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EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
POSTSINODAL
AFRICAE MUNUS
DEL PAPA
BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS, AL CLERO,
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A LOS FIELES LAICOS
SOBRE LA IGLESIA EN ÁFRICA
AL SERVICIO DE LA RECONCILIACIÓN,
LA JUSTICIA Y LA PAZ

«Vosotros sois la sal de la tierra...
Vosotros sois la luz del mundo»
(Mt 5, 13.14)

ÍNDICE

Introducción [1-13]

PRIMERA PARTE
«AHORA HAGO NUEVAS TODAS LAS COSAS» (Ap 21,5) [14]


CAPÍTULO I
Al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz

I. Servidores auténticos de la Palabra de Dios [15-16]
II. Cristo en el corazón de la realidad africana: fuente de reconciliación, justicia y paz [17-18]

A. «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5,20b) [19-21]
B. Ser justos y construir un orden social justo [22-23]

1. Vivir de la justicia de Cristo [24-25]
2. Un orden justo en la lógica de las Bienaventuranzas [26-27]

C. El amor en la verdad: fuente de paz [28]

1. Servicio fraterno concreto [29]
2. La Iglesia como centinela [30]

CAPÍTULO II
Los campos para la reconciliación, la justicia y la paz [31]

I. Atención a la persona humana

A. La metanoia: una auténtica conversión [32]
B. Vivir la verdad del Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación[33] 35
C. Espiritualidad de comunión [34-35]
D. Inculturación del Evangelio y evangelización de la cultura [36-38]
E. El don de Cristo: la Eucaristía y la Palabra de Dios [39-41]
II. La convivencia

A. La familia [42-46]
B. Los ancianos [47-50]
C. Los hombres [51-54]
D. Las mujeres [55-59]
E. Los jóvenes [60-64]
F. Los niños [65-68]

III. La visión africana de la vida [69]

A. La protección de la vida [70-78]
B. Respeto por la creación y el ecosistema [79-80]
C. La buena gobernanza de los Estados[81-83]
D. Migrantes, desplazados y refugiados [84-85]
E Globalización y ayuda internacional [86-87]

IV. Diálogo y comunión entre los creyentes [88]

A. Diálogo ecuménico y desafío de los nuevos movimientos religiosos [89-91]
B. Diálogo interreligioso [92-94]

1. Las religiones tradicionales africanas [92-93]
2. El Islam [94]

C. Convertirse en «sal de la tierra» y «luz del mundo» [95-96]

SEGUNDA PARTE

ACTUAR BAJO LA ACCIÓN TRANSFORMADORA
DEL ESPÍRITU SANTO [97-98]

CAPÍTULO I
Los miembros de la Iglesia [99]

I. Los obispos [100-107]
II. Los sacerdotes [108-112]
III. Los misioneros [113-114]
IV. Los diáconos permanentes [115-116]
V. Las personas consagradas [117-120]
VI. Los seminaristas [121-124]
VII. Los catequistas [125-127]
VIII. Los laicos [128-131]

CAPÍTULO II
Principales campos de apostolado [132]

I. La Iglesia como presencia de Cristo [133]
II. El mundo de la educación [134-138]
III. El mundo de la salud [139-141]
IV. El mundo de la información y de la comunicación [142-146]
CAPÍTULO III
«Levántate, toma tu camilla y echa a andar» (Jn 5,8)

I. Jesús en la piscina de Betesda [147-149]
II. Palabra de Dios y Sacramentos

A. La Sagrada Escritura [150-151]
B. La Eucaristía [152-154]
C. La reconciliación [155-158]

III. La Nueva Evangelización [159]

A. Portadores de Cristo «Luz del mundo» [160-162]
B. Testigos de Cristo resucitado [163-166]
C. Misioneros seguidores de Cristo [167-171]

CONCLUSIÓN
«Ánimo, levántate, que te llama» (Mc 10, 49) [172-177]

INTRODUCCIÓN

1. El compromiso de África con el Señor Jesús es un tesoro precioso que confío en este
comienzo del tercer milenio a los Obispos, a los sacerdotes, a los diáconos permanentes, a las
personas consagradas, a los catequistas y a los laicos de ese querido continente y de las islas
vecinas. Esa misión comporta que África ahonde en la vocación cristiana. Invita a vivir, en
nombre de Jesús, la reconciliación entre las personas y las comunidades, y a promover para
todos la paz y la justicia en la verdad.

2. He deseado que la segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos,
celebrada del 4 al 25 octubre de 2009, estuviera en continuidad con la Asamblea de 1994 que
quiso ser un «acontecimiento de esperanza y de resurrección, en el momento mismo en que
las vicisitudes humanas parecían más bien empujar a África hacia el desánimo y la
desesperación»[1]. La Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa de mi predecesor,
el beato Juan Pablo II, recogía las orientaciones y las opciones pastorales de los Padres
sinodales para una nueva evangelización del continente africano. Convenía, al final del primer
decenio de este tercer milenio, que se avivaran nuestra fe y nuestra esperanza para contribuir
a construir una África reconciliada, por los caminos de la verdad y de la justicia, del amor y de
la paz (cf. Sal 85,11). Con los Padres sinodales, recuerdo que «si el Señor no construye la casa,
en vano se cansan los albañiles» (Sal 127,1).

3. Los resultados más visibles del Sínodo de 1994 fueron una vitalidad eclesial excepcional y el
desarrollo teológico de la Iglesia como familia de Dios[2]. Para dar a la Iglesia de Dios en el
continente africano y en las islas vecinas un impulso nuevo cargado de esperanza y de caridad
evangélica, me pareció necesario convocar una segunda Asamblea sinodal. Sostenidas por la
invocación cotidiana al Espíritu Santo y la plegaria de innumerables fieles, las sesiones
sinodales han producido frutos que desearía transmitir con este documento a la Iglesia
universal, y particularmente a la Iglesia en África[3], para que sea verdaderamente «sal de la
tierra» y «luz del mundo» (cf. Mt 5,13.14)[4]. Animada por una «fe que actúa por el amor» (Ga
5,6), la Iglesia desea aportar frutos de caridad: la reconciliación, la paz y la justicia (cf. 1 Co
13,4-7). Esta es su misión específica.
4. Me ha impresionado la calidad de las intervenciones de los Padres sinodales y de otras
personas que han participado en la Asamblea. El realismo y la clarividencia de su contribución
han demostrado la madurez cristiana del continente. No han tenido miedo de enfrentarse a la
verdad y han intentado sinceramente reflexionar sobre las posibles soluciones a los problemas
que afrontan sus Iglesias particulares, y también la Iglesia universal. Han constatado también
que las bendiciones de Dios, Padre de todos, son innumerables. Dios nunca abandona a su
pueblo. No me parece necesario insistir en las diferentes situaciones sociopolíticas, étnicas,
económicas o ecológicas que los africanos viven diariamente y que no se pueden ignorar. Los
africanos conocen mejor que nadie cómo, demasiado a menudo desgraciadamente, esas
situaciones son difíciles, confusas e incluso trágicas. Rindo homenaje a los africanos y a todos
los cristianos de ese continente que las afrontan con decisión y dignidad. Desean, con razón,
que esa dignidad sea reconocida y respetada. Puedo asegurarles que la Iglesia respeta y ama a
África.

5. Ante los numerosos desafíos que África desea acometer para llegar a ser cada vez más una
tierra prometedora, la Iglesia podría sufrir la tentación del desánimo, como Israel, pero
nuestros antepasados en la fe nos han enseñado la actitud adecuada que se ha de adoptar. En
este sentido, Moisés, el siervo del Señor, «por la fe… se mantuvo firme como si estuviera
viendo al Dios invisible» (Hb 11,27). El autor de la Carta a los Hebreos nos lo recuerda: «La fe
es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve» (11,1). Exhorto, pues, a toda la
Iglesia a mirar a África con fe y esperanza. Jesucristo, que nos ha invitado a ser «la sal de la
tierra» y «la luz del mundo» (Mt 5,13.14), nos ofrece la fuerza del Espíritu para llevar a cabo
ese ideal cada vez mejor.

6. Pienso que las palabras de Cristo: «Vosotros sois la sal de la tierra… vosotros sois la luz del
mundo», tendrían que ser el hilo conductor del Sínodo, y también el del período postsinodal.
Dirigiéndome al conjunto de los fieles africanos en Yaundé, les dije: «Por Jesús, hace dos mil
años, Dios ha traído en persona la luz y la sal a África. Desde entonces, la semilla de su
presencia está en el fondo de los corazones de este querido continente y germina poco a poco
más allá y a través de los avatares de la historia humana de vuestra tierra»[5].

7. La Exhortación apostólica Ecclesia in Africa ha hecho suya «la idea-guía de la Iglesia como
Familia de Dios», y en ella los Padres sinodales «han reconocido una expresión de la naturaleza
de la Iglesia particularmente apropiada para África. En efecto, la imagen pone el acento en la
solicitud por el otro, la solidaridad, el calor de las relaciones, la acogida, el diálogo y la
confianza»[6]. La Exhortación invita a las familias cristianas africanas a ser «iglesias
domésticas»[7] para ayudar a sus comunidades respectivas a reconocer que pertenecen a un
solo y mismo Cuerpo. Esta imagen es importante no sólo para la Iglesia en África, sino también
para la Iglesia universal, en una época en que la familia está amenazada por quienes desean
una vida sin Dios. Privar de Dios al continente africano, sería hacerlo morir poco a poco
arrancándole su alma.

8. En la tradición viva de la Iglesia, como respuesta a las expectativas de la Exhortación
apostólica Ecclesia in Africa[8], considerar a la Iglesia como una familia y una fraternidad, es
restaurar un aspecto de su patrimonio. En esa realidad en la que Jesucristo, «primogénito
entre muchos hermanos» (Rm 8,29), ha reconciliado a todos los hombres con Dios Padre (cf. Ef
2,14-18) y le ha dado el Espíritu Santo (cf. Jn 20,22), la Iglesia se convierte a su vez en
portadora de la Buena Nueva de la filiación divina de toda persona humana. Ella está llamada a
transmitirla a toda la humanidad, proclamando la salvación que Cristo ha logrado para
nosotros, celebrando la comunión con Dios y viviendo la fraternidad en la solidaridad.
9. La memoria de África conserva el dolor de las cicatrices dejadas por las luchas fratricidas
entre etnias, por la esclavitud y la colonización. Todavía hoy, el continente se enfrenta a
rivalidades, a nuevas formas de esclavitud y de colonización. La primera Asamblea especial lo
había comparado a la víctima de los bandidos, dejada moribunda al lado del camino (cf. Lc
10,25-37). Por eso se ha podido hablar de la «marginación» de África. Una tradición nacida en
tierra africana identifica al buen Samaritano con el mismo Señor Jesús e invita a la esperanza.
En efecto, Clemente de Alejandría escribía: «¿Quién, más que él, ha tenido piedad de nosotros,
que estábamos, por decirlo así, muertos por los poderes del mundo de las tinieblas, postrados
por tantas heridas, temores, deseos, cóleras, tristezas, mentiras y placeres? El único médico de
esas heridas es Jesús»[9]. Hay, pues, numerosos motivos para la esperanza y la acción de
gracias. Así, por ejemplo, pese a las grandes pandemias –como el paludismo, el sida, la
tuberculosis y otras–, que diezman la población, y que la medicina trata siempre de erradicar
con más eficacia, África conserva su alegría de vivir, de celebrar la vida que proviene del
Creador, acogiendo nacimientos para que crezca la familia y la comunidad humana. Veo
también un motivo de esperanza en el rico patrimonio intelectual, cultural y religioso que
África posee. Ella desea preservarlo, explorarlo más y darlo a conocer al mundo. Se trata de
una aportación esencial y positiva.

10. La segunda Asamblea sinodal para África abordó el tema de la reconciliación, de la justicia
y de la paz. La rica documentación que me ha sido enviada tras las Sesiones –los Lineamenta,
el Instrumentum laboris, los informes redactados antes y después de la discusiones y las
aportaciones de los grupos de trabajo–, invita a «transformar la teología en pastoral, es decir,
en un ministerio pastoral muy concreto, en el que las grandes visiones de la Sagrada Escritura y
de la Tradición se aplican a la actividad de los obispos y de los sacerdotes en un tiempo y en un
lugar determinados»[10].

11. Por preocupación paternal y pastoral, dirijo, pues, este documento al África de hoy, que ha
conocido los traumatismos y conflictos que sabemos. El hombre está marcado por su pasado,
pero vive y camina en el hoy. Mira el futuro. Como el resto del mundo, África experimenta un
torbellino cultural que afecta a los fundamentos milenarios de la vida social y hace difícil a
veces el encuentro con la modernidad. En esta crisis antropológica con la que se enfrenta el
continente africano, podrá hallar caminos de esperanza instaurando un diálogo entre los
miembros de los ámbitos religiosos, sociales, políticos, económicos, culturales y científicos.
Tendrá entonces que hallar y promover un concepto de la persona y de su relación con la
realidad basada en una renovación espiritual profunda.

12. En la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa, Juan Pablo II subrayaba que «no
obstante la civilización contemporánea de la “aldea global”, en África como en otras partes del
mundo el espíritu de diálogo, paz y reconciliación está lejos de habitar en el corazón de todos
los hombres. Las guerras, conflictos, actitudes racistas y xenófobas aún dominan demasiado el
mundo de las relaciones humanas»[11]. La esperanza, que caracteriza la vida auténticamente
cristiana, recuerda que el Espíritu Santo actúa en todas partes, también en el continente
africano, y que las fuerzas de la vida, que nacen del amor, vencen siempre las fuerzas de la
muerte (cf. Ct 8,6-7). Por eso, los Padres sinodales han visto cómo las dificultades que
encuentran en sus países respectivos y en las Iglesias particulares de África no son obstáculos
que impidan avanzar, sino que más bien desafían lo mejor que hay en nosotros: la
imaginación, la inteligencia, la vocación a seguir sin arredrarse las huellas de Jesucristo, la
búsqueda de Dios, «Amor eterno y Verdad absoluta»[12]. Junto con todos los que intervienen
en la sociedad africana, la Iglesia se siente llamada a hacer frente a dichos desafíos. Es, en
cierta manera, como un imperativo del Evangelio.
13. Con este documento, deseo ofrecer los frutos y esperanzas del Sínodo, invitando a todos
los hombres de buena voluntad a mirar a África con fe y amor, para ayudarla a que sea, por
Cristo y por el Espíritu Santo, luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-14). Un valioso tesoro
está presente en el alma de África, donde veo un «inmenso “pulmón” espiritual para una
humanidad que se halla en crisis de fe y esperanza»,[13] gracias a la inaudita riqueza humana y
espiritual de sus hijos, de de sus culturas multicolores, de su suelo y subsuelo con riquezas
inmensas. Sin embargo, para mantenerse en pie, con dignidad, África necesita oír la voz de
Cristo que proclama hoy el amor al otro, incluso al enemigo, hasta la entrega de su propia
sangre, y que ora hoy por la unidad y la comunión de todos los hombres en Dios (cf. Jn 17,20-
21).

PRIMERA PARTE

«AHORA HAGO NUEVAS TODAS LAS COSAS» (Ap 21,5)

14. El Sínodo ha permitido discernir las líneas maestras de la misión para un África que desea
la reconciliación, la justicia y la paz. Depende de las iglesias particulares traducir estas líneas en
«fervientes propósitos y en líneas de acción concretas»[14]. En efecto, «en las Iglesias
particulares es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas –
objetivos y métodos
de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios–
que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida
profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la
cultura»[15] africana.

CAPÍTULO I
Al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz

I. Servidores auténticos de la Palabra de Dios

15. Un África que avanza, alegre y viva, manifiesta la alabanza de Dios. Como hacía notar san
Ireneo: «La gloria de Dios, es el hombre viviente»; pero añade inmediatamente: «La vida del
hombre, es la visión de Dios»[16]. Por eso, es tarea de la Iglesia todavía hoy el llevar el
mensaje del Evangelio al corazón de las sociedades africanas, conducir a la visión de Dios.
Como la sal da sabor a los alimentos, ese mensaje convierte a las personas que lo viven en
auténticos testigos. Todos los que crecen así se hacen capaces de reconciliarse en Jesucristo.
Se convierten en luz para sus hermanos. Por ello, con los Padres del Sínodo, invito «a la Iglesia
*…+ en África a dar testimonio en su servicio de la reconciliación, la justicia y la paz, como “sal
de la tierra” y “luz del mundo”»,*17+ para que su vida responda a esta llamada: «Levántate,
Iglesia en África, familia de Dios, porque te llama el Padre celestial».[18]

16. Es una dicha que Dios haya permitido celebrar el Segundo Sínodo para África
inmediatamente después del dedicado a la Palabra de Dios en la vida y la misión de la Iglesia.
Este Sínodo había recordado el imperioso deber del discípulo de escuchar a Cristo que llama a
través de su Palabra. Por ella, los fieles aprenden a escuchar a Cristo y a dejarse orientar por el
Espíritu Santo que revela el sentido de todas las cosas (cf. Jn 16,13). En efecto, la «lectura y la
meditación de la Palabra de Dios nos inserta más profundamente en Cristo y orientan nuestro
ministerio de servidores de la reconciliación, la justicia y la paz»[19]. Como recuerda el Sínodo,
«para convertirse en sus hermanos o hermanas se necesita ser “los hermanos que oyen la
Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8,21). La escucha auténtica es obedecer y actuar, es hacer
florecer en la vida la justicia y el amor, es dar tanto en la existencia como en la sociedad un
testimonio en la línea de la llamada de los profetas que constantemente unía la Palabra de
Dios y la vida, la fe y la rectitud, el culto y el compromiso social»[20]. Escuchar y meditar la
Palabra de Dios, es desear que ésta penetre y forme nuestra vida para reconciliarnos con Dios,
para permitir que Dios nos conduzca a una reconciliación con el prójimo, camino necesario
para la construcción de una comunidad de personas y de pueblos. Que la Palabra de Dios se
encarne realmente en nuestro rostro y en nuestra vida.

II. Cristo en el corazón de la realidad africana:
fuente de reconciliación, justicia y paz

17. Los tres conceptos principales del tema sinodal, a saber, la reconciliación, la justicia y la
paz, han puesto al Sínodo ante su «responsabilidad teológica y social»[21], y han permitido
preguntarse también por el papel público de la Iglesia y su lugar en el espacio africano
actual[22]. «Se podría decir que reconciliación y justicia son las dos condiciones esenciales de
la paz que, por consiguiente, también definen en cierta medida su naturaleza».[23] La tarea
que hemos de precisar no es fácil, porque se sitúa entre el compromiso inmediato en política –
que no corresponde a la competencia directa de la Iglesia– y el repliegue o la posible evasión
en teorías teológicas y espirituales, corriendo así el peligro de resultar una huida frente a una
responsabilidad concreta en la historia humana.

18. «La paz os dejo, mi paz os doy», dice el Señor, que añade: «No os la doy como la da el
mundo» (Jn 14,27). La paz de los hombres conseguida sin la justicia es ilusoria y efímera. La
justicia de los hombres que no brote de la reconciliación por la «verdad del amor» (cf. Ef 4,15)
queda inacabada; no es auténtica justicia. El amor de la verdad –«la verdad plena» a la que
sólo el Espíritu puede llevarnos (cf. Jn 16,13)– es la que traza el camino que toda justicia
humana ha de seguir para conseguir restaurar los lazos fraternos en la «familia humana,
comunidad de paz»[24], reconciliada con Dios por Cristo. La justicia no es algo desencarnado.
Hunde necesariamente sus raíces en la coherencia humana. Una caridad que no respete la
justicia y el derecho de todos, es errónea. Animo a los cristianos, pues, a ser ejemplares en lo
que toca a la justicia y la caridad (cf. Mt 5,19-20).

A. «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5,20b)

19. «Reconciliación es un concepto pre-político y una realidad pre-política, que precisamente
por eso es de suma importancia para la tarea de la política misma. Si no se crea en los
corazones la fuerza de la reconciliación, el compromiso político por la paz se queda sin su
presupuesto interior. En el Sínodo, los Pastores de la Iglesia se comprometieron en favor de la
purificación interior del hombre, que es la condición preliminar esencial para la edificación de
la justicia y de la paz. Pero esa justificación y maduración interior hacia una verdadera
humanidad no pueden existir sin Dios»[25].

20. En efecto, la gracia de Dios es la que nos da un corazón nuevo y nos reconcilia con Él y con
los otros[26]. Es Cristo quien ha restaurado la humanidad en el amor del Padre. La
reconciliación tiene, pues, su fuente en este amor; nace de la iniciativa del Padre de reanudar
la relación con la humanidad, relación rota por el pecado del hombre. En Jesucristo, «en su
vida y su ministerio, pero sobre todo en su muerte y resurrección, san Pablo ve a Dios Padre
reconciliando consigo al mundo (todas las cosas en el cielo y la tierra), sin tener en cuenta ya
los pecados de la humanidad (2 Co 5,19; Rm 5,10; Col 1,21-22). El Apóstol ve cómo Dios Padre
reconcilia a judíos y gentiles consigo mismo en un solo cuerpo a través de la cruz (Ef 2,16). San
Pablo ve también a Dios reconciliar a judíos y gentiles, creando un hombre nuevo en lugar de
dos pueblos (Ef 2,15; 3,6). Así, la experiencia de la reconciliación establece una comunión en
dos niveles: la comunión entre Dios y la humanidad; y a partir de la experiencia de
reconciliación, nos convierte (a la humanidad reconciliada) “en embajadores de la
reconciliación”. Se restablece también la comunión entre los hombres»[27]. «La reconciliación,
por lo tanto, no se limita a Dios que en Cristo atrae a sí a una humanidad alienada y pecadora,
a través del perdón de los pecados y el amor. También es la restauración de las relaciones
entre las personas conciliando las diferencias y eliminando los obstáculos en sus relaciones,
gracias a su experiencia del amor de Dios»[28]. La parábola del hijo pródigo lo explica cuando
el evangelista nos presenta en el retorno del hijo menor, es decir en su conversión, la
necesidad de reconciliarse, por un lado, con su padre y, por otro, con su hermano mayor por la
mediación del padre (cf. Lc 15,11-32). Hay testimonios conmovedores de los fieles de África,
«testimonios concretos de sufrimientos y de reconciliación en las tragedias de la historia
reciente del continente»[29] que muestran el poder del Espíritu Santo que transforma los
corazones de las víctimas y de sus verdugos para restablecer la fraternidad[30].

21. En efecto, sólo una auténtica reconciliación engendra una paz duradera en la sociedad.
Ciertamente, sus protagonistas son las autoridades gubernamentales y los jefes tradicionales,
pero también los simples ciudadanos. Después de un conflicto, la reconciliación, gestionada y
llevada a cabo a menudo en el silencio y la discreción, restaura la unión de los corazones y la
convivencia serena. Gracias a ella, tras largos períodos de guerra, las naciones encuentran la
paz, y sociedades profundamente heridas por la guerra civil o el genocidio reconstruyen su
unidad. Dando y acogiendo el perdón[31] se ha podido sanar la memoria herida de personas o
de comunidades, y familias antes divididas hayan encontrado la armonía. «La reconciliación
supera las crisis, restaura la dignidad de las personas y abre el camino al desarrollo y a la paz
estable entre los pueblos a todos los niveles»[32], han podido subrayar los Padres del Sínodo.

Para llegar a ser efectiva, esta reconciliación deberá ir acompañada de un gesto valiente y
honrado: buscar a los responsables de esos conflictos, de los que han ordenado los crímenes y
se han entregado a toda clase de componendas, determinando su responsabilidad. Las
víctimas tienen derecho a la verdad y a la justicia. Es importante actualmente y para el futuro
purificar la memoria para construir una sociedad mejor en la que estas tragedias no se vuelvan
a repetir.

