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El Sabio, la Cabra y el Rey.
Un sabio vivía al borde de un camino con una cabra y un árbol de nísperos a sus espaldas. 
Se trataba de una pequeña elevación desde donde podía ver pasar a todos los habitantes de la ciudad 
en un trasiego multicolor de gente que iba y venía. 
Veía pasar a todos. Los ricos y los pobres, los ancianos y los jóvenes, los hombres y las mujeres. 
Los miraba a todos. Y siempre sin decir nada. 
Un día un niño le pidió al sabio que le dejara acariciar a la cabra. 
Pídeselo a la cabra le dijo el sabio. 
El niño, sin pensarlo dos veces, le dijo a la cabra: 
- beeeeeee. 
Y la cabra le dijo: 
- beeeeeee. 
El sabio asintió para decir que la cabra había dicho sí. 
A partir de entonces el niño, todos los días, al pasar por allí, se paraba para acariciar un ratito a la cabra. 
Esto a la cabra le encantaba, y al sabio le gustaba, aunque no se notara.
Otro día pasó la comitiva del Rey. Al Rey le gustaba dar una vuelta después de comer. 
Según sus médicos era muy saludable y bueno para la digestión algo de ejercicio tras la comida. 
Así que todos los días subía a su litera cargada por sus esclavos y se disponía a dar una vuelta. 
Allí tumbado disfrutaba del postre. Frutas variadas de todo tipo. Le encantaba la fruta. 
La comitiva se topó con un hombre que tiraba con gran esfuerzo de un carro. 
Y al intentar apartarse, apremiado por los gritos del soldado que abría paso, cayó al suelo. 
No le ayudaron, casi ni le miraron. El Rey hizo gestos despectivos para que se siguiera el camino. Ni siquiera se fijó en el pobre trabajador. 
La comitiva del Rey pasó de largo y el hombre comenzó a quejarse. Hablaba con lamentos de sus desgracias, de su pobre y numerosa familia, de la 
distancia que tenía que recorrer para hacer su trabajo, de que tenía que tirar de su carro porque su burro había muerto. Habló de las injusticias para 
la gente como él que siempre tenía que trabajar y que no le quedaba tiempo para atender a su familia. Habló y habló, solo y sin escucharse, y 
después volvió a tirar del carro y se marchó. 
El sabio que miraba desde su posición esbozó una ligera sonrisa. En su mano tenía un níspero. 
Al siguiente día, cuando la comitiva del Rey pasaba por delante de él, aprovechó un momento en el que se detuvieron por el gentío. 
Hizo puntería y lanzó un níspero hacia la litera del rey. La fruta cayó justo donde el sabio quería: en el cuenco de donde el Rey tomaba su fruta. 
El Rey, que no se había percatado, seguía comiendo la fruta de su cuenco con cara de aburrido. Y sin darse cuenta, tomó el níspero y se lo llevó a 
la boca. Cuando al morder el fruto descubrió el nuevo sabor, su rostro dibujo una cara de alegre sorpresa. Disfrutó de aquel bocado y miró en su 
cuenco para tomar el siguiente. Cuando comió la siguiente fruta se dio cuenta que no era igual. 
-¡¡Altooooo!!
- ¿Dónde está? 
- ¿Quien? Majestad. Le contestó su primer ayudante. 
- ¡Quien va a ser!. El cocinero. Que venga inmediatamente. 
Trajeron al cocinero. 
- Dígame majestad. 
- En el cuenco me habéis servido, entre otras, un fruta distinta. Quiero más de esa fruta. ¿Es acaso esto alguna broma tuya? ¿Así me 
quieres presentar algo nuevo? Sírveme inmediatamente más de lo que te digo, y dime de qué fruto se trata. 
El pobre cocinero estaba blanco y mudo. El primer ayudante le miraba como diciendo, - venga dile lo que es, y dale lo que sea. 
- Majestad no puse frutas nuevas en su cuenco. Son las mismas que su majestad siempre pide. 
- ¿Cómo que las mismas? Te crees que soy idiota. Es una fruta distinta. En mi mano todavía tengo su hueso. 
Al abrir la mano todos pudieron observar algo que nunca habían visto. La cara del cocinero empezaba a desencajarse. ¿Qué había comido el Rey? 
- Lo siento Majestad no conozco ese hueso. La fruta de su cuenco era la de siempre. Yo mismo he preparado el postre. No lo entiendo. 
- ¡Inútil! Te digo que me lo he comido del mismo cuenco. Ya estas buscando más frutos de estos o te juro que te pasarás el resto de tus 
días pelando patatas en el sótano del palacio. Largo de mi vista. ¡Volvemos a casa!. 
A la vuelta a palacio el consejero real, enterado del problema, fue al encuentro del Rey para ver como se encontraba. 
- Majestad. Me han informado de que ha comido algo que no formaba parte de su menú real. ¿Su majestad se encuentra bien? 
- Claro que me encuentro bien. Pero estoy muy extrañado. He comido una fruta diferente y quisiera probarla de nuevo. El tontaina del cocinero no 
sabe de que se trata. 
- No se preocupe majestad. Si el cocinero no lo sabe, el jardinero real lo sabrá. Es un gran conocedor de las plantas y los árboles. Seguro que lo 
sabe. 
