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D.R. ©
Historia mínima de la violencia en México
Pablo Piccato
Primera edición impresa, mayo de 2022
Primera edición electrónica, agosto de 2022
El Colegio de México, A.C.
Carretera Picacho Ajusco núm. 20
Ampliación Fuentes del Pedregal
Alcaldía Tlalpan
14110, Ciudad de México, México
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ÍNDICE
Introducción
Capítulo 1. Violencia revolucionaria
Capítulo 2. Violencia por la tierra
Capítulo 3. Violencia y religión
Capítulo 4. Pistoleros y otros criminales
Capítulo 5. Guerrilla y represión
Capítulo 6. Violencia y negocios ilegales
Capítulo 7. Toda violencia es violencia de género
Bibliografía selecta
Agradecimientos
Sobre el autor
7
INTRODUCCIÓN
Este pequeño libro es un esfuerzo por pensar la violencia
de una manera clara y con una perspectiva histórica. Los
mexicanos de hoy atravesamos cada jornada asediados por
imágenes, temores y dolor causados por asaltos, homicidios
y otras agresiones físicas y psicológicas que parecen venir
al mismo tiempo de todas direcciones. Esto causa que “la
violencia” sea un concepto vago con muchos posibles signi‐
ficados simultáneos, los cuales, se asume, todos deberíamos
conocer de primera mano. Parece habitar tanto en las más
simples interacciones cotidianas (entrar y salir de un vagón
de metro) como en las teorías más abstractas sobre el poder
político (las bases del Estado o las causas de la Revolución).
Debido a esa falta de claridad en nuestra discusión sobre la
violencia, uno diría que el fenómeno no tiene historia. Mu‐
chos piensan que nunca ha sido la violencia tan aguda como
ahora y paralelamente creen que México es un país violento
desde siempre. El resultado del rechazo a la violencia, que
todos comparten, es que parezca de mal gusto otorgarle la
dignidad de tener una historia, pues es más fácil pensarla
como el producto de impulsos psíquicos desviados o de la
corrupción del poder político que como una relación entre
personas persistente en sus efectos pero que se transforma
con el tiempo.
Reconocer la urgencia del presente nos obliga a distan‐
ciarnos de él. Por eso las páginas de los capítulos siguientes
están escritas en pretérito, aunque los fenómenos que des‐
criban nos parezcan familiares. Si apartamos por un mo‐
mento la indignación que provoca ver la situación actual del
país, podemos llegar a una mejor definición de lo que deci‐
mos cuando hablamos de violencia. Esta claridad histórica
nos permite apreciar las diferentes formas que adopta en
nuestra experiencia; distinguir sus causas y efectos específi‐
cos, y, eventualmente, considerar la posibilidad de que, así
como la violencia ha cambiado en nuestro pasado, posible‐
8
mente en el futuro deje de ser esa fuerza que hoy nos ase‐
dia.
La violencia es un fenómeno social, es decir, sólo ocurre
en las interacciones entre seres humanos y entre éstos y
otros animales. Los seres humanos determinan la violencia.
Puede ser premeditada o un impulso reflejo, pero siempre
aparece en situaciones donde predominan —o acaban pre‐
dominando— intercambios no violentos. No existe un esta‐
do permanente de guerra, como lo imaginaba Hobbes. La
violencia siempre tiene un contenido moral, pues tanto los
que la usan como los que la sufren la entienden en el senti‐
do de ser una decisión susceptible de ser juzgada como bue‐
na o mala. Es un acto que no puede explicarse aislado de
otras relaciones sociales: en mayor o menor medida, la vio‐
lencia es parte de los vínculos que unen y separan a las per‐
sonas según su clase, su género o cualquier otra forma de
distinción. Así, por ejemplo, el uso de la violencia en las re‐
laciones laborales ha cambiado según la época y el lugar.
Mientras que la esclavitud estaba basada sobre todo en el
uso directo de la fuerza, en los latigazos del capataz y la res‐
tricción de los movimientos, el capitalismo contemporáneo
se fundamenta teóricamente en un acuerdo voluntario don‐
de el patrón y el trabajador aceptan intercambiar el dinero
del primero por el tiempo y el esfuerzo del segundo. La vio‐
lencia se asoma cuando ese acuerdo tiene que ser negociado
y cuando los trabajadores intentan hacerlo de manera colec‐
tiva: huelgas y represión patronal marcan la historia del
mundo del trabajo con mayor frecuencia que la habida en
las rebeliones de esclavos, a pesar de que en las relaciones
cotidianas entre empleadores y obreros la fuerza bruta es
menos frecuente que aquella que subyuga a los esclavos.
Puede ser política o criminal, militar o civil, pero ese estatus
no deriva de sus características internas, sino del juicio de
quienes la justifican o condenan.
La violencia es un fenómeno material, es decir, entraña la
destrucción (total o parcial) del cuerpo y las posesiones de
9
la víctima. Como un acto material, su eficacia depende fun‐
damentalmente de las herramientas que emplea. El siglo XX
fue testigo de un desarrollo tecnológico revolucionario y
también de las guerras más mortíferas jamás vistas. Desde
la bomba atómica hasta las balas de los escuadrones de fusi‐
lamiento, la tecnología multiplicó la capacidad destructiva
de los actores sociales. El acto de accionar un gatillo tiene
consecuencias muy distintas al tratarse de una pistola de
calibre 22 o de un rifle de calibre 50. El efecto de una bala de
pequeño calibre con coraza dura, que puede rebotar en el
interior del cuerpo antes de salir, difiere en mucho del de
una bala expansiva que a alta velocidad llega como una ex‐
plosión en los tejidos blandos. La disponibilidad de atención
médica y de antibióticos cambia radicalmente la mortalidad
de casi cualquier proyectil.
El hecho de que la violencia sea material no significa que
no podamos hablar de sus efectos simbólicos y psicológicos.
Ambas dimensiones siempre van unidas: así como el insulto
busca degradar, su referencia implícita es un acto posible de
violencia; así como las heridas afectan a la víctima directa,
siembran el temor entre los testigos. Al considerar la vio‐
lencia como un acto también simbólico, podemos entender
mejor por qué es necesario explicarla como una relación so‐
cial. Al herirse, insultarse o amenazarse, los seres humanos
establecen vínculos de corto y largo plazo. En lo inmediato,
el bastonazo de un policía antimotines o el gas lacrimógeno
pueden obligar al manifestante a retroceder. Hay, pues, una
dimensión comunicativa en la violencia que va más allá de
sus fines instrumentales inmediatos. Como afirma Rita Se‐
gato, “es poco habitual el delito que utiliza la fuerza estric‐
tamente necesaria para alcanzar su meta. Siempre hay un
gesto de más, una marca de más, un rasgo que excede su fi‐
nalidad racional”. En el caso de la violencia política, esa fun‐
ción comunicativa es aún más importante, pero su mecanis‐
mo básico ya está en la intimidad de la violencia de género
o en el anonimato del asaltante callejero.
10
Según Hannah Arendt, es casi imposible predecir los
efectos a largo plazo de la violencia. Puede ser racional el
empleo de la violencia en lo inmediato: el policía antimoti‐
nes tal vez logre despejar una avenida, pero, con el paso de
los días, quizá su acción fortalezca las protestas y debilite al
gobierno del que toma órdenes. La represión tal vez le cues‐
te popularidad a un régimen, igual que puede acallar a sus
críticos. Lo irracional está en pensar que es posible adivinar
el futuro. Ésa fue la lección de la masacre del 2 de octubre
de 1968 para los contemporáneos que supieron de ella. Para
muchos parecía mejor aceptar temporalmente el autoritaris‐
mo del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y buscar re‐
formas graduales “desde adentro”, aunque significaran la
continuidad de un régimen que no aceptaba la democracia
plenamente. Pero muchos otros rechazaron ese razonamien‐
to. Las imágenes que circularon sobre los hechos en Tlate‐
lolco y los testimonios de quienes lograron escapar o sobre‐
vivir después de ser detenidos tuvieron un efecto poderoso
en los años siguientes. Algunos decidieron que sólo la lucha
armada podía obligar al régimen a aceptar la disidencia o a
hacer algo por atender a quienes no se habían beneficiado
del milagro económico. Como Franz Fanon, estaban con‐
vencidos de que un régimen basado en la violencia sólo en‐
tendería lo que se le decía mediante la violencia. La insur‐
gencia armada no tendría el mismo éxito en México que en
Argelia, desde donde escribió Fanon, pero eso no lo sabían
quienes en México quisieron emular la estrategia que llevó
al triunfo a la Revolución en Cuba en 1959. Pensaban que
con violencia, disciplina y sentido táctico, como lo habían
hecho el Che Guevara y Fidel Castro, podrían remontar la
desventaja material, lograr el triunfo y efectuar un cambio
político y social de largo plazo.
La observación de Arendt resulta válida aquí también.
Mientras que Castro logró establecer un régimen socialista
de extraordinaria duración, si bien basado en otro tipo de
violencia represiva, en México la guerrilla de los sesenta y
11
setenta fue derrotada por las fuerzas del Estado, que captu‐
raron, torturaron, desaparecieron o mataron a un número
todavía no establecido de víctimas. ¿Podemos afirmar que
esas víctimas lograron la democracia con su sacrificio? El PRI
no se convirtió en una dictadura y, como argumentan otros
historiadores, la guerrilla obligó al régimen a abrir la puerta
a reformas electorales que treinta y dos años después culmi‐
naron en su salida de la presidencia. La enorme moviliza‐
ción de estudiantes interrumpida el 2 de octubre obligó al
gobierno de Luis Echeverría a abrir espacios a la crítica y
ampliar el acceso a la educación superior, lo que más tarde
dio pie a nuevas generaciones que vendrían a consolidar un
Estado más democrático. O, por el contrario, como muchos
alegan con evidencia también convincente, la represión
contrainsurgente de Gustavo Díaz Ordaz, Echeverría y sus
sucesores creó un aparato de seguridad definido por la im‐
punidad, la brutalidad y la corrupción. Unos pocos años
más tarde ese aparato jugaría un papel en el crecimiento del
crimen organizado y la aparición de otros tipos de violen‐
cia. Es imposible decidir con certidumbre si sólo una de es‐
tas interpretaciones de la violencia de los sesenta y sus efec‐
tos es la correcta. Sí podemos decir que los agentes del Esta‐
do Mayor presidencial que disparaban sobre la Plaza de las
Tres Culturas desde el edificio Chihuahua y los soldados
que detuvieron a los estudiantes para llevarlos al Campo
Militar Número 1 no tenían la manera de saber, como tam‐
poco sus superiores —aunque creyeran saberlo—, cuáles se‐
rían las consecuencias de sus actos en los años siguientes.
Esa incertidumbre de la violencia es una premisa de este
libro. En lugar de aventurar una hipótesis sobre sus efectos
acumulativos o postular la existencia de un poder que todo
lo sabe y lo puede detrás de la represión o el crimen, las si‐
guientes páginas describirán las distintas formas que tomó
la violencia —o, mejor dicho, las violencias— en la historia
de México durante la última centuria. Se trata de describir
no cómo creó el México contemporáneo sino cómo distintos
12
tipos de violencia emergieron durante ese lapso en México,
sin postular una relación causal entre cada una de ellas, pe‐
ro sí la contingencia de los factores que las causaron.
Lo anterior no quiere decir que la violencia era meramen‐
te un síntoma de anomia social. Por el contrario, como vere‐
mos, cada manifestación de la violencia respondía a un sis‐
tema de valores más o menos coherente y autónomo de los
demás. Como toda relación humana, tenía un contenido
moral. Múltiples actores sociales podían simultáneamente
usar la violencia y argumentar que lo hacían legítimamente.
No todos estos sistemas normativos eran legales, o preten‐
dían serlo, pero todos incluían una justificación de la vio‐
lencia. Por lo tanto, la historia de las prácticas de la violen‐
cia es también la de sus cambiantes explicaciones. El orden
cronológico de los capítulos que siguen sirve para proponer
la urdimbre de tales usos y justificaciones a lo largo del últi‐
mo siglo.
Al recorrer esa historia desde una perspectiva nacional,
no estamos diciendo que la historia de México es esencial o
particularmente violenta. Los estereotipos sobre los mexica‐
nos como una “raza” a la que no le importa la muerte no
son más que eso: imágenes falsas que atribuyen característi‐
cas comunes de una colectividad inexistente como se la
plantea. La violencia es una relación entre personas, no una
cosa en sí misma. Ello también puede decirse de la nación.
Por lo tanto, este libro recorrerá los tipos de violencia que
dominaron la experiencia de los mexicanos durante un si‐
glo, pero no postulará que se trató de una misma fuerza me‐
tamorfoseada con el paso del tiempo, o que un tipo de vio‐
lencia (por ejemplo, el usado por los revolucionarios hace
cien años) necesariamente resultó en otro tipo (la religiosa).
El último capítulo, el cual funciona también como conclu‐
sión, propone una perspectiva común que puede ayudarnos
a enfrentar el presente, aunque sin proponer una explica‐
ción causal generalizada. En otras palabras, usar la violencia
es una decisión de personas que también podrían optar por
13
no usarla y que, al tomarla, no están respondiendo a un im‐
pulso inconsciente o ancestral causado por haber nacido en
México o en otro lugar. La guerra, las luchas por la tierra, el
crimen, el abuso doméstico o sexual, la represión estatal o la
insurgencia política fueron parte importante de la historia
general de México durante estos cien años, pero, al exami‐
nar estos actos en detalle (en la medida en que lo permite la
brevedad de esta colección), sólo estamos leyendo una míni‐
ma parte de la historia del país. Como el sociólogo Norbert
Elias escribió, tan importante como entender por qué y có‐
mo las sociedades humanas caen en las garras de la guerra
o se acostumbran a resolver sus conflictos mediante los
duelos es entender por qué la mayor parte del tiempo no lo
hacen. La pregunta vale para el México contemporáneo hoy
más que nunca. Por eso es importante aclarar aquí de entra‐
da que las siguientes páginas, teñidas de sufrimiento y no
poca crueldad, no son más que un espejo sucio y distorsio‐
nado de una realidad más grande donde los mexicanos han
sabido multiplicarse, convivir en solidaridad y continuar la
lucha pacífica por un país más justo.
14
CAPÍTULO 1
VIOLENCIA REVOLUCIONARIA
Las historias de la Revolución escritas desde los primeros
momentos del levantamiento de Madero en 1910 la han ex‐
plicado como una consecuencia de la violencia recurrente
en que se apoyaba el régimen de Porfirio Díaz. Desde 1876
el dictador fue consolidando una autoridad que hacía de las
elecciones un ritual sin valor alguno para la mayoría de los
ciudadanos y que facilitaba la concentración del poder eco‐
nómico y el control social en manos de unos pocos. Se des‐
pojaba a pueblos enteros de sus tierras, mientras indígenas
o prisioneros comunes eran enviados casi como esclavos a
plantaciones en el sur; en las ciudades se hostilizaba a pe‐
riodistas y opositores de mil maneras, no todas legales. Por
esa razón ni siquiera los observadores más desconfiados de
la movilización popular que arrancó con la última reelec‐
ción de Díaz podían negar que la dictadura había contribui‐
do a crear lo que ahora ellos veían como masas “embruteci‐
das” que merodeaban por los campos y las ciudades destru‐
yendo a su paso todo lo que había de civilizado después de
tres décadas de “paz”. Tal era el caso, por ejemplo, de Ma‐
riano Azuela, quien en su novela de 1915 Los de abajo dejó
un retrato indeleble de una revuelta popular que era, al mis‐
mo tiempo, caótica y profundamente enraizada en la vida
social. En una escena las tropas que seguían a Demetrio
Macías cargaban contra una posición elevada desde donde
las ametralladoras de los federales habían dejado “un tapiz
de cadáveres”. Pero los revolucionarios atacaban a los solda‐
dos con velocidad, los acuchillaban, lazaban las ametralla‐
doras “cual si fuesen toros bravos”. Al final la ladera “estaba
cubierta de muertos, con los cabellos enmarañados, man‐
chadas las ropas de tierra y de sangre, y en aquel hacina‐
miento de cadáveres calientes, mujeres haraposas iban y ve‐
nían como famélicos coyotes, esculcando y despojando”. Pa‐
ra otro personaje, un oficial revolucionario, la imagen retra‐
15
taba “la psicología de nuestra raza, condensada en dos pala‐
bras: ¡robar, matar!”.
Pero esa violencia que los observadores educados veían
como pura destrucción empezó como una restauración de la
justicia. Así, por ejemplo, la violencia original de la dictadu‐
ra explica por qué los campesinos de Morelos decidieron sa‐
car del lugar seguro donde las guardaban las armas que sus
mayores habían usado para pelear en los años de la Refor‐
ma y la Intervención Francesa. Las viejas carabinas serían
usadas ahora en la defensa de un orden que la moderniza‐
ción dictatorial estaba destruyendo. Los campesinos que si‐
guieron a Emiliano Zapata pensaban que la Revolución
contra Díaz les daba la oportunidad para reocupar y defen‐
der las tierras que les pertenecían legítimamente, pero les
habían sido arrancadas por los hacendados mediante ma‐
niobras pseudolegales y coerción. Como explica John Wo‐
mack, ante cualquier resistencia, hacendados y administra‐
dores respondían “de manera privada, local y brutal, que so‐
lía consistir en una buena paliza o, a veces, en asesinatos”.
El gobierno también podía detener a quienes trataban de
frenar el despojo mediante vías legales y mandarlos a una
muerte casi segura en las plantaciones del sur. Para esos
morelenses, como para muchas otras comunidades que se
fueron levantando en armas en los meses posteriores al lla‐
mado a la rebelión de Francisco I. Madero en el Plan de San
Luis de 1910, la Revolución tenía un significado primordial‐
mente local, pero no tenía nada de caótica. Sus dirigentes se
prepararon para la represión. Antes de darse de balazos y
machetazos con los rurales, guardias blancas (empleados ar‐
mados de las haciendas) y soldados que los ricos mandaban
para quitarles sus tierras, los levantados atacaron puestos
militares o policiales y cascos de haciendas para hacerse de
armas, pero sin entablar una batalla formal, y aumentaron
su capacidad de combate sin esperar que desde el norte la
coalición maderista coordinara los esfuerzos a nivel nacio‐
nal.
16
No debe crearse un estereotipo a partir de este gesto re‐
belde que en Morelos encontró su ejemplo más emblemáti‐
co. Las reivindicaciones agrarias eran importantes en todas
las áreas que se levantaron con Madero, incluido el norte,
pero las formas que adoptó la rebelión desde el principio
fueron múltiples y no siempre eficaces. La falta de armas
obligaba a los primeros rebeldes a atacar localidades peque‐
ñas y aisladas, a dispararles a las defensas del gobierno
mientras alcanzaban las balas, y luego a escapar al monte.
Los federales tenían artillería que los rebeldes en algunos
casos trataban de contrarrestar con cartuchos de dinamita
robados en las minas, pero que generalmente evitaban dis‐
persándose. En ambos bandos armas de marca o improvisa‐
das frecuentemente fallaban y causaban heridas a quienes
las operaban. Lo que les faltaba en números y poder de fue‐
go a los rebeldes lo compensaban, como las tropas de Ma‐
cías, en velocidad, conocimiento del terreno y temeridad.
Más allá de esta asimetría, en distintas regiones del país
la rebelión maderista dio lugar a una gran diversidad de for‐
mas insurreccionales. En muchos lugares ofreció una opor‐
tunidad para saldar viejas cuentas creadas por las pequeñas
tiranías de los jefes políticos contra rancheros. Más que de‐
fender el acceso colectivo a tierras, montes y aguas, éstos
querían libertad para prosperar y ejercer el grado de in‐
fluencia política al que sentían tener derecho como ciudada‐
nos independientes. Al tratarse de esta clase media rural,
los motivos agrarios no eran tan notables. En el pueblo de
Pisaflores, en Hidalgo, tanto los maderistas como sus adver‐
sarios eran terratenientes. En esas rebeliones serranas la
política se podía mezclar con las enemistades personales,
con resultados explosivos. Un ranchero de Zacatecas retra‐
tado por Azuela explicaba su decisión de levantarse como el
resultado de un incidente en un día de mercado cuando los
lugareños la pasaban bien tomando “una copita” y cantando
hasta que la hostilidad de la policía se hizo intolerable:
¡Claro, nombre, usté no tiene la sangre de horchata, usté lleva el alma en
el cuerpo, a usté le da coraje y se levanta y les dice su justo precio! Si enten‐
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dieron, santo y bueno, a uno lo dejan en paz, y en eso paró todo. Pero hay
veces que quieren hablar ronco y golpeado… y uno es lebroncito de por sí…
y no cuadra que nadie le pele los ojos… Y sí, señor; sale la daga, sale la pisto‐
la… Y, luego, ¡vamos a correr la sierra hasta que se les olvida el difuntito!
Historias semejantes eran clave para el rápido ascenso y
el liderazgo de jefes revolucionarios como Pancho Villa, a
quienes sus hombres conocían por su capacidad con las ar‐
mas y su valor personal.
En algunos casos, como el de la familia Santos, en San
Luis Potosí, esa decisión inicial de tomar las armas contra
las autoridades involucró a padre, hijos, parientes, vecinos y
trabajadores en el rancho. Las bandas revolucionarias que
así se formaron adquirirían mayor o menor importancia se‐
gún el oportunismo, las conexiones y la capacidad estratégi‐
ca de sus líderes. Los rifles y pistolas que usaban también
podían ser mejores que las armas blancas, carabinas y esco‐
petas con pocas municiones de los primeros rebeldes. Había
los que echaban mano a rifles Winchester 30-30, los Máuser
usados por el Ejército Federal, las pistolas de gran calibre
(Smith and Wesson 32) y las balas expansivas, que destruían
huesos, músculos y órganos internos. Las divisiones revolu‐
cionarias también acumulaban granadas y cañones. Como
señala Jorge Aguilar Mora, la Revolución potenció el efecto
de nuevas tecnologías en las armas de fuego que transfor‐
maron los efectos del combate y los hicieron más visibles: la
pólvora ya no despedía humo y era capaz de triplicar el al‐
cance de balas de acero que los fusiles de repetición dispa‐
raban más rápidamente. Así podían tener efecto a más de
medio kilómetro de distancia y al mismo tiempo ocultar el
origen de los disparos. Las bandas de revolucionarios serra‐
nos recurrían a una variedad de formas de ataque que en sí
mismas expresaban las razones que las inspiraban. Al grito
de “Viva Madero” o “Muera el mal gobierno”, caían de sor‐
presa sobre destacamentos federales, haciendas y hogares
de enemigos, y concluían con la ejecución de oficiales, poli‐
cías o soldados, o su reclutamiento “voluntario” en las fuer‐
zas rebeldes. Los enemigos podían definirse por una historia
18
de opresión de clase, pero, fundamentalmente, por su anta‐
gonismo con el líder y sus seguidores. La satisfacción de
aquél podía darse con la expropiación o la venganza por
ofensas que habían ocurrido antes de la Revolución.
