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EMILIO

                                       JUAN JACOBO ROUSSEAU

Libro 1

Todo sale perfecto de manos del autor de la naturaleza; en las del hombre todo degenera. A esta tierra, la
fuerza a que dé las producciones de otra; los climas, los elementos, las estaciones los mezcla y los confunde;
estropea su perro, su caballo, su esclavo; todo lo trastorna, todo lo desfigura; nada le place como lo formó la
naturaleza; nada ni aun el hombre, que necesita amañarlo y configurado a su antojo como a los árboles de su
vergel. En el actual estado de cosas, el más desfigurado de todos los mortales sería el que desde su cuna a sí
propio le dejaran abandonado; en éste, le sofocarían su naturaleza los prejuicios, la autoridad, el ejemplo,
todas las instituciones sociales en que vivimos sumidos, sin sustituir otra cosa. Semejante al arbolillo nacido
en mitad de una vereda, que muere en breve sacudido por los caminantes que tiran en todas direcciones de sus
ramas.

A las plantas las endereza el cultivo y a los hombres la educación. Débiles nacemos y necesitamos de fuerzas;
desprovistos nacemos de todo y necesitamos de asistencia; como empezamos sin inteligencia necesitamos de
juicio. Todo cuanto nos falta al nacer y cuanto necesitamos siendo adultos, eso lo debemos a la educación. La
educación es efecto de la naturaleza, de los hombres o de las cosas. La educación de la naturaleza es la del
desarrollo interno de nuestras facultades y de nuestros órganos. La educación de los hombres es el uso que
nos enseñan éstos de este desarrollo. Lo que nuestra experiencia propia nos da a conocer acerca de los objetos
que percibimos es la educación de las cosas. Así, cada uno de nosotros recibe lecciones de estos tres maestros.
Nunca saldrá bien educado ni se hallará en armonía consigo mismo, el discípulo que tome de ellos lecciones
contradictorias; sólo ha dado en el blanco y vivirá una vida consiguiente, aquel que vea conspirar todas a un
mismo fin y versarse en los mismos puntos; éste solo merecerá el título de bien educado. De estas tres
educaciones distintas, la de la naturaleza no pende de nosotros, y la de las cosas sólo en parte está en nuestra
mano.

La única de que somos de verdad los árbitros es la de los hombres, y esto es todavía una suposición. Porque
¿quién puede esperar que ha de dirigir enteramente los razonamientos y las acciones de todos cuantos a un
niño se acerquen?. Sólo por suerte se puede dar en el blanco. ¿Qué blanco es éste? Es el mismo de la
naturaleza. Una vez que para su recíproca perfección es necesario que concurran las tres educaciones, hemos
de dirigir las otras dos a aquella en que ningún poder penetre. Pero, como acaso la voz de naturaleza tiene una
significación sobrado vaga, conviene que procuremos fijarla. Nos dicen que la naturaleza no es otra cosa que
el hábito. ¿Qué quiere decir esto? ¿No hay hábitos contraídos por fuerza y que nunca sofocan la naturaleza,
como por ejemplo el de las plantas, en que se ha impedido la dirección vertical? Así que dejan la planta libre,
si bien conservan la inclinación que la han precisado a que tome, no por eso ha variado la primitiva dirección
de la savia, y si continúa la vegetación, otra vez se torna en vertical su prolongación. Lo mismo sucede con las
inclinaciones de los hombres. Mientras que permanecen en un mismo estado, pueden conservar las que
resultan de la costumbre y menos naturales son; pero luego que varía la situación, se gasta la costumbre y la
naturaleza se reafirma. Nacemos sensibles, y desde que nacemos excitan en nosotros diversas impresiones los
objetos que nos rodean. Luego que tenemos, por decirlo así, la conciencia de nuestras sensaciones, tendemos
a poseer o evitar los objetos que las producen: primero porque son aquéllas placenteras o desagradables;
luego, según la conformidad o discrepancia que entre nosotros y dichos objetos hallamos, y finalmente según
el juicio que de ellas hagamos en referencia a la idea de felicidad o perfección que nos ofrece la razón. Estas
disposiciones de simpatía o antipatía crecen y se fortifican a medida que aumenta nuestra sensibilidad y
nuestra inteligencia; pero tenidas a raya por nuestros hábitos las alteran más o menos nuestras opiniones.
Antes de que se alteren, constituyen lo que llamo yo en nosotros la naturaleza. Deberíamos por tanto referirlo
todo a nuestras disposiciones primarias.