- Eso espero. Aquella fruta me resulto realmente deliciosa. 
En la mano temblorosa del jardinero descansaba el hueso de aquel fruto. Su cara era un poema. No tenía ni idea. 
- ¡Otro inútil! ¡Pero que está pasando! Como no averigües que fruta es te irás con el cocinero a pelar patatas. Largo de mi vista. 
- Majestad, llamaré a los sabios del consejo. Ellos resolverán el problema.
Los sabios se reunieron para resolver el problema. Mandaron hacer dibujos del hueso en cuestión. Luego, enviaron a sus investigadores a recorrer el 
reino hasta dar con la fruta del Rey. Por su parte el consejero real mandó a sus espías para que preguntaran y averiguaran todo acerca de aquel hueso 
del que nadie parecía saber nada. 
Todo el reino se puso a buscar la fruta. Corrió el rumor de que el Rey daría una gran recompensa al que la encontrara. Los investigadores visitaron 
los campos, los mercados y los almacenes de alimentos. Por su parte los espías se hicieron pasar por comerciantes y se infiltraron en las caravanas 
que viajaban a los reinos vecinos y hasta en las casas de la gente. Nadie se daba cuenta que se trataba del árbol del sabio y pasaban una y otra vez por 
delante de él sin prestarle atención. 
Como todos los días el trabajador apareció tirando de su carro. Agotado, se detuvo un momento para beber un poco de agua. 
El sabio sonrió levemente, calculó la trayectoria y lanzó el níspero que llevaba en la mano. El fruto cayó en el lugar deseado: la cabeza del trabajador. 
Éste al principio no daba crédito a lo que le había pasado, pero pronto empezó su juramento. 
- ¿Acaso no tienes alma? Me ves pasar por aquí todos los días. Sabes que no tengo más remedio que tirar de esta carreta. Sabes que soy pobre y que 
siempre lo seré y, ¿te burlas de mi? Tú que no tienes otras bocas que alimentar más que la tuya. Tú que te pasas todo el día sentado mirando como 
pasamos todos buscándonos la vida. Ahora me insultas, me apedreas. ¿Acaso no tienes compasión? 
El sabio, que le mira conociendo su reacción, le dijo: 
- Mira junto a tus pies. 
El trabajador, desbocado, sigue su discurso: 
- Sí, mis pies. Cansados y doloridos de arrastrar esta carga. Los tuyos en cambio deben ser suaves y delicados por no haber trabajado nunca. Que 
derecho tienes de burlarte de mí. 
- ¡Escucha ignorante!. Mira junto a tus pies. 
El trabajador reacciona y coge el fruto del suelo: 
- Y encima me insultas. ¿Quieres acaso que te lo devuelva para que me lo tires de nuevo? 
- ¡Calla y escucha!. Ve a palacio y dile al consejero real que tienes el fruto del Rey. Se lo das y esperas a las puertas. 
El trabajador guarda el fruto, y tirando de la carreta se va mientras sigue protestando por su suerte: 
- Y ahora me manda al palacio. Que está lejísimos, y seguro que me echan a patadas. Pobre de mí.
A las puertas del palacio real se agolpaba una multitud. Todos llevaban canastos con frutas de todo tipo y pedían audiencia para ver al consejero real. Entre la 
multitud camina de incógnito un joven ayudante del consejero mirando disimuladamente el contenido de las cestas. 
Nuestro agotado trabajador estaba sentado en su carreta junto al muro sorprendido por el gentío. Sin sospechar nada se dirigió al ayudante y le preguntó. 
- ¿Por qué hay tanta gente? 
- Todos dicen tener la fruta del Rey. 
- Pues si son tantos seguro que alguno la tiene, y seguro que el viejo me ha engañado para que se burlen de mí cuando les enseñe la que yo traigo. Me voy. 
El ayudante, como guiado por por un extraño presagio le dijo: 
- Aguanta buen hombre. A ver, ¿que fruta traías? 
- ¿Tu también te quieres burlar de un pobre. ¿No tenéis piedad? Abusáis de la bondad de un pobre trabajador que … 
El ayudante como dándose cuenta de que si empieza no termina, le dice. 
- ¡Para!, por favor. Solo quiero ver la fruta. 
El hombre sacó de su chaleco el níspero del sabio. El ayudante lo tomó y lo abrió por la mitad. 
- Pero, ¿porqué lo rompes? ¿Queréis acabar conmigo? 
El joven, asombrado al ver que el hueso es como el de los dibujos, le devuelve las dos mitades y se queda con el hueso. 
- Por favor no te muevas de aquí. Enseguida vengo. 
Tuvo que esperar mucho rato, y no teniendo otra cosa que hacer, y como ya tenía algo de hambre, se comió en níspero. 
Salieron los sabios con el ayudante y algunos guardias, y lo encontraron dormido, recostado en el muro del palacio. 
- Despierta, despierta. Enséñales el fruto que has venido a mostrar al Rey. 
- Eh, ah, ¿qué pasa? ¿Me vais a detener? 
- No, solo quieren ver el fruto que trajiste. 
- Pues pensaba que no vendríais, y teniendo hambre me lo comí. ¡Estaba delicioso! 
