellos que han destacado en la humanidad, la mayor parte estaban dotados de todas las gracias de una forma perfecta y fueron espíritus superiores Ya han pasado los tiempos en los que los alquimistas se agotaban en obtener, mediante la combinación de diversas sustancias en fermentación, introducidas en un cuerno, a una temperatura previa, un pequeño animal minúsculo, o un pequeño hombre llamado homunculus. La creación de un ser a partir de algunas piezas es absurdo, se trate de un hombre, de un molusco, de un caballo o de un pez, de un roble o de un champiñón, de un vibrión o de un pájaro. Hay una serie de etapas que recorrer en la formación de los seres, sean cuales sean las dos teorías, que están al orden del día, que se adopten. La primera, llamada preformación de los gérmenes, admite que un germen contiene no solamente al completo todo el ser futuro, sino todos los seres que saldrán de él en las siguientes generaciones. Tomad una bellota. Contiene, no solamente un roble minúsculo que no tiene más que crecer, sino todos los robles y todas las bellotas que nacerán de ese roble a partir de ese momento. La segunda teoría, llamada epigénesis, pretende que el germen, siguiendo las condiciones del medio en el que está situado, siguiendo las cualidades hereditarias que posee de sus generadores, se enriquecerá de perfeccionamiento mayor o menor, o se empobrecerá si los antepasados han sufrido malformaciones. Que el embrión sea humano, animal, vegetal, que en el momento del nacimiento produzca un hombrecito, un pequeño ser organizado, una pequeña planta, que no tienen, tanto los unos como los
  • 14. 14 otros, más que desarrollarse en el medio exterior más favorable posible. Pero antes de nacer han pasado por una fase, al principio, de la cual un sabio no prevenido podría difícilmente decir si un embrión humano de dos meses, de una longitud ordinaria de ocho milímetros y medio, es el embrión de un perro de seis semanas, o de un pollo de ocho días. Todo se parece, el cerebro, los ojos, las patas. Un huevo humano de veinticuatro horas es semejante al de una ameba, de una mónada, de un molusco. Sin embargo se nos preguntará ¿dónde introducir el amor, es decir ese sentimiento afectivo, esa pasión del corazón, esa simpatía intelectual, que lleva a ciertos individuos a buscarse más que otros, y que constituye un tejido de sensaciones psíquicas antes de convertirse en una sensación material? Hay un matiz adorable y misterioso que separa una pareja de amantes de un par de amigos. En este matiz reside el amor. Esta pasión, que siempre llega al límite brutal y necesario, existe entre los animales esclavos del celo, fatalidad orgánica y periódica, la mejor señal distintiva, a decir de Beaumarchais, de los animales y del hombre, que no está a él sometido y puede dedicarse al amor en todo tiempo. Existe seguramente también, entre muchos animales, un sentimiento de elección que conlleva una preferencia de ciertos machos hacia ciertas hembras. Obsérvese entre las yeguas, a un semental al que se le presenta una potranca aún inmaculada, una joven yegua o bien un jumento multípara. Estudiad al toro al que se le lleva una frágil becerra o una vaca lechera de imponentes formas, veréis que el macho no se conduce de la misma manera con todas las hembras. Pone de su parte delicadezas, medidas, coquetería en sus acercamientos. Hace avances, acaricia a la hembra antes de ejecutarse. Sobre este punto, muchos animales son superiores a algunos hombres, que dan cumplimiento de este acto sagrado con una rudeza humillante. Es presumible, pues observaciones han sido emprendidas en este sentido, que el estado moral de los dos cooperadores, en ese instante solmene, tanto como el desarrollo de las fuerzas, influyen en las cualidades intelectuales y físicas del futuro producto. ¿La fecundación artificial, operación completamente mecánica, es capaz de proporcionar sujetos bien dotados moralmente? Por la perfección de las formas, no parece dudoso. El hijo así concebido debe poseer, si el germen está completo, todas las cualidades esculturales de una raza no degenerada. En cuanto a los instintos que se desarrollen en él, en cuanto a las cualidades de su inteligencia, en cuanto a las aspiraciones de su corazón, puede ocurrir que haya en toda su organización moral e intelectual un desorden que pueden gestar a un maníaco, un neurópata o un alucinado. Sin embargo, nosotros nada sabemos de eso. Un próximo libro seguirá las vicisitudes del hijo del Creador de Hombres. Veremos si por no haber nacido en medio de las ternuras y los abrazos de sus generadores, debe inevitablemente portar en él los signos de una concepción fisiológica carente de amor. Michelet quería, para llegar a un intercambio perfecto de la vida, que la pasión pudiese mezclarse en ella. Deseaba ver el amor sufrir, llorar, impacientarse, desesperarse, antes de caer en todos los éxtasis de la satisfacción de los deseos. Pretendía que no se hace nada notable sin estar sobrexcitado. ¿No es eso lo que hoy llamamos la preparación?¿ El intercambio absoluto de la vida, la transhumanización, decía, debe ser el matrimonio. Pero la mezcla fatal de la sangre sería impía, si no se juntase la libre mezcla del corazón. Él quería que los amantes creasen un fondo de ideas comunes, una lengua especial, completamente pasional, produciéndoles el deseo de comunicarse sin cesar. El amor, según ese gran pensador, debe tener un lenguaje mudo; en una comunicación tacita, excluyendo todo placer egoísta, debe implicar el concurso permanente de dos voluntades. Michelet estipulaba para la mujer tres cosas:
  • 15. 15 1º Ningún embarazo sin su consentimiento expreso. Solo ella debe saber si puede aceptar una probabilidad de muerte. Si esta enferma, agotada, su marido debe evitarla durante las reglas y los seis días que siguen, según la opinión emitida por Coste, en una Memoria celebrada por la Academia de la ciencia. 2º Respeto del amor, no hacer a la mujer un instrumento pasivo. Ningún placer, si no es compartido. 3º Nada de relaciones fortuitas. La ventaja del matrimonio es poder disponer de todo el tiempo. En un tercer volumen estudiaremos, en colaboración también con Yveling RamBaud, la concepción bajo este aspecto psicológico. Para fijar bien la filiación de nuestras ideas, lo titularemos El nieto del Creador de Hombres. Sea como sea, puede decirse que las malformaciones físicas o morales están sobre todo producidas porque el órgano que esta golpeado esta afectado en camino. Depende pues del hombre que profundice, poco a poco, en los misterios de la creación, de estudiar bien todas las necesidades de un desarrollo normal, y de evitar las sacudidas capaces de causar monstruosidades en los seres vivos. Dadme materia y movimiento, y os haré un mundo, decía Descartes con audacia, queriendo expresar con eso que el universo es un todo donde la materia está regida por las leyes de la mecánica. Añadid a eso un conocimiento experimentado por las reglas de la fisiología y acciones psicoquímicas, y el hombre pronto descubrirá los orígenes de la vida, porque la eterna naturaleza es de una implacable lógica, y jamás engaña a aquellos que la aman lo bastante para violar sus secretos. GEORGES BARRAL. Laboratorio de Bioquímica Abril de 1884.
  • 16.
  • 17. 17 EL CREADOR DE HOMBRES I En los primeros días de marzo de 1867, un oficial del séquito del rey de Baviera, en la estación de Munich, acompañaba al conde y la condesa de Alhenberg que regresaban de las fiestas dadas en la corte en homenaje a Richard Wagner. Los criados en librea azul y plata, abrían la portezuela de un compartimento reservado, y el oficial saludaba a los ilustres personajes, cuando la atención de la condesa Hélène de Alhenberg se vio atraída por las idas y venidas de un viajero de actitudes indecisas, un poco desordenadas. Era un viejo músico que, desde hacía algunos minutos, buscaba en vano un lugar libre en un vagón. Apoyado sobre su hombro derecho llevaba un niño, y en su mano izquierda sostenía un violín. En un momento, cargado como estaba, quiso izarse sobre un escalón de un compartimento. Esfuerzo inútil, pues debía dejar uno de sus fardos. Su duda fue grande. Consideró durante un largo rato su violín, un auténtico y maravilloso Stradivarius; pero una nube pasó sobre sus ojos. El hombre recordó que era padre, y el artista fue vencido. Con el estuche del violín depositado sobre el andén de la estación, el niño, por una especie de adivinación, se echó a sonreír. Se hubiese dicho que sus grandes ojos azules se iluminaban con uno de esos brillos misteriosos que solo tienen los ojos de los niños. Los empleados de la estación cerraban ya ruidosamente las portezuelas, y el músico, obligado a renunciar a su viaje, imploraba algunos minutos de espera. La condesa le hizo una señal de que se aproximase, tras haber murmurado algunas palabras al oído de su esposo. El conde, cómodamente extendido sobre su sillón, se preparaba a encender su gran pipa de porcelana. Escuchó la petición de su esposa y sacudió la cabeza con un gesto de impaciencia: –¡Siempre los niños…! Hazlos subir, si eso te resulta agradable… Eres libre… Y se hundió en su rincón, sin siquiera arrojar una mirada a aquel viajero que abandonaba a su querido hijo en brazos de la condesa tendidos hacia él. El recién llegado se inclinó respetuosamente, excusándose por ser objeto de tantas molestias y tomó lugar frente al conde. El tren comenzó su marcha. –¿Es usted músico? – preguntó bruscamente el conde Rodolphe. –Sí, señor. Yo estaba en las fiestas dadas por su Majestad. –Nuestro Wagner es un artista admirable. –Yo tengo tanto o más mérito en apreciarlo, señor, puesto que no soy alemán. –En efecto, habría debido pensarlo al escuchar su pronunciación. ¿Es usted francés, tal vez? –He nacido en Francia… Mi madre era alemana, pero mi padre nació en París, sus padres eran franceses. –¿Lleva usted mucho tiempo en Baviera?