Así podría ser en efecto, si nuestras tres educaciones sólo fueran distintas; pero, ¿qué hemos de hacer cuando
son opuestas, y cuando en vez de educar a uno para sí propio, le quieren educar los demás? La concordancia
es entonces imposible, y precisados a oponemos a la naturaleza o a las instituciones sociales, es forzoso
escoger entre formar a un hombre o a un ciudadano, no pudiendo ser uno mismo una cosa y otra. De estos
objetos por necesidad opuestos, proceden dos formas contrarias de institución: una pública y común, otra
particular y doméstica. Quien se quiera formar idea de la pública educación, lea la República de Platón, que
no es una obra de política como piensan los que sólo por los títulos fallan de los libros, sino el más excelente
tratado de educación que se haya escrito. Hoy no existe la institución pública, ni puede existir, porque donde
no hay patria no puede haber ciudadanos. Ambas palabras, patria y ciudadanos, se deben borrar de los
idiomas modernos.

No contemplo instituciones públicas, esos risibles establecimientos que llaman colegios. Tampoco haré
mención de la educación del mundo, porque como ésta se propone fines contrarios, ninguno consigue, y sólo
es buena para hacer dobles a los hombres, en apariencia preocupados por los demás, pero en realidad
interesados sólo en sí mismos. Nace de estas contradicciones la que nosotros mismos experimentamos sin
cesar. Arrastrados por la naturaleza y los hombres en sendas contrarias, tomamos una dirección compuesta
que ni a una ni a otra meta nos lleva. De esta suerte confundidos, fluctuantes durante la carrera de la vida, la
concluimos sin habernos podido ponemos de acuerdo con nosotros mismos y sin ser de provecho ni para
nosotros ni para los demás. Quédanos, pues, la educación doméstica, la de la naturaleza. Pero ¿qué
aprovechará a los demás, un hombre educado únicamente para él? Si por ventura los dos objetos que nos
proponemos pudieran ambos reunirse en uno solo, quitando las contradicciones de la vida, removeríamos un
grande estorbo para su felicidad. Para decidir el punto fuera preciso ver al hombre ya formado, en una
palabra, fuera preciso conocer al hombre maduro, al hombre natural. Esta es nuestra meta de investigación en
este libro. ¿Qué tenemos que hacer para la formación de este raro mortal? Mucho sin duda; estorbar que
hagan nada. Cuando sólo se trata de navegar contra el viento, se bordea; pero si está alborotada la mar y
quieren que no se mueva el navío, es preciso aferrar el áncora. En el orden social en que están todos los
puestos señalados, debe ser cada uno educado para el suyo. Si un individuo formado para su puesto sale de él,
ya no vale para nada. En Egipto, donde estaban los hijos obligados a seguir la profesión de sus padres, tenía a
lo menos la educación un blanco determinado; en nuestros países donde las jerarquías son rígidas, pero los
hombres en ellas cambian sin cesar, nadie sabe si cuando educa a su hijo para su rango, se afana en
detrimento de él.

Como en el estado natural, todos los hombres son iguales, su común vocación es el estado de hombre; y aquel
que para éste hubiera sido bien criado, no puede desempeñar mal aquello que con él tengan conexión. Poco
me importa que destinen a mi alumno para la tropa, para la iglesia o para el foro; que antes de la vocación de
sus padres le llamó la naturaleza a la vida humana. El oficio que enseñarle quiero es vivir. Convengo en que
cuando salga de mis manos, no será ni magistrado, ni militar, ni clérigo; será, sí, primero hombre, todo cuanto
debe ser un hombre, y sabrá serlo, si fuere necesario, tan bien como el más aventajado; en balde la fortuna le
mudará de lugar, que siempre él se encontrará en el suyo... Un hombre de nivel social elevado, me propuso
que educara a su hijo. Pero como ya tuve experiencia me sentía inepto y rehusé. En vez de la difícil tarea de
educar al niño, ahora emprendo la más fácil de escribir al respecto. Para proporcionar detalles y ejemplos que
sirvan de ilustración de mis opiniones y evitar descarriarme por especulaciones etéreas, propongo aplicarme a
la educación de Emilio, que es un alumno imaginario, desde la niñez a la adultez. Doy por sentado que soy la
persona apta para tal menester, por lo que hace a la edad, salud, conocimiento y talentos.

