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HISTORIA DE LA ESTUPIDEZ HUMANA
PAUL TABORI
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INTRODUCCIÓN
Algunos nacen estúpidos, otros alcanzan el estado de estupidez, y
hay individuos a quienes la estupidez se les adhiere. Pero la mayoría
son estúpidos no por influencia de sus antepasados o de sus contempo-
ráneos. Es el resultado de un duro esfuerzo personal. Hacen el papel
del tonto. En realidad, algunos sobresalen y hacen el tonto cabal y
perfecto. Naturalmente, son los últimos en saberlo, y uno se resiste a
ponerlos sobre aviso, pues la ignorancia de la estupidez equivale a la
bienaventuranza.
La estupidez, que reviste formas tan variadas como el orgullo, la
vanidad, la credulidad, el temor y el prejuicio, es blanco fundamental
del escritor satírico, como Paul Tabori nos lo recuerda, agregando que
“ha sobrevivido a millones de impactos directos, sin que éstos la hayan
perjudicado en lo más mínimo”. Pero ha olvidado mencionar, quizás
porque es demasiado evidente, que si la estupidez desapareciera, el
escritor satírico carecería de tema.
Pues, como en cierta ocasión lo señaló Christopher Morley, “en
un mundo perfecto nadie reiría”. Es decir, no habría de que reírse, nada
que fuera ridículo. Pero, ¿podría calificarse de perfecto a un mundo del
que la risa estuviera ausente? Quizás la estupidez es necesaria para dar
no sólo empleo al autor satírico sino también entretenimiento a dos
núcleos minoritarios: 1) los que de veras son discretos, y 2) los que
poseen inteligencia suficiente para comprender que son estúpidos.
Y cuando empezamos a creer que una ligera dosis de estupidez no
es cosa tan temible, Tabori nos previene que, en el trascurso de la his-
toria humana, la estupidez ha aparecido siempre en dosis abundantes y
mortales. Una ligera proporción de estupidez es tan improbable como
un ligero embarazo. Más aún, las consecuencias de la estupidez no sólo
son cómicas sino también trágicas. Son reideras, pero ahí concluye su
utilidad. En realidad, sus consecuencias negativas a todos influyen, y
no sólo a quienes la padecen. El mismo factor que antaño ha determi-
nado persecuciones y guerras, puede ser la causa de la catástrofe defi-
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nitiva en el futuro.
Pero encaremos el problema con optimismo. Acabando con la ra-
za humana, la estupidez acabaría también con la propia estupidez. Y
ése es un resultado que la sabiduría nunca supo alcanzar.
En su inquieto (y fecundo) libro, Paul Tabori describe los aspectos
divertidos y las horribles consecuencias de la estupidez. El lector ríe y
llora (ante el espectáculo humano) y sobre todo reflexiona. A menos,
naturalmente, que el lector sea estúpido.
Pero no es probable que la persona estúpida se sienta atraída por
un libro como éste. Una de las concomitantes de la estupidez es la
pereza, y en nuestro tiempo hay cosas más fáciles que leer un libro
(especialmente un libro sin ilustraciones y que no ha sido condensado).
Tampoco trae un cadáver en la cubierta, ni una joven bella y apasiona-
da.
Sin embargo, el lector que supere esta introducción y el breve
primer capítulo hallará después abundante derramamiento de sangre y
erotismo, y también ingenio, rarezas, fantasmas y exotismo. Quizás no
existe argumento, porque esta obra no es de ficción, pero hay algunos
episodios auténticos (o por lo menos bastante probados), cualquiera de
los cuales podría servir de base a un cuento... o a una pesadilla.
Tabori muy bien podría haber llamado a su libro: La anatomía de
la estupidez, pues ha encarado el tema con el mismo bagaje de erudi-
ción y de entusiasmo que Robert Burton aplicó en La Anatomía de la
Melancolía. Aquí, lo mismo que en el tratado del siglo XVII, hallamos
una sorprendente colección de conocimientos raros, cuidadosamente
organizados y bien presentados. Aparentemente, Tabori leyó todo lo
que existe sobre el tema, de Erasmo a Shaw y de Oscar Wilde a Oscar
Hammerstein.
El autor revela el tipo de curiosidad intelectual que no se atiene a
las fronteras establecidas por la cátedra universitaria o por las especia-
lidades científicas, y que es tan difícil hallar en nuestros días. A seme-
janza del estudioso europeo de la generación anterior, o del hombre
culto del Renacimiento, pasa fácilmente de la historia a la literatura, y
de ésta a la ciencia, citando raros volúmenes de autores franceses,
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alemanes, latinos, italianos y húngaros. Sin embargo, su prosa nunca es
pesada ni pedante. En lugar de exhibir un arsenal de notas eruditas,
oculta las huellas de su trabajo, del mismo modo que el carpintero
elimina el aserrín dejado por la sierra.
Aunque Tabori dice modestamente de su libro que es mero
“muestrario”, se trata de un muestrario profundamente significativo. Si,
como dice el autor, ésta no es la historia completa de la estupidez, sólo
nos resta sentirnos impresionados (y deprimidos) ante la vastedad del
tema. Sería lamentable llegar a la conclusión de que es posible escribir
sobre la estupidez del hombre un libro más voluminoso que sobre su
sabiduría.
La fascinación que ejerce la obra de Tabori proviene precisamente
de la variedad de los temas abordados. Obras antiguas, medievales y
modernas le han suministrado toda suerte de hechos increíbles y de
leyendas creíbles sobre este “astro siniestro que difunde la muerte en
lugar de la vida”. El autor cita sorprendentes ejemplos de estupidez
relacionados con la codicia humana, el amor a los títulos y a las cere-
monias, las complicaciones del burocratismo, las complicaciones no
menos ridículas del aparato y de la jerga jurídica, la fe humana en los
mitos y la incredulidad ante los hechos, el fanatismo religioso, sus
absurdos y manías sexuales, y la tragicómica búsqueda de la eterna
juventud.
Sí, éste es el lamentable archivo de la humana estupidez, desde los
vanos ritos de Luis XIV hasta la autocastración de la secta religiosa de
los skoptsi; desde el miembro de la Academia Francesa de Ciencias
que obstinadamente insistió en que el invento de Édison, el fonógrafo,
era burdo truco de ventrílocuo, a la técnica de Hermippus, que asegu-
raba la prolongación de la vida mediante la inhalación del aliento de
las jóvenes doncellas, desde la fe en la vid que producía sólidas uvas
de oro, al bibliófilo italiano que consagró veinticinco años a la creación
de una biblioteca de los libros más aburridos del mundo. ¡Cuán estúpi-
dos somos los mortales!
En general, Paul Tabori se contenta con relatar la historia de la
estupidez, acumulando ejemplos y más ejemplos. En su condición de
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estudioso objetivo, no deduce moralejas ni extrae lecciones. Sin em-
bargo, como hombre sensible que es, experimenta dolor y desaliento.
“La estupidez”, nos dice con tristeza, “es el arma más destructiva del
hombre, su más devastadora epidemia, su lujo más costoso”.
¿Sugiere Tabori una cura efectiva de la estupidez? ¿Anticipa el
pronto fin de esta peste? Tiene algunas ideas, relacionadas con la salud
de la psiquis, y alienta ciertas esperanzas. Pero conoce demasiado bien
a la raza humana, de modo que no puede prometer mucho. Habida
cuenta de la experiencia de siglos, abrigar mayores esperanzas sería
también dar pruebas de estupidez.
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I
LA CIENCIA NATURAL DE LA ESTUPIDEZ
Este libro trata de la estupidez, la tontería; la imbecilidad, la inca-
pacidad, la torpeza, la vacuidad, la estrechez de miras, la fatuidad, la
idiotez, la locura, el desvarío. Estudia a los estúpidos, los necios, los
seres de inteligencia menguada, los de pocas luces, los débiles menta-
les, los tontos, los bobos, los superficiales; los mentecatos, los novatos
y los que chochean; los simples, los desequilibrados, los chiflados, los
irresponsables, los embrutecidos. En él nos proponemos presentar una
galería de payasos, simplotes, badulaques, papanatas, peleles, zotes,
bodoques, pazguatos, zopencos, estólidos, majaderos y energúmenos
de ayer y de hoy. Describirá y analizará hechos irracionales, insensa-
tos, absurdos, tontos, mal concebidos, imbéciles... y por ahí adelante.
¿Hay algo más característico de nuestra humanidad que el hecho de
que el Thesaurus de Roget consagre seis columnas a los sinónimos,
verbos, nombres y adjetivos de la “estupidez”, mientras la palabra
“sensatez” apenas ocupa una? La locura es fácil blanco, y por su mis-
ma naturaleza la estupidez se ha prestado siempre a la sátira y la críti-
ca. Sin embargo (y también por su propia naturaleza) ha sobrevivido a
millones de impactos directos, sin que éstos la hayan perjudicado en lo
más mínimo. Sobrevive, triunfante y gloriosa. Como dice Schiller, aun
los dioses luchan en vano contra ella.
Pero podemos reunir toda clase de datos de carácter semántico
sobre la estupidez, y a pesar de ello hallarnos muy lejos de aclarar o
definir su significado. Si consultamos a los psiquiatras y a los psicoa-
nalistas, comprobamos que se muestran muy reticentes. En el texto
psiquiátrico común hallaremos amplias referencias a los complejos,
desequilibrios, emociones y temores; a la histeria, la psiconeurosis, la
paranoia y la obsesión; y los desórdenes psicosomáticos, las perversio-
nes sexuales, los traumas y las fobias son objeto de cuidadosa atención.
Pero la palabra “estupidez” rara vez es utilizada; y aún se evitan sus
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sinónimos.
¿Cuál es la razón de este hecho? Quizás, que la estupidez también
implica simplicidad... y bien puede afirmarse que el psicoanálisis se
siente desconcertado y derrotado por lo simple, al paso que prospera en
el reino de lo complejo y de lo complicado.
He hallado una excepción (puede haber otras): el doctor Alexan-
der Feldmann, uno de los más eminentes discípulos de Freud. Este
autor ha contemplado sin temor el rostro de la estupidez, aunque no le
ha consagrado mucho tiempo ni espacio en sus obras. “Contrástase
siempre la estupidez”, dice, “con la sabiduría. El sabio (para usar una
definición simplificada) es el que conoce las causas de las cosas. El
estúpido las ignora. Algunos psicólogos creen todavía que la estupidez
puede ser congénita. Este error bastante torpe proviene de confundir al
instrumento con la persona que lo utiliza. Se atribuye la estupidez a
defecto del cerebro; es, afírmase, cierto misterioso proceso físico que
coarta la sensatez del poseedor de ese cerebro, que le impide reconocer
las causas, las conexiones lógicas que existen detrás de los hechos y de
los objetos, y entre ellos”.
Bastará un ligero examen para comprender que no es así. No es la
boca del hombre la que come; es el hombre que come con su boca. No
camina la pierna; el hombre usa la pierna para moverse. El cerebro no
piensa; se piensa con el cerebro. Si el individuo padece una falla con-
génita del cerebro, si el instrumento del pensamiento es defectuoso, es
natural que el propio individuo no merezca el calificativo de discreto...
pero en ese caso no lo llamaremos estúpido. Sería mucho más exacto
afirmar que estamos ante un idiota o un loco.
¿Qué es, entonces, un estúpido? “El ser humano”, dice el doctor
Feldmann, “a quien la naturaleza ha suministrado órganos sanos, y
cuyo instrumento raciocinante carece de defectos, a pesar de lo cual no
sabe usarlo correctamente. El defecto reside, por lo tanto, no en el
instrumento, sino en su usuario, el ser humano, el ego humano que
utiliza y dirige el instrumento.”
Supongamos que hemos perdido ambas piernas. Naturalmente, no
podremos caminar; de todos modos, la capacidad de caminar aún se
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encuentra oculta en nosotros. Del mismo modo, si un hombre nace con
cierto defecto cerebral, ello no lo convierte necesariamente en idiota;
su obligada idiotez proviene de la imperfección de su mente. Esto nada
tiene que ver con la estupidez; pues un hombre cuyo cerebro sea per-
fecto puede, a pesar de todo, ser estúpido; el discreto puede convertirse
en estúpido y el estúpido en discreto. Lo cual, naturalmente, sería im-
posible si la estupidez obedeciera a defectos orgánicos, pues estas
fallas generalmente revisten carácter permanente y no pueden ser cura-
das.
Desde este punto de vista, la famosa frase de Oscar Wilde conser-
va su validez: “No hay más pecado que el de estupidez”. Pues la estu-
pidez es, en considerable proporción, el pecado de omisión, la perezosa
y a menudo voluntaria negativa a utilizar lo que la Naturaleza nos ha
dado, o la tendencia a utilizarlo erróneamente.
Debemos subrayar, aunque parezca una perogrullada, que cono-
cimiento y sabiduría no son conceptos idénticos, ni necesariamente
coexistentes. Hay hombres estúpidos que poseen amplios conocimien-
tos; el que conoce las fechas de todas las batallas, o los datos estadísti-
cos de las importaciones y de las exportaciones puede, a pesar de todo,
ser un imbécil. Hay hombres discretos cuyos conocimientos son muy
limitados. En realidad, la extraordinaria abundancia de conocimientos
a menudo disimula la estupidez, mientras que la sabiduría de un indi-
viduo puede ser evidente a pesar de su ignorancia... sobre todo si la
posición que ocupa en la vida no nos permite exigirle conocimientos ni
educación.
Lo mismo nos ocurre con los animales, los niños y los pueblos
primitivos. Admiramos la sagacidad “natural” de los animales, la viva-
cidad “natural” del niño o del hombre primitivo. Hablamos de la “sabi-
duría” de las aves migratorias, capaces de hallar un clima más cálido
cuando llega el invierno; o del niño, que sabe instintivamente cuánta
leche puede absorber su cuerpo; o del salvaje que, en su medio natural,
sabe adaptarse a las exigencias de la Naturaleza.
“Si nuestra pierna o nuestro brazo nos ofende” exclama con elo-
cuencia Burton en La anatomía de la melancolía, “nos esforzamos,
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echando mano de todos los recursos posibles, por corregirla; y si se
trata de una enfermedad del cuerpo, mandamos llamar a un médico;
pero no prestamos atención a las enfermedades del espíritu: por una
parte nos acecha la lujuria, y por otra lo hacen la envidia, la cólera y la
ambición. Como otros tantos caballos desbocados nos desgarran las
pasiones, que son algunas fruto de nuestra disposición, y otras del
hábito; y una es la melancolía, y otra la locura; ¿y quién busca ayuda, y
reconoce su propio error, o sabe que está enfermo? Como aquel estúpi-
do individuo que apagó la vela para que las pulgas que lo torturaban no
pudiesen hallarlo...”
Burton señala aquí una de las principales características de la es-
tupidez: apagar la vela- ahogar la luz- confundir la causa y el efecto.
Las pulgas que nos pican prosperan en la oscuridad; pero nuestra estu-
pidez supone que si no podemos verlas, ellas tampoco nos verán... del
mismo modo que el hombre estúpido vive siempre en la inconciencia
de su propia estupidez. El hombre realmente discreto lo es sin pensar.
Su mente no es la fuente de su propia sabiduría, sino más bien el reci-
piente y el órgano de expresión. El ego que piensa correctamente no
tiene otra tarea que la de tomar nota de los deseos instintivos. A lo
sumo, decide si es conveniente o no seguir estos impulsos en las cir-
cunstancias dadas. Esta “crítica” no constituye una cualidad indepen-
diente del ego pensante, sino desarrollo final de un proceso instintivo.
Cuando cobra caracteres conscientes o superconscientes, fracasa. Co-
mo previene Hazlitt: “La afectación del raciocinio ha provocado más
locuras y determinado más perjuicios que ningún otro factor”. En los
niños y en los pueblos primitivos se observa que el pensamiento está
consagrado casi exclusivamente a la autoexpresión y no a la creación.
Pues toda actividad creadora es siempre resultado del instinto, por
mucho que nos esforcemos por infundirle carácter consciente.
Existen individuos en quienes el instinto y el pensamiento están
totalmente fusionados; en tal caso nos hallamos frente a un genio, un
ser humano capaz de expresar cabalmente sus cualidades humanas.
Pero esto es posible únicamente cuando el hombre no utiliza el pensa-
miento para disimular sus propios instintos, sino más bien para darles
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más perfecta expresión. Todos los grandes descubrimientos son fruto
de la perfecta cooperación entre el instinto y la razón. Dice el doctor
Feldmann:
“En la práctica médica a menudo observamos que los medios de
expresión- el proceso de pensamiento- parece desplazar completamente
los instintos, monopolizando o usurpando el lugar de éstos. El pensa-
miento es esencialmente una inhibición, y si domina la vida espiritual
del individuo, puede determinar la parálisis total de las emociones. En
este caso nos hallamos ya ante una condición patológica, relacionada
con el sentimiento de la anormalidad y de la enfermedad, capaz de
provocar sufrimientos y de obligar al hombre a negar una de las más
importantes manifestaciones de la vida humana: sus emociones. Por lo
tanto, es posible alcanzar la sabiduría por dos caminos: absteniéndose
totalmente de pensar, y confiando exclusivamente en los instintos, o
pensando, pero sólo para expresar el propio yo. En su condición de
seres emocionales, todos los hombres son iguales, del mismo modo
que sólo existen pequeñas diferencias anatómicas entre todos los
miembros de la raza humana. Por consiguiente, el hombre estúpido es
tal porque no quiere o no se atreve a expresar su propio yo; o porque su
aparato pensante se ha paralizado, de modo que no es apto para la
autoexpresión, de modo que el individuo no puede ver u oír las directi-
vas impartidas por sus propios instintos”.
Toda actividad humana es autoexpresión. Nadie puede dar lo que
no lleva en sí mismo. Cuando hablamos, o escribimos, o caminamos, o
comemos, o amamos, estamos expresándonos. Y este yo que expresa-
mos no es otra cosa que la vida instintiva, con sus dos fecundas válvu-
las de escape: el instinto de poder y el instinto sexual.
Los animales, los niños, los hombres primitivos se esfuerzan por
expresar su voluntad y sus deseos sólo con el fin de satisfacer o de
realizar su propia voluntad. El obstáculo fundamental y permanente
que se opone a la realización de los deseos humanos, a la expresión de
la voluntad humana, es la Naturaleza misma; pero en el transcurso del
tiempo se ha desarrollado cierta instintiva cooperación entre la Natu-
raleza y el hombre, de modo que al fin ambos factores son casi idénti-
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cos, o, por lo menos, uno de ellos se ha subordinado completamente al
otro.
La vida social del hombre y la vida cultural de la humanidad se
han desarrollado de un modo extraño. La expresión de la voluntad y
del deseo ha tropezado con dificultades cada vez mayores. De ellas, la
primera y principal reviste carácter esencialmente ético. Pero expresar
el deseo y la voluntad ha sido siempre necesidad fundamental y general
del hombre, independientemente de las normas éticas a las que debió
someterse. Digamos de pasada que dichas normas constituyen el fun-
damento de toda nuestra cultura. Pero, en esencia, todas las realizacio-
nes culturales de la humanidad son expresiones de la voluntad humana;
es decir, realizaciones de deseos humanos.
Y ésta es la razón, afirman algunos psicólogos, de que puedan
existir seres estúpidos; es decir, de que sea posible la contradicción
entre el Homo sapiens y la estupidez. Si el esfuerzo por satisfacer los
propios deseos o por expresar la propia voluntad tropieza con resisten-
cias excesivas, dicha resistencia cobra carácter general, e incluye al
instrumento fundamental de expresión: el pensamiento.
Quizás esto parezca demasiado retorcido y complejo, pero un
ejemplo sencillo servirá de aplicación. Consideremos la estupidez
aguda y temporaria que es fruto de la vergüenza. El sentimiento de
vergüenza es más intenso y más frecuente durante la pubertad. Arraiga
en la sexualidad, y responde al hecho de que la madurez sexual resulta
cada vez más evidente. El ego, educado para negar u ocultar esta situa-
ción, siente que, sea cual fuere la actitud que adopte (hablar, caminar,
etc.) siempre está expresando lo que, precisamente, se le ha enseñado a
ocultar. De este modo se crea una situación en virtud de la cual el ado-
lescente no puede expresarse. Es decir, el sujeto no quiere hacerlo. Hay
un violento choque entre el deseo y la realización, entre la voluntad y
las fuerzas deformadoras. En la mayoría de los casos triunfa la repre-
sión. La derrota del deseo y de la voluntad aparece como expresión de
“estupidez”. Las risitas de las muchachas; el paso vacilante y torpe de
los adolescentes; las extrañas contradicciones de la conducta de aque-
llas y de éstos, son consecuencia de este conflicto.
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Durante el desarrollo del ser humano, el constante esfuerzo por
obtener poder, la vergüenza subconsciente ante su propio egocentris-
mo, y la estupidez aguda y temporaria que esta vergüenza provoca,
surgen con caracteres cada vez más destacados. Sea cual fuere el cen-
tro de la actividad individual, el hombre aspira a destacarse del resto
(ya se trate de jugar a los naipes o de amasar una fortuna). Al mismo
tiempo, teme que su intención sea evidente... o demasiado evidente.
Procura ocultarla, pero le inquieta la posibilidad de que sus esfuerzos
por disimularla fracasen, o de que se frustre su propia ambición. Por
eso en muchos casos se abstiene de actuar (estupidez pasiva) o actúa
erróneamente (estupidez activa).
Si este sentimiento de vergüenza se torna crónico, también la es-
tupidez se convierte en condición crónica. Con el tiempo, el hombre
olvida que su estupidez no es más que un desarrollo secundario; siente
como si su condición fuera la de un “estúpido nato”. A medida que la
estupidez lo envuelve, y que se resigna a ella, le es cada vez más difícil
adquirir conocimientos, y la ignorancia se suma a la estupidez, de
modo que un par de anteojeras se agrega al otro.
Por consiguiente, la estupidez es esencialmente miedo, nos dice el
doctor Feldmann. Es el temor a la crítica; el temor a otras personas, o
al propio yo.
Por supuesto, la estupidez tiene diferentes formas y manifestacio-
nes. Algunas personas son estúpidas sólo en su círculo familiar inme-
diato, o con ciertas relaciones, o en público. Algunos son estúpidos
sólo cuando necesitan hablar; otros, cuando se ven obligados a escribir.
Todas estas “estupideces limitadas” pueden combinarse. Ocurre a
menudo que los niños se muestran brillantes e inteligentes en el hogar,
pero no en la escuela; en otros casos, obtienen buenos resultados en la
escuela pero en el hogar revelan escasa capacidad. Ciertas personas
demuestran estupidez en las relaciones con el sexo opuesto... padecen
una forma de impotencia mental. Hay hombres que preparan cuidado-
samente el principio de la conversación, y luego no saben qué decir. Se
retraen y renuncian a la tentativa, para evitar la derrota. El mismo fe-
nómeno se observa en muchas mujeres, aunque ellas pueden refugiar-
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se, en la convención, todavía vigente, según la cual al hombre toca
llevar el peso principal de la conversación.
La estupidez y el temor, ¿son sinónimos absolutos? Charles Ri-
chet, el eminente psicólogo e investigador de ciencias ocultas, encaró
derechamente el problema... ¡y luego resolvió esquivarlo! Su defini-
ción es de carácter negativo: “Estúpido no es el hombre que no com-
prende algo, sino el que lo comprende bastante bien, y sin embargo
procede como si no entendiera.” Yo diría que esta frase incluye dema-
siados elementos negativos. El doctor L. Loewenfeld, cuya obra Über
die Dummheit (Sobre la estupidez), de casi 400 páginas, alcanzó dos
ediciones entre 1909 y 1921, enfoca el problema de la estupidez desde
el punto de vista médico; pero este autor se interesa más por la clasifi-
cación que por la definición.