- ¡Insensato! Y ahora ¿como sabremos si es el mismo fruto que tomó su majestad? ¿De donde lo has sacado? 
- Me lo dio, bueno, me lo tiró a la cabeza un viejo loco que vive al borde del camino principal. Se pasa el día sentado. Vive con una cabra a la sombra del árbol 
que da esos frutos. 
- Rápido. Llevamos hasta allí. Le pediremos que nos dé algunos para mostrárselos al Rey. 
- Podemos ir, pero seguro que no se los dará nada más que al Rey. Y a lo mejor ni a él mismo. Como os digo está un poco loco.
Apareció la comitiva del Rey. Las gentes se agolpaban a su alrededor y el consejero real ordenó aumentar la guardia para mantener el orden. 
Cuando llegaron al camino donde vivía el sabio se detuvieron. El consejero real se acercó. Vio al sabio, vio la cabra y vio el pequeño árbol que, entre sus hojas, 
guardaba los misteriosos frutos. 
- Venerable anciano. Hemos llegado hasta aquí buscando una fruta especial que su majestad había probado. Te ruego me dejes hacerle probar uno de los 
frutos. 
- ¿Acaso no se dignará su majestad a pedir su propia comida? 
El Rey, que observaba desde su litera, y viendo que los habitantes que le rodeaban estaban atentos a lo que sucedía contestó. 
- Consejero, el anciano tiene razón. Además, solo yo puedo descubrir si es la fruta que tomé o se trata de una farsa. 
Se bajó de la litera y se acercó al sabio. También se quedó impresionado al ver la exquisita sencillez del anciano, la cabra y el árbol. 
- Amigo, me gustaría que me dieras un fruto de tu árbol. 
- Cuidado con la palabra “amigo”. Su significado es tan preciado como el más soñado de los deseos. Puedes tenerlo todo en la vida 
y aun así si no tienes un amigo morirás triste y solo. 
- Ah. Bueno. Perdón. Lo entiendo. Entonces anciano, me das un fruto de tu árbol 
- En realidad el árbol es de la cabra. Yo solo se lo cuido. Pídeselo a ella. 
El Rey alucinaba. Estaba perdido. Miró a su alrededor como pensando si todo era una burla. Solo se encontró con las caras de los ciudadanos que estaban 
expectantes con ese encuentro. Ante aquella multitud y ante la fragilidad del anciano, hizo un esfuerzo para repeler la idea de ordenar a los guardias arrancar 
unas cuantas frutas y probar una allí mismo para terminar con el misterio de una vez. Miró a los que le rodeaban para ver si se contenían la risa. 
Al ver que todos estaban esperando a que le hablara a la cabra se decidió. 
- Señora cabra me deja tomar un fruto de su árbol. 
No pasó nada. La cabra ni se inmutó. 
El Rey miró al anciano, que seguía como mirando al infinito y después miró al consejero. Éste forzando una rápida respuesta y viéndose sin nadie que le 
pudiera ayudar le dijo al Rey, con algo de miedo. 
- Quizá, majestad, si se lo pide de otra forma, por ejemplo, por favor… 
El Rey dio un ligero respingo. Le estaban corrigiendo en su educación. En su cara se notaba algo de ira. Volvió a cerrar sus ojos para coger fuerzas, pero un 
instante antes de cerrarlos vio un poco más allá, entre la gente, a un muchacho que le miraba. 
- Respetada cabra, por favor, quisiera probar un fruto de tu árbol.
Otra vez no pasó nada. Y esta vez al Rey sí se le escapó un bufido. Ahora sí se estaba enfadando. Volvió a mirar a su alrededor. Estaba acorralado. Aquello se 
había transformado en una emboscada. Allí, con su consejero y un puñado de soldados, estaba rodeado de la gente del pueblo. Casi todos sucios y harapientos. 
Con sobradas razones para poder apoderarse de sus ropas y sus piedras preciosas. Con sobradas razones para tomar el palacio y repartirse todas sus posesiones 
entre ellos. Demasiadas razones para acabar con su orden de las cosas e imponer el orden de las cosas de los miles de habitantes del país. 
Seguía mirando y sopesando rápidamente cual debía ser el siguiente movimiento. Miró a su consejero y esta vez no encontró respuesta. Ahora estaba solo. 
La gente seguía expectante. Sopesó la jugada. El anciano representaba un desafío mental. La situación estratégica representaba un desafío material. Si se retiraba 
habría sucumbido ante el primero y se habría puesto en peligro ante el segundo. 
Entonces como solía hacer en encrucijadas de este tipo presentadas por su difunto padre, y recordando su consejo, respiró hondo y buscó 
“EL TODO EN LA NADA”: mirar sin fijarse, oír sin escuchar, pensar sin concentrarse, actuar sin planear. 
Enseguida lo encontró. Recordó una imagen de una fracción de un segundo. La imagen del muchacho que le miraba entre la multitud. Se trataba del amigo de 
la cabra. 
Cuando el Rey dirigió su mirada al muchacho, éste enseguida le dijo: 
- Beeeeeeeee 
En esto que la cabra reaccionó al sonido y entonces el Rey se acercó a la cabra y le dijo: 
- Beeeeeeeee 
A lo que la cabra le respondió: 
- Beeeeeeeee 
Enseguida el sabio le dijo al Rey: 
- La cabra ha dicho sí. 