  • 18. 18 –Vivo en Spire desde hace quince años. –¿Y es usted el padre de este niño? – preguntó la condesa acariciando al pequeño, al que ella acababa de colocar sobre sus rodillas. –Señora, mi pequeño Raymond es la alegría de nuestro hogar. Es el más joven de cuatro hijos. También será el más afortunado, pues el rey ha aceptado ser su padrino. He ido a buscarlo al campo a casa de una de sus tías, que lo ha cuidado toda la jornada de ayer. Su madre nos espera en Ratisbonne. –La madre debe ser muy feliz – suspiró la condesa. –¡Oh! sí, señora; ella ama a sus hijos con toda su alma. –¡Estoy segura de que así es! –Sí, señora – dijo el buen hombre reafirmando su respuesta. –Sin embargo, usted señor, ha tenido una duda culpable al subir al vagón… No estaba seguro de abandonar su violín o al pequeño… ¡Un hijo es algo sagrado! –Me he equivocado, señora. A veces el arte nos vuelve crueles. ¡Pobre querido mío! –Se hubiese dicho que él comprendía sus dudas. Se ha puesto a sonreír cuando ha visto la preferencia que usted le deparaba… ¿Tiene usted apego a su violín? –Mi Stradivarius, señora, no tienen parangón en Europa; gracias a él me he ganado la vida fácilmente. Pero, lo reconozco,– añadió sonriendo, – todos los Stradivarius del mundo no valen lo que mi hijo. –No hay gran artista sin corazón – murmuró muy bajo ella. El conde y el músico hablaron del futuro reservado al wagnerismo, y la condesa se puso a jugar con aquel al que llamaba ya ¡su hijo! Le contó dulcemente una de esas leyendas del Bosque Negro, donde tantas cosas bellas surgían a los ojos deslumbrados de los pequeños auditorios. Era la historia del gran Melgador, un gigante vestido de oro fino y de purpura, que poesía unos jardines magníficos y todos los juguetes con los que no sabía que hacer. Los niños que le servían eran tan dulces como ángeles; también el buen gigante nunca volvía de un viaje sin hacerles espléndidos regalos. Este Melgador vivía en una montaña alta donde los pájaros del Paraíso acudían a cantar por millares. Un día, un niño indiscreto, a punto estuvo de causar la muerte del gigante al pedirle que tomase una golondrina en el país lejano hacia el que dirigía sus pasos. Melgador no había podido negarse, pero en el momento en el que el débil pajarillo fue su presa, un monstruo, que estaba oculto en una torre elevada, se precipitó sobre él y casi lo ciega con sus garras… El gigante salvó su vida gracias a su fuerza sobrehumana. A su regreso, entregó al niño el pajarillo que este había deseado. Pero todo el tiempo en el que la golondrina estuvo enjaulada, las risas desaparecieron de la casa como por encanto; los pájaros no querían ya cantar en los bosques; todo era triste. Fue el niño indiscreto quien liberó a la golondrina, y de inmediato la alegría sonora regresó a la montaña. A medida que la condesa hablaba, su bello y pálido rostro se iluminaba con una belleza inefable, y su mirada arrojaba dulces claridades. Su frente calma y reposada, la hacía parecerse a una de esas mandonas que se ven en las telas del Perugin, y como las mandonas, sus ojos de jade parecían perseguir muy lejos un sueño inacabado. Estaba vestida con un vestido gris subido; a su sombrero, de color oscuro, se ataba una cinta de encajes. En el extremo delicado y tierno de sus orejas estaban fijados dos diamantes, sin círculo, parecidos a las perlas de rocío que brillan sobre los pétalos de las flores. La línea adquiría sobre su rostro contornos de una extrema finura; las manos, pequeñas y nerviosas, estaban protegidas por guantes de piel del Tirol; la nariz, delgada y de una estructura perfecta, tenía una forma completamente mística, y al móvil rubor de las impresiones sentidas, las narinas temblaban don dulces estremecimientos.
  • 19. 19 A los cuarenta años, la condesa Hélène todavía conservaba todo el frescor de la juventud; sus labios eran húmedos de un rojo intenso; sus ojos velados por etéreas languideces; y sin embargo, al observar detenidamente sus rasgos, se descubría una dolorosa ensoñación; la boca, que parecía sonriente, mostraba un rictus nerviosos, los ojos se sometían a variaciones repentinas de color y adquirían una especie de brillo rojos oscuro. Luego la mirada regresaba a su dulzura acostumbrada; los labios expulsaban su amargura. En cuanto al conde Rodolphe, se parecía un poco a ese gigante Melgador con el que la condesa entretenía al niño. Su elevada estatura, su cuello de toro, su barba llameante como la cerveza dorada, sugerían uno de esos reyes legendarios de las montañas del Tirol. Tenía brillos salvajes en sus ojos, y, se veía obligado a atemperar su rudeza delante de su compañera. Todo en él dejaba traslucir fuerza. Todo revelaba gracia. Desde hacia algunos instantes, el niño, que al principio había escuchado a la dama con las manos juntas, se había cansado de las epopeyas de Melgador. Se extendió sobre los cojines del vagón, se desprendió de las caricias de la condesa, y luego regresó a su protectora retorciendo los pequeños dedos rosas de sus pies, pues se había quitados los zapatos y los calcetines. Gritos continuos, risas sonoras, balanceos, tonterías que la madre eventual soportaba en una especie de éxtasis muda. –¡Llámame mamá!, le había pedido ella dulcemente. El niño al principio dudó; pero, poco a poco, se sintió atraído hacia ella por un encanto casi mágico y gritó: «¡Mamá, mamá!». Ella le abría sus brazos de una manera inconsciente y él se precipitaba allí para volver a zafarse, saltando sobre los cojines, jugando con mano febril con los calcetines que cubrían antes sus tiernos pies. La condesa, pletórica de benevolencia, lo llamaba para calzarlo, con delicadezas infinitas, que le valieron un gentil agradecimiento. Entonces, la condesa Hélène detuvo bruscamente sus caricias y pareció absorbida en una dolorosa meditación. –Hélène, ese niño te cansará – gruño el conde. –Voy a tomarle conmigo– murmuró tímidamente el artista. –No, no, ¡Es un buen niño! –Siempre los niños. ¡Querida, eres insoportable! La condesa Hélène aceptó con resignación el brusco reproche de su marido: fue recompensado por el crío que se quedó tranquilo y se dejó contar una nueva historia maravillosa hasta llegar a la estación de Ratisbonne. –Madrecita. ¡Cuéntame otro cuento bonito! –¡Oh, querido! El músico acababa de levantarse, y, antes de descender del vagón, agradecía con efusión al conde y a su esposa que lo hubiesen ayudado tan amablemente. –¿Podría saber el nombre de las personas que me han hecho el honor de recibirme? Me llamo Paul Menin – dijo él, inclinándose. El conde entregó una tarjeta en la que el músico leyó los títulos de sus nobles interlocutores. Y como toda persona tímida, avergonzada de haberse encontrado en tan grande compañía, el artista se apeó apresuradamente. Fue la propia condesa quien tomó en brazos al niño para entregarlo a su padre. En el andén de la estación se encontraba la madre, una fornida wurtemburguesa que llevaba un bebé en brazos. Se adelantó hacia de Raymond y lo cubrió de besos ruidosos y precipitados. –¿No has tenido frío, querido?... Déjame darte mi bufanda… De pronto, la condesa prorrumpió en sollozos. El conde estaba exasperado.