Otro rasgo común entre estos grupos revolucionarios
tempranos era la adhesión a la causa democrática de Made‐
ro. Madero es una figura paradójica para la historia de la
violencia revolucionaria. Su temperamento lo hacía recha‐
zar el uso de la fuerza, en parte porque él mismo había he‐
redado, como hijo de una familia rica de Coahuila, todas las
ventajas de la modernización porfiriana, desde la cercanía a
la élite política de los científicos hasta la posibilidad de es‐
tudiar en los Estados Unidos y tener acceso a una cultura
cosmopolita. Madero sostenía que la mejor manera de lo‐
grar una transición pacífica después de la inevitable salida
de Díaz era mediante elecciones abiertas y limpias. Cuando
el régimen frenó su candidatura, Madero decidió que no ha‐
bía más remedio que llamar al pueblo a tomar las armas,
aunque sobre la premisa de que la rebelión continuaría la
movilización democrática urbana que había caracterizado a
su campaña electoral, y, por lo tanto, el combate podría ser
minimizado al servicio de la transición democrática. Pero
había una brecha entre lo que Madero pensaba que debía
suceder con esa rebelión y lo que los rebeldes que poco a
poco lo siguieron entendían que significaba ese llamado.
Los primeros momentos de la insurrección convocada para
el 20 de noviembre de 1910 contrastaron con el movimiento
popular que meses más tarde llevaría a la caída del dictador.
Unos días antes del 20 de noviembre el combate había em‐
pezado en la ciudad de Puebla de una manera que no carac‐
terizaría la rebelión posterior. La casa de Aquiles Serdán,
quien preparaba un levantamiento urbano, fue rodeada por
fuerzas policiales que se habían enterado de sus preparati‐
vos. Serdán y varios otros maderistas murieron en el lugar
después de un intercambio de balazos. La lección era clara:
el levantamiento no prosperaría en un espacio urbano don‐
19
de la presencia del gobierno era fuerte y donde los rebeldes
no tenían el apoyo de las clases trabajadoras. Madero cruzó
la frontera de los Estados Unidos, desde donde coordinaba
el levantamiento, para descubrir que no lo esperaba ningún
contingente significativo, ni seguidores ni enemigos. La in‐
surrección empezaría sin mucha sincronía en distintos luga‐
res del país hasta que las fuerzas rebeldes del norte conver‐
gieron en Ciudad Juárez en abril de 1911, donde asestaron al
ejército federal su primera derrota en gran escala, la cual
llevó a la renuncia de Díaz.
Era obvio desde el principio que el gobierno no daría tre‐
gua o garantías legales a los rebeldes. En el caso de los Ser‐
dán y otros rebeldes, la policía no tuvo empacho en usar
prácticas que habían quedado bien establecidas desde el si‐
glo XIX en las campañas contra los bandidos rurales. Éstas
incluían la llamada ley fuga, en la cual los prisioneros eran
ejecutados sin juicio previo y con el pretexto de que inten‐
taban escapar. El término “ley fuga” es irónico y se parece al
usado en otros países. En el contexto de 1910 significaba es‐
pecíficamente que había algo de legítimo en la ejecución de
los prisioneros, aunque contraviniera las leyes penales y de
la guerra. ien tomara las armas no debía esperar ninguna
piedad de parte del enemigo. Los revolucionarios, a su vez,
podían justificar así un tratamiento cruel contra los oficiales
del ejército y en muchos casos también contra los “pelones”,
como llamaban a los soldados rasos. Gonzalo N. Santos, de
los Santos de San Luis Potosí, que luego se convertiría en
cacique estatal, dejó en sus memorias varios ejemplos de la
violencia puesta en juego por la rebelión. Después de una
acción contra los huertistas en la Huasteca, Santos vio heri‐
do a un “maldito huertista” que había “asesinado al princi‐
pio de la Revolución, a sangre fría, a cien pobres indios
huastecos”. Lo derribó “y sin bajarme del caballo, con el 30-
30, le metí un balazo expansivo en la cabeza que le sacó los
sesos”. A sus compañeros les explicó después que “no lo hi‐
20
ce por compasión para que no sufriera, lo rematé, además,
por pasión revolucionaria”.
La guerra civil empezó poco a poco con escaramuzas en
el campo o la sierra, intercambios de balazos que demostra‐
ban la cautela de las partes y no resultaban en muchas ba‐
jas. Los rebeldes podían atacar una hacienda o una presi‐
dencia municipal y retirarse antes de que llegaran las fuer‐
zas del gobierno. Podían hostigar a los destacamentos fede‐
rales y luego escapar. Mientras sus movimientos eran velo‐
ces en terrenos difíciles, los rebeldes se hacían cargo de ha‐
cer más lentos los del enemigo destruyendo vías de tren, re‐
des de telégrafos y teléfonos, y puentes. Esto permitía
atraer a las fuerzas regulares a un lugar donde se les pudie‐
ra atacar por sorpresa y luego cerrar las rutas de escape,
usualmente desde una altura que daba ventaja en el inter‐
cambio de fuego y una retirada segura si era necesario.
Cuando funcionaban bien estas “encerronas”, podían causar
muchos muertos al enemigo, y era posible para los revolu‐
cionarios apoderarse de las armas y municiones de los pelo‐
nes. Gracias a los esfuerzos y el capital de Madero y a la ha‐
bilidad de sus seguidores para cruzar la frontera sin ser de‐
tectados, las fuerzas revolucionarias en el norte fueron ad‐
quiriendo más y mejores armas. En algunos casos lograron
usar la artillería y ametralladoras de los propios federales.
Pero los recursos más efectivos que emergieron en esos días
fueron la movilidad y la sorpresa de grupos de combatientes
más grandes. Ésa fue la clave de la caída de Ciudad Juárez,
que fuerzas bajo el mando de Pascual Orozco y Pancho Villa
consiguieron al entablar combate y entrar en la ciudad sin
esperar órdenes de Madero
En ese momento de triunfo salieron a relucir las diferen‐
tes visiones sobre el tipo de castigo que era legítimo usar
contra el enemigo. Mientras Madero decidía que era sufi‐
ciente con la rendición de los federales y la negociación de
un periodo de transición, Orozco y Villa querían ejecutar a
los comandantes y desarmar a la tropa. Ambos jefes exigían
21
particularmente el castigo de un comandante federal que
había ejecutado soldados revolucionarios con bayonetas,
práctica que los revolucionarios no usaban con los soldados
federales. Madero se negó a aceptarlo y firmó acuerdos con
representantes de Díaz que detenían el impulso de la Revo‐
lución. El desacuerdo no era sólo una cuestión de encono
contra los oficiales federales, sino que también representaba
dos ideas diferentes sobre lo que la violencia significaba en
la lucha contra el antiguo régimen y sus herederos.
Tal contradicción no se resolvió en ese momento, y mu‐
chos contemporáneos interpretaron la tibieza de Madero
como la causa de una segunda fase revolucionaria mucho
más sangrienta. Según dicen, Porfirio sentenció que Madero
había “soltado el tigre” y no podría controlarlo. Ciertamen‐
te, Díaz se había encargado de mantener al tigre hambriento
y enojado. Otros miembros de la élite temían la anarquía,
porque todavía albergaban la memoria colectiva del descon‐
trolado levantamiento de Hidalgo en 1810. Martín Luis Guz‐
mán acuñó la expresión de “la fiesta de las balas”, que carac‐
teriza muy bien los años revolucionarios. Sin embargo, defi‐
nir a la Revolución por su violencia descontrolada es enga‐
ñoso. La mortalidad y la virulencia del combate cambiaron a
medida que los distintos grupos entendían su propia causa
como la venganza o el castigo de los actos del enemigo, más
allá de los objetivos democráticos definidos por Madero. Las
tácticas mismas en el campo de batalla fueron así modifi‐
cándose y causando efectos cada vez más destructivos para
combatientes y civiles. Los jefes de las fuerzas antirreelec‐
cionistas intentaron mantener la disciplina necesaria para
evitar saqueos y respetar a extranjeros, y para no fusilar a
los prisioneros ni usar balas expansivas. Cuando tomaban
posesión de una hacienda o una mina, daban a cambio reci‐
bos. Pero esos controles se deterioraron paulatinamente,
igual que los que protegían las vidas de los civiles. La mayor
parte de las víctimas cayó cuando la Revolución se había
convertido en una verdadera guerra civil, es decir, en un en‐
22
frentamiento entre ejércitos altamente organizados y bien
equipados que buscaban controlar todo el país.
La idea de que el pueblo era un tigre, impredecible y sal‐
vaje, según “la psicología de nuestra raza”, no toma en
cuenta un aspecto de esta historia que para sus contempo‐
ráneos se hizo evidente después del triunfo de Madero: la
fase más violenta de la Revolución empezó con la “pacifica‐
ción” que siguió a ese triunfo, y sólo después se multiplicó
con la lucha entre facciones revolucionarias. Durante el go‐
bierno interino de Francisco León de la Barra y con Madero
ya presidente, el ejército federal, sus aliados y otros defen‐
sores del orden porfiriano empezaron a desarmar a las tro‐
pas rebeldes invocando los acuerdos de Ciudad Juárez, a de‐
volver las tierras tomadas por los pueblos y a castigar a los
insurrectos que parecían más peligrosos. Para los habitantes
de Morelos, esto fue el inicio de una campaña particular‐
mente agresiva que durante el resto de la década les costa‐
ría muchas vidas y grandes trastornos a los habitantes de
las zonas donde Zapata tenía presencia. En la memoria de
los habitantes del estado, el incendio de pueblos enteros era
culpa de enemigos que no se distinguían entre sí, fueran
maderistas, federales o, después, carrancistas. En el norte,
Orozco se levantó en 1912 contra el que había sido su co‐
mandante en Ciudad Juárez, Madero, a quien desde enton‐
ces veía como un potencial enemigo, y fue derrotado por las
fuerzas federales, que esta vez no se iban a dejar sorprender
tan fácilmente. Los federales ahora contaban con la ayuda
de fuerzas revolucionarias convertidas en defensas rurales
en algunos estados del norte. Un signo del renovado empe‐
cinamiento del ejército, aparte de las ejecuciones de los oro‐
zquistas, fue el suicidio del general José González Salas, cu‐
ya derrota en la batalla de Rellano lo había deshonrado. El
general que remplazó a Salas fue Victoriano Huerta, un ve‐
terano de las campañas porfiristas contra grupos indígenas
y un oficial ya entonces conocido por su eficacia y falta de
escrúpulos. Meses después de la derrota de Orozco, Huerta
23
dio un golpe de Estado contra Madero y le aplicó la ley fu‐
ga, junto al vicepresidente José María Pino Suárez, afuera
de la penitenciaría de la Ciudad de México. Esto ocurrió en
febrero de 1913, durante la llamada Decena Trágica, mo‐
mento que se convertiría en un parteaguas en la historia re‐
volucionaria. La escala y la militarización de la violencia
política aumentaron. Dos características de las nuevas mo‐
dalidades de la violencia merecen un acercamiento. Una es
de índole moral y la otra tiene que ver con la experiencia de
los civiles.
La primera, por supuesto, fue la traición a Madero, a
quien Huerta debía supuestamente defender frente a una
rebelión iniciada por Bernardo Reyes y otros militares. La
sorpresa aumentó con la brutalidad con la que fueron trata‐
dos hombres cercanos al depuesto presidente, como Gusta‐
vo A. Madero, torturado y ejecutado con crueldad por feli‐
cistas en el cuartel de la Ciudadela. Para Pancho Villa, que
en ese momento estaba en la cárcel porque Huerta lo había
acusado de robar unos caballos y que escapó justo a tiempo,
la traición a Madero demostró lo que ya pensaba en Ciudad
Juárez, en mayo de 1911: a los federales traicioneros era ne‐
cesario eliminarlos para que la Revolución triunfara de ver‐
dad. Vengar al apóstol y mártir de la democracia, Madero, se
convirtió en el sentimiento compartido por Villa y los otros
jefes revolucionarios que entonces tomaron las armas nue‐
vamente. La campaña ya no tenía nada que ver con pronun‐
ciamientos como el de 1910 —el cual dosificaba la violencia
para permitir una negociación exitosa— y se parecía más a
una guerra total como las que ocurrían en otras partes del
mundo, en una escalada que culminó con las dos guerras
mundiales. Pero mientras que en esas guerras el nacionalis‐
mo permitía deshumanizar al adversario y buscar su derrota
total, en México se combinaban la indignación moral con el
racismo para definir al enemigo. Muchos veían la traición
de Huerta como el pago por la traición inicial de Madero
hacia los revolucionarios de la primera hora mediante el
24
pacto de Ciudad Juárez. La campaña del general Juvencio
Robles contra los zapatistas se apoyó en imágenes que cir‐
culaban en la prensa desde 1910 y según las cuales los in‐
dios mexicanos no eran más que una partida de salvajes y
bandidos que mal podían considerarse humanos. Bajo esas
concepciones racistas, la violencia del ejército federal en
Morelos bien podría llamarse hoy genocida. Pero asimismo
había racismo entre las filas revolucionarias contra los in‐
migrantes chinos, como veremos, y contra los indios del no‐
reste que luchaban con algunas de las facciones. El levanta‐
miento contra Huerta era distinto del movimiento de 1910
también desde el punto de vista de la táctica y la estrategia
militares. La colaboración de exrevolucionarios “irregula‐
res” con tropas federales contra los orozquistas en 1912 per‐
mitió la transmisión de conocimientos que fueron muy úti‐
les para los revolucionarios de 1913, como el uso de la arti‐
llería y la infantería.
La segunda razón por la cual la Decena Trágica fue un
momento clave en la historia de la Revolución fue porque
entonces comenzó la población urbana a experimentar la
guerra civil en carne propia y de manera generalizada. El
golpe contra Madero se coordinó con una rebelión militar
en la Ciudadela liderada por Félix Díaz. Huerta y otros ofi‐
ciales supuestamente leales, que secretamente apoyaban a
los rebeldes, fingieron durante unos días combatir lanzando
cañonazos deliberadamente mal apuntados que caían en
edificios ocupados por civiles o intercambiando fuego en las
calles de la capital, pero sin avanzar contra las posiciones
enemigas. Los cañonazos les dieron a las paredes de la cár‐
cel de Belén, vecina de la Ciudadela, y causaron que cientos
de presos escaparan. Como resultado, nada le pasó a Félix
Díaz pero muchos civiles murieron sin tener nada que ver
con el levantamiento. Un civil recordaba que cualquiera po‐
día morir “con la cabeza destrozada por una bala expansiva”
sólo por asomarse a mirar de lejos las acciones. Los cuerpos
de las víctimas se amontonaron en las calles. Algunos eran
25
quemados ahí mismo, porque nadie se atrevía a recobrarlos
para darles digna sepultura. Otros fueron llevados en carre‐
tas a cementerios o a los campos suburbanos de Balbuena, y
cremados o enterrados en fosas comunes. Ésta era la prime‐
ra vez que armas modernas y destructivas diseñadas para
operaciones convencionales de guerra se usaban de manera
sostenida contra habitantes de las ciudades. El caos era un
producto necesario de la guerra civil y a la vez una justifica‐
ción para enconar la lucha.
Entonces apareció también un motivo visual que se vol‐
vería muy popular en la fotografía de México: los cuerpos
de los muertos, civiles tirados en las calles de la capital, fe‐
derales semienterrados en los campos de batalla y rebeldes
ejecutados contra un paredón. Estas imágenes, que circula‐
ban en la prensa y hasta se vendían como postales en los
Estados Unidos, dieron forma a la memoria colectiva de
años que serían muy duros para la población mexicana. Pa‐
ra la generación que sobrevivió la Revolución y para la si‐
guiente los recuerdos del sufrimiento causado por la guerra
civil no podían separarse de esas imágenes brutales e imbo‐
rrables. Nellie Campobello, en la novela Cartucho, de 1931,
describió minuciosamente los cadáveres desde una perspec‐
tiva infantil no interesada en la política, la cual, quizá por
ello, representaba mejor que la historia profesional la expe‐
riencia de los civiles.
En la Ciudad de México la Decena Trágica fue el primer
episodio de una historia que los citadinos asociarían con es‐
casez, carestía, epidemias y hasta hambre durante varios
años difíciles que sólo empezaron a quedar atrás a fines de
la década. En el resto del país a estas plagas se agregó el
desplazamiento forzado. Las familias de combatientes, gene‐
ralmente niños y mujeres, tenían que huir del hambre y los
ataques del enemigo caminando de un lugar a otro para en‐
contrar seguridad y alimentos, como refugiados sin destino
en su propio país. Morir de inanición era una posibilidad
igual de atroz e inesperada, aunque más lenta, que los bala‐
26
zos. Incluso los combatientes pasaban hambre: en los re‐
cuerdos de Campobello, los soldados carrancistas se distin‐
guían por andar sucios y malnutridos. Los ejércitos se iban
alimentando de lo que encontraban a su paso, ya fuera en
las cocinas de los civiles o en los campos de cultivo o pasto‐
reo, muchos de ellos abandonados.
Incluso en la Ciudad de México, la vitrina del progreso
porfiriano, la gente estaba obligada a comer lo que en‐
contraba en la basura. Los saqueos eran cotidianos y no ne‐
cesariamente se dirigían a tiendas de comida. Como accio‐
nes colectivas, frecuentemente lidereadas por mujeres, po‐
dían expresar la indignación por el hambre, pero también
apelar a sentimientos xenofóbicos contra inmigrantes espa‐
ñoles o chinos que se dedicaban al comercio. La pandemia
de influenza con alta tasa de mortalidad prosperó en México
en 1918 gracias a estas condiciones. Para muchos, el auxilio
médico o las medicinas contra “los fríos” resultaban simple‐
mente inaccesibles. A las enfermedades y la penuria, los ha‐
bitantes de la capital y de otras poblaciones grandes y pe‐
queñas tuvieron que agregar las indignidades causadas por
ejércitos que al entrar y salir dejaban a su paso la inflación
monetaria causada por los cambios en los billetes que cada
facción obligaba a los civiles a aceptar. Los robos, los abusos
de poder y una sensación generalizada de miedo frente al
crimen asociaban, en la perspectiva de los civiles, los uni‐
formes con delitos comunes protegidos por la impunidad.
La banda del automóvil gris, que cometió varios asaltos
contra residencias privadas durante esos años, se volvió el
símbolo de una forma de crimen que a la vez explotaba el
caos y recibía protección desde arriba. Sus miembros usa‐
ban uniformes militares y probablemente estaban asociados
con jefes revolucionarios, aunque quizá varios grupos co‐
metieron los hechos que se le atribuyen. Con el pretexto de
buscar armas, la banda saqueaba residencias de familias de
dinero. Se le acusó también de secuestro y violación. La pe‐
lícula El automóvil gris, de 1919, ofreció un relato extrema‐
27
damente realista que incluía la filmación de la ejecución
real de miembros de la banda y la escenificación sin muchos
eufemismos del asesinato de un niño y de una violación. El
realismo, sin embargo, estaba al servicio de la propaganda.
La película fue producida con el apoyo del general constitu‐
cionalista Pablo González, que, muchos creían, había prote‐
gido a la banda, y estrenada en 1919, en medio de los es‐
fuerzos de González por suceder a Carranza en la presiden‐
cia. En todo caso, la película se convirtió en otro componen‐
te de la memoria colectiva de esos años caóticos en los que
la impunidad y las armas de fuego estaban presentes en las
calles semivacías de la capital. Lo que queda de los archivos
judiciales y policiales de la ciudad durante esos años ofrece
escenas de gendarmes que, infructuosamente, intentaban
contrarrestar los desmanes de tropas revolucionarias mejor
armadas, más numerosas y afectas al saqueo y las borrache‐
ras.
Para quienes estaban metidos en la lucha revolucionaria,
la Decena Trágica y el sufrimiento de los civiles ofrecían
otra lección: era necesario llevar la guerra hasta sus últimas
consecuencias. La buena fe de Madero hacia el ejército fede‐
ral y los científicos, el grupo oligárquico porfirista, había
causado su muerte y creado a Huerta, una especie de
Frankenstein que había trasplantado el cerebro de un al‐
cohólico criminal al cuerpo poderoso del ejército mexicano.
Ya no se trataba, como lo pensaba Madero, de usar las ar‐
mas como primer paso para iniciar una negociación. Ahora
la guerra era el medio para eliminar a los adversarios y ha‐
cer justicia, aunque ello significara la muerte de miles de
soldados en combate. Los líderes que emergieron en esta se‐
gunda fase de la Revolución, desde Venustiano Carranza
hasta Álvaro Obregón, fueron exitosos en la medida en que
pudieron organizar la guerra de una manera sistemática ad‐
ministrando recursos primero locales y luego nacionales pa‐
ra combatir a los federales y luego a los enemigos salidos de
la rebelión misma, como Zapata y Villa.
28
Los nuevos ejércitos revolucionarios les pagaban a sus
tropas y a veces les daban más dinero después de una victo‐
ria o les permitían saquear. Incluso los zapatistas lo hacían.
La unificación de los mandos de las divisiones revoluciona‐
rias y las unidades menores que se les adherían se basó en
discusiones entre cabecillas que votaban para darle a uno de
ellos al mando, como sucedió con Pancho Villa. A partir de
este origen popular y democrático, la estructura y la disci‐
plina militar fueron creciendo y adquirieron más importan‐
cia con la disolución del ejército porfirista tras la derrota de
Huerta. Esto quiere decir que los combatientes en las divi‐
siones más grandes del movimiento seguían una ideología
de justicia y reivindicación social, pero también un cálculo
sobre los beneficios más inmediatos que podrían obtener a
cambio del riesgo que asumían. Desde Chihuahua, por
ejemplo, Villa prometía cuidar a los huérfanos y viudas de
sus soldados y distribuía carne entre la población urbana.
La contraparte de esas promesas personales era la profesio‐
nalización de unidades de combate, que se convertirían en
la base de un nuevo ejército de origen revolucionario.
Estos nuevos ejércitos pronto empezaron a aprovechar
nuevas tecnologías: trenes, artillería, aeroplanos, ametralla‐
doras, alambres de púa y trincheras. El impulso y los méto‐
dos fundamentados en la sorpresa y la velocidad de la pri‐
mera fase de la Revolución seguían ahí, por supuesto, pero
ahora coexistían con armas que hacían menos necesario el
combate cuerpo a cuerpo. Mientras la artillería extendía las
distancias, las ametralladoras hacían más efectiva la defensa
de posiciones y los trenes permitían mover tropas y equipo
rápidamente. Desde el levantamiento contra Huerta y du‐
rante los enfrentamientos de 1915 entre constitucionalistas
y convencionistas, estos elementos de guerra condujeron a
batallas entre ejércitos con miles de combatientes por lado,
como en Torreón y Trinidad. Pero los hábitos guerrilleros
que enfatizaban la temeridad persistieron. El ejemplo más
sangriento de esa extraña coincidencia de estrategias fueron
29
las cargas de caballería que Villa ordenó contra Obregón en
Celaya en abril de 1915. A pesar de su menor número, la in‐
fantería de los constitucionalistas neutralizó a la caballería
villista desde posiciones defensivas que usaban ametralla‐
doras, fusiles y artillería, que eran reaprovisionadas más fá‐
cilmente y que, eventualmente, permitieron la contraofensi‐
va, cuando los villistas se agotaron. Este choque de nuevas
y viejas tácticas determinó las derrotas de Villa en los cam‐
pos de El Bajío. El valor ciego de las tropas y el factor sor‐
presa ya no servían de mucho. Los villistas no tenían los
tanques o gases que comenzaban a usarse en Europa en la
guerra de trincheras, y en cambio cargaban dando gritos,
movidos tal vez por la creencia en la infalibilidad de sus je‐
fes. Pero encontraban la muerte en las balas disparadas a
cientos de metros por ametralladoras bien parapetadas, o a
distancias aún mayores por baterías más eficaces que las
usadas en la Decena Trágica. Es difícil establecer los núme‐
ros, pero los cálculos más confiables para la batalla de Trini‐
dad, que duró más de un mes, hablan de cinco mil muertos,
en ejércitos que incluían decenas de miles de combatientes.