El Rey agradecido alargó su brazo para tomar una fruta. Luego la abrió y la comió. Su cara expresó un gesto de alegría. Mientras disfrutaba de su sabor 
experimentó la sensación del acertijo resuelto, de la montaña culminada, de la batalla vencida. 
Al ver el resultado el gentío lanzó su júbilo a los aires. Saltaban alegres por el reto y el acierto. Felicitaron al rey por su sabiduría, y alguno incluso se atrevió a 
coger su mano y posársela en la cabeza. 
El Rey se dirigió al anciano 
- Gracias venerable anciano por hacer este milagro. Te ruego me dejes volver otro día y presentarte mis respetos. 
- Eres un verdadero Príncipe. Vuelve cuando quieras. 
El Rey se subió a su litera y volvieron a palacio. 
Una vez allí el consejero le preguntó.
Majestad, desea que envíe a por más frutos del anciano. 
- No será necesario. Y no son del anciano, si no de la cabra. Ahora tenemos muchas cosas que hacer. Reúne al consejo de sabios. Vamos a cambiar algunas 
cosas. Y por favor, encárgate personalmente de que se recompense al trabajador que nos trajo la fruta. Un buen caballo de trabajo y otro carro creo que será 
suficiente. 
El Rey instó a los sabios del consejo a presentar ideas para mejorar las condiciones de su pueblo y de su reino. Éstos dudaban si sería bueno realizar cambios. 
Después de todo, para ellos, no había un problema por resolver. 
Unos días más tarde volvió con su cortejo para ver al sabio. Lo encontró como estaba cuando se habían conocido. Solo que ahora todos saludaban al sabio con 
respeto al pasar. 
- Saludos venerable anciano. Me gustaría mucho proponerte algo. Aunque me temo la respuesta. 
- No temas lo que no conoces. Dime cual es tu deseo. 
- Todavía recuerdo con alegría el sabor de los frutos del árbol de tu cabra. Me gustaría poder llevarlo a palacio. Pídeme lo que desees. 
- Esto será posible y 3 condiciones ofrezco. Porque algunas cosas aun siendo distintas pertenecen al mismo sistema y si se les separa se pierden. 
Debes llevarte con el árbol la cabra. Ella se alimenta de sus frutos y sabe cuando le hace falta el agua pues siempre se tumba junto a él. 
También debes hacerte cargo del niño. Es huérfano y se trata de la persona que te ayudo a resolver tu acertijo. Es una persona bondadosa y con mucho 
talento. Edúcale con cariño. Además, como sabes, conoce muy bien a la cabra y sabrá cuando la cabra pide agua para su árbol. 
Para saber si estas condiciones cumples deberás enviármelo cada día de luna llena con una vasija de la leche de la cabra. 
Bebiendo la leche sabré si la cabra sigue comiendo los nísperos del árbol, y hablando con el niño sabré si lo educas como es necesario. 
- No temas buen hombre, así se hará. Pero, ¿qué será de ti sin el árbol, la cabra y el niño? 
- Yo poco necesito. Y ahora las gentes se esfuerzan por que no me falte alimento. En cuanto al árbol, sus semillas llevan tiempo germinando tras de mí.
Y se cumplieron todas las condiciones. El muchacho venía con cada día de luna llena. Estaba feliz. Hablaba muy bien del Rey, que se esforzaba por educarlo 
personalmente. El sabio recibía con alegría la visita y bebía con sumo gusto la leche de su cabra. 
A los pocos meses comenzó a visitarle el Rey. Ya sin el cortejo, ni en litera. Venía solo y a caballo. Y más de un día a pié. 
En sus visitas le pedía consejo al sabio. Aprendió a esperar sin ver el tiempo pasar. Aprendió a escuchar sin oponerse a escuchar. Aprendió a pensar en 
verdadera libertad. 
Poco a poco el reinado fue cambiando. Se hicieron grandes cultivos de nísperos. Era un fruto que necesitaba poco agua y crecía con alegría. Se hicieron 
famosos los postres que con él se hacían. Junto a estos cultivos se crearon granjas de cabras descendientes de la cabra del sabio y también se hizo famosa su 
leche con cierto sabor a níspero. El transporte también creció gracias al trabajo del hombre que tiraba de un carro. Su nombre era Vadin (orador). 
El reinado se convirtió en un país sin fronteras donde la gente valoraba el valor de las cosas sencillas, donde la educación era la principal creación y se basaba 
en el respeto al mundo entero, y en el valor para proclamar ese respeto. 
Muchos años después, cuando el Rey ya era un anciano, nombró sucesor al joven al que había educado. Aquel joven se llamaba Ankur (flor). 
Días antes de morir el sabio, en la última visita que el Rey le hizo, éste le preguntó su nombre. El sabio le dijo soy Lomahongva (el hermoso pasar de las 
nubes). 
El sabio le confesó al Rey que por fin se había cumplido su mayor deseo. Que alguien le preguntara su nombre. El rey se echó a llorar y después se quedó a su 
lado mirando pasar las nubes. 
