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Llamarada de otoño.
El silencio, cuya única interrupción es la melodía de mi respiración
agitada que grita al unísono con mis pensamientos, y se convierte en viento,
reina en el bosque otoñal. La hierba todavía es verde. Yazco en una alfombra
de secas hojas anaranjadas, rojas, marrones, ocres, doradas, al pie de un
frondoso árbol que, en primavera, en lugar de estas hojas tostadas por el
sol del verano, eran flores de fantasías y sueños de mediodía las que lo
alfombraban. El cielo es de un gris azulado, las nubes no están cargadas, no
hay lamentaciones pluviales para hoy, pero tampoco resaltan en el firmamento
con su esencia nívea. Las nubes ocultan al sol temeroso del invierno en este
día grisáceo.
Yo reposaba sobre aquellas incontables muertas, al pie de ese árbol
que, por un instante, creí mágico. En su rústica y oscura corteza había, co-
mo un ferrocarril cargado de azúcar que se dirige hacia un recóndito lugar
del Mundo, hormigas diminutas que llevaban provisiones a su colonia. Yo las
vi, todas en fila y sin desviarse, preparadas para el pronto invierno. Aho-
ra, el otoño era un retrato en sepia de un viejo pensamiento que, algún día
no tan lejano, fue policromía pura.
Estoy en el umbral del invierno. El ambiente es frío, la quietud no me
asombra, aunque justo ahora me parece sepulcral. El viento estremece al fo-
llaje moribundo de éste precioso árbol, haciendo caer de sus ramas a las ho-
jas ya muertas para llevarlas a una eterna aventura que jamás culminará. La
brisa arrulla a la hierba rociada, viva; acaricia mi cabellera castaña y ha-
ce contacto con mi tersa desnudez.
Abro los ojos, vivo epifanías, miro en el horizonte acongojado una ban-
dada de grandes aves que emigran al sur; entonces pienso en alguna vieja
frustración, algún sueño sin cumplir, alguna meta que debía alcanzar antes
de que llegara el invierno y cierro los ojos. En consecuencia, me acongojo
como mi admirado horizonte, y me echo a llorar, sentándome, rodeando con mis
antebrazos a mis rodillas y ocultando mi rostro entre mis brazos. Sollozo en
silencio, inhalo y exhalo en mi angustia y, en un intento de desahogar todas
mis penas, tomo una bocanada de aire fresco que, al entrar a mis pulmones,
se convierte en fuego vivo. « ¡Me abandonasteis!» fue mi confesión al vacío,
el grito desgarrador que solamente el otoño ha escuchado y sólo mis lamenta-
ciones comprenden.
Lloro casi inconsolablemente. El otoño, la brisa, las hormigas, la
hierba fresca y el rocío; las emigrantes, las volátiles hojas secas, este
frondoso árbol en cuyo pie yazco, la sombra, el resplandor y todo mi paisaje
circunstancial, son los únicos testigos de mi llanto amargo, o al menos eso
creí.
Sentí algo suave y tibio en mis pies, entonces abrí los ojos y un ani-
mal hermoso me hacía compañía. Dejé de llorar en un instante y me sequé las
lágrimas que rodaban insensatas sobre mis mejillas, precipitándose por mi
barbilla hacia el vacío que terminaba en mis piernas. Miré con agrado a
aquel ser de espeso pelaje rojo como el fuego, blanco cual invierno y oscuro
como la tierra fértil; nariz redonda, negra, húmeda, ojos brillantes color
atardecer, orejas levantadas y cola tupida. No era muy grande, su aspecto
era el de una simpática fantasía.
No obstante de su timidez, él se acercó a mí y se echó sobre las hojas
secas, justo a mi lado. Yo no conocía qué era, pero fue reconfortante su
compañía en medio de tanta soledad. Poco tiempo había pasado desde aquello,
cuando el animal se levantó, me miró con sus ojos color sol y se dio media
vuelta para alejarse caminando. Dio unos cuantos pasos, pero se detuvo y
volteó, me miró por un momento y repentinamente empezó a correr; yo decidí
seguirle.