B. Ser justos y construir un orden social justo

22. Ciertamente, la construcción de un orden social justo es en primera instancia una tarea de
la política.[33] Sin embargo, una de las tareas de la Iglesia en África consiste en formar
conciencias rectas y receptivas a las exigencias de la justicia, para que sean cada vez más los
hombres y mujeres comprometidos y capaces de realizar ese orden social justo por medio de
su conducta responsable. El modelo por excelencia, a partir del cual la Iglesia piensa y razona,
y que propone a todos, es Cristo.[34] Según su doctrina social, «la Iglesia no tiene soluciones
técnicas que ofrecer y no pretende “de ninguna manera mezclarse en la política de los
Estados”. No obstante, tiene una misión de verdad que cumplir *…+ Esta misión de verdad es
irrenunciable. Su doctrina social es una dimensión singular de este anuncio: está al servicio de
la verdad que libera»[35].

23. Gracias a las Comisiones de Justicia y Paz, la Iglesia se ha comprometido en la formación
cívica de los ciudadanos y en el acompañamiento del proceso electoral en diferentes naciones.
Contribuye así a la educación de la población y a despertar su conciencia y sus
responsabilidades ciudadanas. Este papel educativo concreto es apreciado por un gran
número de países, que reconocen a la Iglesia como artífice de paz, agente de reconciliación y
heraldo de la justicia. Conviene repetir que, distinguiendo el papel de los Pastores y el de los
fieles laicos, la misión de la Iglesia no es de orden político.[36] Su función es educar al mundo
en el sentido religioso proclamando a Cristo. La Iglesia desea ser signo y salvaguarda de la
trascendencia de la persona humana. Por eso debe educar a los hombres a buscar la verdad
suprema ante lo que ellos son y sus interrogantes, para encontrar soluciones justas a sus
problemas[37].

1. Vivir de la justicia de Cristo

24. En el plano social, la conciencia humana se ve interpelada por las graves injusticias que hay
en nuestro mundo en general, y en África en particular. Que una minoría confisque los bienes
de la tierra en detrimento de pueblos enteros, es inaceptable porque es inmoral. La justicia
obliga a «dar a cada uno lo suyo» – ius suum unicuique tribuere[38]. Se trata, pues, de hacer
justicia a los pueblos. África es capaz de asegurar a todos –personas y naciones del
continente– las condiciones básicas que les permitan participar en el desarrollo[39]. Los
Africanos podrán así poner los talentos y las riquezas que Dios les ha dado al servicio de su
tierra y de sus hermanos. La justicia, vivida en todas las dimensiones de la vida, privada y
pública, económica y social, precisa ser sostenida por la subsidiaridad y la solidaridad y, más
aún, estar animada por la caridad. «Según el principio de subsidiaridad, ni el Estado ni ninguna
sociedad más amplia deben suplantar la iniciativa y la responsabilidad de las personas y de las
corporaciones intermedias»[40]. La solidaridad es garantía de la justicia y la paz, de la unidad,
pues tiende a que «la abundancia de unos supla la falta de los otros»[41]. Y la caridad, que
asegura el vínculo con Dios, va más lejos que la justicia distributiva. Porque si «la justicia es
virtud que distribuye a cada uno su propio bien… no es la justicia del hombre la que sustrae el
hombre al verdadero Dios»[42].

25. Dios mismo nos muestra la verdadera justicia cuando, por ejemplo, vemos a Jesús entrar
en la vida de Zaqueo y ofrecer así al pecador la gracia de su presencia (cf. Lc 19,1-10). ¿Cómo
es la justicia de Cristo? Los testigos del encuentro con Zaqueo observan a Jesús (cf. Lc 19,7); su
murmullo de reprobación manifiesta un amor de la justicia. Ignoran, sin embargo, la justicia
del amor que se abre hasta el extremo, hasta hacer recaer sobre sí la «maldición» debida a los
humanos, y recibir en cambio la «bendición» que es el don de Dios (cf. Ga 3,13-14). La justicia
divina ofrece a la justicia humana, siempre limitada e imperfecta, el horizonte hacia el que
debe tender para realizarse plenamente. Nos hace tomar conciencia, además, de nuestra
propia indigencia, de la necesidad del perdón y la amistad de Dios. Es lo que vivimos en los
sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía que fluyen de la acción de Cristo. Esta acción
nos introduce en una justicia en la que recibimos mucho más de lo que teníamos derecho a
esperar porque, en Cristo, la caridad es el compendio de la Ley (cf. Rm 13,8-10).[43] Por Cristo,
único modelo, el justo es invitado a entrar en el orden del amor-agápē.

2. Un orden justo en la lógica de las Bienaventuranzas

26. El discípulo de Cristo, unido a su Maestro, debe contribuir a formar una sociedad justa en
la que todos puedan participar activamente con sus propios talentos en la vida social y
económica. Podrán ganar lo que les es necesario para vivir según su dignidad humana en una
sociedad en la que la justicia será vivificada por el amor.[44] Cristo no propone una revolución
de tipo social o político, sino la del amor, realizada en el don total de su persona en su muerte
en la Cruz y su Resurrección. Sobre esta revolución del amor se fundan las Bienaventuranzas
(cf. Mt 5,3-10). Éstas ofrecen el nuevo horizonte de justicia inaugurado en el misterio pascual,
gracias al cual podemos llegar a ser justos y construir un mundo mejor. La justicia de Dios que
nos revelan las Bienaventuranzas levanta a los humildes y abaja a los que se ensalzan. Se
cumple verdaderamente en el reino de Dios, que llegará a su cumplimento al final de los
tiempos. Pero se manifiesta ya desde ahora, allí donde los pobres son consolados y admitidos
al festín de la vida.
27. Según la lógica de las Bienaventuranzas, se ha de tener una atención preferencial con el
pobre, el hambriento, el enfermo –por ejemplo de sida, tuberculosis o paludismo–, con el ex-
tranjero, el humillado, el prisionero, el emigrante despreciado, el refugiado o el desplazado (cf.
Mt 25,31-46). La respuesta a sus necesidades en la justicia y la caridad depende de todos.
África espera esa atención de toda la familia humana así como de sí misma.[45] Pero deberá
comenzar por introducir en su propio seno, y resueltamente, la justicia política, social y
administrativa, elementos de la cultura política necesaria para el desarrollo y la paz. Por su
parte, la Iglesia aportará su contribución específica apoyándose en la enseñanza de las
Bienaventuranzas.

C. El amor en la verdad: fuente de paz

28. La perspectiva social que muestra el actuar de Cristo, fundada en el amor, trasciende el
minimum que exige la justicia humana: es decir que se dé al otro lo que corresponda. La lógica
interna del amor va más allá de esta justicia y llega hasta dar lo que se posee[46]: «No
amemos de palabra y con la boca, sino con hechos y de verdad» (1 Jn 3,18). Como su Maestro,
el discípulo de Cristo irá aún más lejos, hasta el don de sí mismo por sus hermanos (cf. 1 Jn
3,16). Es el precio de la paz auténtica en Dios (cf. Ef 2,14).

1. Servicio fraterno concreto

29. Ni siquiera una sociedad desarrollada, puede prescindir del servicio fraterno animado por
el amor. «Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en
cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá
soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es
indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo»[47]. Es el amor lo que
alivia los corazones heridos, solitarios, abandonados. Es el amor lo que crea la paz o la
restablece en el corazón humano y la instaura entre los hombres.

2. La Iglesia como centinela

30. En la situación actual de África, la Iglesia está llamada a hacer oír la voz de Cristo. Desea
seguir la recomendación de Jesús a Nicodemo, que se preguntaba por la posibilidad de
renacer: «Tenéis que nacer de nuevo» (Jn3,7). Los misioneros han propuesto a los Africanos
ese nuevo nacimiento «del agua y del espíritu» (Jn3,5), una Buena Noticia que toda persona
tiene derecho a oír para realizar plenamente su vocación[48]. La Iglesia en África vive de esa
herencia. A causa de Cristo, y por fidelidad a su enseñanza de vida, se siente impulsada a estar
presente allí donde la humanidad conoce el sufrimiento y a hacerse eco del grito silencioso de
los inocentes perseguidos, o de los pueblos cuyos gobernantes hipotecan el presente y el
futuro en nombre de intereses personales[49]. Por su capacidad para reconocer el rostro de
Cristo en el niño, el enfermo, el que sufre o el necesitado, la Iglesia contribuye a forjar
lentamente pero con seguridad el África nueva. En su función profética, cada vez que los
pueblos elevan su voz diciéndole: «Vigía, ¿qué queda de la noche?» (Is 21,11), la Iglesia desea
estar lista para dar razón de la esperanza que lleva en sí (cf. 1 P 3,15) porque una aurora nueva
asoma al horizonte (cf. Ap 22,5). Sólo el rechazo de la deshumanización del hombre, y del
conformismo –por miedo a la prueba o al martirio– servirá de verdad a la causa del Evangelio.
«En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: Yo he vencido al mundo» (Jn16,33). La paz
auténtica viene de Cristo (cf. Jn 14,27). No se parece a la del mundo. No es fruto de
negociaciones y acuerdos diplomáticos basados en intereses. Es la paz de la humanidad
reconciliada consigo misma en Dios, y de la que la Iglesia es el sacramento[50].

CAPÍTULO II
Los campos para la reconciliación, la justicia y la paz

31. Deseo ahora indicar algunos campos que los Padres del Sínodo han identificado para la
misión actual de la Iglesia en su preocupación por ayudar a África a emanciparse de las fuerzas
que la paralizan. ¿No dijo Cristo primeramente al paralítico: «Tus pecados están perdonados»
y luego, «ponte en pie» (Lc 5,20.24)?

I. Atención a la persona humana

A. La metanoia: una auténtica conversión

32. Ante la situación del continente, la mayor preocupación de los miembros del Sínodo ha
sido cómo grabar en el corazón de los africanos discípulos de Cristo la voluntad de
comprometerse efectivamente en vivir el Evangelio en su existencia y en la sociedad. Cristo
llama constantemente a la metanoia, a la conversión[51]. Los cristianos están marcados por el
espíritu y las costumbres de su época y de su ambiente. Por la gracia del bautismo, están
invitados a renunciar a las tendencias nocivas dominantes e ir contracorriente. Esto exige un
compromiso decidido para «una conversión continua hacia el Padre, fuente de toda verdadera
vida, el único capaz de liberarnos del mal, de toda tentación y mantenernos en su Espíritu, en
un mismo combate contra las fuerzas del mal»[52]. La conversión sólo es posible apoyándose
en convicciones de fe consolidadas por una catequesis auténtica. Conviene pues «mantener
una relación viva entre el catecismo aprendido de memoria y el catecismo vivido, para llegar a
una conversión de vida profunda y permanente»[53]. La conversión se vive de manera especial
en el Sacramento de la Reconciliación, al que se prestará una atención particular para que sea
una verdadera «escuela del corazón». En esa escuela, el discípulo de Cristo se forja poco a
poco en una vida cristiana adulta, atenta a las dimensiones teologales y morales de sus actos,
haciéndose así capaz de «hacer frente a las dificultades de la vida social, política, económica y
cultural»[54] y llevar una vida marcada por el espíritu evangélico. La contribución de los
cristianos en África sólo será decisiva si la inteligencia de la fe llegará a la inteligencia de la
realidad[55]. Para ello, es indispensable la educación en la fe, de lo contrario Cristo no será
más que un nombre suplementario adherido a nuestras teorías. La palabra y el testimonio van
a la par[56]. Pero el testimonio solo no es suficiente, porque «el más hermoso testimonio se
revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado –lo que Pedro llamaba dar “razón
de vuestra esperanza” (1 P 3,15)–, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor
Jesús».[57]

B. Vivir la verdad del Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación

33. Los miembros del Sínodo señalaron también que muchos cristianos en África adoptan una
actitud ambigua frente a la celebración del Sacramento de la Reconciliación, mientras que
estos mismos cristianos suelen ser muy escrupulosos en la aplicación de los ritos tradicionales
de la reconciliación. Para ayudar a los fieles católicos a vivir un auténtico camino hacia la
metanoia en la celebración de este Sacramento, en el que la mentalidad se oriente por
completo al encuentro con Cristo,[58] sería bueno que los obispos hicieran un estudio serio de
las ceremonias tradicionales africanas de reconciliación para evaluar los aspectos positivos y
las limitaciones. En efecto, estas mediaciones pedagógicas tradicionales[59] no pueden
sustituir al Sacramento en ninguna circunstancia. La Exhortación apostólica postsinodal
Reconciliatio et paenitentia, del beato Juan Pablo II, señaló claramente el ministro y las formas
del Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación[60]. Estas mediaciones pedagógicas
tradicionales sólo pueden ayudar a reducir el desgarro sentido y vivido por algunos fieles,
ayudándolos a abrirse con mayor profundidad y verdad a Cristo, el único gran Mediador, para
recibir la gracia del Sacramento de la Penitencia. Celebrado con fe, este sacramento es
suficiente para reconciliarnos con Dios y con el prójimo[61]. En definitiva, es Dios quien, en su
Hijo, nos reconcilia con Él y con los demás.

C. Espiritualidad de comunión

34. La reconciliación no es un acto aislado, sino un largo proceso gracias al cual cada uno se ve
restablecido en el amor, un amor que sana por la acción de la Palabra de Dios. Esta se
convierte entonces en una forma de vivir, y a la vez en una misión. Para alcanzar una
verdadera reconciliación, y llevar a la práctica la espiritualidad de comunión por la
reconciliación, la Iglesia necesita testigos que estén profundamente arraigados en Cristo, y que
se alimenten de su Palabra y de los Sacramentos. Así, aspirando a la santidad, estos testigos
son capaces de implicarse en la obra de comunión de la Familia de Dios, comunicando al
mundo, incluso con el martirio, el espíritu de reconciliación, de justicia y paz, a ejemplo de
Cristo.

35. Quisiera recordar lo que el Papa Juan Pablo II proponía a toda la Iglesia como condiciones
de una espiritualidad de comunión: ser capaces de reconocer la luz del misterio de la Trinidad
también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado[62]; estar atento, «al hermano
de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico, considerándolo como “uno que me
pertenece”, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y
atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad»[63]; la
capacidad de reconocer lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como un
don que Dios me hace a través de aquel que lo ha recibido, más allá de su persona, que se
transforma entonces en un administrador de las gracias divinas; en fin, «saber “dar espacio” al
hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones
egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera,
desconfianza y envidias»[64].

De este modo, maduran hombres y mujeres de fe y de comunión, que dan prueba de valentía
con la verdad y la abnegación, e iluminados por la alegría. Dan también un testimonio
profético de una vida coherente con su fe. María, Madre de la Iglesia, que supo acoger la
Palabra de Dios, es su modelo: por su escucha de la Palabra, Ella alcanzó a comprender las
necesidades de los hombres y a interceder por ellos con compasión[65].

D. Inculturación del Evangelio y evangelización de la cultura

36. Para lograr esta comunión, sería bueno volver a examinar una necesidad mencionada
durante la Primera Asamblea del Sínodo para África: un estudio exhaustivo de las tradiciones
culturales africanas. Los miembros del Sínodo han constatado la existencia de una dicotomía
entre ciertas prácticas tradicionales de las culturas africanas y las exigencias específicas del
mensaje de Cristo. La preocupación por la relevancia y la credibilidad exige de la Iglesia un
profundo discernimiento con vistas a identificar los aspectos culturales que obstaculizan la
encarnación de los valores del Evangelio, así como los que los promueven[66].

37. Sin embargo, no debemos olvidar que el Espíritu Santo es el verdadero protagonista de la
inculturación, «es el que precede, en modo fecundo, al diálogo entre la Palabra de Dios,
revelada en Jesucristo, y las inquietudes más profundas que brotan de la multiplicidad de los
hombres y de las culturas. Así continúa en la historia, en la unidad de una misma y única fe, el
acontecimiento de Pentecostés, que se enriquece a través de la diversidad de lenguas y
culturas»[67]. El Espíritu Santo actúa para que el Evangelio sea capaz de impregnar todas las
culturas, sin dejarse atenazar por ninguna de ellas[68]. Los Obispos se preocuparán de velar
para que esta exigencia de inculturación se cumpla según las normas establecidas por la
Iglesia. Discernir los elementos culturales y tradiciones contrarios al Evangelio ayudará a
separar el trigo de la cizaña (cf. Mt 13,26). De este modo, el cristianismo, aunque
permaneciendo fiel a sí mismo, con absoluta fidelidad al anuncio evangélico y a la tradición de
la Iglesia, asumirá el rostro de las innumerables culturas y pueblos donde ha sido acogido y ha
arraigado. Así, la Iglesia llegará a ser un icono del futuro que el Espíritu de Dios nos
prepara[69], icono al que África ofrecerá su propia contribución. En esta obra de inculturación,
tampoco hay que olvidar la tarea, igualmente esencial, de la evangelización del mundo de la
cultura contemporánea africana.

38. Son conocidas las iniciativas de la Iglesia en la apreciación positiva y en la preservación de
las culturas africanas. Es muy importante continuar con esta tarea, dado que la entremezcla de
los pueblos, aun siendo un enriquecimiento, frecuentemente debilita las culturas y la
sociedades. Lo que está en juego en estos encuentros entre culturas es la identidad de las
comunidades africanas. Hay que esforzarse, pues, en transmitir los valores que el Creador ha
infundido en los corazones de los africanos desde la noche de los tiempos. Estos han servido
de matriz para modelar sociedades que viven en una cierta armonía, porque llevan en su
interior formas tradicionales de regular una convivencia pacífica. Por tanto, hay que dar relieve
a estos elementos positivos, iluminándolos desde dentro (cf. Jn 8,12), para que el cristiano sea
realmente alcanzado por el mensaje de Cristo, y de este modo la luz de Dios brille en los ojos
de los hombres. Entonces, al ver las buenas obras de los cristianos, los hombres y las mujeres
darán gloria «al Padre que está en el cielo» (Mt 5,16).

E. El don de Cristo: la Eucaristía y la Palabra de Dios

39. Más allá de las diferencias de origen o de cultura, el gran desafío que nos aguarda a todos
es discernir en la persona humana, amada de Dios, el fundamento de una comunión que
respete e integre las aportaciones particulares de las diversas culturas[70]. «Debemos abrir
realmente estas fronteras entre tribus, etnias y religiones a la universalidad del amor de
Dios»[71]. Hombres y mujeres diferentes por su origen, cultura, lengua o religión pueden
convivir armónicamente.

40. En efecto, el Hijo de Dios ha puesto su morada entre nosotros; ha derramado su sangre por
nosotros. Cumpliendo su promesa de estar con nosotros hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20),
se nos entrega cada día como alimento en la Eucaristía y en las Escrituras. En la Exhortación
apostólica postsinodal Verbum Domini, escribí que «Palabra y Eucaristía se pertenecen tan
íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace
sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender
la Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el misterio
eucarístico»[72].

41. En efecto, la Escritura Santa atestigua que la Sangre derramada de Cristo se transforma por
el bautismo en el principio y el vínculo de una nueva fraternidad. Ésta es lo opuesto a la
división, como el tribalismo, el racismo o el etnocentrismo (cf. Ga 3,26-28). La Eucaristía es la
fuerza que congrega a los hijos de Dios dispersos y los mantiene en comunión[73], «puesto
que por nuestras venas circula la misma Sangre de Cristo, que nos convierte en hijos de Dios,
miembros de la Familia de Dios».[74] Al acoger a Jesús en la Eucaristía y en la Escritura, somos
enviados al mundo para ofrecerle a Cristo, poniéndonos al servicio de los demás (cf. Jn 13,15;
1 Jn 3,16).[75]

II. La convivencia

A. La familia
42. La familia es el «santuario de la vida» y una célula vital de la sociedad y de la Iglesia. En ella
es «donde se plasma el rostro de un pueblo y sus miembros adquieren las enseñanzas
fundamentales. Ellos aprenden a amar en cuanto son amados gratuitamente, aprenden el
respeto a las otras personas en cuanto son respetados, aprenden a conocer el rostro de Dios
en cuanto reciben su primera revelación de un padre y una madre llenos de atenciones.
Cuando faltan estas experiencias fundamentales, es el conjunto de la sociedad el que sufre
violencia y se vuelve, a su vez, generador de múltiples violencias»[76].

43. La familia es ciertamente el lugar propicio para aprender y practicar la cultura del perdón,
de la paz y la reconciliación. «En una vida familiar “sana” se experimentan algunos elementos
esenciales de la paz: la justicia y el amor entre hermanos y hermanas, la función de la
autoridad manifestada por los padres, el servicio afectuoso a los miembros más débiles,
porque son pequeños, ancianos o están enfermos, la ayuda mutua en las necesidades de la
vida, la disponibilidad para acoger al otro y, si fuera necesario, para perdonarlo. Por eso, la
familia es la primera e insustituible educadora de la paz»[77]. A causa de su importancia
capital y de las amenazas que se ciernen sobre esta institución –la distorsión de la noción
misma de matrimonio y familia, la infravaloración de la
maternidad y la banalización del aborto, la facilitación del divorcio y el relativismo de una
«nueva ética»–, la familia tiene necesidad de ser protegida y defendida[78], para que preste
ese servicio que la sociedad misma espera de ella, es decir, ofrecer hombres y mujeres capaces
de construir un entramado social de paz y armonía.

44. Aliento vivamente a las familias, pues, a hallar inspiración y fuerza en el Sacramento de la
Eucaristía, para vivir la novedad radical que Cristo ha traído al corazón de la vida cotidiana,
novedad que lleva a cada uno a ser testigo capaz de difundir luz en su ambiente de trabajo y
en toda la sociedad. «El amor entre el hombre y la mujer, la acogida de la vida y la tarea
educativa son ámbitos privilegiados en los que la Eucaristía puede mostrar su capacidad de
transformar la existencia y llenarla de sentido»[79]. No hay duda que participar en la Eucaristía
dominical es una exigencia de la conciencia cristiana y que al mismo tiempo la forma[80].

45. Por otra parte, reservar en la familia un lugar destacado para la oración, personal y
comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: el primado
de la gracia. La oración nos recuerda constantemente el primado de Cristo y, unido a ello, el
primado de la vida interior y de la santidad. El diálogo con Dios abre el corazón al flujo de la
gracia y permite que la Palabra de Cristo pase por nosotros con toda su fuerza. Para ello es
necesario que en el seno de la familia se escuche asiduamente y se lea con atención la Santa
Escritura[81].

46. Más aún, «la misión educativa de la familia cristiana [es] como un verdadero ministerio,
por medio del cual se transmite e irradia el Evangelio, hasta el punto de que la misma vida de
familia se hace itinerario de fe y, en cierto modo, iniciación cristiana y escuela de los
seguidores de Cristo. En la familia consciente de tal don, como escribió Pablo VI, “todos los
miembros evangelizan y son evangelizados”. En virtud del ministerio de la educación los
padres, mediante el testimonio de su vida, son los primeros mensajeros del Evangelio ante los
hijos [...] Llegan a ser plenamente padres, es decir engendradores no sólo de la vida corporal,
sino también de aquella que, mediante la renovación del Espíritu, brota de la Cruz y
Resurrección de Cristo»[82].