El Sabio murió de noche, sin hacer ruido y con su mejor posesión en su mano. Una semilla de níspero. 
Actualmente en ese mismo sitio hay un níspero y todos los años la gente se reúne en verano para darse un abrazo y decirse: 
- beeeeeee.
Fin
Fin
Cuento inventado por Antonio Arregui 
mientras presentaba a sus hijos una fuente de nísperos. 
Pd: les encantaron.
El Sabio, La Cabra y El Rey

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  • 1.
  • 2. El Sabio, la Cabra y el Rey.
  • 3. Un sabio vivía al borde de un camino con una cabra y un árbol de nísperos a sus espaldas. Se trataba de una pequeña elevación desde donde podía ver pasar a todos los habitantes de la ciudad en un trasiego multicolor de gente que iba y venía. Veía pasar a todos. Los ricos y los pobres, los ancianos y los jóvenes, los hombres y las mujeres. Los miraba a todos. Y siempre sin decir nada. Un día un niño le pidió al sabio que le dejara acariciar a la cabra. Pídeselo a la cabra le dijo el sabio. El niño, sin pensarlo dos veces, le dijo a la cabra: - beeeeeee. Y la cabra le dijo: - beeeeeee. El sabio asintió para decir que la cabra había dicho sí. A partir de entonces el niño, todos los días, al pasar por allí, se paraba para acariciar un ratito a la cabra. Esto a la cabra le encantaba, y al sabio le gustaba, aunque no se notara.
  • 4. Otro día pasó la comitiva del Rey. Al Rey le gustaba dar una vuelta después de comer. Según sus médicos era muy saludable y bueno para la digestión algo de ejercicio tras la comida. Así que todos los días subía a su litera cargada por sus esclavos y se disponía a dar una vuelta. Allí tumbado disfrutaba del postre. Frutas variadas de todo tipo. Le encantaba la fruta. La comitiva se topó con un hombre que tiraba con gran esfuerzo de un carro. Y al intentar apartarse, apremiado por los gritos del soldado que abría paso, cayó al suelo. No le ayudaron, casi ni le miraron. El Rey hizo gestos despectivos para que se siguiera el camino. Ni siquiera se fijó en el pobre trabajador. La comitiva del Rey pasó de largo y el hombre comenzó a quejarse. Hablaba con lamentos de sus desgracias, de su pobre y numerosa familia, de la distancia que tenía que recorrer para hacer su trabajo, de que tenía que tirar de su carro porque su burro había muerto. Habló de las injusticias para la gente como él que siempre tenía que trabajar y que no le quedaba tiempo para atender a su familia. Habló y habló, solo y sin escucharse, y después volvió a tirar del carro y se marchó. El sabio que miraba desde su posición esbozó una ligera sonrisa. En su mano tenía un níspero. Al siguiente día, cuando la comitiva del Rey pasaba por delante de él, aprovechó un momento en el que se detuvieron por el gentío. Hizo puntería y lanzó un níspero hacia la litera del rey. La fruta cayó justo donde el sabio quería: en el cuenco de donde el Rey tomaba su fruta. El Rey, que no se había percatado, seguía comiendo la fruta de su cuenco con cara de aburrido. Y sin darse cuenta, tomó el níspero y se lo llevó a la boca. Cuando al morder el fruto descubrió el nuevo sabor, su rostro dibujo una cara de alegre sorpresa. Disfrutó de aquel bocado y miró en su cuenco para tomar el siguiente. Cuando comió la siguiente fruta se dio cuenta que no era igual. -¡¡Altooooo!!
  • 5. - ¿Dónde está? - ¿Quien? Majestad. Le contestó su primer ayudante. - ¡Quien va a ser!. El cocinero. Que venga inmediatamente. Trajeron al cocinero. - Dígame majestad. - En el cuenco me habéis servido, entre otras, un fruta distinta. Quiero más de esa fruta. ¿Es acaso esto alguna broma tuya? ¿Así me quieres presentar algo nuevo? Sírveme inmediatamente más de lo que te digo, y dime de qué fruto se trata. El pobre cocinero estaba blanco y mudo. El primer ayudante le miraba como diciendo, - venga dile lo que es, y dale lo que sea. - Majestad no puse frutas nuevas en su cuenco. Son las mismas que su majestad siempre pide. - ¿Cómo que las mismas? Te crees que soy idiota. Es una fruta distinta. En mi mano todavía tengo su hueso. Al abrir la mano todos pudieron observar algo que nunca habían visto. La cara del cocinero empezaba a desencajarse. ¿Qué había comido el Rey? - Lo siento Majestad no conozco ese hueso. La fruta de su cuenco era la de siempre. Yo mismo he preparado el postre. No lo entiendo. - ¡Inútil! Te digo que me lo he comido del mismo cuenco. Ya estas buscando más frutos de estos o te juro que te pasarás el resto de tus días pelando patatas en el sótano del palacio. Largo de mi vista. ¡Volvemos a casa!. A la vuelta a palacio el consejero real, enterado del problema, fue al encuentro del Rey para ver como se encontraba. - Majestad. Me han informado de que ha comido algo que no formaba parte de su menú real. ¿Su majestad se encuentra bien? - Claro que me encuentro bien. Pero estoy muy extrañado. He comido una fruta diferente y quisiera probarla de nuevo. El tontaina del cocinero no sabe de que se trata. - No se preocupe majestad. Si el cocinero no lo sabe, el jardinero real lo sabrá. Es un gran conocedor de las plantas y los árboles. Seguro que lo sabe. - Eso espero. Aquella fruta me resulto realmente deliciosa. En la mano temblorosa del jardinero descansaba el hueso de aquel fruto. Su cara era un poema. No tenía ni idea. - ¡Otro inútil! ¡Pero que está pasando! Como no averigües que fruta es te irás con el cocinero a pelar patatas. Largo de mi vista. - Majestad, llamaré a los sabios del consejo. Ellos resolverán el problema.