Corrió y corrió, incansablemente corrimos. Yo seguía su cola como per-
sigue el verano a la primavera, como persigue el sol a la luna, como persi-
gue la sangre a la guerra. Yo le seguía y él me llevaba lejos de toda aque-
lla insonoridad, me llevaba hasta un estanque.
¡Cuánta hermosura!
Grandes y medianas rocas grises estaban en la orilla. Caracoles se des-
lizaban con su paso lento en las cercanías, cristalinas eran las aguas y se
apreciaban a simple vista, en el fondo del estanque, piedras grises, rojas,
marrones, azules, y ópalos de agua que brillaban en todos los colores imagi-
nables, y el firmamento se reflejaba sobre el agua, para darme seguridad ab-
soluta de su presencia en todo aquello.
A diferencia de mi previo paisaje, en éste la hierba era más verde y
viva, y estaba esta peculiar criatura bebiendo del estanque en el silencio
otoñal. Lo miré fijamente, con curiosidad, entonces él caminó hacia los ár-
boles que poblaban el bosque a algunos metros del marjal. Me intrigaba, nue-
vamente decidí seguirle en silencio, hasta que él se echó sobre la alfombra
de hojas broncíneas al pie de otro gran árbol otoñal.
Decidí acercarme como anteriormente él se acercó a mí. Para mi sorpre-
sa, me habló.
-Estamos en un santuario.
Yo no imaginé que un animal pudiera hablar jamás, esto fue realmente
inesperado. Era fascinante todo aquello, entonces entré en diálogo con él.
-¿Quién eres?- pregunté con intriga, pues no podía simplemente quedarme
ignorando por completo qué o quién era aquella criatura singular, lo único
que no parecía monótono en el ambiente.
-Soy un zorro- fue lo único que respondió.
-¿Dónde estamos?
-En un santuario.
-¿Puedo salir de aquí?
-No. Primero te perderías, antes de conseguir la salida.
-¡Se acerca el invierno y no podré salir de aquí!- exclamé soltando lá-
grimas que brotaron de mis ojos inadvertidos. –Estoy sin abrigo, no sé qué
hacer, ¡me han abandonado!
-Ten paz. Te invito a la orilla del estanque al anochecer, allí nos ve-
remos al claro del cuarto menguante- dijo el zorro, interrumpiendo mis que-
jas.
-¿Qué haremos allá?- pregunté inquiriendo. Pero el zorro no respondió.
Tras aquella última pregunta sin respuesta, él desapareció corriendo,
detrás de los frondosos árboles el pleno otoño.
No había pasado mucho tiempo desde nuestra conversación, cuando ya ha-
bía anochecido. Y allí estaba yo, en la orilla del estanque, al claro de la
sonrisa nocturna del firmamento, colándome entre el sereno, admirando a las
luciérnagas que brillaban suspendidas en el aire, interrumpiendo la oscuri-
dad uniforme como una última esperanza justo antes de morir. Y apenas empe-
zaba a esperar al zorro, cuando éste llegó a nuestro lugar acordado.
-Llegaste antes que yo- observó.
-¿Cómo te llamas?- yo quería saberlo todo sobre él.
-Eso no importa.
-Al menos dime, ¿qué hacemos aquí? ¿Para qué me invitaste a este lugar?
-Cuenta las estrellas pegadas sobre el lienzo negro del firmamento, en-
tonces podrás escapar.
-Bien. ¿Cómo se supone que debo empezar?- Pregunté, aceptando la pro-
puesta que era, más bien, un reto.
-Comienza por la osa mayor- contestó el zorro, instruyéndome.
Yo jamás había admirado un cielo tan espectacular. Estaba totalmente
oscuro, pero su hermosura era incognoscible. Eran tantas las estrellas que
poblaban al firmamento nocturno, que ya el temor a fallar al contarlas me
invadía, sin siquiera haber comenzado. Pero empecé, luego de interminables
minutos escrutando el panorama minado de cometas.