Detrás de esta sangrienta confrontación se encuentra un
tenor de la violencia revolucionaria que encontró en Villa
su expresión emblemática pero no exclusiva. Me refiero a
esa combinación entre la astucia táctica y la capacidad orga‐
nizativa, de un lado, y la arbitrariedad impredecible pero
siempre latente, del otro. Esta arbitrariedad se manifestaba
en las interacciones con enemigos, subordinados y civiles
en gestos que quedarían indeleblemente fijados en la me‐
moria y la historia de la Revolución, a pesar de ser espo‐
rádicos y menos importantes que las decisiones estratégi‐
cas. Villa podía caer en peligrosos arranques de furia que
asustaban incluso a sus lugartenientes. Otras veces se entre‐
gaba a gestos de magnanimidad y buen humor. Sin embar‐
go, a medida que se hacía evidente que Carranza y Obregón
lo habían derrotado, Villa se volvió más propenso a los ges‐
tos de brutalidad, a veces ejecutando él mismo a prisioneros
30
o a sus propios hombres, si pensaba que lo estaban traicio‐
nando.
Villa es el caso más famoso de conductas adoptadas por
otros revolucionarios. Los mejores ejemplos de este tipo de
violencia los encontramos en anécdotas entresacadas de las
memorias personales de los sobrevivientes. No podemos,
por lo tanto, afirmar con exactitud qué tan frecuentes eran
ciertas prácticas, o verificar la autenticidad de cada anécdo‐
ta. Si consideramos una selección parcial de estas historias,
pero basada en una perspectiva amplia, podemos crear una
imagen más clara de las variedades de violencia que acom‐
pañaron a la lucha revolucionaria pero no merecieron ser
parte de la historia oficial.
Una escena final omitida en la versión estrenada en 1936
de Vámonos con Pancho Villa, la película de Fernando de
Fuentes, retrata el miedo de los soldados que seguían al cau‐
dillo. Un ranchero que ya había peleado por Villa, Tiburcio
Maya, vuelve a encontrarse con el jefe y le dice que no
quiere unirse nuevamente a la tropa para no dejar sola a su
familia. El caudillo entonces mata a la mujer y a la hija de
Maya, para eliminar los vínculos que lo retenían. La historia
está en la novela de Rafael F. Muñoz, Vámonos con Pancho
Villa, de 1931. En la película Tiburcio muere cuando intenta
vengarse del general tras el asesinato de las mujeres, pero
en la novela se une a los villistas, en una decisión tal vez
más atroz. Hay una mentira grande en esta anécdota, si
consideramos que muchos de entre quienes se unieron a la
Revolución lo hicieron precisamente para defender a sus fa‐
milias, o por lo menos para forjarles un mejor futuro. Pero
también hay una verdad encerrada en el gesto inefable del
comandante: la violencia era consustancial al reclutamiento,
y el nuevo soldado pasaba a ser parte de una realidad en la
que la muerte podía llegar en cualquier momento, de los la‐
dos tanto del enemigo como de las propias filas. Al princi‐
pio de la película, los “leones de San Pablo”, incluyendo a
Maya, conformaban un grupo de amigos que, tras tomar la
31
decisión de seguir a Villa, cantan La Valentina, un corrido
que expresaba el siguiente razonamiento: “Si me han de ma‐
tar mañana, que me maten de una vez”.
Las convenciones de la guerra no contaban para mucho
cuando la arbitrariedad se aplicaba contra los prisioneros.
Es famosa la viñeta de Nellie Campobello en Cartucho, tam‐
bién de 1931, donde Villa, al oír que han matado a un solda‐
do suyo, ordena sin más: “fusílenlo”. Un subordinado le
aclara que el balazo ha sido accidental y ha venido de la pis‐
tola de una mujer, una coronela villista llamada Nacha Ce‐
niceros. Villa se muestra más preocupado por la gramática
que por cualquier consideración procesal y corrige: “fusí‐
lenla”. La evidencia histórica confirma lo esencial de la vi‐
ñeta literaria. Tras derrotar a los carrancistas en Camargo,
Chihuahua, Villa mató a la mujer de un oficial enemigo y
ordenó la ejecución de noventa mujeres prisioneras.
Muchas mujeres, como las víctimas de Camargo, partici‐
paron en la Revolución como soldaderas al seguir a su hom‐
bre en la campaña, pero también al encargarse de tareas es‐
enciales para el ejército. A falta de una estructura logística
convencional, las mujeres solían preparar comida y atender
a los heridos. Esto último era particularmente importante,
porque la atención médica en campaña era casi nula, con
pocos medicamentos disponibles, frecuentes infecciones y
el apuro que hacía de la amputación el expediente más fácil
para los doctores. Las soldaderas no tenían un rango, pero
hubo varias mujeres que sí lo alcanzaron, porque intervinie‐
ron en combate. Algunas comandaron tropas y fueron lla‐
madas “coronelas”; en ciertos casos vestían como hombres,
pero en otros no ocultaron su sexo, como Ceniceros.
Las órdenes de Villa contra Ceniceros y las prisioneras de
Camargo son un ejemplo de la extendida violencia contra
las mujeres durante la Revolución. Este fenómeno adoptaba
su forma más brutal en la violación, una práctica más co‐
mún de lo que reconoce la historia oficial del periodo. Villa
les ordenó a sus soldados violar a las esposas de los miem‐
32
bros de las defensas sociales de Namiquipa, Chihuahua, en
1917. Ese acto de venganza colectiva ocurrió cuando Villa
había sido ya derrotado por los constitucionalistas y sus de‐
cisiones estaban coloreadas por la amargura más que por
los ideales revolucionarios. Años antes, mientras ocupaba la
Ciudad de México, Villa mismo se encargaba de castigar con
azotes a sus soldados si cometían una violación. Se dice
también de él que era un “buen hombre” con todas las muje‐
res con las que se casó, sin contar otras con las que tuvo
contacto sexual sin mediar la recompensa del matrimonio.
No hay contradicción entre estas dos caras de Villa (la
que ordenaba la violación y la que lo hacía parecer románti‐
co y respetuoso), si consideramos que durante esos años re‐
volucionarios las mujeres eran vistas, en términos patriar‐
cales, como una parte de la recompensa de los vencedores,
la posesión más valiosa que arriesgaban los vencidos. Los
abusos de poder de los hacendados porfirianos incluían, se‐
gún la leyenda sobre las causas de la Revolución, el derecho
de pernada, que les daba acceso sexual a las esposas de los
peones en su noche de bodas. Parte del castigo de tropas fe‐
derales contra los poblados que se unían al bando zapatista
incluía ejecutar a los hombres y atacar sexualmente a sus
mujeres. Por eso las mujeres de Cholula, Puebla, experimen‐
taron los tiempos revolucionarios como una agudización de
los abusos que ya cometían los hacendados porfirianos so‐
bre su trabajo y su integridad. Según Lidia E. Gómez García,
cuando entraron las tropas carrancistas en 1918, las autori‐
dades locales denunciaron los robos y violaciones. Pero to‐
das las facciones hacían lo mismo. Las mujeres se escon‐
dían, sobre todo las jóvenes, pero si las secuestraban las tro‐
pas, se las obligaba a dar comida y servicios sexuales a los
soldados. Y si regresaban al pueblo con hijo, se convertían
en objeto de reprobación para la comunidad. Ningún grupo
estaba exento. Sabemos, por testimonios de primera mano,
que la violencia sexual por parte de rebeldes podía también
victimizar a mujeres del propio bando. La violación en ma‐
33
nos de tropas revolucionarias constituía un temor que se
extendía a toda la población civil, y probablemente jugó un
papel en la decisión de muchas familias que se trasladaron a
la relativa seguridad de las ciudades más grandes o a los Es‐
tados Unidos. Sólo podemos especular sobre ese mismo te‐
mor como parte del cálculo de las mujeres que decidían
convertirse en soldaderas para así, por lo menos, tener la
protección de un hombre, pero no parece exagerado supo‐
nerlo. Esta evidencia nos obliga a reevaluar la tesis de que
la Revolución fue también una rebelión contra la moral se‐
xual victoriana que les dio a las mujeres, destacadamente a
las soldaderas, movilidad y autonomía, y les permitió entre‐
ver un nuevo erotismo. Ésta es la impresión que nos puede
dejar una mirada a la cultura urbana en los años inmediata‐
mente posteriores a la guerra, pero ciertamente no coincide
con la experiencia de muchas mujeres de comunidades ru‐
rales, para quienes la Revolución hizo de la protección mas‐
culina una paradójica necesidad de la supervivencia.
La manifestación más común de la arbitrariedad de los
comandantes revolucionarios se encuentra en el tratamien‐
to de los prisioneros varones. Su ejecución, de la que en ge‐
neral se habían abstenido los maderistas y los federales en
1911, se volvió cada vez más común por parte de todos los
bandos desde 1913. Sendos decretos de Huerta y Carranza le
dieron cobertura legal a una práctica que se hizo muy fre‐
cuente en la segunda fase de la Revolución: la ejecución su‐
maria de los oficiales enemigos capturados. En campaña,
era posible que se liberara a los soldados rasos después de
que éstos prometieran no volver a las armas, o que se les in‐
vitara a unirse a los rebeldes, a veces con la amenaza del fu‐
silamiento si no aceptaban. La decisión no debió de ser tan
difícil, si recordamos que la mayoría había sido enlistada en
el ejército federal contra su voluntad y que todos pertene‐
cían a las mismas clases bajas urbanas y rurales que nutrían
de combatientes al bando revolucionario. Los nuevos solda‐
dos eran frecuentemente puestos en la primera línea de
34
combate, lo quisieran o no. En las columnas revolucionarias
el constante movimiento no permitía cargar con prisione‐
ros. Los heridos derrotados a veces eran curados por muje‐
res neutrales para luego ser ejecutados por órdenes de los
comandantes.
Hay bastante evidencia de ejecuciones masivas de prisio‐
neros. Aquí también la anécdota emblemática nos viene de
la División del Norte, ahora mediante Rodolfo Fierro, el te‐
mible lugarteniente de Villa. Martín Luis Guzmán cuenta
que después de una batalla Fierro mató a alrededor de dos‐
cientos prisioneros usando un revólver. Les decía a los pri‐
sioneros que, si podían correr y brincar una barda, se salva‐
rían. Salvo uno, todos murieron en su intento desesperado
por escapar. Luego de derrotar al general carrancista Mur‐
guía en 1917, Villa ordenó la ejecución de seiscientos prisio‐
neros. Tiempo después Murguía colgó a doscientos prisio‐
neros villistas. Esas muertes a sangre fría no respondían a
necesidades tácticas y se extendían a los no combatientes.
El pelotón de fusilamiento también esperaba a falsificado‐
res, ladrones y espías. En la capital las ejecuciones eran un
espectáculo al que acudían multitudes.
La violencia de la Revolución no se detenía ante los civi‐
les. Desde la primera fase, los líderes revolucionarios permi‐
tieron ataques contra inmigrantes chinos en Chihuahua y
Torreón, donde más de trescientos fueron asesinados en
1911 en episodios que incluyeron cientos de ejecuciones y
mutilaciones. Su única explicación, aparte del saqueo, era el
odio contra ese grupo de inmigrantes. Villa ordenó el ata‐
que en Chihuahua. El racismo y la xenofobia no eran patri‐
monio exclusivo del villismo, como tampoco lo fue la vio‐
lencia sexual, pero la leyenda y la evidencia alrededor de
Villa tras sus derrotas ante Obregón ofrecen abundantes
ejemplos de esas conductas. Al enfatizar la experiencia de
los no combatientes, no debemos asumir que quienes orga‐
nizaban o justificaban la violencia con miras políticas eran
irracionales o ineptos. Villa era un estratega astuto de una
35
manera no convencional. Por eso, tal vez, era tan efectivo
para invocar la lealtad personal y, al mismo tiempo, para
sembrar el temor mediante sus impredecibles arranques. Se
trataba de las dos caras de una misma moneda: el carismáti‐
co protector de pobres y viudas, y el temible comandante
que con una palabra podía sembrar la muerte y el abuso
contra civiles y prisioneros. Pero Villa no era el único cau‐
dillo capaz de alternar entre esos extremos: fue solamente el
que, con su elevación y su derrota, no pudo impedir que se
tejiera una leyenda negra sobre su persona.
El hecho es que la Revolución significó, en la experiencia
de los contemporáneos, una amenaza que tocaba cada espa‐
cio y cada aspecto de la vida, desde el hogar hasta los cam‐
pos y las calles. Por eso a veces es imposible distinguir la
violencia política o militar de la mortandad y las miserias
causadas por otros fenómenos, como el crimen común, las
epidemias y el hambre, todo lo cual lo sufrieron los habitan‐
tes de las ciudades del país, pero también afectó a la gente
de campo, que en esa época era la gran mayoría de la pobla‐
ción nacional.
La ideología y la historia oficial de la Revolución les die‐
ron prioridad a los logros políticos y sociales del nuevo Es‐
tado. La retórica posrevolucionaria redujo la guerra y el
caos a una gesta común del pueblo contra la tiranía unifi‐
cando a posteriori a quienes fueron enemigos mortales en
vida. El monumento que hoy comparten los restos de Made‐
ro, Carranza, Villa, Calles y Cárdenas en la Ciudad de Méxi‐
co es una celebración oficial donde se intenta confirmar esa
simplificación, pero, si hubiera vida después de la muerte,
seguramente empujaría a varios de los mencionados a le‐
vantarse como zombies para seguir peleando en las calles
de la colonia Tabacalera. Al negar estos odios, el monumen‐
to le resta importancia a la guerra de mayor costo demográ‐
fico en el continente americano durante el siglo pasado. La
violencia, según el discurso oficial, pudo haber sido cruel,
pero en el fondo estaba justificada porque permitió la derro‐
36
ta del antiguo régimen. Durante el siglo XX, esta racionaliza‐
ción tendió a borrar los límites entre la violencia política y
la criminal, entre la causada por el sexismo y la suscitada
por el racismo, y entre las víctimas legítimas y las circuns‐
tanciales. Desde el Estado, apelar a esta memoria borrosa
significaba invocar un legado ideológico que siempre fue
bastante vago y, al mismo tiempo, afirmar que la participa‐
ción de miembros de la nueva clase política en la fase arma‐
da de la Revolución les daba la autoridad para seguir usan‐
do la fuerza, ahora al servicio ostensible de los intereses de
la nación.
Si nos detuviéramos aquí, estaríamos aceptando una in‐
terpretación de la Revolución de 1910 como simple lucha
entre las élites para controlar el Estado. Pero la Revolución
fue mucho más que eso: un verdadero movimiento social
que alcanzó todos los rincones y a los actores sociales del
país y que trastornó profundamente las relaciones de clase,
la cultura y las instituciones. La magnitud del impacto de‐
mográfico de la violencia en tiempos de la Revolución es in‐
negable. Durante la década de 1910 murieron un millón y
medio de personas, la mayor parte de ellas a causa de los
efectos directos de la guerra (batallas, ejecuciones, acciden‐
tes, hambruna), y un número menor por enfermedades co‐
mo la influenza y la viruela, cuya incidencia aumentó por
las dificultades que causaban el desplazamiento, el hambre
y el temor. Para 1920 la población nacional probablemente
se había reducido en más de dos millones en una década —
según el censo de 1921, la pérdida fue menor, pero hubo
muchos problemas en su compilación—. Aparte de las
muertes relacionadas con la Revolución, aproximadamente
cuatrocientas mil personas se fueron a los Estados Unidos.
Más de medio millón de nacimientos, que podían esperarse
según las tasas existentes de natalidad, no ocurrieron. Se‐
gún Robert McCaa, una de cada siete muertes se debió a la
violencia revolucionaria, y la expectativa de vida en el mo‐
mento de nacer se redujo a la mitad de los treinta años que
37
se registraban en 1910. De cualquier forma que se mida, el
peor periodo para los mexicanos en las ciudades fue entre
1913 y 1916, pero las penurias continuaron por años en el
campo. Sin embargo, como lo señaló Friedrich Katz, la Re‐
volución Mexicana no se caracterizó por el uso del terror en
la misma escala que la rusa. Aunque hubo masacres de civi‐
les y ejecuciones colectivas motivadas por faccionalismo o
represión, ni durante su fase inicial ni como régimen tuvo la
disciplina partidaria, la capacidad operativa o la amenaza
externa necesarias para acudir al uso del terror de manera
sistemática.
Entre las víctimas de esta crisis podemos incluir la defe‐
rencia patriarcal que hasta el Porfiriato había sido el tono
dominante en las interacciones sociales estructuradas por
jerarquías de clase, género, color de piel y otras formas de
diferencia. Como lo han observado testigos e historiadores,
en México después de la década revolucionaria ya no se po‐
día esperar la misma obediencia de los supuestos inferiores.
La violencia jugó un papel en esa transformación. Las re‐
vueltas locales y regionales, la expansión de los ejércitos re‐
volucionarios y la falta de límites claros entre lo político y
lo criminal tuvieron el efecto de democratizar el acceso a
los medios materiales de la violencia. Hay algo contradicto‐
rio en lo anterior, por supuesto: la democracia no consiste
en el uso de la fuerza, sino que más bien lo excluye para
crear acuerdos e implica una pacificación del espacio social.
Sin embargo, tras una larga dictadura que había usado la
fuerza para excluir a la mayoría de la población de las deci‐
siones políticas y legales que afectaban su vida, la capacidad
de nuevos actores políticos (campesinos, obreros, políticos
de oposición) para tener acceso a las armas y la organiza‐
ción contrarrestó el uso de la coerción oficial por parte de
Díaz y su régimen. En otras palabras, por las buenas o por
las malas, la Revolución significó una ampliación de la par‐
ticipación política, aunque no de la paz interior. Como decía
Arendt, no es posible conocer de antemano los efectos de la
38
violencia a largo plazo, pero no hay duda de que su uso
puede tener efectos favorables y predecibles a corto plazo
para quienes la empleen. Empuñar rifles y machetes les dio
una voz a los campesinos de Morelos que la dictadura les
había venido negando por décadas.
La Revolución permitió que muchos tuvieran acceso a ar‐
mas de fuego. Éstas quizá llegaban como contrabando o me‐
diante compras legales desde los Estados Unidos, o eran
arrebatadas de manos de los soldados; tal vez estuvieron
guardadas desde el siglo pasado en un rincón del rancho o
probablemente fueron saqueadas de haciendas o casas parti‐
culares. El hecho es que revólveres, pistolas automáticas,
carabinas, rifles y hasta ametralladoras estaban ahora al al‐
cance de cualquiera, sin distinción de clase, rango militar o
puesto oficial. Es posible especular que, sin esta dispersión
y expansión del arsenal, la Revolución habría sido controla‐
da por el ejército o por una de sus facciones mucho antes.
En algunas regiones del país, como las colonias de la sierra
de Chihuahua, el uso de las armas era una costumbre deri‐
vada del combate con grupos indígenas que vivían en la re‐
gión. En la mayor parte del territorio, las consecuencias co‐
tidianas del nuevo acceso a las armas fueron evidentes. Un
ejemplo de esto es el tipo de armas que ahora aparecían
asociadas con crímenes comunes, particularmente con el
homicidio y las lesiones, aunque también con el robo a ma‐
no armada. La clásica pelea de pulquería del Porfiriato ge‐
neralmente enfrentaba a dos hombres que blandían puñales
afuera del establecimiento donde momentos antes habían
estado interactuando en términos más amistosos. Desde la
Revolución, vemos la aparición más frecuente de pistolas
que concluyen a tiros disputas semejantes, incluso dentro
de esos mismos establecimientos.
Estas peleas no tenían que ser de naturaleza política, co‐
mo no lo eran los duelos a cuchilladas de los viejos tiempos.
Sin embargo, el anecdotario revolucionario provee aquí
también historias de muerte aparentemente arbitrarias que,
39
leídas en un contexto más amplio, nos dicen algo importan‐
te sobre la forma como la violencia revolucionaria cambió la
vida pública. La Ciudad de México en 1914 y 1915 vio la en‐
trada de combatientes de distinta laya. Algunos, como los
zapatistas fotografiados en la barra del Sanborns por Ca‐
sasola, se comportaron correctamente —a pesar de que su
ropa y su color de piel parecían contrarios, en los ojos de las
élites porfirianas, al refinamiento que en ese entonces se
asociaba con el famoso restaurante—. Pero hubo otros, par‐
ticularmente durante la ocupación de la ciudad por los
ejércitos de la Soberana Convención Revolucionaria, que no
se portaron tan bien. La violencia democratizada se reflejó
entonces en conductas nunca antes vistas en los escenarios
de la vida social conectados con el consumo de bebidas em‐
briagantes. El alcohol, por ejemplo, transformó el carácter
de Eufemio, el hermano de Emiliano Zapata, y causó su
muerte en Cuautla en 1917, después de haber golpeado al
padre de otro jefe zapatista, que pronto tomó venganza. El
borracho que da tiros al aire y gritos de alegría se volvió un
ícono de los nuevos tiempos al reflejar nuevos derechos ciu‐
dadanos que no se encontraban en las leyes, sino en cos‐
tumbres masculinas en espacios públicos: reivindicación de
un nuevo derecho a la libertad de expresión por parte de
personas que en el pasado debían bajar la voz, pero ahora
demostraban que “no tiene[n] la sangre de horchata”. Las
cantinas y pulquerías, que el positivismo decimonónico aso‐
ciaba con el embrutecimiento de “la raza”, se convirtieron
en espacios donde, por ejemplo, la libertad de expresarse
quedaba garantizada por el uso de las armas de fuego. Este
igualitarismo de la violencia podía tener resultados trágicos,
o así lo sugiere la evidencia anecdótica, aunque es más se‐
guro que en su mayoría las borracheras hayan acabado tan
amigablemente como empezaron.
Los efectos de la violencia, vale repetirlo, no son jamás
completamente predecibles y, en la experiencia histórica
moderna, tienden a largo plazo a contradecir el avance de la
40
democracia y los derechos civiles. En los años posrevolucio‐
narios, la libertad de los periodistas continuó encontrando
restricciones y la constante posibilidad de la violencia. La
brutal sinceridad armada de las cantinas correspondió, en
los años posteriores a la Revolución, con la continuada ex‐
clusión de las mujeres de la vida pública. Las mujeres que
entraban en una cantina tenían que abandonar su reputa‐
ción en la puerta, y las que usaban armas transgredían la
conducta que se esperaba de su sexo. En la mente de todos
estaba fresco el hecho de que la Revolución había incluido
de manera prominente actos de violencia contra las muje‐
res.
