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HAMLET EN HUGO Y MALLARMÉ
Lenguaje y Textos (La Coruña), 8 (1996), p. 121-127.
ISSN: 1133-4770.
La importancia del celebérrimo prólogo de Cromwell ha atraído hasta tal punto la atención de
la crítica que esta aún no ha podido extraer toda la enjundia que encierran otros estudios teóricos de
Víctor Hugo sobre el arte. De hecho, como indica Jacques Seebacher, otros ensayos no menos
interesantes han sido relegados a un segundo plano: basta con pensar en Littérature et philosophie mêlées
(1834) y William Shakespeare (1864). Las ideas que estos últimos contienen no son nada despreciables
desde el punto de vista estético. Dado el carácter condensado de estas páginas, habremos de
contentarnos con una exposición que permita delinear someramente un aspecto suplementario de la
intertextualidad: el estudio de un tipo en dos o más autores de otras lenguas; su reinterpretación en
el ensayo literario.
En un inteligente estudio sobre William Shakespeare, Raoul Klein ha puesto de manifiesto el
significado de esta obra. este sale a relucir a propósito de los genios, cuya cohorte, hecha y deshecha
de modo ininterrumpido, representa un espacio de proyección, lugar donde el poeta se refleja en el
fuego de una desesperanza rayana a lo sacro (1995: 135). Hugo quiere entrar a formar parte de dicha
cohorte, al igual que, siendo niño, expresaba la disyuntiva en la que se resolvía su vida: o llegar a ser
como Chateaubriand o no ser nada. Lo curioso es que Hugo no quiere, ahora que ya ha gozado de la
fama que de niño ansiaba, ser tal o cual genio; el referente del fuego, de las llamas que se reflejan sin
cesar siendo todas en parte iguales a las precedentes y en parte distintas, sugiere un nuevo deseo:
asemejarse a William Shakespeare, cuya ubicuidad lo llena todo. El dramaturgo inglés no se resume
en tal o cual aspecto, es uno de esos raros genios poliformes y ambivalentes. Ahora, cuando hace ya
muchos años que está en el exilio, parece que su deseo toma cuerpo: porque estar fuera de Francia y
al mismo escribir a y para Francia (no olvidemos el prefacio de La leyenda de los siglos), constituye una
réplica exacta del genio shakespeariano: “el artista exiliado dispone de la posibilidad de estar
simultáneamente en todas partes y no estar en ninguna: transformado en Obsesión, Erinía, el Ausente
se hace «eternamente presente» para sus contemporáneos” (vid. Hugo, William Shakespeare, II, IV, 2 y
Klein, 1995: 136).
Es evidente que, en este ensayo, Víctor Hugo no toma tal o cual texto, sino que considera en
su conjunto la obra de Shakespeare y la proyecta hacia su significación general en el arte para,
posteriormente, mirarse en ese espejo y redefinirse, conocerse a la luz de Shakespeare: no hay
mosaico, ni reflejo, ni eco de tal o cual texto, sino condensación de una producción de determinado
autor gracias a la síntesis de diversos textos; y, no obstante, hay intertextualidad. La mejor prueba la
podemos deducir por una reducción al absurdo: ¿acaso Víctor Hugo habría llegado a formular estas
consideraciones sin previa lectura de los textos del autor inglés?
Entre las múltiples implicaciones de William Shakespeare, querría detenerme en una disquisición
más; su interés redunda en que nos permite realizar el paso hacia Mallarmé desde Víctor Hugo
hablando de Shakespeare. Se trata del concepto de ironía.
2
En el poema que lleva por título “À propos d’Horace”1, leemos una de las mayores diatribas que
Hugo lanza contra la ciencia. Recordando las diferencias que tenía con sus profesores, escribe:
Yo me las tenía que ver por entonces con las matemáticas.
¡Tiempos oscuros! Niño emocionado ante el estremecimiento poético,
Pobre pájaro cuyo cráneo golpeaba contra las rejas,
Era pasto de las cifras, ¡negros verdugos!
Me hacían tragar el álgebra a la fuerza,
[…]
¡Ah!, bajo los huesos de la mandíbula me metían
El teorema adornado con todos sus corolarios;
Y yo me resistía como un lúgubre paciente
ante el divisor que venía a ayudar al cociente
(1986: 511-512).
Es, ni más ni menos, una venganza poética contra la exactitud de la ciencia (poco importa para
el caso el hecho de que sus mejores calificaciones fueran las de la asignatura de física y no las de
letras). El poeta, frente a la confianza generalizada y progresiva en la ciencia y la técnica, opone la
actitud romántica. No se opone al progreso; se opone a ciertas consecuencias surgidas de la mutación
industrial y comercial que experimenta el siglo XIX. Al igual que tantos otros poetas románticos,
denuncia el “desencanto del mundo” y acusa a la ciencia, a ese saber que con sus “cálculos egoístas”
deseca la mente humana y, más precisamente, sus valores éticos y estéticos. Comentando este poema
y confrontándolo con el positivismo que se extiende frenéticamente, Jean-Marc Lévy-Leblond
concluye: “toda la historia intelectual del siglo XIX puede ser leída como una tensión irreductible entre
estos dos polos: el romanticismo y el positivismo” (1985: 6). No se trata aquí de estudiar el fondo de
dicha confrontación, sino más bien la forma que adopta. Interesa mucho ver que el método adoptado
por Hugo es la ironía; otro tanto hará Mallarmé.
La ironía, definida como “la gran incógnita” según Hegel, se conjuga perfectamente con el
entusiasmo según el objetivo perseguido y el ánimo del autor. Es más, aquella y este aparecen en
William Shakespeare sin contraponerse en modo alguno: “Entusiasmo entra en juego, Ironía sigue sus
pasos” (II, VI, I). Klein ve en esta visión de conjunto una definición del romanticismo. En efecto,
según la teoría de Kierkegaard, el irónico es partidario de un principio nuevo, diferente del que sus
ojos le muestran pero, dada su esencial hostilidad con el presente, o más bien con su imperfección,
se ve incapaz de asirlo. De ahí su utilización de la ironía en lugar de la profecía. En cambio el profeta,
aun cuando crea que el presente no es para él, entrevé el futuro (Klein, 1995: 139).