«Una… dos… tres… cuatro…» fueron mis primeras palabras, las cuales pro-
nuncié titubeante. Interrumpí la cuenta ya fallida y le hablé a mi amigo el
zorro.
-Si me equivoco, ¿qué pasará?
-Iniciarás de nuevo, pero tienes hasta el amanecer para contar cada uno
de los astros que nos arropan esta noche.
-Y si al amanecer aún no he contado todo, ¿qué pasará?
-Serás más natural que el mismísimo amor.
Me quedé en silencio, pues no supe qué responder. Entonces reinicié la
cuenta: «una… dos… tres… cuatro…».
Me equivoqué, reconté y perdí la cuenta de los diamantes nocturnales,
me embelesé en la beldad oscura de la media noche y caí en su regazo suges-
tivo; pero el zorro seguía a mi lado.
Pareció poco el tiempo y efímeras parecieron las horas, cuando el zorro
advirtió:
-Llega ya el amanecer, ¡mira!- y señaló el horizonte con su hocico es-
trecho.
Puse mi vista en el primer rayo de sol y, con angustia, pregunté:
-¿Qué es ser más natural que el mismísimo amor?
Pero el zorro no contestó. Lloré en silencio, mirando el carro de oro
que se aproximaba a la Tierra. Lloré, hasta que un rayo de sol hizo contacto
con mi piel fría por el sereno. De pronto mis lamentaciones cesaron, pues
sucedía algo extraordinario: me elevé en los aires, empecé a sentir el otoño
como parte de mí, los rayos del sol me hicieron sentir la vida como nunca
jamás lo había hecho; una fuerza maravillosa me envolvió, me abrazó y me
transformó en algo nuevo. Mi tamaño era menor de lo habitual, me sentía par-
te de la tierra, del cielo, del aire, del agua; me sentía más natural que el
mismísimo amor.
Me dejó de envolver aquella luz y descendí a la tierra nuevamente, to-
cando la hierba fresca en pleno amanecer, pero yo me sentía igual que cuando
me envolvió aquella fuerza gloriosa: libre. Podía correr como un río rumbo
al extenso mar azul, podía jugar como el viento con las flores en primavera,
las tormentas en invierno y las hojas secas en otoño; podía vivir intensa-
mente hasta el final cual roja fogata encendida y podía estar en paz, en mi
lugar, como la tierra fértil dando sus frutos. Yo era un ser humano, ahora
soy un animal sagaz, feroz y libre, propio de un bosque infinito.
El zorro me miró fijamente, con los mismos ojos color ocaso que yo co-
nocía, pero con una mirada distinta. Él me miraba feliz.
-Nadie ha logrado contar las estrellas jamás- explicó. –Yo tampoco lo
he logrado en mi vida, que ha sido toda aquí en este santuario. Y lo intento
cada noche, pero no porque quiera escapar, sino porque quiero vivir entraña-
blemente, quiero formar parte de la noche, del día, de las estrellas. El
otoño está ahora, pero muy pronto llegará el invierno y la nieve blanca cu-
brirá todo lo que vemos. Ahora, tú eres libre.
-¿Qué soy ahora?
-Eres aire, agua, tierra, fuego y libertad.
-¿Soy igual a ti?
-Sí.
-Yo no debía salir de aquí, ciertamente.
-No. Solamente debías despojarte de tu carnalidad.
Así nos fuimos, corriendo entre aquel bosque otoñal, el zorro y yo.
Ahora tengo pelaje de cobre, de nubes blancas, de azabaches; tengo nariz ne-
gra e instintos, orejas levantadas y ojos brillantes, color atardecer. Ahora
soy un animal fuera de cautiverio, soy libre aunque el otoño pronto culmina-
rá y dará la bienvenida al invierno. Ahora no lloro, ahora río y vivo de
verdad; tengo libertad en mi alma, soy un espíritu de la natura. Ahora puedo
correr bajo el firmamento siendo un zorro, siendo más natural que el mismí-
simo amor, siendo, a partir de hoy, una llamarada de otoño.