Como veremos en los siguientes capítulos, el uso de las
armas se fue volviendo un privilegio masculino asociado
con la protección o la negligencia oficial. La policía ya no
entraba en las cantinas a mantener el orden sino, más bien,
a participar en el convivio. Los agentes que intentaban im‐
poner la ley en ese espacio masculino y peligroso se expo‐
nían a ser expulsados sin miramientos por los mismos pa‐
rroquianos. Como le contaba el escritor William Burroughs
a su amigo Jack Kerouac en 1949, en México “cualquiera
que lo desee puede traer un arma. He leído en varias ocasio‐
nes cómo algunos policías armados que disparaban en al‐
gún bar fueron a su vez balaceados por civiles armados a
quienes les importaba una mierda hacerlo”. La “psicología
de nuestra raza” que preocupaba a Mariano Azuela en 1915
se había convertido en un hábito violento, el cual, invocan‐
do la memoria heroica y sangrienta de la Revolución, justifi‐
caba la desigualdad y la arbitrariedad.
41
CAPÍTULO 2
VIOLENCIA POR LA TIERRA
La guerra civil terminó en menos de una década, pero
México no dejó de ser un país rural caracterizado por gran‐
des desigualdades en términos de acceso a la tierra y con‐
trol del trabajo. Lo que sí cambió, como vimos en el capítulo
anterior, fue la disponibilidad de armas y la multiplicación
de voces que reclamaban justicia. La Constitución de 1917 le
daba al Estado la capacidad de entregar tierras a las comu‐
nidades que habían sido despojadas en el pasado y a las que
solicitaran el reparto de terrenos apelando al interés social
por encima de la propiedad privada. La historia de la refor‐
ma agraria es uno de los capítulos centrales de la construc‐
ción del Estado posrevolucionario. Durante la etapa armada
se fueron constituyendo movimientos locales y regionales
que hicieron de la recuperación de tierras su objetivo cen‐
tral. Los zapatistas, aun después del asesinato de su líder en
1919, fueron capaces de articular y sostener estas demandas
para situarlas en el centro del significado de la Revolución.
En las décadas siguientes estos grupos se organizaron abier‐
tamente como movimientos agraristas. El gobierno incorpo‐
ró paulatinamente a los campesinos a la estructura corpora‐
tiva del partido oficial a través de organizaciones nacionales
y una burocracia agraria que canalizaba las peticiones de
tierra.
Debajo de esa historia de instituciones y movimientos so‐
ciales hay otra que no ha recibido la misma atención, por‐
que es menos gloriosa y mucho más confusa. La podemos
definir como la historia de la lucha armada por la tierra. Es‐
ta lucha incluyó la acción organizada de grupos políticos,
operaciones militares (aunque en menor escala que las de la
Revolución) y confrontaciones entre guardias blancas y co‐
munidades que querían tierras, y entre pueblos, familias e
individuos donde no era fácil distinguir los objetivos agra‐
rios o el crimen común. A veces las disputas no eran sobre
42
terrenos sino sobre otros recursos, como el agua; a veces era
imposible discernir una razón más allá de lo personal, pero
en todos los casos se ponían en juego los nuevos usos de la
violencia inaugurados por la Revolución, ahora en el marco
de conflictos que enfrentaban distintas ideas sobre la pro‐
piedad y la justicia. Para entender la lucha armada por la
tierra que dominó la vida de muchos mexicanos entre la Re‐
volución y la segunda parte del siglo debemos, pues, consi‐
derar tanto las prácticas de esa violencia como las normas
que la justificaban y la hicieron tan prevalente.
La cronología de esta historia tampoco es muy precisa.
En algunos lugares hubo repartos de tierra aun antes de
1917, en muchos la lucha empezó en los años veinte y en
otros no ocurrió sino hasta los treinta, durante el gobierno
de Cárdenas. Hubo comunidades que rechazaron la reforma
agraria y otras que lo apostaron todo, hasta su existencia,
para conseguir tierras nuevas. Para los cuarenta, la marea
iba en descenso y los movimientos agrarios se encontraron
con los mismos obstáculos locales, pero menos apoyo cen‐
tral. Hasta fines del siglo continuaron los conflictos, muchas
veces sangrientos e incluso parecidos a los que ocurrieron
al principio. Como veremos en este capítulo, había mucho
de íntimo en esta violencia; amistades y parentescos daban
forma a ofensas y lealtades. Por esa razón, hay algo de pe‐
gajoso en la violencia agraria: sus modalidades y sus efectos
quedaban adheridos a un lugar de una manera terca y a ve‐
ces difícil de explicar solamente en términos de clase social.
La manera más común de dar orden a ese panorama con‐
fuso es organizar la narrativa alrededor de los presidentes,
sobre la premisa de que ellos eran los árbitros en última ins‐
tancia de todas las peticiones y los amparos, y de que sus
preferencias estratégicas determinaban la velocidad y la ex‐
tensión de la reforma agraria. Esto, como veremos, arroja
una imagen parcial, porque los ritmos de las disputas loca‐
les, aun cuando estuvieran conectadas con las políticas fe‐
derales, podían ser muy rápidos o muy lentos, resueltos en
43
una balacera o estirados por años de golpes y contragolpes.
De hecho, las políticas presidenciales en buena medida esta‐
ban sujetas a situaciones locales. Así, por ejemplo, aunque
no fueran agraristas de corazón, los presidentes posrevolu‐
cionarios tuvieron que asociarse con algunos movimientos
agrarios, porque significaban el apoyo de miles de campesi‐
nos armados. A veces estos gobiernos intentaban desarmar
a los agraristas, y a veces les daban rifles. En 1920 Obregón
buscó el apoyo de los morelenses para llegar al poder y co‐
mo presidente repartió más tierras que Carranza. Creyente
en la modernización agrícola, Plutarco Elías Calles quiso de‐
tener la reforma agraria en la segunda mitad de la década de
los veinte, pero tuvo que apoyarse en fuerzas agraristas pa‐
ra derrotar a los cristeros y a los generales ambiciosos. A
pesar de que querían consolidar un ejército disciplinado y
sin rivales, Calles y sus sucesores tuvieron que repartir ar‐
mas entre los agraristas y aliarse con líderes mucho más ra‐
dicales de lo que hubieran querido. Lázaro Cárdenas aceleró
el reparto durante su gobierno y consolidó el sostén de los
campesinos organizados al partido oficial, aunque también
se apoyó en caciques para combatir a agraristas demasiado
radicales en lugares como Veracruz. Hubo partidos políticos
y organizaciones corporativas que decían representar a los
campesinos, desde el Partido Nacional Agrarista (1920) has‐
ta la Confederación Nacional Campesina (1938), pero sería
una simplificación decir que podían controlar lo que pasaba
en todo el territorio del país en un momento dado.
Los gobernadores tuvieron un efecto más directo. En San
Luis Potosí Saturnino Cedillo también distribuyó armas en‐
tre los campesinos, pero el impacto de estas milicias cedi‐
llistas, que, se decía, llegaban a quince mil elementos, fue
mediado por las ambiciones políticas del gobernador. Apar‐
te de pelear contra cristeros y escobaristas, las milicias fue‐
ron parte de tumultuosos procesos electorales caracteriza‐
dos por los robos de ánforas con votos, la intimidación y los
balazos. No fue fácil desmovilizarlas y quitarles sus armas
44
cuando se convirtieron en un peligro para el gobierno cen‐
tral. En Michoacán el impulso agrarista del gobernador
Francisco J. Múgica a principios de los veinte dejó como le‐
gado una ola de violencia contra grupos campesinos que el
propio Múgica no pudo controlar, así como mayores debili‐
dad y dispersión del movimiento en los años siguientes.
Mientras los campesinos sin tierra querían realizar lo que
ellos pensaban que era la promesa de la Revolución, genera‐
les o caciques convertidos en terratenientes querían asegu‐
rarse de que, a su manera, la Revolución también les cum‐
pliera sus promesas. El gobierno federal debía decir que sí a
todas las partes, según las circunstancias, porque todavía
era demasiado débil como para resolver cada conflicto por
sí mismo. Las dotaciones de tierras a comunidades, por un
lado, y las adquisiciones de grandes propiedades por indivi‐
duos con dinero o influencia, por el otro, eran vistas por to‐
dos los actores como una confirmación de que la lucha se‐
guía valiendo la pena.
Esta historia es aún más compleja si consideramos ten‐
dencias a escalas estatal y municipal. En Sonora no había
tantos agraristas como en Michoacán, por ejemplo. En algu‐
nas regiones las víctimas de la violencia agraria se contaron
en los miles, en el marco de conflictos puntuados por asesi‐
natos en masa, destrucción de propiedades y otras formas
de brutalidad. En otros sitios las disputas agrarias no fueron
nada en comparación con las religiosas, que examinaremos
en el próximo capítulo, aunque sin duda ambas estaban co‐
nectadas. La estructura de la tenencia de la tierra cambió en
algunos lugares más que en otros, tuvo momentos de avan‐
ce para los campesinos, pero también retrocesos, y sería in‐
correcto decir que donde hubo más muertes a la larga hubo
mejores resultados para ellos. Oaxaca, estado sobre el que
hay excelentes estudios sobre violencia, caciquismo y pisto‐
leros, nos muestra que la dialéctica agraristas/ terratenien‐
tes puede simplificar las circunstancias. La diversidad cultu‐
ral y la fragmentación geográfica constituyeron factores pa‐
45
ra que la lucha tuviera bajas y altas después de la Revolu‐
ción. Los años veinte fueron de inestabilidad en el gobierno
estatal, pero eso no necesariamente incrementó la virulen‐
cia. En algunos lugares, como Juquila, Oaxaca, según James
Greenberg, ésta disminuyó inmediatamente después de la
Revolución, pero se disparó de nuevo en los cincuenta, con
el auge de los precios de café. En San Juan Mazatlán los fi‐
nes de los años treinta vieron un aumento notable en los
asesinatos y los ataques de guardias blancas. En éste y otros
distritos todos los involucrados portaban pistolas y los rifles
Máuser se hicieron más accesibles, lo que favoreció la alta
letalidad de las disputas, a pesar de la ausencia de un movi‐
miento agrarista tan fuerte como los de Veracruz o Micho‐
acán. Todavía en los setenta las tasas de homicidio eran
muy altas en Oaxaca, en parte por enfrentamientos entre
pueblos. La justicia estatal hacía poco o nada para combatir
la impunidad, por lo que algunas comunidades tomaban la
pacificación, o la justicia, en sus manos.
Los campesinos veían la distribución de fusiles como el
paso previo a la distribución de lotes. Las armas venían de
distintos lugares: algunas veces las facilitaba directamente
el ejército, otras se adquirían en los Estados Unidos, y otras
más simplemente fueron escondidas y recuperadas después
de la desmovilización posrevolucionaria. El hecho es que,
como dice Armando Bartra, los campesinos estaban arma‐
dos y las fuerzas agraristas podían contarse en las decenas
de miles de combatientes en varias regiones del país. Usar
las armas podía ser necesario para obtener una dotación de
tierras y era imprescindible para formar defensas ejidales a
fin de prevenir los contraataques de terratenientes u otras
comunidades.
Aunque no eran un movimiento coordinado nacional‐
mente, los agraristas tenían en común la evidencia de que el
Estado no podía quitarles de un plumazo la legitimidad de
su uso de la fuerza. Se veían a sí mismos como “luchadores”
dispuestos a usar esas armas y correr riesgos. No se trataba
46
simplemente de juntar rifles y reclutas. El éxito y la dura‐
ción de algunos jefes agraristas, como Heliodoro Charis, de
Juchitán, también se fundamentaba en la experiencia de
combate y la fama temible de sus hombres. Esta experiencia
podía haber sido adquirida durante la década revolucionaria
o en la pelea contra cristeros y otros rebeldes. Era, en todo
caso, una forma de capital político. A partir de 1940 el go‐
bierno trató de reducir la capacidad combativa de los cam‐
pesinos apoyándose en las fuerzas armadas y los caciques y
frenando el avance del reparto de tierra para proteger la
propiedad privada, pero la turbulencia en muchas zonas no
se disipó fácilmente. En San José de Gracia, como cuenta
Luis González, muchos ejidatarios fueron asesinados en esa
década, aunque los peores años habían sido 1935 y 1936.
Mientras los agraristas tomaban la ofensiva en algunos
lugares, los terratenientes adoptaban nuevas estrategias pa‐
ra defender y expandir sus propiedades. Algunos viejos ha‐
cendados sobrevivieron y otros vendieron sus tierras a com‐
pradores mejor conectados políticamente y, por lo tanto,
más aptos para resistir las embestidas campesinas. Entre es‐
tos nuevos dueños se encontraban comandantes que habían
participado en la Revolución y creían que su participación
en la gesta los hacía merecedores de la recompensa de con‐
vertirse en precisamente lo que sus soldados habían comba‐
tido. El más conocido y efímero de esos hacendados por re‐
compensa fue Pancho Villa, que tras la caída de Carranza
había recibido la hacienda de Canutillo, en Chihuahua, de
parte de Obregón y Calles. A Villa no le duró mucho el gus‐
to, pues los mismos sonorenses ordenaron su asesinato para
evitar que volviera a inmiscuirse en la política cuando se
veía venir la rebelión delahuertista. Para Obregón no hubo
nada más natural, después de la Revolución, que regresar a
Sonora a dedicarse al cultivo de garbanzo y otros productos
en sus propiedades, aunque al poco tiempo volvió para ser
candidato a la presidencia.
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Muchos otros generales recibieron tierras o dinero y se
convirtieron en terratenientes aún más propensos que sus
predecesores porfirianos a usar la violencia contra los cam‐
pesinos que los desafiaban. Así fue el caso de Gonzalo N.
Santos, en San Luis Potosí, quien solamente en 1926 adqui‐
rió dos mil hectáreas. Cuidar sus tierritas no le impidió se‐
guir participando en la política y tomar venganza desmem‐
brando al hombre que había matado a su hermano. Cedillo,
en el mismo estado, es un ejemplo de cómo las consignas
agraristas y el apoyo de las organizaciones campesinas po‐
dían reconciliarse con la acumulación de posesiones. En
otros casos, los terratenientes continuaron o expandieron
formas de coerción que habían probado su utilidad desde el
Porfiriato, como las defensas rurales al principio de la Revo‐
lución y, de manera más permanente, las llamadas guardias
blancas, que ahora no se limitaban a proteger propiedades y
podían pasar a la ofensiva.
Surgió en todo el país una creencia que ahora podía en‐
contrarse detrás de las acciones de campesinos y terrate‐
nientes: cuando se trataba de luchar por la tierra, el uso de
la fuerza era legítimo y, como la experiencia parecía confir‐
mar, frecuentemente era el primer capítulo de cualquier in‐
tento de asegurar un resultado favorable. En esta nueva cul‐
tura política de la violencia, los representantes del pueblo
oaxaqueño de Yiatepec oyeron con algo de sorpresa la reco‐
mendación de un funcionario del Departamento Agrario y
de un representante de la Confederación Nacional Campesi‐
na en la capital: si querían obtener resultados en su peti‐
ción, aparte de distribuir dinero entre los burócratas, debían
empezar por invadir las tierras que querían. Se trataba de
un uso estratégico de la violencia que buscaba efectos a cor‐
to plazo. Los participantes en estas causas no las veían co‐
mo una lucha para tomar el poder, sino que justificaban sus
actos apelando a identidades de clase o étnicas y a sistemas
de valores coherentes. En la práctica, que no siempre obede‐
ce a la ideología, la experiencia aún fresca del combate re‐
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volucionario se transmutó en una licencia para usar las ar‐
mas en defensa de esos valores.
La lucha armada por la tierra posrevolucionaria reflejaba
cambios en lo que significaba la política y en los recursos de
los que se valían los políticos, desde los niveles más presti‐
giosos en la capital hasta los más humildes en las comuni‐
dades rurales. La política se expandió, invadió con sus aspe‐
rezas la vida cotidiana y le puso un precio más alto a cual‐
quier desacuerdo. Para volver al ejemplo de Múgica en Mi‐
choacán: la vida cotidiana de docenas de comunidades cam‐
pesinas fue alterada por el “guion revolucionario”, como lo
llamó Christopher Boyer, de radicalismo ideológico y acción
directa. Esta nueva forma de hacer política produjo líderes
agraristas y caciques para quienes el uso de la fuerza era
moneda corriente. A escala de las relaciones interpersona‐
les, esa misma política se manifestaba en la desobediencia y
la inquina. El espacio para resolver pacíficamente desacuer‐
dos sobre cuestiones de interés común (cómo se iban a divi‐
dir las tierras del ejido, quién iba a controlar el paso del
agua a los sembrados, etcétera) se redujo, y la violencia se
convirtió en “una dimensión inevitable de la política”, para
citar a Paul Friedrich, un antropólogo que la estudió en el
pueblo michoacano de Naranja. En Juquila, Oaxaca, Green‐
berg podía asumir que cualquier persona involucrada en la
política portaba armas y que matar o ser objeto de asesinato
formaban parte de las reglas del juego.
Este tipo de violencia por la tierra era, a su manera, una
novedad. Los conflictos rurales tenían una larga historia en
México desde la época colonial, pero no con las característi‐
cas que se observarían en el siglo XX. Durante la colonia hu‐
bo muchas revueltas de pueblos, pero ninguna rebelión en
gran escala hasta 1810. El caos desatado por Hidalgo quedó
grabado en la memoria de las clases dirigentes, que, inde‐
pendientemente de su signo ideológico, se ocuparon de evi‐
tar o reprimir las rebeliones campesinas hasta que la pre‐
sión estalló un siglo después.
49
La lucha por la tierra del siglo XX era diferente, porque la
Revolución creó un nuevo lenguaje para formular los agra‐
vios de las comunidades rurales y contribuyó a la circula‐
ción de nuevas ideas sobre los derechos de los campesinos,
es decir, dio pie a una nueva manera de justificar el uso de
la fuerza. El artículo 27 de la Constitución expresaba una
idea de la soberanía del Estado sobre la propiedad que era a
la vez antigua, pues podía conectarse con la de los monar‐
cas españoles, y novedosa, pues les daba a los trabajadores
del campo el derecho a pedirle al gobierno nacional que le
quitara a la propiedad privada la inviolabilidad hasta enton‐
ces atribuida por conservadores y liberales. Influencias so‐
cialistas y anarquistas contribuyeron a esta crítica desde la
segunda mitad del siglo XIX.
En parte por su novedad, la ideología agrarista no era
unánime. Según Luis González, en San José de Gracia no
había agraristas autóctonos y la mayoría de los habitantes
despreciaba a esos alborotadores fuereños que esperaban
recibir tierras como si fueran dádivas sin ganárselas con su
trabajo. Aparte del moralismo, que bien podría teñir la me‐
moria de los informantes de González, es claro que la pro‐
piedad privada era la forma más legítima de posesión de la
tierra para los habitantes del pueblo. Obregón era sincero
cuando decía que en Sonora “no tenemos agraristas, a Dios
gracias”. Más que una fe abstracta en la bondad del capita‐
lismo, tales actitudes reflejaban la creencia de que los con‐
flictos sobre la propiedad de la tierra y el acceso a otros re‐
cursos podían resolverse mediante el sistema judicial. Hay
una tradición muy larga, en efecto, de pleitos entre pueblos
y haciendas que arranca en la colonia. En San José de Gra‐
cia buena parte del conflicto agrario de los treinta ocurre en
juzgados y ante funcionarios agrarios que no eran siempre
honestos, pero todavía ostentaban cierta autoridad.
El encono de las luchas por la tierra después de la Revo‐
lución era resultado de la incompatibilidad de las ideas de
justicia que sostenían diversos actores. En el distrito de Ju‐
50
quila, Oaxaca, había una justicia, informal, que los habitan‐
tes de los pueblos debían tomar en sus manos, y otra, ofi‐
cial, que tenía un precio muy alto y sólo algunos podían
comprar. Además del dinero y las conexiones políticas, la
falta de educación o de fluidez en el idioma español alejaba
aún más esa justicia oficial y letrada de la que concebían y
ponían en práctica esos habitantes de pueblos aislados. Esta
falta de acuerdo sobre la legitimidad de las normas no sólo
distorsionaba las disputas por la tierra, sino que también re‐
sultaba en que muchos crímenes no fueran investigados.
Para un padre cuyo hijo había sido asesinado y que antes
había sido falsamente acusado de otro crimen, acudir a las
autoridades implicaba un riesgo adicional y ninguna prome‐
sa de llegar a la verdad. En Oaxaca y en otros estados las
contradicciones entre las normas legales escritas y aquellas
asociadas con identidades indígenas podían ser irreconcilia‐
bles, y, por lo tanto, justificaban formas de poder político
como las de algunos caciques que navegaban entre esos dos
mundos normativos coexistentes en conflicto. La tensión
entre una idea absoluta de la propiedad privada y las tradi‐
ciones comunales de algunos pueblos le daba al agrarismo
un valor moral contrario al que le atribuían los habitantes
de San José de Gracia. Ante la ausencia de reglas del juego
que todas las partes respetaran, el uso de la fuerza era más
fácil de imaginar. Calificar esa violencia como justa o no, o
como política o criminal, era un asunto que involucraba una
pluralidad de sistemas normativos. Mientras el código penal
se enfocaba en los motivos y los mecanismos inmediatos a
un crimen, en algunas comunidades las transgresiones po‐
dían juzgarse considerando conflictos ya existentes, en un
marco cronológico más amplio y con resultados menos pu‐
nitivos, incluso en casos de asesinato. Lo que desde una
perspectiva contemporánea podemos calificar como impu‐
nidad, en un contexto local podía ser una consecuencia lógi‐
ca de antiguas rencillas que la sentencia de un juez nunca
lograría cancelar.
51
La violencia rural, en otras palabras, no era producto del
supuesto atraso de sus habitantes más pobres o marginados,
sino más bien de las tensiones entre diversos sistemas nor‐
mativos. Estos sistemas no se distinguían simplemente por
ser más o menos antiguos. Como señala Alan Knight, la vio‐
lencia era un aspecto de la modernización y no estaba nece‐
sariamente correlacionada con el subdesarrollo de algunos
lugares. No era el producto de la ausencia total de otros re‐
cursos para resolver los conflictos, como la justicia o las
elecciones, sino que coexistía con ellos. En la Juquila de me‐
diados del siglo XX, como en Morelos hacia fines del Porfiria‐
to, las transformaciones causadas por el aumento del valor
de un producto comercial, aquí el café, allá el azúcar, sim‐
plemente le daban el pequeño empujón final a una situación
tensa para que se tornara violenta. Para los chatinos de Oa‐
xaca, como para otras colectividades, era evidente que los
ciclos de violencia agraria no eran causados por un sistema
capitalista que desde hacía generaciones habían podido na‐
vegar, sino por disrupciones que combinaban varias causas
y actores. El dinero, las armas, las ideologías que de repente
estaban disponibles y la falta de un proceso judicial general‐
mente compartido alteraban el precario equilibrio en el que
coexistían distintas visiones de los derechos y la justicia. Es‐
tos conflictos violentos no necesariamente ocurrían entre
hacendados y campesinos, entre “gente de razón” e indios,
sino que también podían enfrentar a personas de la misma
clase social dentro de las comunidades. En fin: no se puede
reducir esta historia a una dicotomía de buenos y malos,
opresores y oprimidos, sin entender las ideologías que per‐
mitían considerar el uso de la violencia como una opción
racional donde se justificaban la muerte o la desposesión
del enemigo. Como veremos, no había nadie libre de culpa.