Agrupa del siguiente modo las formas de expresión a través de las
cuales se manifiesta la estupidez:
“Estupidez general y parcial. La inteligencia defectuosa de los
hombres de talento. La percepción inmadura. La escasa capacidad de
juicio. La desatención, las asociaciones torpes, la mala memoria. La
torpeza, la simplicidad. La megalomanía, la vanidad. La temeridad, la
sugestionabilidad. El egotismo. La estupidez y la edad; la estupidez y
el sexo; la estupidez y la raza; la estupidez y la profesión; la estupidez
y el medio. La estupidez en la vida económica y social; en el arte y la
literatura; en la ciencia y la política.”
La famosa obra del profesor W. B. Pitkin, A Short Introduction to
the History of Human Stupidity, fue publicada en 1932, el mismo año
en que publicó su libro, aún más famoso, Life Begins at Forty!. La
“breve introducción” ocupa 574 páginas, lo cual demuestra tanto el
respeto del profesor Pitkin por su tema como su propia convicción de
que el asunto es prácticamente inagotable. Pero también él evita ofre-
cer una definición histórica o psicológica.
El propio Richet, en su breve L’homme stupide, no encara defini-
ciones ni clasificaciones. Describe, entre otras, las estupideces del
alcohol, del opio y de la nicotina; la necedad de la riqueza y de la po-
breza, de la esclavitud y del feudalismo. Aborda los problemas de la
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guerra, de la moda, de la semántica y de la superstición; examina bre-
vemente la crueldad hacia los animales, la destrucción bárbara de obras
de arte, el martirio de los precursores, los sistemas de tarifas protecto-
ras, la explotación miope del suelo, y muchos otros temas. Richet no
atribuyó a su libro carácter de estudio científico; se satisfizo con pre-
sentar algunos ingeniosos y variados pensamientos y ejemplos. Algu-
nos de sus capítulos poco tienen que ver con la estupidez, y para
establecer cierta tenue relación entre el tema y el desarrollo se ve obli-
gado a ampliar desmesuradamente el sentido de la expresión.
Max Kemmerich consagró toda su vida a reunir hechos extraños y
desusados de la historia de la cultura y de la civilización. Sus obras,
entre las que se cuentan Kultur-Kuriosa, Modern-Kultur-Kuriosa, y la
extensa Aus der Geschichte der menschlichen Dummheit (primera
edición, Munich, 1912), son esencialmente apasionados ataques contra
las iglesias, contra todas las religiones establecidas y contra los dogmas
religiosos. Kemmerich era librepensador, pero de un tipo especial, pues
carecía del atributo más esencial del librepensador: la tolerancia. La
tremenda masa de chismes históricos, rarezas y material iconoclasta
que reunió incluyen apenas unas pocas contribuciones pertinentes a la
historia de la humana estupidez.
Un húngaro, el doctor István Ráth-Végh, consagró casi diez años
a reunir materiales y a escribir sus tres libros sobre la estupidez huma-
na. Los tres volúmenes se denominan La historia cultural de la estupi-
dez, Nuevas estupideces de la historia cultural de la humanidad, y
(título un tanto optimista) El fin de la estupidez humana. El doctor
Ráth-Végh, juez retirado, que durante la mitad de su vida había obser-
vado las locuras y los vicios humanos con ojo frío y jurídico, estaba
ampliamente equipado para la tarea: era lingüista, experto historiador y
hombre de profundas simpatías liberales. Pero también tenía limitacio-
nes, confesadas francamente por él. Puesto que escribía en la Hungría
semifascista, debía limitarse al pasado y evitar cualquier referencia a la
política. No intentó analizar ni realizar un estudio global; su objetivo
fue entretener e instruir al lector dividiendo a las locuras humanas en
distintos grupos. Las 800 páginas de sus tres volúmenes representan
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quizás la más rica fuente de materiales originales sobre la estupidez
humana.
Remontándonos en la historia, hallamos otros exploradores de
esta selva lujuriosa y prácticamente infinita. En 1785, Johann Christian
Adelung (autor prolífico, lingüista, y bibliotecario jefe de la Biblioteca
Real de Dresde) publicó en forma anónima su Geschichte der mens-
chlichen Narrheit. Esta enorme obra estaba compuesta por siete volú-
menes, pero su título fue un error, pues poco tenía que ver con la
historia. Era simplemente una colección de biografías: vidas de alqui-
mistas, impostores y fanáticos religiosos. De ellos, sólo unos pocos
eran exponentes o explotadores de la estupidez.
Sebastián Brant, hijo de un pobre tabernero de Estrasburgo, edu-
cado en los principios del humanismo en la Universidad de Basilea,
publicó en 1494 su brillante Barco de los Necios. A bordo de esta no-
table nave, dirigida a Narragonia, viajaba una colección sumamente
variada de tontos, descritos en 112 capítulos distintos, escritos en pa-
reados rimados. Con el título The Shyp of Folys fue traducido por
Alexander Barclay, el sacerdote y poeta escocés, aproximadamente
catorce años después de la edición original, y difundió en toda Europa
la fama de Brant. Digamos de pasada que Barclay agregó bastante al
original. Brant tenía un robusto sentido del humor, y él mismo se puso
a la cabeza de la “tropa de necios”, porque poseía tantos libros inútiles
que “no leía ni entendía”. En El barco de los necios el sentido huma-
nista se combinaba con un espíritu realmente poético y agudo, y pode-
mos afirmar que, con ligeras modificaciones de forma, la mayoría de
los necios de Brant siguen a nuestro lado.
Thomas Murner, continuador e imitador de Brant, se educó en
Estrasburgo, fue ordenado sacerdote a los diecinueve años, y viajó
mucho; estudió en las universidades de París, Freiburg, Colonia, Ros-
tock, Praga, Viena y Cracovia. Su Conspiración de los Necios y La
Hermandad de los Picaros revelaron más ingenio y una verba más
franca y cruel que el ataque relativamente suave que Brant llevó contra
la estupidez. Clérigos, monjes y monjas, barones salteadores y ricos
mercaderes, reciben todos implacable castigo; se presiente en Murner
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una conciencia social muy avanzada con respecto a su tiempo (aunque
su vida personal poco armonizó con sus principios).
En esta incompleta lista de exploradores de la humana estupidez,
he dejado para el final al más grande de ellos. El Elogio de la locura de
Erasmo de Rotterdam es la más aguda sátira y el más profundo análisis
de la tontería humana. En la epístola de introducción, dirigida a Tomás
Moro, el autor nos explica cómo compuso su libro, durante sus “últi-
mos viajes de Italia a Inglaterra”. Una atractiva imagen: el rollizo ho-
landés, que avanzaba al trote corto de su cabalgadura, deja atrás el
mediodía abundoso y claro, y se acerca al septentrión turbulento y
helado, cavilando sobre la eterna estupidez de la humanidad, a la que
nunca odió, y por el contrario compadeció y comprendió perfectamen-
te.
“Supuse que este juego de mi imaginación te agradaría más que a
nadie, ya que sueles gustar mucho de este género de bromas, que no
carecen, a mi entender, de saber ni de gusto, y que en la condición
ordinaria de la vida te comportas como Demócrito (...) Pues siempre
será una injusticia que, reconociéndose a todas las clases de la sociedad
el derecho a divertirse no se consienta ningún solaz a los que se dedi-
can al estudio; sobre todo si la chanza descansa en un fondo serio y si
está manejada de tal suerte que un lector que no sea completamente
romo saque de ella más fruto que de las severas y aparatosas lucubra-
ciones de ciertos escritores Y por consiguiente, si alguno se considera-
se ofendido, o si la conciencia le acusa o, por lo menos, teme verse
retratado en ella (...) el lector avisado comprenderá desde luego que
nuestro ánimo ha sido más bien agradar que morder.”
He citado extensamente a Erasmo porque en estas pocas líneas de
su carta de introducción se condensa casi todo el argumento de mi
propio libro. Si yo fuera absolutamente honesto (pero ningún autor
puede serlo) aún reconocería que en las páginas del Elogio de la locura
todo está dicho con más brillo, concisión e inteligencia que lo que
jamás podría atreverme a esperar de mi propia prosa. Sin embargo,
como la humana estupidez se reproduce y florece adoptando formas
constantemente renovadas, considero que siempre hay lugar para una
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nueva obra que describa y explore nuestra infinita locura.
En cierto sentido, la estupidez es como la electricidad. El más
moderno diccionario técnico dice de la electricidad que es “la mani-
festación de una forma de la energía atribuida a la separación o movi-
miento de ciertas partes constituyentes de un átomo, a las que se da el
nombre de electrones.”
En otras palabras, no sabemos qué es realmente la electricidad. Y
aunque suprimamos la palabra subrayada, el resto no constituye una
definición. La electricidad es la “manifestación” de algo. De modo que,
al esquivar la definición de la estupidez- pues el “tenor” de Feldmann o
el enfoque negativo de Richet no son, en realidad, una definición-
seguimos el precedente establecido por muchos sabios.
Cuando yo era niño, tenía un tutor privado bastante excéntrico.
No creía en la eficacia de la memorización de versos o de fechas; y
poseía audacia suficiente como para atreverse a obligar a su alumno a
que hiciera trabajar su propia mente, independiente y a menudo doloro-
samente. Uno de los ejercicios de lógica que me planteó consistía en
establecer la relación entre el sol y una variada colección de cosas: un
vestido de seda, una moneda, una pieza escultórica, el diario. No era
muy difícil establecer vínculos más o menos directos entre el centro de
nuestra galaxia y todo lo que existe sobre la tierra. Y, naturalmente, mi
tutor trataba de demostrar que todo se origina y tiene su centro en el
sol, y que nada puede desarrollarse y sobrevivir sin él.
Si no podemos definir la estupidez (o si sólo formulamos una de-
finición parcial), por lo menos podemos tratar de relacionar con ella la
mayoría de las desgracias y debilidades humanas. Pues la estupidez es
como una luz negra, que difunde la muerte en lugar de la vida, que
esteriliza en lugar de fecundar, que destruye en lugar de crear. Sus
expresiones forman legión, y sus síntomas son infinitos. Aquí sólo
podremos describir sus formas principales, y realizaremos el examen
detallado del fenómeno en el cuerpo de este libro.
El prejuicio constituye ciertamente una de las formas más nota-
bles de la estupidez. Ranyard West, en su Psychology and World Or-
der, resume perfectamente las características del fenómeno:
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“El prejuicio humano es universal. Su fundamento es la humana
necesidad de respeto. Son muchos los medios por los cuales la mente
humana puede esquivar los hechos; no existen, en cambio, recursos
que permitan anular el deseo individual de aprobación. Los hombres y
las mujeres necesitan tener elevada opinión de sí mismos. Y con el fin
de alcanzar este objetivo es preciso que nos disimulemos de mil modos
distintos la realidad de los hechos. Negamos, olvidamos y justificamos
nuestras propias faltas y exageramos las faltas ajenas.”
Pero esto es sólo el fundamento del prejuicio. Si, por ejemplo,
creemos que todos los franceses son libertinos, todos los negros nega-
dos mentales, y todos los judíos usureros, sólo de un modo vago e
indefinido podemos atribuir estas posturas al “deseo de autorrespeto”.
Después de todo, es posible tener elevada opinión de nosotros mismos
sin rebajar al prójimo.
El prejuicio racial, quizás la forma más común de este matiz de la
estupidez, es más o menos universal. Así lo afirma G. M. Stratton en su
Social Psychology of International Conduct (1929) y agrega que “es
característico de la naturaleza humana este tipo particular de prejui-
cio”. Subraya, además, otros dos importantes aspectos:
“A pesar de su universalidad, rara vez o nunca es innato el prejui-
cio racial. No nace con el individuo. Los niños blancos, por ejemplo,
no demuestran prejuicios contra los de color, o contra las niñeras ne-
gras, hasta que los adultos se encargan de influirlos en ese sentido.”
(Concepto expresado con más concisión y belleza por Oscar
Hammerstein en la famosa canción de South Pacific: “Es necesario que
te enseñen a odiar...”)
Finalmente, dice G. M. Stratton: “Este universal y adquirido pre-
juicio «racial», en realidad nada tiene de racial. Puede observarse que
no guarda relación con las características raciales; ni siquiera con las
diferencias que existen entre diversos núcleos humanos, sino pura y
exclusivamente con el sentimiento de una amenaza colectiva... El lla-
mado prejuicio «racial» es en realidad una mera reacción biológica del
grupo a una pérdida experimentada o inminente, una reacción que no
es innata, sino fruto de la tradición, renovada por las vivencias de nue-
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vos perjuicios sufridos.”
Por lo menos superficialmente esta explicación parece bastante
razonable, y armoniza con la teoría del doctor Feldmann, según la cual
toda forma de estupidez es expresión de temor.
Pero quizás la cosa no sea tan sencilla. Pues si el prejuicio racial
(expresión principal de esta forma particular de imbecilidad) es sim-
plemente asunto de “amenaza colectiva”, ¿cómo se explica que lo
padezcan personas que ni remotamente sufren la amenaza de negros,
chinos o judíos? En cambio, la regla tiene gran número de excepciones
allí donde la amenaza efectivamente existe... o por lo menos parece
existir. A pesar de las opiniones del eminente señor Stratton, creo que
la actitud de los que alientan prejuicios raciales o de cualquier otra
naturaleza, presupone una condición mental a la que debemos denomi-
nar estupidez, aunque sólo sea por falta de palabra más apropiada. No
es innata- en esto podemos coincidir con el autor de Social Psychology
of International Conduct- y no es natural. Pero aunque ningún indivi-
duo se halle completamente liberado de prejuicios, el efecto de sus
prejuicios sobre sus actos lo convierte en estúpido reaccionario o hace
de él un ser humano equilibrado. En otras palabras, el hombre discreto
o inteligente podrá sublimar o superar sus prejuicios; el estúpido, será
inevitablemente presa de ellos.
En términos generales, el prejuicio es ente pasivo. Quizás odie-
mos a todos los galeses, pero ello no significa que saldremos a la calle
y acometeremos a puñetazos al primero de ellos que encontremos...
aunque estuviéramos seguros de hacerlo con impunidad. En cambio, la
intolerancia es casi siempre activa. El prejuicio es un motivo; la intole-
rancia es una fuerza propulsora. No fue prejuicio lo que impulsó a las
diversas iglesias cristianas a exterminarse mutuamente los fieles; fue la
intolerancia. Aquí, naturalmente, la historia es depositaria de ancha
veta de estupidez. El hombre de prejuicios podrá negarse a vivir entre
irlandeses o japoneses; el intolerante negará que los irlandeses o los
japoneses tengan siquiera derecho a vivir. A menudo ambas formas de
estupidez coexisten, o una de ellas determina el desarrollo de la otra. El
hombre de prejuicios quizás se rehúse a enviar sus niños a escuelas
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abiertas a alumnos de cualquier raza; el intolerante hará cuanto esté a
su alcance para suprimirlas.
En los capítulos que siguen expondré muchísimos casos de prejui-
cio y de intolerancia; la ilustración histórica será harto más efectiva
que cualquier teorización para demostrar la relación directa que existe
entre la estupidez y el terrible precio que la humanidad debe pagar por
sus prejuicios y sus actitudes de intolerancia.
La ignorancia, ¿es otra forma de la estupidez? Desde cierto punto
de vista, sí... del mismo modo que la fiebre es parte de la enfermedad,
sin ser la enfermedad misma. Ya hemos demostrado que el ignorante
no es necesariamente estúpido, ni el estúpido es siempre ignorante.
Pero ambas condiciones no pueden ser separadas absolutamente. A
igualdad de posibilidades de educación, no es difícil determinar la línea
que separa a la estupidez de la ignorancia. El niño o el adulto estúpidos
aprenden dificultosamente conceptos útiles, aunque aprendan de corri-
do versos en latín o las fechas de las batallas. Por consiguiente, la estu-
pidez alimenta y presupone la ignorancia; la condición aguda se
convierte en crónica.
Estas tres formas o manifestaciones de la estupidez no son sino las
más universales o comunes. La fatuidad o locura, la inconsecuencia y
el fanatismo podrían ser objeto de diagnóstico y descripción separados,
como los ingredientes tóxicos de un veneno complejo.
Pero existen también formas de la estupidez que pertenecen a una
profesión o a una clase: la estupidez del cirujano (tan cabalmente des-
crita en Doctor’s Dilemmas, de Shaw) que sólo cree en su bisturí; la
estupidez del político, que supone que sus propias promesas incumpli-
das se olvidan tan fácilmente como los votos que depositó durante las
sesiones del Parlamento o del Congreso; la estupidez del general, que
siempre está librando “la penúltima guerra”. Los ejemplos son infini-
tos. O la estupidez de clase de la nobleza francesa antes de la Revolu-
ción; la estupidez suicida de gran parte de la historia española, incapaz
de reconciliarse con la realidad o con el paso de las épocas, la estupi-
dez de los efendis árabes, en su cerril egoísmo y en la traición a los
humildes fellahin; la estupidez de los reaccionarios y de los anticuados,
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que impulsan la clandestinidad del vicio, en lugar de intentar su cura...
Sí, la lista es interminable.
Todo esto poco importaría si el estúpido sólo pudiera perjudicarse
a sí mismo. Pero la estupidez es el arma humana más letal, la más
devastadora epidemia, el más costoso lujo.
El costo de la estupidez es incalculable. Los historiadores hablan
de cielos, de la cultura de las pirámides y de la decadencia de Occi-
dente. Tratan de ajustar a ciertas pautas los hechos amorfos, o niegan
todo sentido y propósito al mundo y al devenir nacional. Pero no es
barata simplificación afirmar que las diversas formas de la estupidez
han costado a la humanidad más que todas las guerras, pestes y revolu-
ciones.
En los últimos años, los historiadores han comenzado a convenir
en la idea de que el principio de las desgracias y de la decadencia de
España debe ubicarse en el período inmediato al descubrimiento de
América. Naturalmente, el descubrimiento no es la causa directa de esa
decadencia (aunque don Salvador de Madariaga ha desarrollado en
ingenioso ensayo las buenas razones por las cuales España NO debía
haber respaldado la empresa de Colón), sino la estupidez de la codicia;
es decir, la codicia del metal áureo. El examen atento del problema
demuestra que la riqueza que España extrajo de Perú o de Méjico costó
por lo menos diez veces más en vidas, y descalabró no sólo la econo-
mía española sino también la europea. Este sentimiento de codicia es
anterior a España, y no ha desaparecido en los tiempos modernos. Hoy
día, en que la mayor parte del oro mundial está guardado en los sótanos
de Fort Knox, continuamos sufriendo el influjo del metal amarillo.
¿A cuántas familias, a cuántos individuos arruinó la estupidez del
ansia de títulos, condecoraciones y ceremonias? En Versalles, en Viena
o en El Escorial, ¿cuántos nobles hipotecaron sus propiedades y arrui-
naron el futuro de sus familias para gozar del favor del soberano?
¿Cuánto ingenio, esfuerzo y dinero se invirtió en la tarea de alcanzar
esta o aquella distinción? ¿Cuántas obras maestras quedaron sin escri-
bir mientras sus posibles autores hacían las visitas que son requisito de
la elección a la Academia Francesa? ¿Cuánto dinero fue a parar a las
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arcas de los genealogistas para demostrar que tal o cual familia des-
cendía de Hércules o del barón Smith?
Quizás la forma más costosa de estupidez es la del papeleo. El
costo es doble: la burocracia no solamente absorbe parte de la fuerza
útil de trabajo de la nación, sino que al mismo tiempo dificulta el tra-
bajo del sector no burocrático. Si se utilizara en textos escolares y
libros de primeras letras un décimo del papel que consumen los for-
mularios, Libros Blancos y reglamentaciones, se acabaría para siempre
con el analfabetismo. Cuántas iniciativas frustradas, cuántas relaciones
humanas destruidas a causa de la “insolencia de los empleados”, a
causa del desarrollo múltiple y parasitario del papeleo.
“La ley es el fundamento del mundo”, dice una antigua saga. Pero
también, y con mucha frecuencia, la ley ha hecho el papel del tonto. En
nuestros días, un juicio consume quizás menos tiempo que en la época
de Dickens, pero cuesta cinco veces más. Los abogados viven sobre
todo gracias a la estupidez de la humanidad; pero ellos mismos impul-
san el proceso cuando ahogan en verborrea legal lo que es obvio, de-
moran lo deseable y frustran el espíritu creador.
¿Cuánto ha pagado la humanidad por la estupidez de la duda? Si
hubiera sido posible introducir todas las invenciones útiles e impor-
tantes sin necesidad de luchar contra las argucias y la obstrucción del
escepticismo estúpido (pues también hay, naturalmente, la duda sana y
constructiva), habríamos tenido una vacuna contra la viruela mucho
antes de Jenner, buques de vapor antes de Fulton y aviones décadas
antes de los hermanos Wright. A veces la estupidez de la codicia y la
estupidez de la duda se combinan en impía alianza (como en los casos
en que una gran empresa compra la patente de una invención que ame-
naza su monopolio, y la archiva durante años, y quizás para siempre).
¿Y qué decir de la estupidez de la idolización del héroe? Es el
fundamento de todos los gobiernos totalitarios. Ninguna nación, ni
siquiera los alemanes, experimentan amor por la tiranía y la opresión.
Pero cuando la estupidez del instinto gregario infecta la política, cuan-
do la locura del masoquismo nacional se generaliza, surgen los Hitler,
los Mussolini y los Stalin. Y quien crea que esto último constituye una
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simplificación excesiva del problema, que lea unas pocas páginas de
Mein Kampf; que estudie los discursos de Mussolini o las declaracio-
nes de Stalin.
No hay una sola línea que sea aceptable para la inteligencia o el
cerebro normal. La mayoría de los conceptos son tan absurda tontería,
que incluso un niño de diez años podría advertir la falsa lógica y la
absoluta vaciedad.
Y sin embargo, ha sido y es el alimento diario de millones de se-
res humanos. Han creído, durante variables períodos de tiempo, que los
cañones son mejores que la manteca, que cierto árido desierto africano
podía resolver el problema de la sobrepoblación italiana, y que es pro-
vechoso al proletariado trabajar en beneficio de un imperialismo buro-
crático que se oculta tras la barba de Carlos Marx.
¿Es necesario siquiera aludir al costo de esta estupidez masiva?
Quince millones de muertos en una sola guerra, y destrucciones que no
podrán ser compensadas ni en un siglo. En toda Alemania, ¿hubo al-
guien capaz de ponerse de pie para decirle a Hitler que era simple-
mente un imbécil? Hubo quienes lo calificaron de pillo, de loco, de
soñador, (y algunos hay que todavía lo creen un genio), pero la estupi-
dez era lo suficientemente profunda como para impedir que nadie ha-
blara en voz alta. ¿Alguien se atrevió a decir a Mussolini que los
italianos no estaban destinados a desempeñar el papel de nuevos roma-
nos, y que un país podía prosperar sin necesidad de conquistas? Du-
rante los últimos veinte años hemos pagado el precio de ese silencio, y
continuaremos pagándolo durante las próximas dos generaciones, y
quizás durante más tiempo aún.