  • 20. 20 –La vista de ese pequeño ser te vuelve loca. Héléne, fíjate en que estado de exaltación ridícula te pones. ¡Contrólate, te lo suplico! –Tienes razón, será más fuerte de aquí adelante. Ella enjugó sus ojos húmedos de lágrimas y arrastró rápidamente a su marido hacia el pesado carruaje donde unos mozos iban colocando los maletas, depositadas sobre el andén, pues ellos también bajaban en la misma estación. Desde que hubieron tomado asiento, los caballos, dos vigorosos alezanos, se pusieron en camino. ……… Jamás unión alguna había sido menos compatible que la del conde y de la condesa de Alhenberg. Él, propietario de un gran condado, el heredero de los de Alhenberg que, por familia, tocaba en primer grado a muchos príncipes de Alemania, se había prendado violentamente de la hija mayor del barón de Leskern. Adoraba a su esposa, pero no podía sustraerse a una preocupación mortal pensado que su apellido iba a desaparecer, por falta de descendencia. También, desde hacía varios años, a fin de disipar las preocupaciones que invadían su espíritu, se había dedicado por completo a la caza. – Pasaba semanas enteras en las montañas, persiguiendo ciervos y jabalís: de ahí, esa especie de actitud salvaje que había adquirido en medio de los bosques, escuchando el ruido del trueno, precursor de la tormenta, o los aullidos de las bestias del bosque; de ahí, esos repentinos momentos de brutalidad que aparecían brillando en sus ojos que solo una mirada de su compañera lograba apagar. Estaba dotado de una fuerza de centauro, y se decía en el país que cuando era estudiante en la Universidad iba a medir sus fuerzas con forzudos profesionales. Levantaba pesos considerables con musculosos brazos; en su vivienda había instalado todo un gimnasio. Gracias a esos ejercicios, no había perdido nada de la intensidad de su juventud. Tiraba de maravilla a pistola, manejaba el sable o la espada de combate a la perfección. Se le temía en la corte, pues no le gustaban demasiado las bromas. Se recordaba con terror que, en un duelo, había cortado la mitad del cuerpo a uno de sus camaradas que se había permitió bromear a su costa. Por el contrario, la vida de la condesa pasaba en el castillo entre la caridad y las oraciones. A insistencia de su marido, Hélène se había decidido a acudir a las fiestas reales, pese a preferir con mucho la existencia calma y apacible de su hogar. El coche circulaba levantando polvo. Entraban en pleno Tirol bávaro, y ya se percibía la ciudad de Spire, enterrada en el valle, edificada en pendiente y despareciendo, por así decir, entre la vegetación. A la entrada, una puerta baja; más adelante y sobrepasadas por campanarios, las casas iluminadas de frescos con temas religiosos. Aquí, la Asunción: Jesús ascendiendo a los cielos en un nimbo dorado; allá, un descenso de la cruz; una llegada de los reyes Magos yendo a saludar al Redentor; en una esquina de una calle que llevaba a la iglesia, un Pedro el eremita predicando la cruzada ante la muchedumbre prosternada… Todavía estaban cerradas las ventanas y en los nichos de las fachadas blancas, vírgenes sedentes, Cristos de marfil, santos rodeados de ramas de boj bendecidas y de pequeñas guirnaldas de rosas, escenas navideñas encastradas en cajas de cristal; por todas partes emblemas, temas religiosos, exvotos destacando sobre las paredes, semejantes a ángeles de la guarda. Ante el balcón de un palacete, se mostraba una gran pintura representando a los doce apóstoles rodeando a Jesús en el momento de la traición de Judas. El pintor no había copiado la cena de Leonardo, pues todos sus personajes tenían vida propia: se citaba este cuadro como la
  • 21. 21 obra maestra de un ilustre húngaro, el único que hubiese podido reproducir los tonos del gran Rafael. Las casas parecían otras tantas páginas de un misal. Los viajeros pusieron pie en tierra ante el albergue El Sol de oro, que desparecía también entre una confusión de imágenes santas. Se desengancharon los caballos. Cuatro horas después, el conde y la condesa, bien envueltos en sus abrigos, se instalaban de nuevo en el coche. Apenas hacía algunos minutos que estaban en marcha, cuando los caballos se detuvieron bruscamente. Un cortejo fúnebre se dirigía a la iglesia. El conde se apeó y quitó el sombrero, mientras la condesa se arrodillaba en la calesa murmurando una oración. Las personas que se estacionaban a ambos lados del camino para unirse al desfile, informaron al conde que se enterraba a un capitán bávaro muerto durante la guerra de 1866. El capitán había fallecido en una batalla donde los muertos fueron tan numerosos que los enterraron amontonados en fosas comunes. La madre había hecho numerosas gestiones para recuperar el cuerpo de su hijo; después de más de seis meses se habían registrado los suelos, exhumado cantidad de cadáveres, y, a base de coraje y tesón, la valiente mujer había logrado reconocer al hijo amado, gracias a un brazalete de plata que él siempre llevaba en su brazo. El rey había querido estar presente en esta ceremonia y un ayuda de campo abría la marcha. El cortejo avanzaba a paso lento y el ataúd desparecía bajo las coronas de laureles y flores; los oficiales, con el sable al puño, formaban la guardia. Se hubiese dicho que un duelo general pesaba sobre todos, cuando apareció la madre del muerto. En medio de los redobles del tambor, cantos religiosos, sones de los clarines, repiques de las campanas de la catedral, gritos agudos de pequeñas flautas, los choques de las armaduras, el deslumbrar de los estandartes, el estallido que arrojaban al pálido sol de marzo, los cascos y bayonetas, ella caminaba sola, con la cabeza alta, conservando todavía a esta hora suprema, en una mirada de doloroso orgullo, la inmensa satisfacción del sacrificio hecho a la patria victoriosa… Sin embargo, se olvidaban todos los dolores par saludar a esta mujer sublime en su rigidez, que caminaba en sufrimiento, como antaño su hijo había caminado hacia la muerte. En un momento, ella pasó al lado del coche; el conde se inclinó… La condesa ya no rezaba; se había levantado muda por un resorte espantoso y llevaba las manos a su corazón bajo el peso de una incomprensible angustia… Se sintió casi a punto de desfallecer, pero se levantó de nuevo y una risa nerviosa, una de esas risas que producen un estremecimiento y que no tienen nada de humano, se produjo. El cortejo se detuvo: la muchedumbre estaba aterrorizada; los sacerdotes miraron y sacudieron tristemente la cabeza… Una palabra apareció sobre todos los labios: «Loca.» El cortejo reanudó su marcha. ¿Loca? No. La condesa tenía toda su razón íntegra. Pero era presa de una sorda cólera que desde varios años minaba su corazón. En toda esta puerta en escena de muerte, una única cosa la había impactado: la visión de una madre llorando a su hijo. Envidaba las lágrimas de la patriota y permanecía allí, inmóvil, amenazadora, con la mirada ensangrentada, sacudida por los estertores de la risa. El conde la miraba lleno de espanto: –Hélène… Hélène… –Ya estoy tranquila. Los caballos retomaron su camino.
  • 22. 22 –¡Qué singular mujer eres! – dijo el conde – Hace algunas horas, en la estación, has llorado ante la alegría de una madre abrazando a su pequeño, y ahora, ríes mirando a otra madre que llora a su hijo. –Sí, rio de odio ante esas mujeres que son madres. Insulto sus goces tanto como a sus dolores, porque estos dolores y esas alegrías no me están permitidas. –Comprendo que lamentes que nuestra casa no haya sido bendecida, que Dios no te haya dada al pequeño ser tan deseado, pero, una vez más… –No, no lo entiendes… No puedes comprenderlo… Me gustaría poder conocer esa angustia sublime de llorar a un hijo después de haberlo adorado. ¿Qué me importa el mundo? No tengo ni esperanza, ni temor. No vivo… –Me afliges mucho hablando de ese modo… –Perdón.. perdón., amigo mío.. Sufro. No me hagas casa si a veces ideas inexplicables, sin razón, turban mi alma. ¡Soy tan desgraciada! Sufro… ¡Ser madre…! ¡Amar…! ¡Llorar…! He aquí lo que mi corazón necesita. Ten piedad de mi desdicha. Ellos tienen razón: «¡Estoy loca!». Ese deseo de la maternidad la invadía por completo. Al principio, hubiese querido luchar contra su tristeza, conservando aún algunas luces de esperanza; pero, ahora, los años pasaban inclementes y ella envidiaba a las demás la dicha que ya no podía esperar para sí. Se dirigía a Dios, y el recogimiento de la oración lograba a veces expulsar sus desesperanzas; era un combate continuo con su razón. Sin embargo, la desdichada mujer salía a menudo victoriosa de la lucha. Allá, en el castillo de Alhenberg, donde iba a ser tan feliz y descansar de las fiestas que no había buscado, trataba de ser buena con los niños pequeños; Todo el afecto que desbordaba de su corazón, lo proyectaba principalmente sobre sus sobrinos. Poco a poco, se había habituado a considerar a los hijos de su hermana como suyos propios, y esas ilusiones no eran más que un mediocre medio de dulcificar sus imperiosos celos. La bondad trataba de imponerse. ¡Hoy había sido vencida y se avergonzaba de su debilidad! Tomaba las manos de su marido, prometiendo no dejarse caer más en esas odiosas manifestaciones; y, su rostro tranquilo y reposado, retomando su placidez de cera, parecía testimoniar que esas promesas no caerían en saco roto. –Sé bien,– decía el conde,– que el amor materno no puede recaer sobre los hijos de los demás. Es una ley natural… Pero, Hélène, la religión debería proporcionarte consuelo. –Sí, tendré valor. –Tu sobrina Betly se casará, tú lo sabes, con el joven adscrito a la embajada, al que daremos nuestro apellido. Nuestro sobrino, su hermano, promete ser un hombre notable; es uno de los individuos más brillantes de la Universidad. De algún modo, tú has educado a los hijos de Olympe. –Ellos también son hijos míos. Verás Rodolphe, como estas crisis nerviosas no volverán a surgir. Seré fuerte a partir de ahora. –Si supieses que penoso me resulta verte sufrir. En los ojos de la joven mujer brillaban lágrimas de consuelo: –Es bueno – dijo,– sacrificarse por los demás. Su vida, en efecto, no era más que un continuo sacrificio. La condesa Hélène y su hermana la Sra. Olympe Güntzer no tenían entre ellas ningún punto en común. Tanto la primera era tranquila y dulce, como la otra era vivaz y alegre.