¿é significó todo esto en la práctica? Nuevas reglas or‐
ganizaban el uso de la fuerza en el marco de los conflictos
agrarios. Ésta ya no era el peligro global y frecuentemente
arbitrario que había definido los años de la guerra civil, pe‐
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ro las mismas armas y muchos veteranos de la Revolución
mantuvieron vivas las tácticas de combate que emergieron
durante aquel movimiento. La lucha armada por la tierra no
tuvo un claro principio o un final definitivo, ni hubo gana‐
dores y derrotados tan nítidos como en la guerra civil de la
década revolucionaria. Careció de grandes batallas, pero sí
hubo muchos encuentros que podríamos caracterizar como
personales: los antagonistas se conocían o vivían cerca, si
no es que en el mismo pueblo, y no podían fácilmente irse
para evitar problemas. La lucha agraria no era una guerra
donde un ejército trataba de desplazar a otro, sino un tipo
de lucha en el que ambas partes reivindicaban su derecho a
quedarse donde estaban.
Los vínculos que organizaban esta lucha incluían tanto la
familia como la amistad. En Naranja las facciones estaban
conectadas por el parentesco. A la muerte de un familiar
había que responder con la de uno de los adversarios. El en‐
cadenamiento de asesinatos no era simplemente una reac‐
ción emotiva, sino que respondía a un cálculo. De antema‐
no, cuando un grupo discutía la necesidad de cobrar el si‐
guiente muerto, lo hacía sobre la premisa de que la vengan‐
za tendría una respuesta. La amistad era tan importante co‐
mo la familia para hombres fuertes a los que el uso rutina‐
rio de la fuerza podía aislar de la comunidad y también era
un vínculo emocional muy fuerte que permitía circular los
beneficios de los puestos públicos. Las camarillas eran gru‐
pos cohesionados de esta manera, más importantes en vir‐
tud de que podían unir gente de distintas localidades para
ejercer influencia a nivel estatal, como Benjamin Smith lo
ha mostrado para Oaxaca.
En esas redes tan íntimas, la enemistad y el liderazgo po‐
dían expresarse de varias maneras antes de llegar a la vía de
los hechos. Saber hablar para convencer a posibles aliados
era una herramienta valiosa incluso para los más dispuestos
a rifársela. La intriga era tan efectiva como la retórica, en
particular cuando las discusiones abiertas podían ser peli‐
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  • 5. 4 D.R. © Historia mínima de la violencia en México Pablo Piccato Primera edición impresa, mayo de 2022 Primera edición electrónica, agosto de 2022 El Colegio de México, A.C. Carretera Picacho Ajusco núm. 20 Ampliación Fuentes del Pedregal Alcaldía Tlalpan 14110, Ciudad de México, México www.colmex.mx ISBN 978-607-564-353-3 (volumen 10) ISBN 978-607-564-173-7 (obra completa) ISBN 978-607-564-393-9 (electrónico) Impreso y hecho en México Conversión gestionada por: Simon and Sons ITES Services Pvt Ltd, Chennai, India. +91 (44) 4380 6826 info@simonnsons.com www.simonnsons.com cb Creative Commons
  • 7. 6 ÍNDICE Introducción Capítulo 1. Violencia revolucionaria Capítulo 2. Violencia por la tierra Capítulo 3. Violencia y religión Capítulo 4. Pistoleros y otros criminales Capítulo 5. Guerrilla y represión Capítulo 6. Violencia y negocios ilegales Capítulo 7. Toda violencia es violencia de género Bibliografía selecta Agradecimientos Sobre el autor
  • 8. 7 INTRODUCCIÓN Este pequeño libro es un esfuerzo por pensar la violencia de una manera clara y con una perspectiva histórica. Los mexicanos de hoy atravesamos cada jornada asediados por imágenes, temores y dolor causados por asaltos, homicidios y otras agresiones físicas y psicológicas que parecen venir al mismo tiempo de todas direcciones. Esto causa que “la violencia” sea un concepto vago con muchos posibles signi‐ ficados simultáneos, los cuales, se asume, todos deberíamos conocer de primera mano. Parece habitar tanto en las más simples interacciones cotidianas (entrar y salir de un vagón de metro) como en las teorías más abstractas sobre el poder político (las bases del Estado o las causas de la Revolución). Debido a esa falta de claridad en nuestra discusión sobre la violencia, uno diría que el fenómeno no tiene historia. Mu‐ chos piensan que nunca ha sido la violencia tan aguda como ahora y paralelamente creen que México es un país violento desde siempre. El resultado del rechazo a la violencia, que todos comparten, es que parezca de mal gusto otorgarle la dignidad de tener una historia, pues es más fácil pensarla como el producto de impulsos psíquicos desviados o de la corrupción del poder político que como una relación entre personas persistente en sus efectos pero que se transforma con el tiempo. Reconocer la urgencia del presente nos obliga a distan‐ ciarnos de él. Por eso las páginas de los capítulos siguientes están escritas en pretérito, aunque los fenómenos que des‐ criban nos parezcan familiares. Si apartamos por un mo‐ mento la indignación que provoca ver la situación actual del país, podemos llegar a una mejor definición de lo que deci‐ mos cuando hablamos de violencia. Esta claridad histórica nos permite apreciar las diferentes formas que adopta en nuestra experiencia; distinguir sus causas y efectos específi‐ cos, y, eventualmente, considerar la posibilidad de que, así como la violencia ha cambiado en nuestro pasado, posible‐
  • 9. 8 mente en el futuro deje de ser esa fuerza que hoy nos ase‐ dia. La violencia es un fenómeno social, es decir, sólo ocurre en las interacciones entre seres humanos y entre éstos y otros animales. Los seres humanos determinan la violencia. Puede ser premeditada o un impulso reflejo, pero siempre aparece en situaciones donde predominan —o acaban pre‐ dominando— intercambios no violentos. No existe un esta‐ do permanente de guerra, como lo imaginaba Hobbes. La violencia siempre tiene un contenido moral, pues tanto los que la usan como los que la sufren la entienden en el senti‐ do de ser una decisión susceptible de ser juzgada como bue‐ na o mala. Es un acto que no puede explicarse aislado de otras relaciones sociales: en mayor o menor medida, la vio‐ lencia es parte de los vínculos que unen y separan a las per‐ sonas según su clase, su género o cualquier otra forma de distinción. Así, por ejemplo, el uso de la violencia en las re‐ laciones laborales ha cambiado según la época y el lugar. Mientras que la esclavitud estaba basada sobre todo en el uso directo de la fuerza, en los latigazos del capataz y la res‐ tricción de los movimientos, el capitalismo contemporáneo se fundamenta teóricamente en un acuerdo voluntario don‐ de el patrón y el trabajador aceptan intercambiar el dinero del primero por el tiempo y el esfuerzo del segundo. La vio‐ lencia se asoma cuando ese acuerdo tiene que ser negociado y cuando los trabajadores intentan hacerlo de manera colec‐ tiva: huelgas y represión patronal marcan la historia del mundo del trabajo con mayor frecuencia que la habida en las rebeliones de esclavos, a pesar de que en las relaciones cotidianas entre empleadores y obreros la fuerza bruta es menos frecuente que aquella que subyuga a los esclavos. Puede ser política o criminal, militar o civil, pero ese estatus no deriva de sus características internas, sino del juicio de quienes la justifican o condenan. La violencia es un fenómeno material, es decir, entraña la destrucción (total o parcial) del cuerpo y las posesiones de
  • 10. 9 la víctima. Como un acto material, su eficacia depende fun‐ damentalmente de las herramientas que emplea. El siglo XX fue testigo de un desarrollo tecnológico revolucionario y también de las guerras más mortíferas jamás vistas. Desde la bomba atómica hasta las balas de los escuadrones de fusi‐ lamiento, la tecnología multiplicó la capacidad destructiva de los actores sociales. El acto de accionar un gatillo tiene consecuencias muy distintas al tratarse de una pistola de calibre 22 o de un rifle de calibre 50. El efecto de una bala de pequeño calibre con coraza dura, que puede rebotar en el interior del cuerpo antes de salir, difiere en mucho del de una bala expansiva que a alta velocidad llega como una ex‐ plosión en los tejidos blandos. La disponibilidad de atención médica y de antibióticos cambia radicalmente la mortalidad de casi cualquier proyectil. El hecho de que la violencia sea material no significa que no podamos hablar de sus efectos simbólicos y psicológicos. Ambas dimensiones siempre van unidas: así como el insulto busca degradar, su referencia implícita es un acto posible de violencia; así como las heridas afectan a la víctima directa, siembran el temor entre los testigos. Al considerar la vio‐ lencia como un acto también simbólico, podemos entender mejor por qué es necesario explicarla como una relación so‐ cial. Al herirse, insultarse o amenazarse, los seres humanos establecen vínculos de corto y largo plazo. En lo inmediato, el bastonazo de un policía antimotines o el gas lacrimógeno pueden obligar al manifestante a retroceder. Hay, pues, una dimensión comunicativa en la violencia que va más allá de sus fines instrumentales inmediatos. Como afirma Rita Se‐ gato, “es poco habitual el delito que utiliza la fuerza estric‐ tamente necesaria para alcanzar su meta. Siempre hay un gesto de más, una marca de más, un rasgo que excede su fi‐ nalidad racional”. En el caso de la violencia política, esa fun‐ ción comunicativa es aún más importante, pero su mecanis‐ mo básico ya está en la intimidad de la violencia de género o en el anonimato del asaltante callejero.
  • 11. 10 Según Hannah Arendt, es casi imposible predecir los efectos a largo plazo de la violencia. Puede ser racional el empleo de la violencia en lo inmediato: el policía antimoti‐ nes tal vez logre despejar una avenida, pero, con el paso de los días, quizá su acción fortalezca las protestas y debilite al gobierno del que toma órdenes. La represión tal vez le cues‐ te popularidad a un régimen, igual que puede acallar a sus críticos. Lo irracional está en pensar que es posible adivinar el futuro. Ésa fue la lección de la masacre del 2 de octubre de 1968 para los contemporáneos que supieron de ella. Para muchos parecía mejor aceptar temporalmente el autoritaris‐ mo del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y buscar re‐ formas graduales “desde adentro”, aunque significaran la continuidad de un régimen que no aceptaba la democracia plenamente. Pero muchos otros rechazaron ese razonamien‐ to. Las imágenes que circularon sobre los hechos en Tlate‐ lolco y los testimonios de quienes lograron escapar o sobre‐ vivir después de ser detenidos tuvieron un efecto poderoso en los años siguientes. Algunos decidieron que sólo la lucha armada podía obligar al régimen a aceptar la disidencia o a hacer algo por atender a quienes no se habían beneficiado del milagro económico. Como Franz Fanon, estaban con‐ vencidos de que un régimen basado en la violencia sólo en‐ tendería lo que se le decía mediante la violencia. La insur‐ gencia armada no tendría el mismo éxito en México que en Argelia, desde donde escribió Fanon, pero eso no lo sabían quienes en México quisieron emular la estrategia que llevó al triunfo a la Revolución en Cuba en 1959. Pensaban que con violencia, disciplina y sentido táctico, como lo habían hecho el Che Guevara y Fidel Castro, podrían remontar la desventaja material, lograr el triunfo y efectuar un cambio político y social de largo plazo. La observación de Arendt resulta válida aquí también. Mientras que Castro logró establecer un régimen socialista de extraordinaria duración, si bien basado en otro tipo de violencia represiva, en México la guerrilla de los sesenta y
  • 12. 11 setenta fue derrotada por las fuerzas del Estado, que captu‐ raron, torturaron, desaparecieron o mataron a un número todavía no establecido de víctimas. ¿Podemos afirmar que esas víctimas lograron la democracia con su sacrificio? El PRI no se convirtió en una dictadura y, como argumentan otros historiadores, la guerrilla obligó al régimen a abrir la puerta a reformas electorales que treinta y dos años después culmi‐ naron en su salida de la presidencia. La enorme moviliza‐ ción de estudiantes interrumpida el 2 de octubre obligó al gobierno de Luis Echeverría a abrir espacios a la crítica y ampliar el acceso a la educación superior, lo que más tarde dio pie a nuevas generaciones que vendrían a consolidar un Estado más democrático. O, por el contrario, como muchos alegan con evidencia también convincente, la represión contrainsurgente de Gustavo Díaz Ordaz, Echeverría y sus sucesores creó un aparato de seguridad definido por la im‐ punidad, la brutalidad y la corrupción. Unos pocos años más tarde ese aparato jugaría un papel en el crecimiento del crimen organizado y la aparición de otros tipos de violen‐ cia. Es imposible decidir con certidumbre si sólo una de es‐ tas interpretaciones de la violencia de los sesenta y sus efec‐ tos es la correcta. Sí podemos decir que los agentes del Esta‐ do Mayor presidencial que disparaban sobre la Plaza de las Tres Culturas desde el edificio Chihuahua y los soldados que detuvieron a los estudiantes para llevarlos al Campo Militar Número 1 no tenían la manera de saber, como tam‐ poco sus superiores —aunque creyeran saberlo—, cuáles se‐ rían las consecuencias de sus actos en los años siguientes. Esa incertidumbre de la violencia es una premisa de este libro. En lugar de aventurar una hipótesis sobre sus efectos acumulativos o postular la existencia de un poder que todo lo sabe y lo puede detrás de la represión o el crimen, las si‐ guientes páginas describirán las distintas formas que tomó la violencia —o, mejor dicho, las violencias— en la historia de México durante la última centuria. Se trata de describir no cómo creó el México contemporáneo sino cómo distintos
  • 13. 12 tipos de violencia emergieron durante ese lapso en México, sin postular una relación causal entre cada una de ellas, pe‐ ro sí la contingencia de los factores que las causaron. Lo anterior no quiere decir que la violencia era meramen‐ te un síntoma de anomia social. Por el contrario, como vere‐ mos, cada manifestación de la violencia respondía a un sis‐ tema de valores más o menos coherente y autónomo de los demás. Como toda relación humana, tenía un contenido moral. Múltiples actores sociales podían simultáneamente usar la violencia y argumentar que lo hacían legítimamente. No todos estos sistemas normativos eran legales, o preten‐ dían serlo, pero todos incluían una justificación de la vio‐ lencia. Por lo tanto, la historia de las prácticas de la violen‐ cia es también la de sus cambiantes explicaciones. El orden cronológico de los capítulos que siguen sirve para proponer la urdimbre de tales usos y justificaciones a lo largo del últi‐ mo siglo. Al recorrer esa historia desde una perspectiva nacional, no estamos diciendo que la historia de México es esencial o particularmente violenta. Los estereotipos sobre los mexica‐ nos como una “raza” a la que no le importa la muerte no son más que eso: imágenes falsas que atribuyen característi‐ cas comunes de una colectividad inexistente como se la plantea. La violencia es una relación entre personas, no una cosa en sí misma. Ello también puede decirse de la nación. Por lo tanto, este libro recorrerá los tipos de violencia que dominaron la experiencia de los mexicanos durante un si‐ glo, pero no postulará que se trató de una misma fuerza me‐ tamorfoseada con el paso del tiempo, o que un tipo de vio‐ lencia (por ejemplo, el usado por los revolucionarios hace cien años) necesariamente resultó en otro tipo (la religiosa). El último capítulo, el cual funciona también como conclu‐ sión, propone una perspectiva común que puede ayudarnos a enfrentar el presente, aunque sin proponer una explica‐ ción causal generalizada. En otras palabras, usar la violencia es una decisión de personas que también podrían optar por
  • 14. 13 no usarla y que, al tomarla, no están respondiendo a un im‐ pulso inconsciente o ancestral causado por haber nacido en México o en otro lugar. La guerra, las luchas por la tierra, el crimen, el abuso doméstico o sexual, la represión estatal o la insurgencia política fueron parte importante de la historia general de México durante estos cien años, pero, al exami‐ nar estos actos en detalle (en la medida en que lo permite la brevedad de esta colección), sólo estamos leyendo una míni‐ ma parte de la historia del país. Como el sociólogo Norbert Elias escribió, tan importante como entender por qué y có‐ mo las sociedades humanas caen en las garras de la guerra o se acostumbran a resolver sus conflictos mediante los duelos es entender por qué la mayor parte del tiempo no lo hacen. La pregunta vale para el México contemporáneo hoy más que nunca. Por eso es importante aclarar aquí de entra‐ da que las siguientes páginas, teñidas de sufrimiento y no poca crueldad, no son más que un espejo sucio y distorsio‐ nado de una realidad más grande donde los mexicanos han sabido multiplicarse, convivir en solidaridad y continuar la lucha pacífica por un país más justo.
  • 15. 14 CAPÍTULO 1 VIOLENCIA REVOLUCIONARIA Las historias de la Revolución escritas desde los primeros momentos del levantamiento de Madero en 1910 la han ex‐ plicado como una consecuencia de la violencia recurrente en que se apoyaba el régimen de Porfirio Díaz. Desde 1876 el dictador fue consolidando una autoridad que hacía de las elecciones un ritual sin valor alguno para la mayoría de los ciudadanos y que facilitaba la concentración del poder eco‐ nómico y el control social en manos de unos pocos. Se des‐ pojaba a pueblos enteros de sus tierras, mientras indígenas o prisioneros comunes eran enviados casi como esclavos a plantaciones en el sur; en las ciudades se hostilizaba a pe‐ riodistas y opositores de mil maneras, no todas legales. Por esa razón ni siquiera los observadores más desconfiados de la movilización popular que arrancó con la última reelec‐ ción de Díaz podían negar que la dictadura había contribui‐ do a crear lo que ahora ellos veían como masas “embruteci‐ das” que merodeaban por los campos y las ciudades destru‐ yendo a su paso todo lo que había de civilizado después de tres décadas de “paz”. Tal era el caso, por ejemplo, de Ma‐ riano Azuela, quien en su novela de 1915 Los de abajo dejó un retrato indeleble de una revuelta popular que era, al mis‐ mo tiempo, caótica y profundamente enraizada en la vida social. En una escena las tropas que seguían a Demetrio Macías cargaban contra una posición elevada desde donde las ametralladoras de los federales habían dejado “un tapiz de cadáveres”. Pero los revolucionarios atacaban a los solda‐ dos con velocidad, los acuchillaban, lazaban las ametralla‐ doras “cual si fuesen toros bravos”. Al final la ladera “estaba cubierta de muertos, con los cabellos enmarañados, man‐ chadas las ropas de tierra y de sangre, y en aquel hacina‐ miento de cadáveres calientes, mujeres haraposas iban y ve‐ nían como famélicos coyotes, esculcando y despojando”. Pa‐ ra otro personaje, un oficial revolucionario, la imagen retra‐
  • 16. 15 taba “la psicología de nuestra raza, condensada en dos pala‐ bras: ¡robar, matar!”. Pero esa violencia que los observadores educados veían como pura destrucción empezó como una restauración de la justicia. Así, por ejemplo, la violencia original de la dictadu‐ ra explica por qué los campesinos de Morelos decidieron sa‐ car del lugar seguro donde las guardaban las armas que sus mayores habían usado para pelear en los años de la Refor‐ ma y la Intervención Francesa. Las viejas carabinas serían usadas ahora en la defensa de un orden que la moderniza‐ ción dictatorial estaba destruyendo. Los campesinos que si‐ guieron a Emiliano Zapata pensaban que la Revolución contra Díaz les daba la oportunidad para reocupar y defen‐ der las tierras que les pertenecían legítimamente, pero les habían sido arrancadas por los hacendados mediante ma‐ niobras pseudolegales y coerción. Como explica John Wo‐ mack, ante cualquier resistencia, hacendados y administra‐ dores respondían “de manera privada, local y brutal, que so‐ lía consistir en una buena paliza o, a veces, en asesinatos”. El gobierno también podía detener a quienes trataban de frenar el despojo mediante vías legales y mandarlos a una muerte casi segura en las plantaciones del sur. Para esos morelenses, como para muchas otras comunidades que se fueron levantando en armas en los meses posteriores al lla‐ mado a la rebelión de Francisco I. Madero en el Plan de San Luis de 1910, la Revolución tenía un significado primordial‐ mente local, pero no tenía nada de caótica. Sus dirigentes se prepararon para la represión. Antes de darse de balazos y machetazos con los rurales, guardias blancas (empleados ar‐ mados de las haciendas) y soldados que los ricos mandaban para quitarles sus tierras, los levantados atacaron puestos militares o policiales y cascos de haciendas para hacerse de armas, pero sin entablar una batalla formal, y aumentaron su capacidad de combate sin esperar que desde el norte la coalición maderista coordinara los esfuerzos a nivel nacio‐ nal.