¿Cuál es el costo de la credulidad, de la superstición, del prejui-
cio, de la ignorancia? Imposible pagarlo ni con todo el oro del univer-
so. ¿Cuánto pagamos por las locuras del amor... o mejor dicho, por el
gran número de imbecilidades que florecen alrededor del instinto amo-
roso? Olvídese por un instante el aspecto moral, y piénsese en la frus-
tración, la tortura, el poder destructivo de los amores fracasados en el
curso del tiempo. Por cada obra maestra de un amante afortunado,
hubo un centenar de vidas desgraciadas, un millar de amores iniciados
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promisoriamente pero interrumpidos mucho antes de su fin lógico.
Moliere y otros cien autores han zaherido al médico incapaz y
estúpido, al farsante y al charlatán. Con todo el respeto que la noble
profesión médica merece, diré que estos tipos humanos siempre exis-
tieron y siempre existirán. ¡Cuántas muertes provocaron las “curas
milagrosas”, cuántos cuerpos arruinados por los “elixires”! Hoy más
que nunca florece la fe ciega en las drogas “milagrosas” y en las tera-
pias mentales. La existencia de los falsos médicos de la fe y de los
anuncios en los diarios indios (en los que se ofrece curar, con el mismo
producto, todas las enfermedades, desde los forúnculos a la lepra)
demuestra que la estupidez humana no ha cambiado.
Un tipo parecido de locura es el que hace la prosperidad del as-
trólogo y del palmista, del falso médium y del adivinador de la fortuna.
Y cuando las actividades de estos individuos sólo se reflejan en las
columnas de los diarios y en las ferias campesinas, podemos sonreír
con tolerancia. Pero toda la estupidez y la superstición relacionada con
la inútil búsqueda de medios que permitan al hombre penetrar el miste-
rio de su propio futuro, y vincular con sus propias y minúsculas preo-
cupaciones los movimientos de las estrellas, toda esta extraña mezcla
de seudo ciencia y pura charlatanería ha provocado tragedias y desas-
tres suficientes como para llegar a la conclusión de que su costo es uno
de los más elevados en el balance final de la estupidez humana. De
esto último hay sólo un paso a la recurrente histeria masiva sobre el fin
del mundo, proclamado para hoy o para mañana. Quizás el agricultor
ya no descuida sus campos, ni el artesano su banco de trabajo, como
ocurría en siglos pasados, pero el plato volador, los ensueños alimenta-
dos por el género de la ciencia ficción, y las manías religiosas y de otro
carácter promueven desastres periódicos.
Éstas son sólo unas pocas manifestaciones de la estupidez huma-
na, pero su costo total en vidas y en dinero alcanza cifras astronómicas.
No pretendo insinuar que haya muchas posibilidades de que el costo
disminuya. Pero aunque poco nos aprovechará para el futuro, debería-
mos por lo menos no forjarnos ilusiones con respecto a nuestro pasado
y a nuestro presente. Desde el principio del mundo hemos pagado el
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precio de nuestra estupidez, y continuaremos haciéndolo hasta que
eliminemos, mediante explosiones, toda forma de vida de la superficie
de la tierra...
Este libro intenta presentar por lo menos las principales facetas de
la estupidez a lo largo del desarrollo histórico y en nuestros propios
días. No abriga la intención de deducir moralejas, y ni siquiera de su-
gerir remedios. Si bien es cierto que en Gran Bretaña a veces se conde-
na a los delincuentes habituales a períodos de “educación correctiva”, a
nadie se le ha ocurrido todavía obligar a los estúpidos a someterse a un
curso de sabiduría, ni ha intentado suministrarles un mínimo de inteli-
gencia. Gastamos millones en la fabricación de bombas atómicas, pero
en todo el mundo los maestros son los trabajadores intelectuales peor
pagados. La conclusión que de todo ello puede extraerse es tan obvia,
que creemos mejor dejar que el lector llegue a ella por sí mismo.
Entre las dos guerras en Europa Central existió un insulto favori-
to, que adoptaba la forma de una pregunta. Solía preguntarse: “Díga-
me... ¿duele ser estúpido?” Desgraciadamente, no duele. Si la
estupidez se pareciera al dolor de muelas, ya se habría buscado hace
mucho lo solución del problema. Aunque, a decir verdad, la estupidez
duele... sólo que rara vez le duele al estúpido.
Y ésta es la tragedia del mundo y el tema de esta obra.
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II
LA VORACIDAD DE MIDAS
1.
Antes de la Primera Guerra Mundial las islas Palau (anteriormente
Pelew) pertenecían a Alemania, que en 1899 las habla comprado a
España. Luego, en 1918, se convirtieron en mandato japonés. Con
desprecio de la obligación impuesta por la Liga de las Naciones, el
Japón las convirtió en bases fortificadas, que le fueron muy útiles du-
rante la Segunda Guerra Mundial. Las islas Palau fueron escenarios de
los más sangrientos combates librados en el Pacífico, y la isla central,
la de Yap, adquirió notoriedad en la historia de la guerra. Actualmente
todo el grupo de islas se encuentra en manos norteamericanas.
Pero mucho antes de los alemanes, los japoneses o los norteame-
ricanos, Yap era famosa por cierta particularidad: su moneda. Aunque
inocentes y primitivos, los nativos de bronceada piel conocían la insti-
tución del dinero. El único inconveniente era que Yap carecía absolu-
tamente de metales; y si bien había abundancia de conchas, frutos y
dientes de animales, los habitantes de Yap llegaron a la conclusión de
que un sistema monetario fundado en estos objetos tan comunes care-
cería de la estabilidad necesaria. Era preciso hallar un material tipo que
poseyera auténtico valor intrínseco.
En definitiva eligieron el producto de una isla situada a doscientas
millas de distancia: las piedras de una gran cantera, un material per-
fecto para la fabricación de ruedas de molino. La isla estaba a gran
distancia; extraer y dar forma a las piedras implicaba considerable
esfuerzo. Por consiguiente, se dijeron los habitantes de Yap, habían
hallado la moneda perfecta.
Una piedra redonda y chata de aproximadamente un pie de diá-
metro correspondía más o menos a media corona o a un dólar de plata.
Si se la perforaba en el centro, se podía pasar un palo por el agujero, y
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llevarla al mercado... aunque el portador no pudiera caminar muy
erecto. Cuanto más grande la piedra, mayor su valor. La enorme piedra
de molino de doce pies de diámetro era el equivalente de un billete de
mil dólares; y el agujero practicado en el centro podía dar cabida al jefe
indígena más corpulento.
Pero, ¿cómo se utilizaba esta moneda? ¿Era preciso trasladar estas
piedras, cuyo peso era de varias toneladas, cada vez que se compraba o
vendía algo? El pueblo de Yap era demasiado inteligente para acome-
ter tan pesada tarea. Se dejaban las piedras en el sitio original, en el
jardín o en el patio del primer propietario; adquirían la condición de
propiedad inmueble, y se las transfería sencillamente a nombre del
nuevo propietario. El pueblo de Yap carece de lenguaje escrito, de
modo que el convenio era puramente verbal; pero era respetado más
fielmente que un documento de cincuenta páginas redactado por un
regimiento de abogados. En Yap había muchos hombres adinerados
cuya “riqueza” se hallaba dispersa por toda la isla. Naturalmente, te-
nían derecho a visitar su propiedad, a inspeccionarla, a sentarse en el
agujero central y a satisfacer su orgullo de propietarios. Y en este or-
gullo se complacían tanto como el avaro que recuenta su dinero o el
accionista que corta sus cupones.
Pero la historia no acaba aquí. Yap sufre a menudo tifones tropi-
cales. Tampoco son raros los maremotos. A veces se descargaban con
enorme violencia, y las grandes piedras iban a parar a las lagunas. Una
vez superado el difícil momento, reparadas las chozas y enterrados los
muertos, los nativos se dedicaban a buscar el dinero que habían perdi-
do. Lo hallaban en el fondo de los lagos, claramente visible gracias a la
transparencia de las aguas.
Pero, establecida la ubicación de las piedras, a nadie se le pasaba
por la cabeza la idea de rescatarlas. Hubiera sido tarea muy difícil; sea
como fuere jamás se realizó el intento. El dinero, la riqueza estaba allí;
ni el prestigio familiar ni la situación individual sufrían porque esa
riqueza estuviera sumergida en una o dos brazas de agua.
Actualmente, del 75 al 80 por ciento del oro mundial está en Fort
Knox, Kentucky. Se han dispuesto complicadas precauciones contra la
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posibilidad de ataque atómico. Basta mover una o dos palancas para
inundar los depósitos. Pero aunque el oro está en depósitos subterrá-
neos, y fácilmente podría quedar sumergido, el valor de la moneda
norteamericana no se ha visto afectado en lo más mínimo.
El dólar es siempre el “todopoderoso dólar”, porque la gente sabe
que el oro está allí. Y lo mismo puede decirse de todos los países que
todavía se ajustan al patrón oro. ¿Hay tanta diferencia entre el oro de
Fort Knox y las ruedas de molino de Yap?
2.
La historia del oro es la historia de la humanidad. Es también un
importante ingrediente de la religión, desde el becerro de oro a las
estatuas doradas cubiertas de joyas de las madonnas y de los santos. La
Edad Media sombría y rígida personificó la idea del oro en el judío del
ghetto, ser despreciado, a menudo maltratado y cuya condición era
semejante a la de un paria; un ser, en fin, excluido de la comunidad, a
quien los pintores flamencos del siglo XV reflejaron con ingenuo y
venenoso odio. En aquellos siglos de tosquedad y rudeza el pueblo
sentía supersticioso temor del oro y de su oculto poder; los alambiques
de los alquimistas eran instrumentos de Satán. No existía auténtica
comprensión del valor del oro; se lo condenaba a la esterilidad, y ape-
nas intentaba multiplicarse y florecer, se lo perseguía con el hierro y el
fuego.
Las primeras transacciones bancarias revistieron, a los ojos del
hombre medieval, el carácter de magia pura, y los misterios del capital
provocaron en él la misma inquietud que los fenómenos de cierta peli-
grosa alquimia. En aquella limitada edad del hierro, los judíos fueron
los únicos poseedores del secreto áureo. Con la mágica llave del cré-
dito abrieron los bazares de Oriente, y con las fórmulas de su álgebra
dorada descifraron los misterios de la humanidad. Entre las poderosas
murallas urbanas se levantaba el ghetto, sombrío, ominoso y extraño,
con sus calles y pasajes estrechos y sinuosos; era como la montaña
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magnética de las Mil y Una Noches, que atraía hacia sí a las naves. Del
mismo modo, el ghetto acumulaba los tesoros áureos por conducto de
invisibles canales.
El orgulloso caballero golpeaba en medio de la noche a la puerta
del ghetto, tras de la cual los parias del oro guardaban sus tesoros; un
hombre de turbante de patriarca y oscuro caftán que le otorgaba apa-
riencia sacerdotal, abría la puerta, lenta y cautelosamente. Era “Nata-
niel”, el mismo que, según aseguraban los gentiles, escupía sobre la
sagrada hostia y crucificaba niños en Viernes Santo. Sin embargo, los
gentiles acudían a “Nataniel”... porque necesitaban oro. Dentro de la
casa, las sucias paredes exteriores se convertían en desconcertante
espectáculo de belleza y esplendor. Ricas telas y vasos brillantes del
Asia fabulosa, incienso indio, pesadas sedas... Detrás de las cortinas
bordadas de extraña belleza, pálidas mujeres de grandes y húmedos
ojos negros contemplaban al caballero que hipotecaba su tierra y su
castillo por unas cuantas piezas de oro.
Los reyes hacían lo mismo: primero tomaban prestado de los ju-
díos, luego los nombraban tesoreros y recaudadores de impuestos.
Samuel Levi, tesorero del rey Pedro de Castilla, fue un mago de las
finanzas. “Un hombre amable y sereno”, dice el cronista, “a quien el
Rey mandaba buscar cuando necesitaba dinero. Graciosamente, lo
llamaba Don Samuel. Y entonces se ideaba el nuevo impuesto.” En
Francia, los judíos fueron precoces adeptos del nuevo arte. Después
que se los expulsó, Nicholas Flamel amasó una gran riqueza mediante
especulaciones con la propiedad judía. Fue su sucesor Jacques Coeur,
en un período de dura prueba para el país. Organizó el comercio levan-
tino, explotó las minas e inventó la ciencia de la estadística; creó el
sistema impositivo y aprovechó las más ricas fuentes financieras en
beneficio de su país. Francia expropió la riqueza de este genio econó-
mico y lo premió desterrándolo; murió en una isla griega, pobre y
olvidado.
Con el tiempo, el maltratado “prestamista” se convirtió en el res-
petado y poderoso banquero. Los monarcas participaron en el negocio:
Luis XI en Francia, Enrique VII en Inglaterra, Fernando V en España y
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el emperador Carlos V en todo el mundo. Poco a poco también los
gentiles conocieron los secretos del oro. Italia dio el ejemplo; los ban-
queros lombardos se convirtieron en el arquetipo representado otrora
por los judíos. El comercio, la banca, la especulación todo lo que había
sido condenado y despreciado, se desarrolló con extraordinaria pompa.
En las pequeñas repúblicas se abrieron casas de cambio; a veces los
hijos de los banqueros compraban con su oro la mano de princesas
reales. Las banderas comerciales compitieron con las enseñas nacio-
nales, y desde sus lagunas Venecia se elevó a las alturas del esplendor
oriental. En sus Nozze di Cana, Paolo Veronese presenta a estos prin-
cipescos mercaderes, tipos sensuales, pero sin la debilidad oriental,
huéspedes de monarcas. Todos ellos (los duques de Medici, los despó-
ticos Sforza, que pagaron el rescate de Francisco I, y los genoveses que
fundaron Galatz, sobre el Danubio, una casa de cambio en el corazón
mismo del Islam) comenzaron con los métodos y con el oro de los
judíos. El oro produjo milagros y creó el Renacimiento; y el metal en
bruto, adquirido por los comerciantes, se purificó en la retorta del arte
para transformarse en las obras maestras de Cellini y D'Arfé.
En esa época Italia dio vida a la deslumbrante escena de la segun-
da parte del Fausto de Goethe, en la que el dios de la riqueza ya no es
un ser ciego y maltrecho, como en las sátiras de Luciano y de Aristófa-
nes, sino más bien un individuo de majestuosa belleza, de apariencia
divina, reclinado en carro triunfal, que saluda con mano esbelta carga-
da de anillos. Y con cada una de sus graciosas bendiciones, como en un
cuento de hadas, llueven de los cielos gotas de diamante.
Y luego, Alemania, y el siglo de los Fugger. Las complejas opera-
ciones bancarias pusieron fin a la época de la caballería, que había
cobrado caracteres extremos. Mammón puso su planta victoriosa sobre
el cuello de San Miguel. “En Augsburgo tengo un tejedor que podría
comprar fácilmente todo esto”, dijo desdeñosamente en París el empe-
rador Carlos cuando le mostraron las joyas de la corona. Si se estudian
en Munich los retratos que pintó Holbein de Antón Fugger y de su
familia, pronto se advierte la presencia de una dinastía. El padre, en su
chaqueta ribeteada de piel, parece un monarca nórdico, con su cabeza
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orgullosa y la expresión de quien tiene conciencia de su propio poder.
En el otro cuadro están arrodillados sus hijos, quienes sostienen rosa-
rios en las manos; los niños, rígidos y precozmente graves, como prín-
cipes españoles, y las mujeres en actitud de elegante devoción,
plenamente conscientes de que podrían levantar una iglesia para su
santo patrón cuando se les antojara. La Madonna aparece gentil y son-
riente... sobre un fondo de oro. Frente a los retratos de Holbein hay dos
caballeros de Durero. Han desmontado y tienen aire sombrío y con-
tristado. Parecen mortalmente cansados y agobiados de preocupacio-
nes, como si dijeran: “Malos son los tiempos...” En estas obras
maestras hallamos expresado todo el sorprendente contraste del siglo
áureo: el ascenso del oro y la decadencia del hierro.
A medida que nos aproximamos a la época moderna, se acentúan
el poder y la influencia del oro. En el siglo XVIII Inglaterra dejó de
lado la armadura del guerrero y vistió la chaqueta del empleado de la
casa de cambio. La India, con todas sus maravillas y sus terrores, debió
sufrir la conquista. Holanda se convirtió en enorme astillero para sus
mercaderes. Ambas naciones identificaron la política con el oro. El oro
se convirtió en poder estatal, conquistador, soberano y civilizador... El
príncipe de mercaderes que sube las escaleras de la Bolsa con un para-
guas bajo el brazo, puede financiar al Gran Mogol, destronar rajás y
equipar ejércitos enteros. En las oficinas revestidas de paneles de la
Casa de la India se fusionan reinos lejanos y se trazan y borran las
fronteras de dominios fabulosos. El mercader que fuma su pipa de
arcilla a la puerta de su oscura oficina de Ámsterdam llega a los mis-
mos mercados; y aquí es un comerciante en pimienta, y allí un prínci-
pe... Ciertamente, estos hombres no inmovilizaban sus capitales, y sea
cual fuere la opinión que nos merezcan a la luz de las modernas con-
cepciones económicas, en esta industriosa y tenaz adquisición de ri-
queza había cierta dramática grandeza que los pintores holandeses del
siglo XVIII supieron expresar cabalmente en sus “cuadros de los
mynheor”.
En Francia el oro se convirtió relativamente tarde en factor pode-
roso. Todo se resistía a su dominio: la aristocracia, la moral, los prejui-
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cios y especialmente cierta repugnancia que caracterizó a la Edad Me-
dia francesa. El poder del oro se personificó en los traitants, a quienes
la corona arrendaba los impuestos. En las comedias, estos vampiros
eran figuras cómicas; pero en la vida real su función acarreaba resulta-
dos terriblemente trágicos. Eran ejecutores del fisco, y en el más cruel
sentido de la palabra. En su carácter de extorsionadores reales con
patente, eran el terror de la gente a la que saqueaban implacablemente,
y a la que podían exprimir “hasta la última gota de sangre”. La riqueza
escandalosa de estos individuos se tornó tan proverbial como su extre-
ma inmoralidad, y en ellos el pueblo odiaba a la más despreciable
encarnación del oro. Mientras en Inglaterra, Holanda, Italia y Alemania
se obligó al oro a trabajar y a producir, en Francia permaneció estéril y
aun hostil durante mucho tiempo. Adoptó la forma de capital y sólo
creó provocativas formas de lujo y de frivolidad.
Pero los financistas franceses eran como becerros de oro a los que
se engordaba para el sacrificio. Saint-Simon nos ofrece la horrible
descripción de estos monopolistas del oro, en quienes la grosera codi-
cia del procónsul se unía al piratesco espíritu de extorsión del sátrapa.
“Le Roi veut” (El Rey lo quiere) era la fórmula mágica de Voysin y de
Desmaret. Sobre todo este último era un auténtico Ministro de la Usu-
ra; fue el mismo a quien Colbert sorprendió en delito de falsificación;
después de varios años en desgracia retornó a la administración finan-
ciera y sentenció a Francia a la tortura de los “impuestos del diezmo”.
“Era oro”, dice Saint-Simon, “del que manaba la sangre de los cuerpos
torturados”.
Cuando Luis el Grande necesitaba dinero para su Minotauro ver-
sallesco, los messieurs traitants eran los primeros hombres de Francia.
Samuel Bernard, que se declaró en quiebra con deudas por cuarenta
millones, y luego se elevó a las más altas cumbres de la riqueza, se
relacionó por vía matrimonial con las antiguas familias de Molé y de
Airepoix, y cierto día la corte, petrificada, lo vio caminar al lado del
Rey Sol por los senderos de los jardines de Marly. Saint-Simon refle-
xiona sobre las humillaciones a que debían someterse aun los monarcas
más poderosos. Naturalmente, se relacionaban con el oro. Y sin em-
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bargo, entonces Francia experimentaba aún general resentimiento con
respecto al implacable despotismo del oro; ¡no es difícil imaginar el
efecto de la comedia de Moliére sobre los tensos y maltratados nervios
de los contemporáneos!
Al fin, la nobleza arruinada se sometió al poder del oro. Cuando
Madame de Grignan consintió en el matrimonio de su hijo con la here-
dera del “intendente general” Saint Arman, acuñó la frase: “De tiempo
en tiempo, aún la mejor tierra debe recibir abono fresco”. El conde de
Evreux casó con la hija de Crozat, que le aportó una dote de dos millo-
nes, y además veinte millones “para el futuro”; pero jamás tocó ni
siquiera un cabello de su esposa. Cuando se enriqueció gracias a la
fantástica estafa de John Law, devolvió la dote y envió a la joven de
regreso a la casa del padre.
3.
Ni la luz deslumbrante del sol naciente, ni el brillo enceguecedor
del mediodía, ni el esplendor del atardecer, jamás podrían inspirar o
inflamar la imaginación humana en la misma medida que el frío cente-
lleo del oro. Es cierto que fue frecuente la adoración religiosa del sol,
pero se trataba de un culto merecido por esta divinidad honesta y fide-
digna. Pues hasta ahora nunca ocurrió que el sol se pusiera sin levan-
tarse de nuevo. El mito de Ícaro advertía a los mortales de la
conveniencia de no acercarse demasiado al astro, y la suerte de Faetón
enseñaba que no debía jugarse con el tiempo, determinado por la mar-
cha del sol.
Pero piénsese en el oro, el más esquivo, el más vengativo, el más
seductor de todos los dioses. Cuando no se lo busca, sus pepitas ruedan
a los pies del viajero, se acumulan en las orillas de los ríos, y el metal
revela sus ricas vetas al golpe casual de pico. Perseguido, centellea un
instante, como una mujer juguetona... y luego se oculta para siempre,
sin dejar rastros. ¡Cuán a menudo un campo de oro se convierte en
zona estéril, desaparece el polvo de oro de los ríos, y en las anchas
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vetas de las minas el mineral se extingue súbitamente!
Mientras los españoles, obsesionados por la manía del oro, perse-
guían los tesoros de los caciques, llegaron a California. Allí revisaron
cada choza, cada aldea, cada pueblo indígena... pero no hallaron oro.
Sin embargo, les hubiera bastado inclinarse, pues las partículas de oro
estaban bajo las plantas de sus pies. Soñaban con el fabuloso Eldorado,
y no sabían que ya estaban en él. ¡Cómo habrá gozado el espíritu del
oro con la broma cruel que jugó a sus adoradores!
Los aventureros europeos en busca de tesoros recorrieron durante
trescientos años el suelo de California; pero a nadie se le ocurrió exa-
minar las centelleantes arenas de los arroyos, para comprobar a qué
obedecían los reflejos arrancados por la luz del sol. En 1849, mientras
se realizaban excavaciones para echar los cimientos de un molino, algo
atrajo la atención de James Wilson Marshall, el socio de John A. Su-
tter; y entonces comenzó la gran fiebre del oro. El oro había esperado
tres siglos, el tiempo que la estupidez humana necesitó para ver lo que
estuvo siempre a la vista de todos.
El oro es un burlador, un bribón y un charlatán. Siempre logró
fantástica publicidad, y lo rodearon mitos y leyendas que hallaron un
público dispuesto y tontos a granel. Las antiguas crónicas abundan en
relatos sobre los sorprendentes milagros del oro; y algunos de ellos han
llegado hasta nuestros días.
Los centenares de toneladas del oro de Salomón, los tesoros de
Midas y de Creso, las manzanas doradas de las Hespérides, el vellón de
Jasón... he aquí un hilo brillante que recorre las páginas de los anales
precristianos. La riqueza de Fenicia, decía el rumor, se fundaba en el
oro recibido de Hispania. Afirmábase que las naves fenicias retornaban
con anclas de oro puro de sus viajes a Occidente, pues habían agotado
las mercancías y debían canjear las anclas de hierro por otras del pre-
cioso metal.