  • 23. 23 Alta, con el rostro un poco iluminado, los cabellos rubios ardientes, labios riendo al viento, de inteligencia mediocre, absolutamente carnal, tal era la hermana de la condesa. El Sr. Wilhelm Güntzer, antiguo consejero real, era un hombre grueso, sonrosado, ventrudo, siempre rasurado, muy feliz de tener cuatro hijos y sin inquietudes aparentes de saber que si él era realmente el padre. Era un egoísta, que alejaba de sí cualquier tipo de preocupación. En cada ocasión, se burlaba del conde: –¿Cómo un joven, como usted, un Hércules que derribaría un buey de un puñetazo, es incapaz de hacer hijos? Pues el incapaz, es usted, ¡querido!, Pero, míreme a mí. Mi cabeza ya es canosa, y me faltan varios dientes, y a pesar de todo… Reía muy fuerte, brincando en su pantalón que remontaba por encima de las tobillos debido a la amplitud de su vientre, y el conde Rodolphe no lograba irritarse ante este tipo tan grotesco. Olympe también se divertía con la situación de su hermana. Y como desde hacía tiempo ella había arrojado sus gorros de virtud muy por encima de las aspas de los molinos, no dudaba en emplear frases de doble sentido para instar a Hélène a engañar a su marido; pero como las alusiones demasiado atrevidas y las conversaciones en exceso ligeras, hacían pasar sobre el rostro de su hermana un rubor de vergüenza, esto hacía aumentar las intemperancias de la mujer del consejero. Por añadidura, los Guntzer poseían una fortuna modesta y esperaban para sus hijos la sucesión del conde. El mayor de los Guntzer estaba en la Universidad, gracias a la generosidad de los aristócratas, y se había prometido una dote a la Señorita Betly, que debía casarse próximamente con el vizconde Henri de Vermond, un joven adscrito a la embajada francesa en Berlín. La bondad del conde Rodolphe no se detenía ahí: a ruego de su esposa, había sido levantado un convento sufragado por él, donde los hijos del pueblo de Alhenberg recibían una excelente instrucción de forma gratuita. El priorato estaba situado a lo lejos en la llanura, y a la caída de la tarde, la dulce condesa escuchaba el repique de campanas que le indicaba la hora de la oración. Los Guntzer, el Reverendo Padre Petrus Steeg, director del priorato, el médico del pueblo, Frédéric Schoffheim, eran los únicos recibidos en el castillo, que tomaba otro aspecto diferente en el momento de las cazas organizadas por Su Alteza el gran duque Jacques, príncipe reinante de Salmfels. Ese último acudía muy a menudo a Alhenberg, escoltado con sus gentes y sus perros, para luchar con valor y destreza al lado de su viejo amigo el conde Rodolphe. Se daban entonces festines suntuosos, a los cuales se invitaban a lodos los grandes del país; se levantaban mesas en la sala de las Masacres. Esas noches el conde vaciaba su gran vaso de plata, y a veces ocurría que sobrepasaba la sexta línea trazada por un antepasado en la legendaria copa. Ese vaso, como aquel que Offenbach evoca en la Grande-Duchese de Gérolsteine, tenía una historia. Había sido donado al bisabuelo del conde por el rey de Baviera, y un gran artistas había cincelado en alto relieve las armas de los d’Ahlhenberg. El señor de costumbres salvajes tenía en mucha estima esta herencia, que al regreso de las cazas siempre designaba con esta palabra de bebedor: ¡el dedal! El dedal tenía la capacidad de un litro en la sexta línea. ……….. La caleta seguía por una ruta sombría. Ya se perdían las torres del castillo de Alhenberg en el declive de la tarde. Esa masa enorme, grisácea, parecía un corte
  • 24. 24 gigantesco en la inmensidad del cielo. En la llanura, el campo dormido, los pueblos dispersos aquí y allá, y muy a lo lejos, los amplios bosques, testigos silenciosos de las proezas del amo. La condesa se regocijaba recordando al conde sus pasadas explosiones. Su delicada naturaleza no le permitía tomar parte en ellas, pero le gustaban los sonidos de las trompas, y se sentía emocionada al recuerdo de los cánticos que despertaban el campo a la caída del día. Cuando la llamada de los cazadores se escuahba en los caminos, ella llegaba a la entrada del castillo, y, como las grandes damas de antaño, saludaba a su señor. Este sentía entonces desaparecer las llamas que incendiaban su rostro sudoroso y descansaba en el brazo de su esposa: –Si supieras cuanto temo por ti cuando se té perdido en medio de la montaña. –Querida, eres mi vida; te amo con toda mi alma. Debes perdonar mis bárbaras costumbres que no me permitan tener contigo todas las delicadas atenciones que te mereces. Ella lo escuchaba agradeciéndole sus buenas palabras y, a esas horas benditas, la alegría cantaba un poco en su corazón.
  • 25. 25 II A su llegada al castillo, los viajeros fueron informados de que el doctor Karl Knauss, un amigo del conde, los esperaba en el salón. El conde presentó el visitante a su mujer con una especie de respecto considerable. El doctor tendría unos cincuenta años, pero aún poseía todo el vigor de la juventud. Su barba rubia y rizada, su cabellera sedosa, sus dientes blancos, su frente poderosa a la que las arrugas no habían todavía surcado, revelaban a un hombre de naturaleza laboriosa, leal y enérgico. Era de elevada estatura, de una elegancia de buena raza; en sus grandes ojos azules, de un azul tranquilo, se dejaban traslucir de vez en cuando las intensas luces del pensamiento. El padre del conde y el del doctor habían sido compañeros de infancia; y naturalmente, los jóvenes, que estudiaban en la misma universidad, se habían hecho grandes amigos. El doctor había recorrido Europa, manteniéndose al corriente de todos los nuevos descubrimientos, aplicándolos y publicando obras especializadas. Venía al Tirol bávaro a descansar y estudiar, al mismo tiempo, la flora del país; quería aumentar un herbario, comenzado hacía ya tiempo. La sala de las Masacres, en la cual se encontraban el doctor Knauss y sus anfitriones, era una de las maravillas de Baviera. El techo, de un aspecto severo, estaba atravesado por vigas de viejo roble chapadas en oro; en las cuatro esquinas, unas quimeras, y entre los espacios dejados entre las vigas, unas magníficas pinturas. Eran figuras mitológicas, toda una teogonía bizarra. Allí aparecía Venus indolentemente acostada, con la cabeza apoyada sobre la palma de su mano; más lejos, aparecía Acteón. Las paredes, hasta el techo, se perdían bajo los muebles de madera, y los numerosos retratos de los antepasados, apenas dejaban ver las tapicerías antiguas. La sala poseía amplias ventanas cubiertas con poderosos cortinajes. Al fondo y frente a la puerta de la entrada, una inmensa chimenea de granito vomitaba una enorme llama de haya y abedul. Bajo el panel, dos lanceros de hierro forjado, atados mediante dos cadenas. En el fondo de la chimenea una placa de hierro negro donde estaban grabadas las armas de la familia de Alhenberg. Los asientos eran de cuero de Cordoue. Gracias a las intensas luces que proyectaba un lustre de cobre holandés, la sala de las Masacres tenía rincones de sombra de un poder asombroso y chorros de luz irisada parecidos a los que producen los vitrales de las catedrales. La jornada del doctor Knauss había transcurrido realizando un examen atento de los retratos colgado de las paredes, y, en ese examen de los antepasados, había encontrado ciertos puntos de semejanza con su amigo Rodolphe. Pensaba en ese momento que ahí se producía una nueva prueba de los fenómenos de atavismo, sobre los que él había realizado curiosos estudios. –Es una estancia formidable, –pensó, saliendo de su ensimismamiento. –Nada ha cambiado para mí – murmuró el conde… – Nos horroriza el arte contemporáneo. –Se es tan feliz viviendo con los viejos recuerdos… – continúo la condesa Hélène. –Puesto que la casa te gusta, mi querido Knauss, espero que te quedes una buena temporada.