  • 17. 16 No debe crearse un estereotipo a partir de este gesto re‐ belde que en Morelos encontró su ejemplo más emblemáti‐ co. Las reivindicaciones agrarias eran importantes en todas las áreas que se levantaron con Madero, incluido el norte, pero las formas que adoptó la rebelión desde el principio fueron múltiples y no siempre eficaces. La falta de armas obligaba a los primeros rebeldes a atacar localidades peque‐ ñas y aisladas, a dispararles a las defensas del gobierno mientras alcanzaban las balas, y luego a escapar al monte. Los federales tenían artillería que los rebeldes en algunos casos trataban de contrarrestar con cartuchos de dinamita robados en las minas, pero que generalmente evitaban dis‐ persándose. En ambos bandos armas de marca o improvisa‐ das frecuentemente fallaban y causaban heridas a quienes las operaban. Lo que les faltaba en números y poder de fue‐ go a los rebeldes lo compensaban, como las tropas de Ma‐ cías, en velocidad, conocimiento del terreno y temeridad. Más allá de esta asimetría, en distintas regiones del país la rebelión maderista dio lugar a una gran diversidad de for‐ mas insurreccionales. En muchos lugares ofreció una opor‐ tunidad para saldar viejas cuentas creadas por las pequeñas tiranías de los jefes políticos contra rancheros. Más que de‐ fender el acceso colectivo a tierras, montes y aguas, éstos querían libertad para prosperar y ejercer el grado de in‐ fluencia política al que sentían tener derecho como ciudada‐ nos independientes. Al tratarse de esta clase media rural, los motivos agrarios no eran tan notables. En el pueblo de Pisaflores, en Hidalgo, tanto los maderistas como sus adver‐ sarios eran terratenientes. En esas rebeliones serranas la política se podía mezclar con las enemistades personales, con resultados explosivos. Un ranchero de Zacatecas retra‐ tado por Azuela explicaba su decisión de levantarse como el resultado de un incidente en un día de mercado cuando los lugareños la pasaban bien tomando “una copita” y cantando hasta que la hostilidad de la policía se hizo intolerable: ¡Claro, nombre, usté no tiene la sangre de horchata, usté lleva el alma en el cuerpo, a usté le da coraje y se levanta y les dice su justo precio! Si enten‐
  • 18. 17 dieron, santo y bueno, a uno lo dejan en paz, y en eso paró todo. Pero hay veces que quieren hablar ronco y golpeado… y uno es lebroncito de por sí… y no cuadra que nadie le pele los ojos… Y sí, señor; sale la daga, sale la pisto‐ la… Y, luego, ¡vamos a correr la sierra hasta que se les olvida el difuntito! Historias semejantes eran clave para el rápido ascenso y el liderazgo de jefes revolucionarios como Pancho Villa, a quienes sus hombres conocían por su capacidad con las ar‐ mas y su valor personal. En algunos casos, como el de la familia Santos, en San Luis Potosí, esa decisión inicial de tomar las armas contra las autoridades involucró a padre, hijos, parientes, vecinos y trabajadores en el rancho. Las bandas revolucionarias que así se formaron adquirirían mayor o menor importancia se‐ gún el oportunismo, las conexiones y la capacidad estratégi‐ ca de sus líderes. Los rifles y pistolas que usaban también podían ser mejores que las armas blancas, carabinas y esco‐ petas con pocas municiones de los primeros rebeldes. Había los que echaban mano a rifles Winchester 30-30, los Máuser usados por el Ejército Federal, las pistolas de gran calibre (Smith and Wesson 32) y las balas expansivas, que destruían huesos, músculos y órganos internos. Las divisiones revolu‐ cionarias también acumulaban granadas y cañones. Como señala Jorge Aguilar Mora, la Revolución potenció el efecto de nuevas tecnologías en las armas de fuego que transfor‐ maron los efectos del combate y los hicieron más visibles: la pólvora ya no despedía humo y era capaz de triplicar el al‐ cance de balas de acero que los fusiles de repetición dispa‐ raban más rápidamente. Así podían tener efecto a más de medio kilómetro de distancia y al mismo tiempo ocultar el origen de los disparos. Las bandas de revolucionarios serra‐ nos recurrían a una variedad de formas de ataque que en sí mismas expresaban las razones que las inspiraban. Al grito de “Viva Madero” o “Muera el mal gobierno”, caían de sor‐ presa sobre destacamentos federales, haciendas y hogares de enemigos, y concluían con la ejecución de oficiales, poli‐ cías o soldados, o su reclutamiento “voluntario” en las fuer‐ zas rebeldes. Los enemigos podían definirse por una historia
  • 19. 18 de opresión de clase, pero, fundamentalmente, por su anta‐ gonismo con el líder y sus seguidores. La satisfacción de aquél podía darse con la expropiación o la venganza por ofensas que habían ocurrido antes de la Revolución. Otro rasgo común entre estos grupos revolucionarios tempranos era la adhesión a la causa democrática de Made‐ ro. Madero es una figura paradójica para la historia de la violencia revolucionaria. Su temperamento lo hacía recha‐ zar el uso de la fuerza, en parte porque él mismo había he‐ redado, como hijo de una familia rica de Coahuila, todas las ventajas de la modernización porfiriana, desde la cercanía a la élite política de los científicos hasta la posibilidad de es‐ tudiar en los Estados Unidos y tener acceso a una cultura cosmopolita. Madero sostenía que la mejor manera de lo‐ grar una transición pacífica después de la inevitable salida de Díaz era mediante elecciones abiertas y limpias. Cuando el régimen frenó su candidatura, Madero decidió que no ha‐ bía más remedio que llamar al pueblo a tomar las armas, aunque sobre la premisa de que la rebelión continuaría la movilización democrática urbana que había caracterizado a su campaña electoral, y, por lo tanto, el combate podría ser minimizado al servicio de la transición democrática. Pero había una brecha entre lo que Madero pensaba que debía suceder con esa rebelión y lo que los rebeldes que poco a poco lo siguieron entendían que significaba ese llamado. Los primeros momentos de la insurrección convocada para el 20 de noviembre de 1910 contrastaron con el movimiento popular que meses más tarde llevaría a la caída del dictador. Unos días antes del 20 de noviembre el combate había em‐ pezado en la ciudad de Puebla de una manera que no carac‐ terizaría la rebelión posterior. La casa de Aquiles Serdán, quien preparaba un levantamiento urbano, fue rodeada por fuerzas policiales que se habían enterado de sus preparati‐ vos. Serdán y varios otros maderistas murieron en el lugar después de un intercambio de balazos. La lección era clara: el levantamiento no prosperaría en un espacio urbano don‐
  • 20. 19 de la presencia del gobierno era fuerte y donde los rebeldes no tenían el apoyo de las clases trabajadoras. Madero cruzó la frontera de los Estados Unidos, desde donde coordinaba el levantamiento, para descubrir que no lo esperaba ningún contingente significativo, ni seguidores ni enemigos. La in‐ surrección empezaría sin mucha sincronía en distintos luga‐ res del país hasta que las fuerzas rebeldes del norte conver‐ gieron en Ciudad Juárez en abril de 1911, donde asestaron al ejército federal su primera derrota en gran escala, la cual llevó a la renuncia de Díaz. Era obvio desde el principio que el gobierno no daría tre‐ gua o garantías legales a los rebeldes. En el caso de los Ser‐ dán y otros rebeldes, la policía no tuvo empacho en usar prácticas que habían quedado bien establecidas desde el si‐ glo XIX en las campañas contra los bandidos rurales. Éstas incluían la llamada ley fuga, en la cual los prisioneros eran ejecutados sin juicio previo y con el pretexto de que inten‐ taban escapar. El término “ley fuga” es irónico y se parece al usado en otros países. En el contexto de 1910 significaba es‐ pecíficamente que había algo de legítimo en la ejecución de los prisioneros, aunque contraviniera las leyes penales y de la guerra. ien tomara las armas no debía esperar ninguna piedad de parte del enemigo. Los revolucionarios, a su vez, podían justificar así un tratamiento cruel contra los oficiales del ejército y en muchos casos también contra los “pelones”, como llamaban a los soldados rasos. Gonzalo N. Santos, de los Santos de San Luis Potosí, que luego se convertiría en cacique estatal, dejó en sus memorias varios ejemplos de la violencia puesta en juego por la rebelión. Después de una acción contra los huertistas en la Huasteca, Santos vio heri‐ do a un “maldito huertista” que había “asesinado al princi‐ pio de la Revolución, a sangre fría, a cien pobres indios huastecos”. Lo derribó “y sin bajarme del caballo, con el 30- 30, le metí un balazo expansivo en la cabeza que le sacó los sesos”. A sus compañeros les explicó después que “no lo hi‐
  • 21. 20 ce por compasión para que no sufriera, lo rematé, además, por pasión revolucionaria”. La guerra civil empezó poco a poco con escaramuzas en el campo o la sierra, intercambios de balazos que demostra‐ ban la cautela de las partes y no resultaban en muchas ba‐ jas. Los rebeldes podían atacar una hacienda o una presi‐ dencia municipal y retirarse antes de que llegaran las fuer‐ zas del gobierno. Podían hostigar a los destacamentos fede‐ rales y luego escapar. Mientras sus movimientos eran velo‐ ces en terrenos difíciles, los rebeldes se hacían cargo de ha‐ cer más lentos los del enemigo destruyendo vías de tren, re‐ des de telégrafos y teléfonos, y puentes. Esto permitía atraer a las fuerzas regulares a un lugar donde se les pudie‐ ra atacar por sorpresa y luego cerrar las rutas de escape, usualmente desde una altura que daba ventaja en el inter‐ cambio de fuego y una retirada segura si era necesario. Cuando funcionaban bien estas “encerronas”, podían causar muchos muertos al enemigo, y era posible para los revolu‐ cionarios apoderarse de las armas y municiones de los pelo‐ nes. Gracias a los esfuerzos y el capital de Madero y a la ha‐ bilidad de sus seguidores para cruzar la frontera sin ser de‐ tectados, las fuerzas revolucionarias en el norte fueron ad‐ quiriendo más y mejores armas. En algunos casos lograron usar la artillería y ametralladoras de los propios federales. Pero los recursos más efectivos que emergieron en esos días fueron la movilidad y la sorpresa de grupos de combatientes más grandes. Ésa fue la clave de la caída de Ciudad Juárez, que fuerzas bajo el mando de Pascual Orozco y Pancho Villa consiguieron al entablar combate y entrar en la ciudad sin esperar órdenes de Madero En ese momento de triunfo salieron a relucir las diferen‐ tes visiones sobre el tipo de castigo que era legítimo usar contra el enemigo. Mientras Madero decidía que era sufi‐ ciente con la rendición de los federales y la negociación de un periodo de transición, Orozco y Villa querían ejecutar a los comandantes y desarmar a la tropa. Ambos jefes exigían
  • 22. 21 particularmente el castigo de un comandante federal que había ejecutado soldados revolucionarios con bayonetas, práctica que los revolucionarios no usaban con los soldados federales. Madero se negó a aceptarlo y firmó acuerdos con representantes de Díaz que detenían el impulso de la Revo‐ lución. El desacuerdo no era sólo una cuestión de encono contra los oficiales federales, sino que también representaba dos ideas diferentes sobre lo que la violencia significaba en la lucha contra el antiguo régimen y sus herederos. Tal contradicción no se resolvió en ese momento, y mu‐ chos contemporáneos interpretaron la tibieza de Madero como la causa de una segunda fase revolucionaria mucho más sangrienta. Según dicen, Porfirio sentenció que Madero había “soltado el tigre” y no podría controlarlo. Ciertamen‐ te, Díaz se había encargado de mantener al tigre hambriento y enojado. Otros miembros de la élite temían la anarquía, porque todavía albergaban la memoria colectiva del descon‐ trolado levantamiento de Hidalgo en 1810. Martín Luis Guz‐ mán acuñó la expresión de “la fiesta de las balas”, que carac‐ teriza muy bien los años revolucionarios. Sin embargo, defi‐ nir a la Revolución por su violencia descontrolada es enga‐ ñoso. La mortalidad y la virulencia del combate cambiaron a medida que los distintos grupos entendían su propia causa como la venganza o el castigo de los actos del enemigo, más allá de los objetivos democráticos definidos por Madero. Las tácticas mismas en el campo de batalla fueron así modifi‐ cándose y causando efectos cada vez más destructivos para combatientes y civiles. Los jefes de las fuerzas antirreelec‐ cionistas intentaron mantener la disciplina necesaria para evitar saqueos y respetar a extranjeros, y para no fusilar a los prisioneros ni usar balas expansivas. Cuando tomaban posesión de una hacienda o una mina, daban a cambio reci‐ bos. Pero esos controles se deterioraron paulatinamente, igual que los que protegían las vidas de los civiles. La mayor parte de las víctimas cayó cuando la Revolución se había convertido en una verdadera guerra civil, es decir, en un en‐
  • 23. 22 frentamiento entre ejércitos altamente organizados y bien equipados que buscaban controlar todo el país. La idea de que el pueblo era un tigre, impredecible y sal‐ vaje, según “la psicología de nuestra raza”, no toma en cuenta un aspecto de esta historia que para sus contempo‐ ráneos se hizo evidente después del triunfo de Madero: la fase más violenta de la Revolución empezó con la “pacifica‐ ción” que siguió a ese triunfo, y sólo después se multiplicó con la lucha entre facciones revolucionarias. Durante el go‐ bierno interino de Francisco León de la Barra y con Madero ya presidente, el ejército federal, sus aliados y otros defen‐ sores del orden porfiriano empezaron a desarmar a las tro‐ pas rebeldes invocando los acuerdos de Ciudad Juárez, a de‐ volver las tierras tomadas por los pueblos y a castigar a los insurrectos que parecían más peligrosos. Para los habitantes de Morelos, esto fue el inicio de una campaña particular‐ mente agresiva que durante el resto de la década les costa‐ ría muchas vidas y grandes trastornos a los habitantes de las zonas donde Zapata tenía presencia. En la memoria de los habitantes del estado, el incendio de pueblos enteros era culpa de enemigos que no se distinguían entre sí, fueran maderistas, federales o, después, carrancistas. En el norte, Orozco se levantó en 1912 contra el que había sido su co‐ mandante en Ciudad Juárez, Madero, a quien desde enton‐ ces veía como un potencial enemigo, y fue derrotado por las fuerzas federales, que esta vez no se iban a dejar sorprender tan fácilmente. Los federales ahora contaban con la ayuda de fuerzas revolucionarias convertidas en defensas rurales en algunos estados del norte. Un signo del renovado empe‐ cinamiento del ejército, aparte de las ejecuciones de los oro‐ zquistas, fue el suicidio del general José González Salas, cu‐ ya derrota en la batalla de Rellano lo había deshonrado. El general que remplazó a Salas fue Victoriano Huerta, un ve‐ terano de las campañas porfiristas contra grupos indígenas y un oficial ya entonces conocido por su eficacia y falta de escrúpulos. Meses después de la derrota de Orozco, Huerta
  • 24. 23 dio un golpe de Estado contra Madero y le aplicó la ley fu‐ ga, junto al vicepresidente José María Pino Suárez, afuera de la penitenciaría de la Ciudad de México. Esto ocurrió en febrero de 1913, durante la llamada Decena Trágica, mo‐ mento que se convertiría en un parteaguas en la historia re‐ volucionaria. La escala y la militarización de la violencia política aumentaron. Dos características de las nuevas mo‐ dalidades de la violencia merecen un acercamiento. Una es de índole moral y la otra tiene que ver con la experiencia de los civiles. La primera, por supuesto, fue la traición a Madero, a quien Huerta debía supuestamente defender frente a una rebelión iniciada por Bernardo Reyes y otros militares. La sorpresa aumentó con la brutalidad con la que fueron trata‐ dos hombres cercanos al depuesto presidente, como Gusta‐ vo A. Madero, torturado y ejecutado con crueldad por feli‐ cistas en el cuartel de la Ciudadela. Para Pancho Villa, que en ese momento estaba en la cárcel porque Huerta lo había acusado de robar unos caballos y que escapó justo a tiempo, la traición a Madero demostró lo que ya pensaba en Ciudad Juárez, en mayo de 1911: a los federales traicioneros era ne‐ cesario eliminarlos para que la Revolución triunfara de ver‐ dad. Vengar al apóstol y mártir de la democracia, Madero, se convirtió en el sentimiento compartido por Villa y los otros jefes revolucionarios que entonces tomaron las armas nue‐ vamente. La campaña ya no tenía nada que ver con pronun‐ ciamientos como el de 1910 —el cual dosificaba la violencia para permitir una negociación exitosa— y se parecía más a una guerra total como las que ocurrían en otras partes del mundo, en una escalada que culminó con las dos guerras mundiales. Pero mientras que en esas guerras el nacionalis‐ mo permitía deshumanizar al adversario y buscar su derrota total, en México se combinaban la indignación moral con el racismo para definir al enemigo. Muchos veían la traición de Huerta como el pago por la traición inicial de Madero hacia los revolucionarios de la primera hora mediante el
  • 25. 24 pacto de Ciudad Juárez. La campaña del general Juvencio Robles contra los zapatistas se apoyó en imágenes que cir‐ culaban en la prensa desde 1910 y según las cuales los in‐ dios mexicanos no eran más que una partida de salvajes y bandidos que mal podían considerarse humanos. Bajo esas concepciones racistas, la violencia del ejército federal en Morelos bien podría llamarse hoy genocida. Pero asimismo había racismo entre las filas revolucionarias contra los in‐ migrantes chinos, como veremos, y contra los indios del no‐ reste que luchaban con algunas de las facciones. El levanta‐ miento contra Huerta era distinto del movimiento de 1910 también desde el punto de vista de la táctica y la estrategia militares. La colaboración de exrevolucionarios “irregula‐ res” con tropas federales contra los orozquistas en 1912 per‐ mitió la transmisión de conocimientos que fueron muy úti‐ les para los revolucionarios de 1913, como el uso de la arti‐ llería y la infantería. La segunda razón por la cual la Decena Trágica fue un momento clave en la historia de la Revolución fue porque entonces comenzó la población urbana a experimentar la guerra civil en carne propia y de manera generalizada. El golpe contra Madero se coordinó con una rebelión militar en la Ciudadela liderada por Félix Díaz. Huerta y otros ofi‐ ciales supuestamente leales, que secretamente apoyaban a los rebeldes, fingieron durante unos días combatir lanzando cañonazos deliberadamente mal apuntados que caían en edificios ocupados por civiles o intercambiando fuego en las calles de la capital, pero sin avanzar contra las posiciones enemigas. Los cañonazos les dieron a las paredes de la cár‐ cel de Belén, vecina de la Ciudadela, y causaron que cientos de presos escaparan. Como resultado, nada le pasó a Félix Díaz pero muchos civiles murieron sin tener nada que ver con el levantamiento. Un civil recordaba que cualquiera po‐ día morir “con la cabeza destrozada por una bala expansiva” sólo por asomarse a mirar de lejos las acciones. Los cuerpos de las víctimas se amontonaron en las calles. Algunos eran
  • 26. 25 quemados ahí mismo, porque nadie se atrevía a recobrarlos para darles digna sepultura. Otros fueron llevados en carre‐ tas a cementerios o a los campos suburbanos de Balbuena, y cremados o enterrados en fosas comunes. Ésta era la prime‐ ra vez que armas modernas y destructivas diseñadas para operaciones convencionales de guerra se usaban de manera sostenida contra habitantes de las ciudades. El caos era un producto necesario de la guerra civil y a la vez una justifica‐ ción para enconar la lucha. Entonces apareció también un motivo visual que se vol‐ vería muy popular en la fotografía de México: los cuerpos de los muertos, civiles tirados en las calles de la capital, fe‐ derales semienterrados en los campos de batalla y rebeldes ejecutados contra un paredón. Estas imágenes, que circula‐ ban en la prensa y hasta se vendían como postales en los Estados Unidos, dieron forma a la memoria colectiva de años que serían muy duros para la población mexicana. Pa‐ ra la generación que sobrevivió la Revolución y para la si‐ guiente los recuerdos del sufrimiento causado por la guerra civil no podían separarse de esas imágenes brutales e imbo‐ rrables. Nellie Campobello, en la novela Cartucho, de 1931, describió minuciosamente los cadáveres desde una perspec‐ tiva infantil no interesada en la política, la cual, quizá por ello, representaba mejor que la historia profesional la expe‐ riencia de los civiles. En la Ciudad de México la Decena Trágica fue el primer episodio de una historia que los citadinos asociarían con es‐ casez, carestía, epidemias y hasta hambre durante varios años difíciles que sólo empezaron a quedar atrás a fines de la década. En el resto del país a estas plagas se agregó el desplazamiento forzado. Las familias de combatientes, gene‐ ralmente niños y mujeres, tenían que huir del hambre y los ataques del enemigo caminando de un lugar a otro para en‐ contrar seguridad y alimentos, como refugiados sin destino en su propio país. Morir de inanición era una posibilidad igual de atroz e inesperada, aunque más lenta, que los bala‐
  • 27. 26 zos. Incluso los combatientes pasaban hambre: en los re‐ cuerdos de Campobello, los soldados carrancistas se distin‐ guían por andar sucios y malnutridos. Los ejércitos se iban alimentando de lo que encontraban a su paso, ya fuera en las cocinas de los civiles o en los campos de cultivo o pasto‐ reo, muchos de ellos abandonados. Incluso en la Ciudad de México, la vitrina del progreso porfiriano, la gente estaba obligada a comer lo que en‐ contraba en la basura. Los saqueos eran cotidianos y no ne‐ cesariamente se dirigían a tiendas de comida. Como accio‐ nes colectivas, frecuentemente lidereadas por mujeres, po‐ dían expresar la indignación por el hambre, pero también apelar a sentimientos xenofóbicos contra inmigrantes espa‐ ñoles o chinos que se dedicaban al comercio. La pandemia de influenza con alta tasa de mortalidad prosperó en México en 1918 gracias a estas condiciones. Para muchos, el auxilio médico o las medicinas contra “los fríos” resultaban simple‐ mente inaccesibles. A las enfermedades y la penuria, los ha‐ bitantes de la capital y de otras poblaciones grandes y pe‐ queñas tuvieron que agregar las indignidades causadas por ejércitos que al entrar y salir dejaban a su paso la inflación monetaria causada por los cambios en los billetes que cada facción obligaba a los civiles a aceptar. Los robos, los abusos de poder y una sensación generalizada de miedo frente al crimen asociaban, en la perspectiva de los civiles, los uni‐ formes con delitos comunes protegidos por la impunidad. La banda del automóvil gris, que cometió varios asaltos contra residencias privadas durante esos años, se volvió el símbolo de una forma de crimen que a la vez explotaba el caos y recibía protección desde arriba. Sus miembros usa‐ ban uniformes militares y probablemente estaban asociados con jefes revolucionarios, aunque quizá varios grupos co‐ metieron los hechos que se le atribuyen. Con el pretexto de buscar armas, la banda saqueaba residencias de familias de dinero. Se le acusó también de secuestro y violación. La pe‐ lícula El automóvil gris, de 1919, ofreció un relato extrema‐
  • 28. 27 damente realista que incluía la filmación de la ejecución real de miembros de la banda y la escenificación sin muchos eufemismos del asesinato de un niño y de una violación. El realismo, sin embargo, estaba al servicio de la propaganda. La película fue producida con el apoyo del general constitu‐ cionalista Pablo González, que, muchos creían, había prote‐ gido a la banda, y estrenada en 1919, en medio de los es‐ fuerzos de González por suceder a Carranza en la presiden‐ cia. En todo caso, la película se convirtió en otro componen‐ te de la memoria colectiva de esos años caóticos en los que la impunidad y las armas de fuego estaban presentes en las calles semivacías de la capital. Lo que queda de los archivos judiciales y policiales de la ciudad durante esos años ofrece escenas de gendarmes que, infructuosamente, intentaban contrarrestar los desmanes de tropas revolucionarias mejor armadas, más numerosas y afectas al saqueo y las borrache‐ ras. Para quienes estaban metidos en la lucha revolucionaria, la Decena Trágica y el sufrimiento de los civiles ofrecían otra lección: era necesario llevar la guerra hasta sus últimas consecuencias. La buena fe de Madero hacia el ejército fede‐ ral y los científicos, el grupo oligárquico porfirista, había causado su muerte y creado a Huerta, una especie de Frankenstein que había trasplantado el cerebro de un al‐ cohólico criminal al cuerpo poderoso del ejército mexicano. Ya no se trataba, como lo pensaba Madero, de usar las ar‐ mas como primer paso para iniciar una negociación. Ahora la guerra era el medio para eliminar a los adversarios y ha‐ cer justicia, aunque ello significara la muerte de miles de soldados en combate. Los líderes que emergieron en esta se‐ gunda fase de la Revolución, desde Venustiano Carranza hasta Álvaro Obregón, fueron exitosos en la medida en que pudieron organizar la guerra de una manera sistemática ad‐ ministrando recursos primero locales y luego nacionales pa‐ ra combatir a los federales y luego a los enemigos salidos de la rebelión misma, como Zapata y Villa.