En el siglo I a.C. Diodorus Siculus explicó esta edad de oro espa-
ñola. Afirmó que los nativos nada sabían del oro y no le atribulan va-
lor; pero que en cierta ocasión había estallado en los Pirineos un
pavoroso incendio de bosques, y que las llamas habían devastado re-
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giones enteras, fundiendo el oro oculto en las montañas, el cual enton-
ces fluyó cuesta abajo, en forma de arroyos del metal, con gran des-
concierto de los bárbaros, que lo contemplaban por primera vez.
Pero los hombres estaban dispuestos a aceptar versiones más fan-
tásticas aún. Muchos creían firmemente que los animales conocían
también el valor del metal más apreciado y codiciado por la humani-
dad.
En su De Natura Animalium, Claudius Aelianus, el retórico roma-
no que vivió tres o cuatrocientos años antes de Cristo, describió a los
buitres que anidaban entre las rocas estériles de Bactria. Con sus garras
duras como el hierro, estas aves sagaces separaban el oro del granito, y
guardaban con celo feroz los tesoros que reunían, por temor a la codi-
cia de los humanos.
Plinio el Viejo se mostró escéptico con respecto a estos animales
legendarios. Pero en cambio presentó en su Historia Naturalis como un
“hecho científico” el caso de las hormigas recolectoras de oro:
“Son muy admiradas las antenas de hormigas indias conservadas
en el Templo de Hércules, en Eritrea. En la región septentrional de la
India viven hormigas del color de los gatos; su tamaño es el mismo del
lobo egipcio. Extraen el oro de la tierra. Lo acumulan durante la esta-
ción de invierno; en verano se ocultan bajo tierra para huir del calor.
Entonces los indios roban el oro. Pero deben actuar con mucha rapidez,
pues cuando huelen la presencia del ser humano, las hormigas salen de
sus agujeros, persiguen a los ladrones y, si los camellos de éstos no son
suficientemente veloces, destrozan a los intrusos. Tal la velocidad y el
ánimo feroz que el amor al oro despierta en estos animales.” (Tanta
pernicitas feritasque est cum amore auri. Historia Naturalis, XI,
XXXXVI.)
De acuerdo con Heródoto, algunas de estas hormigas habían sido
capturadas y se las mantenía en la corte del rey de Persia.
Estrabón agrega en su Geographia que se apelaba a un ardid es-
pecial para robar el oro de las hormigas: los ladrones esparcían polvo
envenenado cerca de las madrigueras, y mientras los codiciosos ani-
males se regodeaban con el cebo, se procedía a recoger rápidamente el
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oro. Estrabón cita a otros autores, lo cual demuestra que los escritores
antiguos no tenían la menor duda respecto de la realidad de estos ex-
traños animales.
Sabemos que los eruditos de la Edad Media consideraban casi sa-
crílega cualquier expresión de escepticismo con respecto a los autores
antiguos. Era posible comentar sus obras, desarrollarlas... pero no criti-
carlas. ¡No es de extrañar, entonces, que la historia de las hormigas
recolectoras de oro se convirtiera en parte integrante del zoológico
medieval!
Brunetto Latini, preceptor de Dante, miembro prominente del
partido güelfo, después de diez años de exilio en Francia ocupó el
puesto de canciller de Florencia. Escribió una enciclopedia en prosa, Li
Livres dou Trésor, en el dialecto del norte de Francia. Fue impreso por
primera vez en italiano el año 1474, y hace menos de cien años se
publicó una edición en el dialecto francés original. Latini realizó un
cabal resumen de todos los tesoros del conocimiento medieval. Re-
dactó una enciclopedia en gran escala: empieza con la creación del
mundo y reúne todos los materiales conocidos sobre geografía, cien-
cias naturales, astronomía... y aún política y moral.
Las famosas hormigas fueron a refugiarse en el capítulo sobre
ciencias naturales. De acuerdo con Latini, los codiciosos animales
acumulaban oro no en la India, sino en una de las islas etíopes. Quien
se les aproximaba perecía. Pero los astutos moros habían descubierto
un hábil ardid que las despistaba. Tomaban una yegua madre, le asegu-
raban varios sacos a los costados, remaban hasta las orillas de la isla, y
desembarcaban a la yegua... sin el potrillo. En la isla, la yegua hallaba
bellos prados y pastaba hasta la caída del sol. Entretanto, las hormigas
veían los sacos, y comprendían la utilidad de los mismos como reci-
pientes del oro. Prontamente se ocupaban en llenarlos con el metal
precioso. A la caída del sol, los ingeniosos etíopes acertaban al potrillo
hasta la orilla del agua, frente a la isla. El animal relinchaba quejosa-
mente, llamando a la madre; y cuando ésta oía el llamado, corría hacia
el agua, con los sacos llenos de oro, y cruzaba a nado hasta la orilla
opuesta. “Et s’en vient corrant et batant outre, et tout l’or qui est en
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coffres”.
Saltemos tres siglos. Sebastián Munster, el teólogo y cosmógrafo,
publicó en 1544 la primera descripción detallada del mundo en lengua
alemana, la llamada Cosmographia Universa. Aquí la hormiga busca-
dora de oro aparece reproducida en un hermoso grabado en cobre. La
reproducción, un tanto primitiva, le atribuye la misma forma de la
hormiga común; sólo difiere en las proporciones, considerablemente
mayores.
Pero no acaba aquí la historia de este insecto de larga memoria.
Christophe De Thou, presidente del Parlamento de París en la época de
la matanza de San Bartolomé y uno de los jefes del partido católico (su
hermano redactó el borrador del Edicto de Nantes), relata que en 1559
el Cha de Persia envió rico conjunto de regalos al sultán Solimán, entre
ellos una hormiga india del tamaño de un perro de regulares proporcio-
nes, y que era un animal salvaje y montaraz. (“Inter quae erat formica
indica canis mediocris magnitudine, animal mordax et saevum”.)
Posteriormente, cuando los velados ojos de la ciencia comenzaron
a abrirse y a ver más claramente, se realizaron algunas tentativas ten-
dientes a explicar el mito de la hormiga. De acuerdo con una teoría, la
leyenda aludía realmente al zorro siberiano, de costumbres parecidas a
las del topo. Ahora bien, los hombres sabios llegaron a la conclusión
de que, puesto que el zorro es animal astuto, si excavaba profundas
cuevas en las montañas, seguramente no lo hacía por mera diversión...
sin duda buscaba el oro de las vetas subterráneas. Pero se trata de una
teoría de escaso fundamento, lo mismo que la que afirma la posibilidad
de que otrora hayan existido hormigas gigantes (recuérdense las muta-
ciones radiactivas de cierta película de ciencia ficción) las cuales se
habrían extinguido, como ocurrió a tantos otros animales históricos.
Es posible que la leyenda de la hormiga gigante admita una expli-
cación más realista. Alguien habrá comparado el trabajo de los mineros
que perforan las vetas subterráneas con la actividad de las hormigas.
La comparación era adecuada y al mismo tiempo atractiva. Pasó de
boca en boca. Y bien sabemos cuál puede ser la suerte de los hechos
sometidos a ese tratamiento. Se agregaron circunstancias, se bordaron
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detalles; algún aficionado a la murmuración quiso provocar verdadera
sensación en sus oyentes; finalmente, la materia prima del rumor llegó
a manos “profesionales”, que le infundieron forma de estupidez dura-
dera y casi inmortal.
4.
Hace algunos años los periódicos publicaron una nueva teoría so-
bre el núcleo interior de nuestro planeta. Un erudito profesor había
descubierto que no estaba formado de níquel ni de hierro, sino... ¡de
oro! Su teoría se fundaba en la deducción de que, cuando los elementos
líquidos que constituían la masa de la tierra comenzaron a solidificarse,
los metales más pesados empezaron a hundirse, mientras que se eleva-
ban en “burbujas” los componentes más livianos. Por consiguiente, allí
se encuentra todo el oro que el hombre pudiera desear... suponiendo
que pueda llegar al centro de la tierra.
Hoy día adoptamos una actitud un poco cínica con respecto a es-
tas teorías y descubrimientos. Pero si la misma teoría hubiese sido
revelada en la antigüedad, la excitación habría sido tremenda, y miles
de individuos hubiesen comenzado a excavar la tierra, en busca de la
gigantesca pepita de oro. Otrora, las leyendas de las minas de oro de
Ofir- los tesoros de Eldorado- no fueron sueños afiebrados, sino tradi-
ciones aceptadas.
De todas las leyendas sobre el tema, la más antigua y firmemente
arraigada fue el misterio de Ofir.
En el capítulo noveno del Primer Libro de los Reyes se lee:
“E Hiram envió con la armada a sus servidores, marineros que
conocían el mar, junto con los servidores de Salomón. Y llegaron a
Ofir, y allí recogieron oro, cuatrocientos veinte talentos, y lo llevaron
al rey Salomón.”
Pocos pasajes de la Biblia provocaron tantas discusiones, tantos
sufrimientos y derramamiento de sangre como estas pocas líneas.
En el original hebreo del Antiguo Testamento la palabra no es
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“talentos” sino kikkar. En su obra sobre Ofir, A. Soetbeer dice que un
kikkar equivale a 42.6 kilogramos (aproximadamente 93 libras). Por lo
tanto, la flota llevaba una carga de aproximadamente 17.892 kilogra-
mos.
El Antiguo Testamento trae otras pocas referencias al tráfico de
oro, en las que se afirma que las naves de Salomón y de su aliado,
Hiram de Tiro, visitaban Ofir una vez cada tres años y siempre retor-
naban completamente cargadas.
Aquí está, por lo tanto, la fuente del trono áureo de Salomón, de
sus quinientos escudos de oro, de sus vasos y de otros muchos fabulo-
sos tesoros, tan admirados por la Reina de Saba después de su largo
viaje a Jerusalén.
Pero, de pronto, la Biblia enmudece. Nunca más se menciona a
Ofir. Las breves referencias no traen ninguna indicación de la ubica-
ción probable de la misteriosa Ofir. Una breve nota al pie en The Bible
of Today (publicada en 1941) refleja las teorías antagónicas. Dice así:
“Ofir: quizás puerto del Golfo Pérsico. Algunos afirman que se hallaba
en la costa de África; otros, en la costa de la India.”
¡Ciertamente, hay para elegir! Sin embargo, pocos problemas bí-
blicos han fascinado tanto a la humanidad, en el trascurso de los siglos,
como la ubicación de las “minas del rey Salomón”.
El problema de Ofir consumió montañas de papel y ríos de tinta.
Y para resolver la cuestión fueron gastados buen número de kikkars en
impresiones de la más diversa índole.
Al principio, todos estos esfuerzos fueron realizados en gabinetes
de estudio, sobre las mesas de trabajo de exploradores puramente teóri-
cos. Los filólogos buscaron nombres geográficos de sonido o escritura
semejante. Cuando aparecía alguno que satisfacía todos los requeri-
mientos, se anunciaba el descubrimiento de Ofir. El término árabe
Dophar atrajo la atención hacia Arabia; el nombre de la tribu abhira la
llevó a la costa de la India. Alguien dio con un fragmento de la Biblia
en el que se aludía al “oro de Parvaim” (en el Libro Segundo de las
Crónicas, donde se describe el oro utilizado en la construcción del
templo). De modo que los eruditos llegaron a la conclusión de que Ofir
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estaba obviamente en... ¡Perú! Sin embargo, “Parvaim” quería decir
“regiones orientales”. La expresión aludía al “oro de las regiones
orientales”, el oro más fino que se conocía.
Quienes identificaban el nombre bíblico con el territorio africano
estaban más cerca de la solución del misterio. Pero todo esto no era
otra cosa que el fútil pasatiempo de los teorizadores. La investigación
cobró caracteres más serios y prácticos cuando los exploradores co-
menzaron a recorrer las regiones desconocidas de África.
La mayor sorpresa (y el indicio más promisorio) se halló en el
África Oriental Portuguesa, cerca de la actual Sophala. El nombre
mismo resultaba interesante, pues algunas traducciones de la Biblia
llaman Zophora a Ofir. La sensación fue mayor aún cuando se descu-
brieron antiguas minas de oro, aproximadamente a doscientas millas de
la costa. Sobre la ruta que lleva a dichas minas, cerca de la moderna
Zimbabwe (en Rhodesia) se hallaron las ruinas de un templo que mos-
traba indicios de la artesanía fenicia... el país del rey Hiram.
Y así fueron halladas las minas del rey Salomón. Pero, ¿se trataba
realmente de ellas?
Los modernos exploradores de Ofir se mostraron escépticos. Era
imposible, dijeron, que los judíos y los fenicios (que nada sabían de
minería) hubieran creado una organización capaz de producir seme-
jantes cantidades de oro. Tampoco era probable que hubiesen podido
transportar el oro atravesando doscientas millas de jungla africana, en
dirección a la costa. Si el oro habla sido extraído allí, sólo los nativos
podían haberlo hecho.
Muy bien, replicaron los hombres que creían en la existencia de
Ofir. Probablemente Salomón e Hiram habían conseguido el oro me-
diante transacciones comerciales.
Los escépticos menearon nuevamente la cabeza. Fenicia era un
país consagrado al comercio. ¿Para qué necesitaba el rey Hiram aso-
ciarse con Salomón, cuando muy bien podía encarar solo el asunto?
¡Sobre todo si se tiene en cuenta que debía aportar el capital más valio-
so, los expertos hombres de mar!
Aparentemente, la investigación del caso de Ofir había llegado a
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un punto muerto.
Aquí, Karl Nieburr, el eminente historiador, aportó una hábil in-
terpretación. La Biblia afirma que la flota judeofenicia llevaba no sólo
oro, sino también animales raros. Tukkivim, dice el texto hebreo: pa-
vos reales, avestruces y otros semejantes. De acuerdo con Nieburr, se
trata de un error del copista. La palabra correcta no es tukkivim, sino
sukivim... es decir, esclavos.
En su interesante obra Von rätselhaften Landern (Las tierras mis-
teriosas), Richard Hennig reconstruye toda la historia a partir de este
error. (El libro fue publicado en 1925 en Munich e incluye una detalla-
da bibliografía de la literatura sobre el caso de Ofir). Afirma el autor
que Salomón y su socio no tenían minas cerca de Sophala, ni iban allí
para comerciar. Simplemente, se trataba de campañas bien organizadas
de piratería. El rey Hiram sabía bien lo que hacia. Su nación era un
país de comerciantes y de marinos. Durante sus viajes descubrieron
Sophala, el país del oro; pero el comercio, el intercambio de mercan-
cías, aparentemente no daba los resultados apetecidos. El áureo tesoro
de los nativos debía ser obtenido por otros medios. El rey Salomón
disponía de un ejército bien adiestrado. Por lo tanto, Salomón suminis-
tró los soldados, y el rey Hiram la armada. Unidos, ambos monarcas
lograron abrir las vetas doradas de Ofir.
La discusión sobre Ofir, que se desarrolló a lo largo de siglos, es
ejemplo típico de la elaboración de una teoría sobre la base de hechos
puramente imaginarios; de la búsqueda de una región allí donde no
estaba. Pero la manía del oro ha creado leyendas más fantásticas aún.
5.
Perseguía al mundo antiguo la idea de que los metales era entes
orgánicos, que crecían y se desarrollaban como las plantas. Durante
mucho tiempo circuló, atribuido a Aristóteles, un librito titulado Rela-
tos milagrosos. La obra era una falsificación, pero reflejaba las creen-
cias de la época. Uno de los capítulos afirma que, si se entierra un
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trozo de oro, empieza a desarrollarse y finalmente brota del suelo. La
ciencia natural del medioevo adoptó fielmente la pauta clásica y desa-
rrolló aún más la teoría. Aquí y allá, decíase, hay en la tierra oro en
estado blando, semilíquido. A veces ciertas plantas, especialmente la
vid, hunden sus raíces en este oro blando y líquido, y absorben el pre-
cioso metal. De modo que el oro se eleva por las ramas, pasa a las
hojas y aún al fruto.
Peter Martyr (Pietro Martire Vermigli), a quien Cranmer llevó a
Londres, y que posteriormente fue profesor de teología en Oxford,
declaró que en España había muchos de estos árboles “bebedores de
oro”. Cuando una princesa portuguesa se comprometió con un duque
de Saboya, el novio envió a la dama regalos valuados en 120.000 tále-
ros imperiales. La corte de Lisboa estaba flaca de dinero, y respondió a
tanta magnanimidad con varias “curiosidades raras”. Entre ellas se
incluían: 1) doce negros de los cuales uno era rubio; 2) un gato de
algalia, vivo; 3) una gran plancha de oro puro; 4) un arbolito de finísi-
mo oro... cultivado naturalmente.
La mayoría de los autores afirman que la vid es el vegetal más
aficionado a la dieta áurea. En Francia, una vid de oro (con brotes del
mismo metal), fue hallada en los viñedos de Saint Martin la Plaint. Fue
enviada al rey Enrique IV, quien sin duda se sintió muy complacido de
que sus deseos se vieran satisfechos con creces por el fecundo suelo
francés. Los sabios alemanes escribieron eruditas disertaciones sobre
los “productos áureo” de los viñedos renanos. En los viñedos cultiva-
dos a lo largo del Danubio, del Main y del Neckar aparecieron también
vástagos de oro, y luego hojas, y estas hojas continuaron desarrollán-
dose y floreciendo.
Pero la más famosa vid áurea fue descubierta en los viñedos hún-
garos... o por lo menos eso creyeron los contemporáneos. Inició la
leyenda Marzio Galeotto, en su colección de anécdotas consagradas al
monarca húngaro Matthias Corvinus. “Mencionaré un hecho fabuloso
y milagroso, el cual, según se afirma, no ocurrió en ningún otro país”,
escribe Galeotto. “Pues aquí el oro crece en forma de vástago, seme-
jante a un cordel; a veces adopta la forma de zarcillos, que envuelven
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el cuerpo de la viña, generalmente de dos pulgadas de longitud, como
los hemos visto a menudo. Dicen que con este oro natural es fácil fa-
bricar anillos pues no es tarea complicada conseguir que el oro forme
un círculo acomodado al grosor de nuestro dedo y que constituyen
excelente remedio para las torceduras. Yo mismo tengo un anillo hecho
con este tipo de oro”.
Y así comenzó la carrera legendaria del aurum vegetabile, el “oro
que crece”.
Por lo demás, es absolutamente cierto que en los viñedos húnga-
ros se han hallado estos zarcillos de oro en forma de alambre espirala-
do.
Un médico alemán, E. W. Happel, reunió las observaciones con-
temporáneas en su libro: Relationes Curiosae (1683, Hamburgo). Dos
de los casos habían ocurrido en Eperjes, en el norte de Hungría, y fue-
ron informados por el doctor M. H. Franckestein, en larga carta a su
amigo Sachs de Lewenheim, eminente médico de Breslau.
El viñador de un noble estaba descansando después del trabajo, y
de pronto advirtió un resplandor amarillo en el suelo. Lo examinó con
atención y halló que estaba enterrado profundamente. Con gran difi-
cultad consiguió arrancar un buen trozo. Llevó el objeto al orfebre. “Es
oro puro, y del más fino”, dijo el experto. Feliz, el viñador vendió su
hallazgo y regresó al lugar donde se había producido el milagro. Y
ciertamente, el milagro hubo de repetirse: al cabo de pocos días, en el
lugar del trozo arrancado apareció otro. La autenticidad del caso está
demostrada por las actas de un juicio; pues el viñador continuó llevan-
do al orfebre los trozos de oro, hasta que al fin se difundió el rumor, y
tanto el propietario del viñedo como el gobierno le iniciaron juicio por
haber iniciado la explotación del oro sin la debida autorización.
Otro caso: el arado de un campesino trajo a la superficie una raíz
de oro de pocas pulgadas de longitud. El hombre no advirtió el valor
del objeto, y lo transformó en pieza de arreo. En cierta ocasión, había
llevado cierta cantidad de madera a la ciudad de Eperjes, y se detuvo
frente a la casa del orfebre; éste vio la extraña pieza, y la compró por
una nada.
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Todavía en el siglo XVIII muchos eruditos cavilaban sobre el ca-
so del “oro vegetal” de Hungría. En el verano de 1718 la conocida
revista Breslauer Sammlungen le consagró un extenso artículo; en
1726 (volumen XXXVI) publicó un informe de Kesmark, ciudad de
Alta Hungría. De acuerdo con el mismo, los cosechadores de la pro-
piedad de Andras Pongracz, un noble húngaro, hallaron una pieza de
buen tamaño de “oro natural” que pusieron en manos del amo, como
correspondía. Se estableció el valor del oro en 68 guldens. (En aquellos
tiempos un marco de Colonia equivalía a 72 guldens. Por consiguiente,
el oro hallado era mas o menos la misma cantidad contenida en un
marco de Colonia: es decir, 233,81 gramos, alrededor de 8 onzas troy.)
Pero ni esto fue suficiente para la hambrienta imaginación de los
buscadores de oro. Y otro de sus alimentos fueron las uvas de oro. Son
relativamente frecuentes los informes que aluden a la existencia de
uvas en cuyo interior hay oro.
Matthew Held, el médico de corte de Sigmund Rackoczi, príncipe
de Transilvania, relata que en un banquete celebrado en Sarospatak, la
antigua ciudad universitaria del nordeste de Hungría, se sirvieron al
principio uvas de piel dorada.
El príncipe Carlos Batthyany, famoso caballero de su época, pre-
sentó un racimo semejante a la emperatriz María Teresa. El hábil orfe-
bre preparó una caja de oro, y en su interior había un ciervo de oro que
sostenía en la boca las uvas de oro. Después de la disolución de la
monarquía dual, la caja fue recuperada por Hungría, y conservada en el
Museo Nacional de Budapest. Está clasificada con el nombre de “Caja
Tokay”. El racimo se secó y descompuso, pero bajo la piel de las uvas
había auténticos granos de oro. Naturalmente, habían sido introducidos
allí por el hábil orfebre.
La noticia de la fruta milagrosa se difundió por doquier... y llegó a
la lejana Inglaterra. Stephen Weszpremi, médico de la ciudad húngara
de Debrecen, describió en 1773 el remate, durante sus años de estu-
diante, de los efectos de Richard Mead, el médico de la corte.
“Un lord inglés”, escribe Weszpremi, “hombre muy rico, compró
a muy elevado precio un racimo de uvas secas y encogidas. Se creía
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que provenían de Hungría y contenían gran cantidad de granos amari-
llos que brillaban como oro”.
El rico par llevó el valioso racimo al profesor Morris, para que lo
examinara. Weszpremi asistió al experimento, que resultó desalenta-
dor. El supuesto oro fue consumido por el fuego. “De modo que en
breve lapso el áureo racimo húngaro del lord inglés se convirtió en
cenizas, juntamente con todas las libras y los chelines que había paga-
do por él”.
¿Cuál era el fundamento de todas estas doradas fantasías?
Las raíces, los brotes y los zarcillos de oro no eran sino restos de
antiguas joyas, celtas o de otra procedencia. En situaciones de peligro,
sus propietarios las enterraban, y cuando trataban de recuperarlas,
algunas se rompían o perdían. Quizás los propietarios habían perecido,
y las joyas permanecían bajo tierra hasta que alguna raíz se enredaba
en ellas y las llevaba a la superficie. Esos hilos de oro en forma de
espiral abundan en los museos de todo el mundo.