El tutor no está obligado a su cargo por los vínculos de la naturaleza que tiene el padre, y así disfruta del
derecho de elegir a su alumno; especialmente, como en este caso, si está suministrando un modelo para la
educación de los demás niños. Presumo que Emilio no es ningún genio, sino un niño de capacidades
normales; que es habitante de un clima templado, puesto que sólo en los climas templados los seres humanos
logran desarrollarse por completo; que es rico, puesto que sólo los ricos tienen necesidad de educación natural
que los haga aptos para vivir en todas las condiciones; que es un huérfano para todos los fines y propósitos,
cuyo tutor, al haber asumido los deberes de sus progenitores, tendrá el derecho a controlar todas las
circunstancias de su educación; y por fin, que es un niño bien conformado, robusto y sano...

Nacemos aptos para aprender, pero sin saber nada ni conocer nada. Ni siquiera la conciencia de su existencia
propia tiene el alma encadenada en imperfectos y no bien conformados órganos. Son los gritos del niño recién
nacido efectos puramente mecánicos, privados de inteligencia y voluntad. Las primeras sensaciones del niño
pertenecen por completo al reino de los sentidos y sólo se distinguen en ellas placer o dolor. No pudiendo
andar ni agarrar, necesitan de mucho tiempo para formarse poco a poco las sensaciones representativas que
les introducen a los objetos del mundo exterior; pero antes de que se extiendan esos objetos, que se desvíen,
por decirlo así, de sus ojos, y adquieran para ellos figuras y dimensiones, la reaparición repetida de las
sensaciones los sujeta al imperio del hábito. Se les ve volver sin cesar los ojos hacia la luz, y si les viene de
lado, tomar insensiblemente esta dirección; de manera que es menester tener cuidado de ponerles la cara
enfrente de la luz, para que no se tornen bizcos ni se acostumbren a mirar de reojo. También es preciso
habituados cuanto antes a la obscuridad; si no, llorarán y gritarán cuando no ven la luz. El alimento y el sueño
medidos con sobrada exactitud les viene a ser necesario al cabo de los mismos intervalos, y en breve no
proviene el deseo de la necesidad sino del hábito, o más bien éste añade otra necesidad a la natural; cosa que
es preciso evitar.

El único hábito que se debe dejar que tome el niño es el de no contraer ninguno; no llevado más en un brazo
que en otro; no acostumbrarle a presentar una mano más que otra; a servirse más de ella, a comer, a dormir y
a hacer 'talo cual cosa a la misma hora; a no poder estar solo de día y de noche. Preparar de antemano el
reinado de su libertad y el uso de sus fuerzas, dejando el hábito natural a su cuerpo y poniéndole en el estado
de ser siempre dueño de sí propio, y hacer en todo su voluntad así que la tenga. En cuanto empieza a
distinguir el niño los objetos, es importante escoger bien los que se le enseñen. Todo lo nuevo interesa
naturalmente al hombre. Tan débil se siente que tiene miedo de todo cuanto no conoce; este miedo lo disipa el
hábito de ver objetos nuevos sin recibir daño. Los niños criados en casas limpias donde no se consienten
telarañas tienen miedo de las arañas, y muchas veces lo conservan cuando mayores. Nunca he visto aldeano,
sea hombre, mujer o niño, que tenga miedo de las arañas.

Al principio de la vida, cuando están inactivas la imaginación y la memoria, sólo está atento el niño a lo que
impresiona sus sentidos. Y como estas sensaciones son los primeros materiales de sus conocimientos,
presentárselas en orden conveniente es disponer su memoria a que un día se las exhiba en el mismo orden a su
entendimiento; pero como sólo atiende a sus sensaciones, basta primero mostrarle con distinción la conexión
de estas mismas sensaciones con los objetos que las causan. Quiere el niño tocado todo, manejarlo todo. No
nos opongamos a esta inquietud; por ella aprende a sentir el calor, el frío, la dureza, la blandura, el peso, la
ligereza de los cuerpos, a juzgar de su tamaño, su figura y todas las cualidades sensibles, mirando, palpando,
escuchando, especialmente comparando la vista con el tacto...