B. Los ancianos
47. En África, los ancianos gozan de una veneración especial. No son apartados de las familias
o marginados, como en otras culturas. Al contrario, son estimados y están perfectamente
integrados en su familia, de la que son la referencia más alta. Esta hermosa realidad africana
debería servir de inspiración a la sociedad occidental, para que acoja la ancianidad con mayor
dignidad. La Escritura Santa menciona a menudo a las personas mayores. «La mucha
experiencia es la corona de los ancianos, y su orgullo es el temor del Señor» (Si 25,6). La
ancianidad, a pesar de la fragilidad que parece caracterizarla, es un don que hay que vivir
cotidianamente en la disponibilidad serena hacia Dios y el prójimo. Es también el tiempo de la
sabiduría, porque en el tiempo vivido ha aprendido la grandeza y la precariedad de la
existencia. Así, el anciano Simeón, como hombre de fe, proclama con entusiasmo y sabiduría
no un adiós angustiado a la vida, sino una acción de gracias al Salvador del mundo (cf. Lc 2,25-
32).

48. Las personas mayores pueden influir de diversos modos sobre la familia gracias a esta
sabiduría, a veces difícil de adquirir. Su experiencia les lleva naturalmente no sólo a colmar la
diferencia, sino también a afirmar la necesidad de la interdependencia humana. Son un tesoro
para todos los miembros de la familia, sobre todo para las parejas jóvenes y los niños que
encuentran en ellas comprensión y amor. No siendo sólo transmisores de la vida, contribuyen
por su comportamiento a consolidar su hogar (cf. Tt 2,2-5) y, por su oración y su vida de fe, a
enriquecer espiritualmente a todos los miembros de su familia y de la comunidad.

49. Con frecuencia, la estabilidad y el orden social están confiados en África todavía a un
consejo de ancianos o a jefes tradicionales. De esta manera, los ancianos contribuyen
eficazmente a la edificación de una sociedad cada vez más justa que mira hacia adelante, no a
través de experimentos, a veces arriesgados, sino gradualmente y con un prudente equilibrio.
Los ancianos contribuyen así a la reconciliación de las personas y las comunidades por su
sabiduría y experiencia.

50. La Iglesia mira con gran estima a las personas mayores. Deseo volver a deciros, con el
beato Juan Pablo II: «La Iglesia os necesita. Pero también la sociedad civil necesita de vosotros
[...] Sabed emplear generosamente el tiempo que tenéis a disposición y los talentos que Dios
os ha concedido [...] Contribuid a anunciar el Evangelio [...] Dedicad tiempo y energías a la
oración».[83]

C. Los hombres

51. Los hombres tienen su propia misión en la familia. Como esposos y padres, mediante la
relación conyugal y la educación de los hijos ejercen la noble responsabilidad de aportar
valores necesarios para la sociedad.

52. Con los Padres sinodales, animo a los hombres católicos a colaborar activamente en sus
familias a la educación humana y cristiana de los hijos, al respeto y a la protección de la vida
desde el momento de su concepción[84]. Les invito a instaurar un estilo de vida cristiano,
enraizado y fundado en el amor (cf. Ef 3,17). Con san Pablo, les repito: «Amad a vuestras
mujeres como Cristo amó a su Iglesia. Él se entregó a sí mismo por ella [...] Así deben también
los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. Amar a su mujer es amarse a sí
mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como
Cristo hace con la Iglesia»
(Ef 5,25.28-29). No temáis hacer visible y palpable que no hay amor más grande que dar la vida
por quien se ama (cf. Jn 15,13), es decir, y en primer lugar, por la esposa y los hijos. Cultivad
una alegría serena en vuestro hogar. El matrimonio es un «don del Señor», decía san Fulgencio
de Ruspe[85]. El respeto a la dignidad inviolable de cada persona humana será un antídoto
eficaz contra las prácticas tradicionales contrarias al Evangelio y vejatorias particularmente
para la mujer.

53. Al manifestar y vivir en la tierra la paternidad misma de Dios (cf. Ef 3,15), estáis llamados a
garantizar el desarrollo personal de todos los miembros de la familia, cuna y medio más eficaz
para humanizar la sociedad, lugar de encuentro de varias generaciones[86]. Que por la
dinámica creadora de la Palabra de Dios misma, crezca vuestro sentido de responsabilidad
hasta comprometeros concretamente en la Iglesia[87]. La Iglesia tiene necesidad de testigos
convencidos y eficaces de la fe que promuevan la reconciliación, la justicia y la paz y colaboren
entusiasta y decididamente a la transformación del entorno familiar y de la sociedad en su
conjunto[88]. Con vuestro trabajo que permite asegurar regularmente vuestra subsistencia y la
de vuestras familias, dais este testimonio. Más aún, por el ofrecimiento de este trabajo a Dios,
os asociáis a la obra redentora de Jesucristo que ha dado al trabajo una dignidad eminente
trabajando con sus propias manos en Nazaret[89].

54. La calidad y el esplendor de vuestra vida cristiana depende de una profunda vida de
oración, alimentada con la Palabra de Dios y los Sacramentos. Estad, pues, atentos para
mantener viva esta dimensión esencial de vuestro compromiso cristiano; vuestro testimonio
de fe en las tareas cotidianas, vuestra participación en los movimientos eclesiales, encuentran
ahí la fuente de su dinamismo. Así os convertiréis en ejemplos que las jóvenes generaciones
desearán imitar, y los ayudaréis de este modo a emprender una vida adulta responsable. No
tengáis miedo de hablarles de Dios y de iniciarles con vuestro ejemplo a la vida de fe y al
compromiso social y caritativo, ayudándoles a descubrir que verdaderamente han sido creados
a imagen y semejanza de Dios: «Los signos de esta imagen divina en el hombre pueden ser
reconocidos, no en el aspecto del cuerpo que se corrompe, sino en la prudencia e inteligencia,
en la justicia, la moderación, el temperamento, la sabiduría, la instrucción»[90].

D. Las mujeres

55. Las mujeres africanas, con sus muchos talentos y sus preciosos dones, son una gran riqueza
para la familia, la sociedad y la Iglesia. Como decía Juan Pablo II: «La mujer es aquella en quien
el orden del amor en el mundo creado de las personas halla un terreno para su primera
raíz»[91]. La Iglesia y la sociedad necesitan que las mujeres encuentren el puesto que les
corresponde en el mundo «para que el ser humano pueda vivir sin deshumanizarse
completamente»[92].

56. Aunque es innegable que se ha progresado en favorecer la promoción y la educación de la
mujer en algunos países de África, sin embargo, en su conjunto, aún no se ha llegado a valorar
y reconocer plenamente su dignidad, sus derechos, así como su aportación esencial a la familia
y a la sociedad. La promoción de las jóvenes y las mujeres está menos favorecida que la de los
jóvenes y los hombres. Todavía son demasiadas las prácticas humillantes para las mujeres, las
vejaciones en nombre de tradiciones ancestrales. Con los Padres sinodales, invito
encarecidamente a los discípulos de Cristo a combatir todos los actos de violencia contra las
mujeres, a denunciarlos y a condenarlos[93]. En este contexto, sería conveniente que los
comportamientos dentro de la Iglesia fueran un modelo para el conjunto de la sociedad.

57. En mi viaje a África, insistí en que «hay que reconocer, afirmar y defender la misma
dignidad del hombre y la mujer: ambos son personas, diferentes de cualquier otro ser viviente
del mundo que les rodea»[94]. El cambio de mentalidad en este campo es desgraciadamente
demasiado lento. La Iglesia tiene la obligación de contribuir a este reconocimiento y liberación
de la mujer, siguiendo el ejemplo de Cristo (cf. Mt 15,21-28; Lc 7,36-50; 8,1-3; 10,38-42; Jn 4,7-
42). Crear para ella un ámbito en el que pueda tomar la palabra y desarrollar sus talentos
mediante iniciativas que refuercen su valía, su autoestima y su especificidad, les permitirá
ocupar en la sociedad un puesto igual al del hombre –sin confundir ni uniformar la especifi-
cidad de cada uno–, pues ambos son «imagen» del Creador (cf. Gn 1,27). Que los obispos
animen y promuevan la formación de las mujeres para que asuman «su propia parte de
responsabilidad y de participación en la vida comunitaria de la sociedad y *…+ de la
Iglesia»[95]. Y así contribuirán a la humanización de la sociedad.

58. Vosotras, mujeres católicas, os inscribís en la tradición evangélica de las mujeres que
asistían a Jesús y a los apóstoles (cf. Lc 8,3). Sois para las Iglesias locales como la «columna
vertebral»[96], pues vuestro número y vuestra presencia activa en vuestras organizaciones son
de gran ayuda para el apostolado de la Iglesia. Cuando la paz se ve amenazada y la justicia
ultrajada, cuando la pobreza sigue creciendo, vosotras os mantenéis firmes en defensa de la
dignidad humana, de la familia y de los valores de la religión. Que el Espíritu Santo suscite sin
cesar mujeres santas y valientes que no cejen en su valiosa colaboración espiritual para el
crecimiento de nuestras comunidades.

59. Queridas hijas de la Iglesia, aprended continuamente en la escuela de Cristo, como María
de Betania, a reconocer su Palabra (cf. Lc 10,39). Formaos en el catecismo y en la Doctrina
social de la Iglesia, donde encontraréis los principios que os ayudarán a comportaros como
verdaderas discípulas. Así os comprometeréis adecuadamente en los diferentes proyectos en
favor de las mujeres. No dejéis de defender la vida, pues Dios os ha hecho receptoras de la
vida. La Iglesia estará siempre a vuestro lado. Ayudad con vuestros consejos y ejemplo a las
jóvenes para que afronten con paz la vida adulta. Ayudaos mutuamente. Respetad a las más
ancianas de entre vosotras. La Iglesia cuenta con vosotras para crear una «ecología
humana»[97] mediante el amor y la ternura, la acogida y la delicadeza y, sobre todo, mediante
la misericordia, valores que vosotras sabéis inculcar a los hijos, y de los cuales el mundo tiene
tanta necesidad. Así, mediante la riqueza de vuestros dones propiamente femeninos[98],
favoreceréis la reconciliación de los hombres y de las comunidades.

E. Los jóvenes

60. Los jóvenes son la mayor parte de la población en África. Esta juventud es un don y un
tesoro de Dios, por el que toda la Iglesia está agradecida al Señor de la vida[99]. Se ha de amar
a esta juventud, estimarla y respetarla. Ella «expresa un deseo profundo, a pesar de posibles
ambigüedades, de aquellos valores auténticos que tienen su plenitud en Cristo. ¿No es, tal vez,
Cristo el secreto de la verdadera libertad y de la alegría profunda del corazón? ¿No es Cristo el
amigo supremo y a la vez el educador de toda amistad auténtica? Si a los jóvenes se les
presenta a Cristo con su verdadero rostro, ellos lo experimentan como una respuesta
convincente y son capaces de acoger el mensaje, incluso si es exigente y marcado por la
Cruz»[100].

61. En la Exhortación Apostólica Postsinodal Verbum Domini, pensando en los jóvenes, escribí:
«en la edad de la juventud, surgen de modo incontenible y sincero preguntas sobre el sentido
de la propia vida y sobre qué dirección dar a la propia existencia. A estos interrogantes, sólo
Dios sabe dar una respuesta verdadera. Esta atención al mundo juvenil implica la valentía de
un anuncio claro; hemos de ayudar a los jóvenes a que adquieran confianza y familiaridad con
la Sagrada Escritura, para que sea como una brújula que indica la vía a seguir. Para ello,
necesitan testigos y maestros, que caminen con ellos y los lleven a amar y a comunicar a su vez
el Evangelio, especialmente a sus coetáneos, convirtiéndose ellos mismos en auténticos y
creíbles anunciadores»[101].
62. San Benito pide en su Regla que el abad del monasterio escuche a los más jóvenes,
diciendo: «Dios inspira a menudo al más joven lo que es mejor»[102]. No dejemos, pues, de
involucrar directamente a los jóvenes en la sociedad y la vida de la Iglesia, con el fin de que no
se abandone a sentimientos de frustración y rechazo ante la imposibilidad de hacerse cargo de
su futuro, especialmente en situaciones en las que los jóvenes son vulnerables por falta de
educación, por el desempleo, la explotación política y toda clase de dependencias[103].

63. Queridos jóvenes, pueden tentaros reclamos de todo tipo: ideologías, sectas, dinero,
drogas, sexo fácil o violencia. Estad alerta: quienes os hacen estas propuestas quieren destruir
vuestro porvenir. No obstante las dificultades, no os dejéis desanimar y no renunciéis a
vuestros ideales, a vuestra dedicación y asiduidad en la formación humana, intelectual y
espiritual. Para alcanzar el discernimiento, la fuerza necesaria y la libertad para resistir a esas
presiones, os animo a poner a Jesucristo en el centro de toda vuestra vida mediante la oración,
y también mediante el estudio de la Sagrada Escritura, la práctica de los sacramentos, la
formación en la Doctrina social de la Iglesia, así como a participar de manera activa y
entusiasta en las agrupaciones y movimientos eclesiales. Haced crecer en vosotros el anhelo
de fraternidad, de justicia y de paz. El futuro está en manos de quienes saben encontrar
razones sólidas para vivir y para esperar. Si lo queréis, el futuro está en vuestras manos,
porque los dones que el Señor ha dispensado a cada uno de vosotros, fortalecidos por el
encuentro con Cristo, pueden ofrecer al mundo una esperanza autentica[104].

64. Cuando se trata de orientaros en vuestra opción de vida, cuando os planteéis la cuestión
sobre una consagración total –en el sacerdocio ministerial o en la vida consagrada– apoyaros
en Cristo, tomadlo como modelo, escuchad su palabra meditándola asiduamente. Durante la
homilía en la misa inaugural de mi pontificado, os he exhortado con estas palabras que me
parece oportuno repetiros, pues son siempre actuales: «Quien deja entrar a Cristo no pierde
nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con
esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las
grandes potencialidades de la condición humana [...] Queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de
Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid
de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida»[105].

F. Los niños

65. Como los jóvenes, los niños son un regalo de Dios a la humanidad, y han de ser objeto de
un cuidado especial por parte de su familia, la iglesia, la sociedad y los gobiernos, pues son una
fuente de esperanza y de renovación en la vida. Dios está cercano a ellos de manera especial y
su vida es preciosa a sus ojos, aun cuando las circunstancias parecen contrarias o imposibles
(cf. Gn 17,17-18; 18,12; Mt 18,10).

66. En efecto, «cada ser humano inocente es absolutamente igual a todos los demás en el
derecho a la vida. Esta igualdad es la base de toda auténtica relación social que, para ser
verdadera, debe fundamentarse sobre la verdad y la justicia, reconociendo y tutelando a cada
hombre y a cada mujer como persona y no como una cosa de la que se puede disponer»[106].

67. Así pues, ¿cómo no deplorar y condenar enérgicamente el trato intolerable que reciben
tantos niños en África?[107] La Iglesia es madre y no sabría abandonarlos, sean quienes sean.
Hemos de ponerles a la luz del amor de Cristo dándoles su amor, para que ellos oigan decir:
«Eres precioso para mí, de gran precio, y te amo» (Is 43,4). Dios quiere la felicidad y la sonrisa
de cada niño, y está a su favor «porque de los que son como ellos es el reino de Dios» (Mc
10,14).
68. Jesucristo ha mostrado siempre su predilección por los más pequeños (cf. Mc 10,13-16). El
Evangelio mismo está impregnado de la profunda verdad sobre el niño. En efecto, ¿qué quiere
decir: «Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt
18,3)? ¿Acaso no hace Jesús de los niños un modelo también para los adultos? En los niños,
hay algo que nunca debe faltar a quien quiere entrar en el reino de los cielos. Se promete el
cielo a todos los que son sencillos como los niños, a todos que, como ellos, están llenos de un
espíritu de abandono en la confianza, puros y ricos de bondad. Sólo ellos pueden encontrar en
Dios a un Padre y llegar a ser, gracias a Jesús, hijos de Dios. Hijos e hijas de nuestros padres,
Dios quiere que todos seamos sus hijos adoptivos mediante la gracia[108].

III. La visión africana de la vida

69. En la cosmovisión africana, la vida es percibida como una realidad que engloba e incluye a
los antepasados, a los vivos y los aún por nacer, a toda la creación y a todos los seres: los que
hablan y los que son mudos, los que piensan y los que no tienen pensamiento. Se considera al
universo visible y al invisible como un espacio de vida de los hombres, pero también como un
ámbito de comunión, en el que las generaciones pasadas están al lado de manera invisible con
las actuales, madres a su vez de las generaciones futuras. Esta gran apertura del corazón y del
espíritu de la tradición africana os predispone, queridos hermanos y hermanas, a oír y recibir
el mensaje de Cristo y comprender el misterio de la Iglesia, para dar todo su valor a la vida
humana y a las condiciones de su pleno desarrollo.

A. La protección de la vida

70. Entre las disposiciones para proteger la vida humana en el continente africano, los
miembros del Sínodo han tenido en consideración los esfuerzos desplegados por las
instituciones internacionales en favor de ciertos aspectos del desarrollo.[109] No obstante, se
ha observado con preocupación que hay una falta de claridad ética en los encuentros
internacionales, e incluso, un lenguaje confuso que trasmite valores contrarios a la moral
católica. La Iglesia se preocupa constantemente por el desarrollo integral de «todo hombre y
de todo el hombre», como decía el Papa Pablo VI[110]. Por eso, los Padres sinodales han
querido subrayar los aspectos cuestionables de ciertos documentos de entes internacionales,
en especial los que se refieren a la salud reproductiva de la mujer. La postura de la Iglesia no
admite ambigüedad alguna por lo que se refiere al aborto. El niño en el seno materno es una
vida humana que se ha de proteger. El aborto, que consiste en eliminar a un inocente no
nacido, es contrario a la voluntad de Dios, pues el valor y la dignidad de la vida humana debe
ser protegida desde la concepción hasta la muerte natural. La Iglesia en África y las islas
vecinas deben comprometerse a ayudar y apoyar a las mujeres y a los cónyuges tentados por
el aborto, y a estar cercana de los que han tenido esta triste experiencia, con el fin de educar
en el respeto de la vida. Y se alegra por la valentía de los gobiernos que han legislado en contra
de la cultura de la muerte, de la cual el aborto es una dramática expresión, y en favor de la
cultura de la vida[111].

71. La Iglesia sabe que muchos –personas, asociaciones, departamentos especializados o
estados– se oponen a una sana doctrina sobre esto. «No debemos temer la hostilidad y la
impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la
mentalidad de este mundo (cf. Rm 12,2). Debemos estar en el mundo, pero no ser del mundo
(cf. Jn 15,19; 17,16), con la fuerza que nos viene de Cristo, que con su muerte y resurrección ha
vencido el mundo (cf. Jn 16,33)»[112].

72. Sobre la vida humana en África se ciernen serias amenazas. Hay que deplorar, como en
otras partes, los estragos del abuso de drogas y el alcohol, que destruye el potencial humano
del continente y afecta especialmente a los jóvenes[113]. El paludismo[114], la tuberculosis y
el sida, diezman la población africana y dañan gravemente su vida socioeconómica. El
problema del sida, en particular, exige sin duda una respuesta médica y farmacéutica. Pero
ésta no es suficiente, pues el problema es más profundo. Es sobre todo ético. El cambio de
conducta que requiere –como, por ejemplo, la abstinencia sexual, el rechazo de la
promiscuidad sexual, la fidelidad en el matrimonio– plantea en último término la cuestión
fundamental del desarrollo integral, que implica un enfoque y una respuesta global de la
Iglesia. En efecto, para que sea eficaz, la prevención del sida debe basarse en una educación
sexual fundada en una antropología enraizada en el derecho natural, e iluminada por la
Palabra de Dios y las enseñanzas de la Iglesia.

73. En nombre de la vida –que la Iglesia tiene el deber de proteger y defender– y en unión con
los Padres sinodales, renuevo mi apoyo y me dirijo a todas las instituciones y a todos los
movimientos de la Iglesia que trabajan en el campo de la salud, y en particular en el del sida:
Estáis haciendo un trabajo maravilloso e importante. Pido a los organismos internacionales
que os reconozcan y ayuden respetando vuestra especificidad y en un espíritu de colaboración.
Y aliento vivamente de nuevo a los institutos y programas de investigación terapéutica y
farmacéutica que luchan por erradicar las pandemias. Que no escatimen esfuerzos para llegar
lo antes posible a resultados, por amor del don precioso de la vida[115]. Que puedan
encontrar soluciones y hacer accesibles a todos los tratamientos y las medicinas, teniendo en
cuenta las situaciones de precariedad. La Iglesia sostiene desde hace mucho tiempo la causa
de un tratamiento médico de alta calidad y de menor costo para todos los afectados[116].

74. La defensa de la vida comporta también la erradicación de la ignorancia mediante la
alfabetización de la población y una educación de calidad que abarque a toda la persona. A lo
largo de su historia, la Iglesia Católica ha prestado una atención especial a la educación. Ha
sensibilizado, animado y ayudado continuamente a los padres a vivir su responsabilidad de
primeros educadores de la vida y la fe de sus hijos. En África, sus estructuras –como escuelas,
colegios, institutos, centros de formación profesional o universidades– ponen a disposición de
la población los medios para acceder al conocimiento, sin distinción de origen, medios
económicos o religión. La Iglesia aporta su contribución para que se pueda valorar y crecer los
talentos que Dios ha puesto en todo corazón humano. Muchos Institutos religiosos han nacido
para este fin. Innumerables santos y santas han comprendido que santificar al hombre significa
ante todo promover su dignidad mediante la educación.

75. Los miembros del Sínodo han constatado que África, como en el resto del mundo, está
pasando por una crisis de la educación[117]. Han subrayado la necesidad de un programa
educativo que conjugue la fe y la razón para preparar a los niños y jóvenes a la vida adulta. Los
fundamentos y sanos criterios, puestos así, les permitirán afrontar las opciones cotidianas,
caracterizando la vida adulta en el plano afectivo, social, profesional y político.

76. El analfabetismo representa uno de los principales obstáculos para el desarrollo. Es un
flagelo igual que las pandemias. Aunque no mata directamente, contribuye sin embargo
activamente a la marginación de la persona –que es una forma de muerte social– y la
imposibilita acceder al conocimiento. Alfabetizar a la persona es hacer de ella un miembro de
pleno derecho de la res publica, a cuya construcción podrá contribuir[118], y es también dar la
posibilidad a los cristianos de tener acceso al tesoro inestimable de las Escrituras que
alimentan su vida de fe.

77. Invito a las comunidades e instituciones católicas a responder generosamente a este gran
desafío, que es un verdadero laboratorio de humanización, y a intensificar sus esfuerzos,
dentro de sus posibilidades, a desarrollar, solos o en colaboración con otras organizaciones,
programas eficaces y adecuadas a la población. Las comunidades e instituciones católicas sólo
superarán este desafío conservando su identidad eclesial y manteniéndose celosamente fieles
al mensaje evangélico y al carisma de su fundador. La identidad cristiana es un bien precioso
que hay que saber preservar y custodiar por temor de que la sal no se desvirtúe y termine
siendo pisada por la gente (cf. Mt 5,13).

78. Conviene ciertamente sensibilizar a los gobiernos a incrementar su ayuda en favor de la
escolarización. La Iglesia reconoce y respeta el papel del Estado en la educación. Pero afirma
también su legítimo derecho a participar en ella, y a aportar su contribución específica. Y sería
oportuno recordar al Estado que la Iglesia tiene derecho a educar según sus propias normas y
en sus instalaciones. Es un derecho que se enmarca en la libertad de acción, «como requiere el
cuidado de la salvación de los hombres»[119]. Muchos Estados africanos reconocen el
importante papel que la Iglesia desempeña desinteresadamente en la construcción de su
nación a través de sus centros educativos. Por tanto, aliento encarecidamente a los
gobernantes en sus esfuerzos por apoyar esta labor educativa.