En cuanto a las pepitas de oro, resultaron ser los huevos vacíos de
una sabandija bastante común. El animalito salía del huevo y abando-
naba la cáscara amarillenta para diversión de los coleccionistas de
riquezas.
En conjunto, la leyenda no era otra cosa que el ensueño dorado
concebido por la estupidez, el juego afiebrado de cerebros infectados
de codicia. Pero el “áureo racimo” era uno entre muchos sueños. Los
sueños rayaban muy alto, se elevaban hasta los cielos. La propia Provi-
dencia, decían los soñadores, Dios y la Causa Final habían elegido al
oro como intérprete de sus mensajes proféticos a la humanidad.
En el ya mencionado ensayo de Weszpremi sobre el “oro vegetal”
hay este pasaje: “Hasta ahora nos hemos comportado con respecto a
nuestro oro que crece como lo hizo Jacob Horstius ante el diente áureo
del muchacho silesiano, cuando se unió a Martin Rulandus y a otros
sabios menores para proclamarlo gran milagro de la naturaleza, y es-
cribió un libro entero sobre él.”
Jacob Horstius fue profesor y decano de la Universidad de
Helmstat. Su libro, al que Weszpremi se refiere, fue publicado en
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  • 1. IMPRIMIR HISTORIA DE LA ESTUPIDEZ HUMANA PAUL TABORI
  • 2. 2 Editado por elaleph.com  1999 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
  • 3. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 3 INTRODUCCIÓN Algunos nacen estúpidos, otros alcanzan el estado de estupidez, y hay individuos a quienes la estupidez se les adhiere. Pero la mayoría son estúpidos no por influencia de sus antepasados o de sus contempo- ráneos. Es el resultado de un duro esfuerzo personal. Hacen el papel del tonto. En realidad, algunos sobresalen y hacen el tonto cabal y perfecto. Naturalmente, son los últimos en saberlo, y uno se resiste a ponerlos sobre aviso, pues la ignorancia de la estupidez equivale a la bienaventuranza. La estupidez, que reviste formas tan variadas como el orgullo, la vanidad, la credulidad, el temor y el prejuicio, es blanco fundamental del escritor satírico, como Paul Tabori nos lo recuerda, agregando que “ha sobrevivido a millones de impactos directos, sin que éstos la hayan perjudicado en lo más mínimo”. Pero ha olvidado mencionar, quizás porque es demasiado evidente, que si la estupidez desapareciera, el escritor satírico carecería de tema. Pues, como en cierta ocasión lo señaló Christopher Morley, “en un mundo perfecto nadie reiría”. Es decir, no habría de que reírse, nada que fuera ridículo. Pero, ¿podría calificarse de perfecto a un mundo del que la risa estuviera ausente? Quizás la estupidez es necesaria para dar no sólo empleo al autor satírico sino también entretenimiento a dos núcleos minoritarios: 1) los que de veras son discretos, y 2) los que poseen inteligencia suficiente para comprender que son estúpidos. Y cuando empezamos a creer que una ligera dosis de estupidez no es cosa tan temible, Tabori nos previene que, en el trascurso de la his- toria humana, la estupidez ha aparecido siempre en dosis abundantes y mortales. Una ligera proporción de estupidez es tan improbable como un ligero embarazo. Más aún, las consecuencias de la estupidez no sólo son cómicas sino también trágicas. Son reideras, pero ahí concluye su utilidad. En realidad, sus consecuencias negativas a todos influyen, y no sólo a quienes la padecen. El mismo factor que antaño ha determi- nado persecuciones y guerras, puede ser la causa de la catástrofe defi-
  • 4. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 4 nitiva en el futuro. Pero encaremos el problema con optimismo. Acabando con la ra- za humana, la estupidez acabaría también con la propia estupidez. Y ése es un resultado que la sabiduría nunca supo alcanzar. En su inquieto (y fecundo) libro, Paul Tabori describe los aspectos divertidos y las horribles consecuencias de la estupidez. El lector ríe y llora (ante el espectáculo humano) y sobre todo reflexiona. A menos, naturalmente, que el lector sea estúpido. Pero no es probable que la persona estúpida se sienta atraída por un libro como éste. Una de las concomitantes de la estupidez es la pereza, y en nuestro tiempo hay cosas más fáciles que leer un libro (especialmente un libro sin ilustraciones y que no ha sido condensado). Tampoco trae un cadáver en la cubierta, ni una joven bella y apasiona- da. Sin embargo, el lector que supere esta introducción y el breve primer capítulo hallará después abundante derramamiento de sangre y erotismo, y también ingenio, rarezas, fantasmas y exotismo. Quizás no existe argumento, porque esta obra no es de ficción, pero hay algunos episodios auténticos (o por lo menos bastante probados), cualquiera de los cuales podría servir de base a un cuento... o a una pesadilla. Tabori muy bien podría haber llamado a su libro: La anatomía de la estupidez, pues ha encarado el tema con el mismo bagaje de erudi- ción y de entusiasmo que Robert Burton aplicó en La Anatomía de la Melancolía. Aquí, lo mismo que en el tratado del siglo XVII, hallamos una sorprendente colección de conocimientos raros, cuidadosamente organizados y bien presentados. Aparentemente, Tabori leyó todo lo que existe sobre el tema, de Erasmo a Shaw y de Oscar Wilde a Oscar Hammerstein. El autor revela el tipo de curiosidad intelectual que no se atiene a las fronteras establecidas por la cátedra universitaria o por las especia- lidades científicas, y que es tan difícil hallar en nuestros días. A seme- janza del estudioso europeo de la generación anterior, o del hombre culto del Renacimiento, pasa fácilmente de la historia a la literatura, y de ésta a la ciencia, citando raros volúmenes de autores franceses,
  • 5. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 5 alemanes, latinos, italianos y húngaros. Sin embargo, su prosa nunca es pesada ni pedante. En lugar de exhibir un arsenal de notas eruditas, oculta las huellas de su trabajo, del mismo modo que el carpintero elimina el aserrín dejado por la sierra. Aunque Tabori dice modestamente de su libro que es mero “muestrario”, se trata de un muestrario profundamente significativo. Si, como dice el autor, ésta no es la historia completa de la estupidez, sólo nos resta sentirnos impresionados (y deprimidos) ante la vastedad del tema. Sería lamentable llegar a la conclusión de que es posible escribir sobre la estupidez del hombre un libro más voluminoso que sobre su sabiduría. La fascinación que ejerce la obra de Tabori proviene precisamente de la variedad de los temas abordados. Obras antiguas, medievales y modernas le han suministrado toda suerte de hechos increíbles y de leyendas creíbles sobre este “astro siniestro que difunde la muerte en lugar de la vida”. El autor cita sorprendentes ejemplos de estupidez relacionados con la codicia humana, el amor a los títulos y a las cere- monias, las complicaciones del burocratismo, las complicaciones no menos ridículas del aparato y de la jerga jurídica, la fe humana en los mitos y la incredulidad ante los hechos, el fanatismo religioso, sus absurdos y manías sexuales, y la tragicómica búsqueda de la eterna juventud. Sí, éste es el lamentable archivo de la humana estupidez, desde los vanos ritos de Luis XIV hasta la autocastración de la secta religiosa de los skoptsi; desde el miembro de la Academia Francesa de Ciencias que obstinadamente insistió en que el invento de Édison, el fonógrafo, era burdo truco de ventrílocuo, a la técnica de Hermippus, que asegu- raba la prolongación de la vida mediante la inhalación del aliento de las jóvenes doncellas, desde la fe en la vid que producía sólidas uvas de oro, al bibliófilo italiano que consagró veinticinco años a la creación de una biblioteca de los libros más aburridos del mundo. ¡Cuán estúpi- dos somos los mortales! En general, Paul Tabori se contenta con relatar la historia de la estupidez, acumulando ejemplos y más ejemplos. En su condición de
  • 6. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 6 estudioso objetivo, no deduce moralejas ni extrae lecciones. Sin em- bargo, como hombre sensible que es, experimenta dolor y desaliento. “La estupidez”, nos dice con tristeza, “es el arma más destructiva del hombre, su más devastadora epidemia, su lujo más costoso”. ¿Sugiere Tabori una cura efectiva de la estupidez? ¿Anticipa el pronto fin de esta peste? Tiene algunas ideas, relacionadas con la salud de la psiquis, y alienta ciertas esperanzas. Pero conoce demasiado bien a la raza humana, de modo que no puede prometer mucho. Habida cuenta de la experiencia de siglos, abrigar mayores esperanzas sería también dar pruebas de estupidez.
  • 7. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 7 I LA CIENCIA NATURAL DE LA ESTUPIDEZ Este libro trata de la estupidez, la tontería; la imbecilidad, la inca- pacidad, la torpeza, la vacuidad, la estrechez de miras, la fatuidad, la idiotez, la locura, el desvarío. Estudia a los estúpidos, los necios, los seres de inteligencia menguada, los de pocas luces, los débiles menta- les, los tontos, los bobos, los superficiales; los mentecatos, los novatos y los que chochean; los simples, los desequilibrados, los chiflados, los irresponsables, los embrutecidos. En él nos proponemos presentar una galería de payasos, simplotes, badulaques, papanatas, peleles, zotes, bodoques, pazguatos, zopencos, estólidos, majaderos y energúmenos de ayer y de hoy. Describirá y analizará hechos irracionales, insensa- tos, absurdos, tontos, mal concebidos, imbéciles... y por ahí adelante. ¿Hay algo más característico de nuestra humanidad que el hecho de que el Thesaurus de Roget consagre seis columnas a los sinónimos, verbos, nombres y adjetivos de la “estupidez”, mientras la palabra “sensatez” apenas ocupa una? La locura es fácil blanco, y por su mis- ma naturaleza la estupidez se ha prestado siempre a la sátira y la críti- ca. Sin embargo (y también por su propia naturaleza) ha sobrevivido a millones de impactos directos, sin que éstos la hayan perjudicado en lo más mínimo. Sobrevive, triunfante y gloriosa. Como dice Schiller, aun los dioses luchan en vano contra ella. Pero podemos reunir toda clase de datos de carácter semántico sobre la estupidez, y a pesar de ello hallarnos muy lejos de aclarar o definir su significado. Si consultamos a los psiquiatras y a los psicoa- nalistas, comprobamos que se muestran muy reticentes. En el texto psiquiátrico común hallaremos amplias referencias a los complejos, desequilibrios, emociones y temores; a la histeria, la psiconeurosis, la paranoia y la obsesión; y los desórdenes psicosomáticos, las perversio- nes sexuales, los traumas y las fobias son objeto de cuidadosa atención. Pero la palabra “estupidez” rara vez es utilizada; y aún se evitan sus
  • 8. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 8 sinónimos. ¿Cuál es la razón de este hecho? Quizás, que la estupidez también implica simplicidad... y bien puede afirmarse que el psicoanálisis se siente desconcertado y derrotado por lo simple, al paso que prospera en el reino de lo complejo y de lo complicado. He hallado una excepción (puede haber otras): el doctor Alexan- der Feldmann, uno de los más eminentes discípulos de Freud. Este autor ha contemplado sin temor el rostro de la estupidez, aunque no le ha consagrado mucho tiempo ni espacio en sus obras. “Contrástase siempre la estupidez”, dice, “con la sabiduría. El sabio (para usar una definición simplificada) es el que conoce las causas de las cosas. El estúpido las ignora. Algunos psicólogos creen todavía que la estupidez puede ser congénita. Este error bastante torpe proviene de confundir al instrumento con la persona que lo utiliza. Se atribuye la estupidez a defecto del cerebro; es, afírmase, cierto misterioso proceso físico que coarta la sensatez del poseedor de ese cerebro, que le impide reconocer las causas, las conexiones lógicas que existen detrás de los hechos y de los objetos, y entre ellos”. Bastará un ligero examen para comprender que no es así. No es la boca del hombre la que come; es el hombre que come con su boca. No camina la pierna; el hombre usa la pierna para moverse. El cerebro no piensa; se piensa con el cerebro. Si el individuo padece una falla con- génita del cerebro, si el instrumento del pensamiento es defectuoso, es natural que el propio individuo no merezca el calificativo de discreto... pero en ese caso no lo llamaremos estúpido. Sería mucho más exacto afirmar que estamos ante un idiota o un loco. ¿Qué es, entonces, un estúpido? “El ser humano”, dice el doctor Feldmann, “a quien la naturaleza ha suministrado órganos sanos, y cuyo instrumento raciocinante carece de defectos, a pesar de lo cual no sabe usarlo correctamente. El defecto reside, por lo tanto, no en el instrumento, sino en su usuario, el ser humano, el ego humano que utiliza y dirige el instrumento.” Supongamos que hemos perdido ambas piernas. Naturalmente, no podremos caminar; de todos modos, la capacidad de caminar aún se
  • 9. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 9 encuentra oculta en nosotros. Del mismo modo, si un hombre nace con cierto defecto cerebral, ello no lo convierte necesariamente en idiota; su obligada idiotez proviene de la imperfección de su mente. Esto nada tiene que ver con la estupidez; pues un hombre cuyo cerebro sea per- fecto puede, a pesar de todo, ser estúpido; el discreto puede convertirse en estúpido y el estúpido en discreto. Lo cual, naturalmente, sería im- posible si la estupidez obedeciera a defectos orgánicos, pues estas fallas generalmente revisten carácter permanente y no pueden ser cura- das. Desde este punto de vista, la famosa frase de Oscar Wilde conser- va su validez: “No hay más pecado que el de estupidez”. Pues la estu- pidez es, en considerable proporción, el pecado de omisión, la perezosa y a menudo voluntaria negativa a utilizar lo que la Naturaleza nos ha dado, o la tendencia a utilizarlo erróneamente. Debemos subrayar, aunque parezca una perogrullada, que cono- cimiento y sabiduría no son conceptos idénticos, ni necesariamente coexistentes. Hay hombres estúpidos que poseen amplios conocimien- tos; el que conoce las fechas de todas las batallas, o los datos estadísti- cos de las importaciones y de las exportaciones puede, a pesar de todo, ser un imbécil. Hay hombres discretos cuyos conocimientos son muy limitados. En realidad, la extraordinaria abundancia de conocimientos a menudo disimula la estupidez, mientras que la sabiduría de un indi- viduo puede ser evidente a pesar de su ignorancia... sobre todo si la posición que ocupa en la vida no nos permite exigirle conocimientos ni educación. Lo mismo nos ocurre con los animales, los niños y los pueblos primitivos. Admiramos la sagacidad “natural” de los animales, la viva- cidad “natural” del niño o del hombre primitivo. Hablamos de la “sabi- duría” de las aves migratorias, capaces de hallar un clima más cálido cuando llega el invierno; o del niño, que sabe instintivamente cuánta leche puede absorber su cuerpo; o del salvaje que, en su medio natural, sabe adaptarse a las exigencias de la Naturaleza. “Si nuestra pierna o nuestro brazo nos ofende” exclama con elo- cuencia Burton en La anatomía de la melancolía, “nos esforzamos,
  • 10. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 10 echando mano de todos los recursos posibles, por corregirla; y si se trata de una enfermedad del cuerpo, mandamos llamar a un médico; pero no prestamos atención a las enfermedades del espíritu: por una parte nos acecha la lujuria, y por otra lo hacen la envidia, la cólera y la ambición. Como otros tantos caballos desbocados nos desgarran las pasiones, que son algunas fruto de nuestra disposición, y otras del hábito; y una es la melancolía, y otra la locura; ¿y quién busca ayuda, y reconoce su propio error, o sabe que está enfermo? Como aquel estúpi- do individuo que apagó la vela para que las pulgas que lo torturaban no pudiesen hallarlo...” Burton señala aquí una de las principales características de la es- tupidez: apagar la vela- ahogar la luz- confundir la causa y el efecto. Las pulgas que nos pican prosperan en la oscuridad; pero nuestra estu- pidez supone que si no podemos verlas, ellas tampoco nos verán... del mismo modo que el hombre estúpido vive siempre en la inconciencia de su propia estupidez. El hombre realmente discreto lo es sin pensar. Su mente no es la fuente de su propia sabiduría, sino más bien el reci- piente y el órgano de expresión. El ego que piensa correctamente no tiene otra tarea que la de tomar nota de los deseos instintivos. A lo sumo, decide si es conveniente o no seguir estos impulsos en las cir- cunstancias dadas. Esta “crítica” no constituye una cualidad indepen- diente del ego pensante, sino desarrollo final de un proceso instintivo. Cuando cobra caracteres conscientes o superconscientes, fracasa. Co- mo previene Hazlitt: “La afectación del raciocinio ha provocado más locuras y determinado más perjuicios que ningún otro factor”. En los niños y en los pueblos primitivos se observa que el pensamiento está consagrado casi exclusivamente a la autoexpresión y no a la creación. Pues toda actividad creadora es siempre resultado del instinto, por mucho que nos esforcemos por infundirle carácter consciente. Existen individuos en quienes el instinto y el pensamiento están totalmente fusionados; en tal caso nos hallamos frente a un genio, un ser humano capaz de expresar cabalmente sus cualidades humanas. Pero esto es posible únicamente cuando el hombre no utiliza el pensa- miento para disimular sus propios instintos, sino más bien para darles
  • 11. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 11 más perfecta expresión. Todos los grandes descubrimientos son fruto de la perfecta cooperación entre el instinto y la razón. Dice el doctor Feldmann: “En la práctica médica a menudo observamos que los medios de expresión- el proceso de pensamiento- parece desplazar completamente los instintos, monopolizando o usurpando el lugar de éstos. El pensa- miento es esencialmente una inhibición, y si domina la vida espiritual del individuo, puede determinar la parálisis total de las emociones. En este caso nos hallamos ya ante una condición patológica, relacionada con el sentimiento de la anormalidad y de la enfermedad, capaz de provocar sufrimientos y de obligar al hombre a negar una de las más importantes manifestaciones de la vida humana: sus emociones. Por lo tanto, es posible alcanzar la sabiduría por dos caminos: absteniéndose totalmente de pensar, y confiando exclusivamente en los instintos, o pensando, pero sólo para expresar el propio yo. En su condición de seres emocionales, todos los hombres son iguales, del mismo modo que sólo existen pequeñas diferencias anatómicas entre todos los miembros de la raza humana. Por consiguiente, el hombre estúpido es tal porque no quiere o no se atreve a expresar su propio yo; o porque su aparato pensante se ha paralizado, de modo que no es apto para la autoexpresión, de modo que el individuo no puede ver u oír las directi- vas impartidas por sus propios instintos”. Toda actividad humana es autoexpresión. Nadie puede dar lo que no lleva en sí mismo. Cuando hablamos, o escribimos, o caminamos, o comemos, o amamos, estamos expresándonos. Y este yo que expresa- mos no es otra cosa que la vida instintiva, con sus dos fecundas válvu- las de escape: el instinto de poder y el instinto sexual. Los animales, los niños, los hombres primitivos se esfuerzan por expresar su voluntad y sus deseos sólo con el fin de satisfacer o de realizar su propia voluntad. El obstáculo fundamental y permanente que se opone a la realización de los deseos humanos, a la expresión de la voluntad humana, es la Naturaleza misma; pero en el transcurso del tiempo se ha desarrollado cierta instintiva cooperación entre la Natu- raleza y el hombre, de modo que al fin ambos factores son casi idénti-
  • 12. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 12 cos, o, por lo menos, uno de ellos se ha subordinado completamente al otro. La vida social del hombre y la vida cultural de la humanidad se han desarrollado de un modo extraño. La expresión de la voluntad y del deseo ha tropezado con dificultades cada vez mayores. De ellas, la primera y principal reviste carácter esencialmente ético. Pero expresar el deseo y la voluntad ha sido siempre necesidad fundamental y general del hombre, independientemente de las normas éticas a las que debió someterse. Digamos de pasada que dichas normas constituyen el fun- damento de toda nuestra cultura. Pero, en esencia, todas las realizacio- nes culturales de la humanidad son expresiones de la voluntad humana; es decir, realizaciones de deseos humanos. Y ésta es la razón, afirman algunos psicólogos, de que puedan existir seres estúpidos; es decir, de que sea posible la contradicción entre el Homo sapiens y la estupidez. Si el esfuerzo por satisfacer los propios deseos o por expresar la propia voluntad tropieza con resisten- cias excesivas, dicha resistencia cobra carácter general, e incluye al instrumento fundamental de expresión: el pensamiento. Quizás esto parezca demasiado retorcido y complejo, pero un ejemplo sencillo servirá de aplicación. Consideremos la estupidez aguda y temporaria que es fruto de la vergüenza. El sentimiento de vergüenza es más intenso y más frecuente durante la pubertad. Arraiga en la sexualidad, y responde al hecho de que la madurez sexual resulta cada vez más evidente. El ego, educado para negar u ocultar esta situa- ción, siente que, sea cual fuere la actitud que adopte (hablar, caminar, etc.) siempre está expresando lo que, precisamente, se le ha enseñado a ocultar. De este modo se crea una situación en virtud de la cual el ado- lescente no puede expresarse. Es decir, el sujeto no quiere hacerlo. Hay un violento choque entre el deseo y la realización, entre la voluntad y las fuerzas deformadoras. En la mayoría de los casos triunfa la repre- sión. La derrota del deseo y de la voluntad aparece como expresión de “estupidez”. Las risitas de las muchachas; el paso vacilante y torpe de los adolescentes; las extrañas contradicciones de la conducta de aque- llas y de éstos, son consecuencia de este conflicto.