  • 29. 28 Los nuevos ejércitos revolucionarios les pagaban a sus tropas y a veces les daban más dinero después de una victo‐ ria o les permitían saquear. Incluso los zapatistas lo hacían. La unificación de los mandos de las divisiones revoluciona‐ rias y las unidades menores que se les adherían se basó en discusiones entre cabecillas que votaban para darle a uno de ellos al mando, como sucedió con Pancho Villa. A partir de este origen popular y democrático, la estructura y la disci‐ plina militar fueron creciendo y adquirieron más importan‐ cia con la disolución del ejército porfirista tras la derrota de Huerta. Esto quiere decir que los combatientes en las divi‐ siones más grandes del movimiento seguían una ideología de justicia y reivindicación social, pero también un cálculo sobre los beneficios más inmediatos que podrían obtener a cambio del riesgo que asumían. Desde Chihuahua, por ejemplo, Villa prometía cuidar a los huérfanos y viudas de sus soldados y distribuía carne entre la población urbana. La contraparte de esas promesas personales era la profesio‐ nalización de unidades de combate, que se convertirían en la base de un nuevo ejército de origen revolucionario. Estos nuevos ejércitos pronto empezaron a aprovechar nuevas tecnologías: trenes, artillería, aeroplanos, ametralla‐ doras, alambres de púa y trincheras. El impulso y los méto‐ dos fundamentados en la sorpresa y la velocidad de la pri‐ mera fase de la Revolución seguían ahí, por supuesto, pero ahora coexistían con armas que hacían menos necesario el combate cuerpo a cuerpo. Mientras la artillería extendía las distancias, las ametralladoras hacían más efectiva la defensa de posiciones y los trenes permitían mover tropas y equipo rápidamente. Desde el levantamiento contra Huerta y du‐ rante los enfrentamientos de 1915 entre constitucionalistas y convencionistas, estos elementos de guerra condujeron a batallas entre ejércitos con miles de combatientes por lado, como en Torreón y Trinidad. Pero los hábitos guerrilleros que enfatizaban la temeridad persistieron. El ejemplo más sangriento de esa extraña coincidencia de estrategias fueron
  • 30. 29 las cargas de caballería que Villa ordenó contra Obregón en Celaya en abril de 1915. A pesar de su menor número, la in‐ fantería de los constitucionalistas neutralizó a la caballería villista desde posiciones defensivas que usaban ametralla‐ doras, fusiles y artillería, que eran reaprovisionadas más fá‐ cilmente y que, eventualmente, permitieron la contraofensi‐ va, cuando los villistas se agotaron. Este choque de nuevas y viejas tácticas determinó las derrotas de Villa en los cam‐ pos de El Bajío. El valor ciego de las tropas y el factor sor‐ presa ya no servían de mucho. Los villistas no tenían los tanques o gases que comenzaban a usarse en Europa en la guerra de trincheras, y en cambio cargaban dando gritos, movidos tal vez por la creencia en la infalibilidad de sus je‐ fes. Pero encontraban la muerte en las balas disparadas a cientos de metros por ametralladoras bien parapetadas, o a distancias aún mayores por baterías más eficaces que las usadas en la Decena Trágica. Es difícil establecer los núme‐ ros, pero los cálculos más confiables para la batalla de Trini‐ dad, que duró más de un mes, hablan de cinco mil muertos, en ejércitos que incluían decenas de miles de combatientes. Detrás de esta sangrienta confrontación se encuentra un tenor de la violencia revolucionaria que encontró en Villa su expresión emblemática pero no exclusiva. Me refiero a esa combinación entre la astucia táctica y la capacidad orga‐ nizativa, de un lado, y la arbitrariedad impredecible pero siempre latente, del otro. Esta arbitrariedad se manifestaba en las interacciones con enemigos, subordinados y civiles en gestos que quedarían indeleblemente fijados en la me‐ moria y la historia de la Revolución, a pesar de ser espo‐ rádicos y menos importantes que las decisiones estratégi‐ cas. Villa podía caer en peligrosos arranques de furia que asustaban incluso a sus lugartenientes. Otras veces se entre‐ gaba a gestos de magnanimidad y buen humor. Sin embar‐ go, a medida que se hacía evidente que Carranza y Obregón lo habían derrotado, Villa se volvió más propenso a los ges‐ tos de brutalidad, a veces ejecutando él mismo a prisioneros
  • 31. 30 o a sus propios hombres, si pensaba que lo estaban traicio‐ nando. Villa es el caso más famoso de conductas adoptadas por otros revolucionarios. Los mejores ejemplos de este tipo de violencia los encontramos en anécdotas entresacadas de las memorias personales de los sobrevivientes. No podemos, por lo tanto, afirmar con exactitud qué tan frecuentes eran ciertas prácticas, o verificar la autenticidad de cada anécdo‐ ta. Si consideramos una selección parcial de estas historias, pero basada en una perspectiva amplia, podemos crear una imagen más clara de las variedades de violencia que acom‐ pañaron a la lucha revolucionaria pero no merecieron ser parte de la historia oficial. Una escena final omitida en la versión estrenada en 1936 de Vámonos con Pancho Villa, la película de Fernando de Fuentes, retrata el miedo de los soldados que seguían al cau‐ dillo. Un ranchero que ya había peleado por Villa, Tiburcio Maya, vuelve a encontrarse con el jefe y le dice que no quiere unirse nuevamente a la tropa para no dejar sola a su familia. El caudillo entonces mata a la mujer y a la hija de Maya, para eliminar los vínculos que lo retenían. La historia está en la novela de Rafael F. Muñoz, Vámonos con Pancho Villa, de 1931. En la película Tiburcio muere cuando intenta vengarse del general tras el asesinato de las mujeres, pero en la novela se une a los villistas, en una decisión tal vez más atroz. Hay una mentira grande en esta anécdota, si consideramos que muchos de entre quienes se unieron a la Revolución lo hicieron precisamente para defender a sus fa‐ milias, o por lo menos para forjarles un mejor futuro. Pero también hay una verdad encerrada en el gesto inefable del comandante: la violencia era consustancial al reclutamiento, y el nuevo soldado pasaba a ser parte de una realidad en la que la muerte podía llegar en cualquier momento, de los la‐ dos tanto del enemigo como de las propias filas. Al princi‐ pio de la película, los “leones de San Pablo”, incluyendo a Maya, conformaban un grupo de amigos que, tras tomar la
  • 32. 31 decisión de seguir a Villa, cantan La Valentina, un corrido que expresaba el siguiente razonamiento: “Si me han de ma‐ tar mañana, que me maten de una vez”. Las convenciones de la guerra no contaban para mucho cuando la arbitrariedad se aplicaba contra los prisioneros. Es famosa la viñeta de Nellie Campobello en Cartucho, tam‐ bién de 1931, donde Villa, al oír que han matado a un solda‐ do suyo, ordena sin más: “fusílenlo”. Un subordinado le aclara que el balazo ha sido accidental y ha venido de la pis‐ tola de una mujer, una coronela villista llamada Nacha Ce‐ niceros. Villa se muestra más preocupado por la gramática que por cualquier consideración procesal y corrige: “fusí‐ lenla”. La evidencia histórica confirma lo esencial de la vi‐ ñeta literaria. Tras derrotar a los carrancistas en Camargo, Chihuahua, Villa mató a la mujer de un oficial enemigo y ordenó la ejecución de noventa mujeres prisioneras. Muchas mujeres, como las víctimas de Camargo, partici‐ paron en la Revolución como soldaderas al seguir a su hom‐ bre en la campaña, pero también al encargarse de tareas es‐ enciales para el ejército. A falta de una estructura logística convencional, las mujeres solían preparar comida y atender a los heridos. Esto último era particularmente importante, porque la atención médica en campaña era casi nula, con pocos medicamentos disponibles, frecuentes infecciones y el apuro que hacía de la amputación el expediente más fácil para los doctores. Las soldaderas no tenían un rango, pero hubo varias mujeres que sí lo alcanzaron, porque intervinie‐ ron en combate. Algunas comandaron tropas y fueron lla‐ madas “coronelas”; en ciertos casos vestían como hombres, pero en otros no ocultaron su sexo, como Ceniceros. Las órdenes de Villa contra Ceniceros y las prisioneras de Camargo son un ejemplo de la extendida violencia contra las mujeres durante la Revolución. Este fenómeno adoptaba su forma más brutal en la violación, una práctica más co‐ mún de lo que reconoce la historia oficial del periodo. Villa les ordenó a sus soldados violar a las esposas de los miem‐
  • 33. 32 bros de las defensas sociales de Namiquipa, Chihuahua, en 1917. Ese acto de venganza colectiva ocurrió cuando Villa había sido ya derrotado por los constitucionalistas y sus de‐ cisiones estaban coloreadas por la amargura más que por los ideales revolucionarios. Años antes, mientras ocupaba la Ciudad de México, Villa mismo se encargaba de castigar con azotes a sus soldados si cometían una violación. Se dice también de él que era un “buen hombre” con todas las muje‐ res con las que se casó, sin contar otras con las que tuvo contacto sexual sin mediar la recompensa del matrimonio. No hay contradicción entre estas dos caras de Villa (la que ordenaba la violación y la que lo hacía parecer románti‐ co y respetuoso), si consideramos que durante esos años re‐ volucionarios las mujeres eran vistas, en términos patriar‐ cales, como una parte de la recompensa de los vencedores, la posesión más valiosa que arriesgaban los vencidos. Los abusos de poder de los hacendados porfirianos incluían, se‐ gún la leyenda sobre las causas de la Revolución, el derecho de pernada, que les daba acceso sexual a las esposas de los peones en su noche de bodas. Parte del castigo de tropas fe‐ derales contra los poblados que se unían al bando zapatista incluía ejecutar a los hombres y atacar sexualmente a sus mujeres. Por eso las mujeres de Cholula, Puebla, experimen‐ taron los tiempos revolucionarios como una agudización de los abusos que ya cometían los hacendados porfirianos so‐ bre su trabajo y su integridad. Según Lidia E. Gómez García, cuando entraron las tropas carrancistas en 1918, las autori‐ dades locales denunciaron los robos y violaciones. Pero to‐ das las facciones hacían lo mismo. Las mujeres se escon‐ dían, sobre todo las jóvenes, pero si las secuestraban las tro‐ pas, se las obligaba a dar comida y servicios sexuales a los soldados. Y si regresaban al pueblo con hijo, se convertían en objeto de reprobación para la comunidad. Ningún grupo estaba exento. Sabemos, por testimonios de primera mano, que la violencia sexual por parte de rebeldes podía también victimizar a mujeres del propio bando. La violación en ma‐
  • 34. 33 nos de tropas revolucionarias constituía un temor que se extendía a toda la población civil, y probablemente jugó un papel en la decisión de muchas familias que se trasladaron a la relativa seguridad de las ciudades más grandes o a los Es‐ tados Unidos. Sólo podemos especular sobre ese mismo te‐ mor como parte del cálculo de las mujeres que decidían convertirse en soldaderas para así, por lo menos, tener la protección de un hombre, pero no parece exagerado supo‐ nerlo. Esta evidencia nos obliga a reevaluar la tesis de que la Revolución fue también una rebelión contra la moral se‐ xual victoriana que les dio a las mujeres, destacadamente a las soldaderas, movilidad y autonomía, y les permitió entre‐ ver un nuevo erotismo. Ésta es la impresión que nos puede dejar una mirada a la cultura urbana en los años inmediata‐ mente posteriores a la guerra, pero ciertamente no coincide con la experiencia de muchas mujeres de comunidades ru‐ rales, para quienes la Revolución hizo de la protección mas‐ culina una paradójica necesidad de la supervivencia. La manifestación más común de la arbitrariedad de los comandantes revolucionarios se encuentra en el tratamien‐ to de los prisioneros varones. Su ejecución, de la que en ge‐ neral se habían abstenido los maderistas y los federales en 1911, se volvió cada vez más común por parte de todos los bandos desde 1913. Sendos decretos de Huerta y Carranza le dieron cobertura legal a una práctica que se hizo muy fre‐ cuente en la segunda fase de la Revolución: la ejecución su‐ maria de los oficiales enemigos capturados. En campaña, era posible que se liberara a los soldados rasos después de que éstos prometieran no volver a las armas, o que se les in‐ vitara a unirse a los rebeldes, a veces con la amenaza del fu‐ silamiento si no aceptaban. La decisión no debió de ser tan difícil, si recordamos que la mayoría había sido enlistada en el ejército federal contra su voluntad y que todos pertene‐ cían a las mismas clases bajas urbanas y rurales que nutrían de combatientes al bando revolucionario. Los nuevos solda‐ dos eran frecuentemente puestos en la primera línea de
  • 35. 34 combate, lo quisieran o no. En las columnas revolucionarias el constante movimiento no permitía cargar con prisione‐ ros. Los heridos derrotados a veces eran curados por muje‐ res neutrales para luego ser ejecutados por órdenes de los comandantes. Hay bastante evidencia de ejecuciones masivas de prisio‐ neros. Aquí también la anécdota emblemática nos viene de la División del Norte, ahora mediante Rodolfo Fierro, el te‐ mible lugarteniente de Villa. Martín Luis Guzmán cuenta que después de una batalla Fierro mató a alrededor de dos‐ cientos prisioneros usando un revólver. Les decía a los pri‐ sioneros que, si podían correr y brincar una barda, se salva‐ rían. Salvo uno, todos murieron en su intento desesperado por escapar. Luego de derrotar al general carrancista Mur‐ guía en 1917, Villa ordenó la ejecución de seiscientos prisio‐ neros. Tiempo después Murguía colgó a doscientos prisio‐ neros villistas. Esas muertes a sangre fría no respondían a necesidades tácticas y se extendían a los no combatientes. El pelotón de fusilamiento también esperaba a falsificado‐ res, ladrones y espías. En la capital las ejecuciones eran un espectáculo al que acudían multitudes. La violencia de la Revolución no se detenía ante los civi‐ les. Desde la primera fase, los líderes revolucionarios permi‐ tieron ataques contra inmigrantes chinos en Chihuahua y Torreón, donde más de trescientos fueron asesinados en 1911 en episodios que incluyeron cientos de ejecuciones y mutilaciones. Su única explicación, aparte del saqueo, era el odio contra ese grupo de inmigrantes. Villa ordenó el ata‐ que en Chihuahua. El racismo y la xenofobia no eran patri‐ monio exclusivo del villismo, como tampoco lo fue la vio‐ lencia sexual, pero la leyenda y la evidencia alrededor de Villa tras sus derrotas ante Obregón ofrecen abundantes ejemplos de esas conductas. Al enfatizar la experiencia de los no combatientes, no debemos asumir que quienes orga‐ nizaban o justificaban la violencia con miras políticas eran irracionales o ineptos. Villa era un estratega astuto de una
  • 36. 35 manera no convencional. Por eso, tal vez, era tan efectivo para invocar la lealtad personal y, al mismo tiempo, para sembrar el temor mediante sus impredecibles arranques. Se trataba de las dos caras de una misma moneda: el carismáti‐ co protector de pobres y viudas, y el temible comandante que con una palabra podía sembrar la muerte y el abuso contra civiles y prisioneros. Pero Villa no era el único cau‐ dillo capaz de alternar entre esos extremos: fue solamente el que, con su elevación y su derrota, no pudo impedir que se tejiera una leyenda negra sobre su persona. El hecho es que la Revolución significó, en la experiencia de los contemporáneos, una amenaza que tocaba cada espa‐ cio y cada aspecto de la vida, desde el hogar hasta los cam‐ pos y las calles. Por eso a veces es imposible distinguir la violencia política o militar de la mortandad y las miserias causadas por otros fenómenos, como el crimen común, las epidemias y el hambre, todo lo cual lo sufrieron los habitan‐ tes de las ciudades del país, pero también afectó a la gente de campo, que en esa época era la gran mayoría de la pobla‐ ción nacional. La ideología y la historia oficial de la Revolución les die‐ ron prioridad a los logros políticos y sociales del nuevo Es‐ tado. La retórica posrevolucionaria redujo la guerra y el caos a una gesta común del pueblo contra la tiranía unifi‐ cando a posteriori a quienes fueron enemigos mortales en vida. El monumento que hoy comparten los restos de Made‐ ro, Carranza, Villa, Calles y Cárdenas en la Ciudad de Méxi‐ co es una celebración oficial donde se intenta confirmar esa simplificación, pero, si hubiera vida después de la muerte, seguramente empujaría a varios de los mencionados a le‐ vantarse como zombies para seguir peleando en las calles de la colonia Tabacalera. Al negar estos odios, el monumen‐ to le resta importancia a la guerra de mayor costo demográ‐ fico en el continente americano durante el siglo pasado. La violencia, según el discurso oficial, pudo haber sido cruel, pero en el fondo estaba justificada porque permitió la derro‐
  • 37. 36 ta del antiguo régimen. Durante el siglo XX, esta racionaliza‐ ción tendió a borrar los límites entre la violencia política y la criminal, entre la causada por el sexismo y la suscitada por el racismo, y entre las víctimas legítimas y las circuns‐ tanciales. Desde el Estado, apelar a esta memoria borrosa significaba invocar un legado ideológico que siempre fue bastante vago y, al mismo tiempo, afirmar que la participa‐ ción de miembros de la nueva clase política en la fase arma‐ da de la Revolución les daba la autoridad para seguir usan‐ do la fuerza, ahora al servicio ostensible de los intereses de la nación. Si nos detuviéramos aquí, estaríamos aceptando una in‐ terpretación de la Revolución de 1910 como simple lucha entre las élites para controlar el Estado. Pero la Revolución fue mucho más que eso: un verdadero movimiento social que alcanzó todos los rincones y a los actores sociales del país y que trastornó profundamente las relaciones de clase, la cultura y las instituciones. La magnitud del impacto de‐ mográfico de la violencia en tiempos de la Revolución es in‐ negable. Durante la década de 1910 murieron un millón y medio de personas, la mayor parte de ellas a causa de los efectos directos de la guerra (batallas, ejecuciones, acciden‐ tes, hambruna), y un número menor por enfermedades co‐ mo la influenza y la viruela, cuya incidencia aumentó por las dificultades que causaban el desplazamiento, el hambre y el temor. Para 1920 la población nacional probablemente se había reducido en más de dos millones en una década — según el censo de 1921, la pérdida fue menor, pero hubo muchos problemas en su compilación—. Aparte de las muertes relacionadas con la Revolución, aproximadamente cuatrocientas mil personas se fueron a los Estados Unidos. Más de medio millón de nacimientos, que podían esperarse según las tasas existentes de natalidad, no ocurrieron. Se‐ gún Robert McCaa, una de cada siete muertes se debió a la violencia revolucionaria, y la expectativa de vida en el mo‐ mento de nacer se redujo a la mitad de los treinta años que
  • 38. 37 se registraban en 1910. De cualquier forma que se mida, el peor periodo para los mexicanos en las ciudades fue entre 1913 y 1916, pero las penurias continuaron por años en el campo. Sin embargo, como lo señaló Friedrich Katz, la Re‐ volución Mexicana no se caracterizó por el uso del terror en la misma escala que la rusa. Aunque hubo masacres de civi‐ les y ejecuciones colectivas motivadas por faccionalismo o represión, ni durante su fase inicial ni como régimen tuvo la disciplina partidaria, la capacidad operativa o la amenaza externa necesarias para acudir al uso del terror de manera sistemática. Entre las víctimas de esta crisis podemos incluir la defe‐ rencia patriarcal que hasta el Porfiriato había sido el tono dominante en las interacciones sociales estructuradas por jerarquías de clase, género, color de piel y otras formas de diferencia. Como lo han observado testigos e historiadores, en México después de la década revolucionaria ya no se po‐ día esperar la misma obediencia de los supuestos inferiores. La violencia jugó un papel en esa transformación. Las re‐ vueltas locales y regionales, la expansión de los ejércitos re‐ volucionarios y la falta de límites claros entre lo político y lo criminal tuvieron el efecto de democratizar el acceso a los medios materiales de la violencia. Hay algo contradicto‐ rio en lo anterior, por supuesto: la democracia no consiste en el uso de la fuerza, sino que más bien lo excluye para crear acuerdos e implica una pacificación del espacio social. Sin embargo, tras una larga dictadura que había usado la fuerza para excluir a la mayoría de la población de las deci‐ siones políticas y legales que afectaban su vida, la capacidad de nuevos actores políticos (campesinos, obreros, políticos de oposición) para tener acceso a las armas y la organiza‐ ción contrarrestó el uso de la coerción oficial por parte de Díaz y su régimen. En otras palabras, por las buenas o por las malas, la Revolución significó una ampliación de la par‐ ticipación política, aunque no de la paz interior. Como decía Arendt, no es posible conocer de antemano los efectos de la
  • 39. 38 violencia a largo plazo, pero no hay duda de que su uso puede tener efectos favorables y predecibles a corto plazo para quienes la empleen. Empuñar rifles y machetes les dio una voz a los campesinos de Morelos que la dictadura les había venido negando por décadas. La Revolución permitió que muchos tuvieran acceso a ar‐ mas de fuego. Éstas quizá llegaban como contrabando o me‐ diante compras legales desde los Estados Unidos, o eran arrebatadas de manos de los soldados; tal vez estuvieron guardadas desde el siglo pasado en un rincón del rancho o probablemente fueron saqueadas de haciendas o casas parti‐ culares. El hecho es que revólveres, pistolas automáticas, carabinas, rifles y hasta ametralladoras estaban ahora al al‐ cance de cualquiera, sin distinción de clase, rango militar o puesto oficial. Es posible especular que, sin esta dispersión y expansión del arsenal, la Revolución habría sido controla‐ da por el ejército o por una de sus facciones mucho antes. En algunas regiones del país, como las colonias de la sierra de Chihuahua, el uso de las armas era una costumbre deri‐ vada del combate con grupos indígenas que vivían en la re‐ gión. En la mayor parte del territorio, las consecuencias co‐ tidianas del nuevo acceso a las armas fueron evidentes. Un ejemplo de esto es el tipo de armas que ahora aparecían asociadas con crímenes comunes, particularmente con el homicidio y las lesiones, aunque también con el robo a ma‐ no armada. La clásica pelea de pulquería del Porfiriato ge‐ neralmente enfrentaba a dos hombres que blandían puñales afuera del establecimiento donde momentos antes habían estado interactuando en términos más amistosos. Desde la Revolución, vemos la aparición más frecuente de pistolas que concluyen a tiros disputas semejantes, incluso dentro de esos mismos establecimientos. Estas peleas no tenían que ser de naturaleza política, co‐ mo no lo eran los duelos a cuchilladas de los viejos tiempos. Sin embargo, el anecdotario revolucionario provee aquí también historias de muerte aparentemente arbitrarias que,
  • 40. 39 leídas en un contexto más amplio, nos dicen algo importan‐ te sobre la forma como la violencia revolucionaria cambió la vida pública. La Ciudad de México en 1914 y 1915 vio la en‐ trada de combatientes de distinta laya. Algunos, como los zapatistas fotografiados en la barra del Sanborns por Ca‐ sasola, se comportaron correctamente —a pesar de que su ropa y su color de piel parecían contrarios, en los ojos de las élites porfirianas, al refinamiento que en ese entonces se asociaba con el famoso restaurante—. Pero hubo otros, par‐ ticularmente durante la ocupación de la ciudad por los ejércitos de la Soberana Convención Revolucionaria, que no se portaron tan bien. La violencia democratizada se reflejó entonces en conductas nunca antes vistas en los escenarios de la vida social conectados con el consumo de bebidas em‐ briagantes. El alcohol, por ejemplo, transformó el carácter de Eufemio, el hermano de Emiliano Zapata, y causó su muerte en Cuautla en 1917, después de haber golpeado al padre de otro jefe zapatista, que pronto tomó venganza. El borracho que da tiros al aire y gritos de alegría se volvió un ícono de los nuevos tiempos al reflejar nuevos derechos ciu‐ dadanos que no se encontraban en las leyes, sino en cos‐ tumbres masculinas en espacios públicos: reivindicación de un nuevo derecho a la libertad de expresión por parte de personas que en el pasado debían bajar la voz, pero ahora demostraban que “no tiene[n] la sangre de horchata”. Las cantinas y pulquerías, que el positivismo decimonónico aso‐ ciaba con el embrutecimiento de “la raza”, se convirtieron en espacios donde, por ejemplo, la libertad de expresarse quedaba garantizada por el uso de las armas de fuego. Este igualitarismo de la violencia podía tener resultados trágicos, o así lo sugiere la evidencia anecdótica, aunque es más se‐ guro que en su mayoría las borracheras hayan acabado tan amigablemente como empezaron. Los efectos de la violencia, vale repetirlo, no son jamás completamente predecibles y, en la experiencia histórica moderna, tienden a largo plazo a contradecir el avance de la
  • 41. 40 democracia y los derechos civiles. En los años posrevolucio‐ narios, la libertad de los periodistas continuó encontrando restricciones y la constante posibilidad de la violencia. La brutal sinceridad armada de las cantinas correspondió, en los años posteriores a la Revolución, con la continuada ex‐ clusión de las mujeres de la vida pública. Las mujeres que entraban en una cantina tenían que abandonar su reputa‐ ción en la puerta, y las que usaban armas transgredían la conducta que se esperaba de su sexo. En la mente de todos estaba fresco el hecho de que la Revolución había incluido de manera prominente actos de violencia contra las muje‐ res. Como veremos en los siguientes capítulos, el uso de las armas se fue volviendo un privilegio masculino asociado con la protección o la negligencia oficial. La policía ya no entraba en las cantinas a mantener el orden sino, más bien, a participar en el convivio. Los agentes que intentaban im‐ poner la ley en ese espacio masculino y peligroso se expo‐ nían a ser expulsados sin miramientos por los mismos pa‐ rroquianos. Como le contaba el escritor William Burroughs a su amigo Jack Kerouac en 1949, en México “cualquiera que lo desee puede traer un arma. He leído en varias ocasio‐ nes cómo algunos policías armados que disparaban en al‐ gún bar fueron a su vez balaceados por civiles armados a quienes les importaba una mierda hacerlo”. La “psicología de nuestra raza” que preocupaba a Mariano Azuela en 1915 se había convertido en un hábito violento, el cual, invocan‐ do la memoria heroica y sangrienta de la Revolución, justifi‐ caba la desigualdad y la arbitrariedad.