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  • 1. EMILIO JUAN JACOBO ROUSSEAU Libro 1 Todo sale perfecto de manos del autor de la naturaleza; en las del hombre todo degenera. A esta tierra, la fuerza a que dé las producciones de otra; los climas, los elementos, las estaciones los mezcla y los confunde; estropea su perro, su caballo, su esclavo; todo lo trastorna, todo lo desfigura; nada le place como lo formó la naturaleza; nada ni aun el hombre, que necesita amañarlo y configurado a su antojo como a los árboles de su vergel. En el actual estado de cosas, el más desfigurado de todos los mortales sería el que desde su cuna a sí propio le dejaran abandonado; en éste, le sofocarían su naturaleza los prejuicios, la autoridad, el ejemplo, todas las instituciones sociales en que vivimos sumidos, sin sustituir otra cosa. Semejante al arbolillo nacido en mitad de una vereda, que muere en breve sacudido por los caminantes que tiran en todas direcciones de sus ramas. A las plantas las endereza el cultivo y a los hombres la educación. Débiles nacemos y necesitamos de fuerzas; desprovistos nacemos de todo y necesitamos de asistencia; como empezamos sin inteligencia necesitamos de juicio. Todo cuanto nos falta al nacer y cuanto necesitamos siendo adultos, eso lo debemos a la educación. La educación es efecto de la naturaleza, de los hombres o de las cosas. La educación de la naturaleza es la del desarrollo interno de nuestras facultades y de nuestros órganos. La educación de los hombres es el uso que nos enseñan éstos de este desarrollo. Lo que nuestra experiencia propia nos da a conocer acerca de los objetos que percibimos es la educación de las cosas. Así, cada uno de nosotros recibe lecciones de estos tres maestros. Nunca saldrá bien educado ni se hallará en armonía consigo mismo, el discípulo que tome de ellos lecciones contradictorias; sólo ha dado en el blanco y vivirá una vida consiguiente, aquel que vea conspirar todas a un mismo fin y versarse en los mismos puntos; éste solo merecerá el título de bien educado. De estas tres educaciones distintas, la de la naturaleza no pende de nosotros, y la de las cosas sólo en parte está en nuestra mano. La única de que somos de verdad los árbitros es la de los hombres, y esto es todavía una suposición. Porque ¿quién puede esperar que ha de dirigir enteramente los razonamientos y las acciones de todos cuantos a un niño se acerquen?. Sólo por suerte se puede dar en el blanco. ¿Qué blanco es éste? Es el mismo de la naturaleza. Una vez que para su recíproca perfección es necesario que concurran las tres educaciones, hemos de dirigir las otras dos a aquella en que ningún poder penetre. Pero, como acaso la voz de naturaleza tiene una significación sobrado vaga, conviene que procuremos fijarla. Nos dicen que la naturaleza no es otra cosa que el hábito. ¿Qué quiere decir esto? ¿No hay hábitos contraídos por fuerza y que nunca sofocan la naturaleza, como por ejemplo el de las plantas, en que se ha impedido la dirección vertical? Así que dejan la planta libre, si bien conservan la inclinación que la han precisado a que tome, no por eso ha variado la primitiva dirección de la savia, y si continúa la vegetación, otra vez se torna en vertical su prolongación. Lo mismo sucede con las inclinaciones de los hombres. Mientras que permanecen en un mismo estado, pueden conservar las que resultan de la costumbre y menos naturales son; pero luego que varía la situación, se gasta la costumbre y la naturaleza se reafirma. Nacemos sensibles, y desde que nacemos excitan en nosotros diversas impresiones los objetos que nos rodean. Luego que tenemos, por decirlo así, la conciencia de nuestras sensaciones, tendemos a poseer o evitar los objetos que las producen: primero porque son aquéllas placenteras o desagradables; luego, según la conformidad o discrepancia que entre nosotros y dichos objetos hallamos, y finalmente según el juicio que de ellas hagamos en referencia a la idea de felicidad o perfección que nos ofrece la razón. Estas disposiciones de simpatía o antipatía crecen y se fortifican a medida que aumenta nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia; pero tenidas a raya por nuestros hábitos las alteran más o menos nuestras opiniones. Antes de que se