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Llamarada de otoño

  • 1. Llamarada de otoño. El silencio, cuya única interrupción es la melodía de mi respiración agitada que grita al unísono con mis pensamientos, y se convierte en viento, reina en el bosque otoñal. La hierba todavía es verde. Yazco en una alfombra de secas hojas anaranjadas, rojas, marrones, ocres, doradas, al pie de un frondoso árbol que, en primavera, en lugar de estas hojas tostadas por el sol del verano, eran flores de fantasías y sueños de mediodía las que lo alfombraban. El cielo es de un gris azulado, las nubes no están cargadas, no hay lamentaciones pluviales para hoy, pero tampoco resaltan en el firmamento con su esencia nívea. Las nubes ocultan al sol temeroso del invierno en este día grisáceo. Yo reposaba sobre aquellas incontables muertas, al pie de ese árbol que, por un instante, creí mágico. En su rústica y oscura corteza había, co- mo un ferrocarril cargado de azúcar que se dirige hacia un recóndito lugar del Mundo, hormigas diminutas que llevaban provisiones a su colonia. Yo las vi, todas en fila y sin desviarse, preparadas para el pronto invierno. Aho- ra, el otoño era un retrato en sepia de un viejo pensamiento que, algún día no tan lejano, fue policromía pura. Estoy en el umbral del invierno. El ambiente es frío, la quietud no me asombra, aunque justo ahora me parece sepulcral. El viento estremece al fo- llaje moribundo de éste precioso árbol, haciendo caer de sus ramas a las ho- jas ya muertas para llevarlas a una eterna aventura que jamás culminará. La brisa arrulla a la hierba rociada, viva; acaricia mi cabellera castaña y ha- ce contacto con mi tersa desnudez. Abro los ojos, vivo epifanías, miro en el horizonte acongojado una ban- dada de grandes aves que emigran al sur; entonces pienso en alguna vieja frustración, algún sueño sin cumplir, alguna meta que debía alcanzar antes de que llegara el invierno y cierro los ojos. En consecuencia, me acongojo como mi admirado horizonte, y me echo a llorar, sentándome, rodeando con mis antebrazos a mis rodillas y ocultando mi rostro entre mis brazos. Sollozo en silencio, inhalo y exhalo en mi angustia y, en un intento de desahogar todas mis penas, tomo una bocanada de aire fresco que, al entrar a mis pulmones, se convierte en fuego vivo. « ¡Me abandonasteis!» fue mi confesión al vacío, el grito desgarrador que solamente el otoño ha escuchado y sólo mis lamenta- ciones comprenden.
  • 2. Lloro casi inconsolablemente. El otoño, la brisa, las hormigas, la hierba fresca y el rocío; las emigrantes, las volátiles hojas secas, este frondoso árbol en cuyo pie yazco, la sombra, el resplandor y todo mi paisaje circunstancial, son los únicos testigos de mi llanto amargo, o al menos eso creí. Sentí algo suave y tibio en mis pies, entonces abrí los ojos y un ani- mal hermoso me hacía compañía. Dejé de llorar en un instante y me sequé las lágrimas que rodaban insensatas sobre mis mejillas, precipitándose por mi barbilla hacia el vacío que terminaba en mis piernas. Miré con agrado a aquel ser de espeso pelaje rojo como el fuego, blanco cual invierno y oscuro como la tierra fértil; nariz redonda, negra, húmeda, ojos brillantes color atardecer, orejas levantadas