  • 26. 26 –Estaba seguro de encontrar en ti una generosa hospitalidad. Pero no he venido solo por ti. No sé mentir. Mi colección de plantas ha sido decisiva en la decisión de mi viaje. –Nosotros poseemos una flora soberbia –dijo la condesa. –Muy variada – continúo el conde Rodolphe – Lamento no ser un hombre de ciencia, no podré servirte de guía. Con la caza busco otra cosa distinta a las violetas o las digitales. –Estoy seguro de que eres un gran cazador… –Es preferible ser un gran sabio. ¿Sabes, mi querido Knauss, que los camaradas de la escuela hablaban de ti con un legítimo orgullo? El apellido de Knauss hace su camino a través de Europa. ¿Pregunta a mi esposa si yo exagero tus méritos? En Munich, en el baile de la corte, tu nombre ha sido pronunciado. Se hablaba de ti simplemente como un hombre que es el orgullo de Baviera. Me gustaría haberte visto allí… –No me gustan demasiado las fiestas, – dijo sonriendo tristemente el doctor. –Aquí todo es silencio, podrás trabajar a tus anchas. La biblioteca es toda tuya. –Rodolphe, abusaré de tu hospitalidad; me darás un rincón un poco aislado en tu regia casa. Una habitación modesta donde pueda trabajar por la noche, sin que mi sombra al pasar ante una ventana, provoque miedo a las buenas mujeres del país. –Estarás en el apartamento azul, – dijo la condesa – en el pabellón. –Hélène tiene razón, allí vivirás tranquilo como un príncipe de la ciencia que eres. Conozco tus gustos; los in-folios te servirán de chambelanes. Voy a llevarte allí, ya te enviarán las maletas. La condesa se retiró. Sin embargo, ellos quedaron solos. Los dos amigos rememoraron sus tiempos en la Universidad. En la época en la que Karl Knauss era estudiante, se le auguraba un ilustre futuro. Incluso un profesor entusiasta había dicho un día que él estaba en la piel de un Fausto. Para el conde Rodolphe, ¡cuántos bellos sueños, cuántas bellas visiones arrancadas a los efluvios del Rhin! Knauss, él nunca había degustado los divertimientos de la juventud: ignoraba las emociones que comunicaron a Henri Heine las amarguras de su intermezzo, y varias veces se le había sorprendido sumido en meditaciones profundas, mientras que las pipas de los demás humeaban en las tabernas, y la cerveza corría en arroyos espumosos. –Cuanto difieren nuestras existencias – suspiraba el conde – He pasado mi juventud en la montaña, al aire libre. Mis perros, mis picadores, la bestia que se persigue, el jaleo que hay que hacer para remover los bosque, ¡esa es mi vida! Por la noche, el descanso junto a una compañera que me ama y a la que adoro. Para ti, el estudio perseverante, ardiente, la persecución de algo desconocido de otro modo difícil de cazar, el trabajo de todas las ho ras, y a pesar de todo, conservas una eterna juventud. Realmente eres un Fausto… Pero, ¿y Marguerithe?... El doctor apenas le escuchaba. Su apuesta mirada parecía perderse en la bóveda de la sala y allí permanecía, con las manos cruzadas, la espalda curvada, absorbido por completo en su sueño. –¡Espantoso investigador, tú meditas un crimen! –No. Pensaba en ti y en tu dicha. No quisiera apenarte, pero debo hablar seriamente contigo.. –Habla a corazón abierto y disculpa mi brutalidad. Tal vez tengas problemas de dinero. Sé que la ciencia no reporta mucho. Habla con confianza, Knauss, yo soy rico, afortunadamente… –Gracias, pero no se trata de mí, sino de ti. Cuando has regresado de Munich, esperaba besar a tus hijos. Este castillo, a pesar de su magnificencia, me parece triste. No está poblado de esos gritos de los pequeños críos a los que se aman…
  • 27. 27 –¡Por desgracia! – murmuró el conde. –Ese es un gran vacío, ¿eh? ¿Ves como eres tú quien debe lamentarse? –¿Por qué despiertas en mí ese dolor constante? La fortuna, de la que te hablaba hace un instante, no significa nada para nosotros. Y, déjame decírtelo: desde que he comprendido que Dios se alejaba de mi hogar, esta alegría sin la que las demás alegrías son tan poca cosa, me he sentido otra persona diferente. Antaño, era mejor, más amante… Hoy sé que mi vida es inútil y que necesito cazar, incluso beber para evadirme. –¿Y tu esposa? –Es más infeliz que yo. ¿Pero no has visto desde el primer momento que esta amargura que pesa sobre sus labios proviene de la ausencia del ser que habríamos adorado? La idea de la maternidad la persigue y la obsesiona hasta tal punto, que muy a menudo permanece largas horas sin hablar. Aun hoy he temido seriamente por su razón. Una madre acariciaba a su hijo: ella se ha puesto a llorar. Otra madre conducía el ataúd de su hijo: ¡ha sido presa de un acceso de risa enloquecedor! Y cada vez que unos niños se presentan ante ella, se ve obligada a contenerse mucho para no cometer alguna locura. –Pobre mujer… –Compadécete de mí también. Somos muy desdichados. Nuestros bienes irán a parar a nuestros sobrinos. Pero no son nuestros hijos. Aunque los queremos, no nos es posible amarlos como si nos perteneciesen. –Sin embargo tiene tipo para ser una auténtica madre. –No le digas eso, Knauss, vas a despertar su tristeza. –¡Oh!, no – dijo ella dulcemente – he pasado más de una hora regañándome a mí misma, y ahora me siento con bastante fortaleza para no envidiar la dicha de las demás. A la condesa se la veía hermosa hablando de este modo. Su mano, que se extendía graciosamente hacia el conde, parecía un solemne juramento.. Un criado anunció que la cena estaba lista. –He advertido a mi hermana que estaba un poco indispuesta y que deseaba descansar; vendrá mañana. –Nuestra hermana Olympe. Ya te he hablado de ella, Kanuss… –¿Sus parientes viven en la encantadora villa que está bajo el castillo? –Sí, desde que el consejero se ha retirado, viven casi completamente con nosotros. Son unas personas muy originales. –Rodolphe, no seas despreciable. –Perdón. Knauss se inclinó al oído del conde: –Hablaré contigo esta noche. Se hicieron mil proyectos de excursiones, encontraron ridícula a la familia del consejero, y, una vez servido el té, los dos amigos encendieron unos cigarros tras la retirada de la condesa. –Y bien, mi querido doctor, soy todo oídos. Knauss pareció vacilar algunos instantes antes de hablar. Tomó la mano del conde, la estrechó entre las suyas y pronunció estas palabras: –¿Te sientes lo bastante fuerte para depositar toda la confianza en un hombre al que querías como a un hermano y que no has visto desde hace veinte años? –Sí. –Pues bien. Tu mujer está enferma, ¿verdad? Ha tenido que luchar consigo misma, el instinto de la maternidad la tortura. ¿Crees, o más bien temes, que su atormentada naturaleza resulte impotente para salir victoriosa de este combate?
  • 28. 28 –Lo temo. –¡En nombre de la ciencia yo declaro que serás padre!... –¿Knauss?... –Escucha: Hace un instante me decías que has recorrido Africa. Yo también he realizado ese viaje y he observado ciertos árboles que tienen la propiedad de fecundarse entre ellos. Quiero hablarte de las palmeras. En una determinada época del año pasa por el aire una polvareda intangible que se desprende de las antenas de algunos de ellos; el viento que arrastra esta fina materia, la transporta a los árboles vecinos del la misma naturaleza, pero de sexo femenino. Esa esencia soberana porta en ella el germen de la vida; es el polen que va a fecundar las flores. Pues bien, la ciencia se ha preguntado si lo que pasa en el reino vegetal no podría tener su aplicación en el reino animal. La cuestión ha sido resuelta afirmativamente. El doctor estaba de pie. Se hubiese dicho que se había operado en su persona una transformación completa. Su palabra emitía unas vibraciones que retumbaban en el corazón de su auditor… Continúo lentamente: –La experiencia de la que te hablo data de cerca de un siglo; son los franceses los que han hecho el primer descubrimiento, pero su espíritu ligero no les ha permitido continuar con la aplicación de una manera seria. El asunto es extraño y puede sorprender a los espíritus más prudentes. Pero tú sabes quién soy yo… Me parece que me tomas por un bromista. ¿No dices nada? –Knauss, te quiero con todo mi corazón y debo hablarte con entera franqueza. Tengo miedo de que estés loco… –¿Loco? Puedo asegurarte que estoy en posesión de toda mi razón… Esta idea profunda en la que me ves inmerso, no tiene más que un objetivo: tu felicidad. ¿Y me dices que soy un demente? –He sido un poco vehemente. Pero, en realidad, lo que acabas de confiarme es tan raro… –Oh, no abordaba esta conversación sin prever las legítimas susceptibilidades que despertaría en ti. Sé mejor que nadie que la ciencia debe ser discreta, y te declaro muy sinceramente que si no me hubiese visto afectado por el relato de las emociones sentidas por tu esposa, no me habría atrevido a contártelo. –Mi primera respuesta no ha sido adecuada. Ahora, me siento mejor preparado para escucharte. –Entonces, razona conmigo. Te muestro un hecho que se produce en el mundo natural, y del que seguramente te has percatado cien veces. El polen es para la flor de la palmera, lo que el germen de la vida es para el hombre. ¡Oh! no me aventuro a la ligera. Si fueses fisiólogo, podría entrar contigo en detalles técnicos, darte pruebas irrefutables de que lo que se denomina la impotencia creadora es muy a menudo un error; que hay en el mecanismo de los seres ciertas imperfecciones primordiales que solo son la causa de que algunas mujeres, demasiado numerosas, por desgracia, no puedan tener hijos. –He aquí un médico, Frédéric Schoffheim… –Tanto mejor; él me ayudará a convencerte. –Pero, ¿la ley me concedería la paternidad de un hijo así procreado? –La ley está con nosotros por su absoluto mutismo. Yo trataría la cuestión con tu cuñado el consejero. –La religión, que prohíbe… –Me has hablado del sacerdote del pueblo; yo lograré persuadirle. Queda por convencer a la que sería la feliz madre y que, por desgracia, tal vez ser resista a lo que yo llama la resurrección de su ser. La mujer es sensible, delicada, fácil de impresionar. –Yo la convenceré.