alteren, constituyen lo que llamo yo en nosotros la naturaleza. Deberíamos por tanto referirlo todo a nuestras disposiciones primarias. Así podría ser en efecto, si nuestras tres educaciones sólo fueran distintas; pero, ¿qué hemos de hacer cuando son opuestas, y cuando en vez de educar a uno para sí propio, le quieren educar los demás? La concordancia es entonces imposible, y precisados a oponemos a la naturaleza o a las instituciones sociales, es forzoso escoger entre formar a un hombre o a un ciudadano, no pudiendo ser uno mismo una cosa y otra. De estos objetos por necesidad opuestos, proceden dos formas contrarias de institución: una pública y común, otra
  • 2. particular y doméstica. Quien se quiera formar idea de la pública educación, lea la República de Platón, que no es una obra de política como piensan los que sólo por los títulos fallan de los libros, sino el más excelente tratado de educación que se haya escrito. Hoy no existe la institución pública, ni puede existir, porque donde no hay patria no puede haber ciudadanos. Ambas palabras, patria y ciudadanos, se deben borrar de los idiomas modernos. No contemplo instituciones públicas, esos risibles establecimientos que llaman colegios. Tampoco haré mención de la educación del mundo, porque como ésta se propone fines contrarios, ninguno consigue, y sólo es buena para hacer dobles a los hombres, en apariencia preocupados por los demás, pero en realidad interesados sólo en sí mismos. Nace de estas contradicciones la que nosotros mismos experimentamos sin cesar. Arrastrados por la naturaleza y los hombres en sendas contrarias, tomamos una dirección compuesta que ni a una ni a otra meta nos lleva. De esta suerte confundidos, fluctuantes durante la carrera de la vida, la concluimos sin habernos podido ponemos de acuerdo con nosotros mismos y sin ser de provecho ni para nosotros ni para los demás. Quédanos, pues, la educación doméstica, la de la naturaleza. Pero ¿qué aprovechará a los demás, un hombre educado únicamente para él? Si por ventura los dos objetos que nos proponemos pudieran ambos reunirse en uno solo, quitando las contradicciones de la vida, removeríamos un grande estorbo para su felicidad. Para decidir el punto fuera preciso ver al hombre ya formado, en una palabra, fuera preciso conocer al hombre maduro, al hombre natural. Esta es nuestra meta de investigación en este libro. ¿Qué tenemos que hacer para la formación de este raro mortal? Mucho sin duda; estorbar que hagan nada. Cuando sólo se trata de navegar contra el viento, se bordea; pero si está alborotada la mar y quieren que no se mueva el navío, es preciso aferrar el áncora. En el orden social en que están todos los puestos señalados, debe ser cada uno educado para el suyo. Si un individuo formado para su puesto sale de él, ya no vale para nada. En Egipto, donde estaban los hijos obligados a seguir la profesión de sus padres, tenía a lo menos la educación un blanco determinado; en nuestros países donde las jerarquías son rígidas, pero los hombres en ellas cambian sin cesar, nadie sabe si cuando educa a su hijo para su rango, se afana en detrimento de él. Como en el estado natural, todos los hombres son iguales, su común vocación es el estado de hombre; y aquel que para éste hubiera sido bien criado, no puede desempeñar mal aquello que con él tengan conexión. Poco me importa que destinen a mi alumno para la tropa, para la iglesia o para el foro; que antes de la vocación de sus padres le llamó la naturaleza a la vida humana. El oficio que enseñarle quiero es vivir. Convengo en que cuando salga de mis manos, no será ni magistrado, ni militar, ni clérigo; será, sí, primero hombre, todo cuanto debe ser un hombre, y sabrá serlo, si fuere necesario, tan bien como el más aventajado; en balde la fortuna le mudará de lugar, que siempre él se encontrará en el suyo... Un hombre de nivel social elevado, me propuso que educara a su hijo. Pero como ya tuve experiencia me sentía inepto y rehusé. En vez de la difícil tarea de educar al niño, ahora emprendo la más fácil de escribir al respecto. Para proporcionar detalles y ejemplos que sirvan de ilustración de mis opiniones y evitar descarriarme por especulaciones etéreas, propongo aplicarme a la educación de Emilio, que es un alumno