Precisamente aquí es donde se entrecruzan, de manera imprevisible, Hugo y Mallarmé: porque
el héroe de Shakespeare confronta a ambos en una fascinación común. El héroe shakespeariano por
excelencia en la óptica de Hugo es Hamlet: “toca los dos polos”, acerca las “facultades más distantes”.
Más arriba he podido hablar de Prometeo, el héroe que quiso alumbrar a los humanos y por ello fue
atado por siempre. Este mártir de la amplitud formidable, descuartizado sobre el Cáucaso, encierra
para Hugo una antítesis de Hamlet: porque, siendo ambos víctima del espanto, uno de ellos, privado
de libertad de movimientos, no puede sino sufrir mientras que el otro no solamente puede, sino que
debe actuar. Pero, ¿cómo?
Klein abunda en esta idea diciendo que Hamlet no puede salir de sí; literalmente hablando, no
puede existir (vemos que se acerca el fantasma, y quizás no solo del castillo de Elseneur, sino también
1 Es el decimotercer poema del primer libro de Las contemplaciones subtitulado “Aurore” y cuyo manuscrito data de los
días 31 de mayo y 2 de junio de 1855. Sobre más información sobre este poema y su primera versión de 1831, vid. la edición
utilizada, 1986: 1337-1371 y 1399-1410.
3
del mismo Mallarmé). De ahí que presente un perfil doble: por un lado es “formidable”, lo cual le
asemeja a Prometeo, pero por otro lado es “irónico”, lo cual le impide hacerse cargo del presente:
“en este sentido, toda potencialidad formidable queda inmediatamente neutralizada, privada de
sentido” (Klein, 1995: 199). Hugo lo dice de manera explícita: “es preciso que Hamlet se arranque a
Hamlet de su costado”, que “sueñe la ensoñación”: el resultado de estos desdoblamientos
tautológicos aprisiona al héroe de Shakespeare quien duda sobre el partido a tomar y acaba diciendo
“¿y yo qué sé?” (II, II, 4). Klein observa con lucidez que aquí queda expresada en toda su hondura la
interrogación irónica fundamental.
Si Hamlet es el héroe shakespeariano por excelencia, la obra que este personaje escenifica
supone para Mallarmé la obra “suma”. El Hamlet de Mallarmé, al igual que el de Théodore de
Banville, es el joven acariciado por el viento. Más joven aún, pues tiene los rasgos de un adolescente.
Pero es, ante todo, “ese personaje único de una tragedia íntima y recoleta” que ejerce sobre los
espectadores “una fascinación émula de la angustia”. Al igual que en la interpretación de Hugo, el
Hamlet de Mallarmé carece también de plena libertad. Físicamente, esta no le es negada, y sin
embargo no puede actuar como él desearía puesto que su dilema está dentro de él: “es preciso, decía
Hugo, que Hamlet se arranque a Hamlet de su costado”; paralelamente, el Hamlet de Mallarmé es
una posibilidad que “no acaba de cuajar”: la incapacidad, perpetuada en el tiempo, de cristalizarse en
una decisión definitiva y definitoria. Mientras no lo consiga, Hamlet no será él mismo; y, cuando lo
consiga, dejará de ser Hamlet puesto que la duda forma parte constitutiva de su esencia. “¡Su drama
solitario! que, a veces –dado que el vagabundo del laberinto de la duda y del reproche prolonga su
recorrido con el suspense, altísimo, de un acto inconcluso– se nos presenta como el espectáculo por
excelencia, en razón del cual existen las candilejas, pero, también, el espacio dorado, casi moral, que
estas protegen –pues, no existe otro tema, sépanlo bien: el antagonismo que en el hombre, el ensueño
mantiene, contra las adversidades de su existencia, repartidas por la fatalidad” (Hamlet, en del Prado,
1987: 140).
No podía Mallarmé, después de haber leído William Shakespeare, dejar de lado la ironía arriba
aludida2. Lo hace también teniendo en mente una representación francesa de Hamlet. Subraya con
ecuanimidad los aciertos, pero también el error de no respetar totalmente las condiciones de
adaptación, lo que produce efectos indeseables. El resultado es la falta del “distanciamiento legendario
primitivo”, lo cual “convierte […] a los personajes en contemporáneos del dramaturgo”. Sale aquí a
relucir el problema del presente y del futuro, elementos concomitantes de toda definición del irónico
y del profeta. Además de esta inadecuación temporal –que provoca cierta desmitificación, por suerte
recuperada gracias a la desnudez en la que se presenta el dramaturgo–, Mallarmé subraya su
desorientación ante “una especie de comprensión peculiar del ámbito parisino, […] y el error del Théâtre-
Français”, auténtica plaga que implica despropósitos fácilmente reconciliables: un Horacio, un Laertes,
sobre todo, “representado en un primer plano, y por su propia cuenta, como si viajes y doble duelo
lastimero tuvieran un interés especial” (1987: 142) y que impide la concentración en el auténtico héroe
de la obra: Hamlet.
El Hamlet que camina por un camino prohibido es, como cabe esperar en el mundo imaginario
de Mallarmé, la síntesis perfecta del dualismo antinómico que lo invade. Una dualidad acaparadora,
“mórbida” debido a su delectación en emitir mensajes, “destellos puros de escoliasta”, que quedarán
siempre en el terreno de la ignorancia: Hamlet no puede comprenderlos en su totalidad. Sin duda
2 Recuérdese, además, que Mallarmé también escribió un pequeño estudio titulado “Sobre lo bello y lo útil” (vid. 1987: 302-
303); sería interesante hacer un estudio comparado con el texto de “L’utilité du Beau” que insertó Víctor Hugo en William
Shakespeare.
