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más llevadera a los que nos rodean, todo esto no produce casi
nada en el exterior, todo esto no pasa de nuestra puerta; y en
cuanto salimos de la morada de nuestra intimidad sentimos que
no hemos hecho nada, que no hay nada que hacer y que toma-
mos parte, a pesar nuestro, en la gran injusticia anónima. ¿No es
irrisorio resolver en casa los problemas de conciencia más con-
movedores y más delicados, arrojar de nosotros con temor hasta
la sombra de un pensamiento amargo, querer ser, a todas horas
del día, nobles, sencillos, fieles, leales, compasivos, moralmente
íntegros, entre las cuatro paredes de nuestra habitación, para
olvidar instantáneamente, y sin que sea posible no hacerlo, toda
piedad, toda equidad y todo amor en cuanto salimos a la calle o
encontramos otros seres que aquellos cuyo rostro se nos ha
hecho familiar?. ¿Cuál es la dignidad, la lealtad de esta doble
vida sabia, humana, elevada, reflexiva del lado acá de nuestro
umbral, y del lado allá indiferente, instintiva e implacable?
Basta con que tengamos menos frío, con que estemos mejor ves-
tidos o mejor alimentados que el obrero que pasa, con que com-
premos cualquier objeto que no es estrictamente indispensable,
para que, en último análisis, después de mil circuitos, hayamos
hecho un retorno inconsciente al acto primitivo del más fuerte que
despoja al más débil, sin escrúpulos. No gozamos de ninguna
ventaja, sea la que sea, mirándola bastante de cerca, que no sea
resultado de un abuso de poder, acaso muy antiguo, de una vio-
lencia desconocida, de una astucia anterior que volvemos a po-
ner en movimiento al sentarnos a la mesa, al pasearnos ociosa-
mente por la ciudad, al acostarnos por la noche en un lecho que
no han hecho nuestras manos. Y la posibilidad misma de ser me-
jores, más compasivos y más dulces, y de pensar más fraternal-
mente en la injusticia que sufren los demás, ¿qué es, en suma,
sino el fruto más maduro de la gran injusticia?
No hay que llevar demasiado lejos estos escrúpulos porque lle-
garíamos a rebeliones bastante inútiles y tal vez funestas para la
especie, cuya potencia y cuya clemente lentitud conviene respe-
tar. O bien volveríamos a los renunciamientos inactivos y místi-
cos, hostiles a las voluntades más evidentes y más invariables de
la vida. Hay en todo esto, leyes que llamamos inevitables; pero a
las que ya llamamos así, con menos seguridad. En esto es en lo
que ha cambiado la situación del justo y del sabio, quienes no se
preguntan qué sucede fuera del admirable círculo pequeño de luz
en que la virtud, su conciencia, su piedad, su mansedumbre divi-
na envuelve a sus deudos, a sus amigos y a sus servidores. Más
allá, alrededor de ese círculo, existe la iniquidad infinita y ellos no
lo ignoran. Pero esta iniquidad no les concierne. Es el océano
necesario, misterioso y sagrado; la inmensa parte de los dioses,
de la fatalidad y de las leyes superiores, desconocidas, irrespon-
sables irresistibles, inmutables. No les desalienta; por el contra-
rio, les tranquiliza, les concentra y los eleva; así como una llama
es más alta si no se esparce por una gran superficie y surge sola
en la noche activada por las tinieblas. No les corresponde tocar al
régimen del destino que quiere la servidumbre de la mayoría. Se
someten con tristeza, pero con confianza, a los decretos irrevoca-
bles, y éste es un acto más de piedad y de virtud. Se encierran
en sí mismos y se hacen más humanos y más justos en una es-
pecie de vacío inmóvil y sin irradiación. Y siglo tras siglo, los sa-
bios y los buenos tendrán el mismo ardor concentrado y recluido.
Más de una ley inmutable habrá cambiado de nombre; pero la
parte de la iniquidad permanecerá semejante; y la contemplarán
con la misma melancolía resignada y tranquila.