y cola tupida. No era muy grande, su aspecto era el de una simpática fantasía. No obstante de su timidez, él se acercó a mí y se echó sobre las hojas secas, justo a mi lado. Yo no conocía qué era, pero fue reconfortante su compañía en medio de tanta soledad. Poco tiempo había pasado desde aquello, cuando el animal se levantó, me miró con sus ojos color sol y se dio media vuelta para alejarse caminando. Dio unos cuantos pasos, pero se detuvo y volteó, me miró por un momento y repentinamente empezó a correr; yo decidí seguirle. Corrió y corrió, incansablemente corrimos. Yo seguía su cola como per- sigue el verano a la primavera, como persigue el sol a la luna, como persi- gue la sangre a la guerra. Yo le seguía y él me llevaba lejos de toda aque- lla insonoridad, me llevaba hasta un estanque. ¡Cuánta hermosura! Grandes y medianas rocas grises estaban en la orilla. Caracoles se des- lizaban con su paso lento en las cercanías, cristalinas eran las aguas y se apreciaban a simple vista, en el fondo del estanque, piedras grises, rojas, marrones, azules, y ópalos de agua que brillaban en todos los colores imagi- nables, y el firmamento se reflejaba sobre el agua, para darme seguridad ab- soluta de su presencia en todo aquello. A diferencia de mi previo paisaje, en éste la hierba era más verde y viva, y estaba esta peculiar criatura bebiendo del estanque en el silencio otoñal. Lo miré fijamente, con curiosidad, entonces él caminó hacia los ár- boles que poblaban el bosque a algunos metros del marjal. Me intrigaba, nue-
  • 3. vamente decidí seguirle en silencio, hasta que él se echó sobre la alfombra de hojas broncíneas al pie de otro gran árbol otoñal. Decidí acercarme como anteriormente él se acercó a mí. Para mi sorpre- sa, me habló. -Estamos en un santuario. Yo no imaginé que un animal pudiera hablar jamás, esto fue realmente inesperado. Era fascinante todo aquello, entonces entré en diálogo con él. -¿Quién eres?- pregunté con intriga, pues no podía simplemente quedarme ignorando por completo qué o quién era aquella criatura singular, lo único que no parecía monótono en el ambiente. -Soy un zorro- fue lo único que respondió. -¿Dónde estamos? -En un santuario. -¿Puedo salir de aquí? -No. Primero te perderías, antes de conseguir la salida. -¡Se acerca el invierno y no podré salir de aquí!- exclamé soltando lá- grimas que brotaron de mis ojos inadvertidos. –Estoy sin abrigo, no sé qué hacer, ¡me han abandonado! -Ten paz. Te invito a la orilla del estanque al anochecer, allí nos ve- remos al claro del cuarto menguante- dijo el zorro, interrumpiendo mis que- jas. -¿Qué haremos allá?- pregunté inquiriendo. Pero el zorro no respondió. Tras aquella última pregunta sin respuesta, él desapareció corriendo, detrás de los frondosos árboles el pleno otoño. No había pasado mucho tiempo desde nuestra conversación, cuando ya ha- bía anochecido. Y allí estaba yo, en la orilla del estanque, al claro de la sonrisa nocturna del firmamento, colándome entre el sereno, admirando a las luciérnagas que brillaban suspendidas en el aire, interrumpiendo la oscuri- dad uniforme como una última esperanza justo antes de morir. Y apenas empe- zaba a esperar al zorro, cuando éste llegó a nuestro lugar acordado.