  • 6. Los sabios se reunieron para resolver el problema. Mandaron hacer dibujos del hueso en cuestión. Luego, enviaron a sus investigadores a recorrer el reino hasta dar con la fruta del Rey. Por su parte el consejero real mandó a sus espías para que preguntaran y averiguaran todo acerca de aquel hueso del que nadie parecía saber nada. Todo el reino se puso a buscar la fruta. Corrió el rumor de que el Rey daría una gran recompensa al que la encontrara. Los investigadores visitaron los campos, los mercados y los almacenes de alimentos. Por su parte los espías se hicieron pasar por comerciantes y se infiltraron en las caravanas que viajaban a los reinos vecinos y hasta en las casas de la gente. Nadie se daba cuenta que se trataba del árbol del sabio y pasaban una y otra vez por delante de él sin prestarle atención. Como todos los días el trabajador apareció tirando de su carro. Agotado, se detuvo un momento para beber un poco de agua. El sabio sonrió levemente, calculó la trayectoria y lanzó el níspero que llevaba en la mano. El fruto cayó en el lugar deseado: la cabeza del trabajador. Éste al principio no daba crédito a lo que le había pasado, pero pronto empezó su juramento. - ¿Acaso no tienes alma? Me ves pasar por aquí todos los días. Sabes que no tengo más remedio que tirar de esta carreta. Sabes que soy pobre y que siempre lo seré y, ¿te burlas de mi? Tú que no tienes otras bocas que alimentar más que la tuya. Tú que te pasas todo el día sentado mirando como pasamos todos buscándonos la vida. Ahora me insultas, me apedreas. ¿Acaso no tienes compasión? El sabio, que le mira conociendo su reacción, le dijo: - Mira junto a tus pies. El trabajador, desbocado, sigue su discurso: - Sí, mis pies. Cansados y doloridos de arrastrar esta carga. Los tuyos en cambio deben ser suaves y delicados por no haber trabajado nunca. Que derecho tienes de burlarte de mí. - ¡Escucha ignorante!. Mira junto a tus pies. El trabajador reacciona y coge el fruto del suelo: - Y encima me insultas. ¿Quieres acaso que te lo devuelva para que me lo tires de nuevo? - ¡Calla y escucha!. Ve a palacio y dile al consejero real que tienes el fruto del Rey. Se lo das y esperas a las puertas. El trabajador guarda el fruto, y tirando de la carreta se va mientras sigue protestando por su suerte: - Y ahora me manda al palacio. Que está lejísimos, y seguro que me echan a patadas. Pobre de mí.
  • 7. A las puertas del palacio real se agolpaba una multitud. Todos llevaban canastos con frutas de todo tipo y pedían audiencia para ver al consejero real. Entre la multitud camina de incógnito un joven ayudante del consejero mirando disimuladamente el contenido de las cestas. Nuestro agotado trabajador estaba sentado en su carreta junto al muro sorprendido por el gentío. Sin sospechar nada se dirigió al ayudante y le preguntó. - ¿Por qué hay tanta gente? - Todos dicen tener la fruta del Rey. - Pues si son tantos seguro que alguno la tiene, y seguro que el viejo me ha engañado para que se burlen de mí cuando les enseñe la que yo traigo. Me voy. El ayudante, como guiado por por un extraño presagio le dijo: - Aguanta buen hombre. A ver, ¿que fruta traías? - ¿Tu también te quieres burlar de un pobre. ¿No tenéis piedad? Abusáis de la bondad de un pobre trabajador que … El ayudante como dándose cuenta de que si empieza no termina, le dice. - ¡Para!, por favor. Solo quiero ver la fruta. El hombre sacó de su chaleco el níspero del sabio. El ayudante lo tomó y lo abrió por la mitad. - Pero, ¿porqué lo rompes? ¿Queréis acabar conmigo? El joven, asombrado al ver que el hueso es como el de los dibujos, le devuelve las dos mitades y se queda con el hueso. - Por favor no te muevas de aquí. Enseguida vengo. Tuvo que esperar mucho rato, y no teniendo otra cosa que hacer, y como ya tenía algo de hambre, se comió en níspero. Salieron los sabios con el ayudante y algunos guardias, y lo encontraron dormido, recostado en el muro del palacio. - Despierta, despierta. Enséñales el fruto que has venido a mostrar al Rey. - Eh, ah, ¿qué pasa? ¿Me vais a detener? - No, solo quieren ver el fruto que trajiste. - Pues pensaba que no vendríais, y teniendo hambre me lo comí. ¡Estaba delicioso! - ¡Insensato! Y ahora ¿como sabremos si es el mismo fruto que tomó su majestad? ¿De donde lo has sacado? - Me lo dio, bueno, me lo tiró a la cabeza un viejo loco que vive al borde del camino principal. Se pasa el día sentado. Vive con una cabra a la sombra del árbol que da esos frutos. - Rápido. Llevamos hasta allí. Le pediremos que nos dé algunos para mostrárselos al Rey. - Podemos ir, pero seguro que no se los dará nada más que al Rey. Y a lo mejor ni a él mismo. Como os digo está un poco loco.
