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Textos y Fotografías de Fernando de Alarcón
Nueva época - Vol. IV No. 101 Enero de 2015
El Cortejo
El conjunto de ceremonias, manejos y juegos por los cuales los
amantes buscan la manera de agradarse se denomina el cortejo.
Igual que los seres humanos, los animales, en la época de los
amores, realizan su cortejo. En ese proceso, los adornos tienen
por objeto llamar la atención sobre aquel o aquella que lo lleva.
Las mujeres, por la gracia o el atrevimiento de sus vestidos, se
proponen a la elección masculina. Una mujer joven tiene el dere-
cho y el deber de agradar. Todas, o casi todas, se esfuerzan en
ello. Las alocadas cuentan con el impudor, las prudentes con el
atractivo más duradero del misterio. La mayor parte de ellas si-
guen la moda, cuyo objeto es reavivar la atención del otro sexo.
Costureros, modistas, joyeros, viven de esta constante necesidad
de sorprender.
Algunas mujeres, por afectación o por desdén sincero, menos-
precian las leyes de la moda; pero en una sociedad en las que
todas, desde la obrera a la ejecutiva, se pliegan simultáneamente
a las mismas formas, la mayor originalidad es la de negarse a la
uniformidad. La más sencilla es entonces la más sofisticada; la
menos coqueta es la más coqueta; la falta de adornos se convier-
te en adorno.
El virtuosismo es otro elemento de galanteo. Hacer lo que se
haga y sea lo que sea, mejor que los demás, es un medio de
agradar. Todo amoroso busca la manera de mostrar su virtuosis-
mo. El virtuosismo amoroso asegura al hombre el más peligroso
prestigio. Las mujeres prudentes saben resistirlo, pero, en otras,
el deseo de quitarle un amante ilustre a una rival, e incluso a una
amiga, es poderoso. Es un sentimiento complejo en el que inter-
vienen la vanidad, el respeto por el gusto de otras mujeres, la
seguridad de afirmarse sobre sí misma alcanzando una victoria
difícil.
La necesidad de asegurarse, muy viva en las mujeres, amarra a
las más débiles de entre ellas al hombre que, por su fuerza o por
su poder, parece prometerles un apoyo sólido. Los regalos son,
para el hombre amoroso, un medio de afirmar su poder.
Igualmente, las alabanzas son una manera de hacer presentes.
Casi todos los poemas de amor están hechos de elogios o de
quejas. La queja puede emocionar pero fastidia pronto. El elogio
gusta porque hombres y mujeres sufren casi todos, incluso los
más orgullosos, de algún complejo de inferioridad. La más bella
desconfía de su espíritu; el más fuerte, de su encanto. Es delicio-
so revelar a un ser mil rasgos que son suyos, que le hacen amar,
y que él ignoraba o tenía por desdeñables. Ciertas mujeres tími-
das y tristes se entreabren al calor de la admiración, como las
flores al sol. En cuanto a los hombres, no tiene límite su apetito
de elogio. Mujeres poco bonitas y sin gracia se hacen amar du-
rante toda su vida porque alaban como es menester. Observa-
ción: se agrada a los seres alabándoles, no por sus cualidades
evidentes que ellos conocen tan bien como nosotros, sino por
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Por otro lado, la mujer tiene sus medios de conquista particula-
res. La danza tuvo siempre el objeto de amansar la timidez del
macho, constriñéndole al mismo tiempo a dominar sus deseos. El
baile moderno se dirige más directamente a la sensualidad que
las danzas antiguas o aldeanas. Sigue siendo una de las astucias
más poderosas de la especie.
En las civilizaciones urbanas, uno de los papeles esenciales de la
mujer, y uno de los que las ayudan a hacerse amar, es el de ser-
vir de intercesoras entre el hombre y la naturaleza. Muchos varo-
nes, encerrados en un oficio sedentario, han perdido todo contac-
to con el universo. La mujer que, arrancándoles de su actividad
maniática, les devuelve el bosque y las aguas, las montañas y los
océanos, se encuentra adornada para ellos de todo lo que ellas
les revelan.
Se decía antes que el hombre está hecho para la guerra y, la
mujer, para el reposo del guerrero. El arte de amar, para la mujer,
es frecuentemente el arte de ser, a la vez, una diversión, una
incitación y un apoyo.
Muchos hombres soportan durante algún tiempo, en una mujer
muy amada, las convulsiones de la cólera o de los celos. Algunos
aman en el amor la agitación como en el mar aman la tempestad.