  • 13. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 13 Durante el desarrollo del ser humano, el constante esfuerzo por obtener poder, la vergüenza subconsciente ante su propio egocentris- mo, y la estupidez aguda y temporaria que esta vergüenza provoca, surgen con caracteres cada vez más destacados. Sea cual fuere el cen- tro de la actividad individual, el hombre aspira a destacarse del resto (ya se trate de jugar a los naipes o de amasar una fortuna). Al mismo tiempo, teme que su intención sea evidente... o demasiado evidente. Procura ocultarla, pero le inquieta la posibilidad de que sus esfuerzos por disimularla fracasen, o de que se frustre su propia ambición. Por eso en muchos casos se abstiene de actuar (estupidez pasiva) o actúa erróneamente (estupidez activa). Si este sentimiento de vergüenza se torna crónico, también la es- tupidez se convierte en condición crónica. Con el tiempo, el hombre olvida que su estupidez no es más que un desarrollo secundario; siente como si su condición fuera la de un “estúpido nato”. A medida que la estupidez lo envuelve, y que se resigna a ella, le es cada vez más difícil adquirir conocimientos, y la ignorancia se suma a la estupidez, de modo que un par de anteojeras se agrega al otro. Por consiguiente, la estupidez es esencialmente miedo, nos dice el doctor Feldmann. Es el temor a la crítica; el temor a otras personas, o al propio yo. Por supuesto, la estupidez tiene diferentes formas y manifestacio- nes. Algunas personas son estúpidas sólo en su círculo familiar inme- diato, o con ciertas relaciones, o en público. Algunos son estúpidos sólo cuando necesitan hablar; otros, cuando se ven obligados a escribir. Todas estas “estupideces limitadas” pueden combinarse. Ocurre a menudo que los niños se muestran brillantes e inteligentes en el hogar, pero no en la escuela; en otros casos, obtienen buenos resultados en la escuela pero en el hogar revelan escasa capacidad. Ciertas personas demuestran estupidez en las relaciones con el sexo opuesto... padecen una forma de impotencia mental. Hay hombres que preparan cuidado- samente el principio de la conversación, y luego no saben qué decir. Se retraen y renuncian a la tentativa, para evitar la derrota. El mismo fe- nómeno se observa en muchas mujeres, aunque ellas pueden refugiar-
  • 14. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 14 se, en la convención, todavía vigente, según la cual al hombre toca llevar el peso principal de la conversación. La estupidez y el temor, ¿son sinónimos absolutos? Charles Ri- chet, el eminente psicólogo e investigador de ciencias ocultas, encaró derechamente el problema... ¡y luego resolvió esquivarlo! Su defini- ción es de carácter negativo: “Estúpido no es el hombre que no com- prende algo, sino el que lo comprende bastante bien, y sin embargo procede como si no entendiera.” Yo diría que esta frase incluye dema- siados elementos negativos. El doctor L. Loewenfeld, cuya obra Über die Dummheit (Sobre la estupidez), de casi 400 páginas, alcanzó dos ediciones entre 1909 y 1921, enfoca el problema de la estupidez desde el punto de vista médico; pero este autor se interesa más por la clasifi- cación que por la definición. Agrupa del siguiente modo las formas de expresión a través de las cuales se manifiesta la estupidez: “Estupidez general y parcial. La inteligencia defectuosa de los hombres de talento. La percepción inmadura. La escasa capacidad de juicio. La desatención, las asociaciones torpes, la mala memoria. La torpeza, la simplicidad. La megalomanía, la vanidad. La temeridad, la sugestionabilidad. El egotismo. La estupidez y la edad; la estupidez y el sexo; la estupidez y la raza; la estupidez y la profesión; la estupidez y el medio. La estupidez en la vida económica y social; en el arte y la literatura; en la ciencia y la política.” La famosa obra del profesor W. B. Pitkin, A Short Introduction to the History of Human Stupidity, fue publicada en 1932, el mismo año en que publicó su libro, aún más famoso, Life Begins at Forty!. La “breve introducción” ocupa 574 páginas, lo cual demuestra tanto el respeto del profesor Pitkin por su tema como su propia convicción de que el asunto es prácticamente inagotable. Pero también él evita ofre- cer una definición histórica o psicológica. El propio Richet, en su breve L’homme stupide, no encara defini- ciones ni clasificaciones. Describe, entre otras, las estupideces del alcohol, del opio y de la nicotina; la necedad de la riqueza y de la po- breza, de la esclavitud y del feudalismo. Aborda los problemas de la
  • 15. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 15 guerra, de la moda, de la semántica y de la superstición; examina bre- vemente la crueldad hacia los animales, la destrucción bárbara de obras de arte, el martirio de los precursores, los sistemas de tarifas protecto- ras, la explotación miope del suelo, y muchos otros temas. Richet no atribuyó a su libro carácter de estudio científico; se satisfizo con pre- sentar algunos ingeniosos y variados pensamientos y ejemplos. Algu- nos de sus capítulos poco tienen que ver con la estupidez, y para establecer cierta tenue relación entre el tema y el desarrollo se ve obli- gado a ampliar desmesuradamente el sentido de la expresión. Max Kemmerich consagró toda su vida a reunir hechos extraños y desusados de la historia de la cultura y de la civilización. Sus obras, entre las que se cuentan Kultur-Kuriosa, Modern-Kultur-Kuriosa, y la extensa Aus der Geschichte der menschlichen Dummheit (primera edición, Munich, 1912), son esencialmente apasionados ataques contra las iglesias, contra todas las religiones establecidas y contra los dogmas religiosos. Kemmerich era librepensador, pero de un tipo especial, pues carecía del atributo más esencial del librepensador: la tolerancia. La tremenda masa de chismes históricos, rarezas y material iconoclasta que reunió incluyen apenas unas pocas contribuciones pertinentes a la historia de la humana estupidez. Un húngaro, el doctor István Ráth-Végh, consagró casi diez años a reunir materiales y a escribir sus tres libros sobre la estupidez huma- na. Los tres volúmenes se denominan La historia cultural de la estupi- dez, Nuevas estupideces de la historia cultural de la humanidad, y (título un tanto optimista) El fin de la estupidez humana. El doctor Ráth-Végh, juez retirado, que durante la mitad de su vida había obser- vado las locuras y los vicios humanos con ojo frío y jurídico, estaba ampliamente equipado para la tarea: era lingüista, experto historiador y hombre de profundas simpatías liberales. Pero también tenía limitacio- nes, confesadas francamente por él. Puesto que escribía en la Hungría semifascista, debía limitarse al pasado y evitar cualquier referencia a la política. No intentó analizar ni realizar un estudio global; su objetivo fue entretener e instruir al lector dividiendo a las locuras humanas en distintos grupos. Las 800 páginas de sus tres volúmenes representan
  • 16. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 16 quizás la más rica fuente de materiales originales sobre la estupidez humana. Remontándonos en la historia, hallamos otros exploradores de esta selva lujuriosa y prácticamente infinita. En 1785, Johann Christian Adelung (autor prolífico, lingüista, y bibliotecario jefe de la Biblioteca Real de Dresde) publicó en forma anónima su Geschichte der mens- chlichen Narrheit. Esta enorme obra estaba compuesta por siete volú- menes, pero su título fue un error, pues poco tenía que ver con la historia. Era simplemente una colección de biografías: vidas de alqui- mistas, impostores y fanáticos religiosos. De ellos, sólo unos pocos eran exponentes o explotadores de la estupidez. Sebastián Brant, hijo de un pobre tabernero de Estrasburgo, edu- cado en los principios del humanismo en la Universidad de Basilea, publicó en 1494 su brillante Barco de los Necios. A bordo de esta no- table nave, dirigida a Narragonia, viajaba una colección sumamente variada de tontos, descritos en 112 capítulos distintos, escritos en pa- reados rimados. Con el título The Shyp of Folys fue traducido por Alexander Barclay, el sacerdote y poeta escocés, aproximadamente catorce años después de la edición original, y difundió en toda Europa la fama de Brant. Digamos de pasada que Barclay agregó bastante al original. Brant tenía un robusto sentido del humor, y él mismo se puso a la cabeza de la “tropa de necios”, porque poseía tantos libros inútiles que “no leía ni entendía”. En El barco de los necios el sentido huma- nista se combinaba con un espíritu realmente poético y agudo, y pode- mos afirmar que, con ligeras modificaciones de forma, la mayoría de los necios de Brant siguen a nuestro lado. Thomas Murner, continuador e imitador de Brant, se educó en Estrasburgo, fue ordenado sacerdote a los diecinueve años, y viajó mucho; estudió en las universidades de París, Freiburg, Colonia, Ros- tock, Praga, Viena y Cracovia. Su Conspiración de los Necios y La Hermandad de los Picaros revelaron más ingenio y una verba más franca y cruel que el ataque relativamente suave que Brant llevó contra la estupidez. Clérigos, monjes y monjas, barones salteadores y ricos mercaderes, reciben todos implacable castigo; se presiente en Murner
  • 17. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 17 una conciencia social muy avanzada con respecto a su tiempo (aunque su vida personal poco armonizó con sus principios). En esta incompleta lista de exploradores de la humana estupidez, he dejado para el final al más grande de ellos. El Elogio de la locura de Erasmo de Rotterdam es la más aguda sátira y el más profundo análisis de la tontería humana. En la epístola de introducción, dirigida a Tomás Moro, el autor nos explica cómo compuso su libro, durante sus “últi- mos viajes de Italia a Inglaterra”. Una atractiva imagen: el rollizo ho- landés, que avanzaba al trote corto de su cabalgadura, deja atrás el mediodía abundoso y claro, y se acerca al septentrión turbulento y helado, cavilando sobre la eterna estupidez de la humanidad, a la que nunca odió, y por el contrario compadeció y comprendió perfectamen- te. “Supuse que este juego de mi imaginación te agradaría más que a nadie, ya que sueles gustar mucho de este género de bromas, que no carecen, a mi entender, de saber ni de gusto, y que en la condición ordinaria de la vida te comportas como Demócrito (...) Pues siempre será una injusticia que, reconociéndose a todas las clases de la sociedad el derecho a divertirse no se consienta ningún solaz a los que se dedi- can al estudio; sobre todo si la chanza descansa en un fondo serio y si está manejada de tal suerte que un lector que no sea completamente romo saque de ella más fruto que de las severas y aparatosas lucubra- ciones de ciertos escritores Y por consiguiente, si alguno se considera- se ofendido, o si la conciencia le acusa o, por lo menos, teme verse retratado en ella (...) el lector avisado comprenderá desde luego que nuestro ánimo ha sido más bien agradar que morder.” He citado extensamente a Erasmo porque en estas pocas líneas de su carta de introducción se condensa casi todo el argumento de mi propio libro. Si yo fuera absolutamente honesto (pero ningún autor puede serlo) aún reconocería que en las páginas del Elogio de la locura todo está dicho con más brillo, concisión e inteligencia que lo que jamás podría atreverme a esperar de mi propia prosa. Sin embargo, como la humana estupidez se reproduce y florece adoptando formas constantemente renovadas, considero que siempre hay lugar para una
  • 18. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 18 nueva obra que describa y explore nuestra infinita locura. En cierto sentido, la estupidez es como la electricidad. El más moderno diccionario técnico dice de la electricidad que es “la mani- festación de una forma de la energía atribuida a la separación o movi- miento de ciertas partes constituyentes de un átomo, a las que se da el nombre de electrones.” En otras palabras, no sabemos qué es realmente la electricidad. Y aunque suprimamos la palabra subrayada, el resto no constituye una definición. La electricidad es la “manifestación” de algo. De modo que, al esquivar la definición de la estupidez- pues el “tenor” de Feldmann o el enfoque negativo de Richet no son, en realidad, una definición- seguimos el precedente establecido por muchos sabios. Cuando yo era niño, tenía un tutor privado bastante excéntrico. No creía en la eficacia de la memorización de versos o de fechas; y poseía audacia suficiente como para atreverse a obligar a su alumno a que hiciera trabajar su propia mente, independiente y a menudo doloro- samente. Uno de los ejercicios de lógica que me planteó consistía en establecer la relación entre el sol y una variada colección de cosas: un vestido de seda, una moneda, una pieza escultórica, el diario. No era muy difícil establecer vínculos más o menos directos entre el centro de nuestra galaxia y todo lo que existe sobre la tierra. Y, naturalmente, mi tutor trataba de demostrar que todo se origina y tiene su centro en el sol, y que nada puede desarrollarse y sobrevivir sin él. Si no podemos definir la estupidez (o si sólo formulamos una de- finición parcial), por lo menos podemos tratar de relacionar con ella la mayoría de las desgracias y debilidades humanas. Pues la estupidez es como una luz negra, que difunde la muerte en lugar de la vida, que esteriliza en lugar de fecundar, que destruye en lugar de crear. Sus expresiones forman legión, y sus síntomas son infinitos. Aquí sólo podremos describir sus formas principales, y realizaremos el examen detallado del fenómeno en el cuerpo de este libro. El prejuicio constituye ciertamente una de las formas más nota- bles de la estupidez. Ranyard West, en su Psychology and World Or- der, resume perfectamente las características del fenómeno:
  • 19. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 19 “El prejuicio humano es universal. Su fundamento es la humana necesidad de respeto. Son muchos los medios por los cuales la mente humana puede esquivar los hechos; no existen, en cambio, recursos que permitan anular el deseo individual de aprobación. Los hombres y las mujeres necesitan tener elevada opinión de sí mismos. Y con el fin de alcanzar este objetivo es preciso que nos disimulemos de mil modos distintos la realidad de los hechos. Negamos, olvidamos y justificamos nuestras propias faltas y exageramos las faltas ajenas.” Pero esto es sólo el fundamento del prejuicio. Si, por ejemplo, creemos que todos los franceses son libertinos, todos los negros nega- dos mentales, y todos los judíos usureros, sólo de un modo vago e indefinido podemos atribuir estas posturas al “deseo de autorrespeto”. Después de todo, es posible tener elevada opinión de nosotros mismos sin rebajar al prójimo. El prejuicio racial, quizás la forma más común de este matiz de la estupidez, es más o menos universal. Así lo afirma G. M. Stratton en su Social Psychology of International Conduct (1929) y agrega que “es característico de la naturaleza humana este tipo particular de prejui- cio”. Subraya, además, otros dos importantes aspectos: “A pesar de su universalidad, rara vez o nunca es innato el prejui- cio racial. No nace con el individuo. Los niños blancos, por ejemplo, no demuestran prejuicios contra los de color, o contra las niñeras ne- gras, hasta que los adultos se encargan de influirlos en ese sentido.” (Concepto expresado con más concisión y belleza por Oscar Hammerstein en la famosa canción de South Pacific: “Es necesario que te enseñen a odiar...”) Finalmente, dice G. M. Stratton: “Este universal y adquirido pre- juicio «racial», en realidad nada tiene de racial. Puede observarse que no guarda relación con las características raciales; ni siquiera con las diferencias que existen entre diversos núcleos humanos, sino pura y exclusivamente con el sentimiento de una amenaza colectiva... El lla- mado prejuicio «racial» es en realidad una mera reacción biológica del grupo a una pérdida experimentada o inminente, una reacción que no es innata, sino fruto de la tradición, renovada por las vivencias de nue-
  • 20. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 20 vos perjuicios sufridos.” Por lo menos superficialmente esta explicación parece bastante razonable, y armoniza con la teoría del doctor Feldmann, según la cual toda forma de estupidez es expresión de temor. Pero quizás la cosa no sea tan sencilla. Pues si el prejuicio racial (expresión principal de esta forma particular de imbecilidad) es sim- plemente asunto de “amenaza colectiva”, ¿cómo se explica que lo padezcan personas que ni remotamente sufren la amenaza de negros, chinos o judíos? En cambio, la regla tiene gran número de excepciones allí donde la amenaza efectivamente existe... o por lo menos parece existir. A pesar de las opiniones del eminente señor Stratton, creo que la actitud de los que alientan prejuicios raciales o de cualquier otra naturaleza, presupone una condición mental a la que debemos denomi- nar estupidez, aunque sólo sea por falta de palabra más apropiada. No es innata- en esto podemos coincidir con el autor de Social Psychology of International Conduct- y no es natural. Pero aunque ningún indivi- duo se halle completamente liberado de prejuicios, el efecto de sus prejuicios sobre sus actos lo convierte en estúpido reaccionario o hace de él un ser humano equilibrado. En otras palabras, el hombre discreto o inteligente podrá sublimar o superar sus prejuicios; el estúpido, será inevitablemente presa de ellos. En términos generales, el prejuicio es ente pasivo. Quizás odie- mos a todos los galeses, pero ello no significa que saldremos a la calle y acometeremos a puñetazos al primero de ellos que encontremos... aunque estuviéramos seguros de hacerlo con impunidad. En cambio, la intolerancia es casi siempre activa. El prejuicio es un motivo; la intole- rancia es una fuerza propulsora. No fue prejuicio lo que impulsó a las diversas iglesias cristianas a exterminarse mutuamente los fieles; fue la intolerancia. Aquí, naturalmente, la historia es depositaria de ancha veta de estupidez. El hombre de prejuicios podrá negarse a vivir entre irlandeses o japoneses; el intolerante negará que los irlandeses o los japoneses tengan siquiera derecho a vivir. A menudo ambas formas de estupidez coexisten, o una de ellas determina el desarrollo de la otra. El hombre de prejuicios quizás se rehúse a enviar sus niños a escuelas
  • 21. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 21 abiertas a alumnos de cualquier raza; el intolerante hará cuanto esté a su alcance para suprimirlas. En los capítulos que siguen expondré muchísimos casos de prejui- cio y de intolerancia; la ilustración histórica será harto más efectiva que cualquier teorización para demostrar la relación directa que existe entre la estupidez y el terrible precio que la humanidad debe pagar por sus prejuicios y sus actitudes de intolerancia. La ignorancia, ¿es otra forma de la estupidez? Desde cierto punto de vista, sí... del mismo modo que la fiebre es parte de la enfermedad, sin ser la enfermedad misma. Ya hemos demostrado que el ignorante no es necesariamente estúpido, ni el estúpido es siempre ignorante. Pero ambas condiciones no pueden ser separadas absolutamente. A igualdad de posibilidades de educación, no es difícil determinar la línea que separa a la estupidez de la ignorancia. El niño o el adulto estúpidos aprenden dificultosamente conceptos útiles, aunque aprendan de corri- do versos en latín o las fechas de las batallas. Por consiguiente, la estu- pidez alimenta y presupone la ignorancia; la condición aguda se convierte en crónica. Estas tres formas o manifestaciones de la estupidez no son sino las más universales o comunes. La fatuidad o locura, la inconsecuencia y el fanatismo podrían ser objeto de diagnóstico y descripción separados, como los ingredientes tóxicos de un veneno complejo. Pero existen también formas de la estupidez que pertenecen a una profesión o a una clase: la estupidez del cirujano (tan cabalmente des- crita en Doctor’s Dilemmas, de Shaw) que sólo cree en su bisturí; la estupidez del político, que supone que sus propias promesas incumpli- das se olvidan tan fácilmente como los votos que depositó durante las sesiones del Parlamento o del Congreso; la estupidez del general, que siempre está librando “la penúltima guerra”. Los ejemplos son infini- tos. O la estupidez de clase de la nobleza francesa antes de la Revolu- ción; la estupidez suicida de gran parte de la historia española, incapaz de reconciliarse con la realidad o con el paso de las épocas, la estupi- dez de los efendis árabes, en su cerril egoísmo y en la traición a los humildes fellahin; la estupidez de los reaccionarios y de los anticuados,
  • 22. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 22 que impulsan la clandestinidad del vicio, en lugar de intentar su cura... Sí, la lista es interminable. Todo esto poco importaría si el estúpido sólo pudiera perjudicarse a sí mismo. Pero la estupidez es el arma humana más letal, la más devastadora epidemia, el más costoso lujo. El costo de la estupidez es incalculable. Los historiadores hablan de cielos, de la cultura de las pirámides y de la decadencia de Occi- dente. Tratan de ajustar a ciertas pautas los hechos amorfos, o niegan todo sentido y propósito al mundo y al devenir nacional. Pero no es barata simplificación afirmar que las diversas formas de la estupidez han costado a la humanidad más que todas las guerras, pestes y revolu- ciones. En los últimos años, los historiadores han comenzado a convenir en la idea de que el principio de las desgracias y de la decadencia de España debe ubicarse en el período inmediato al descubrimiento de América. Naturalmente, el descubrimiento no es la causa directa de esa decadencia (aunque don Salvador de Madariaga ha desarrollado en ingenioso ensayo las buenas razones por las cuales España NO debía haber respaldado la empresa de Colón), sino la estupidez de la codicia; es decir, la codicia del metal áureo. El examen atento del problema demuestra que la riqueza que España extrajo de Perú o de Méjico costó por lo menos diez veces más en vidas, y descalabró no sólo la econo- mía española sino también la europea. Este sentimiento de codicia es anterior a España, y no ha desaparecido en los tiempos modernos. Hoy día, en que la mayor parte del oro mundial está guardado en los sótanos de Fort Knox, continuamos sufriendo el influjo del metal amarillo. ¿A cuántas familias, a cuántos individuos arruinó la estupidez del ansia de títulos, condecoraciones y ceremonias? En Versalles, en Viena o en El Escorial, ¿cuántos nobles hipotecaron sus propiedades y arrui- naron el futuro de sus familias para gozar del favor del soberano? ¿Cuánto ingenio, esfuerzo y dinero se invirtió en la tarea de alcanzar esta o aquella distinción? ¿Cuántas obras maestras quedaron sin escri- bir mientras sus posibles autores hacían las visitas que son requisito de la elección a la Academia Francesa? ¿Cuánto dinero fue a parar a las
  • 23. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 23 arcas de los genealogistas para demostrar que tal o cual familia des- cendía de Hércules o del barón Smith? Quizás la forma más costosa de estupidez es la del papeleo. El costo es doble: la burocracia no solamente absorbe parte de la fuerza útil de trabajo de la nación, sino que al mismo tiempo dificulta el tra- bajo del sector no burocrático. Si se utilizara en textos escolares y libros de primeras letras un décimo del papel que consumen los for- mularios, Libros Blancos y reglamentaciones, se acabaría para siempre con el analfabetismo. Cuántas iniciativas frustradas, cuántas relaciones humanas destruidas a causa de la “insolencia de los empleados”, a causa del desarrollo múltiple y parasitario del papeleo. “La ley es el fundamento del mundo”, dice una antigua saga. Pero también, y con mucha frecuencia, la ley ha hecho el papel del tonto. En nuestros días, un juicio consume quizás menos tiempo que en la época de Dickens, pero cuesta cinco veces más. Los abogados viven sobre todo gracias a la estupidez de la humanidad; pero ellos mismos impul- san el proceso cuando ahogan en verborrea legal lo que es obvio, de- moran lo deseable y frustran el espíritu creador. ¿Cuánto ha pagado la humanidad por la estupidez de la duda? Si hubiera sido posible introducir todas las invenciones útiles e impor- tantes sin necesidad de luchar contra las argucias y la obstrucción del escepticismo estúpido (pues también hay, naturalmente, la duda sana y constructiva), habríamos tenido una vacuna contra la viruela mucho antes de Jenner, buques de vapor antes de Fulton y aviones décadas antes de los hermanos Wright. A veces la estupidez de la codicia y la estupidez de la duda se combinan en impía alianza (como en los casos en que una gran empresa compra la patente de una invención que ame- naza su monopolio, y la archiva durante años, y quizás para siempre). ¿Y qué decir de la estupidez de la idolización del héroe? Es el fundamento de todos los gobiernos totalitarios. Ninguna nación, ni siquiera los alemanes, experimentan amor por la tiranía y la opresión. Pero cuando la estupidez del instinto gregario infecta la política, cuan- do la locura del masoquismo nacional se generaliza, surgen los Hitler, los Mussolini y los Stalin. Y quien crea que esto último constituye una
  • 24. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 24 simplificación excesiva del problema, que lea unas pocas páginas de Mein Kampf; que estudie los discursos de Mussolini o las declaracio- nes de Stalin. No hay una sola línea que sea aceptable para la inteligencia o el cerebro normal. La mayoría de los conceptos son tan absurda tontería, que incluso un niño de diez años podría advertir la falsa lógica y la absoluta vaciedad. Y sin embargo, ha sido y es el alimento diario de millones de se- res humanos. Han creído, durante variables períodos de tiempo, que los cañones son mejores que la manteca, que cierto árido desierto africano podía resolver el problema de la sobrepoblación italiana, y que es pro- vechoso al proletariado trabajar en beneficio de un imperialismo buro- crático que se oculta tras la barba de Carlos Marx. ¿Es necesario siquiera aludir al costo de esta estupidez masiva? Quince millones de muertos en una sola guerra, y destrucciones que no podrán ser compensadas ni en un siglo. En toda Alemania, ¿hubo al- guien capaz de ponerse de pie para decirle a Hitler que era simple- mente un imbécil? Hubo quienes lo calificaron de pillo, de loco, de soñador, (y algunos hay que todavía lo creen un genio), pero la estupi- dez era lo suficientemente profunda como para impedir que nadie ha- blara en voz alta. ¿Alguien se atrevió a decir a Mussolini que los italianos no estaban destinados a desempeñar el papel de nuevos roma- nos, y que un país podía prosperar sin necesidad de conquistas? Du- rante los últimos veinte años hemos pagado el precio de ese silencio, y continuaremos pagándolo durante las próximas dos generaciones, y quizás durante más tiempo aún. ¿Cuál es el costo de la credulidad, de la superstición, del prejui- cio, de la ignorancia? Imposible pagarlo ni con todo el oro del univer- so. ¿Cuánto pagamos por las locuras del amor... o mejor dicho, por el gran número de imbecilidades que florecen alrededor del instinto amo- roso? Olvídese por un instante el aspecto moral, y piénsese en la frus- tración, la tortura, el poder destructivo de los amores fracasados en el curso del tiempo. Por cada obra maestra de un amante afortunado, hubo un centenar de vidas desgraciadas, un millar de amores iniciados
  • 25. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 25 promisoriamente pero interrumpidos mucho antes de su fin lógico. Moliere y otros cien autores han zaherido al médico incapaz y estúpido, al farsante y al charlatán. Con todo el respeto que la noble profesión médica merece, diré que estos tipos humanos siempre exis- tieron y siempre existirán. ¡Cuántas muertes provocaron las “curas milagrosas”, cuántos cuerpos arruinados por los “elixires”! Hoy más que nunca florece la fe ciega en las drogas “milagrosas” y en las tera- pias mentales. La existencia de los falsos médicos de la fe y de los anuncios en los diarios indios (en los que se ofrece curar, con el mismo producto, todas las enfermedades, desde los forúnculos a la lepra) demuestra que la estupidez humana no ha cambiado. Un tipo parecido de locura es el que hace la prosperidad del as- trólogo y del palmista, del falso médium y del adivinador de la fortuna. Y cuando las actividades de estos individuos sólo se reflejan en las columnas de los diarios y en las ferias campesinas, podemos sonreír con tolerancia. Pero toda la estupidez y la superstición relacionada con la inútil búsqueda de medios que permitan al hombre penetrar el miste- rio de su propio futuro, y vincular con sus propias y minúsculas preo- cupaciones los movimientos de las estrellas, toda esta extraña mezcla de seudo ciencia y pura charlatanería ha provocado tragedias y desas- tres suficientes como para llegar a la conclusión de que su costo es uno de los más elevados en el balance final de la estupidez humana. De esto último hay sólo un paso a la recurrente histeria masiva sobre el fin del mundo, proclamado para hoy o para mañana. Quizás el agricultor ya no descuida sus campos, ni el artesano su banco de trabajo, como ocurría en siglos pasados, pero el plato volador, los ensueños alimenta- dos por el género de la ciencia ficción, y las manías religiosas y de otro carácter promueven desastres periódicos. Éstas son sólo unas pocas manifestaciones de la estupidez huma- na, pero su costo total en vidas y en dinero alcanza cifras astronómicas. No pretendo insinuar que haya muchas posibilidades de que el costo disminuya. Pero aunque poco nos aprovechará para el futuro, debería- mos por lo menos no forjarnos ilusiones con respecto a nuestro pasado y a nuestro presente. Desde el principio del mundo hemos pagado el
  • 26. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 26 precio de nuestra estupidez, y continuaremos haciéndolo hasta que eliminemos, mediante explosiones, toda forma de vida de la superficie de la tierra... Este libro intenta presentar por lo menos las principales facetas de la estupidez a lo largo del desarrollo histórico y en nuestros propios días. No abriga la intención de deducir moralejas, y ni siquiera de su- gerir remedios. Si bien es cierto que en Gran Bretaña a veces se conde- na a los delincuentes habituales a períodos de “educación correctiva”, a nadie se le ha ocurrido todavía obligar a los estúpidos a someterse a un curso de sabiduría, ni ha intentado suministrarles un mínimo de inteli- gencia. Gastamos millones en la fabricación de bombas atómicas, pero en todo el mundo los maestros son los trabajadores intelectuales peor pagados. La conclusión que de todo ello puede extraerse es tan obvia, que creemos mejor dejar que el lector llegue a ella por sí mismo. Entre las dos guerras en Europa Central existió un insulto favori- to, que adoptaba la forma de una pregunta. Solía preguntarse: “Díga- me... ¿duele ser estúpido?” Desgraciadamente, no duele. Si la estupidez se pareciera al dolor de muelas, ya se habría buscado hace mucho lo solución del problema. Aunque, a decir verdad, la estupidez duele... sólo que rara vez le duele al estúpido. Y ésta es la tragedia del mundo y el tema de esta obra.