4
alguna aquí radica la razón de su locura. Prometeo sufría una devoración externa, Hamlet siente cómo
hierven sus entrañas. Frente a las cadenas que atan los miembros de Prometeo, el desconcierto es “la
flagelación contradictoria del deber” (1987: 143) que sufre Hamlet. Es más, la desazón interna de
Hamlet evoca la impresión que Hugo tenía del príncipe de Elseneur: un desgarrón continuo cuyo
origen está solo dentro de sí y que no cesará hasta el fin de su propia existencia. No es otra la situación
fundamental del sujeto irónico descrito por Kierkegaard: “Toda la vida se vuelve extranjera para el
sujeto irónico, el cual, a su vez, se vuelve extranjero para la vida; como la realidad ya no tiene valor
alguno ante los ojos de este último, él mismo se vuelve, en cierta medida, irreal”3. Esta reflexión ejerce
su influjo en el poeta: Mallarmé, en una carta de 1868, había declarado dudar de su propia existencia.
Nuevo punto de fusión de ambos escritores: encarnado en la pluma de Hugo y en la mente de
Mallarmé, Hamlet sugiere el rompimiento de todas las ataduras con lo contingente.
Salta a la vista que nos enfrentamos aquí con una de las características fundamentales de la
poesía moderna: el doble4. El “demonio de la perversidad” al que Mallarmé hace referencia en su
correspondencia, no es sino el deseo artificial de fundar la discontinuidad en el estilo. Klein ha puesto
de manifiesto que el sentimiento, en su acepción más neutra, apenas significa realidad alguna para el
irónico. El hombre irónico solo atiende a las leyes de la contradicción y la duplicidad; en un curioso
juego de reflejos, la alegría acompaña la tristeza y esta acompaña a la alegría (1995: 142). De ahí que
el protagonista de Shakespeare represente para Mallarmé todo un mundo de virtualidades poéticas.
Este “adolescente desvanecido que se nos ha desvanecido desde el principio de su existencia” y que
ahora amenaza con “reaparecer”, vive “una tragedia íntima y oculta” en la que se enfrenta con sus
propios dobles. Entre estos se encuentran Polonio, Ofelia y el “otro” Hamlet. Se trataba de
destruirlos, como bien indica Mallarmé. Matando a Polonio, Hamlet “rechaza melancólicamente, con
la punta inútil de su espada, […] el montón oculto de vana locuacidad yacente, algo en lo que más
tarde podría convertirse también él, si llegara a envejecer”. A su vez, la muerte de Ofelia provoca la
desaparición de la “vieja infancia objetivada del lamentable heredero real”. Pero aún quedaba otro
doble –el mismo Hamlet es una síntesis de dualidad según detengamos la mirada en su interior o en
su exterior–: “loco, sí, por fuera y ante la flagelación contradictoria del deber, pero, dispuesto a
permanecer, siempre, dueño de sí mismo, con tal de fijar en el interior de sus ojos su propia imagen
que conserva intacta, cual si fuera una Ofelia ahogada. Joya intacta en el desastre”.
No se limitó Mallarmé a este tipo de acercamientos psicológicos; los hizo vivir en sus obras.
Conviene mencionar las reuniones –también denominadas los “mardis”– en su casa de la rue de Rome,
a las que acudían no pocos amigos y admiradores suyos para conversar con él de cuestiones literarias;
entre ellos se encontraban, entre otros, Camille Mauclair, Edmond Bonniot y Paul Claudel5. Gracias
al testimonio del primero, sabemos que un cuadro de Edouard Manet cubría una de las paredes del
3 Le Concept d’ironie, II, p. 234, citado por Klein (1995: 141), quien concluye: “L’ironiste déréalise toute chose, à
commencer par lui-même”.
4 Basta con pensar en La extraña historia de Peter Schlemilh, de Adelbert von Chamisso, El doble, de Fedor Dostoievski, El
Horla y otros cuentos de angustia de Guy de Maupassant y en La confusión de Vladimir Nabokov. Parte de las ideas que siguen
han sido extraídas del libro de Pierre Brunel, Claudel et Shakespeare, p. 18-21; las citas son una traducción del artículo que
Mallarmé publicara bajo el título de “Notes sur le théâtre” en la Revue indépendante, 1886, p. 37-43, posteriormente editado
en las Obras completas del poeta, Henri Mondor y G. Jean-Aubry ed., París, Gallimard, col. “Bibliothèque de la Pléiade”, 1945
y, por suerte para la crítica española, traducidos por Javier del Prado y José Antonio Millán en la obra arriba citada Prosas,
1987: 139-143.
5 Sobre las relaciones entre este último y Shakespeare a través de Mallarmé, vid. Pierre Brunel, 1971: 18-21 y 83-96.
5
apartamento del escritor simbolista. Se trataba de un esbozo que representaba el encuentro del
Espectro con el príncipe en lo alto del castillo de Elseneur6.
Mayor importancia revisten algunos estudios del segundo. En sus prefacios a diversas obras
de Mallarmé, por ejemplo a Igitur, ou la Folie d’Elbehnon, Edmond Bonniot nos ofrece un sentido y
profundo testimonio del “maestro”. Igitur o la Locura de Elbehnon es, como dice el epígrafe, un cuento
dirigido a la Inteligencia del lector. De esta obra, cuyos más antiguos esbozos remontan a 1867 y 1870
en Avignon, nos interesa ahora su relación con el teatro y, como veremos, con Hamlet. Ya por esos
años Mallarmé “estaba obsesionado por la idea del Teatro” (Bonniot en Mallarmé, Œuvres complètes,
1989: 425). En efecto, el epígrafe concluye señalando que ha de ser la “Inteligencia del lector la que,
por sí misma, pon[ga] las cosas en escena”. La obra se dividía en un primer momento en tres partes
[morceaux]: “Medianoche, la escalera, la tirada de dados y el sueño sobre las cenizas después de haber
apagado la vela”. Pero un manuscrito encontrado con posterioridad admite cinco divisiones;
Mallarmé ha añadido una tercera titulada “Vida de Igitur”, y así ha sido definitivamente publicado el
cuento en las ediciones subsiguientes al descubrimiento de dicho manuscrito.