  • 8. Apareció la comitiva del Rey. Las gentes se agolpaban a su alrededor y el consejero real ordenó aumentar la guardia para mantener el orden. Cuando llegaron al camino donde vivía el sabio se detuvieron. El consejero real se acercó. Vio al sabio, vio la cabra y vio el pequeño árbol que, entre sus hojas, guardaba los misteriosos frutos. - Venerable anciano. Hemos llegado hasta aquí buscando una fruta especial que su majestad había probado. Te ruego me dejes hacerle probar uno de los frutos. - ¿Acaso no se dignará su majestad a pedir su propia comida? El Rey, que observaba desde su litera, y viendo que los habitantes que le rodeaban estaban atentos a lo que sucedía contestó. - Consejero, el anciano tiene razón. Además, solo yo puedo descubrir si es la fruta que tomé o se trata de una farsa. Se bajó de la litera y se acercó al sabio. También se quedó impresionado al ver la exquisita sencillez del anciano, la cabra y el árbol. - Amigo, me gustaría que me dieras un fruto de tu árbol. - Cuidado con la palabra “amigo”. Su significado es tan preciado como el más soñado de los deseos. Puedes tenerlo todo en la vida y aun así si no tienes un amigo morirás triste y solo. - Ah. Bueno. Perdón. Lo entiendo. Entonces anciano, me das un fruto de tu árbol - En realidad el árbol es de la cabra. Yo solo se lo cuido. Pídeselo a ella. El Rey alucinaba. Estaba perdido. Miró a su alrededor como pensando si todo era una burla. Solo se encontró con las caras de los ciudadanos que estaban expectantes con ese encuentro. Ante aquella multitud y ante la fragilidad del anciano, hizo un esfuerzo para repeler la idea de ordenar a los guardias arrancar unas cuantas frutas y probar una allí mismo para terminar con el misterio de una vez. Miró a los que le rodeaban para ver si se contenían la risa. Al ver que todos estaban esperando a que le hablara a la cabra se decidió. - Señora cabra me deja tomar un fruto de su árbol. No pasó nada. La cabra ni se inmutó. El Rey miró al anciano, que seguía como mirando al infinito y después miró al consejero. Éste forzando una rápida respuesta y viéndose sin nadie que le pudiera ayudar le dijo al Rey, con algo de miedo. - Quizá, majestad, si se lo pide de otra forma, por ejemplo, por favor… El Rey dio un ligero respingo. Le estaban corrigiendo en su educación. En su cara se notaba algo de ira. Volvió a cerrar sus ojos para coger fuerzas, pero un instante antes de cerrarlos vio un poco más allá, entre la gente, a un muchacho que le miraba. - Respetada cabra, por favor, quisiera probar un fruto de tu árbol.
  • 9. Otra vez no pasó nada. Y esta vez al Rey sí se le escapó un bufido. Ahora sí se estaba enfadando. Volvió a mirar a su alrededor. Estaba acorralado. Aquello se había transformado en una emboscada. Allí, con su consejero y un puñado de soldados, estaba rodeado de la gente del pueblo. Casi todos sucios y harapientos. Con sobradas razones para poder apoderarse de sus ropas y sus piedras preciosas. Con sobradas razones para tomar el palacio y repartirse todas sus posesiones entre ellos. Demasiadas razones para acabar con su orden de las cosas e imponer el orden de las cosas de los miles de habitantes del país. Seguía mirando y sopesando rápidamente cual debía ser el siguiente movimiento. Miró a su consejero y esta vez no encontró respuesta. Ahora estaba solo. La gente seguía expectante. Sopesó la jugada. El anciano representaba un desafío mental. La situación estratégica representaba un desafío material. Si se retiraba habría sucumbido ante el primero y se habría puesto en peligro ante el segundo. Entonces como solía hacer en encrucijadas de este tipo presentadas por su difunto padre, y recordando su consejo, respiró hondo y buscó “EL TODO EN LA NADA”: mirar sin fijarse, oír sin escuchar, pensar sin concentrarse, actuar sin planear. Enseguida lo encontró. Recordó una imagen de una fracción de un segundo. La imagen del muchacho que le miraba entre la multitud. Se trataba del amigo de la cabra. Cuando el Rey dirigió su mirada al muchacho, éste enseguida le dijo: - Beeeeeeeee En esto que la cabra reaccionó al sonido y entonces el Rey se acercó a la cabra y le dijo: - Beeeeeeeee A lo que la cabra le respondió: - Beeeeeeeee Enseguida el sabio le dijo al Rey: - La cabra ha dicho sí. El Rey agradecido alargó su brazo para tomar una fruta. Luego la abrió y la comió. Su cara expresó un gesto de alegría. Mientras disfrutaba de su sabor experimentó la sensación del acertijo resuelto, de la montaña culminada, de la batalla vencida. Al ver el resultado el gentío lanzó su júbilo a los aires. Saltaban alegres por el reto y el acierto. Felicitaron al rey por su sabiduría, y alguno incluso se atrevió a coger su mano y posársela en la cabeza. El Rey se dirigió al anciano - Gracias venerable anciano por hacer este milagro. Te ruego me dejes volver otro día y presentarte mis respetos. - Eres un verdadero Príncipe. Vuelve cuando quieras. El Rey se subió a su litera y volvieron a palacio. Una vez allí el consejero le preguntó.