  • 27. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 27 II LA VORACIDAD DE MIDAS 1. Antes de la Primera Guerra Mundial las islas Palau (anteriormente Pelew) pertenecían a Alemania, que en 1899 las habla comprado a España. Luego, en 1918, se convirtieron en mandato japonés. Con desprecio de la obligación impuesta por la Liga de las Naciones, el Japón las convirtió en bases fortificadas, que le fueron muy útiles du- rante la Segunda Guerra Mundial. Las islas Palau fueron escenarios de los más sangrientos combates librados en el Pacífico, y la isla central, la de Yap, adquirió notoriedad en la historia de la guerra. Actualmente todo el grupo de islas se encuentra en manos norteamericanas. Pero mucho antes de los alemanes, los japoneses o los norteame- ricanos, Yap era famosa por cierta particularidad: su moneda. Aunque inocentes y primitivos, los nativos de bronceada piel conocían la insti- tución del dinero. El único inconveniente era que Yap carecía absolu- tamente de metales; y si bien había abundancia de conchas, frutos y dientes de animales, los habitantes de Yap llegaron a la conclusión de que un sistema monetario fundado en estos objetos tan comunes care- cería de la estabilidad necesaria. Era preciso hallar un material tipo que poseyera auténtico valor intrínseco. En definitiva eligieron el producto de una isla situada a doscientas millas de distancia: las piedras de una gran cantera, un material per- fecto para la fabricación de ruedas de molino. La isla estaba a gran distancia; extraer y dar forma a las piedras implicaba considerable esfuerzo. Por consiguiente, se dijeron los habitantes de Yap, habían hallado la moneda perfecta. Una piedra redonda y chata de aproximadamente un pie de diá- metro correspondía más o menos a media corona o a un dólar de plata. Si se la perforaba en el centro, se podía pasar un palo por el agujero, y
  • 28. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 28 llevarla al mercado... aunque el portador no pudiera caminar muy erecto. Cuanto más grande la piedra, mayor su valor. La enorme piedra de molino de doce pies de diámetro era el equivalente de un billete de mil dólares; y el agujero practicado en el centro podía dar cabida al jefe indígena más corpulento. Pero, ¿cómo se utilizaba esta moneda? ¿Era preciso trasladar estas piedras, cuyo peso era de varias toneladas, cada vez que se compraba o vendía algo? El pueblo de Yap era demasiado inteligente para acome- ter tan pesada tarea. Se dejaban las piedras en el sitio original, en el jardín o en el patio del primer propietario; adquirían la condición de propiedad inmueble, y se las transfería sencillamente a nombre del nuevo propietario. El pueblo de Yap carece de lenguaje escrito, de modo que el convenio era puramente verbal; pero era respetado más fielmente que un documento de cincuenta páginas redactado por un regimiento de abogados. En Yap había muchos hombres adinerados cuya “riqueza” se hallaba dispersa por toda la isla. Naturalmente, te- nían derecho a visitar su propiedad, a inspeccionarla, a sentarse en el agujero central y a satisfacer su orgullo de propietarios. Y en este or- gullo se complacían tanto como el avaro que recuenta su dinero o el accionista que corta sus cupones. Pero la historia no acaba aquí. Yap sufre a menudo tifones tropi- cales. Tampoco son raros los maremotos. A veces se descargaban con enorme violencia, y las grandes piedras iban a parar a las lagunas. Una vez superado el difícil momento, reparadas las chozas y enterrados los muertos, los nativos se dedicaban a buscar el dinero que habían perdi- do. Lo hallaban en el fondo de los lagos, claramente visible gracias a la transparencia de las aguas. Pero, establecida la ubicación de las piedras, a nadie se le pasaba por la cabeza la idea de rescatarlas. Hubiera sido tarea muy difícil; sea como fuere jamás se realizó el intento. El dinero, la riqueza estaba allí; ni el prestigio familiar ni la situación individual sufrían porque esa riqueza estuviera sumergida en una o dos brazas de agua. Actualmente, del 75 al 80 por ciento del oro mundial está en Fort Knox, Kentucky. Se han dispuesto complicadas precauciones contra la
  • 29. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 29 posibilidad de ataque atómico. Basta mover una o dos palancas para inundar los depósitos. Pero aunque el oro está en depósitos subterrá- neos, y fácilmente podría quedar sumergido, el valor de la moneda norteamericana no se ha visto afectado en lo más mínimo. El dólar es siempre el “todopoderoso dólar”, porque la gente sabe que el oro está allí. Y lo mismo puede decirse de todos los países que todavía se ajustan al patrón oro. ¿Hay tanta diferencia entre el oro de Fort Knox y las ruedas de molino de Yap? 2. La historia del oro es la historia de la humanidad. Es también un importante ingrediente de la religión, desde el becerro de oro a las estatuas doradas cubiertas de joyas de las madonnas y de los santos. La Edad Media sombría y rígida personificó la idea del oro en el judío del ghetto, ser despreciado, a menudo maltratado y cuya condición era semejante a la de un paria; un ser, en fin, excluido de la comunidad, a quien los pintores flamencos del siglo XV reflejaron con ingenuo y venenoso odio. En aquellos siglos de tosquedad y rudeza el pueblo sentía supersticioso temor del oro y de su oculto poder; los alambiques de los alquimistas eran instrumentos de Satán. No existía auténtica comprensión del valor del oro; se lo condenaba a la esterilidad, y ape- nas intentaba multiplicarse y florecer, se lo perseguía con el hierro y el fuego. Las primeras transacciones bancarias revistieron, a los ojos del hombre medieval, el carácter de magia pura, y los misterios del capital provocaron en él la misma inquietud que los fenómenos de cierta peli- grosa alquimia. En aquella limitada edad del hierro, los judíos fueron los únicos poseedores del secreto áureo. Con la mágica llave del cré- dito abrieron los bazares de Oriente, y con las fórmulas de su álgebra dorada descifraron los misterios de la humanidad. Entre las poderosas murallas urbanas se levantaba el ghetto, sombrío, ominoso y extraño, con sus calles y pasajes estrechos y sinuosos; era como la montaña
  • 30. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 30 magnética de las Mil y Una Noches, que atraía hacia sí a las naves. Del mismo modo, el ghetto acumulaba los tesoros áureos por conducto de invisibles canales. El orgulloso caballero golpeaba en medio de la noche a la puerta del ghetto, tras de la cual los parias del oro guardaban sus tesoros; un hombre de turbante de patriarca y oscuro caftán que le otorgaba apa- riencia sacerdotal, abría la puerta, lenta y cautelosamente. Era “Nata- niel”, el mismo que, según aseguraban los gentiles, escupía sobre la sagrada hostia y crucificaba niños en Viernes Santo. Sin embargo, los gentiles acudían a “Nataniel”... porque necesitaban oro. Dentro de la casa, las sucias paredes exteriores se convertían en desconcertante espectáculo de belleza y esplendor. Ricas telas y vasos brillantes del Asia fabulosa, incienso indio, pesadas sedas... Detrás de las cortinas bordadas de extraña belleza, pálidas mujeres de grandes y húmedos ojos negros contemplaban al caballero que hipotecaba su tierra y su castillo por unas cuantas piezas de oro. Los reyes hacían lo mismo: primero tomaban prestado de los ju- díos, luego los nombraban tesoreros y recaudadores de impuestos. Samuel Levi, tesorero del rey Pedro de Castilla, fue un mago de las finanzas. “Un hombre amable y sereno”, dice el cronista, “a quien el Rey mandaba buscar cuando necesitaba dinero. Graciosamente, lo llamaba Don Samuel. Y entonces se ideaba el nuevo impuesto.” En Francia, los judíos fueron precoces adeptos del nuevo arte. Después que se los expulsó, Nicholas Flamel amasó una gran riqueza mediante especulaciones con la propiedad judía. Fue su sucesor Jacques Coeur, en un período de dura prueba para el país. Organizó el comercio levan- tino, explotó las minas e inventó la ciencia de la estadística; creó el sistema impositivo y aprovechó las más ricas fuentes financieras en beneficio de su país. Francia expropió la riqueza de este genio econó- mico y lo premió desterrándolo; murió en una isla griega, pobre y olvidado. Con el tiempo, el maltratado “prestamista” se convirtió en el res- petado y poderoso banquero. Los monarcas participaron en el negocio: Luis XI en Francia, Enrique VII en Inglaterra, Fernando V en España y
  • 31. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 31 el emperador Carlos V en todo el mundo. Poco a poco también los gentiles conocieron los secretos del oro. Italia dio el ejemplo; los ban- queros lombardos se convirtieron en el arquetipo representado otrora por los judíos. El comercio, la banca, la especulación todo lo que había sido condenado y despreciado, se desarrolló con extraordinaria pompa. En las pequeñas repúblicas se abrieron casas de cambio; a veces los hijos de los banqueros compraban con su oro la mano de princesas reales. Las banderas comerciales compitieron con las enseñas nacio- nales, y desde sus lagunas Venecia se elevó a las alturas del esplendor oriental. En sus Nozze di Cana, Paolo Veronese presenta a estos prin- cipescos mercaderes, tipos sensuales, pero sin la debilidad oriental, huéspedes de monarcas. Todos ellos (los duques de Medici, los despó- ticos Sforza, que pagaron el rescate de Francisco I, y los genoveses que fundaron Galatz, sobre el Danubio, una casa de cambio en el corazón mismo del Islam) comenzaron con los métodos y con el oro de los judíos. El oro produjo milagros y creó el Renacimiento; y el metal en bruto, adquirido por los comerciantes, se purificó en la retorta del arte para transformarse en las obras maestras de Cellini y D'Arfé. En esa época Italia dio vida a la deslumbrante escena de la segun- da parte del Fausto de Goethe, en la que el dios de la riqueza ya no es un ser ciego y maltrecho, como en las sátiras de Luciano y de Aristófa- nes, sino más bien un individuo de majestuosa belleza, de apariencia divina, reclinado en carro triunfal, que saluda con mano esbelta carga- da de anillos. Y con cada una de sus graciosas bendiciones, como en un cuento de hadas, llueven de los cielos gotas de diamante. Y luego, Alemania, y el siglo de los Fugger. Las complejas opera- ciones bancarias pusieron fin a la época de la caballería, que había cobrado caracteres extremos. Mammón puso su planta victoriosa sobre el cuello de San Miguel. “En Augsburgo tengo un tejedor que podría comprar fácilmente todo esto”, dijo desdeñosamente en París el empe- rador Carlos cuando le mostraron las joyas de la corona. Si se estudian en Munich los retratos que pintó Holbein de Antón Fugger y de su familia, pronto se advierte la presencia de una dinastía. El padre, en su chaqueta ribeteada de piel, parece un monarca nórdico, con su cabeza
  • 32. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 32 orgullosa y la expresión de quien tiene conciencia de su propio poder. En el otro cuadro están arrodillados sus hijos, quienes sostienen rosa- rios en las manos; los niños, rígidos y precozmente graves, como prín- cipes españoles, y las mujeres en actitud de elegante devoción, plenamente conscientes de que podrían levantar una iglesia para su santo patrón cuando se les antojara. La Madonna aparece gentil y son- riente... sobre un fondo de oro. Frente a los retratos de Holbein hay dos caballeros de Durero. Han desmontado y tienen aire sombrío y con- tristado. Parecen mortalmente cansados y agobiados de preocupacio- nes, como si dijeran: “Malos son los tiempos...” En estas obras maestras hallamos expresado todo el sorprendente contraste del siglo áureo: el ascenso del oro y la decadencia del hierro. A medida que nos aproximamos a la época moderna, se acentúan el poder y la influencia del oro. En el siglo XVIII Inglaterra dejó de lado la armadura del guerrero y vistió la chaqueta del empleado de la casa de cambio. La India, con todas sus maravillas y sus terrores, debió sufrir la conquista. Holanda se convirtió en enorme astillero para sus mercaderes. Ambas naciones identificaron la política con el oro. El oro se convirtió en poder estatal, conquistador, soberano y civilizador... El príncipe de mercaderes que sube las escaleras de la Bolsa con un para- guas bajo el brazo, puede financiar al Gran Mogol, destronar rajás y equipar ejércitos enteros. En las oficinas revestidas de paneles de la Casa de la India se fusionan reinos lejanos y se trazan y borran las fronteras de dominios fabulosos. El mercader que fuma su pipa de arcilla a la puerta de su oscura oficina de Ámsterdam llega a los mis- mos mercados; y aquí es un comerciante en pimienta, y allí un prínci- pe... Ciertamente, estos hombres no inmovilizaban sus capitales, y sea cual fuere la opinión que nos merezcan a la luz de las modernas con- cepciones económicas, en esta industriosa y tenaz adquisición de ri- queza había cierta dramática grandeza que los pintores holandeses del siglo XVIII supieron expresar cabalmente en sus “cuadros de los mynheor”. En Francia el oro se convirtió relativamente tarde en factor pode- roso. Todo se resistía a su dominio: la aristocracia, la moral, los prejui-
  • 33. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 33 cios y especialmente cierta repugnancia que caracterizó a la Edad Me- dia francesa. El poder del oro se personificó en los traitants, a quienes la corona arrendaba los impuestos. En las comedias, estos vampiros eran figuras cómicas; pero en la vida real su función acarreaba resulta- dos terriblemente trágicos. Eran ejecutores del fisco, y en el más cruel sentido de la palabra. En su carácter de extorsionadores reales con patente, eran el terror de la gente a la que saqueaban implacablemente, y a la que podían exprimir “hasta la última gota de sangre”. La riqueza escandalosa de estos individuos se tornó tan proverbial como su extre- ma inmoralidad, y en ellos el pueblo odiaba a la más despreciable encarnación del oro. Mientras en Inglaterra, Holanda, Italia y Alemania se obligó al oro a trabajar y a producir, en Francia permaneció estéril y aun hostil durante mucho tiempo. Adoptó la forma de capital y sólo creó provocativas formas de lujo y de frivolidad. Pero los financistas franceses eran como becerros de oro a los que se engordaba para el sacrificio. Saint-Simon nos ofrece la horrible descripción de estos monopolistas del oro, en quienes la grosera codi- cia del procónsul se unía al piratesco espíritu de extorsión del sátrapa. “Le Roi veut” (El Rey lo quiere) era la fórmula mágica de Voysin y de Desmaret. Sobre todo este último era un auténtico Ministro de la Usu- ra; fue el mismo a quien Colbert sorprendió en delito de falsificación; después de varios años en desgracia retornó a la administración finan- ciera y sentenció a Francia a la tortura de los “impuestos del diezmo”. “Era oro”, dice Saint-Simon, “del que manaba la sangre de los cuerpos torturados”. Cuando Luis el Grande necesitaba dinero para su Minotauro ver- sallesco, los messieurs traitants eran los primeros hombres de Francia. Samuel Bernard, que se declaró en quiebra con deudas por cuarenta millones, y luego se elevó a las más altas cumbres de la riqueza, se relacionó por vía matrimonial con las antiguas familias de Molé y de Airepoix, y cierto día la corte, petrificada, lo vio caminar al lado del Rey Sol por los senderos de los jardines de Marly. Saint-Simon refle- xiona sobre las humillaciones a que debían someterse aun los monarcas más poderosos. Naturalmente, se relacionaban con el oro. Y sin em-
  • 34. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 34 bargo, entonces Francia experimentaba aún general resentimiento con respecto al implacable despotismo del oro; ¡no es difícil imaginar el efecto de la comedia de Moliére sobre los tensos y maltratados nervios de los contemporáneos! Al fin, la nobleza arruinada se sometió al poder del oro. Cuando Madame de Grignan consintió en el matrimonio de su hijo con la here- dera del “intendente general” Saint Arman, acuñó la frase: “De tiempo en tiempo, aún la mejor tierra debe recibir abono fresco”. El conde de Evreux casó con la hija de Crozat, que le aportó una dote de dos millo- nes, y además veinte millones “para el futuro”; pero jamás tocó ni siquiera un cabello de su esposa. Cuando se enriqueció gracias a la fantástica estafa de John Law, devolvió la dote y envió a la joven de regreso a la casa del padre. 3. Ni la luz deslumbrante del sol naciente, ni el brillo enceguecedor del mediodía, ni el esplendor del atardecer, jamás podrían inspirar o inflamar la imaginación humana en la misma medida que el frío cente- lleo del oro. Es cierto que fue frecuente la adoración religiosa del sol, pero se trataba de un culto merecido por esta divinidad honesta y fide- digna. Pues hasta ahora nunca ocurrió que el sol se pusiera sin levan- tarse de nuevo. El mito de Ícaro advertía a los mortales de la conveniencia de no acercarse demasiado al astro, y la suerte de Faetón enseñaba que no debía jugarse con el tiempo, determinado por la mar- cha del sol. Pero piénsese en el oro, el más esquivo, el más vengativo, el más seductor de todos los dioses. Cuando no se lo busca, sus pepitas ruedan a los pies del viajero, se acumulan en las orillas de los ríos, y el metal revela sus ricas vetas al golpe casual de pico. Perseguido, centellea un instante, como una mujer juguetona... y luego se oculta para siempre, sin dejar rastros. ¡Cuán a menudo un campo de oro se convierte en zona estéril, desaparece el polvo de oro de los ríos, y en las anchas
  • 35. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 35 vetas de las minas el mineral se extingue súbitamente! Mientras los españoles, obsesionados por la manía del oro, perse- guían los tesoros de los caciques, llegaron a California. Allí revisaron cada choza, cada aldea, cada pueblo indígena... pero no hallaron oro. Sin embargo, les hubiera bastado inclinarse, pues las partículas de oro estaban bajo las plantas de sus pies. Soñaban con el fabuloso Eldorado, y no sabían que ya estaban en él. ¡Cómo habrá gozado el espíritu del oro con la broma cruel que jugó a sus adoradores! Los aventureros europeos en busca de tesoros recorrieron durante trescientos años el suelo de California; pero a nadie se le ocurrió exa- minar las centelleantes arenas de los arroyos, para comprobar a qué obedecían los reflejos arrancados por la luz del sol. En 1849, mientras se realizaban excavaciones para echar los cimientos de un molino, algo atrajo la atención de James Wilson Marshall, el socio de John A. Su- tter; y entonces comenzó la gran fiebre del oro. El oro había esperado tres siglos, el tiempo que la estupidez humana necesitó para ver lo que estuvo siempre a la vista de todos. El oro es un burlador, un bribón y un charlatán. Siempre logró fantástica publicidad, y lo rodearon mitos y leyendas que hallaron un público dispuesto y tontos a granel. Las antiguas crónicas abundan en relatos sobre los sorprendentes milagros del oro; y algunos de ellos han llegado hasta nuestros días. Los centenares de toneladas del oro de Salomón, los tesoros de Midas y de Creso, las manzanas doradas de las Hespérides, el vellón de Jasón... he aquí un hilo brillante que recorre las páginas de los anales precristianos. La riqueza de Fenicia, decía el rumor, se fundaba en el oro recibido de Hispania. Afirmábase que las naves fenicias retornaban con anclas de oro puro de sus viajes a Occidente, pues habían agotado las mercancías y debían canjear las anclas de hierro por otras del pre- cioso metal. En el siglo I a.C. Diodorus Siculus explicó esta edad de oro espa- ñola. Afirmó que los nativos nada sabían del oro y no le atribulan va- lor; pero que en cierta ocasión había estallado en los Pirineos un pavoroso incendio de bosques, y que las llamas habían devastado re-
  • 36. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 36 giones enteras, fundiendo el oro oculto en las montañas, el cual enton- ces fluyó cuesta abajo, en forma de arroyos del metal, con gran des- concierto de los bárbaros, que lo contemplaban por primera vez. Pero los hombres estaban dispuestos a aceptar versiones más fan- tásticas aún. Muchos creían firmemente que los animales conocían también el valor del metal más apreciado y codiciado por la humani- dad. En su De Natura Animalium, Claudius Aelianus, el retórico roma- no que vivió tres o cuatrocientos años antes de Cristo, describió a los buitres que anidaban entre las rocas estériles de Bactria. Con sus garras duras como el hierro, estas aves sagaces separaban el oro del granito, y guardaban con celo feroz los tesoros que reunían, por temor a la codi- cia de los humanos. Plinio el Viejo se mostró escéptico con respecto a estos animales legendarios. Pero en cambio presentó en su Historia Naturalis como un “hecho científico” el caso de las hormigas recolectoras de oro: “Son muy admiradas las antenas de hormigas indias conservadas en el Templo de Hércules, en Eritrea. En la región septentrional de la India viven hormigas del color de los gatos; su tamaño es el mismo del lobo egipcio. Extraen el oro de la tierra. Lo acumulan durante la esta- ción de invierno; en verano se ocultan bajo tierra para huir del calor. Entonces los indios roban el oro. Pero deben actuar con mucha rapidez, pues cuando huelen la presencia del ser humano, las hormigas salen de sus agujeros, persiguen a los ladrones y, si los camellos de éstos no son suficientemente veloces, destrozan a los intrusos. Tal la velocidad y el ánimo feroz que el amor al oro despierta en estos animales.” (Tanta pernicitas feritasque est cum amore auri. Historia Naturalis, XI, XXXXVI.) De acuerdo con Heródoto, algunas de estas hormigas habían sido capturadas y se las mantenía en la corte del rey de Persia. Estrabón agrega en su Geographia que se apelaba a un ardid es- pecial para robar el oro de las hormigas: los ladrones esparcían polvo envenenado cerca de las madrigueras, y mientras los codiciosos ani- males se regodeaban con el cebo, se procedía a recoger rápidamente el