Su interés radica para nosotros en la consideración de Bonniot, quien escuchó de los labios de
Mallarmé este añadido. Recordando aquellas reuniones de los martes, Edmond Bonniot interpreta
esta “Vida de Igitur” como una “vuelta y justificación del acto indicado en el quinto trozo [“La tirada
de dados”]. Este tercer trozo es, pues, una síntesis del Héroe tal y como Mallarmé lo concibió, una
especie de Hamlet más impersonal, desprovisto de toda anécdota, confrontado ante sí mismo y
observándose con cierto mimo en el misterio” (ibid.: 427). Esta interpretación de un testigo ocular es
de importancia vital: explica las brumas de otros poemas de Mallarmé, su idea de la Locura concebida
como desafío del destino, la Sombra y la dualidad evocadas en el segundo trozo de Igitur, las
recurrencias del espejo, la “inestabilidad de las colgaduras” y la caída de las cortinas en el tercero, la
ignorancia y la soledad del cuarto y el final trágico del quinto: “El frasco, o los dados –azar absorbido,
vacío, locura, ¿es eso todo lo que queda del castillo? Al irse la Nada, queda el castillo de la pureza”
(1987: 404). Siguiendo el surco marcado por Bonniot, Pierre Brunel sugiere la posibilidad de que la
sombra inquieta de Elseneur se pasee también por Igitur7.
No está de más recordar que este paralelismo lo encontramos en la reflexión que Mallarmé
hacía en torno a los dobles de Hamlet; pero tampoco podemos olvidar que todo ya se encontraba,
como en su germen, en William Shakespeare. Hay un pasaje en el que Víctor Hugo sugiere la supresión
de todo lo que rodea al protagonista: la familia, el país, el espectro, es decir, toda la aventura de
Elseneur; pues bien, aún entonces, comenta el autor, Hamlet “continuaría siendo extrañamente
terrible” (II, II, 5). Klein comenta esta frase de Hugo y ve en ella una curiosa correspondencia con el
conocido cuento-poema de Mallarmé: “Hugo prepara el avatar mallarmeano por esencia al tender a
Hamlet el espejo de Igitur” (1995: 146-147). En efecto, en su Correspondance, Mallarmé desplaza el
problema metafísico del Acto y va más allá del mismo Hamlet, “monstruo de la impotencia” que el
“cuento” pretendía “echar por tierra” (vol. I, p. 313; citado por Klein). De tal manera se produce
aquella destrucción de los dobles que Mallarmé escribiera en el artículo Hamlet. Más claro todavía lo
tenemos en otra sentencia de Hugo que no ha pasado desapercibida a Mallarmé. Aquel aplaudía en
William Shakespeare el asesinato perpetrado: “Has hecho lo que debías, joven, matando a ese viejo”
(II, II, 6); este, dominado en sus años de crisis por el hechizo del viejo Polonio, hace exclamar a
6 Vid. Camille Mauclair, Mallarmé chez lui, París, Grasset, 1935: 19; la referencia es de Pierre Brunel, 1971: 18.
7 1971: 19. Esta eventualidad había sido precedidamente aludida por Edmond Bonniot en su prefacio a la primera
edición de Igitur, París, Nouvelle Revue Française, 1925, p. 427 y en el artículo del año siguiente titulado “La Catastrophe
d’Igitur”, publicado también en la Nouvelle Revue Française.
6
Hamlet: “¡Ser un viejo, estar acabado a la edad de 23 años, […] a la edad de las obras maestras!”
(Correspondance, vol. I, p. 313, citado por Klein).
Hamlet en Francia ha conocido un éxito que está lleno de felices descubrimientos. Estas breves
reflexiones muestran que la recepción de una obra no es siempre directa e inmediata, sino que pasa a
través de multitud de escritos. En ocasiones la referencia no ha sido designada de modo explícito; le
corresponde entonces al crítico desenmascararla y ponerla de manifiesto. Pero más importante aún
es confrontar la acogida que un tema, un mito o un tipo literario ofrecen en los diferentes intertextos
de que dispone y esgrimir las reelaboraciones propias a cada autor: si el crítico no acomete esta
empresa, la especificidad de la producción literaria sometida a estudio continuará inmersa en el
laberinto de las virtualidades.
Bibliografía
BAILEY, H.L., Hamlet in France. From Voltaire to Laforgue, Genève, Droz, 1964.
BRUNEL, Pierre, Claudel et Shakespeare, Paris, Armand Colin, 1971.
HUGO, Víctor, Œuvres poétiques, II, Pierre Albouy ed., París, Gallimard, col. “La Pléiade”, 1986 (1967).
– William Shakespeare, B. Leuilliot ed., París, Flammarion, col. “Nouvelle Bibliothèque romantique”, 1973.
– “L’Art et la science”, [fragmento de William Shakespeare], Jean-Marc Lévy-Leblond ed., París / Niza, Hubert
Nyssen & ANAIS & Actes Sud, 1985.
KIERKEGAARD, Sören, Le Concept d’ironie constamment rapporté à Socrate, 1841, t. 2 de las Œuvres complètes, ed.
de l’Orante, 1975, trad. Tisseau.
KLEIN, Raoul, “«De la réconciliation non-prématurée». Mallarmé, lecteur de William Shakespeare”, Elseneur
(Caen), 10, 1995, p. 133-156.
MALLARMÉ, Stéphane, Correspondance (1862-1871), Henri Mondor y Jean-Pierre Richard ed., París, Gallimard,
1959.
– Œuvres complètes, édition établie et annotée par Henri Mondor et G. Jean-Aubry, París, Gallimard, col.