B. Respeto por la creación y el ecosistema

79. Con los Padres sinodales, invito a todos los miembros de la Iglesia a trabajar y abogar por
una economía atenta a los pobres, oponiéndose resueltamente a un orden injusto que, bajo el
pretexto de reducir la pobreza, ha contribuido tantas veces a incrementarla[120]. Dios ha dado
a África importantes recursos naturales. Ante la pobreza crónica de sus poblaciones, víctimas
de la explotación y de malversaciones locales y extranjeras, la opulencia de ciertos grupos
hiere a la conciencia humana. Constituidos para crear riqueza en sus propios países, y a
menudo con la complicidad de quienes ejercen el poder en África, estos grupos aseguran con
demasiada frecuencia sus propias operaciones en detrimento del bienestar de la población
local[121]. En colaboración con los otros componentes de la sociedad civil, la Iglesia debe
denunciar el orden injusto que impide a los pueblos africanos consolidar sus economías[122] y
«desarrollarse de acuerdo con sus características culturales»[123]. También es deber de la
Iglesia luchar para que «cada nación sea ella misma la principal artífice de su progreso
económico y social [...] y tome parte en la realización del bien común universal, como miembro
activo y responsable de la sociedad humana, en condición de igualdad con otros
pueblos»[124].

80. Hay hombres y mujeres de negocios, gobiernos, grupos económicos, que se comprometen
en programas de explotación que contaminan el medio ambiente y causan una desertificación
sin precedentes. Se producen daños graves a la naturaleza y los bosques, a la flora y la fauna, e
innumerables especies podrían desaparecer para siempre. Todo esto amenaza el ecosistema
entero y, en consecuencia, la supervivencia de la humanidad[125]. Exhorto a la Iglesia en
África a alentar a los gobernantes a proteger los bienes fundamentales como la tierra y el agua
para la vida humana de las generaciones actuales y las del futuro[126], así como para la paz
entre los pueblos.

C. La buena gobernanza de los Estados

81. Un instrumento de primaria importancia al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz,
puede ser la institución política, cuyo deber esencial es el establecimiento y la gestión del
orden justo[127]. Este orden está a su vez al servicio de la «vocación a la comunión de las
personas»[128]. Para alcanzar este ideal, la Iglesia en África debe ayudar a construir la
sociedad en colaboración con las autoridades gubernamentales e instituciones públicas y
privadas que participan en la construcción del bien común[129]. Los líderes tradicionales
pueden desempeñar un papel muy positivo para el buen gobierno. La Iglesia, por su parte, se
compromete a promover en su seno y en la sociedad una cultura muy atenta a la primacía del
derecho[130]. A título de ejemplo, las elecciones son una ocasión en la que se expresa la
opción política de un pueblo y son un signo de la legitimidad para ejercer el poder. Estas son el
momento privilegiado para un debate público sano y sereno, caracterizado por el respeto de
las diferentes opiniones y los diferentes grupos políticos. Favorecer el buen desarrollo de las
elecciones, suscitará y alentará una participación real y activa de los ciudadanos en la vida
política y social. La falta de respeto a la Constitución nacional, a la ley o al veredicto de las
urnas allí dónde las elecciones han sido libres, ecuánimes y transparentes, manifestaría una
grave disfunción de la gobernabilidad y significaría una falta de competencia en la gestión de
los asuntos públicos[131].

82. Hoy en día, muchos de los que toman decisiones, tanto políticos como economistas, creen
que no deben nada a nadie, sino sólo a sí mismos. «Piensan que sólo son titulares de derechos
y con frecuencia les cuesta madurar en su responsabilidad respecto al desarrollo integral
propio y ajeno. Por ello, es importante urgir una nueva reflexión sobre los deberes que los
derechos presuponen, y sin los cuales éstos se convierten en algo
arbitrario»[132].

83. El crecimiento de la tasa de criminalidad en las sociedades cada vez más urbanizadas es un
motivo de gran preocupación para todos los responsables y para los gobernantes. Por tanto,
hay una necesidad urgente de establecer sistemas independientes judiciales y penitenciarios,
con el fin de restaurar la justicia y rehabilitar a los culpables. Se han de desterrar también los
casos de errores judiciales y los malos tratos a los reclusos, así como las numerosas ocasiones
en que no se aplica la ley, lo que comporta una violación de los derechos humanos[133], y
también los encarcelamientos que sólo muy tarde, o nunca, terminan en un proceso. «La
Iglesia en África [...] reconoce su misión profética respecto a todos los afectados por la
delincuencia, así como la necesidad que tienen de reconciliación, justicia y paz»[134]. Los
reclusos son seres humanos que merecen, no obstante su crimen, ser tratados con respeto y
dignidad. Necesitan nuestra atención. Para ello, la Iglesia debe organizar la pastoral
penitenciaria por el bien material y espiritual de los presos. Esta actividad pastoral es un
servicio real que la Iglesia ofrece a la sociedad y que el Estado debe favorecer en aras del bien
común. Junto con los miembros del Sínodo, llamo la atención de los responsables de la
sociedad sobre la necesidad de hacer todo lo posible para llegar a la eliminación de la pena
capital[135], así como para la reforma del sistema penal, para que la dignidad humana del
recluso sea respetada. Corresponde a los agentes de pastoral la tarea de estudiar y proponer
la justicia restitutiva como un medio y un proceso para favorecer la reconciliación, la justicia, y
la paz, así como la reinserción en las comunidades de las víctimas y de los trasgresores[136].

D. Migrantes, desplazados y refugiados

84. Millones de migrantes, desplazados o refugiados buscan una patria y una tierra de paz en
África o en otros continentes. La dimensión de este éxodo, que afecta a todos los países, pone
de manifiesto la magnitud de tantas pobrezas, con frecuencia provocadas por fallos en la
gestión pública. Miles de personas han tratado y tratan aún atravesar mares y desiertos en
busca de un oasis de paz y prosperidad, de una mejor formación y una mayor libertad.
Lamentablemente, muchos refugiados y desplazados vuelven a encontrar violencias de todo
tipo, la explotación, e incluso la cárcel o, en demasiados casos, la muerte. Algunos estados han
respondido a esta tragedia con una legislación represiva[137]. La precaria situación de estos
pobres debería despertar la compasión y la solidaridad generosa de todos; por el contrario, a
menudo suscita temor y ansiedad. Muchos consideran a los emigrantes como una carga, les
miran con recelo, viendo en ellos peligro, inseguridad y amenaza. Esta percepción lleva a
reacciones de intolerancia, xenofobia y racismo. Mientras tanto, estos inmigrantes se ven
obligados por su precaria situación a realizar trabajos mal pagados, y a menudo ilegales,
humillantes o denigrantes. Ante esta situación, la conciencia humana no puede dejar de
sentirse indignada. La migración, tanto dentro como fuera del continente, se convierte así en
un drama multidimensional, que afecta seriamente al capital humano de África, provocando la
desestabilización y la destrucción de las familias.

85. La Iglesia recuerda que África fue una tierra de refugio para la Sagrada Familia, cuando
huyó del poder político sanguinario de Herodes[138] en busca de una tierra que prometía paz
y seguridad. Y la Iglesia seguirá haciendo oír su voz y comprometiéndose en la defensa de
todos[139].

E. Globalización y ayuda internacional

86. Los Padres sinodales han expresado su perplejidad y preocupación ante la globalización. Ya
he llamado la atención sobre este fenómeno, como un desafío que se ha de afrontar. «La
verdad de la globalización como proceso y su criterio ético fundamental vienen dados por la
unidad de la familia humana y su crecimiento en el bien. Por tanto, hay que esforzarse
incesantemente para favorecer una orientación cultural personalista y comunitaria, abierta a
la trascendencia, del proceso de integración planetaria»[140]. La Iglesia desea que la
globalización de la solidaridad llegue a grabar «en las relaciones mercantiles el principio de
gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad»[141], evitando la tentación de
un pensamiento único sobre la vida, la cultura, la política o la economía, en beneficio de un
constante respeto ético de las diversas realidades humanas, para lograr una solidaridad
efectiva.

87. Esta globalización de la solidaridad se manifiesta ya en cierta medida en la ayuda
internacional. Hoy en día, la noticia de una catástrofe da rápidamente la vuelta al mundo, y
suscita con mucha frecuencia un movimiento de compasión y gestos concretos de
generosidad. La Iglesia hace un gran servicio de caridad protegiendo las necesidades reales del
destinatario. En nombre del derecho de los necesitados y de los sin voz, y en nombre del
respeto y la solidaridad que les debe ofrecer, la Iglesia pide que «los organismos
internacionales y las organizaciones no gubernamentales se esfuercen por una transparencia
total»[142].

IV. Diálogo y comunión entre los creyentes

88. Como nos muestran muchos movimientos sociales, las relaciones interreligiosas
condicionan la paz en África, como en otras partes. Por consiguiente, es importante que la
Iglesia promueva el diálogo como una actitud espiritual, con el fin de que los creyentes
aprendan a trabajar juntos, como por ejemplo, en las asociaciones orientadas hacia la paz y la
justicia, con un espíritu de confianza y apoyo mutuo. Se ha de educar a las familias a escuchar,
a la fraternidad y al respeto, sin miedo al otro[143]. Sólo una cosa es necesaria (cf. Lc 10,42) y
capaz de satisfacer la sed de eternidad de todo ser humano, así como el deseo de unidad de la
humanidad entera: el amor y la contemplación de Aquel ante el cual san Agustín exclamó:
«¡Oh eterna verdad, y verdadera caridad, y amada eternidad»[144].

A. Diálogo ecuménico y desafío de los nuevos movimientos religiosos

89. Al invitar a participar en la Asamblea sinodal a nuestros hermanos cristianos ortodoxos,
coptos ortodoxos, luteranos, anglicanos y metodistas –y, en particular, a Su Santidad Abuna
Paulos, Patriarca de la Iglesia Ortodoxa Tewahedo de Etiopía, una de las más antiguas
comunidades cristianas del continente africano–, he querido poner de manifiesto que el
camino común hacia la reconciliación pasa ante todo por la comunión de los discípulos de
Cristo. Un cristianismo dividido sigue siendo un escándalo, puesto que contradice de facto la
voluntad del Divino Maestro (cf. Jn 17,21). El diálogo ecuménico apunta, pues, a orientar
nuestro camino común hacia la unidad de los cristianos, siendo asiduos en la escucha de la
Palabra de Dios, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a la oración (cf. Hch 2,42).
Exhorto a toda la familia eclesial –las iglesias particulares, los institutos de vida consagrada,
asociaciones y movimientos laicales– a proseguir este camino con mayor resolución, en el
espíritu y sobre la base de las indicaciones del Directorio ecuménico, y través de las diversas
asociaciones ecuménicas existentes. E invito también a formar otras nuevas allí donde puedan
ser una ayuda para la misión. Que podamos emprender juntos obras de caridad y proteger el
patrimonio religioso, gracias al cual los discípulos de Cristo encuentran la fuerza espiritual que
necesitan para la construcción de la familia humana[145].

90. A lo largo de estas últimas décadas, la Iglesia en África se ha preguntado con insistencia
sobre el nacimiento y la expansión de comunidades no católicas, llamadas a veces también
autóctonas africanas (Independent African Churches). Con frecuencia se derivan de iglesias y
comunidades eclesiales cristianas tradicionales que adoptan aspectos de las culturas
tradicionales africanas. Estos grupos han aparecido recientemente en el panorama ecuménico.
Los pastores de la Iglesia católica deberán tener en cuenta esta nueva realidad para promover
la unidad entre los cristianos en África y, por tanto, encontrar una respuesta adecuada al
contexto con vistas a una evangelización más profunda, para hacer llegar de modo eficaz la
verdad de Cristo a los africanos.

91. En África han surgido también en los últimos decenios muchos movimientos sincretistas y
sectas. A veces es difícil discernir si son de inspiración auténticamente cristiana o simplemente
fruto del capricho de un líder que pretende poseer dones excepcionales. Su denominación y su
vocabulario se prestan fácilmente a la confusión, y pueden inducir a error a los fieles de buena
fe. Aprovechando estructuras estatales en elaboración, la erosión de la solidaridad familiar
tradicional y una catequesis insuficiente, numerosas sectas explotan la credulidad y ofrecen un
respaldo religioso a creencias religiosas multiformes y heterodoxas no cristianas. Destruyen la
paz de los cónyuges y sus familias a causa de falsas profecías y visiones. Seducen incluso a los
políticos. La teología y la pastoral de la Iglesia debe individuar las causas de este fenómeno, no
sólo para frenar la «sangría» de fieles de las parroquias que se van a otros grupos, sino
también para constituir la base para una respuesta pastoral apropiada, en vista de la atracción
que estos movimientos ejercen sobre ellos. Esto significa, una vez más: evangelizar en
profundidad el alma africana.

B. Diálogo interreligioso

1. Las religiones tradicionales africanas

92. La Iglesia convive cotidianamente con los seguidores de las religiones tradicionales
africanas. Estas religiones, que hacen referencia a los antepasados y a una forma de mediación
entre el hombre y la Inmanencia, son el terreno cultural y espiritual del que provienen la
mayoría de los cristianos conversos, y con el que mantienen un contacto diario. Conviene
elegir entre los convertidos algunos bien informados, con el fin de que puedan ser guías para
la Iglesia en el conocimiento cada vez más profundo y preciso de las tradiciones, la cultura y las
religiones tradicionales. Será así más fácil conocer los verdaderos puntos de ruptura. Además,
se llegará también a la necesaria distinción entre lo cultural y lo cultual, descartando los
elementos mágicos, causa de división y ruina en la familia y en la sociedad. En este sentido, el
Concilio Vaticano II ha precisado que la Iglesia «exhorta a sus hijos a que, con prudencia y
caridad, mediante el diálogo y la colaboración con los seguidores de otras religiones, dando
testimonio de fe y vida cristiana, reconozcan aquellos bienes espirituales y morales, así como
los valores socioculturales que se encuentran en ellos»[146]. Con el fin de que los tesoros de la
vida sacramental y de la espiritualidad de la Iglesia se puedan descubrir en toda su
profundidad y se transmitan mejor en la catequesis, la Iglesia podría examinar, con un estudio
teológico, ciertos elementos de las culturas tradicionales africanas que son conformes con las
enseñanzas de Cristo.

93. Puesto que se apoya en las religiones tradicionales, se percibe hoy un cierto recrudecer de
la hechicería. Renacen los temores y se crean lazos de sujeción paralizante. Las
preocupaciones sobre la salud, el bienestar, los niños, el clima, la protección contra los malos
espíritus, llevan en ocasiones a recurrir a prácticas tradicionales de las religiones africanas que
están en desacuerdo con la enseñanza cristiana. El problema de la «doble pertenencia» al
cristianismo y a estas religiones sigue siendo un desafío. Para la Iglesia en África, es necesario
guiar a las personas a descubrir la plenitud de los valores del Evangelio, mediante la catequesis
y una profunda inculturación. Conviene determinar cuál es el significado profundo de las
prácticas de brujería, identificando las implicaciones teológicas, sociales y pastorales que
conlleva este flagelo.

2. El Islam

94. Los Padres sinodales han subrayado la complejidad de la realidad musulmana en el
continente africano. En algunos países, hay un buen entendimiento entre cristianos y
musulmanes; en otros, los cristianos no son más que ciudadanos de segunda clase, y los
católicos extranjeros, religiosos o laicos, tiene dificultades para obtener visados y permisos de
residencia; hay países donde no se distingue suficientemente entre los elementos religiosos y
políticos; y otros, en fin, en los que se produce agresividad. Exhorto a la Iglesia a perseverar en
cualquier situación en la estima de los «musulmanes, que adoran un Dios único, vivo y
subsistente, misericordioso y omnipotente, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los
hombres»[147]. Si todos nosotros, creyentes en Dios, deseamos servir a la reconciliación, la
justicia y la paz, hemos de trabajar juntos para impedir toda forma de discriminación,
intolerancia y fundamentalismo confesional. En su obra social, la Iglesia no hace distinción
alguna por la religión. Ayuda a los necesitados, sean cristianos, musulmanes o animistas. Da
testimonio así del amor de Dios, el Creador de todos, y anima a los seguidores de otras
religiones a una actitud respetuosa y a una reciprocidad en la estima. Animo a toda la Iglesia a
buscar, mediante un diálogo paciente con los musulmanes, el reconocimiento jurídico y
práctico de la libertad religiosa, de modo que todo ciudadano disfrute en África, no sólo del
derecho a elegir libremente su religión[148] y a practicar su culto, sino también del derecho a
la libertad de conciencia[149]. La libertad religiosa es el camino de la paz[150].

C. Convertirse en «sal de la tierra» y «luz del mundo»

95. La misión evangelizadora de la Iglesia en África se nutre de varias fuentes, la Escritura, la
Tradición y la vida sacramental. Como han subrayado muchos Padres sinodales, el ministerio
de la Iglesia se apoya eficazmente en el Catecismo de la Iglesia Católica. Además, el
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia es una guía para la misión de la Iglesia como
«Madre y Educadora» en el mundo y la sociedad y, por eso, un instrumento pastoral de primer
orden[151]. Un cristiano que acude a la fuente genuina, Cristo, es transformado por Él en «luz
del mundo» (Mt 5,14), y transmite a Aquel que es «la luz del mundo» (Jn8,12). Su
conocimiento debe estar animado por la caridad. En efecto, el saber, «si quiere ser sabiduría
capaz de orientar al hombre a la luz de los primeros principios y de su fin último, ha de ser
“sazonado” con la “sal” de la caridad»*152+.
96. Para llevar a cabo la tarea que estamos llamados a cumplir, hagamos nuestra la
exhortación de san Pablo: «Estad firmes; ceñid la cintura con la verdad, y revestid la coraza de
la justicia; calzad los pies con la prontitud para el evangelio de la paz. Embrazad el escudo de la
fe, donde se apagarán las flechas incendiadas del maligno. Poneos el casco de la salvación y
empuñad la espada del Espíritu que es la palabra de Dios. Siempre en oración y súplica, orad
en toda ocasión en el Espíritu» (Ef 6,14-18).

SEGUNDA PARTE

ACTUAR BAJO LA ACCIÓN TRANSFORMADORA
DEL ESPÍRITU SANTO

97. Las orientaciones de la misión que he mencionado sólo se convierten en realidad si la
Iglesia actúa, por un lado, bajo la guía del Espíritu Santo y, por otro, como un solo cuerpo, por
utilizar la imagen de san Pablo, que presenta estas dos condiciones de forma articulada. En
efecto, en un África marcada por los contrastes, la Iglesia debe indicar claramente el camino
hacia Cristo. Ha de mostrar cómo se vive, en fidelidad a Jesucristo, la unidad en la diversidad,
tal como enseña el Apóstol: «Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay
diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; hay diversidad de actuaciones, pero un
mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu
para el bien común» (1 Co 12,4-7). Al exhortar a todos los miembros de la familia eclesial a ser
«la sal de la tierra» y «la luz del mundo» (Mt 5,13.14), deseo insistir en ese «ser» que, por el
Espíritu, debería actuar con vistas al bien común. Nunca se puede ser cristiano aisladamente.
Los dones que el Señor concede a cada uno –a obispos, presbíteros, diáconos, religiosos y
religiosas, catequistas, laicos– han de contribuir a la armonía, la comunión y la paz en la Iglesia
misma y en la sociedad.

98. Conocemos bien el episodio del paralítico que trajeron a Jesús para que lo sanara (cf. Mc
2,1-12). Este hombre simboliza hoy para nosotros todos nuestros hermanos y hermanas de
África y de otras partes, paralizados de diferentes maneras y, por desgracia, sumidos a
menudo en una profunda postración. Ante los desafíos que he mencionado muy brevemente
siguiendo las comunicaciones de los Padres sinodales, meditemos sobre la actitud de los que
llevaban al paralítico. Éste no podía acceder a Jesús si no era con la ayuda de cuatro personas
de fe, que desafiaron la barrera física de la multitud haciendo gala de solidaridad y de absoluta
confianza en Jesús. Cristo, nos dice el Evangelio, «vio la fe que tenían». A continuación,
remueve el obstáculo espiritual diciendo al paralítico: «Tus pecados te son perdonados». Le
libera de lo que impide a este hombre levantarse. Este ejemplo nos obliga a crecer en la fe y a
dar muestra también nosotros de solidaridad y creatividad para ayudar a quienes llevan
pesadas cargas, abriéndolos así a la plenitud de la vida en Cristo (cf. Mt 11,28). Ante los
obstáculos físicos y espirituales que se nos presentan, movilicemos las energías espirituales y
materiales de todo el cuerpo, de la Iglesia, seguros de que Cristo actuará por el Espíritu Santo
en cada uno de sus miembros.

CAPÍTULO I
Los miembros de la Iglesia

99. Queridos hijos e hijas de la Iglesia, especialmente vosotros, queridos fieles de África, el
amor de Dios os ha colmado de toda clase de bendiciones y hecho capaces de actuar como la
sal de la tierra. Todos vosotros, como miembros de la Iglesia, debéis ser consciente de que la
paz y la justicia son fruto ante todo de la reconciliación del ser humano consigo mismo y con
Dios. Que sólo Cristo es el único y verdadero «Príncipe de la Paz». Su nacimiento es prenda de
la paz mesiánica, como anunciaron los profetas (cf. Is 9,5-6; 57,19; Mi 5, 4; Ef 2,14-17). Esta
paz no viene de los hombres sino de Dios. Es el don mesiánico por excelencia. Esta paz lleva a
la justicia del Reino, que se ha de buscar a tiempo y a destiempo en todo lo que se hace (cf. Mt
6,33), de modo que en todas las circunstancias se dé gloria a Dios (cf. Mt 5,16). Ahora bien,
sabemos que el justo es fiel a la ley de Dios, pues se ha convertido (cf. Lc 15,7; 18,14). Cristo ha
traído esta nueva fidelidad para hacernos «irreprochables e inocentes» (Flp 2,15).

I. Los obispos

100. Queridos hermanos en el Episcopado, la santidad a la que está llamado el obispo exige el
ejercicio de las virtudes –las virtudes teologales en primer lugar– y de los consejos
evangélicos[153]. Vuestra santidad personal debe repercutir en beneficio de los que han sido
confiados a vuestro cuidado pastoral, y a los que debéis servir. La vida de oración fecundará
desde dentro vuestro apostolado. Un obispo debe ser amante de Cristo. Vuestra distinción y
autoridad moral que sustentan el ejercicio de vuestra potestad jurídica, sólo pueden venir de
vuestra santidad de vida.

101. Como decía san Cipriano a mediados del siglo III en Cartago, «la Iglesia se apoya sobre los
obispos, y todos sus actos son gobernados por ellos mismos, que la presiden»[154]. La
comunión, la unidad y la cooperación con el presbiterium será el antídoto a los gérmenes de
división y que os ayudará a poneros todos juntos a la escucha del Espíritu Santo. Él os guiará
por el sendero justo (cf. Sal 22,3). Amad y respetad a vuestros sacerdotes. Son los
colaboradores preciosos de vuestro ministerio episcopal. Imitad a Cristo. Él creó a su alrededor
un ambiente de amistad, de amor fraterno y de comunión, tomado de las entrañas del
misterio trinitario. «Os invito a seguir solícitos para ayudar a vuestros sacerdotes a vivir en
íntima unión con Cristo. Su vida espiritual es el fundamento de su vida apostólica. Exhortadles
con dulzura a la oración cotidiana y a la celebración digna de los sacramentos, especialmente
de la Eucaristía y la Reconciliación, como lo hacía san Francisco de Sales con sus sacerdotes [...]
Los sacerdotes necesitan vuestro afecto, vuestro aliento y vuestra solicitud»[155].