  • 37. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 37 oro. Estrabón cita a otros autores, lo cual demuestra que los escritores antiguos no tenían la menor duda respecto de la realidad de estos ex- traños animales. Sabemos que los eruditos de la Edad Media consideraban casi sa- crílega cualquier expresión de escepticismo con respecto a los autores antiguos. Era posible comentar sus obras, desarrollarlas... pero no criti- carlas. ¡No es de extrañar, entonces, que la historia de las hormigas recolectoras de oro se convirtiera en parte integrante del zoológico medieval! Brunetto Latini, preceptor de Dante, miembro prominente del partido güelfo, después de diez años de exilio en Francia ocupó el puesto de canciller de Florencia. Escribió una enciclopedia en prosa, Li Livres dou Trésor, en el dialecto del norte de Francia. Fue impreso por primera vez en italiano el año 1474, y hace menos de cien años se publicó una edición en el dialecto francés original. Latini realizó un cabal resumen de todos los tesoros del conocimiento medieval. Re- dactó una enciclopedia en gran escala: empieza con la creación del mundo y reúne todos los materiales conocidos sobre geografía, cien- cias naturales, astronomía... y aún política y moral. Las famosas hormigas fueron a refugiarse en el capítulo sobre ciencias naturales. De acuerdo con Latini, los codiciosos animales acumulaban oro no en la India, sino en una de las islas etíopes. Quien se les aproximaba perecía. Pero los astutos moros habían descubierto un hábil ardid que las despistaba. Tomaban una yegua madre, le asegu- raban varios sacos a los costados, remaban hasta las orillas de la isla, y desembarcaban a la yegua... sin el potrillo. En la isla, la yegua hallaba bellos prados y pastaba hasta la caída del sol. Entretanto, las hormigas veían los sacos, y comprendían la utilidad de los mismos como reci- pientes del oro. Prontamente se ocupaban en llenarlos con el metal precioso. A la caída del sol, los ingeniosos etíopes acertaban al potrillo hasta la orilla del agua, frente a la isla. El animal relinchaba quejosa- mente, llamando a la madre; y cuando ésta oía el llamado, corría hacia el agua, con los sacos llenos de oro, y cruzaba a nado hasta la orilla opuesta. “Et s’en vient corrant et batant outre, et tout l’or qui est en
  • 38. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 38 coffres”. Saltemos tres siglos. Sebastián Munster, el teólogo y cosmógrafo, publicó en 1544 la primera descripción detallada del mundo en lengua alemana, la llamada Cosmographia Universa. Aquí la hormiga busca- dora de oro aparece reproducida en un hermoso grabado en cobre. La reproducción, un tanto primitiva, le atribuye la misma forma de la hormiga común; sólo difiere en las proporciones, considerablemente mayores. Pero no acaba aquí la historia de este insecto de larga memoria. Christophe De Thou, presidente del Parlamento de París en la época de la matanza de San Bartolomé y uno de los jefes del partido católico (su hermano redactó el borrador del Edicto de Nantes), relata que en 1559 el Cha de Persia envió rico conjunto de regalos al sultán Solimán, entre ellos una hormiga india del tamaño de un perro de regulares proporcio- nes, y que era un animal salvaje y montaraz. (“Inter quae erat formica indica canis mediocris magnitudine, animal mordax et saevum”.) Posteriormente, cuando los velados ojos de la ciencia comenzaron a abrirse y a ver más claramente, se realizaron algunas tentativas ten- dientes a explicar el mito de la hormiga. De acuerdo con una teoría, la leyenda aludía realmente al zorro siberiano, de costumbres parecidas a las del topo. Ahora bien, los hombres sabios llegaron a la conclusión de que, puesto que el zorro es animal astuto, si excavaba profundas cuevas en las montañas, seguramente no lo hacía por mera diversión... sin duda buscaba el oro de las vetas subterráneas. Pero se trata de una teoría de escaso fundamento, lo mismo que la que afirma la posibilidad de que otrora hayan existido hormigas gigantes (recuérdense las muta- ciones radiactivas de cierta película de ciencia ficción) las cuales se habrían extinguido, como ocurrió a tantos otros animales históricos. Es posible que la leyenda de la hormiga gigante admita una expli- cación más realista. Alguien habrá comparado el trabajo de los mineros que perforan las vetas subterráneas con la actividad de las hormigas. La comparación era adecuada y al mismo tiempo atractiva. Pasó de boca en boca. Y bien sabemos cuál puede ser la suerte de los hechos sometidos a ese tratamiento. Se agregaron circunstancias, se bordaron
  • 39. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 39 detalles; algún aficionado a la murmuración quiso provocar verdadera sensación en sus oyentes; finalmente, la materia prima del rumor llegó a manos “profesionales”, que le infundieron forma de estupidez dura- dera y casi inmortal. 4. Hace algunos años los periódicos publicaron una nueva teoría so- bre el núcleo interior de nuestro planeta. Un erudito profesor había descubierto que no estaba formado de níquel ni de hierro, sino... ¡de oro! Su teoría se fundaba en la deducción de que, cuando los elementos líquidos que constituían la masa de la tierra comenzaron a solidificarse, los metales más pesados empezaron a hundirse, mientras que se eleva- ban en “burbujas” los componentes más livianos. Por consiguiente, allí se encuentra todo el oro que el hombre pudiera desear... suponiendo que pueda llegar al centro de la tierra. Hoy día adoptamos una actitud un poco cínica con respecto a es- tas teorías y descubrimientos. Pero si la misma teoría hubiese sido revelada en la antigüedad, la excitación habría sido tremenda, y miles de individuos hubiesen comenzado a excavar la tierra, en busca de la gigantesca pepita de oro. Otrora, las leyendas de las minas de oro de Ofir- los tesoros de Eldorado- no fueron sueños afiebrados, sino tradi- ciones aceptadas. De todas las leyendas sobre el tema, la más antigua y firmemente arraigada fue el misterio de Ofir. En el capítulo noveno del Primer Libro de los Reyes se lee: “E Hiram envió con la armada a sus servidores, marineros que conocían el mar, junto con los servidores de Salomón. Y llegaron a Ofir, y allí recogieron oro, cuatrocientos veinte talentos, y lo llevaron al rey Salomón.” Pocos pasajes de la Biblia provocaron tantas discusiones, tantos sufrimientos y derramamiento de sangre como estas pocas líneas. En el original hebreo del Antiguo Testamento la palabra no es
  • 40. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 40 “talentos” sino kikkar. En su obra sobre Ofir, A. Soetbeer dice que un kikkar equivale a 42.6 kilogramos (aproximadamente 93 libras). Por lo tanto, la flota llevaba una carga de aproximadamente 17.892 kilogra- mos. El Antiguo Testamento trae otras pocas referencias al tráfico de oro, en las que se afirma que las naves de Salomón y de su aliado, Hiram de Tiro, visitaban Ofir una vez cada tres años y siempre retor- naban completamente cargadas. Aquí está, por lo tanto, la fuente del trono áureo de Salomón, de sus quinientos escudos de oro, de sus vasos y de otros muchos fabulo- sos tesoros, tan admirados por la Reina de Saba después de su largo viaje a Jerusalén. Pero, de pronto, la Biblia enmudece. Nunca más se menciona a Ofir. Las breves referencias no traen ninguna indicación de la ubica- ción probable de la misteriosa Ofir. Una breve nota al pie en The Bible of Today (publicada en 1941) refleja las teorías antagónicas. Dice así: “Ofir: quizás puerto del Golfo Pérsico. Algunos afirman que se hallaba en la costa de África; otros, en la costa de la India.” ¡Ciertamente, hay para elegir! Sin embargo, pocos problemas bí- blicos han fascinado tanto a la humanidad, en el trascurso de los siglos, como la ubicación de las “minas del rey Salomón”. El problema de Ofir consumió montañas de papel y ríos de tinta. Y para resolver la cuestión fueron gastados buen número de kikkars en impresiones de la más diversa índole. Al principio, todos estos esfuerzos fueron realizados en gabinetes de estudio, sobre las mesas de trabajo de exploradores puramente teóri- cos. Los filólogos buscaron nombres geográficos de sonido o escritura semejante. Cuando aparecía alguno que satisfacía todos los requeri- mientos, se anunciaba el descubrimiento de Ofir. El término árabe Dophar atrajo la atención hacia Arabia; el nombre de la tribu abhira la llevó a la costa de la India. Alguien dio con un fragmento de la Biblia en el que se aludía al “oro de Parvaim” (en el Libro Segundo de las Crónicas, donde se describe el oro utilizado en la construcción del templo). De modo que los eruditos llegaron a la conclusión de que Ofir
  • 41. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 41 estaba obviamente en... ¡Perú! Sin embargo, “Parvaim” quería decir “regiones orientales”. La expresión aludía al “oro de las regiones orientales”, el oro más fino que se conocía. Quienes identificaban el nombre bíblico con el territorio africano estaban más cerca de la solución del misterio. Pero todo esto no era otra cosa que el fútil pasatiempo de los teorizadores. La investigación cobró caracteres más serios y prácticos cuando los exploradores co- menzaron a recorrer las regiones desconocidas de África. La mayor sorpresa (y el indicio más promisorio) se halló en el África Oriental Portuguesa, cerca de la actual Sophala. El nombre mismo resultaba interesante, pues algunas traducciones de la Biblia llaman Zophora a Ofir. La sensación fue mayor aún cuando se descu- brieron antiguas minas de oro, aproximadamente a doscientas millas de la costa. Sobre la ruta que lleva a dichas minas, cerca de la moderna Zimbabwe (en Rhodesia) se hallaron las ruinas de un templo que mos- traba indicios de la artesanía fenicia... el país del rey Hiram. Y así fueron halladas las minas del rey Salomón. Pero, ¿se trataba realmente de ellas? Los modernos exploradores de Ofir se mostraron escépticos. Era imposible, dijeron, que los judíos y los fenicios (que nada sabían de minería) hubieran creado una organización capaz de producir seme- jantes cantidades de oro. Tampoco era probable que hubiesen podido transportar el oro atravesando doscientas millas de jungla africana, en dirección a la costa. Si el oro habla sido extraído allí, sólo los nativos podían haberlo hecho. Muy bien, replicaron los hombres que creían en la existencia de Ofir. Probablemente Salomón e Hiram habían conseguido el oro me- diante transacciones comerciales. Los escépticos menearon nuevamente la cabeza. Fenicia era un país consagrado al comercio. ¿Para qué necesitaba el rey Hiram aso- ciarse con Salomón, cuando muy bien podía encarar solo el asunto? ¡Sobre todo si se tiene en cuenta que debía aportar el capital más valio- so, los expertos hombres de mar! Aparentemente, la investigación del caso de Ofir había llegado a
  • 42. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 42 un punto muerto. Aquí, Karl Nieburr, el eminente historiador, aportó una hábil in- terpretación. La Biblia afirma que la flota judeofenicia llevaba no sólo oro, sino también animales raros. Tukkivim, dice el texto hebreo: pa- vos reales, avestruces y otros semejantes. De acuerdo con Nieburr, se trata de un error del copista. La palabra correcta no es tukkivim, sino sukivim... es decir, esclavos. En su interesante obra Von rätselhaften Landern (Las tierras mis- teriosas), Richard Hennig reconstruye toda la historia a partir de este error. (El libro fue publicado en 1925 en Munich e incluye una detalla- da bibliografía de la literatura sobre el caso de Ofir). Afirma el autor que Salomón y su socio no tenían minas cerca de Sophala, ni iban allí para comerciar. Simplemente, se trataba de campañas bien organizadas de piratería. El rey Hiram sabía bien lo que hacia. Su nación era un país de comerciantes y de marinos. Durante sus viajes descubrieron Sophala, el país del oro; pero el comercio, el intercambio de mercan- cías, aparentemente no daba los resultados apetecidos. El áureo tesoro de los nativos debía ser obtenido por otros medios. El rey Salomón disponía de un ejército bien adiestrado. Por lo tanto, Salomón suminis- tró los soldados, y el rey Hiram la armada. Unidos, ambos monarcas lograron abrir las vetas doradas de Ofir. La discusión sobre Ofir, que se desarrolló a lo largo de siglos, es ejemplo típico de la elaboración de una teoría sobre la base de hechos puramente imaginarios; de la búsqueda de una región allí donde no estaba. Pero la manía del oro ha creado leyendas más fantásticas aún. 5. Perseguía al mundo antiguo la idea de que los metales era entes orgánicos, que crecían y se desarrollaban como las plantas. Durante mucho tiempo circuló, atribuido a Aristóteles, un librito titulado Rela- tos milagrosos. La obra era una falsificación, pero reflejaba las creen- cias de la época. Uno de los capítulos afirma que, si se entierra un
  • 43. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 43 trozo de oro, empieza a desarrollarse y finalmente brota del suelo. La ciencia natural del medioevo adoptó fielmente la pauta clásica y desa- rrolló aún más la teoría. Aquí y allá, decíase, hay en la tierra oro en estado blando, semilíquido. A veces ciertas plantas, especialmente la vid, hunden sus raíces en este oro blando y líquido, y absorben el pre- cioso metal. De modo que el oro se eleva por las ramas, pasa a las hojas y aún al fruto. Peter Martyr (Pietro Martire Vermigli), a quien Cranmer llevó a Londres, y que posteriormente fue profesor de teología en Oxford, declaró que en España había muchos de estos árboles “bebedores de oro”. Cuando una princesa portuguesa se comprometió con un duque de Saboya, el novio envió a la dama regalos valuados en 120.000 tále- ros imperiales. La corte de Lisboa estaba flaca de dinero, y respondió a tanta magnanimidad con varias “curiosidades raras”. Entre ellas se incluían: 1) doce negros de los cuales uno era rubio; 2) un gato de algalia, vivo; 3) una gran plancha de oro puro; 4) un arbolito de finísi- mo oro... cultivado naturalmente. La mayoría de los autores afirman que la vid es el vegetal más aficionado a la dieta áurea. En Francia, una vid de oro (con brotes del mismo metal), fue hallada en los viñedos de Saint Martin la Plaint. Fue enviada al rey Enrique IV, quien sin duda se sintió muy complacido de que sus deseos se vieran satisfechos con creces por el fecundo suelo francés. Los sabios alemanes escribieron eruditas disertaciones sobre los “productos áureo” de los viñedos renanos. En los viñedos cultiva- dos a lo largo del Danubio, del Main y del Neckar aparecieron también vástagos de oro, y luego hojas, y estas hojas continuaron desarrollán- dose y floreciendo. Pero la más famosa vid áurea fue descubierta en los viñedos hún- garos... o por lo menos eso creyeron los contemporáneos. Inició la leyenda Marzio Galeotto, en su colección de anécdotas consagradas al monarca húngaro Matthias Corvinus. “Mencionaré un hecho fabuloso y milagroso, el cual, según se afirma, no ocurrió en ningún otro país”, escribe Galeotto. “Pues aquí el oro crece en forma de vástago, seme- jante a un cordel; a veces adopta la forma de zarcillos, que envuelven
  • 44. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 44 el cuerpo de la viña, generalmente de dos pulgadas de longitud, como los hemos visto a menudo. Dicen que con este oro natural es fácil fa- bricar anillos pues no es tarea complicada conseguir que el oro forme un círculo acomodado al grosor de nuestro dedo y que constituyen excelente remedio para las torceduras. Yo mismo tengo un anillo hecho con este tipo de oro”. Y así comenzó la carrera legendaria del aurum vegetabile, el “oro que crece”. Por lo demás, es absolutamente cierto que en los viñedos húnga- ros se han hallado estos zarcillos de oro en forma de alambre espirala- do. Un médico alemán, E. W. Happel, reunió las observaciones con- temporáneas en su libro: Relationes Curiosae (1683, Hamburgo). Dos de los casos habían ocurrido en Eperjes, en el norte de Hungría, y fue- ron informados por el doctor M. H. Franckestein, en larga carta a su amigo Sachs de Lewenheim, eminente médico de Breslau. El viñador de un noble estaba descansando después del trabajo, y de pronto advirtió un resplandor amarillo en el suelo. Lo examinó con atención y halló que estaba enterrado profundamente. Con gran difi- cultad consiguió arrancar un buen trozo. Llevó el objeto al orfebre. “Es oro puro, y del más fino”, dijo el experto. Feliz, el viñador vendió su hallazgo y regresó al lugar donde se había producido el milagro. Y ciertamente, el milagro hubo de repetirse: al cabo de pocos días, en el lugar del trozo arrancado apareció otro. La autenticidad del caso está demostrada por las actas de un juicio; pues el viñador continuó llevan- do al orfebre los trozos de oro, hasta que al fin se difundió el rumor, y tanto el propietario del viñedo como el gobierno le iniciaron juicio por haber iniciado la explotación del oro sin la debida autorización. Otro caso: el arado de un campesino trajo a la superficie una raíz de oro de pocas pulgadas de longitud. El hombre no advirtió el valor del objeto, y lo transformó en pieza de arreo. En cierta ocasión, había llevado cierta cantidad de madera a la ciudad de Eperjes, y se detuvo frente a la casa del orfebre; éste vio la extraña pieza, y la compró por una nada.
  • 45. www.elaleph.com Historia de la estupidez humana donde los libros son gratis 45 Todavía en el siglo XVIII muchos eruditos cavilaban sobre el ca- so del “oro vegetal” de Hungría. En el verano de 1718 la conocida revista Breslauer Sammlungen le consagró un extenso artículo; en 1726 (volumen XXXVI) publicó un informe de Kesmark, ciudad de Alta Hungría. De acuerdo con el mismo, los cosechadores de la pro- piedad de Andras Pongracz, un noble húngaro, hallaron una pieza de buen tamaño de “oro natural” que pusieron en manos del amo, como correspondía. Se estableció el valor del oro en 68 guldens. (En aquellos tiempos un marco de Colonia equivalía a 72 guldens. Por consiguiente, el oro hallado era mas o menos la misma cantidad contenida en un marco de Colonia: es decir, 233,81 gramos, alrededor de 8 onzas troy.) Pero ni esto fue suficiente para la hambrienta imaginación de los buscadores de oro. Y otro de sus alimentos fueron las uvas de oro. Son relativamente frecuentes los informes que aluden a la existencia de uvas en cuyo interior hay oro. Matthew Held, el médico de corte de Sigmund Rackoczi, príncipe de Transilvania, relata que en un banquete celebrado en Sarospatak, la antigua ciudad universitaria del nordeste de Hungría, se sirvieron al principio uvas de piel dorada. El príncipe Carlos Batthyany, famoso caballero de su época, pre- sentó un racimo semejante a la emperatriz María Teresa. El hábil orfe- bre preparó una caja de oro, y en su interior había un ciervo de oro que sostenía en la boca las uvas de oro. Después de la disolución de la monarquía dual, la caja fue recuperada por Hungría, y conservada en el Museo Nacional de Budapest. Está clasificada con el nombre de “Caja Tokay”. El racimo se secó y descompuso, pero bajo la piel de las uvas había auténticos granos de oro. Naturalmente, habían sido introducidos allí por el hábil orfebre. La noticia de la fruta milagrosa se difundió por doquier... y llegó a la lejana Inglaterra. Stephen Weszpremi, médico de la ciudad húngara de Debrecen, describió en 1773 el remate, durante sus años de estu- diante, de los efectos de Richard Mead, el médico de la corte. “Un lord inglés”, escribe Weszpremi, “hombre muy rico, compró a muy elevado precio un racimo de uvas secas y encogidas. Se creía
  • 46. www.elaleph.com Paul Tabori donde los libros son gratis 46 que provenían de Hungría y contenían gran cantidad de granos amari- llos que brillaban como oro”. El rico par llevó el valioso racimo al profesor Morris, para que lo examinara. Weszpremi asistió al experimento, que resultó desalenta- dor. El supuesto oro fue consumido por el fuego. “De modo que en breve lapso el áureo racimo húngaro del lord inglés se convirtió en cenizas, juntamente con todas las libras y los chelines que había paga- do por él”. ¿Cuál era el fundamento de todas estas doradas fantasías? Las raíces, los brotes y los zarcillos de oro no eran sino restos de antiguas joyas, celtas o de otra procedencia. En situaciones de peligro, sus propietarios las enterraban, y cuando trataban de recuperarlas, algunas se rompían o perdían. Quizás los propietarios habían perecido, y las joyas permanecían bajo tierra hasta que alguna raíz se enredaba en ellas y las llevaba a la superficie. Esos hilos de oro en forma de espiral abundan en los museos de todo el mundo. En cuanto a las pepitas de oro, resultaron ser los huevos vacíos de una sabandija bastante común. El animalito salía del huevo y abando- naba la cáscara amarillenta para diversión de los coleccionistas de riquezas. En conjunto, la leyenda no era otra cosa que el ensueño dorado concebido por la estupidez, el juego afiebrado de cerebros infectados de codicia. Pero el “áureo racimo” era uno entre muchos sueños. Los sueños rayaban muy alto, se elevaban hasta los cielos. La propia Provi- dencia, decían los soñadores, Dios y la Causa Final habían elegido al oro como intérprete de sus mensajes proféticos a la humanidad. En el ya mencionado ensayo de Weszpremi sobre el “oro vegetal” hay este pasaje: “Hasta ahora nos hemos comportado con respecto a nuestro oro que crece como lo hizo Jacob Horstius ante el diente áureo del muchacho silesiano, cuando se unió a Martin Rulandus y a otros sabios menores para proclamarlo gran milagro de la naturaleza, y es- cribió un libro entero sobre él.” Jacob Horstius fue profesor y decano de la Universidad de Helmstat. Su libro, al que Weszpremi se refiere, fue publicado en