“Bibliothèque de la Pléiade”, 1989 (1945).
– Prosas, estudio preliminar, notas e índices de Javier del Prado, traducción de Javier del Prado y José Antonio
Millán, Madrid, Ediciones Alfaguara, 1987.

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  • 1. 1 HAMLET EN HUGO Y MALLARMÉ Lenguaje y Textos (La Coruña), 8 (1996), p. 121-127. ISSN: 1133-4770. La importancia del celebérrimo prólogo de Cromwell ha atraído hasta tal punto la atención de la crítica que esta aún no ha podido extraer toda la enjundia que encierran otros estudios teóricos de Víctor Hugo sobre el arte. De hecho, como indica Jacques Seebacher, otros ensayos no menos interesantes han sido relegados a un segundo plano: basta con pensar en Littérature et philosophie mêlées (1834) y William Shakespeare (1864). Las ideas que estos últimos contienen no son nada despreciables desde el punto de vista estético. Dado el carácter condensado de estas páginas, habremos de contentarnos con una exposición que permita delinear someramente un aspecto suplementario de la intertextualidad: el estudio de un tipo en dos o más autores de otras lenguas; su reinterpretación en el ensayo literario. En un inteligente estudio sobre William Shakespeare, Raoul Klein ha puesto de manifiesto el significado de esta obra. este sale a relucir a propósito de los genios, cuya cohorte, hecha y deshecha de modo ininterrumpido, representa un espacio de proyección, lugar donde el poeta se refleja en el fuego de una desesperanza rayana a lo sacro (1995: 135). Hugo quiere entrar a formar parte de dicha cohorte, al igual que, siendo niño, expresaba la disyuntiva en la que se resolvía su vida: o llegar a ser como Chateaubriand o no ser nada. Lo curioso es que Hugo no quiere, ahora que ya ha gozado de la fama que de niño ansiaba, ser tal o cual genio; el referente del fuego, de las llamas que se reflejan sin cesar siendo todas en parte iguales a las precedentes y en parte distintas, sugiere un nuevo deseo: asemejarse a William Shakespeare, cuya ubicuidad lo llena todo. El dramaturgo inglés no se resume en tal o cual aspecto, es uno de esos raros genios poliformes y ambivalentes. Ahora, cuando hace ya muchos años que está en el exilio, parece que su deseo toma cuerpo: porque estar fuera de Francia y al mismo escribir a y para Francia (no olvidemos el prefacio de La leyenda de los siglos), constituye una réplica exacta del genio shakespeariano: “el artista exiliado dispone de la posibilidad de estar simultáneamente en todas partes y no estar en ninguna: transformado en Obsesión, Erinía, el Ausente se hace «eternamente presente» para sus contemporáneos” (vid. Hugo, William Shakespeare, II, IV, 2 y Klein, 1995: 136). Es evidente que, en este ensayo, Víctor Hugo no toma tal o cual texto, sino que considera en su conjunto la obra de Shakespeare y la proyecta hacia su significación general en el arte para, posteriormente, mirarse en ese espejo y redefinirse, conocerse a la luz de Shakespeare: no hay mosaico, ni reflejo, ni eco de tal o cual texto, sino condensación de una producción de determinado autor gracias a la síntesis de diversos textos; y, no obstante, hay intertextualidad. La mejor prueba la podemos deducir por una reducción al absurdo: ¿acaso Víctor Hugo habría llegado a formular estas consideraciones sin previa lectura de los textos del autor inglés? Entre las múltiples implicaciones de William Shakespeare, querría detenerme en una disquisición más; su interés redunda en que nos permite realizar el paso hacia Mallarmé desde Víctor Hugo hablando de Shakespeare. Se trata del concepto de ironía.
  • 2. 2 En el poema que lleva por título “À propos d’Horace”1, leemos una de las mayores diatribas que Hugo lanza contra la ciencia. Recordando las diferencias que tenía con sus profesores, escribe: Yo me las tenía que ver por entonces con las matemáticas. ¡Tiempos oscuros! Niño emocionado ante el estremecimiento poético, Pobre pájaro cuyo cráneo golpeaba contra las rejas, Era pasto de las cifras, ¡negros verdugos! Me hacían tragar el álgebra a la fuerza, […] ¡Ah!, bajo los huesos de la mandíbula me metían El teorema adornado con todos sus corolarios; Y yo me resistía como un lúgubre paciente ante el divisor que venía a ayudar al cociente (1986: 511-512). Es, ni más ni menos, una venganza poética contra la exactitud de la ciencia (poco importa para el caso el hecho de que sus mejores calificaciones fueran las de la asignatura de física y no las de letras). El poeta, frente a la confianza generalizada y progresiva en la ciencia y la técnica, opone la actitud romántica. No se opone al progreso; se opone a ciertas consecuencias surgidas de la mutación industrial y comercial que experimenta el siglo XIX. Al igual que tantos otros poetas románticos, denuncia el “desencanto del mundo” y acusa a la ciencia, a ese saber que con sus “cálculos egoístas” deseca la mente humana y, más precisamente, sus valores éticos y estéticos. Comentando este poema y confrontándolo con el positivismo que se extiende frenéticamente, Jean-Marc Lévy-Leblond concluye: “toda la historia intelectual del siglo XIX puede ser leída como una tensión irreductible entre estos dos polos: el romanticismo y el positivismo” (1985: 6). No se trata aquí de estudiar el fondo de dicha confrontación, sino más bien la forma que adopta. Interesa mucho ver que el método adoptado por Hugo es la ironía; otro tanto hará Mallarmé. La ironía, definida como “la gran incógnita” según Hegel, se conjuga perfectamente con el entusiasmo según el objetivo perseguido y el ánimo del autor. Es más, aquella y este aparecen en William Shakespeare sin contraponerse en modo alguno: “Entusiasmo entra en juego, Ironía sigue sus pasos” (II, VI, I). Klein ve en esta visión de conjunto una definición del romanticismo. En efecto, según la teoría de Kierkegaard, el irónico es partidario de un principio nuevo, diferente del que sus ojos le muestran pero, dada su esencial hostilidad con el presente, o más bien con su imperfección, se ve incapaz de asirlo. De ahí su utilización de la ironía en lugar de la profecía. En cambio el profeta, aun cuando crea que el presente no es para él, entrevé el futuro (Klein, 1995: 139). Precisamente aquí es donde se entrecruzan, de manera imprevisible, Hugo y Mallarmé: porque el héroe de Shakespeare confronta a ambos en una fascinación común. El héroe shakespeariano por excelencia en la óptica de Hugo es Hamlet: “toca los dos polos”, acerca las “facultades más distantes”. Más arriba he podido hablar de Prometeo, el héroe que quiso alumbrar a los humanos y por ello fue atado por siempre. Este mártir de la amplitud formidable, descuartizado sobre el Cáucaso, encierra para Hugo una antítesis de Hamlet: porque, siendo ambos víctima del espanto, uno de ellos, privado de libertad de movimientos, no puede sino sufrir mientras que el otro no solamente puede, sino que debe actuar. Pero, ¿cómo? Klein abunda en esta idea diciendo que Hamlet no puede salir de sí; literalmente hablando, no puede existir (vemos que se acerca el fantasma, y quizás no solo del castillo de Elseneur, sino también 1 Es el decimotercer poema del primer libro de Las contemplaciones subtitulado “Aurore” y cuyo manuscrito data de los días 31 de mayo y 2 de junio de 1855. Sobre más información sobre este poema y su primera versión de 1831, vid. la edición utilizada, 1986: 1337-1371 y 1399-1410.