  • 29. 29 –¿Tú? – dijo el doctor. –Sí; te llamo hermano y te digo: Karl, te pertenezco en cuerpo y alma. Soy un ignorante, pero no sé que claridad me deslumbra en estos momentos. Knauss creo en ti como en Dios. Tenía el presagio de que nos traías esperanzas. Sí, cuando antes te vi ante mí, con la mirada inflamada, me he sentido presa de una especie de turbación. Jamás hombre alguno me ha parecido tan grande… –Deberemos luchar. –Te ayudaré con todas mis fuerzas. –¡La grandeza de la tarea no te asusta! –Te bendigo. –Ya me lo agradecerás cuando un pequeño ser, fruto de tu carne, pueda sonreírte. ¿Estás entonces convencido? –¡Sí! –¿Me juras que ocurra lo que ocurra, que sean cuales sean los legítimos rechazos de tu esposa, o la tenacidad de los adversarios que podamos encontrarnos, me apoyarás? –¡Te lo juro! –¿Tu mano? –¡Oh, gran hombre!... –Necesito aún que me hagas una promesa. Cuando haya realizado el sueño de tu vida, no quiero que mi secreto muera contigo, y necesitaré un testigo para afirmar en todo lo alto la verdad. –Ahí estaré. –Rodolphe, aquella a quien debes ahora confiarte, es la compañera a la que has prometido la felicidad. Debes secar sus lágrimas; que la alegría reine en su corazón, y necesitarás de toda la delicadeza de tus sentimientos para persuadirla. Sé que eres bueno y que bajo una apariencia un poco ruda eres el mejor y el más generoso de los hombres. Ningún otro como tú tiene el derecho de abordar esta cuestión. Rodolphe, habla a tu compañera, háblale como el amigo de su corazón, como el confidente de sus gozos y sus penas, como el testigo de sus éxtasis mudos y de los desgarramientos de su alma, ¡como el único hombre en el que ella debe creer en este mundo! Haz uso de esas dulces palabras que convierten; hazle entrever el radiante porvenir. Tal vez llore… Déjala llorar. Hazle comprender que esta jornada es una jornada dichosa, y puesto que ella cree en Dios, dile, si hace falta, que es Dios quien me envía. –Knauss, déjame abrazarte, déjame decirte que creo en ti, que en mi alma herida vienes a traer esperanza. En nombre de mis antepasados que nos miran, te saludo como una providencia bendita. ¡El apellido de los condes de Alhenberg no morirá! ¡Tendremos hijos para la patria!... Se separaron. El doctor se dirigió al pabellón situado a la derecha del jardín del castillo, que se le había preparado. Abrió su amplio ventanal; y, a pesar del frío un poco intenso, pasó una parte de la noche mirando el cielo lleno de estrellas, escuchando los misteriosos ruidos de los bosques que se dormían, los aleteos de los pájaros nocturnos atravesando el aire, y, sumiéndose de vez en cuando en una dulce ensoñación. Jamás había conocido esas embriagueces. ¿Su idea?... Era un trueno retumbando a través del mundo, ¡era la cosa más grande del siglo! Cuando Rodolphe entró en la habitación de su esposa, la condesa Hélène leía un libro de oraciones. Las sábanas de la cama de ébano castamente recogidas hasta el cuello, solo dejaban percibir la cabeza, que, esta vez, menos cubierta de lo ordinario, descansaba sobre la almohada que formaban sus cabellos.
  • 30. 30 Dejó el libro sobre una mesita de marquetería situada a su lado, extendió su manta bordada de oro e hizo una señal a su marido para que sentase. –Es mi supremo consuelo – dijo ella, mostrando el libro de oraciones. – Una mujer que reza, es como un pájaro que canta: se olvida de sus tristezas. La oración hace mucho bien… –Eres muy buena, estás muy bella… Te quiero. La condesa le tomó las manos: –¿Estás temblando? ¿Cómo estás tan pálido?... –Una seria conversación con mi amigo Knauss me ha impactado profundamente. –¿Qué te ha podido contar para que estés tan triste? –¿Triste? No, no triste, Hélène, estoy muy alegre. Estoy lleno de esperanza. –¿Qué quieres decir? –Hélène, mi Hélène adorada, tus lágrimas van a cesar. Recuperarás la dicha desaparecida. –¿Es eso cierto? –Déjame reflexionar antes de hablar. ¡Lo que he de decirte es tan extraño! Las ideas se entremezclan en mi cabeza. Mi querida esposa, es mi amor por ti lo que me hace ser así. Ya no me verás más furioso. Mis cóleras pasadas me hacen enrojecer. Hélène, es tu Rodolphe de antaño que te adora y que te suplica que creas en él. El hombre que has conocido esta noche es la causa de mi alegría. Rodolphe se acercó dulcemente a su cama y comenzó a contarle susconversación con el doctor Knauss. Ponía en sus palabras las entonaciones más delicadas y él, el cazador brutal, el señor que destrozaba con sus nerviosas espuelas los caballos más indómitos, se volvía muy pequeño. Ella lo escuchaba sin comprenderlo. Entonces, él volvía a comenzar de nuevo su relato. Esa vida pasada al aire libre lo inspiraba; encontraba admirables palabras y las decía con voz enervante… Debía expresarse con más claridad. Eso le era imposible. Las comparaciones más castas le repugnaban, y permanecía largos minutos sin hablar hasta que se sentía impregnado de imágenes que acudían a su espíritu llenas de frescura y de poseía… De pronto, la condesa tuvo un sobresalto; un repentino rubor ensombreció su rostro: –¿Has perdido la razón?… ¡El hombre que está en esta casa es un insensato! Te lo ruego, Rodolphe, ¡vuelve en ti! Es tu esposa quien te habla, que siempre te ha respetado y con la que no tienes del derecho de utilizar semejante lenguaje. –Entiéndeme… –No, no. No puedo permitir que continúes así. No me has acostumbrado a escuchar semejantes confidencias. ¡No intentes hacerme daño! Vamos, Rodolphe, retírate; esta situación me resulta lamentable. –Hélène… mi Hélène… –Si es necesario, el Sr. Knauss abandonará esta casa. Se lo haré comprender yo misma. ¡Ah! me muero de vergüenza. –Solo una palabra… –Rodolphe… –En el nombre del Dios en que creemos… –¡No insistas más! Sabes bien que estoy enferma. Que las emociones de esta jornada terrible me han destrozado… Tu has quedado mucho tiempo charlando con el doctor. Estaba preocupada. –Me estaba revelando nuestra felicidad. –Mañana verás que todas esas locas ideas habrán desparecido de tu mente. Tu apellido ha sido siempre respetado; eres el amo y tienes el deber…
  • 31. 31 –¡Si alguien te ofendiese, juro por Dios que lo destrozaría de un puñetazo! El gigante tuvo un gesto terrible, pero se dulcificó enseguida ante el aire asustado de su compañera: –¡Me retiro! –Sabía que eras bueno. En lugar de dirigirse a su habitación, el conde volvió a bajar tristemente la gran escalera de piedra que llevaba al parque y se acercó al pabellón al que se había retirado el doctor. Karl Knauss estaba trabajando y sus párpados se velaban con esas rojeces que las veladas provocan en los ojos de los pensadores y que Mignard ha plasmado tan bien en un retrato célebre de Moliere. Cuando el conde se acercó, él se levantó: –Sabía que vendrías. –Está todo perdido. –¡No! –El estado nervioso de mi esposa… –Ya me lo esperaba. –Podía provocar una de sus crisis que la dejan sin habla durante varias horas. –Has hecho bien en no insistir. ¿Lo sabe todo? –Lo sabe todo. –Está bien. –Yo desespero… –No: hay que seguir manteniendo la esperanza. Venceremos. –Knauss… Karl… amigo mío… –Ten confianza: ¡serás padre! Se despidieron a las primeras refulgencias del día, y el conde pareció recuperar su desaparecida alegría. –Espera, – dijo el doctor Knauss. –Sería demasiado fácil hacer bien si no se experimentase algún contratiempo. ¡Ya es mucho contar con un aliado como tú!
  • 32.