  • 10. Majestad, desea que envíe a por más frutos del anciano. - No será necesario. Y no son del anciano, si no de la cabra. Ahora tenemos muchas cosas que hacer. Reúne al consejo de sabios. Vamos a cambiar algunas cosas. Y por favor, encárgate personalmente de que se recompense al trabajador que nos trajo la fruta. Un buen caballo de trabajo y otro carro creo que será suficiente. El Rey instó a los sabios del consejo a presentar ideas para mejorar las condiciones de su pueblo y de su reino. Éstos dudaban si sería bueno realizar cambios. Después de todo, para ellos, no había un problema por resolver. Unos días más tarde volvió con su cortejo para ver al sabio. Lo encontró como estaba cuando se habían conocido. Solo que ahora todos saludaban al sabio con respeto al pasar. - Saludos venerable anciano. Me gustaría mucho proponerte algo. Aunque me temo la respuesta. - No temas lo que no conoces. Dime cual es tu deseo. - Todavía recuerdo con alegría el sabor de los frutos del árbol de tu cabra. Me gustaría poder llevarlo a palacio. Pídeme lo que desees. - Esto será posible y 3 condiciones ofrezco. Porque algunas cosas aun siendo distintas pertenecen al mismo sistema y si se les separa se pierden. Debes llevarte con el árbol la cabra. Ella se alimenta de sus frutos y sabe cuando le hace falta el agua pues siempre se tumba junto a él. También debes hacerte cargo del niño. Es huérfano y se trata de la persona que te ayudo a resolver tu acertijo. Es una persona bondadosa y con mucho talento. Edúcale con cariño. Además, como sabes, conoce muy bien a la cabra y sabrá cuando la cabra pide agua para su árbol. Para saber si estas condiciones cumples deberás enviármelo cada día de luna llena con una vasija de la leche de la cabra. Bebiendo la leche sabré si la cabra sigue comiendo los nísperos del árbol, y hablando con el niño sabré si lo educas como es necesario. - No temas buen hombre, así se hará. Pero, ¿qué será de ti sin el árbol, la cabra y el niño? - Yo poco necesito. Y ahora las gentes se esfuerzan por que no me falte alimento. En cuanto al árbol, sus semillas llevan tiempo germinando tras de mí.
  • 11. Y se cumplieron todas las condiciones. El muchacho venía con cada día de luna llena. Estaba feliz. Hablaba muy bien del Rey, que se esforzaba por educarlo personalmente. El sabio recibía con alegría la visita y bebía con sumo gusto la leche de su cabra. A los pocos meses comenzó a visitarle el Rey. Ya sin el cortejo, ni en litera. Venía solo y a caballo. Y más de un día a pié. En sus visitas le pedía consejo al sabio. Aprendió a esperar sin ver el tiempo pasar. Aprendió a escuchar sin oponerse a escuchar. Aprendió a pensar en verdadera libertad. Poco a poco el reinado fue cambiando. Se hicieron grandes cultivos de nísperos. Era un fruto que necesitaba poco agua y crecía con alegría. Se hicieron famosos los postres que con él se hacían. Junto a estos cultivos se crearon granjas de cabras descendientes de la cabra del sabio y también se hizo famosa su leche con cierto sabor a níspero. El transporte también creció gracias al trabajo del hombre que tiraba de un carro. Su nombre era Vadin (orador). El reinado se convirtió en un país sin fronteras donde la gente valoraba el valor de las cosas sencillas, donde la educación era la principal creación y se basaba en el respeto al mundo entero, y en el valor para proclamar ese respeto. Muchos años después, cuando el Rey ya era un anciano, nombró sucesor al joven al que había educado. Aquel joven se llamaba Ankur (flor). Días antes de morir el sabio, en la última visita que el Rey le hizo, éste le preguntó su nombre. El sabio le dijo soy Lomahongva (el hermoso pasar de las nubes). El sabio le confesó al Rey que por fin se había cumplido su mayor deseo. Que alguien le preguntara su nombre. El rey se echó a llorar y después se quedó a su lado mirando pasar las nubes. El Sabio murió de noche, sin hacer ruido y con su mejor posesión en su mano. Una semilla de níspero. Actualmente en ese mismo sitio hay un níspero y todos los años la gente se reúne en verano para darse un abrazo y decirse: - beeeeeee.
  • 12. Fin
  • 13. Fin
  • 14. Cuento inventado por Antonio Arregui mientras presentaba a sus hijos una fuente de nísperos. Pd: les encantaron.