  • 3. 3 del mismo Mallarmé). De ahí que presente un perfil doble: por un lado es “formidable”, lo cual le asemeja a Prometeo, pero por otro lado es “irónico”, lo cual le impide hacerse cargo del presente: “en este sentido, toda potencialidad formidable queda inmediatamente neutralizada, privada de sentido” (Klein, 1995: 199). Hugo lo dice de manera explícita: “es preciso que Hamlet se arranque a Hamlet de su costado”, que “sueñe la ensoñación”: el resultado de estos desdoblamientos tautológicos aprisiona al héroe de Shakespeare quien duda sobre el partido a tomar y acaba diciendo “¿y yo qué sé?” (II, II, 4). Klein observa con lucidez que aquí queda expresada en toda su hondura la interrogación irónica fundamental. Si Hamlet es el héroe shakespeariano por excelencia, la obra que este personaje escenifica supone para Mallarmé la obra “suma”. El Hamlet de Mallarmé, al igual que el de Théodore de Banville, es el joven acariciado por el viento. Más joven aún, pues tiene los rasgos de un adolescente. Pero es, ante todo, “ese personaje único de una tragedia íntima y recoleta” que ejerce sobre los espectadores “una fascinación émula de la angustia”. Al igual que en la interpretación de Hugo, el Hamlet de Mallarmé carece también de plena libertad. Físicamente, esta no le es negada, y sin embargo no puede actuar como él desearía puesto que su dilema está dentro de él: “es preciso, decía Hugo, que Hamlet se arranque a Hamlet de su costado”; paralelamente, el Hamlet de Mallarmé es una posibilidad que “no acaba de cuajar”: la incapacidad, perpetuada en el tiempo, de cristalizarse en una decisión definitiva y definitoria. Mientras no lo consiga, Hamlet no será él mismo; y, cuando lo consiga, dejará de ser Hamlet puesto que la duda forma parte constitutiva de su esencia. “¡Su drama solitario! que, a veces –dado que el vagabundo del laberinto de la duda y del reproche prolonga su recorrido con el suspense, altísimo, de un acto inconcluso– se nos presenta como el espectáculo por excelencia, en razón del cual existen las candilejas, pero, también, el espacio dorado, casi moral, que estas protegen –pues, no existe otro tema, sépanlo bien: el antagonismo que en el hombre, el ensueño mantiene, contra las adversidades de su existencia, repartidas por la fatalidad” (Hamlet, en del Prado, 1987: 140). No podía Mallarmé, después de haber leído William Shakespeare, dejar de lado la ironía arriba aludida2. Lo hace también teniendo en mente una representación francesa de Hamlet. Subraya con ecuanimidad los aciertos, pero también el error de no respetar totalmente las condiciones de adaptación, lo que produce efectos indeseables. El resultado es la falta del “distanciamiento legendario primitivo”, lo cual “convierte […] a los personajes en contemporáneos del dramaturgo”. Sale aquí a relucir el problema del presente y del futuro, elementos concomitantes de toda definición del irónico y del profeta. Además de esta inadecuación temporal –que provoca cierta desmitificación, por suerte recuperada gracias a la desnudez en la que se presenta el dramaturgo–, Mallarmé subraya su desorientación ante “una especie de comprensión peculiar del ámbito parisino, […] y el error del Théâtre- Français”, auténtica plaga que implica despropósitos fácilmente reconciliables: un Horacio, un Laertes, sobre todo, “representado en un primer plano, y por su propia cuenta, como si viajes y doble duelo lastimero tuvieran un interés especial” (1987: 142) y que impide la concentración en el auténtico héroe de la obra: Hamlet. El Hamlet que camina por un camino prohibido es, como cabe esperar en el mundo imaginario de Mallarmé, la síntesis perfecta del dualismo antinómico que lo invade. Una dualidad acaparadora, “mórbida” debido a su delectación en emitir mensajes, “destellos puros de escoliasta”, que quedarán siempre en el terreno de la ignorancia: Hamlet no puede comprenderlos en su totalidad. Sin duda 2 Recuérdese, además, que Mallarmé también escribió un pequeño estudio titulado “Sobre lo bello y lo útil” (vid. 1987: 302- 303); sería interesante hacer un estudio comparado con el texto de “L’utilité du Beau” que insertó Víctor Hugo en William Shakespeare.