  • 4. -Llegaste antes que yo- observó. -¿Cómo te llamas?- yo quería saberlo todo sobre él. -Eso no importa. -Al menos dime, ¿qué hacemos aquí? ¿Para qué me invitaste a este lugar? -Cuenta las estrellas pegadas sobre el lienzo negro del firmamento, en- tonces podrás escapar. -Bien. ¿Cómo se supone que debo empezar?- Pregunté, aceptando la pro- puesta que era, más bien, un reto. -Comienza por la osa mayor- contestó el zorro, instruyéndome. Yo jamás había admirado un cielo tan espectacular. Estaba totalmente oscuro, pero su hermosura era incognoscible. Eran tantas las estrellas que poblaban al firmamento nocturno, que ya el temor a fallar al contarlas me invadía, sin siquiera haber comenzado. Pero empecé, luego de interminables minutos escrutando el panorama minado de cometas. «Una… dos… tres… cuatro…» fueron mis primeras palabras, las cuales pro- nuncié titubeante. Interrumpí la cuenta ya fallida y le hablé a mi amigo el zorro. -Si me equivoco, ¿qué pasará? -Iniciarás de nuevo, pero tienes hasta el amanecer para contar cada uno de los astros que nos arropan esta noche. -Y si al amanecer aún no he contado todo, ¿qué pasará? -Serás más natural que el mismísimo amor. Me quedé en silencio, pues no supe qué responder. Entonces reinicié la cuenta: «una… dos… tres… cuatro…». Me equivoqué, reconté y perdí la cuenta de los diamantes nocturnales, me embelesé en la beldad oscura de la media noche y caí en su regazo suges- tivo; pero el zorro seguía a mi lado. Pareció poco el tiempo y efímeras parecieron las horas, cuando el zorro advirtió:
  • 5. -Llega ya el amanecer, ¡mira!- y señaló el horizonte con su hocico es- trecho. Puse mi vista en el primer rayo de sol y, con angustia, pregunté: -¿Qué es ser más natural que el mismísimo amor? Pero el zorro no contestó. Lloré en silencio, mirando el carro de oro que se aproximaba a la Tierra. Lloré, hasta que un rayo de sol hizo contacto con mi piel fría por el sereno. De pronto mis lamentaciones cesaron, pues sucedía algo extraordinario: me elevé en los aires, empecé a sentir el otoño como parte de mí, los rayos del sol me hicieron sentir la vida como nunca jamás lo había hecho; una fuerza maravillosa me envolvió, me abrazó y me transformó en algo nuevo. Mi tamaño era menor de lo habitual, me sentía par- te de la tierra, del cielo, del aire, del agua; me sentía más natural que el mismísimo amor. Me dejó de envolver aquella luz y descendí a la tierra nuevamente, to- cando la hierba fresca en pleno amanecer, pero yo me sentía igual que cuando me envolvió aquella fuerza gloriosa: libre. Podía correr como un río rumbo al extenso mar azul, podía jugar como el viento con las flores en primavera, las tormentas en invierno y las hojas secas en otoño; podía vivir intensa- mente hasta el final cual roja fogata encendida y podía estar en paz, en mi lugar, como la tierra fértil dando sus frutos. Yo era un ser humano, ahora soy un animal sagaz, feroz y libre, propio de un bosque infinito. El zorro me miró fijamente, con los mismos ojos color ocaso que yo co- nocía, pero con una mirada distinta. Él me miraba feliz. -Nadie ha logrado contar las estrellas jamás- explicó. –Yo tampoco lo he logrado en mi vida, que ha sido toda aquí en este santuario. Y lo intento cada noche, pero no porque quiera escapar, sino porque quiero vivir entraña- blemente, quiero formar parte de la noche, del día, de las estrellas. El otoño está ahora, pero muy pronto llegará el invierno y la nieve blanca cu- brirá todo lo que vemos. Ahora, tú eres libre. -¿Qué soy ahora? -Eres aire, agua, tierra, fuego y libertad. -¿Soy igual a ti? -Sí.
  • 6. -Yo no debía salir de aquí, ciertamente. -No. Solamente debías despojarte de tu carnalidad. Así nos fuimos, corriendo entre aquel bosque otoñal, el zorro y yo. Ahora tengo pelaje de cobre, de nubes blancas, de azabaches; tengo nariz ne- gra e instintos, orejas levantadas y ojos brillantes, color atardecer. Ahora soy un animal fuera de cautiverio, soy libre aunque el otoño pronto culmina- rá y dará la bienvenida al invierno. Ahora no lloro, ahora río y vivo de verdad; tengo libertad en mi alma, soy un espíritu de la natura. Ahora puedo correr bajo el firmamento siendo un zorro, siendo más natural que el mismí- simo amor, siendo, a partir de hoy, una llamarada de otoño.