Pero nosotros, ¿qué vamos a hacer?. Sabemos que no hay ini-
quidad necesaria. Hemos invadido el dominio de los dioses, del
destino y de las leyes desconocidas. Acaso les queda la enfer-
medad, el accidente, la tempestad, el rayo y la mayor parte de los
misterios de la muerte; no hemos penetrado hasta ahí; pero es
verdad que ya no son suyas la pobreza, el trabajo sin esperanza,
la miseria, el hambre y la servidumbre. Esos somos nosotros
quienes los organizamos, los mantenemos y los distribuimos.
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cada vez van siendo menos los que creen de buena fe que una
potencia sobrehumana las preside. El océano religioso e infran-
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Física - Doctrina del arte - Cuán pocas son las personas que po-
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definir con gran exactitud el fenómeno escondido y verdadera-
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por medio de él se revela de una manera más perfecta y armóni-
ca que en su misma constitución. El verdadero amante de la na-
turaleza se caracteriza justamente por su habilidad para multipli-
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las, novelarlas y polarizarlas: así como por su espíritu de inven-
ción hacia nuevas experiencias; por la riqueza del gusto y de los
sentidos naturales que presiden sus elecciones y clasificaciones;
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La narrativa del conocimiento vol. ii no. 51
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La narrativa del conocimiento vol. ii no. 50
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La narrativa del conocimiento vol. ii no. 47a extra año nuevo
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La gran injusticia

  • 1. La Narrativa del Conocimiento © Boletín de difusión del Pensamiento Publicación virtual quincenal Textos y Fotografías de Fernando de Alarcón Nueva época - Vol. III No. 85 Junio de 2014 http://lanarrativadelconocimiento.blogspot.com Derechos reservados, 2014 Sin nombre II La gracia y lucidez de tu persona convoca a un sentimiento no olvidado; motivo inamovible de la vida, motivo necesario en la existencia. Sólo una mirada, sólo una caricia, Un gran reproche paraliza nuestro ardor cuando intentamos hacernos mejores, perdonar, amar y comprender más. Por mu- cho que purifiquemos nuestra conciencia, ennoblezcamos nues- tro pensamiento y nos esforcemos por hacer la vida más dulce y más llevadera a los que nos rodean, todo esto no produce casi nada en el exterior, todo esto no pasa de nuestra puerta; y en cuanto salimos de la morada de nuestra intimidad sentimos que no hemos hecho nada, que no hay nada que hacer y que toma- mos parte, a pesar nuestro, en la gran injusticia anónima. ¿No es irrisorio resolver en casa los problemas de conciencia más con- movedores y más delicados, arrojar de nosotros con temor hasta la sombra de un pensamiento amargo, querer ser, a todas horas del día, nobles, sencillos, fieles, leales, compasivos, moralmente íntegros, entre las cuatro paredes de nuestra habitación, para olvidar instantáneamente, y sin que sea posible no hacerlo, toda piedad, toda equidad y todo amor en cuanto salimos a la calle o encontramos otros seres que aquellos cuyo rostro se nos ha hecho familiar?. ¿Cuál es la dignidad, la lealtad de esta doble vida sabia, humana, elevada, reflexiva del lado acá de nuestro umbral, y del lado allá indiferente, instintiva e implacable? Basta con que tengamos menos frío, con que estemos mejor ves- tidos o mejor alimentados que el obrero que pasa, con que com- premos cualquier objeto que no es estrictamente indispensable, para que, en último análisis, después de mil circuitos, hayamos hecho un retorno inconsciente al acto primitivo del más fuerte que despoja al más débil, sin escrúpulos. No gozamos de ninguna ventaja, sea la que sea, mirándola bastante de cerca, que no sea resultado de un abuso de poder, acaso muy antiguo, de una vio- lencia desconocida, de una astucia anterior que volvemos a po- ner en movimiento al sentarnos a la mesa, al pasearnos ociosa- mente por la ciudad, al acostarnos por la noche en un lecho que no han hecho nuestras manos. Y la posibilidad misma de ser me- jores, más compasivos y más dulces, y