  • 4. 4 alguna aquí radica la razón de su locura. Prometeo sufría una devoración externa, Hamlet siente cómo hierven sus entrañas. Frente a las cadenas que atan los miembros de Prometeo, el desconcierto es “la flagelación contradictoria del deber” (1987: 143) que sufre Hamlet. Es más, la desazón interna de Hamlet evoca la impresión que Hugo tenía del príncipe de Elseneur: un desgarrón continuo cuyo origen está solo dentro de sí y que no cesará hasta el fin de su propia existencia. No es otra la situación fundamental del sujeto irónico descrito por Kierkegaard: “Toda la vida se vuelve extranjera para el sujeto irónico, el cual, a su vez, se vuelve extranjero para la vida; como la realidad ya no tiene valor alguno ante los ojos de este último, él mismo se vuelve, en cierta medida, irreal”3. Esta reflexión ejerce su influjo en el poeta: Mallarmé, en una carta de 1868, había declarado dudar de su propia existencia. Nuevo punto de fusión de ambos escritores: encarnado en la pluma de Hugo y en la mente de Mallarmé, Hamlet sugiere el rompimiento de todas las ataduras con lo contingente. Salta a la vista que nos enfrentamos aquí con una de las características fundamentales de la poesía moderna: el doble4. El “demonio de la perversidad” al que Mallarmé hace referencia en su correspondencia, no es sino el deseo artificial de fundar la discontinuidad en el estilo. Klein ha puesto de manifiesto que el sentimiento, en su acepción más neutra, apenas significa realidad alguna para el irónico. El hombre irónico solo atiende a las leyes de la contradicción y la duplicidad; en un curioso juego de reflejos, la alegría acompaña la tristeza y esta acompaña a la alegría (1995: 142). De ahí que el protagonista de Shakespeare represente para Mallarmé todo un mundo de virtualidades poéticas. Este “adolescente desvanecido que se nos ha desvanecido desde el principio de su existencia” y que ahora amenaza con “reaparecer”, vive “una tragedia íntima y oculta” en la que se enfrenta con sus propios dobles. Entre estos se encuentran Polonio, Ofelia y el “otro” Hamlet. Se trataba de destruirlos, como bien indica Mallarmé. Matando a Polonio, Hamlet “rechaza melancólicamente, con la punta inútil de su espada, […] el montón oculto de vana locuacidad yacente, algo en lo que más tarde podría convertirse también él, si llegara a envejecer”. A su vez, la muerte de Ofelia provoca la desaparición de la “vieja infancia objetivada del lamentable heredero real”. Pero aún quedaba otro doble –el mismo Hamlet es una síntesis de dualidad según detengamos la mirada en su interior o en su exterior–: “loco, sí, por fuera y ante la flagelación contradictoria del deber, pero, dispuesto a permanecer, siempre, dueño de sí mismo, con tal de fijar en el interior de sus ojos su propia imagen que conserva intacta, cual si fuera una Ofelia ahogada. Joya intacta en el desastre”. No se limitó Mallarmé a este tipo de acercamientos psicológicos; los hizo vivir en sus obras. Conviene mencionar las reuniones –también denominadas los “mardis”– en su casa de la rue de Rome, a las que acudían no pocos amigos y admiradores suyos para conversar con él de cuestiones literarias; entre ellos se encontraban, entre otros, Camille Mauclair, Edmond Bonniot y Paul Claudel5. Gracias al testimonio del primero, sabemos que un cuadro de Edouard Manet cubría una de las paredes del 3 Le Concept d’ironie, II, p. 234, citado por Klein (1995: 141), quien concluye: “L’ironiste déréalise toute chose, à commencer par lui-même”. 4 Basta con pensar en La extraña historia de Peter Schlemilh, de Adelbert von Chamisso, El doble, de Fedor Dostoievski, El Horla y otros cuentos de angustia de Guy de Maupassant y en La confusión de Vladimir Nabokov. Parte de las ideas que siguen han sido extraídas del libro de Pierre Brunel, Claudel et Shakespeare, p. 18-21; las citas son una traducción del artículo que Mallarmé publicara bajo el título de “Notes sur le théâtre” en la Revue indépendante, 1886, p. 37-43, posteriormente editado en las Obras completas del poeta, Henri Mondor y G. Jean-Aubry ed., París, Gallimard, col. “Bibliothèque de la Pléiade”, 1945 y, por suerte para la crítica española, traducidos por Javier del Prado y José Antonio Millán en la obra arriba citada Prosas, 1987: 139-143. 5 Sobre las relaciones entre este último y Shakespeare a través de Mallarmé, vid. Pierre Brunel, 1971: 18-21 y 83-96.