Pero la mayor parte de ellos son muy pacíficos. El buen humor, la
sencillez, la dulzura, les conquistan fácilmente, sobre todo si al-
guna loca les ha curado previamente del gusto de la violencia.
Por otro lado, un hombre digno de este nombre ama su trabajo
más que todo en el mundo, e incluso más que a la mujer que
ama. ¿Intenta tal mujer apartarle de su oficio para ocuparle por
entero de ella? El hombre se dejará llevar, posiblemente, al co-
mienzo, pero no sin un vivo resentimiento y, cuando el día llegue,
pertenecerá a aquella que sepa poner el oficio en su juego.
La cultura es otro de los elementos del cortejo. Los hombres ha
inventado el prestigio y el virtuosismo por procuración. El amante,
en lugar de componer el poema, lee a su bien amada los de
algún poeta de fama. El pianista, para hacerse amar, toca piezas
de prestigio. El genio del maestro se refleja sobre sus intérpretes
y sus admiradores. Las emociones que él hace nacer, al hallarse
ligadas a una presencia, enriquecen una imagen y la embellecen
de recuerdos. La música, al imponer a las almas su orden bello y
su sobrehumana alegría, las dispone frecuentemente al amor.
Muchas uniones comienzan en los museos. Bellas novelas, leí-
das en común, dan a la vez a los amantes temas de conversa-
ción y modelos de conducta. Las mejores novelas son lecciones
de amor y muestran la pasión tal como debería ser vivida por
aquellos que son dignos de ella. Una cultura común permite man-
tener un amor en un alto nivel de delirio y de entusiasmo. Permite
pasar los momentos difíciles en los que la saciedad hace surgir
cierta cosa amarga del seno de los placeres. Entregarse a una
cultura es prepararse para amar.
¿Y qué hay de la fe común? Que se trate de la fe religiosa, de
una fe nacional, política, o de la fe en la necesidad y belleza de
una obra, toda fe común refuerza maravillosamente el amor. Para
un ser que cree apasionadamente, es muy difícil amar a aquel
que no comparte en grado alguno sus creencias, porque si el
amor es la alegría acompañada con la idea de una causa exte-
rior, este amor se hallará necesariamente contrariado por un pe-
noso desacuerdo.
Compartir sin reserva alguna la fe de aquel o de aquella que se
ama, es una certidumbre de dicha. Entonces, todas las fuerzas
del espíritu y de los sentidos empujan al ser humano en la direc-
ción elegida. Todo trabajo hecho con amor es delicioso, pero el
amor mezclado en el trabajo es lo que hay de más delicioso en el
mundo. Así nacen esas maravillosas uniones de sabios, de artis-
tas, de apóstoles, que son a la vez una pareja y un equipo. Aquí
todo cortejo se convierte en inútil porque ha sido reemplazado
por una comunión.
Todo principio real es un segundo momento. Todo cuanto apare-
ce y existe no aparece ni existe más que implicando una suposi-
ción. Su yo absoluto, su fondo individual, le supera o debe al me-
nos ser pensado antes. Yo debo previamente pensar todo como
cosa absoluta --suponer-- ¿no es también necesario perseguir,
reflexionar, pensar después?... Una cosa es o llega a ser tal co-
mo yo la compongo, tal como yo la supongo.
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Lechuzas
Ilumino la ciudad para encontrarte,
cada noche con la ayuda
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Mientras que el
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“Considera las contrariedades como un ejer-
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La necesidad de asegurarse, muy viva en las mujeres, amarra a las más débiles de entre ellas al hombre que, por su fuerza o por su poder, parece prometerles un apoyo sólido. Los regalos son, para el hombre amoroso, un medio de afirmar su poder. Igualmente, las alabanzas son una manera de hacer presentes. Casi todos los poemas de amor están hechos de elogios o de quejas. La queja puede emocionar pero fastidia pronto. El elogio gusta porque hombres y mujeres sufren casi todos, incluso los más orgullosos, de algún complejo de inferioridad. La más bella desconfía de su espíritu; el más fuerte, de su encanto. Es delicio- so revelar a un ser mil rasgos que son suyos, que le hacen amar, y que él ignoraba o tenía por desdeñables. Ciertas mujeres tími- das y tristes se entreabren al calor de la admiración, como las flores al sol. En cuanto a los hombres, no tiene límite su apetito de elogio. Mujeres poco bonitas y sin gracia se hacen amar du- rante toda su vida porque alaban como es menester. Observa- ción: se agrada a los seres alabándoles, no por sus cualidades evidentes que ellos conocen tan bien como nosotros, sino por aquellas que creen