102. Estad unidos al Sucesor de Pedro, con vuestros sacerdotes y todos vuestros fieles. No
gastéis energías humanas y pastorales en la búsqueda vana de responder a cuestiones que no
son de vuestra directa competencia, o en derroteros de un nacionalismo que puede ofuscar.
Seguir a este ídolo, así como absolutizar la cultura africana, es más fácil que seguir las
exigencias de Cristo. Estos ídolos son señuelos. Más aún, son una tentación de creer que el
reino de la felicidad eterna en la tierra puede llegar sólo como fruto del esfuerzo humano.

103. Vuestro primer deber es llevar a todos la Buena Nueva de salvación y ofrecer a los fieles
una catequesis que contribuya a un conocimiento más profundo de Jesucristo. Poned cuidado
en dar a los laicos una verdadera conciencia de su misión en la Iglesia, y animadles a llevarla a
cabo con sentido de responsabilidad, teniendo siempre en cuenta el bien común. Los
programas de formación permanente de los laicos, especialmente para los líderes políticos y
económicos, deberán insistir en la conversión como condición necesaria para transformar el
mundo. Conviene comenzar siempre con la oración, siguiendo luego con la catequesis, que
llevará a actuaciones concretas. La creación de estructuras vendrá posteriormente, si
realmente es necesario, pues éstas nunca podrán reemplazar el poder de la oración.

104. Queridos hermanos en el Episcopado, siguiendo a Cristo, Buen Pastor, sed buenos guías y
servidores de la grey que se os ha confiado, ejemplares en vuestra vida y conducta. La buena
administración de vuestras diócesis requiere vuestra presencia. Para que vuestro mensaje sea
creíble, haced que vuestras diócesis sean modélicas, tanto en el comportamiento de las
personas como en la transparencia y buena gestión financiera. No tengáis miedo de recurrir a
la experiencia de los auditores contables para dar ejemplo también a los fieles y a la sociedad
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Comunicado RED CLAMOR Caravana 2018
 