  • 5. 5 apartamento del escritor simbolista. Se trataba de un esbozo que representaba el encuentro del Espectro con el príncipe en lo alto del castillo de Elseneur6. Mayor importancia revisten algunos estudios del segundo. En sus prefacios a diversas obras de Mallarmé, por ejemplo a Igitur, ou la Folie d’Elbehnon, Edmond Bonniot nos ofrece un sentido y profundo testimonio del “maestro”. Igitur o la Locura de Elbehnon es, como dice el epígrafe, un cuento dirigido a la Inteligencia del lector. De esta obra, cuyos más antiguos esbozos remontan a 1867 y 1870 en Avignon, nos interesa ahora su relación con el teatro y, como veremos, con Hamlet. Ya por esos años Mallarmé “estaba obsesionado por la idea del Teatro” (Bonniot en Mallarmé, Œuvres complètes, 1989: 425). En efecto, el epígrafe concluye señalando que ha de ser la “Inteligencia del lector la que, por sí misma, pon[ga] las cosas en escena”. La obra se dividía en un primer momento en tres partes [morceaux]: “Medianoche, la escalera, la tirada de dados y el sueño sobre las cenizas después de haber apagado la vela”. Pero un manuscrito encontrado con posterioridad admite cinco divisiones; Mallarmé ha añadido una tercera titulada “Vida de Igitur”, y así ha sido definitivamente publicado el cuento en las ediciones subsiguientes al descubrimiento de dicho manuscrito. Su interés radica para nosotros en la consideración de Bonniot, quien escuchó de los labios de Mallarmé este añadido. Recordando aquellas reuniones de los martes, Edmond Bonniot interpreta esta “Vida de Igitur” como una “vuelta y justificación del acto indicado en el quinto trozo [“La tirada de dados”]. Este tercer trozo es, pues, una síntesis del Héroe tal y como Mallarmé lo concibió, una especie de Hamlet más impersonal, desprovisto de toda anécdota, confrontado ante sí mismo y observándose con cierto mimo en el misterio” (ibid.: 427). Esta interpretación de un testigo ocular es de importancia vital: explica las brumas de otros poemas de Mallarmé, su idea de la Locura concebida como desafío del destino, la Sombra y la dualidad evocadas en el segundo trozo de Igitur, las recurrencias del espejo, la “inestabilidad de las colgaduras” y la caída de las cortinas en el tercero, la ignorancia y la soledad del cuarto y el final trágico del quinto: “El frasco, o los dados –azar absorbido, vacío, locura, ¿es eso todo lo que queda del castillo? Al irse la Nada, queda el castillo de la pureza” (1987: 404). Siguiendo el surco marcado por Bonniot, Pierre Brunel sugiere la posibilidad de que la sombra inquieta de Elseneur se pasee también por Igitur7. No está de más recordar que este paralelismo lo encontramos en la reflexión que Mallarmé hacía en torno a los dobles de Hamlet; pero tampoco podemos olvidar que todo ya se encontraba, como en su germen, en William Shakespeare. Hay un pasaje en el que Víctor Hugo sugiere la supresión de todo lo que rodea al protagonista: la familia, el país, el espectro, es decir, toda la aventura de Elseneur; pues bien, aún entonces, comenta el autor, Hamlet “continuaría siendo extrañamente terrible” (II, II, 5). Klein comenta esta frase de Hugo y ve en ella una curiosa correspondencia con el conocido cuento-poema de Mallarmé: “Hugo prepara el avatar mallarmeano por esencia al tender a Hamlet el espejo de Igitur” (1995: 146-147). En efecto, en su Correspondance, Mallarmé desplaza el problema metafísico del Acto y va más allá del mismo Hamlet, “monstruo de la impotencia” que el “cuento” pretendía “echar por tierra” (vol. I, p. 313; citado por Klein). De tal manera se produce aquella destrucción de los dobles que Mallarmé escribiera en el artículo Hamlet. Más claro todavía lo tenemos en otra sentencia de Hugo que no ha pasado desapercibida a Mallarmé. Aquel aplaudía en William Shakespeare el asesinato perpetrado: “Has hecho lo que debías, joven, matando a ese viejo” (II, II, 6); este, dominado en sus años de crisis por el hechizo del viejo Polonio, hace exclamar a 6 Vid. Camille Mauclair, Mallarmé chez lui, París, Grasset, 1935: 19; la referencia es de Pierre Brunel, 1971: 18. 7 1971: 19. Esta eventualidad había sido precedidamente aludida por Edmond Bonniot en su prefacio a la primera edición de Igitur, París, Nouvelle Revue Française, 1925, p. 427 y en el artículo del año siguiente titulado “La Catastrophe d’Igitur”, publicado también en la Nouvelle Revue Française.
  • 6. 6 Hamlet: “¡Ser un viejo, estar acabado a la edad de 23 años, […] a la edad de las obras maestras!” (Correspondance, vol. I, p. 313, citado por Klein). Hamlet en Francia ha conocido un éxito que está lleno de felices descubrimientos. Estas breves reflexiones muestran que la recepción de una obra no es siempre directa e inmediata, sino que pasa a través de multitud de escritos. En ocasiones la referencia no ha sido designada de modo explícito; le corresponde entonces al crítico desenmascararla y ponerla de manifiesto. Pero más importante aún es confrontar la acogida que un tema, un mito o un tipo literario ofrecen en los diferentes intertextos de que dispone y esgrimir las reelaboraciones propias a cada autor: si el crítico no acomete esta empresa, la especificidad de la producción literaria sometida a estudio continuará inmersa en el laberinto de las virtualidades. Bibliografía BAILEY, H.L., Hamlet in France. From Voltaire to Laforgue, Genève, Droz, 1964. BRUNEL, Pierre, Claudel et Shakespeare, Paris, Armand Colin, 1971. HUGO, Víctor, Œuvres poétiques, II, Pierre Albouy ed., París, Gallimard, col. “La Pléiade”, 1986 (1967). – William Shakespeare, B. Leuilliot ed., París, Flammarion, col. “Nouvelle Bibliothèque romantique”, 1973. – “L’Art et la science”, [fragmento de William Shakespeare], Jean-Marc Lévy-Leblond ed., París / Niza, Hubert Nyssen & ANAIS & Actes Sud, 1985. KIERKEGAARD, Sören, Le Concept d’ironie constamment rapporté à Socrate, 1841, t. 2 de las Œuvres complètes, ed. de l’Orante, 1975, trad. Tisseau. KLEIN, Raoul, “«De la réconciliation non-prématurée». Mallarmé, lecteur de William Shakespeare”, Elseneur (Caen), 10, 1995, p. 133-156. MALLARMÉ, Stéphane, Correspondance (1862-1871), Henri Mondor y Jean-Pierre Richard ed., París, Gallimard, 1959. – Œuvres complètes, édition établie et annotée par Henri Mondor et G. Jean-Aubry, París, Gallimard, col. “Bibliothèque de la Pléiade”, 1989 (1945). – Prosas, estudio preliminar, notas e índices de Javier del Prado, traducción de Javier del Prado y José Antonio Millán, Madrid, Ediciones Alfaguara, 1987.