faltarles. Por otro lado, la mujer tiene sus medios de conquista particula- res. La danza tuvo siempre el objeto de amansar la timidez del macho, constriñéndole al mismo tiempo a dominar sus deseos. El baile moderno se dirige más directamente a la sensualidad que las danzas antiguas o aldeanas. Sigue siendo una de las astucias más poderosas de la especie. En las civilizaciones urbanas, uno de los papeles esenciales de la mujer, y uno de los que las ayudan a hacerse amar, es el de ser- vir de intercesoras entre el hombre y la naturaleza. Muchos varo- nes, encerrados en un oficio sedentario, han perdido todo contac- to con el universo. La mujer que, arrancándoles de su actividad maniática, les devuelve el bosque y las aguas, las montañas y los océanos, se encuentra adornada para ellos de todo lo que ellas les revelan. Se decía antes que el hombre está hecho para la guerra y, la mujer, para el reposo del guerrero. El arte de amar, para la mujer, es frecuentemente el arte de ser, a la vez, una diversión, una incitación y un apoyo. Muchos hombres soportan durante algún tiempo, en una mujer muy amada, las convulsiones de la cólera o de los celos. Algunos aman en el amor la agitación como en el mar aman la tempestad. Pero la mayor parte de ellos son muy pacíficos. El buen humor, la sencillez, la dulzura, les conquistan fácilmente, sobre todo si al- guna loca les ha curado previamente del gusto de la violencia. Por otro lado, un hombre digno de este nombre ama su trabajo más que todo en el mundo, e incluso más que a la mujer que ama. ¿Intenta tal mujer apartarle de su oficio para ocuparle por entero de ella? El hombre se dejará llevar, posiblemente, al co- mienzo, pero no sin un vivo resentimiento y, cuando el día llegue, pertenecerá a aquella que sepa poner el oficio en su juego. La cultura es otro de los elementos del cortejo. Los hombres ha inventado el prestigio y el virtuosismo por procuración. El amante, en lugar de componer el poema, lee a su bien amada los de algún poeta de fama. El pianista, para hacerse amar, toca piezas de prestigio. El genio del maestro se refleja sobre sus intérpretes y sus admiradores. Las emociones que él hace nacer, al hallarse ligadas a una presencia, enriquecen una imagen y la embellecen de recuerdos. La música, al imponer a las almas su orden bello y su sobrehumana alegría, las dispone frecuentemente al amor. Muchas uniones comienzan en los museos. Bellas novelas, leí- das en común, dan a la vez a los amantes temas de conversa- ción y modelos de conducta. Las mejores novelas son lecciones de amor y muestran la pasión tal como debería ser vivida por aquellos que son dignos de ella. Una cultura común permite man- tener un amor en un alto nivel de delirio y de entusiasmo. Permite pasar los momentos difíciles en los que la saciedad hace surgir cierta cosa amarga del seno de los placeres. Entregarse a una cultura es prepararse para amar. ¿Y qué hay de la fe común? Que se trate de la fe religiosa, de una fe nacional, política, o de la fe en la necesidad y belleza de una obra, toda fe común refuerza maravillosamente el amor. Para un ser que cree apasionadamente, es muy difícil amar a aquel que no comparte en grado alguno sus creencias, porque si el amor es la alegría acompañada con la idea de una causa exte- rior, este amor se hallará necesariamente contrariado por un pe- noso desacuerdo. Compartir sin reserva alguna la fe de aquel o de aquella que se ama, es una certidumbre de dicha. Entonces, todas las fuerzas del espíritu y de los sentidos empujan al ser humano en la direc- ción elegida. Todo trabajo hecho con amor es delicioso, pero el amor mezclado en el trabajo es lo que hay de más delicioso en el mundo. Así nacen esas maravillosas uniones de sabios, de artis- tas, de apóstoles, que son a la vez una pareja y un equipo. Aquí todo cortejo se convierte en inútil porque ha sido reemplazado por una comunión. Todo principio real es un segundo momento. Todo cuanto apare- ce y existe no aparece ni existe más que implicando una suposi- ción. Su yo absoluto, su fondo individual, le supera o debe al me- nos ser pensado antes. Yo debo previamente pensar todo como cosa absoluta --suponer-- ¿no es también necesario perseguir, reflexionar, pensar después?... Una cosa es o llega a ser tal co- mo yo la compongo, tal como yo la supongo. http://lanarrativadelconocimiento.blogspot.com Derechos reservados, 2015 © Banco de Historia VisualBanco de Historia Visual Lechuzas Ilumino la ciudad para encontrarte, cada noche con la ayuda de la Luna. 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