  • 33. 33 III La señora Guntzer era completamente opuesta a su hermana. Y si su marido se burlaba del gigante incapaz de dar hijos a la patria, ella también disfrutaba mofándose de los virtuosos escrúpulos de su hermana mayor. Pero, como la pareja vivía de la generosidad de los aristócratas, ya que el retiro del consejero era mínimo y la dote de su esposa había sido casi nula, se callaban su odio. La víspera habían sabido que un amigo del conde estaba en Alhenberg; pero la hora tardía, a la que los invitados de la corte había regresado de viaje, no les había permitido acudir al castillo. La mujer del consejero había sido invitada a las fiestas de Munich, pero como aborrecía a Wagner y a su música, se había abstenido de aparecer por allí, prometiéndose tomar revancha deslumbrante al comienzo del próximo invierno. Plena de impudor, la gruesa dama encontraba a su marido ridículo, y aconsejaba habitualmente a Hélèna que la emulase tomando un amante. Esta sentía un profundo rechazo y se negaba a escuchar semejantes proposiciones; sin embargo, se decía en la vergüenza de su alma que su hermana Olympe jamás había sido culpable, y se negaba a creer los excéntricos relatos en los que la mujer del consejero se erigía en heroína de amor. El Sr. Wilhelm Guntzer pasaba sus jornadas en compañía del Sr. Schoffheim, el médico del pueblo, un viejo obstinado que negaba de forma absoluta todos los progresos de la ciencia. Desde que se había retirado, el consejero se ocupaba de su colección de monedas; iba al pueblo vecino a comprar, a precio de oro, antiguas medallas que disponía a continuación en grandes estuches verdes especialmente diseñados para ello. No creía en la mala conducta de la consejera, pues afirmaba que las mujeres francas, pero un poco ligeras en sus palabras, nunca llegan a cometer actos reprensibles. ¡Una experiencia judicial de treinta años le había enseñado todo eso! Adoraba a sus cuatro hijos, sobre todo a su mayor Enguerrand, que estudiaba derecho en la universidad. Su último hijo, de apenas una decena de años, demostraba un vigor poco común, y lo mostraba con orgullo como siendo el resultado de una vida bien ordenada y de una juventud honesta. En cuanto a su hija Betly, era alta, rubia, muy bonita, adoraba las poesías de Schiller y esperaba con impaciencia mal contenidoa el regreso de su novio Sr. de Vermond. Tenía por madrina a la condesa Hélène, a la cual debía su elegancia y la esperanza de casarse con el joven que había conocido en las aguas termales de Spa. Por lo demás, los Guntzer compartían su ambición y eran felices de contar en su familia con uno de los más destacados apellidos de Francia. El matrimonio había sido acordado, la dote prometida, y la Srta. Betly se veía ya reinando en París, adulada y viviendo en el tumulto de las fiestas. Wilhelm Guntzer mentía cuando se glorificaba de llevar una conducta ejemplar. Desde hacía varias años, se había aficionado a la bebida tratando de competir con su cuñado; no era con la fuerza como podía vencer al noble, y tras haber vaciado varias veces su copa, rodaba bajo la mesa como algo muerto que su adversario rechazaba con el pie.
  • 34. 34 Por la mañana regresaba a la villa llena de los efluvios de la embriaguez: entonces su esposa evitaba hablarle durante jornadas enteras. El viejo médico, Sr. Frédéric Schoffheim reía de todo esto, bebía poco y dejaba creer que la naturaleza generosa del consejero lo autorizaba a librarse a la orgía. Solo tal vez, la condesa Hélène se permitía justos reproches que el antiguo magistrado escuchaba oscilando la cabeza y pensado para sí: –Una mujer ha nacido para hacer hijos y no para dar consejos; mi cuñada es incapaz de cumplir; en cuanto a su defensa, me burlo más que de mi primer par de tirantes. En el fondo, él no esperaba más que una ocasión favorable para tomar una revancha escandalosa contra el «Gigante bebedor», y aprovechaba de buen grado los placeres que le creaba su afición numismática para ir de vez en cuando a la ciudad, a casa de una amante a la que adoraba. Eran aproximadamente las doce: La Sra. Guntzer había ido, en compañía de su hija, a ver a su hermana y regresaba a la villa en el momento en que el Sr. Schoffheim llamaba a la campana del portal que accedía al jardín. –¡Doctor, una buena noticia! –Señora… El Sr. Schoffeim retiró el calote de seda que cubría su frente. Algo, flaco, los cabellos pegados a las tienes, la cabeza desmesuradamente alargada en el occipital, la nariz puntiaguda, de mirada un poco estrábica, miembros enjutos, desemparejados, perdidos en un chaleco gris, un rostro blanquecino, del color de los viejos marfiles, tal era el personaje que tenía la tarea de tratar a los enfermos del pueblo. Se vanagloriaba de pertenecer a la antigua escuela, profesaba un soberano desprecio por los innovadores y como protesta enérgica, continuaba realizando sangrías en los brazos que rodeaba a continuación de vendas rojas enrolladas en el fondo de sus bolsillos. Vivía como un viejo avaro con una gobernante que se ocupaba ella misma de inscribir a las visitas y a veces de expedir las recetas. El doctor Schoffheim estrechó la mano del consejero que introducía un Seleuco de plata en una cajita. –¡Ah! Schoffheim, he hecho un gran hallazgo. –Veamos. El médico tomó la moneda, pareció examinarla atentamente, y, sin decir palabra, la devolvió al coleccionista. –¿Y bien? –La efigie apenas se advierte. –¿Apenas se advierte?... ¡Mire esto! Mire hombre, mire, Frédéric! Y con cierta irritación, Wilhelm le puso la moneda bajo las narices con tal intensidad que las gafas de oro del médico oscilaron. –Es buena… es buena… Me doy cuenta… Y volvió a colocar sus gafas. –¡Qué idiota! –¡Guntzer, no me insulte! Señora, ¿me decía usted que tenía una buena noticia que darme? –Así es – dijo Olympe, mirándose en el espejo que se encontraba encima de la chimenea del salón – ya no me acordaba. Se trata de uno de sus colegas, un gran médico que ha llegado al castillo. –Un gran médico – exclamó Guntzer – le pediré una consulta para mí… –Papá, no eres amable con el Sr. Schoffheim – murmuró Betly.
  • 35. 35 –¡Oh!, perdón, mi viejo camarada. Pero las reuniones de médicos no están prohibidas por la ley, ¿verdad, mi bravo, mi excelente Schoffheim? –Desde luego. ¿Y quién es ese genio? –El doctor Knauss. –No he oído hablar de él – dijo el consejero que se econtraba muy ocupado ante su colección. –No lo conozco – dijo el médico – Espere… Knauss… Kelnauss… Kynausss… No, este deber ser joven! –Tiene cincuenta años – continuó la Sra. Guntzer – mi cuñado dice que es un hombre que impresionará a Europa! –¿Por qué no el mundo entero? – exclamó Schoffheim. –Creo que Rodolphe dijo « el mundo entero » y… –Algún atontado – interrumpió el médico. – En fin, ya veremos. Todas las novedades llaman la atención. –Además, – añadió la mujer del consejero – el Sr. Knauss tiene una colección. –¿Colección?... – dijo Wilhelm Guntzer. –… de plantas… –Entonces es un imbécil. Lo apoyaría contra Schoffheim si hubiese podido darme la Julia de oro que busco desde hace tres años. El médico de pronto quedó perplejo y pensó: –Ese Knauss viene sin duda a quietarme la clientela. No lo permitiré. Soy conocido en toda la región… Hace veinte años que trabajo aquí y que he salvado de la muerte a cientos de personas. ¿Acaso va a ser sacrificada toda una vida de abnegación? Ya lo veremos. –No tema – dijo la Sra. Guntzer, adivinando los pensamientos del viejo médico – el amigo del conde se ocupa muy poco de medicina. En este momento trabaja en un gran proyecto. –Alguna compilación, sin duda. ¡Oh! yo los conozco muy bien, a esos trabajadores… ladrones que exhuman antiguas pergaminos y que hurtan en las enciclopedias. –¡Mira que eres despreciable! El consejero levantó los ojos hacia el techo: –No es precisamente entre los médicos donde hay que buscar modelos de fraternidad. No hay profesión en la que los celos sean más manifiestamente escandalosos… –¿Y los abogados? – vociferó el médico. –No te has atrevido a decir «los jueces». –Sí… ¿y los jueces?... –No son mejores. –Valen menos. –¿Ahora tienes espíritu corporativo? ¡Menuda veleta! –No me molestará mantener algunas palabras con este ilustre colega. –Te va a vapulear. –Tal vez… ¿Y va a estar mucho tiempo en Alhenberg, señora? –¿El doctor Knauss?... Va a permanecer en el castillo varios meses. Se ha instalado en el pabellón. Usted tendrá todo el tiempo del mundo para discutir con él. –¡Oh! ¡si no es educado, la discusión quedará zanjada de inmediato! –Es un hombre de la sociedad más refinada. Le he dicho que tenía cincuenta años, pero no aparenta más de treinta. –¡El sistema de Ninon de l’Enclos!