imaginario, desde la niñez a la adultez. Doy por sentado que soy la persona apta para tal menester, por lo que hace a la edad, salud, conocimiento y talentos. El tutor no está obligado a su cargo por los vínculos de la naturaleza que tiene el padre, y así disfruta del derecho de elegir a su alumno; especialmente, como en este caso, si está suministrando un modelo para la educación de los demás niños. Presumo que Emilio no es ningún genio, sino un niño de capacidades normales; que es habitante de un clima templado, puesto que sólo en los climas templados los seres humanos logran desarrollarse por completo; que es rico, puesto que sólo los ricos tienen necesidad de educación natural que los haga aptos para vivir en todas las condiciones; que es un huérfano para todos los fines y propósitos, cuyo tutor, al haber asumido los deberes de sus progenitores, tendrá el derecho a controlar todas las circunstancias de su educación; y por fin, que es un niño bien conformado, robusto y sano... Nacemos aptos para aprender, pero sin saber nada ni conocer nada. Ni siquiera la conciencia de su existencia propia tiene el alma encadenada en imperfectos y no bien conformados órganos. Son los gritos del niño recién nacido efectos puramente mecánicos, privados de inteligencia y voluntad. Las primeras sensaciones del niño pertenecen por completo al reino de los sentidos y sólo se distinguen en ellas placer o dolor. No pudiendo andar ni agarrar, necesitan de mucho tiempo para formarse poco a poco las sensaciones representativas que les introducen a los objetos del mundo exterior; pero antes de que se extiendan esos objetos, que se desvíen, por decirlo así, de sus ojos, y adquieran para ellos figuras y dimensiones, la reaparición repetida de las
  • 3. sensaciones los sujeta al imperio del hábito. Se les ve volver sin cesar los ojos hacia la luz, y si les viene de lado, tomar insensiblemente esta dirección; de manera que es menester tener cuidado de ponerles la cara enfrente de la luz, para que no se tornen bizcos ni se acostumbren a mirar de reojo. También es preciso habituados cuanto antes a la obscuridad; si no, llorarán y gritarán cuando no ven la luz. El alimento y el sueño medidos con sobrada exactitud les viene a ser necesario al cabo de los mismos intervalos, y en breve no proviene el deseo de la necesidad sino del hábito, o más bien éste añade otra necesidad a la natural; cosa que es preciso evitar. El único hábito que se debe dejar que tome el niño es el de no contraer ninguno; no llevado más en un brazo que en otro; no acostumbrarle a presentar una mano más que otra; a servirse más de ella, a comer, a dormir y a hacer 'talo cual cosa a la misma hora; a no poder estar solo de día y de noche. Preparar de antemano el reinado de su libertad y el uso de sus fuerzas, dejando el hábito natural a su cuerpo y poniéndole en el estado de ser siempre dueño de sí propio, y hacer en todo su voluntad así que la tenga. En cuanto empieza a distinguir el niño los objetos, es importante escoger bien los que se le enseñen. Todo lo nuevo interesa naturalmente al hombre. Tan débil se siente que tiene miedo de todo cuanto no conoce; este miedo lo disipa el hábito de ver objetos nuevos sin recibir daño. Los niños criados en casas limpias donde no se consienten telarañas tienen miedo de las arañas, y muchas veces lo conservan cuando mayores. Nunca he visto aldeano, sea hombre, mujer o niño, que tenga miedo de las arañas. Al principio de la vida, cuando están inactivas la imaginación y la memoria, sólo está atento el niño a lo que impresiona sus sentidos. Y como estas sensaciones son los primeros materiales de sus conocimientos, presentárselas en orden conveniente es disponer su memoria a que un día se las exhiba en el mismo orden a su entendimiento; pero como sólo atiende a sus sensaciones, basta primero mostrarle con distinción la conexión de estas mismas sensaciones con los objetos que las causan. Quiere el niño tocado todo, manejarlo todo. No nos opongamos a esta inquietud; por ella aprende a sentir el calor, el frío, la dureza, la blandura, el peso, la ligereza de los cuerpos, a juzgar de su tamaño, su figura y todas las cualidades sensibles, mirando, palpando, escuchando, especialmente comparando la vista con el tacto...