Exhortación apostólica Africa

  • 1. EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL AFRICAE MUNUS DEL PAPA BENEDICTO XVI A LOS OBISPOS, AL CLERO, A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A LOS FIELES LAICOS SOBRE LA IGLESIA EN ÁFRICA AL SERVICIO DE LA RECONCILIACIÓN, LA JUSTICIA Y LA PAZ «Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13.14) ÍNDICE Introducción [1-13] PRIMERA PARTE «AHORA HAGO NUEVAS TODAS LAS COSAS» (Ap 21,5) [14] CAPÍTULO I Al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz I. Servidores auténticos de la Palabra de Dios [15-16] II. Cristo en el corazón de la realidad africana: fuente de reconciliación, justicia y paz [17-18] A. «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5,20b) [19-21] B. Ser justos y construir un orden social justo [22-23] 1. Vivir de la justicia de Cristo [24-25] 2. Un orden justo en la lógica de las Bienaventuranzas [26-27] C. El amor en la verdad: fuente de paz [28] 1. Servicio fraterno concreto [29] 2. La Iglesia como centinela [30] CAPÍTULO II Los campos para la reconciliación, la justicia y la paz [31] I. Atención a la persona humana A. La metanoia: una auténtica conversión [32] B. Vivir la verdad del Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación[33] 35 C. Espiritualidad de comunión [34-35] D. Inculturación del Evangelio y evangelización de la cultura [36-38] E. El don de Cristo: la Eucaristía y la Palabra de Dios [39-41]
  • 2. II. La convivencia A. La familia [42-46] B. Los ancianos [47-50] C. Los hombres [51-54] D. Las mujeres [55-59] E. Los jóvenes [60-64] F. Los niños [65-68] III. La visión africana de la vida [69] A. La protección de la vida [70-78] B. Respeto por la creación y el ecosistema [79-80] C. La buena gobernanza de los Estados[81-83] D. Migrantes, desplazados y refugiados [84-85] E Globalización y ayuda internacional [86-87] IV. Diálogo y comunión entre los creyentes [88] A. Diálogo ecuménico y desafío de los nuevos movimientos religiosos [89-91] B. Diálogo interreligioso [92-94] 1. Las religiones tradicionales africanas [92-93] 2. El Islam [94] C. Convertirse en «sal de la tierra» y «luz del mundo» [95-96] SEGUNDA PARTE ACTUAR BAJO LA ACCIÓN TRANSFORMADORA DEL ESPÍRITU SANTO [97-98] CAPÍTULO I Los miembros de la Iglesia [99] I. Los obispos [100-107] II. Los sacerdotes [108-112] III. Los misioneros [113-114] IV. Los diáconos permanentes [115-116] V. Las personas consagradas [117-120] VI. Los seminaristas [121-124] VII. Los catequistas [125-127] VIII. Los laicos [128-131] CAPÍTULO II Principales campos de apostolado [132] I. La Iglesia como presencia de Cristo [133] II. El mundo de la educación [134-138] III. El mundo de la salud [139-141] IV. El mundo de la información y de la comunicación [142-146]
  • 3. CAPÍTULO III «Levántate, toma tu camilla y echa a andar» (Jn 5,8) I. Jesús en la piscina de Betesda [147-149] II. Palabra de Dios y Sacramentos A. La Sagrada Escritura [150-151] B. La Eucaristía [152-154] C. La reconciliación [155-158] III. La Nueva Evangelización [159] A. Portadores de Cristo «Luz del mundo» [160-162] B. Testigos de Cristo resucitado [163-166] C. Misioneros seguidores de Cristo [167-171] CONCLUSIÓN «Ánimo, levántate, que te llama» (Mc 10, 49) [172-177] INTRODUCCIÓN 1. El compromiso de África con el Señor Jesús es un tesoro precioso que confío en este comienzo del tercer milenio a los Obispos, a los sacerdotes, a los diáconos permanentes, a las personas consagradas, a los catequistas y a los laicos de ese querido continente y de las islas vecinas. Esa misión comporta que África ahonde en la vocación cristiana. Invita a vivir, en nombre de Jesús, la reconciliación entre las personas y las comunidades, y a promover para todos la paz y la justicia en la verdad. 2. He deseado que la segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos, celebrada del 4 al 25 octubre de 2009, estuviera en continuidad con la Asamblea de 1994 que quiso ser un «acontecimiento de esperanza y de resurrección, en el momento mismo en que las vicisitudes humanas parecían más bien empujar a África hacia el desánimo y la desesperación»[1]. La Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa de mi predecesor, el beato Juan Pablo II, recogía las orientaciones y las opciones pastorales de los Padres sinodales para una nueva evangelización del continente africano. Convenía, al final del primer decenio de este tercer milenio, que se avivaran nuestra fe y nuestra esperanza para contribuir a construir una África reconciliada, por los caminos de la verdad y de la justicia, del amor y de la paz (cf. Sal 85,11). Con los Padres sinodales, recuerdo que «si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (Sal 127,1). 3. Los resultados más visibles del Sínodo de 1994 fueron una vitalidad eclesial excepcional y el desarrollo teológico de la Iglesia como familia de Dios[2]. Para dar a la Iglesia de Dios en el continente africano y en las islas vecinas un impulso nuevo cargado de esperanza y de caridad evangélica, me pareció necesario convocar una segunda Asamblea sinodal. Sostenidas por la invocación cotidiana al Espíritu Santo y la plegaria de innumerables fieles, las sesiones sinodales han producido frutos que desearía transmitir con este documento a la Iglesia universal, y particularmente a la Iglesia en África[3], para que sea verdaderamente «sal de la tierra» y «luz del mundo» (cf. Mt 5,13.14)[4]. Animada por una «fe que actúa por el amor» (Ga 5,6), la Iglesia desea aportar frutos de caridad: la reconciliación, la paz y la justicia (cf. 1 Co 13,4-7). Esta es su misión específica.
  • 4. 4. Me ha impresionado la calidad de las intervenciones de los Padres sinodales y de otras personas que han participado en la Asamblea. El realismo y la clarividencia de su contribución han demostrado la madurez cristiana del continente. No han tenido miedo de enfrentarse a la verdad y han intentado sinceramente reflexionar sobre las posibles soluciones a los problemas que afrontan sus Iglesias particulares, y también la Iglesia universal. Han constatado también que las bendiciones de Dios, Padre de todos, son innumerables. Dios nunca abandona a su pueblo. No me parece necesario insistir en las diferentes situaciones sociopolíticas, étnicas, económicas o ecológicas que los africanos viven diariamente y que no se pueden ignorar. Los africanos conocen mejor que nadie cómo, demasiado a menudo desgraciadamente, esas situaciones son difíciles, confusas e incluso trágicas. Rindo homenaje a los africanos y a todos los cristianos de ese continente que las afrontan con decisión y dignidad. Desean, con razón, que esa dignidad sea reconocida y respetada. Puedo asegurarles que la Iglesia respeta y ama a África. 5. Ante los numerosos desafíos que África desea acometer para llegar a ser cada vez más una tierra prometedora, la Iglesia podría sufrir la tentación del desánimo, como Israel, pero nuestros antepasados en la fe nos han enseñado la actitud adecuada que se ha de adoptar. En este sentido, Moisés, el siervo del Señor, «por la fe… se mantuvo firme como si estuviera viendo al Dios invisible» (Hb 11,27). El autor de la Carta a los Hebreos nos lo recuerda: «La fe es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve» (11,1). Exhorto, pues, a toda la Iglesia a mirar a África con fe y esperanza. Jesucristo, que nos ha invitado a ser «la sal de la tierra» y «la luz del mundo» (Mt 5,13.14), nos ofrece la fuerza del Espíritu para llevar a cabo ese ideal cada vez mejor. 6. Pienso que las palabras de Cristo: «Vosotros sois la sal de la tierra… vosotros sois la luz del mundo», tendrían que ser el hilo conductor del Sínodo, y también el del período postsinodal. Dirigiéndome al conjunto de los fieles africanos en Yaundé, les dije: «Por Jesús, hace dos mil años, Dios ha traído en persona la luz y la sal a África. Desde entonces, la semilla de su presencia está en el fondo de los corazones de este querido continente y germina poco a poco más allá y a través de los avatares de la historia humana de vuestra tierra»[5]. 7. La Exhortación apostólica Ecclesia in Africa ha hecho suya «la idea-guía de la Iglesia como Familia de Dios», y en ella los Padres sinodales «han reconocido una expresión de la naturaleza de la Iglesia particularmente apropiada para África. En efecto, la imagen pone el acento en la solicitud por el otro, la solidaridad, el calor de las relaciones, la acogida, el diálogo y la confianza»[6]. La Exhortación invita a las familias cristianas africanas a ser «iglesias domésticas»[7] para ayudar a sus comunidades respectivas a reconocer que pertenecen a un solo y mismo Cuerpo. Esta imagen es importante no sólo para la Iglesia en África, sino también para la Iglesia universal, en una época en que la familia está amenazada por quienes desean una vida sin Dios. Privar de Dios al continente africano, sería hacerlo morir poco a poco arrancándole su alma. 8. En la tradición viva de la Iglesia, como respuesta a las expectativas de la Exhortación apostólica Ecclesia in Africa[8], considerar a la Iglesia como una familia y una fraternidad, es restaurar un aspecto de su patrimonio. En esa realidad en la que Jesucristo, «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29), ha reconciliado a todos los hombres con Dios Padre (cf. Ef 2,14-18) y le ha dado el Espíritu Santo (cf. Jn 20,22), la Iglesia se convierte a su vez en portadora de la Buena Nueva de la filiación divina de toda persona humana. Ella está llamada a transmitirla a toda la humanidad, proclamando la salvación que Cristo ha logrado para nosotros, celebrando la comunión con Dios y viviendo la fraternidad en la solidaridad.
  • 5. 9. La memoria de África conserva el dolor de las cicatrices dejadas por las luchas fratricidas entre etnias, por la esclavitud y la colonización. Todavía hoy, el continente se enfrenta a rivalidades, a nuevas formas de esclavitud y de colonización. La primera Asamblea especial lo había comparado a la víctima de los bandidos, dejada moribunda al lado del camino (cf. Lc 10,25-37). Por eso se ha podido hablar de la «marginación» de África. Una tradición nacida en tierra africana identifica al buen Samaritano con el mismo Señor Jesús e invita a la esperanza. En efecto, Clemente de Alejandría escribía: «¿Quién, más que él, ha tenido piedad de nosotros, que estábamos, por decirlo así, muertos por los poderes del mundo de las tinieblas, postrados por tantas heridas, temores, deseos, cóleras, tristezas, mentiras y placeres? El único médico de esas heridas es Jesús»[9]. Hay, pues, numerosos motivos para la esperanza y la acción de gracias. Así, por ejemplo, pese a las grandes pandemias –como el paludismo, el sida, la tuberculosis y otras–, que diezman la población, y que la medicina trata siempre de erradicar con más eficacia, África conserva su alegría de vivir, de celebrar la vida que proviene del Creador, acogiendo nacimientos para que crezca la familia y la comunidad humana. Veo también un motivo de esperanza en el rico patrimonio intelectual, cultural y religioso que África posee. Ella desea preservarlo, explorarlo más y darlo a conocer al mundo. Se trata de una aportación esencial y positiva. 10. La segunda Asamblea sinodal para África abordó el tema de la reconciliación, de la justicia y de la paz. La rica documentación que me ha sido enviada tras las Sesiones –los Lineamenta, el Instrumentum laboris, los informes redactados antes y después de la discusiones y las aportaciones de los grupos de trabajo–, invita a «transformar la teología en pastoral, es decir, en un ministerio pastoral muy concreto, en el que las grandes visiones de la Sagrada Escritura y de la Tradición se aplican a la actividad de los obispos y de los sacerdotes en un tiempo y en un lugar determinados»[10]. 11. Por preocupación paternal y pastoral, dirijo, pues, este documento al África de hoy, que ha conocido los traumatismos y conflictos que sabemos. El hombre está marcado por su pasado, pero vive y camina en el hoy. Mira el futuro. Como el resto del mundo, África experimenta un torbellino cultural que afecta a los fundamentos milenarios de la vida social y hace difícil a veces el encuentro con la modernidad. En esta crisis antropológica con la que se enfrenta el continente africano, podrá hallar caminos de esperanza instaurando un diálogo entre los miembros de los ámbitos religiosos, sociales, políticos, económicos, culturales y científicos. Tendrá entonces que hallar y promover un concepto de la persona y de su relación con la realidad basada en una renovación espiritual profunda. 12. En la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa, Juan Pablo II subrayaba que «no obstante la civilización contemporánea de la “aldea global”, en África como en otras partes del mundo el espíritu de diálogo, paz y reconciliación está lejos de habitar en el corazón de todos los hombres. Las guerras, conflictos, actitudes racistas y xenófobas aún dominan demasiado el mundo de las relaciones humanas»[11]. La esperanza, que caracteriza la vida auténticamente cristiana, recuerda que el Espíritu Santo actúa en todas partes, también en el continente africano, y que las fuerzas de la vida, que nacen del amor, vencen siempre las fuerzas de la muerte (cf. Ct 8,6-7). Por eso, los Padres sinodales han visto cómo las dificultades que encuentran en sus países respectivos y en las Iglesias particulares de África no son obstáculos que impidan avanzar, sino que más bien desafían lo mejor que hay en nosotros: la imaginación, la inteligencia, la vocación a seguir sin arredrarse las huellas de Jesucristo, la búsqueda de Dios, «Amor eterno y Verdad absoluta»[12]. Junto con todos los que intervienen en la sociedad africana, la Iglesia se siente llamada a hacer frente a dichos desafíos. Es, en cierta manera, como un imperativo del Evangelio.
  • 6. 13. Con este documento, deseo ofrecer los frutos y esperanzas del Sínodo, invitando a todos los hombres de buena voluntad a mirar a África con fe y amor, para ayudarla a que sea, por Cristo y por el Espíritu Santo, luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-14). Un valioso tesoro está presente en el alma de África, donde veo un «inmenso “pulmón” espiritual para una humanidad que se halla en crisis de fe y esperanza»,[13] gracias a la inaudita riqueza humana y espiritual de sus hijos, de de sus culturas multicolores, de su suelo y subsuelo con riquezas inmensas. Sin embargo, para mantenerse en pie, con dignidad, África necesita oír la voz de Cristo que proclama hoy el amor al otro, incluso al enemigo, hasta la entrega de su propia sangre, y que ora hoy por la unidad y la comunión de todos los hombres en Dios (cf. Jn 17,20- 21). PRIMERA PARTE «AHORA HAGO NUEVAS TODAS LAS COSAS» (Ap 21,5) 14. El Sínodo ha permitido discernir las líneas maestras de la misión para un África que desea la reconciliación, la justicia y la paz. Depende de las iglesias particulares traducir estas líneas en «fervientes propósitos y en líneas de acción concretas»[14]. En efecto, «en las Iglesias particulares es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas – objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios– que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura»[15] africana. CAPÍTULO I Al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz I. Servidores auténticos de la Palabra de Dios 15. Un África que avanza, alegre y viva, manifiesta la alabanza de Dios. Como hacía notar san Ireneo: «La gloria de Dios, es el hombre viviente»; pero añade inmediatamente: «La vida del hombre, es la visión de Dios»[16]. Por eso, es tarea de la Iglesia todavía hoy el llevar el mensaje del Evangelio al corazón de las sociedades africanas, conducir a la visión de Dios. Como la sal da sabor a los alimentos, ese mensaje convierte a las personas que lo viven en auténticos testigos. Todos los que crecen así se hacen capaces de reconciliarse en Jesucristo. Se convierten en luz para sus hermanos. Por ello, con los Padres del Sínodo, invito «a la Iglesia *…+ en África a dar testimonio en su servicio de la reconciliación, la justicia y la paz, como “sal de la tierra” y “luz del mundo”»,*17+ para que su vida responda a esta llamada: «Levántate, Iglesia en África, familia de Dios, porque te llama el Padre celestial».[18] 16. Es una dicha que Dios haya permitido celebrar el Segundo Sínodo para África inmediatamente después del dedicado a la Palabra de Dios en la vida y la misión de la Iglesia. Este Sínodo había recordado el imperioso deber del discípulo de escuchar a Cristo que llama a través de su Palabra. Por ella, los fieles aprenden a escuchar a Cristo y a dejarse orientar por el Espíritu Santo que revela el sentido de todas las cosas (cf. Jn 16,13). En efecto, la «lectura y la meditación de la Palabra de Dios nos inserta más profundamente en Cristo y orientan nuestro ministerio de servidores de la reconciliación, la justicia y la paz»[19]. Como recuerda el Sínodo, «para convertirse en sus hermanos o hermanas se necesita ser “los hermanos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8,21). La escucha auténtica es obedecer y actuar, es hacer florecer en la vida la justicia y el amor, es dar tanto en la existencia como en la sociedad un testimonio en la línea de la llamada de los profetas que constantemente unía la Palabra de
  • 7. Dios y la vida, la fe y la rectitud, el culto y el compromiso social»[20]. Escuchar y meditar la Palabra de Dios, es desear que ésta penetre y forme nuestra vida para reconciliarnos con Dios, para permitir que Dios nos conduzca a una reconciliación con el prójimo, camino necesario para la construcción de una comunidad de personas y de pueblos. Que la Palabra de Dios se encarne realmente en nuestro rostro y en nuestra vida. II. Cristo en el corazón de la realidad africana: fuente de reconciliación, justicia y paz 17. Los tres conceptos principales del tema sinodal, a saber, la reconciliación, la justicia y la paz, han puesto al Sínodo ante su «responsabilidad teológica y social»[21], y han permitido preguntarse también por el papel público de la Iglesia y su lugar en el espacio africano actual[22]. «Se podría decir que reconciliación y justicia son las dos condiciones esenciales de la paz que, por consiguiente, también definen en cierta medida su naturaleza».[23] La tarea que hemos de precisar no es fácil, porque se sitúa entre el compromiso inmediato en política – que no corresponde a la competencia directa de la Iglesia– y el repliegue o la posible evasión en teorías teológicas y espirituales, corriendo así el peligro de resultar una huida frente a una responsabilidad concreta en la historia humana. 18. «La paz os dejo, mi paz os doy», dice el Señor, que añade: «No os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27). La paz de los hombres conseguida sin la justicia es ilusoria y efímera. La justicia de los hombres que no brote de la reconciliación por la «verdad del amor» (cf. Ef 4,15) queda inacabada; no es auténtica justicia. El amor de la verdad –«la verdad plena» a la que sólo el Espíritu puede llevarnos (cf. Jn 16,13)– es la que traza el camino que toda justicia humana ha de seguir para conseguir restaurar los lazos fraternos en la «familia humana, comunidad de paz»[24], reconciliada con Dios por Cristo. La justicia no es algo desencarnado. Hunde necesariamente sus raíces en la coherencia humana. Una caridad que no respete la justicia y el derecho de todos, es errónea. Animo a los cristianos, pues, a ser ejemplares en lo que toca a la justicia y la caridad (cf. Mt 5,19-20). A. «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5,20b) 19. «Reconciliación es un concepto pre-político y una realidad pre-política, que precisamente por eso es de suma importancia para la tarea de la política misma. Si no se crea en los corazones la fuerza de la reconciliación, el compromiso político por la paz se queda sin su presupuesto interior. En el Sínodo, los Pastores de la Iglesia se comprometieron en favor de la purificación interior del hombre, que es la condición preliminar esencial para la edificación de la justicia y de la paz. Pero esa justificación y maduración interior hacia una verdadera humanidad no pueden existir sin Dios»[25]. 20. En efecto, la gracia de Dios es la que nos da un corazón nuevo y nos reconcilia con Él y con los otros[26]. Es Cristo quien ha restaurado la humanidad en el amor del Padre. La reconciliación tiene, pues, su fuente en este amor; nace de la iniciativa del Padre de reanudar la relación con la humanidad, relación rota por el pecado del hombre. En Jesucristo, «en su vida y su ministerio, pero sobre todo en su muerte y resurrección, san Pablo ve a Dios Padre reconciliando consigo al mundo (todas las cosas en el cielo y la tierra), sin tener en cuenta ya los pecados de la humanidad (2 Co 5,19; Rm 5,10; Col 1,21-22). El Apóstol ve cómo Dios Padre reconcilia a judíos y gentiles consigo mismo en un solo cuerpo a través de la cruz (Ef 2,16). San Pablo ve también a Dios reconciliar a judíos y gentiles, creando un hombre nuevo en lugar de dos pueblos (Ef 2,15; 3,6). Así, la experiencia de la reconciliación establece una comunión en dos niveles: la comunión entre Dios y la humanidad; y a partir de la experiencia de reconciliación, nos convierte (a la humanidad reconciliada) “en embajadores de la
  • 8. reconciliación”. Se restablece también la comunión entre los hombres»[27]. «La reconciliación, por lo tanto, no se limita a Dios que en Cristo atrae a sí a una humanidad alienada y pecadora, a través del perdón de los pecados y el amor. También es la restauración de las relaciones entre las personas conciliando las diferencias y eliminando los obstáculos en sus relaciones, gracias a su experiencia del amor de Dios»[28]. La parábola del hijo pródigo lo explica cuando el evangelista nos presenta en el retorno del hijo menor, es decir en su conversión, la necesidad de reconciliarse, por un lado, con su padre y, por otro, con su hermano mayor por la mediación del padre (cf. Lc 15,11-32). Hay testimonios conmovedores de los fieles de África, «testimonios concretos de sufrimientos y de reconciliación en las tragedias de la historia reciente del continente»[29] que muestran el poder del Espíritu Santo que transforma los corazones de las víctimas y de sus verdugos para restablecer la fraternidad[30]. 21. En efecto, sólo una auténtica reconciliación engendra una paz duradera en la sociedad. Ciertamente, sus protagonistas son las autoridades gubernamentales y los jefes tradicionales, pero también los simples ciudadanos. Después de un conflicto, la reconciliación, gestionada y llevada a cabo a menudo en el silencio y la discreción, restaura la unión de los corazones y la convivencia serena. Gracias a ella, tras largos períodos de guerra, las naciones encuentran la paz, y sociedades profundamente heridas por la guerra civil o el genocidio reconstruyen su unidad. Dando y acogiendo el perdón[31] se ha podido sanar la memoria herida de personas o de comunidades, y familias antes divididas hayan encontrado la armonía. «La reconciliación supera las crisis, restaura la dignidad de las personas y abre el camino al desarrollo y a la paz estable entre los pueblos a todos los niveles»[32], han podido subrayar los Padres del Sínodo. Para llegar a ser efectiva, esta reconciliación deberá ir acompañada de un gesto valiente y honrado: buscar a los responsables de esos conflictos, de los que han ordenado los crímenes y se han entregado a toda clase de componendas, determinando su responsabilidad. Las víctimas tienen derecho a la verdad y a la justicia. Es importante actualmente y para el futuro purificar la memoria para construir una sociedad mejor en la que estas tragedias no se vuelvan a repetir. B. Ser justos y construir un orden social justo 22. Ciertamente, la construcción de un orden social justo es en primera instancia una tarea de la política.[33] Sin embargo, una de las tareas de la Iglesia en África consiste en formar conciencias rectas y receptivas a las exigencias de la justicia, para que sean cada vez más los hombres y mujeres comprometidos y capaces de realizar ese orden social justo por medio de su conducta responsable. El modelo por excelencia, a partir del cual la Iglesia piensa y razona, y que propone a todos, es Cristo.[34] Según su doctrina social, «la Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer y no pretende “de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados”. No obstante, tiene una misión de verdad que cumplir *…+ Esta misión de verdad es irrenunciable. Su doctrina social es una dimensión singular de este anuncio: está al servicio de la verdad que libera»[35]. 23. Gracias a las Comisiones de Justicia y Paz, la Iglesia se ha comprometido en la formación cívica de los ciudadanos y en el acompañamiento del proceso electoral en diferentes naciones. Contribuye así a la educación de la población y a despertar su conciencia y sus responsabilidades ciudadanas. Este papel educativo concreto es apreciado por un gran número de países, que reconocen a la Iglesia como artífice de paz, agente de reconciliación y heraldo de la justicia. Conviene repetir que, distinguiendo el papel de los Pastores y el de los fieles laicos, la misión de la Iglesia no es de orden político.[36] Su función es educar al mundo en el sentido religioso proclamando a Cristo. La Iglesia desea ser signo y salvaguarda de la trascendencia de la persona humana. Por eso debe educar a los hombres a buscar la verdad
  • 9. suprema ante lo que ellos son y sus interrogantes, para encontrar soluciones justas a sus problemas[37]. 1. Vivir de la justicia de Cristo 24. En el plano social, la conciencia humana se ve interpelada por las graves injusticias que hay en nuestro mundo en general, y en África en particular. Que una minoría confisque los bienes de la tierra en detrimento de pueblos enteros, es inaceptable porque es inmoral. La justicia obliga a «dar a cada uno lo suyo» – ius suum unicuique tribuere[38]. Se trata, pues, de hacer justicia a los pueblos. África es capaz de asegurar a todos –personas y naciones del continente– las condiciones básicas que les permitan participar en el desarrollo[39]. Los Africanos podrán así poner los talentos y las riquezas que Dios les ha dado al servicio de su tierra y de sus hermanos. La justicia, vivida en todas las dimensiones de la vida, privada y pública, económica y social, precisa ser sostenida por la subsidiaridad y la solidaridad y, más aún, estar animada por la caridad. «Según el principio de subsidiaridad, ni el Estado ni ninguna sociedad más amplia deben suplantar la iniciativa y la responsabilidad de las personas y de las corporaciones intermedias»[40]. La solidaridad es garantía de la justicia y la paz, de la unidad, pues tiende a que «la abundancia de unos supla la falta de los otros»[41]. Y la caridad, que asegura el vínculo con Dios, va más lejos que la justicia distributiva. Porque si «la justicia es virtud que distribuye a cada uno su propio bien… no es la justicia del hombre la que sustrae el hombre al verdadero Dios»[42]. 25. Dios mismo nos muestra la verdadera justicia cuando, por ejemplo, vemos a Jesús entrar en la vida de Zaqueo y ofrecer así al pecador la gracia de su presencia (cf. Lc 19,1-10). ¿Cómo es la justicia de Cristo? Los testigos del encuentro con Zaqueo observan a Jesús (cf. Lc 19,7); su murmullo de reprobación manifiesta un amor de la justicia. Ignoran, sin embargo, la justicia del amor que se abre hasta el extremo, hasta hacer recaer sobre sí la «maldición» debida a los humanos, y recibir en cambio la «bendición» que es el don de Dios (cf. Ga 3,13-14). La justicia divina ofrece a la justicia humana, siempre limitada e imperfecta, el horizonte hacia el que debe tender para realizarse plenamente. Nos hace tomar conciencia, además, de nuestra propia indigencia, de la necesidad del perdón y la amistad de Dios. Es lo que vivimos en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía que fluyen de la acción de Cristo. Esta acción nos introduce en una justicia en la que recibimos mucho más de lo que teníamos derecho a esperar porque, en Cristo, la caridad es el compendio de la Ley (cf. Rm 13,8-10).[43] Por Cristo, único modelo, el justo es invitado a entrar en el orden del amor-agápē. 2. Un orden justo en la lógica de las Bienaventuranzas 26. El discípulo de Cristo, unido a su Maestro, debe contribuir a formar una sociedad justa en la que todos puedan participar activamente con sus propios talentos en la vida social y económica. Podrán ganar lo que les es necesario para vivir según su dignidad humana en una sociedad en la que la justicia será vivificada por el amor.[44] Cristo no propone una revolución de tipo social o político, sino la del amor, realizada en el don total de su persona en su muerte en la Cruz y su Resurrección. Sobre esta revolución del amor se fundan las Bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-10). Éstas ofrecen el nuevo horizonte de justicia inaugurado en el misterio pascual, gracias al cual podemos llegar a ser justos y construir un mundo mejor. La justicia de Dios que nos revelan las Bienaventuranzas levanta a los humildes y abaja a los que se ensalzan. Se cumple verdaderamente en el reino de Dios, que llegará a su cumplimento al final de los tiempos. Pero se manifiesta ya desde ahora, allí donde los pobres son consolados y admitidos al festín de la vida.
  • 10. 27. Según la lógica de las Bienaventuranzas, se ha de tener una atención preferencial con el pobre, el hambriento, el enfermo –por ejemplo de sida, tuberculosis o paludismo–, con el ex- tranjero, el humillado, el prisionero, el emigrante despreciado, el refugiado o el desplazado (cf. Mt 25,31-46). La respuesta a sus necesidades en la justicia y la caridad depende de todos. África espera esa atención de toda la familia humana así como de sí misma.[45] Pero deberá comenzar por introducir en su propio seno, y resueltamente, la justicia política, social y administrativa, elementos de la cultura política necesaria para el desarrollo y la paz. Por su parte, la Iglesia aportará su contribución específica apoyándose en la enseñanza de las Bienaventuranzas. C. El amor en la verdad: fuente de paz 28. La perspectiva social que muestra el actuar de Cristo, fundada en el amor, trasciende el minimum que exige la justicia humana: es decir que se dé al otro lo que corresponda. La lógica interna del amor va más allá de esta justicia y llega hasta dar lo que se posee[46]: «No amemos de palabra y con la boca, sino con hechos y de verdad» (1 Jn 3,18). Como su Maestro, el discípulo de Cristo irá aún más lejos, hasta el don de sí mismo por sus hermanos (cf. 1 Jn 3,16). Es el precio de la paz auténtica en Dios (cf. Ef 2,14). 1. Servicio fraterno concreto 29. Ni siquiera una sociedad desarrollada, puede prescindir del servicio fraterno animado por el amor. «Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo»[47]. Es el amor lo que alivia los corazones heridos, solitarios, abandonados. Es el amor lo que crea la paz o la restablece en el corazón humano y la instaura entre los hombres. 2. La Iglesia como centinela 30. En la situación actual de África, la Iglesia está llamada a hacer oír la voz de Cristo. Desea seguir la recomendación de Jesús a Nicodemo, que se preguntaba por la posibilidad de renacer: «Tenéis que nacer de nuevo» (Jn3,7). Los misioneros han propuesto a los Africanos ese nuevo nacimiento «del agua y del espíritu» (Jn3,5), una Buena Noticia que toda persona tiene derecho a oír para realizar plenamente su vocación[48]. La Iglesia en África vive de esa herencia. A causa de Cristo, y por fidelidad a su enseñanza de vida, se siente impulsada a estar presente allí donde la humanidad conoce el sufrimiento y a hacerse eco del grito silencioso de los inocentes perseguidos, o de los pueblos cuyos gobernantes hipotecan el presente y el futuro en nombre de intereses personales[49]. Por su capacidad para reconocer el rostro de Cristo en el niño, el enfermo, el que sufre o el necesitado, la Iglesia contribuye a forjar lentamente pero con seguridad el África nueva. En su función profética, cada vez que los pueblos elevan su voz diciéndole: «Vigía, ¿qué queda de la noche?» (Is 21,11), la Iglesia desea estar lista para dar razón de la esperanza que lleva en sí (cf. 1 P 3,15) porque una aurora nueva asoma al horizonte (cf. Ap 22,5). Sólo el rechazo de la deshumanización del hombre, y del conformismo –por miedo a la prueba o al martirio– servirá de verdad a la causa del Evangelio. «En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: Yo he vencido al mundo» (Jn16,33). La paz auténtica viene de Cristo (cf. Jn 14,27). No se parece a la del mundo. No es fruto de negociaciones y acuerdos diplomáticos basados en intereses. Es la paz de la humanidad reconciliada consigo misma en Dios, y de la que la Iglesia es el sacramento[50]. CAPÍTULO II