  • 36. 36 –Verá usted que no presume… –¡Qué lástima! ¿Y realmente, señora, está usted segura de que ese Knauss no tiene intención de ejercer la medicina? –Se lo aseguro. –No puede uno fiarse de esos aventureros. Yo no soy rico… Necesito mi clientela para vivir. –Viejo avaro – murmuró el consejero. –Tu puedes hablar fácilmente, tienes un buen retiro, rentas. –¿Quieres echar una partida de tute? –Sí… lo prefiero a una discusión. Los dos hombres se pusieron a jugar mientras la madre y la hija leían una carta que acababan de traer: esta carta era del Sr. de Vermont. Apenas habían comenzado la lectura, cuando las damas se levantaron para recibir la visita del director del priorato de Alhenberg. El reverendo padre Pétrus Steeg llevaba bajo el brazo un volumen de La Historia Universal de Bossuet. Pertenecía a la categoría de los sacerdotes galicanos. Allí, en el monasterio que la generosidad del conde mantenía, vivía con sus colegas de una renta anual gracias al castillo. Casi todo su tiempo, lo pasaba en el estudio. Al principio, su familia lo había destinado a la Escuela militar a causa de sus actitudes científicas; pero, arrastrado por una irresistible vocación, había entrado en el seminario para recibir las órdenes, y después de esa época se había conformado con dirigir una modesta escuela de pueblo. El padre Pétrus Steeg era el confesor de la condesa Hélène, y gracias a su firmeza, la autoridad de su lenguaje y a su persuasiva dulzura, la pobre mujer no había maldecido su vida. La claridad de su mirada, viendo a la cara, la rectitud de los rasgos inspiraban confianza en este sacerdote de cabellos grises. Las líneas de su rostro, rigurosamente marcadas, y la firmeza de los contornos indicaban una fuerza que provenía de lo alto, que se imponía, que golpeaba y tomaba su poder en una voluntad sumisa a las contradicciones humanas. En su despacho, los libros de ciencia, las revistas cosmopolitas, los mapamundis y los alambiques, se mezclaban con los crucifijos y los cuadros religiosos. Pensaba de buen grado que la iglesia puede acomodarse a las ideas modernas y a veces soñaba con la conciliación perfecta de la ciencia y el dogma. Se le había ofrecido la dirección de una gran escuela eclesiástica, pero no quería otra cosa que la continuación de la vida apacible y laboriosa que se había hecho en Alhenberg, en el fondo del valle. La condesa encontraba en sus conversaciones la calma necesaria para su espíritu; y como ella era la bendita providencia de las familias más pobres del condado, rogaba al reverendo que la ayudase con sus limosnas. –Usted ha gastado su fortuna en hacer el bien… Ayúdeme ahora a continuar sus buenas obras – le decía ella a menudo. Ninguna de las ciencias humanas le resultaba indiferente; el padre Steeg mantenía largas discusiones jurídicas y médicas con el consejero y el Sr. Schoffheim. Sin embargo, con este último, la disertaciones presentaban poco interés; hombre de buen talante, indulgente en exceso, el reverendo nunca dejaba entrever su impaciencia, salvo a declarar con una gran calma lo que él creía ser la verdad. –¡Ah! mi reverendo, va a tener un interlocutor digno de usted… tal vez un adversario… que conoce todas las lenguas de la tierra – dijo la Sra. Guntzer. –Y que las habla todas con la misma – añadió el consejero – que nunca evitaba la ocasión de soltar alguna pulla.
  • 37. 37 –¿Y esa persona es el doctor Knauss? – preguntó el reverendo. –¿Lo conoce? –He leído algunos artículos que ha publicado en los Anales de Poggendorff… Es un hombre de gran mérito. Me ha alegrado mucho conocerlo esta mañana en el castillo. –¿Así que es un gran hombre? – continuó el médico. –Un gran sabio, señor Schoffheim. –¿Y no viene a ejercer la medicina? –Creo que ha dicho que no. –Es que… El reverendo volvió a tomar la palabra: –El doctor Knauss será una de las glorias de Alemania… –Apuesto que no tiene religión – exclamó Schoffheim. –No lo sé… –¿No lo sabe? En realidad, reverendo, es usted demasiado indulgente. ¿Y si ese hombre es un impío, un ateo?... –No voy a hacer un juicio temerario. –Esta noche veremos al hombre – quiso concluir la Sra. Guntzer. –Y yo juzgaré al sabio – respondió el médico. –Cenamos todos en el castillo – suspiró suavemente el consejero… –El famoso ciervo que caza mi cuñado está a punto y disfruto conociéndolo, tanto o más que al célebre doctor. –Célebrrrrre doctor – repitió con sorna Schoffheim.
  • 38.
  • 39. 39 IV Al despertar, el conde Rodolphe se había sentido presa de un remordimiento par la confianza con la cual había aceptado la singular revelación del doctor. La repugnancia de su esposa, sus indignadas protestas, se mantenían presentes en su espíritu. Y él, que hacia apenas algunas horas saludaba a su amigo como un redentor, se sentía invadido por una gran duda. Se preguntaba si Knauss tendría razón y si debía confiar en él. Y además, admitiendo incluso que la nueva idea se fundamentase en bases seguras y que la condesa consintiese en la experiencia, empujada par el instinto de maternidad, ¿no sería personalmente el hazmerreir de todos su vecinos? Veía reflejadas las burlas en los rostros de sus amigos. Temía el ridículo. Su apellido siempre había sido respetado. No quería desacreditarlo; también se sentía bastante fuerte para luchar contra Knauss y su sistema, gracias al concurso que no dejarían de prestarle el doctor Schoffheim, el consejero y el reverendo. Al lado de estos tres hombres, no dudada en poder confundir al doctor. En un momento, empujado por el miedo, acudió a su espíritu que había sido engañado y que su viejo amigo había querido burlarse de él. Pero expulso enseguida esta idea y concluyó pensando que el sistema de Knauss se debía a una organización mal equilibrada y que se haría de él una buena y pronta justicia. Encontró al doctor en lo alto de la terraza que dominaba el valle de Alhenberg. Knauss ya había dado un paseo por los alrededores del pueblo y regresaba al castillo, ahíto por completo del aire libre. –Mi querido conde, tu dominio es magnífico. Ahora comprendo porque huyes de la estancia en las ciudades y porque pones en práctica el precepto de Shakespeare. –¿Qué precepto? –«Erigid vuestros hogares a los campos, lejos del mundanal ruido; elegid una compañera dulce y sencilla, y, al mismo tiempo que vuestro corazón, vuestras aspiraciones serán satisfechas.» –¿Y el poeta inglés no habla de los hijos? El doctor sonrió: –No en este pasaje… Ya vez, Rodolphe, que estoy muy contento de ser tu historiógrafo. Encontraremos la segunda parte cuando llegue la hora. Karl Knauss tomó al conde por el brazo y continúo hablándole de los pintorescos lugares que maravillaban su vista. –¡Pareces triste! –No… –Vamos, Rodolphe, ¿qué te ocurre? –Te aseguro… no… –Se sincero; a menudo la noche es mala consejera. ¿Has reflexionado y ya no crees en mi? –¡Bien! imitaré tu franqueza: sí, me han invadido unas dudas terribles… Si tu experiencia no tiene éxito habrás sido el responsable de nuestra desgracia. Tú me quieres demasiado, Knauss, para no comprender mis terrores y mis angustias. –¿Y esa es la única razón que te hace hablar de ese modo? –Jamás me he ocupado de la ciencia, y antes de que aborde de nuevo esta terrible cuestión con la condesa, desearía que expusieses tu sistema ante mis amigos, tu colega,
  • 40. 40 el Sr. Schoffheim, el padre Steeg, quién, tú lo sabes, es un hombre de gran valor, y mi cuñado, el consejero… –He conocido al reverendo; me ha parecido un hombre notable; pero tal vez el carácter del que está investido… –No, el reverendo sabrá imponerse a sus escrúpulos por lo mucho que nos quiere. –¿Y cuándo podré ver a esos caballeros? –Hoy mismo, vienen todos a cenar al castillo. –Entonces, estoy listo, ¡hombre de poca fe! –¿Ya no me quieres? –No. No me hago ninguna ilusión sobre las decepciones que me esperan. Felizmente tengo confianza absoluta en el éxito de la obra que persigo. Por la noche se reunieron en el castillo. La condesa Hélène acababa de leer en los ojos de su marido la súbita revolución que se había operado en él. A la cercanía de su esposa, Rodolphe había sentido como una especie de prohibición y de molestia, y, sin que ella lo exigiese, se había apresurado a decirle que él había cometido un gran error al contarle las palabras del doctor. En ese momento, la Sra. Guntzer hablaba con entusiasmo de su futuro yerno, Henri de Vermond, que había escrito una carta repleta de afectuosos sentimientos. Solo los franceses, decía ella, eran capaces de esas delicadezas. El consejero afirmaba alegremente que sería el reverendo quien bendijera a los novios y esperaba que el doctor estuviese en la fiesta. Solamente el Sr. Schoffheim permanecía taciturno. Desde el comienzo de la velada, había observado la fisonomía de Knauss, y trataba de hacerle el horóscopo. La Srta. Guntzer se puso al piano, tocó una polonesa de Chopin mientras tomaban el té. Y como se hacia tarde, las damas se retiraron ante las grandes pipas de porcelana que los hombres se disponían a encender. El conde esperaba con impaciencia que llegase la hora de abordar la cuestión que tanto le preocupaba. Tras haber consultado con la mirada al doctor Knauss, dejó caer estas palabras con una indiferencia perfectamente preparada: –Mi querido doctor, soy muy feliz que la ocasión me permita pedirte algunas explicaciones sobre el extraño tema del que me has hablado…. Caballeros, se trata de la puesta en práctica de un descubrimiento que debe revolucionar el mundo. –Alguna buena historia – gruñó en voz baja Schoffheim. –Le escuchamos, señor doctor – dijo alegremente el consejero. –De entrada, caballeros, pido a nuestro reverendo que me disculpe la singularidad del sistema que voy a exponerles – dijo Knauss. –¿Una historia picante?... – preguntó Guntzer. –No, señor consejero, un asunto serio, muy serio incluso – contestó Knauss. –¡Oh!...¡oh!... muy bien… El padre Steeg se había inclinado ante la alusión que le había dirigido el doctor. –Caballero, aunque no tengo el honor de conocerle más que desde esta mañana, estoy seguro que nada en su lenguaje herirá los oídos de un sacerdote. –Y de un sabio – añadió el conde. –Mi colega, el señor Schoffheim, me será de una gran utilidad para dar crédito a los hechos que trataré de demostrar… Evitaré, tanto como me sea posible, emplear términos científicos. –¡No somos asnos! – exclamó el consejero. Karl Knauss no tomó en consideración la interrupción y continúo: