1. el rey de las perlas
por Blake y Deena Clark
MIKIMoTO
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Mikimoto, el rey de las perlas
Blake y Deena Clark
K
orichi Mikimoto, animoso anciano que llegó a los noventa y seis
años, fue uno de los ciudadanos más útiles del Japón. En su cali-
dad de rey mundial de las perlas, hacía entrar anualmente al país
300 000 dólares, moneda tan codiciada en estos tiempos.
Hace muchos años era apenas un humilde vendedor ambulante de
orejas de mar, langostas y pepinos de mar desecados. Contaba treinta y
tres de edad cuando en una exposición de productos marinos celebrada
en Yokohama vio vender granillos de perlas a precios exorbitantes. Entre
las cosas que exhibían allí se contaba el ciclo de la formación de la per-
la. Cualquier partícula de un cuerpo extraño —grano de arena o esquirla
de concha— al alojarse en la parte blanda de la ostra, irrita sus delicadas
membranas. Para desembarazarse de esa molestia, el molusco segrega lá-
grimas de carbonato de calcio, las cuales van formando millares de del-
gadísimas capas que acaban por solidificarse. Es así como el llanto de un
insignificante molusco se trueca en perla de espléndido oriente.
Por la imaginación de Mikimoto cruzó la idea de que tal vez pudieran
emplearse medios artificiales para que la ostra hiciese lo mismo que aho-
ra llevaba a cabo naturalmente por obra de la casualidad. Acariciando tal
proyecto se dirigió a la bahía de Ago, ensenada poco profunda y tranquila.
Allí, a salvo del tiburón y de las peligrosas presiones submarinas, empezó a
recoger ostras, cuyas valvas entreabría unos milímetros para introducir un
grano de arena entre el cuerpo y la concha del molusco. Al cabo de algunas
semanas tenía distribuidas bajo el agua, con intervalos de 30 centímetros
entre una y otra, 10 000 ostras debidamente arenizadas. Meses después, al
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sacar una porción de ellas, notó con gran desencanto que en ninguna había
ni asomos de la más diminuta perla.
Con tesonera voluntad empezó de nuevo. Semanas y meses estuvo
haciendo experimentos día tras día, metido en el agua hasta la cintura.
Contrajo deudas para pagar los buzos que le ayudaban a conseguir ostras
perleras. En unas introdujo esferitas de arcilla; en otras, pedacillos de ná-
car, vidrio, cobre o parafina. Varió la colocación de todos estos irritantes;
unas veces los insertaba cerca de la charnela, otras en el borde del manto,
otras en la nacarada e iridiscente capa de las ostras. Al sumergirlas de nue-
vo cuidaba de ponerlas a diferentes profundidades y en aguas de diferente
temperatura.
Trascurrieron dos desalentadores años en que no obtuvo resultado
alguno. Al tercero, una infinidad de plánctones —microscópicos anima-
lillos que hacen presa en las ostras— invadieron la bahía. Sólo quedaron
con vida las de una caleta adonde no alcanzó la plaga. Aunque con pocas
esperanzas de hallar lo que deseaban, Mikimoto y Ume, su mujer, emplea-
ron seis melancólicos días en abrir esas ostras que, como de costumbre, no
contenían perlas. Por fin, el 11 de julio de 1893 —fecha inolvidable para
Mikimoto— Ume abrió una ostra en la que vio brillar irisada y semiesfé-
rica perla.
Riendo y llorando a un tiempo, marido y mujer abrieron con febril
ansiedad las restantes ostras, en las que hallaron cuatro perlas más. Aun
no siendo perfectas, por faltarles la redondez debida, eran todas raras y
valiosas y se debían a la industria de Mikimoto. Regresaron a casa apre-
suradamente los felices esposos, depositaron su hallazgo en el altar de la
familia, y dieron gracias al cielo por el buen éxito obtenido.
Después de patentar su procedimiento, Mikimoto emprendió el cul-
tivo de perlas en grande escala. En la deshabitada islilla de Tatoku (nombre
que significa “Muchas virtudes”), él, su mujer y sus cinco hijos establecie-
ron un parque ostrícola de 280 hectáreas de extensión. En los cuatro años
siguientes, Mikimoto depositó en el fondo de la bahía 50 000 ostras per-
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leras cada mes de abril. Los primeros rendimientos fueron exiguos; no así
los segundos, sorprendentes por lo magníficos. En 1901, cuando el prín-
cipe Komatsu asistió a la coronación del rey Eduardo VII en Inglaterra,
obsequió al nuevo soberano con una colección de perlas cultivadas por
Mikimoto, que causaron gran sensación en Londres.
Mikimoto se vio honrado con una audiencia del Emperador Meiji,
a quien interesaba oír de los propios labios del cultivador de perlas la ex-
plicación del modo como llevaba a cabo ese prodigio. Al salir de palacio
fue a visitar la tumba de su recién fallecida esposa, para darle cuenta de la
distinción de que acababan de hacerle objeto.
No había logrado aún Mikimoto obtener perlas esféricas. En enero
de 1905 halló, con gran sorpresa, cinco perlas enteramente redondas entre
las cultivadas en sus ostreros. Al abrirlas echó de ver algo muy curioso: se
habían formado alrededor de un núcleo que accidentalmente se alojó en el
manto mismo del molusco; este fue cubriendo con nacaradas capas con-
céntricas el cuerpo extraño que lo lastimaba, y formó así la perla perfecta
tan afanosamente buscada por Mikimoto.
¡Al fin había dado con el secreto! La equivocación en que incurriera
hasta entonces consistía en haber insertado la partícula extraña entre la
concha y el manto, lo cual imposibilitaba a la ostra para cubrir ese núcleo
por igual en todo su contorno.
Ya al tanto de esto, insertó de allí en adelante el grano destinado a
servir de núcleo dentro del manto de ostras de tres años. Era menester
practicar esta operación con gran tiento, cosa que el grano no causase la
muerte de la ostra por haber penetrado más de lo debido, ni quedase tan
a flor del manto que el molusco pudiera expulsarlo. Cuando las ostras al-
canzaron su cabal desarrollo había seis perlas redondas y de asombrosa
hermosura en las primeras ciento que abrió Mikimoto.
Para poner las ostras fuera del alcance de sus naturales enemigos,
las colocó en jaulas de malla de alambre suspendidas de balsas flotantes.
Allí podían alimentarse y crecer resguardadas de la voracidad de anguilas
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y pulpos, y podían ser izadas, en caso necesario, para sustraerlas al peligro
de plánctones o de corrientes adversas. Cada cuatro meses se revisaban las
jaulas, tanto para desembarazarlas de algas y lapas cuanto para inspeccio-
nar minuciosamente las ostras y darles una limpieza.
“Las perlas, lo mismo que los vinos, tienen su punto de perfección que
depende de la temperatura, de la luz solar y de las lluvias —decía Mikimoto—.
Temperaturas moderadas, unidas a corrientes favorables de la bahía, tienden
a producir rendimientos perfectos en el ostrero. Cierto año cambiaron las co-
rrientes a causa de un terremoto; otro año sobrevino una ola de frío; en ambos
casos los resultados fueron ruinosos. El exceso de lluvias hace que las perlas
pierdan su lustre. Este año hemos contado con el tiempo más favorable que ha
habido en diez años, y los resultados prometen ser excelentes”.
A medida que iba ensanchando su industria le era más difícil a
Mikimoto contar con embriones de ostras en número adecuado a las nece-
sidades de sus criaderos. Con harta frecuencia los embriones perecían de-
vorados por sus enemigos sin haber alcanzado el desarrollo indispensable
para que pudiera darse comienzo al cultivo de la perla. Mikimoto resolvió
apoderarse de los embriones antes que sus enemigos lo hicieran.
Eso lo condujo a otra importante invención: unos marcos de tela
metálica recubierta con cemento de cal adhesivo. Estos marcos o colecto-
res los depositaba en el fondo del agua a principio de julio y los sacaba en
noviembre cuajados de millares de embriones, los cuales desprendía para
pasarlos a jaulas donde se desarrollasen resguardados de todo peligro.
Para procurarse ostras de tres años, de las que viven en estado “sal-
vaje” en el lecho del océano, empleó robustas pescadoras, llamadas en el
país amas, esto es, “mujeres del mar”, las cuales son capaces de bucear a
profundidades de tres o cuatro brazas y de resistir más de un minuto bajo
el agua. Mikimoto aseguraba que la mujer es mejor buzo que el hombre y
que su edad más útil para este oficio es de los cuarenta a los cincuenta y
nueve años. Kitamura Oroku, la campeona de todas las que empleó, con-
taba cincuenta y ocho.
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Grande fue la conmoción del mercado europeo de perlas cuando se
ofrecieron las de Mikimoto a precio que era sólo la cuarta parte del enton-
ces corriente. Los compradores no acertaban a diferenciar los ejemplares
más hermosos de esas perlas cultivadas de las naturales; sólo con el auxilio
de aparatos de rayos X especialmente adaptados a ese efecto era dable dis-
tinguir unas de otras. Los joyeros de París se indignaron; tenían invertidas
gruesas sumas en perlas naturales. Boicotearon al que había comprado las
perlas de Mikimoto.
Sobrevino un pleito. La asociación de joyeros trató de probar que
las perlas del japonés eran falsas. Pero eminentes biólogos, tras de some-
terlas a exámenes muy minuciosos, las declararon legítimas desde todo
punto de vista. La única diferencia entre las perlas de formación natural
y las cultivadas consistía en que aquella partícula de unas y otras que no
era perla —el minúsculo grano que servía de núcleo— se introducía en las
primeras por obra de una casualidad debida a la Naturaleza, en tanto que
en las segundas la insertaba científicamente la mano del hombre. No había
en realidad fundamento alguno para asignarles diferente valor.
A pesar de haber triunfado en toda la línea, Mikimoto se empeñó en
distinguir sus perlas aplicándoles el calificativo de “cultivadas”; deseaba
que el mundo entero supiese que eran fruto de su industriosa inventiva.
Para exhibirlas abrió salones en Los Ángeles, San Francisco de
California, Chicago, Nueva York, París, Bombay, Shanghái y Kobe. Llegó a
disponer de 12 millones de ostras, que producían aproximadamente el 75
por 100 de las perlas necesarias para suplir la demanda mundial.
En 1921, al caducar los derechos de patente de Mikimoto para el cul-
tivo de la perla, las aguas vecinas a sus ostreros se poblaron rápidamente
de balsas de competidores, muchos de los cuales habían hecho su aprendi-
zaje con él. Algunos inundaron los mercados de perlas de inferior calidad.
Con el fin de afearles tal conducta y de demostrar al propio tiempo que
él negociaba únicamente en perlas de primera, Mikimoto instaló, el 10 de
julio de 1933, en la calle más concurrida de Kobe un hornillo en el cual
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arrojó —en medio del asombro de un público que se resistía a creer lo que
estaba viendo— 750 000 perlas de segunda clase.
Tardó veinte años en reunir las del más hermoso de sus collares.
Está evaluado en 350 000 dólares. Tiene 47 perlas cuyo grosor le da una
longitud igual a la que tendría un collar de 100 perlas de tamaño corriente.
La del medio es la más maravillosa de cuantas han salido de sus ostreros.
Según Mikimoto, la creencia de que las perlas deben usarse para que
no pierdan su lustre, carece de fundamento. “De igual modo que la lozanía
de una mujer hermosa —decía él—, la de las perlas va desvaneciéndose
con los años. La conservarán por varias generaciones si cuidamos de fro-
tar suavemente cada perla, primero, con un trapo humedecido en alcohol
y agua tibia, y luego con otro empapado en agua solamente. Nunca ha de
dejarse en las perlas ni rastro de humedad. Tampoco debe sumergirse el
collar en agua ni en ningún otro líquido, porque las perlas, al absorber el
que queda en el hilo, se manchan o pierden el color. Evítense los polvos
para abrillantarlas. Nada se consigue con frotar una perla; su oriente no
está en la superficie, sino en el interior”.
El anciano, que murió en 1954, se reía de los que atribuyen a las per-
las virtudes curativas. “Pero he notado —observaba con un guiño malicio-
so— que son pocas las enfermas que no experimenten gran alivio cuando
las obsequian con un collar de perlas”.