  • 11. Los campos para la reconciliación, la justicia y la paz 31. Deseo ahora indicar algunos campos que los Padres del Sínodo han identificado para la misión actual de la Iglesia en su preocupación por ayudar a África a emanciparse de las fuerzas que la paralizan. ¿No dijo Cristo primeramente al paralítico: «Tus pecados están perdonados» y luego, «ponte en pie» (Lc 5,20.24)? I. Atención a la persona humana A. La metanoia: una auténtica conversión 32. Ante la situación del continente, la mayor preocupación de los miembros del Sínodo ha sido cómo grabar en el corazón de los africanos discípulos de Cristo la voluntad de comprometerse efectivamente en vivir el Evangelio en su existencia y en la sociedad. Cristo llama constantemente a la metanoia, a la conversión[51]. Los cristianos están marcados por el espíritu y las costumbres de su época y de su ambiente. Por la gracia del bautismo, están invitados a renunciar a las tendencias nocivas dominantes e ir contracorriente. Esto exige un compromiso decidido para «una conversión continua hacia el Padre, fuente de toda verdadera vida, el único capaz de liberarnos del mal, de toda tentación y mantenernos en su Espíritu, en un mismo combate contra las fuerzas del mal»[52]. La conversión sólo es posible apoyándose en convicciones de fe consolidadas por una catequesis auténtica. Conviene pues «mantener una relación viva entre el catecismo aprendido de memoria y el catecismo vivido, para llegar a una conversión de vida profunda y permanente»[53]. La conversión se vive de manera especial en el Sacramento de la Reconciliación, al que se prestará una atención particular para que sea una verdadera «escuela del corazón». En esa escuela, el discípulo de Cristo se forja poco a poco en una vida cristiana adulta, atenta a las dimensiones teologales y morales de sus actos, haciéndose así capaz de «hacer frente a las dificultades de la vida social, política, económica y cultural»[54] y llevar una vida marcada por el espíritu evangélico. La contribución de los cristianos en África sólo será decisiva si la inteligencia de la fe llegará a la inteligencia de la realidad[55]. Para ello, es indispensable la educación en la fe, de lo contrario Cristo no será más que un nombre suplementario adherido a nuestras teorías. La palabra y el testimonio van a la par[56]. Pero el testimonio solo no es suficiente, porque «el más hermoso testimonio se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado –lo que Pedro llamaba dar “razón de vuestra esperanza” (1 P 3,15)–, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús».[57] B. Vivir la verdad del Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación 33. Los miembros del Sínodo señalaron también que muchos cristianos en África adoptan una actitud ambigua frente a la celebración del Sacramento de la Reconciliación, mientras que estos mismos cristianos suelen ser muy escrupulosos en la aplicación de los ritos tradicionales de la reconciliación. Para ayudar a los fieles católicos a vivir un auténtico camino hacia la metanoia en la celebración de este Sacramento, en el que la mentalidad se oriente por completo al encuentro con Cristo,[58] sería bueno que los obispos hicieran un estudio serio de las ceremonias tradicionales africanas de reconciliación para evaluar los aspectos positivos y las limitaciones. En efecto, estas mediaciones pedagógicas tradicionales[59] no pueden sustituir al Sacramento en ninguna circunstancia. La Exhortación apostólica postsinodal Reconciliatio et paenitentia, del beato Juan Pablo II, señaló claramente el ministro y las formas del Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación[60]. Estas mediaciones pedagógicas tradicionales sólo pueden ayudar a reducir el desgarro sentido y vivido por algunos fieles, ayudándolos a abrirse con mayor profundidad y verdad a Cristo, el único gran Mediador, para recibir la gracia del Sacramento de la Penitencia. Celebrado con fe, este sacramento es
  • 12. suficiente para reconciliarnos con Dios y con el prójimo[61]. En definitiva, es Dios quien, en su Hijo, nos reconcilia con Él y con los demás. C. Espiritualidad de comunión 34. La reconciliación no es un acto aislado, sino un largo proceso gracias al cual cada uno se ve restablecido en el amor, un amor que sana por la acción de la Palabra de Dios. Esta se convierte entonces en una forma de vivir, y a la vez en una misión. Para alcanzar una verdadera reconciliación, y llevar a la práctica la espiritualidad de comunión por la reconciliación, la Iglesia necesita testigos que estén profundamente arraigados en Cristo, y que se alimenten de su Palabra y de los Sacramentos. Así, aspirando a la santidad, estos testigos son capaces de implicarse en la obra de comunión de la Familia de Dios, comunicando al mundo, incluso con el martirio, el espíritu de reconciliación, de justicia y paz, a ejemplo de Cristo. 35. Quisiera recordar lo que el Papa Juan Pablo II proponía a toda la Iglesia como condiciones de una espiritualidad de comunión: ser capaces de reconocer la luz del misterio de la Trinidad también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado[62]; estar atento, «al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico, considerándolo como “uno que me pertenece”, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad»[63]; la capacidad de reconocer lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como un don que Dios me hace a través de aquel que lo ha recibido, más allá de su persona, que se transforma entonces en un administrador de las gracias divinas; en fin, «saber “dar espacio” al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias»[64]. De este modo, maduran hombres y mujeres de fe y de comunión, que dan prueba de valentía con la verdad y la abnegación, e iluminados por la alegría. Dan también un testimonio profético de una vida coherente con su fe. María, Madre de la Iglesia, que supo acoger la Palabra de Dios, es su modelo: por su escucha de la Palabra, Ella alcanzó a comprender las necesidades de los hombres y a interceder por ellos con compasión[65]. D. Inculturación del Evangelio y evangelización de la cultura 36. Para lograr esta comunión, sería bueno volver a examinar una necesidad mencionada durante la Primera Asamblea del Sínodo para África: un estudio exhaustivo de las tradiciones culturales africanas. Los miembros del Sínodo han constatado la existencia de una dicotomía entre ciertas prácticas tradicionales de las culturas africanas y las exigencias específicas del mensaje de Cristo. La preocupación por la relevancia y la credibilidad exige de la Iglesia un profundo discernimiento con vistas a identificar los aspectos culturales que obstaculizan la encarnación de los valores del Evangelio, así como los que los promueven[66]. 37. Sin embargo, no debemos olvidar que el Espíritu Santo es el verdadero protagonista de la inculturación, «es el que precede, en modo fecundo, al diálogo entre la Palabra de Dios, revelada en Jesucristo, y las inquietudes más profundas que brotan de la multiplicidad de los hombres y de las culturas. Así continúa en la historia, en la unidad de una misma y única fe, el acontecimiento de Pentecostés, que se enriquece a través de la diversidad de lenguas y culturas»[67]. El Espíritu Santo actúa para que el Evangelio sea capaz de impregnar todas las culturas, sin dejarse atenazar por ninguna de ellas[68]. Los Obispos se preocuparán de velar para que esta exigencia de inculturación se cumpla según las normas establecidas por la
  • 13. Iglesia. Discernir los elementos culturales y tradiciones contrarios al Evangelio ayudará a separar el trigo de la cizaña (cf. Mt 13,26). De este modo, el cristianismo, aunque permaneciendo fiel a sí mismo, con absoluta fidelidad al anuncio evangélico y a la tradición de la Iglesia, asumirá el rostro de las innumerables culturas y pueblos donde ha sido acogido y ha arraigado. Así, la Iglesia llegará a ser un icono del futuro que el Espíritu de Dios nos prepara[69], icono al que África ofrecerá su propia contribución. En esta obra de inculturación, tampoco hay que olvidar la tarea, igualmente esencial, de la evangelización del mundo de la cultura contemporánea africana. 38. Son conocidas las iniciativas de la Iglesia en la apreciación positiva y en la preservación de las culturas africanas. Es muy importante continuar con esta tarea, dado que la entremezcla de los pueblos, aun siendo un enriquecimiento, frecuentemente debilita las culturas y la sociedades. Lo que está en juego en estos encuentros entre culturas es la identidad de las comunidades africanas. Hay que esforzarse, pues, en transmitir los valores que el Creador ha infundido en los corazones de los africanos desde la noche de los tiempos. Estos han servido de matriz para modelar sociedades que viven en una cierta armonía, porque llevan en su interior formas tradicionales de regular una convivencia pacífica. Por tanto, hay que dar relieve a estos elementos positivos, iluminándolos desde dentro (cf. Jn 8,12), para que el cristiano sea realmente alcanzado por el mensaje de Cristo, y de este modo la luz de Dios brille en los ojos de los hombres. Entonces, al ver las buenas obras de los cristianos, los hombres y las mujeres darán gloria «al Padre que está en el cielo» (Mt 5,16). E. El don de Cristo: la Eucaristía y la Palabra de Dios 39. Más allá de las diferencias de origen o de cultura, el gran desafío que nos aguarda a todos es discernir en la persona humana, amada de Dios, el fundamento de una comunión que respete e integre las aportaciones particulares de las diversas culturas[70]. «Debemos abrir realmente estas fronteras entre tribus, etnias y religiones a la universalidad del amor de Dios»[71]. Hombres y mujeres diferentes por su origen, cultura, lengua o religión pueden convivir armónicamente. 40. En efecto, el Hijo de Dios ha puesto su morada entre nosotros; ha derramado su sangre por nosotros. Cumpliendo su promesa de estar con nosotros hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20), se nos entrega cada día como alimento en la Eucaristía y en las Escrituras. En la Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, escribí que «Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender la Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el misterio eucarístico»[72]. 41. En efecto, la Escritura Santa atestigua que la Sangre derramada de Cristo se transforma por el bautismo en el principio y el vínculo de una nueva fraternidad. Ésta es lo opuesto a la división, como el tribalismo, el racismo o el etnocentrismo (cf. Ga 3,26-28). La Eucaristía es la fuerza que congrega a los hijos de Dios dispersos y los mantiene en comunión[73], «puesto que por nuestras venas circula la misma Sangre de Cristo, que nos convierte en hijos de Dios, miembros de la Familia de Dios».[74] Al acoger a Jesús en la Eucaristía y en la Escritura, somos enviados al mundo para ofrecerle a Cristo, poniéndonos al servicio de los demás (cf. Jn 13,15; 1 Jn 3,16).[75] II. La convivencia A. La familia
  • 14. 42. La familia es el «santuario de la vida» y una célula vital de la sociedad y de la Iglesia. En ella es «donde se plasma el rostro de un pueblo y sus miembros adquieren las enseñanzas fundamentales. Ellos aprenden a amar en cuanto son amados gratuitamente, aprenden el respeto a las otras personas en cuanto son respetados, aprenden a conocer el rostro de Dios en cuanto reciben su primera revelación de un padre y una madre llenos de atenciones. Cuando faltan estas experiencias fundamentales, es el conjunto de la sociedad el que sufre violencia y se vuelve, a su vez, generador de múltiples violencias»[76]. 43. La familia es ciertamente el lugar propicio para aprender y practicar la cultura del perdón, de la paz y la reconciliación. «En una vida familiar “sana” se experimentan algunos elementos esenciales de la paz: la justicia y el amor entre hermanos y hermanas, la función de la autoridad manifestada por los padres, el servicio afectuoso a los miembros más débiles, porque son pequeños, ancianos o están enfermos, la ayuda mutua en las necesidades de la vida, la disponibilidad para acoger al otro y, si fuera necesario, para perdonarlo. Por eso, la familia es la primera e insustituible educadora de la paz»[77]. A causa de su importancia capital y de las amenazas que se ciernen sobre esta institución –la distorsión de la noción misma de matrimonio y familia, la infravaloración de la maternidad y la banalización del aborto, la facilitación del divorcio y el relativismo de una «nueva ética»–, la familia tiene necesidad de ser protegida y defendida[78], para que preste ese servicio que la sociedad misma espera de ella, es decir, ofrecer hombres y mujeres capaces de construir un entramado social de paz y armonía. 44. Aliento vivamente a las familias, pues, a hallar inspiración y fuerza en el Sacramento de la Eucaristía, para vivir la novedad radical que Cristo ha traído al corazón de la vida cotidiana, novedad que lleva a cada uno a ser testigo capaz de difundir luz en su ambiente de trabajo y en toda la sociedad. «El amor entre el hombre y la mujer, la acogida de la vida y la tarea educativa son ámbitos privilegiados en los que la Eucaristía puede mostrar su capacidad de transformar la existencia y llenarla de sentido»[79]. No hay duda que participar en la Eucaristía dominical es una exigencia de la conciencia cristiana y que al mismo tiempo la forma[80]. 45. Por otra parte, reservar en la familia un lugar destacado para la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: el primado de la gracia. La oración nos recuerda constantemente el primado de Cristo y, unido a ello, el primado de la vida interior y de la santidad. El diálogo con Dios abre el corazón al flujo de la gracia y permite que la Palabra de Cristo pase por nosotros con toda su fuerza. Para ello es necesario que en el seno de la familia se escuche asiduamente y se lea con atención la Santa Escritura[81]. 46. Más aún, «la misión educativa de la familia cristiana [es] como un verdadero ministerio, por medio del cual se transmite e irradia el Evangelio, hasta el punto de que la misma vida de familia se hace itinerario de fe y, en cierto modo, iniciación cristiana y escuela de los seguidores de Cristo. En la familia consciente de tal don, como escribió Pablo VI, “todos los miembros evangelizan y son evangelizados”. En virtud del ministerio de la educación los padres, mediante el testimonio de su vida, son los primeros mensajeros del Evangelio ante los hijos [...] Llegan a ser plenamente padres, es decir engendradores no sólo de la vida corporal, sino también de aquella que, mediante la renovación del Espíritu, brota de la Cruz y Resurrección de Cristo»[82]. B. Los ancianos
  • 15. 47. En África, los ancianos gozan de una veneración especial. No son apartados de las familias o marginados, como en otras culturas. Al contrario, son estimados y están perfectamente integrados en su familia, de la que son la referencia más alta. Esta hermosa realidad africana debería servir de inspiración a la sociedad occidental, para que acoja la ancianidad con mayor dignidad. La Escritura Santa menciona a menudo a las personas mayores. «La mucha experiencia es la corona de los ancianos, y su orgullo es el temor del Señor» (Si 25,6). La ancianidad, a pesar de la fragilidad que parece caracterizarla, es un don que hay que vivir cotidianamente en la disponibilidad serena hacia Dios y el prójimo. Es también el tiempo de la sabiduría, porque en el tiempo vivido ha aprendido la grandeza y la precariedad de la existencia. Así, el anciano Simeón, como hombre de fe, proclama con entusiasmo y sabiduría no un adiós angustiado a la vida, sino una acción de gracias al Salvador del mundo (cf. Lc 2,25- 32). 48. Las personas mayores pueden influir de diversos modos sobre la familia gracias a esta sabiduría, a veces difícil de adquirir. Su experiencia les lleva naturalmente no sólo a colmar la diferencia, sino también a afirmar la necesidad de la interdependencia humana. Son un tesoro para todos los miembros de la familia, sobre todo para las parejas jóvenes y los niños que encuentran en ellas comprensión y amor. No siendo sólo transmisores de la vida, contribuyen por su comportamiento a consolidar su hogar (cf. Tt 2,2-5) y, por su oración y su vida de fe, a enriquecer espiritualmente a todos los miembros de su familia y de la comunidad. 49. Con frecuencia, la estabilidad y el orden social están confiados en África todavía a un consejo de ancianos o a jefes tradicionales. De esta manera, los ancianos contribuyen eficazmente a la edificación de una sociedad cada vez más justa que mira hacia adelante, no a través de experimentos, a veces arriesgados, sino gradualmente y con un prudente equilibrio. Los ancianos contribuyen así a la reconciliación de las personas y las comunidades por su sabiduría y experiencia. 50. La Iglesia mira con gran estima a las personas mayores. Deseo volver a deciros, con el beato Juan Pablo II: «La Iglesia os necesita. Pero también la sociedad civil necesita de vosotros [...] Sabed emplear generosamente el tiempo que tenéis a disposición y los talentos que Dios os ha concedido [...] Contribuid a anunciar el Evangelio [...] Dedicad tiempo y energías a la oración».[83] C. Los hombres 51. Los hombres tienen su propia misión en la familia. Como esposos y padres, mediante la relación conyugal y la educación de los hijos ejercen la noble responsabilidad de aportar valores necesarios para la sociedad. 52. Con los Padres sinodales, animo a los hombres católicos a colaborar activamente en sus familias a la educación humana y cristiana de los hijos, al respeto y a la protección de la vida desde el momento de su concepción[84]. Les invito a instaurar un estilo de vida cristiano, enraizado y fundado en el amor (cf. Ef 3,17). Con san Pablo, les repito: «Amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia. Él se entregó a sí mismo por ella [...] Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia» (Ef 5,25.28-29). No temáis hacer visible y palpable que no hay amor más grande que dar la vida por quien se ama (cf. Jn 15,13), es decir, y en primer lugar, por la esposa y los hijos. Cultivad una alegría serena en vuestro hogar. El matrimonio es un «don del Señor», decía san Fulgencio de Ruspe[85]. El respeto a la dignidad inviolable de cada persona humana será un antídoto
  • 16. eficaz contra las prácticas tradicionales contrarias al Evangelio y vejatorias particularmente para la mujer. 53. Al manifestar y vivir en la tierra la paternidad misma de Dios (cf. Ef 3,15), estáis llamados a garantizar el desarrollo personal de todos los miembros de la familia, cuna y medio más eficaz para humanizar la sociedad, lugar de encuentro de varias generaciones[86]. Que por la dinámica creadora de la Palabra de Dios misma, crezca vuestro sentido de responsabilidad hasta comprometeros concretamente en la Iglesia[87]. La Iglesia tiene necesidad de testigos convencidos y eficaces de la fe que promuevan la reconciliación, la justicia y la paz y colaboren entusiasta y decididamente a la transformación del entorno familiar y de la sociedad en su conjunto[88]. Con vuestro trabajo que permite asegurar regularmente vuestra subsistencia y la de vuestras familias, dais este testimonio. Más aún, por el ofrecimiento de este trabajo a Dios, os asociáis a la obra redentora de Jesucristo que ha dado al trabajo una dignidad eminente trabajando con sus propias manos en Nazaret[89]. 54. La calidad y el esplendor de vuestra vida cristiana depende de una profunda vida de oración, alimentada con la Palabra de Dios y los Sacramentos. Estad, pues, atentos para mantener viva esta dimensión esencial de vuestro compromiso cristiano; vuestro testimonio de fe en las tareas cotidianas, vuestra participación en los movimientos eclesiales, encuentran ahí la fuente de su dinamismo. Así os convertiréis en ejemplos que las jóvenes generaciones desearán imitar, y los ayudaréis de este modo a emprender una vida adulta responsable. No tengáis miedo de hablarles de Dios y de iniciarles con vuestro ejemplo a la vida de fe y al compromiso social y caritativo, ayudándoles a descubrir que verdaderamente han sido creados a imagen y semejanza de Dios: «Los signos de esta imagen divina en el hombre pueden ser reconocidos, no en el aspecto del cuerpo que se corrompe, sino en la prudencia e inteligencia, en la justicia, la moderación, el temperamento, la sabiduría, la instrucción»[90]. D. Las mujeres 55. Las mujeres africanas, con sus muchos talentos y sus preciosos dones, son una gran riqueza para la familia, la sociedad y la Iglesia. Como decía Juan Pablo II: «La mujer es aquella en quien el orden del amor en el mundo creado de las personas halla un terreno para su primera raíz»[91]. La Iglesia y la sociedad necesitan que las mujeres encuentren el puesto que les corresponde en el mundo «para que el ser humano pueda vivir sin deshumanizarse completamente»[92]. 56. Aunque es innegable que se ha progresado en favorecer la promoción y la educación de la mujer en algunos países de África, sin embargo, en su conjunto, aún no se ha llegado a valorar y reconocer plenamente su dignidad, sus derechos, así como su aportación esencial a la familia y a la sociedad. La promoción de las jóvenes y las mujeres está menos favorecida que la de los jóvenes y los hombres. Todavía son demasiadas las prácticas humillantes para las mujeres, las vejaciones en nombre de tradiciones ancestrales. Con los Padres sinodales, invito encarecidamente a los discípulos de Cristo a combatir todos los actos de violencia contra las mujeres, a denunciarlos y a condenarlos[93]. En este contexto, sería conveniente que los comportamientos dentro de la Iglesia fueran un modelo para el conjunto de la sociedad. 57. En mi viaje a África, insistí en que «hay que reconocer, afirmar y defender la misma dignidad del hombre y la mujer: ambos son personas, diferentes de cualquier otro ser viviente del mundo que les rodea»[94]. El cambio de mentalidad en este campo es desgraciadamente demasiado lento. La Iglesia tiene la obligación de contribuir a este reconocimiento y liberación de la mujer, siguiendo el ejemplo de Cristo (cf. Mt 15,21-28; Lc 7,36-50; 8,1-3; 10,38-42; Jn 4,7- 42). Crear para ella un ámbito en el que pueda tomar la palabra y desarrollar sus talentos
  • 17. mediante iniciativas que refuercen su valía, su autoestima y su especificidad, les permitirá ocupar en la sociedad un puesto igual al del hombre –sin confundir ni uniformar la especifi- cidad de cada uno–, pues ambos son «imagen» del Creador (cf. Gn 1,27). Que los obispos animen y promuevan la formación de las mujeres para que asuman «su propia parte de responsabilidad y de participación en la vida comunitaria de la sociedad y *…+ de la Iglesia»[95]. Y así contribuirán a la humanización de la sociedad. 58. Vosotras, mujeres católicas, os inscribís en la tradición evangélica de las mujeres que asistían a Jesús y a los apóstoles (cf. Lc 8,3). Sois para las Iglesias locales como la «columna vertebral»[96], pues vuestro número y vuestra presencia activa en vuestras organizaciones son de gran ayuda para el apostolado de la Iglesia. Cuando la paz se ve amenazada y la justicia ultrajada, cuando la pobreza sigue creciendo, vosotras os mantenéis firmes en defensa de la dignidad humana, de la familia y de los valores de la religión. Que el Espíritu Santo suscite sin cesar mujeres santas y valientes que no cejen en su valiosa colaboración espiritual para el crecimiento de nuestras comunidades. 59. Queridas hijas de la Iglesia, aprended continuamente en la escuela de Cristo, como María de Betania, a reconocer su Palabra (cf. Lc 10,39). Formaos en el catecismo y en la Doctrina social de la Iglesia, donde encontraréis los principios que os ayudarán a comportaros como verdaderas discípulas. Así os comprometeréis adecuadamente en los diferentes proyectos en favor de las mujeres. No dejéis de defender la vida, pues Dios os ha hecho receptoras de la vida. La Iglesia estará siempre a vuestro lado. Ayudad con vuestros consejos y ejemplo a las jóvenes para que afronten con paz la vida adulta. Ayudaos mutuamente. Respetad a las más ancianas de entre vosotras. La Iglesia cuenta con vosotras para crear una «ecología humana»[97] mediante el amor y la ternura, la acogida y la delicadeza y, sobre todo, mediante la misericordia, valores que vosotras sabéis inculcar a los hijos, y de los cuales el mundo tiene tanta necesidad. Así, mediante la riqueza de vuestros dones propiamente femeninos[98], favoreceréis la reconciliación de los hombres y de las comunidades. E. Los jóvenes 60. Los jóvenes son la mayor parte de la población en África. Esta juventud es un don y un tesoro de Dios, por el que toda la Iglesia está agradecida al Señor de la vida[99]. Se ha de amar a esta juventud, estimarla y respetarla. Ella «expresa un deseo profundo, a pesar de posibles ambigüedades, de aquellos valores auténticos que tienen su plenitud en Cristo. ¿No es, tal vez, Cristo el secreto de la verdadera libertad y de la alegría profunda del corazón? ¿No es Cristo el amigo supremo y a la vez el educador de toda amistad auténtica? Si a los jóvenes se les presenta a Cristo con su verdadero rostro, ellos lo experimentan como una respuesta convincente y son capaces de acoger el mensaje, incluso si es exigente y marcado por la Cruz»[100]. 61. En la Exhortación Apostólica Postsinodal Verbum Domini, pensando en los jóvenes, escribí: «en la edad de la juventud, surgen de modo incontenible y sincero preguntas sobre el sentido de la propia vida y sobre qué dirección dar a la propia existencia. A estos interrogantes, sólo Dios sabe dar una respuesta verdadera. Esta atención al mundo juvenil implica la valentía de un anuncio claro; hemos de ayudar a los jóvenes a que adquieran confianza y familiaridad con la Sagrada Escritura, para que sea como una brújula que indica la vía a seguir. Para ello, necesitan testigos y maestros, que caminen con ellos y los lleven a amar y a comunicar a su vez el Evangelio, especialmente a sus coetáneos, convirtiéndose ellos mismos en auténticos y creíbles anunciadores»[101].
  • 18. 62. San Benito pide en su Regla que el abad del monasterio escuche a los más jóvenes, diciendo: «Dios inspira a menudo al más joven lo que es mejor»[102]. No dejemos, pues, de involucrar directamente a los jóvenes en la sociedad y la vida de la Iglesia, con el fin de que no se abandone a sentimientos de frustración y rechazo ante la imposibilidad de hacerse cargo de su futuro, especialmente en situaciones en las que los jóvenes son vulnerables por falta de educación, por el desempleo, la explotación política y toda clase de dependencias[103]. 63. Queridos jóvenes, pueden tentaros reclamos de todo tipo: ideologías, sectas, dinero, drogas, sexo fácil o violencia. Estad alerta: quienes os hacen estas propuestas quieren destruir vuestro porvenir. No obstante las dificultades, no os dejéis desanimar y no renunciéis a vuestros ideales, a vuestra dedicación y asiduidad en la formación humana, intelectual y espiritual. Para alcanzar el discernimiento, la fuerza necesaria y la libertad para resistir a esas presiones, os animo a poner a Jesucristo en el centro de toda vuestra vida mediante la oración, y también mediante el estudio de la Sagrada Escritura, la práctica de los sacramentos, la formación en la Doctrina social de la Iglesia, así como a participar de manera activa y entusiasta en las agrupaciones y movimientos eclesiales. Haced crecer en vosotros el anhelo de fraternidad, de justicia y de paz. El futuro está en manos de quienes saben encontrar razones sólidas para vivir y para esperar. Si lo queréis, el futuro está en vuestras manos, porque los dones que el Señor ha dispensado a cada uno de vosotros, fortalecidos por el encuentro con Cristo, pueden ofrecer al mundo una esperanza autentica[104]. 64. Cuando se trata de orientaros en vuestra opción de vida, cuando os planteéis la cuestión sobre una consagración total –en el sacerdocio ministerial o en la vida consagrada– apoyaros en Cristo, tomadlo como modelo, escuchad su palabra meditándola asiduamente. Durante la homilía en la misa inaugural de mi pontificado, os he exhortado con estas palabras que me parece oportuno repetiros, pues son siempre actuales: «Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana [...] Queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida»[105]. F. Los niños 65. Como los jóvenes, los niños son un regalo de Dios a la humanidad, y han de ser objeto de un cuidado especial por parte de su familia, la iglesia, la sociedad y los gobiernos, pues son una fuente de esperanza y de renovación en la vida. Dios está cercano a ellos de manera especial y su vida es preciosa a sus ojos, aun cuando las circunstancias parecen contrarias o imposibles (cf. Gn 17,17-18; 18,12; Mt 18,10). 66. En efecto, «cada ser humano inocente es absolutamente igual a todos los demás en el derecho a la vida. Esta igualdad es la base de toda auténtica relación social que, para ser verdadera, debe fundamentarse sobre la verdad y la justicia, reconociendo y tutelando a cada hombre y a cada mujer como persona y no como una cosa de la que se puede disponer»[106]. 67. Así pues, ¿cómo no deplorar y condenar enérgicamente el trato intolerable que reciben tantos niños en África?[107] La Iglesia es madre y no sabría abandonarlos, sean quienes sean. Hemos de ponerles a la luz del amor de Cristo dándoles su amor, para que ellos oigan decir: «Eres precioso para mí, de gran precio, y te amo» (Is 43,4). Dios quiere la felicidad y la sonrisa de cada niño, y está a su favor «porque de los que son como ellos es el reino de Dios» (Mc 10,14).
  • 19. 68. Jesucristo ha mostrado siempre su predilección por los más pequeños (cf. Mc 10,13-16). El Evangelio mismo está impregnado de la profunda verdad sobre el niño. En efecto, ¿qué quiere decir: «Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3)? ¿Acaso no hace Jesús de los niños un modelo también para los adultos? En los niños, hay algo que nunca debe faltar a quien quiere entrar en el reino de los cielos. Se promete el cielo a todos los que son sencillos como los niños, a todos que, como ellos, están llenos de un espíritu de abandono en la confianza, puros y ricos de bondad. Sólo ellos pueden encontrar en Dios a un Padre y llegar a ser, gracias a Jesús, hijos de Dios. Hijos e hijas de nuestros padres, Dios quiere que todos seamos sus hijos adoptivos mediante la gracia[108]. III. La visión africana de la vida 69. En la cosmovisión africana, la vida es percibida como una realidad que engloba e incluye a los antepasados, a los vivos y los aún por nacer, a toda la creación y a todos los seres: los que hablan y los que son mudos, los que piensan y los que no tienen pensamiento. Se considera al universo visible y al invisible como un espacio de vida de los hombres, pero también como un ámbito de comunión, en el que las generaciones pasadas están al lado de manera invisible con las actuales, madres a su vez de las generaciones futuras. Esta gran apertura del corazón y del espíritu de la tradición africana os predispone, queridos hermanos y hermanas, a oír y recibir el mensaje de Cristo y comprender el misterio de la Iglesia, para dar todo su valor a la vida humana y a las condiciones de su pleno desarrollo. A. La protección de la vida 70. Entre las disposiciones para proteger la vida humana en el continente africano, los miembros del Sínodo han tenido en consideración los esfuerzos desplegados por las instituciones internacionales en favor de ciertos aspectos del desarrollo.[109] No obstante, se ha observado con preocupación que hay una falta de claridad ética en los encuentros internacionales, e incluso, un lenguaje confuso que trasmite valores contrarios a la moral católica. La Iglesia se preocupa constantemente por el desarrollo integral de «todo hombre y de todo el hombre», como decía el Papa Pablo VI[110]. Por eso, los Padres sinodales han querido subrayar los aspectos cuestionables de ciertos documentos de entes internacionales, en especial los que se refieren a la salud reproductiva de la mujer. La postura de la Iglesia no admite ambigüedad alguna por lo que se refiere al aborto. El niño en el seno materno es una vida humana que se ha de proteger. El aborto, que consiste en eliminar a un inocente no nacido, es contrario a la voluntad de Dios, pues el valor y la dignidad de la vida humana debe ser protegida desde la concepción hasta la muerte natural. La Iglesia en África y las islas vecinas deben comprometerse a ayudar y apoyar a las mujeres y a los cónyuges tentados por el aborto, y a estar cercana de los que han tenido esta triste experiencia, con el fin de educar en el respeto de la vida. Y se alegra por la valentía de los gobiernos que han legislado en contra de la cultura de la muerte, de la cual el aborto es una dramática expresión, y en favor de la cultura de la vida[111]. 71. La Iglesia sabe que muchos –personas, asociaciones, departamentos especializados o estados– se oponen a una sana doctrina sobre esto. «No debemos temer la hostilidad y la impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12,2). Debemos estar en el mundo, pero no ser del mundo (cf. Jn 15,19; 17,16), con la fuerza que nos viene de Cristo, que con su muerte y resurrección ha vencido el mundo (cf. Jn 16,33)»[112]. 72. Sobre la vida humana en África se ciernen serias amenazas. Hay que deplorar, como en otras partes, los estragos del abuso de drogas y el alcohol, que destruye el potencial humano
  • 20. del continente y afecta especialmente a los jóvenes[113]. El paludismo[114], la tuberculosis y el sida, diezman la población africana y dañan gravemente su vida socioeconómica. El problema del sida, en particular, exige sin duda una respuesta médica y farmacéutica. Pero ésta no es suficiente, pues el problema es más profundo. Es sobre todo ético. El cambio de conducta que requiere –como, por ejemplo, la abstinencia sexual, el rechazo de la promiscuidad sexual, la fidelidad en el matrimonio– plantea en último término la cuestión fundamental del desarrollo integral, que implica un enfoque y una respuesta global de la Iglesia. En efecto, para que sea eficaz, la prevención del sida debe basarse en una educación sexual fundada en una antropología enraizada en el derecho natural, e iluminada por la Palabra de Dios y las enseñanzas de la Iglesia. 73. En nombre de la vida –que la Iglesia tiene el deber de proteger y defender– y en unión con los Padres sinodales, renuevo mi apoyo y me dirijo a todas las instituciones y a todos los movimientos de la Iglesia que trabajan en el campo de la salud, y en particular en el del sida: Estáis haciendo un trabajo maravilloso e importante. Pido a los organismos internacionales que os reconozcan y ayuden respetando vuestra especificidad y en un espíritu de colaboración. Y aliento vivamente de nuevo a los institutos y programas de investigación terapéutica y farmacéutica que luchan por erradicar las pandemias. Que no escatimen esfuerzos para llegar lo antes posible a resultados, por amor del don precioso de la vida[115]. Que puedan encontrar soluciones y hacer accesibles a todos los tratamientos y las medicinas, teniendo en cuenta las situaciones de precariedad. La Iglesia sostiene desde hace mucho tiempo la causa de un tratamiento médico de alta calidad y de menor costo para todos los afectados[116]. 74. La defensa de la vida comporta también la erradicación de la ignorancia mediante la alfabetización de la población y una educación de calidad que abarque a toda la persona. A lo largo de su historia, la Iglesia Católica ha prestado una atención especial a la educación. Ha sensibilizado, animado y ayudado continuamente a los padres a vivir su responsabilidad de primeros educadores de la vida y la fe de sus hijos. En África, sus estructuras –como escuelas, colegios, institutos, centros de formación profesional o universidades– ponen a disposición de la población los medios para acceder al conocimiento, sin distinción de origen, medios económicos o religión. La Iglesia aporta su contribución para que se pueda valorar y crecer los talentos que Dios ha puesto en todo corazón humano. Muchos Institutos religiosos han nacido para este fin. Innumerables santos y santas han comprendido que santificar al hombre significa ante todo promover su dignidad mediante la educación. 75. Los miembros del Sínodo han constatado que África, como en el resto del mundo, está pasando por una crisis de la educación[117]. Han subrayado la necesidad de un programa educativo que conjugue la fe y la razón para preparar a los niños y jóvenes a la vida adulta. Los fundamentos y sanos criterios, puestos así, les permitirán afrontar las opciones cotidianas, caracterizando la vida adulta en el plano afectivo, social, profesional y político. 76. El analfabetismo representa uno de los principales obstáculos para el desarrollo. Es un flagelo igual que las pandemias. Aunque no mata directamente, contribuye sin embargo activamente a la marginación de la persona –que es una forma de muerte social– y la imposibilita acceder al conocimiento. Alfabetizar a la persona es hacer de ella un miembro de pleno derecho de la res publica, a cuya construcción podrá contribuir[118], y es también dar la posibilidad a los cristianos de tener acceso al tesoro inestimable de las Escrituras que alimentan su vida de fe. 77. Invito a las comunidades e instituciones católicas a responder generosamente a este gran desafío, que es un verdadero laboratorio de humanización, y a intensificar sus esfuerzos, dentro de sus posibilidades, a desarrollar, solos o en colaboración con otras organizaciones,
  • 21. programas eficaces y adecuadas a la población. Las comunidades e instituciones católicas sólo superarán este desafío conservando su identidad eclesial y manteniéndose celosamente fieles al mensaje evangélico y al carisma de su fundador. La identidad cristiana es un bien precioso que hay que saber preservar y custodiar por temor de que la sal no se desvirtúe y termine siendo pisada por la gente (cf. Mt 5,13). 78. Conviene ciertamente sensibilizar a los gobiernos a incrementar su ayuda en favor de la escolarización. La Iglesia reconoce y respeta el papel del Estado en la educación. Pero afirma también su legítimo derecho a participar en ella, y a aportar su contribución específica. Y sería oportuno recordar al Estado que la Iglesia tiene derecho a educar según sus propias normas y en sus instalaciones. Es un derecho que se enmarca en la libertad de acción, «como requiere el cuidado de la salvación de los hombres»[119]. Muchos Estados africanos reconocen el importante papel que la Iglesia desempeña desinteresadamente en la construcción de su nación a través de sus centros educativos. Por tanto, aliento encarecidamente a los gobernantes en sus esfuerzos por apoyar esta labor educativa. B. Respeto por la creación y el ecosistema 79. Con los Padres sinodales, invito a todos los miembros de la Iglesia a trabajar y abogar por una economía atenta a los pobres, oponiéndose resueltamente a un orden injusto que, bajo el pretexto de reducir la pobreza, ha contribuido tantas veces a incrementarla[120]. Dios ha dado a África importantes recursos naturales. Ante la pobreza crónica de sus poblaciones, víctimas de la explotación y de malversaciones locales y extranjeras, la opulencia de ciertos grupos hiere a la conciencia humana. Constituidos para crear riqueza en sus propios países, y a menudo con la complicidad de quienes ejercen el poder en África, estos grupos aseguran con demasiada frecuencia sus propias operaciones en detrimento del bienestar de la población local[121]. En colaboración con los otros componentes de la sociedad civil, la Iglesia debe denunciar el orden injusto que impide a los pueblos africanos consolidar sus economías[122] y «desarrollarse de acuerdo con sus características culturales»[123]. También es deber de la Iglesia luchar para que «cada nación sea ella misma la principal artífice de su progreso económico y social [...] y tome parte en la realización del bien común universal, como miembro activo y responsable de la sociedad humana, en condición de igualdad con otros pueblos»[124]. 80. Hay hombres y mujeres de negocios, gobiernos, grupos económicos, que se comprometen en programas de explotación que contaminan el medio ambiente y causan una desertificación sin precedentes. Se producen daños graves a la naturaleza y los bosques, a la flora y la fauna, e innumerables especies podrían desaparecer para siempre. Todo esto amenaza el ecosistema entero y, en consecuencia, la supervivencia de la humanidad[125]. Exhorto a la Iglesia en África a alentar a los gobernantes a proteger los bienes fundamentales como la tierra y el agua para la vida humana de las generaciones actuales y las del futuro[126], así como para la paz entre los pueblos. C. La buena gobernanza de los Estados 81. Un instrumento de primaria importancia al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz, puede ser la institución política, cuyo deber esencial es el establecimiento y la gestión del orden justo[127]. Este orden está a su vez al servicio de la «vocación a la comunión de las personas»[128]. Para alcanzar este ideal, la Iglesia en África debe ayudar a construir la sociedad en colaboración con las autoridades gubernamentales e instituciones públicas y privadas que participan en la construcción del bien común[129]. Los líderes tradicionales pueden desempeñar un papel muy positivo para el buen gobierno. La Iglesia, por su parte, se
  • 22. compromete a promover en su seno y en la sociedad una cultura muy atenta a la primacía del derecho[130]. A título de ejemplo, las elecciones son una ocasión en la que se expresa la opción política de un pueblo y son un signo de la legitimidad para ejercer el poder. Estas son el momento privilegiado para un debate público sano y sereno, caracterizado por el respeto de las diferentes opiniones y los diferentes grupos políticos. Favorecer el buen desarrollo de las elecciones, suscitará y alentará una participación real y activa de los ciudadanos en la vida política y social. La falta de respeto a la Constitución nacional, a la ley o al veredicto de las urnas allí dónde las elecciones han sido libres, ecuánimes y transparentes, manifestaría una grave disfunción de la gobernabilidad y significaría una falta de competencia en la gestión de los asuntos públicos[131]. 82. Hoy en día, muchos de los que toman decisiones, tanto políticos como economistas, creen que no deben nada a nadie, sino sólo a sí mismos. «Piensan que sólo son titulares de derechos y con frecuencia les cuesta madurar en su responsabilidad respecto al desarrollo integral propio y ajeno. Por ello, es importante urgir una nueva reflexión sobre los deberes que los derechos presuponen, y sin los cuales éstos se convierten en algo arbitrario»[132]. 83. El crecimiento de la tasa de criminalidad en las sociedades cada vez más urbanizadas es un motivo de gran preocupación para todos los responsables y para los gobernantes. Por tanto, hay una necesidad urgente de establecer sistemas independientes judiciales y penitenciarios, con el fin de restaurar la justicia y rehabilitar a los culpables. Se han de desterrar también los casos de errores judiciales y los malos tratos a los reclusos, así como las numerosas ocasiones en que no se aplica la ley, lo que comporta una violación de los derechos humanos[133], y también los encarcelamientos que sólo muy tarde, o nunca, terminan en un proceso. «La Iglesia en África [...] reconoce su misión profética respecto a todos los afectados por la delincuencia, así como la necesidad que tienen de reconciliación, justicia y paz»[134]. Los reclusos son seres humanos que merecen, no obstante su crimen, ser tratados con respeto y dignidad. Necesitan nuestra atención. Para ello, la Iglesia debe organizar la pastoral penitenciaria por el bien material y espiritual de los presos. Esta actividad pastoral es un servicio real que la Iglesia ofrece a la sociedad y que el Estado debe favorecer en aras del bien común. Junto con los miembros del Sínodo, llamo la atención de los responsables de la sociedad sobre la necesidad de hacer todo lo posible para llegar a la eliminación de la pena capital[135], así como para la reforma del sistema penal, para que la dignidad humana del recluso sea respetada. Corresponde a los agentes de pastoral la tarea de estudiar y proponer la justicia restitutiva como un medio y un proceso para favorecer la reconciliación, la justicia, y la paz, así como la reinserción en las comunidades de las víctimas y de los trasgresores[136]. D. Migrantes, desplazados y refugiados 84. Millones de migrantes, desplazados o refugiados buscan una patria y una tierra de paz en África o en otros continentes. La dimensión de este éxodo, que afecta a todos los países, pone de manifiesto la magnitud de tantas pobrezas, con frecuencia provocadas por fallos en la gestión pública. Miles de personas han tratado y tratan aún atravesar mares y desiertos en busca de un oasis de paz y prosperidad, de una mejor formación y una mayor libertad. Lamentablemente, muchos refugiados y desplazados vuelven a encontrar violencias de todo tipo, la explotación, e incluso la cárcel o, en demasiados casos, la muerte. Algunos estados han respondido a esta tragedia con una legislación represiva[137]. La precaria situación de estos pobres debería despertar la compasión y la solidaridad generosa de todos; por el contrario, a menudo suscita temor y ansiedad. Muchos consideran a los emigrantes como una carga, les miran con recelo, viendo en ellos peligro, inseguridad y amenaza. Esta percepción lleva a reacciones de intolerancia, xenofobia y racismo. Mientras tanto, estos inmigrantes se ven
  • 23. obligados por su precaria situación a realizar trabajos mal pagados, y a menudo ilegales, humillantes o denigrantes. Ante esta situación, la conciencia humana no puede dejar de sentirse indignada. La migración, tanto dentro como fuera del continente, se convierte así en un drama multidimensional, que afecta seriamente al capital humano de África, provocando la desestabilización y la destrucción de las familias. 85. La Iglesia recuerda que África fue una tierra de refugio para la Sagrada Familia, cuando huyó del poder político sanguinario de Herodes[138] en busca de una tierra que prometía paz y seguridad. Y la Iglesia seguirá haciendo oír su voz y comprometiéndose en la defensa de todos[139]. E. Globalización y ayuda internacional 86. Los Padres sinodales han expresado su perplejidad y preocupación ante la globalización. Ya he llamado la atención sobre este fenómeno, como un desafío que se ha de afrontar. «La verdad de la globalización como proceso y su criterio ético fundamental vienen dados por la unidad de la familia humana y su crecimiento en el bien. Por tanto, hay que esforzarse incesantemente para favorecer una orientación cultural personalista y comunitaria, abierta a la trascendencia, del proceso de integración planetaria»[140]. La Iglesia desea que la globalización de la solidaridad llegue a grabar «en las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad»[141], evitando la tentación de un pensamiento único sobre la vida, la cultura, la política o la economía, en beneficio de un constante respeto ético de las diversas realidades humanas, para lograr una solidaridad efectiva. 87. Esta globalización de la solidaridad se manifiesta ya en cierta medida en la ayuda internacional. Hoy en día, la noticia de una catástrofe da rápidamente la vuelta al mundo, y suscita con mucha frecuencia un movimiento de compasión y gestos concretos de generosidad. La Iglesia hace un gran servicio de caridad protegiendo las necesidades reales del destinatario. En nombre del derecho de los necesitados y de los sin voz, y en nombre del respeto y la solidaridad que les debe ofrecer, la Iglesia pide que «los organismos internacionales y las organizaciones no gubernamentales se esfuercen por una transparencia total»[142]. IV. Diálogo y comunión entre los creyentes 88. Como nos muestran muchos movimientos sociales, las relaciones interreligiosas condicionan la paz en África, como en otras partes. Por consiguiente, es importante que la Iglesia promueva el diálogo como una actitud espiritual, con el fin de que los creyentes aprendan a trabajar juntos, como por ejemplo, en las asociaciones orientadas hacia la paz y la justicia, con un espíritu de confianza y apoyo mutuo. Se ha de educar a las familias a escuchar, a la fraternidad y al respeto, sin miedo al otro[143]. Sólo una cosa es necesaria (cf. Lc 10,42) y capaz de satisfacer la sed de eternidad de todo ser humano, así como el deseo de unidad de la humanidad entera: el amor y la contemplación de Aquel ante el cual san Agustín exclamó: «¡Oh eterna verdad, y verdadera caridad, y amada eternidad»[144]. A. Diálogo ecuménico y desafío de los nuevos movimientos religiosos 89. Al invitar a participar en la Asamblea sinodal a nuestros hermanos cristianos ortodoxos, coptos ortodoxos, luteranos, anglicanos y metodistas –y, en particular, a Su Santidad Abuna Paulos, Patriarca de la Iglesia Ortodoxa Tewahedo de Etiopía, una de las más antiguas comunidades cristianas del continente africano–, he querido poner de manifiesto que el
  • 24. camino común hacia la reconciliación pasa ante todo por la comunión de los discípulos de Cristo. Un cristianismo dividido sigue siendo un escándalo, puesto que contradice de facto la voluntad del Divino Maestro (cf. Jn 17,21). El diálogo ecuménico apunta, pues, a orientar nuestro camino común hacia la unidad de los cristianos, siendo asiduos en la escucha de la Palabra de Dios, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a la oración (cf. Hch 2,42). Exhorto a toda la familia eclesial –las iglesias particulares, los institutos de vida consagrada, asociaciones y movimientos laicales– a proseguir este camino con mayor resolución, en el espíritu y sobre la base de las indicaciones del Directorio ecuménico, y través de las diversas asociaciones ecuménicas existentes. E invito también a formar otras nuevas allí donde puedan ser una ayuda para la misión. Que podamos emprender juntos obras de caridad y proteger el patrimonio religioso, gracias al cual los discípulos de Cristo encuentran la fuerza espiritual que necesitan para la construcción de la familia humana[145]. 90. A lo largo de estas últimas décadas, la Iglesia en África se ha preguntado con insistencia sobre el nacimiento y la expansión de comunidades no católicas, llamadas a veces también autóctonas africanas (Independent African Churches). Con frecuencia se derivan de iglesias y comunidades eclesiales cristianas tradicionales que adoptan aspectos de las culturas tradicionales africanas. Estos grupos han aparecido recientemente en el panorama ecuménico. Los pastores de la Iglesia católica deberán tener en cuenta esta nueva realidad para promover la unidad entre los cristianos en África y, por tanto, encontrar una respuesta adecuada al contexto con vistas a una evangelización más profunda, para hacer llegar de modo eficaz la verdad de Cristo a los africanos. 91. En África han surgido también en los últimos decenios muchos movimientos sincretistas y sectas. A veces es difícil discernir si son de inspiración auténticamente cristiana o simplemente fruto del capricho de un líder que pretende poseer dones excepcionales. Su denominación y su vocabulario se prestan fácilmente a la confusión, y pueden inducir a error a los fieles de buena fe. Aprovechando estructuras estatales en elaboración, la erosión de la solidaridad familiar tradicional y una catequesis insuficiente, numerosas sectas explotan la credulidad y ofrecen un respaldo religioso a creencias religiosas multiformes y heterodoxas no cristianas. Destruyen la paz de los cónyuges y sus familias a causa de falsas profecías y visiones. Seducen incluso a los políticos. La teología y la pastoral de la Iglesia debe individuar las causas de este fenómeno, no sólo para frenar la «sangría» de fieles de las parroquias que se van a otros grupos, sino también para constituir la base para una respuesta pastoral apropiada, en vista de la atracción que estos movimientos ejercen sobre ellos. Esto significa, una vez más: evangelizar en profundidad el alma africana. B. Diálogo interreligioso 1. Las religiones tradicionales africanas 92. La Iglesia convive cotidianamente con los seguidores de las religiones tradicionales africanas. Estas religiones, que hacen referencia a los antepasados y a una forma de mediación entre el hombre y la Inmanencia, son el terreno cultural y espiritual del que provienen la mayoría de los cristianos conversos, y con el que mantienen un contacto diario. Conviene elegir entre los convertidos algunos bien informados, con el fin de que puedan ser guías para la Iglesia en el conocimiento cada vez más profundo y preciso de las tradiciones, la cultura y las religiones tradicionales. Será así más fácil conocer los verdaderos puntos de ruptura. Además, se llegará también a la necesaria distinción entre lo cultural y lo cultual, descartando los elementos mágicos, causa de división y ruina en la familia y en la sociedad. En este sentido, el Concilio Vaticano II ha precisado que la Iglesia «exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la colaboración con los seguidores de otras religiones, dando
  • 25. testimonio de fe y vida cristiana, reconozcan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socioculturales que se encuentran en ellos»[146]. Con el fin de que los tesoros de la vida sacramental y de la espiritualidad de la Iglesia se puedan descubrir en toda su profundidad y se transmitan mejor en la catequesis, la Iglesia podría examinar, con un estudio teológico, ciertos elementos de las culturas tradicionales africanas que son conformes con las enseñanzas de Cristo. 93. Puesto que se apoya en las religiones tradicionales, se percibe hoy un cierto recrudecer de la hechicería. Renacen los temores y se crean lazos de sujeción paralizante. Las preocupaciones sobre la salud, el bienestar, los niños, el clima, la protección contra los malos espíritus, llevan en ocasiones a recurrir a prácticas tradicionales de las religiones africanas que están en desacuerdo con la enseñanza cristiana. El problema de la «doble pertenencia» al cristianismo y a estas religiones sigue siendo un desafío. Para la Iglesia en África, es necesario guiar a las personas a descubrir la plenitud de los valores del Evangelio, mediante la catequesis y una profunda inculturación. Conviene determinar cuál es el significado profundo de las prácticas de brujería, identificando las implicaciones teológicas, sociales y pastorales que conlleva este flagelo. 2. El Islam 94. Los Padres sinodales han subrayado la complejidad de la realidad musulmana en el continente africano. En algunos países, hay un buen entendimiento entre cristianos y musulmanes; en otros, los cristianos no son más que ciudadanos de segunda clase, y los católicos extranjeros, religiosos o laicos, tiene dificultades para obtener visados y permisos de residencia; hay países donde no se distingue suficientemente entre los elementos religiosos y políticos; y otros, en fin, en los que se produce agresividad. Exhorto a la Iglesia a perseverar en cualquier situación en la estima de los «musulmanes, que adoran un Dios único, vivo y subsistente, misericordioso y omnipotente, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres»[147]. Si todos nosotros, creyentes en Dios, deseamos servir a la reconciliación, la justicia y la paz, hemos de trabajar juntos para impedir toda forma de discriminación, intolerancia y fundamentalismo confesional. En su obra social, la Iglesia no hace distinción alguna por la religión. Ayuda a los necesitados, sean cristianos, musulmanes o animistas. Da testimonio así del amor de Dios, el Creador de todos, y anima a los seguidores de otras religiones a una actitud respetuosa y a una reciprocidad en la estima. Animo a toda la Iglesia a buscar, mediante un diálogo paciente con los musulmanes, el reconocimiento jurídico y práctico de la libertad religiosa, de modo que todo ciudadano disfrute en África, no sólo del derecho a elegir libremente su religión[148] y a practicar su culto, sino también del derecho a la libertad de conciencia[149]. La libertad religiosa es el camino de la paz[150]. C. Convertirse en «sal de la tierra» y «luz del mundo» 95. La misión evangelizadora de la Iglesia en África se nutre de varias fuentes, la Escritura, la Tradición y la vida sacramental. Como han subrayado muchos Padres sinodales, el ministerio de la Iglesia se apoya eficazmente en el Catecismo de la Iglesia Católica. Además, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia es una guía para la misión de la Iglesia como «Madre y Educadora» en el mundo y la sociedad y, por eso, un instrumento pastoral de primer orden[151]. Un cristiano que acude a la fuente genuina, Cristo, es transformado por Él en «luz del mundo» (Mt 5,14), y transmite a Aquel que es «la luz del mundo» (Jn8,12). Su conocimiento debe estar animado por la caridad. En efecto, el saber, «si quiere ser sabiduría capaz de orientar al hombre a la luz de los primeros principios y de su fin último, ha de ser “sazonado” con la “sal” de la caridad»*152+.
  • 26. 96. Para llevar a cabo la tarea que estamos llamados a cumplir, hagamos nuestra la exhortación de san Pablo: «Estad firmes; ceñid la cintura con la verdad, y revestid la coraza de la justicia; calzad los pies con la prontitud para el evangelio de la paz. Embrazad el escudo de la fe, donde se apagarán las flechas incendiadas del maligno. Poneos el casco de la salvación y empuñad la espada del Espíritu que es la palabra de Dios. Siempre en oración y súplica, orad en toda ocasión en el Espíritu» (Ef 6,14-18). SEGUNDA PARTE ACTUAR BAJO LA ACCIÓN TRANSFORMADORA DEL ESPÍRITU SANTO 97. Las orientaciones de la misión que he mencionado sólo se convierten en realidad si la Iglesia actúa, por un lado, bajo la guía del Espíritu Santo y, por otro, como un solo cuerpo, por utilizar la imagen de san Pablo, que presenta estas dos condiciones de forma articulada. En efecto, en un África marcada por los contrastes, la Iglesia debe indicar claramente el camino hacia Cristo. Ha de mostrar cómo se vive, en fidelidad a Jesucristo, la unidad en la diversidad, tal como enseña el Apóstol: «Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común» (1 Co 12,4-7). Al exhortar a todos los miembros de la familia eclesial a ser «la sal de la tierra» y «la luz del mundo» (Mt 5,13.14), deseo insistir en ese «ser» que, por el Espíritu, debería actuar con vistas al bien común. Nunca se puede ser cristiano aisladamente. Los dones que el Señor concede a cada uno –a obispos, presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas, catequistas, laicos– han de contribuir a la armonía, la comunión y la paz en la Iglesia misma y en la sociedad. 98. Conocemos bien el episodio del paralítico que trajeron a Jesús para que lo sanara (cf. Mc 2,1-12). Este hombre simboliza hoy para nosotros todos nuestros hermanos y hermanas de África y de otras partes, paralizados de diferentes maneras y, por desgracia, sumidos a menudo en una profunda postración. Ante los desafíos que he mencionado muy brevemente siguiendo las comunicaciones de los Padres sinodales, meditemos sobre la actitud de los que llevaban al paralítico. Éste no podía acceder a Jesús si no era con la ayuda de cuatro personas de fe, que desafiaron la barrera física de la multitud haciendo gala de solidaridad y de absoluta confianza en Jesús. Cristo, nos dice el Evangelio, «vio la fe que tenían». A continuación, remueve el obstáculo espiritual diciendo al paralítico: «Tus pecados te son perdonados». Le libera de lo que impide a este hombre levantarse. Este ejemplo nos obliga a crecer en la fe y a dar muestra también nosotros de solidaridad y creatividad para ayudar a quienes llevan pesadas cargas, abriéndolos así a la plenitud de la vida en Cristo (cf. Mt 11,28). Ante los obstáculos físicos y espirituales que se nos presentan, movilicemos las energías espirituales y materiales de todo el cuerpo, de la Iglesia, seguros de que Cristo actuará por el Espíritu Santo en cada uno de sus miembros. CAPÍTULO I Los miembros de la Iglesia 99. Queridos hijos e hijas de la Iglesia, especialmente vosotros, queridos fieles de África, el amor de Dios os ha colmado de toda clase de bendiciones y hecho capaces de actuar como la sal de la tierra. Todos vosotros, como miembros de la Iglesia, debéis ser consciente de que la paz y la justicia son fruto ante todo de la reconciliación del ser humano consigo mismo y con Dios. Que sólo Cristo es el único y verdadero «Príncipe de la Paz». Su nacimiento es prenda de la paz mesiánica, como anunciaron los profetas (cf. Is 9,5-6; 57,19; Mi 5, 4; Ef 2,14-17). Esta
  • 27. paz no viene de los hombres sino de Dios. Es el don mesiánico por excelencia. Esta paz lleva a la justicia del Reino, que se ha de buscar a tiempo y a destiempo en todo lo que se hace (cf. Mt 6,33), de modo que en todas las circunstancias se dé gloria a Dios (cf. Mt 5,16). Ahora bien, sabemos que el justo es fiel a la ley de Dios, pues se ha convertido (cf. Lc 15,7; 18,14). Cristo ha traído esta nueva fidelidad para hacernos «irreprochables e inocentes» (Flp 2,15). I. Los obispos 100. Queridos hermanos en el Episcopado, la santidad a la que está llamado el obispo exige el ejercicio de las virtudes –las virtudes teologales en primer lugar– y de los consejos evangélicos[153]. Vuestra santidad personal debe repercutir en beneficio de los que han sido confiados a vuestro cuidado pastoral, y a los que debéis servir. La vida de oración fecundará desde dentro vuestro apostolado. Un obispo debe ser amante de Cristo. Vuestra distinción y autoridad moral que sustentan el ejercicio de vuestra potestad jurídica, sólo pueden venir de vuestra santidad de vida. 101. Como decía san Cipriano a mediados del siglo III en Cartago, «la Iglesia se apoya sobre los obispos, y todos sus actos son gobernados por ellos mismos, que la presiden»[154]. La comunión, la unidad y la cooperación con el presbiterium será el antídoto a los gérmenes de división y que os ayudará a poneros todos juntos a la escucha del Espíritu Santo. Él os guiará por el sendero justo (cf. Sal 22,3). Amad y respetad a vuestros sacerdotes. Son los colaboradores preciosos de vuestro ministerio episcopal. Imitad a Cristo. Él creó a su alrededor un ambiente de amistad, de amor fraterno y de comunión, tomado de las entrañas del misterio trinitario. «Os invito a seguir solícitos para ayudar a vuestros sacerdotes a vivir en íntima unión con Cristo. Su vida espiritual es el fundamento de su vida apostólica. Exhortadles con dulzura a la oración cotidiana y a la celebración digna de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y la Reconciliación, como lo hacía san Francisco de Sales con sus sacerdotes [...] Los sacerdotes necesitan vuestro afecto, vuestro aliento y vuestra solicitud»[155]. 102. Estad unidos al Sucesor de Pedro, con vuestros sacerdotes y todos vuestros fieles. No gastéis energías humanas y pastorales en la búsqueda vana de responder a cuestiones que no son de vuestra directa competencia, o en derroteros de un nacionalismo que puede ofuscar. Seguir a este ídolo, así como absolutizar la cultura africana, es más fácil que seguir las exigencias de Cristo. Estos ídolos son señuelos. Más aún, son una tentación de creer que el reino de la felicidad eterna en la tierra puede llegar sólo como fruto del esfuerzo humano. 103. Vuestro primer deber es llevar a todos la Buena Nueva de salvación y ofrecer a los fieles una catequesis que contribuya a un conocimiento más profundo de Jesucristo. Poned cuidado en dar a los laicos una verdadera conciencia de su misión en la Iglesia, y animadles a llevarla a cabo con sentido de responsabilidad, teniendo siempre en cuenta el bien común. Los programas de formación permanente de los laicos, especialmente para los líderes políticos y económicos, deberán insistir en la conversión como condición necesaria para transformar el mundo. Conviene comenzar siempre con la oración, siguiendo luego con la catequesis, que llevará a actuaciones concretas. La creación de estructuras vendrá posteriormente, si realmente es necesario, pues éstas nunca podrán reemplazar el poder de la oración. 104. Queridos hermanos en el Episcopado, siguiendo a Cristo, Buen Pastor, sed buenos guías y servidores de la grey que se os ha confiado, ejemplares en vuestra vida y conducta. La buena administración de vuestras diócesis requiere vuestra presencia. Para que vuestro mensaje sea creíble, haced que vuestras diócesis sean modélicas, tanto en el comportamiento de las personas como en la transparencia y buena gestión financiera. No tengáis miedo de recurrir a la experiencia de los auditores contables para dar ejemplo también a los fieles y a la sociedad