de pensar más fraternal- mente en la injusticia que sufren los demás, ¿qué es, en suma, sino el fruto más maduro de la gran injusticia? No hay que llevar demasiado lejos estos escrúpulos porque lle- garíamos a rebeliones bastante inútiles y tal vez funestas para la especie, cuya potencia y cuya clemente lentitud conviene respe- tar. O bien volveríamos a los renunciamientos inactivos y místi- cos, hostiles a las voluntades más evidentes y más invariables de la vida. Hay en todo esto, leyes que llamamos inevitables; pero a las que ya llamamos así, con menos seguridad. En esto es en lo que ha cambiado la situación del justo y del sabio, quienes no se preguntan qué sucede fuera del admirable círculo pequeño de luz en que la virtud, su conciencia, su piedad, su mansedumbre divi- na envuelve a sus deudos, a sus amigos y a sus servidores. Más allá, alrededor de ese círculo, existe la iniquidad infinita y ellos no lo ignoran. Pero esta iniquidad no les concierne. Es el océano necesario, misterioso y sagrado; la inmensa parte de los dioses, de la fatalidad y de las leyes superiores, desconocidas, irrespon- sables irresistibles, inmutables. No les desalienta; por el contra- rio, les tranquiliza, les concentra y los eleva; así como una llama es más alta si no se esparce por una gran superficie y surge sola en la noche activada por las tinieblas. No les corresponde tocar al régimen del destino que quiere la servidumbre de la mayoría. Se someten con tristeza, pero con confianza, a los decretos irrevoca- bles, y éste es un acto más de piedad y de virtud. Se encierran en sí mismos y se hacen más humanos y más justos en una es- pecie de vacío inmóvil y sin irradiación. Y siglo tras siglo, los sa- bios y los buenos tendrán el mismo ardor concentrado y recluido. Más de una ley inmutable habrá cambiado de nombre; pero la parte de la iniquidad permanecerá semejante; y la contemplarán con la misma melancolía resignada y tranquila. Pero nosotros, ¿qué vamos a hacer?. Sabemos que no hay ini- quidad necesaria. Hemos invadido el dominio de los dioses, del destino y de las leyes desconocidas. Acaso les queda la enfer- medad, el accidente, la tempestad, el rayo y la mayor parte de los misterios de la muerte; no hemos penetrado hasta ahí; pero es verdad que ya no son suyas la pobreza, el trabajo sin esperanza, la miseria, el hambre y la servidumbre. Esos somos nosotros quienes los organizamos, los mantenemos y los distribuimos. Son nuestras plagas personales, espantosas pero familiares, y cada vez van siendo menos los que creen de buena fe que una potencia sobrehumana las preside. El océano religioso e infran- queable que protegía y disculpaba el retiro del pensador y del justo replegado sobre sí mismo, ya no existe sino en nuestro re- cuerdo. La Gran Injusticia Física - Doctrina del arte - Cuán pocas son las personas que po- seen el genio de la experimentación. En el verdadero experimen- tador existe un oscuro sentimiento de la naturaleza que lo hace conducirse en sus operaciones con más seguridad en tanto que sus disposiciones son más perfectas, permitiéndole descubrir y definir con gran exactitud el fenómeno escondido y verdadera- mente decisivo. La naturaleza en cierta forma inspira a su verdadero amante y por medio de él se revela de una manera más perfecta y armóni- ca que en su misma constitución. El verdadero amante de la na- turaleza se caracteriza justamente por su habilidad para multipli- car las experiencias, para simplificarlas, combinarlas y analizar- las, novelarlas y polarizarlas: así como por su espíritu de inven- ción hacia nuevas experiencias; por la riqueza del gusto y de los sentidos naturales que presiden sus elecciones y clasificaciones; por la pertinencia y la nitidez de sus observaciones tanto como por la coherencia y la claridad de sus descripciones y de sus ex- posiciones. En el experimentador no existe mas que el genio. Surge una esperanza más en el deseo, causa irremediable de insomnio y desespero. Sólo tu mirada, sólo tu caricia; y en mi mente vuelven “El pensamiento es la única cosa del universo de la que no se puede negar su existencia: negar es pensar.” José Ortega y Gasset © Banco de Historia VisualBanco de Historia Visual Fernando de Alarcón / Banco de Historia Visual © Juego de pelota, NY zoo - 2003