  • 42. 41 CAPÍTULO 2 VIOLENCIA POR LA TIERRA La guerra civil terminó en menos de una década, pero México no dejó de ser un país rural caracterizado por gran‐ des desigualdades en términos de acceso a la tierra y con‐ trol del trabajo. Lo que sí cambió, como vimos en el capítulo anterior, fue la disponibilidad de armas y la multiplicación de voces que reclamaban justicia. La Constitución de 1917 le daba al Estado la capacidad de entregar tierras a las comu‐ nidades que habían sido despojadas en el pasado y a las que solicitaran el reparto de terrenos apelando al interés social por encima de la propiedad privada. La historia de la refor‐ ma agraria es uno de los capítulos centrales de la construc‐ ción del Estado posrevolucionario. Durante la etapa armada se fueron constituyendo movimientos locales y regionales que hicieron de la recuperación de tierras su objetivo cen‐ tral. Los zapatistas, aun después del asesinato de su líder en 1919, fueron capaces de articular y sostener estas demandas para situarlas en el centro del significado de la Revolución. En las décadas siguientes estos grupos se organizaron abier‐ tamente como movimientos agraristas. El gobierno incorpo‐ ró paulatinamente a los campesinos a la estructura corpora‐ tiva del partido oficial a través de organizaciones nacionales y una burocracia agraria que canalizaba las peticiones de tierra. Debajo de esa historia de instituciones y movimientos so‐ ciales hay otra que no ha recibido la misma atención, por‐ que es menos gloriosa y mucho más confusa. La podemos definir como la historia de la lucha armada por la tierra. Es‐ ta lucha incluyó la acción organizada de grupos políticos, operaciones militares (aunque en menor escala que las de la Revolución) y confrontaciones entre guardias blancas y co‐ munidades que querían tierras, y entre pueblos, familias e individuos donde no era fácil distinguir los objetivos agra‐ rios o el crimen común. A veces las disputas no eran sobre
  • 43. 42 terrenos sino sobre otros recursos, como el agua; a veces era imposible discernir una razón más allá de lo personal, pero en todos los casos se ponían en juego los nuevos usos de la violencia inaugurados por la Revolución, ahora en el marco de conflictos que enfrentaban distintas ideas sobre la pro‐ piedad y la justicia. Para entender la lucha armada por la tierra que dominó la vida de muchos mexicanos entre la Re‐ volución y la segunda parte del siglo debemos, pues, consi‐ derar tanto las prácticas de esa violencia como las normas que la justificaban y la hicieron tan prevalente. La cronología de esta historia tampoco es muy precisa. En algunos lugares hubo repartos de tierra aun antes de 1917, en muchos la lucha empezó en los años veinte y en otros no ocurrió sino hasta los treinta, durante el gobierno de Cárdenas. Hubo comunidades que rechazaron la reforma agraria y otras que lo apostaron todo, hasta su existencia, para conseguir tierras nuevas. Para los cuarenta, la marea iba en descenso y los movimientos agrarios se encontraron con los mismos obstáculos locales, pero menos apoyo cen‐ tral. Hasta fines del siglo continuaron los conflictos, muchas veces sangrientos e incluso parecidos a los que ocurrieron al principio. Como veremos en este capítulo, había mucho de íntimo en esta violencia; amistades y parentescos daban forma a ofensas y lealtades. Por esa razón, hay algo de pe‐ gajoso en la violencia agraria: sus modalidades y sus efectos quedaban adheridos a un lugar de una manera terca y a ve‐ ces difícil de explicar solamente en términos de clase social. La manera más común de dar orden a ese panorama con‐ fuso es organizar la narrativa alrededor de los presidentes, sobre la premisa de que ellos eran los árbitros en última ins‐ tancia de todas las peticiones y los amparos, y de que sus preferencias estratégicas determinaban la velocidad y la ex‐ tensión de la reforma agraria. Esto, como veremos, arroja una imagen parcial, porque los ritmos de las disputas loca‐ les, aun cuando estuvieran conectadas con las políticas fe‐ derales, podían ser muy rápidos o muy lentos, resueltos en
  • 44. 43 una balacera o estirados por años de golpes y contragolpes. De hecho, las políticas presidenciales en buena medida esta‐ ban sujetas a situaciones locales. Así, por ejemplo, aunque no fueran agraristas de corazón, los presidentes posrevolu‐ cionarios tuvieron que asociarse con algunos movimientos agrarios, porque significaban el apoyo de miles de campesi‐ nos armados. A veces estos gobiernos intentaban desarmar a los agraristas, y a veces les daban rifles. En 1920 Obregón buscó el apoyo de los morelenses para llegar al poder y co‐ mo presidente repartió más tierras que Carranza. Creyente en la modernización agrícola, Plutarco Elías Calles quiso de‐ tener la reforma agraria en la segunda mitad de la década de los veinte, pero tuvo que apoyarse en fuerzas agraristas pa‐ ra derrotar a los cristeros y a los generales ambiciosos. A pesar de que querían consolidar un ejército disciplinado y sin rivales, Calles y sus sucesores tuvieron que repartir ar‐ mas entre los agraristas y aliarse con líderes mucho más ra‐ dicales de lo que hubieran querido. Lázaro Cárdenas aceleró el reparto durante su gobierno y consolidó el sostén de los campesinos organizados al partido oficial, aunque también se apoyó en caciques para combatir a agraristas demasiado radicales en lugares como Veracruz. Hubo partidos políticos y organizaciones corporativas que decían representar a los campesinos, desde el Partido Nacional Agrarista (1920) has‐ ta la Confederación Nacional Campesina (1938), pero sería una simplificación decir que podían controlar lo que pasaba en todo el territorio del país en un momento dado. Los gobernadores tuvieron un efecto más directo. En San Luis Potosí Saturnino Cedillo también distribuyó armas en‐ tre los campesinos, pero el impacto de estas milicias cedi‐ llistas, que, se decía, llegaban a quince mil elementos, fue mediado por las ambiciones políticas del gobernador. Apar‐ te de pelear contra cristeros y escobaristas, las milicias fue‐ ron parte de tumultuosos procesos electorales caracteriza‐ dos por los robos de ánforas con votos, la intimidación y los balazos. No fue fácil desmovilizarlas y quitarles sus armas
  • 45. 44 cuando se convirtieron en un peligro para el gobierno cen‐ tral. En Michoacán el impulso agrarista del gobernador Francisco J. Múgica a principios de los veinte dejó como le‐ gado una ola de violencia contra grupos campesinos que el propio Múgica no pudo controlar, así como mayores debili‐ dad y dispersión del movimiento en los años siguientes. Mientras los campesinos sin tierra querían realizar lo que ellos pensaban que era la promesa de la Revolución, genera‐ les o caciques convertidos en terratenientes querían asegu‐ rarse de que, a su manera, la Revolución también les cum‐ pliera sus promesas. El gobierno federal debía decir que sí a todas las partes, según las circunstancias, porque todavía era demasiado débil como para resolver cada conflicto por sí mismo. Las dotaciones de tierras a comunidades, por un lado, y las adquisiciones de grandes propiedades por indivi‐ duos con dinero o influencia, por el otro, eran vistas por to‐ dos los actores como una confirmación de que la lucha se‐ guía valiendo la pena. Esta historia es aún más compleja si consideramos ten‐ dencias a escalas estatal y municipal. En Sonora no había tantos agraristas como en Michoacán, por ejemplo. En algu‐ nas regiones las víctimas de la violencia agraria se contaron en los miles, en el marco de conflictos puntuados por asesi‐ natos en masa, destrucción de propiedades y otras formas de brutalidad. En otros sitios las disputas agrarias no fueron nada en comparación con las religiosas, que examinaremos en el próximo capítulo, aunque sin duda ambas estaban co‐ nectadas. La estructura de la tenencia de la tierra cambió en algunos lugares más que en otros, tuvo momentos de avan‐ ce para los campesinos, pero también retrocesos, y sería in‐ correcto decir que donde hubo más muertes a la larga hubo mejores resultados para ellos. Oaxaca, estado sobre el que hay excelentes estudios sobre violencia, caciquismo y pisto‐ leros, nos muestra que la dialéctica agraristas/ terratenien‐ tes puede simplificar las circunstancias. La diversidad cultu‐ ral y la fragmentación geográfica constituyeron factores pa‐
  • 46. 45 ra que la lucha tuviera bajas y altas después de la Revolu‐ ción. Los años veinte fueron de inestabilidad en el gobierno estatal, pero eso no necesariamente incrementó la virulen‐ cia. En algunos lugares, como Juquila, Oaxaca, según James Greenberg, ésta disminuyó inmediatamente después de la Revolución, pero se disparó de nuevo en los cincuenta, con el auge de los precios de café. En San Juan Mazatlán los fi‐ nes de los años treinta vieron un aumento notable en los asesinatos y los ataques de guardias blancas. En éste y otros distritos todos los involucrados portaban pistolas y los rifles Máuser se hicieron más accesibles, lo que favoreció la alta letalidad de las disputas, a pesar de la ausencia de un movi‐ miento agrarista tan fuerte como los de Veracruz o Micho‐ acán. Todavía en los setenta las tasas de homicidio eran muy altas en Oaxaca, en parte por enfrentamientos entre pueblos. La justicia estatal hacía poco o nada para combatir la impunidad, por lo que algunas comunidades tomaban la pacificación, o la justicia, en sus manos. Los campesinos veían la distribución de fusiles como el paso previo a la distribución de lotes. Las armas venían de distintos lugares: algunas veces las facilitaba directamente el ejército, otras se adquirían en los Estados Unidos, y otras más simplemente fueron escondidas y recuperadas después de la desmovilización posrevolucionaria. El hecho es que, como dice Armando Bartra, los campesinos estaban arma‐ dos y las fuerzas agraristas podían contarse en las decenas de miles de combatientes en varias regiones del país. Usar las armas podía ser necesario para obtener una dotación de tierras y era imprescindible para formar defensas ejidales a fin de prevenir los contraataques de terratenientes u otras comunidades. Aunque no eran un movimiento coordinado nacional‐ mente, los agraristas tenían en común la evidencia de que el Estado no podía quitarles de un plumazo la legitimidad de su uso de la fuerza. Se veían a sí mismos como “luchadores” dispuestos a usar esas armas y correr riesgos. No se trataba
  • 47. 46 simplemente de juntar rifles y reclutas. El éxito y la dura‐ ción de algunos jefes agraristas, como Heliodoro Charis, de Juchitán, también se fundamentaba en la experiencia de combate y la fama temible de sus hombres. Esta experiencia podía haber sido adquirida durante la década revolucionaria o en la pelea contra cristeros y otros rebeldes. Era, en todo caso, una forma de capital político. A partir de 1940 el go‐ bierno trató de reducir la capacidad combativa de los cam‐ pesinos apoyándose en las fuerzas armadas y los caciques y frenando el avance del reparto de tierra para proteger la propiedad privada, pero la turbulencia en muchas zonas no se disipó fácilmente. En San José de Gracia, como cuenta Luis González, muchos ejidatarios fueron asesinados en esa década, aunque los peores años habían sido 1935 y 1936. Mientras los agraristas tomaban la ofensiva en algunos lugares, los terratenientes adoptaban nuevas estrategias pa‐ ra defender y expandir sus propiedades. Algunos viejos ha‐ cendados sobrevivieron y otros vendieron sus tierras a com‐ pradores mejor conectados políticamente y, por lo tanto, más aptos para resistir las embestidas campesinas. Entre es‐ tos nuevos dueños se encontraban comandantes que habían participado en la Revolución y creían que su participación en la gesta los hacía merecedores de la recompensa de con‐ vertirse en precisamente lo que sus soldados habían comba‐ tido. El más conocido y efímero de esos hacendados por re‐ compensa fue Pancho Villa, que tras la caída de Carranza había recibido la hacienda de Canutillo, en Chihuahua, de parte de Obregón y Calles. A Villa no le duró mucho el gus‐ to, pues los mismos sonorenses ordenaron su asesinato para evitar que volviera a inmiscuirse en la política cuando se veía venir la rebelión delahuertista. Para Obregón no hubo nada más natural, después de la Revolución, que regresar a Sonora a dedicarse al cultivo de garbanzo y otros productos en sus propiedades, aunque al poco tiempo volvió para ser candidato a la presidencia.
  • 48. 47 Muchos otros generales recibieron tierras o dinero y se convirtieron en terratenientes aún más propensos que sus predecesores porfirianos a usar la violencia contra los cam‐ pesinos que los desafiaban. Así fue el caso de Gonzalo N. Santos, en San Luis Potosí, quien solamente en 1926 adqui‐ rió dos mil hectáreas. Cuidar sus tierritas no le impidió se‐ guir participando en la política y tomar venganza desmem‐ brando al hombre que había matado a su hermano. Cedillo, en el mismo estado, es un ejemplo de cómo las consignas agraristas y el apoyo de las organizaciones campesinas po‐ dían reconciliarse con la acumulación de posesiones. En otros casos, los terratenientes continuaron o expandieron formas de coerción que habían probado su utilidad desde el Porfiriato, como las defensas rurales al principio de la Revo‐ lución y, de manera más permanente, las llamadas guardias blancas, que ahora no se limitaban a proteger propiedades y podían pasar a la ofensiva. Surgió en todo el país una creencia que ahora podía en‐ contrarse detrás de las acciones de campesinos y terrate‐ nientes: cuando se trataba de luchar por la tierra, el uso de la fuerza era legítimo y, como la experiencia parecía confir‐ mar, frecuentemente era el primer capítulo de cualquier in‐ tento de asegurar un resultado favorable. En esta nueva cul‐ tura política de la violencia, los representantes del pueblo oaxaqueño de Yiatepec oyeron con algo de sorpresa la reco‐ mendación de un funcionario del Departamento Agrario y de un representante de la Confederación Nacional Campesi‐ na en la capital: si querían obtener resultados en su peti‐ ción, aparte de distribuir dinero entre los burócratas, debían empezar por invadir las tierras que querían. Se trataba de un uso estratégico de la violencia que buscaba efectos a cor‐ to plazo. Los participantes en estas causas no las veían co‐ mo una lucha para tomar el poder, sino que justificaban sus actos apelando a identidades de clase o étnicas y a sistemas de valores coherentes. En la práctica, que no siempre obede‐ ce a la ideología, la experiencia aún fresca del combate re‐
  • 49. 48 volucionario se transmutó en una licencia para usar las ar‐ mas en defensa de esos valores. La lucha armada por la tierra posrevolucionaria reflejaba cambios en lo que significaba la política y en los recursos de los que se valían los políticos, desde los niveles más presti‐ giosos en la capital hasta los más humildes en las comuni‐ dades rurales. La política se expandió, invadió con sus aspe‐ rezas la vida cotidiana y le puso un precio más alto a cual‐ quier desacuerdo. Para volver al ejemplo de Múgica en Mi‐ choacán: la vida cotidiana de docenas de comunidades cam‐ pesinas fue alterada por el “guion revolucionario”, como lo llamó Christopher Boyer, de radicalismo ideológico y acción directa. Esta nueva forma de hacer política produjo líderes agraristas y caciques para quienes el uso de la fuerza era moneda corriente. A escala de las relaciones interpersona‐ les, esa misma política se manifestaba en la desobediencia y la inquina. El espacio para resolver pacíficamente desacuer‐ dos sobre cuestiones de interés común (cómo se iban a divi‐ dir las tierras del ejido, quién iba a controlar el paso del agua a los sembrados, etcétera) se redujo, y la violencia se convirtió en “una dimensión inevitable de la política”, para citar a Paul Friedrich, un antropólogo que la estudió en el pueblo michoacano de Naranja. En Juquila, Oaxaca, Green‐ berg podía asumir que cualquier persona involucrada en la política portaba armas y que matar o ser objeto de asesinato formaban parte de las reglas del juego. Este tipo de violencia por la tierra era, a su manera, una novedad. Los conflictos rurales tenían una larga historia en México desde la época colonial, pero no con las característi‐ cas que se observarían en el siglo XX. Durante la colonia hu‐ bo muchas revueltas de pueblos, pero ninguna rebelión en gran escala hasta 1810. El caos desatado por Hidalgo quedó grabado en la memoria de las clases dirigentes, que, inde‐ pendientemente de su signo ideológico, se ocuparon de evi‐ tar o reprimir las rebeliones campesinas hasta que la pre‐ sión estalló un siglo después.
  • 50. 49 La lucha por la tierra del siglo XX era diferente, porque la Revolución creó un nuevo lenguaje para formular los agra‐ vios de las comunidades rurales y contribuyó a la circula‐ ción de nuevas ideas sobre los derechos de los campesinos, es decir, dio pie a una nueva manera de justificar el uso de la fuerza. El artículo 27 de la Constitución expresaba una idea de la soberanía del Estado sobre la propiedad que era a la vez antigua, pues podía conectarse con la de los monar‐ cas españoles, y novedosa, pues les daba a los trabajadores del campo el derecho a pedirle al gobierno nacional que le quitara a la propiedad privada la inviolabilidad hasta enton‐ ces atribuida por conservadores y liberales. Influencias so‐ cialistas y anarquistas contribuyeron a esta crítica desde la segunda mitad del siglo XIX. En parte por su novedad, la ideología agrarista no era unánime. Según Luis González, en San José de Gracia no había agraristas autóctonos y la mayoría de los habitantes despreciaba a esos alborotadores fuereños que esperaban recibir tierras como si fueran dádivas sin ganárselas con su trabajo. Aparte del moralismo, que bien podría teñir la me‐ moria de los informantes de González, es claro que la pro‐ piedad privada era la forma más legítima de posesión de la tierra para los habitantes del pueblo. Obregón era sincero cuando decía que en Sonora “no tenemos agraristas, a Dios gracias”. Más que una fe abstracta en la bondad del capita‐ lismo, tales actitudes reflejaban la creencia de que los con‐ flictos sobre la propiedad de la tierra y el acceso a otros re‐ cursos podían resolverse mediante el sistema judicial. Hay una tradición muy larga, en efecto, de pleitos entre pueblos y haciendas que arranca en la colonia. En San José de Gra‐ cia buena parte del conflicto agrario de los treinta ocurre en juzgados y ante funcionarios agrarios que no eran siempre honestos, pero todavía ostentaban cierta autoridad. El encono de las luchas por la tierra después de la Revo‐ lución era resultado de la incompatibilidad de las ideas de justicia que sostenían diversos actores. En el distrito de Ju‐
  • 51. 50 quila, Oaxaca, había una justicia, informal, que los habitan‐ tes de los pueblos debían tomar en sus manos, y otra, ofi‐ cial, que tenía un precio muy alto y sólo algunos podían comprar. Además del dinero y las conexiones políticas, la falta de educación o de fluidez en el idioma español alejaba aún más esa justicia oficial y letrada de la que concebían y ponían en práctica esos habitantes de pueblos aislados. Esta falta de acuerdo sobre la legitimidad de las normas no sólo distorsionaba las disputas por la tierra, sino que también re‐ sultaba en que muchos crímenes no fueran investigados. Para un padre cuyo hijo había sido asesinado y que antes había sido falsamente acusado de otro crimen, acudir a las autoridades implicaba un riesgo adicional y ninguna prome‐ sa de llegar a la verdad. En Oaxaca y en otros estados las contradicciones entre las normas legales escritas y aquellas asociadas con identidades indígenas podían ser irreconcilia‐ bles, y, por lo tanto, justificaban formas de poder político como las de algunos caciques que navegaban entre esos dos mundos normativos coexistentes en conflicto. La tensión entre una idea absoluta de la propiedad privada y las tradi‐ ciones comunales de algunos pueblos le daba al agrarismo un valor moral contrario al que le atribuían los habitantes de San José de Gracia. Ante la ausencia de reglas del juego que todas las partes respetaran, el uso de la fuerza era más fácil de imaginar. Calificar esa violencia como justa o no, o como política o criminal, era un asunto que involucraba una pluralidad de sistemas normativos. Mientras el código penal se enfocaba en los motivos y los mecanismos inmediatos a un crimen, en algunas comunidades las transgresiones po‐ dían juzgarse considerando conflictos ya existentes, en un marco cronológico más amplio y con resultados menos pu‐ nitivos, incluso en casos de asesinato. Lo que desde una perspectiva contemporánea podemos calificar como impu‐ nidad, en un contexto local podía ser una consecuencia lógi‐ ca de antiguas rencillas que la sentencia de un juez nunca lograría cancelar.
  • 52. 51 La violencia rural, en otras palabras, no era producto del supuesto atraso de sus habitantes más pobres o marginados, sino más bien de las tensiones entre diversos sistemas nor‐ mativos. Estos sistemas no se distinguían simplemente por ser más o menos antiguos. Como señala Alan Knight, la vio‐ lencia era un aspecto de la modernización y no estaba nece‐ sariamente correlacionada con el subdesarrollo de algunos lugares. No era el producto de la ausencia total de otros re‐ cursos para resolver los conflictos, como la justicia o las elecciones, sino que coexistía con ellos. En la Juquila de me‐ diados del siglo XX, como en Morelos hacia fines del Porfiria‐ to, las transformaciones causadas por el aumento del valor de un producto comercial, aquí el café, allá el azúcar, sim‐ plemente le daban el pequeño empujón final a una situación tensa para que se tornara violenta. Para los chatinos de Oa‐ xaca, como para otras colectividades, era evidente que los ciclos de violencia agraria no eran causados por un sistema capitalista que desde hacía generaciones habían podido na‐ vegar, sino por disrupciones que combinaban varias causas y actores. El dinero, las armas, las ideologías que de repente estaban disponibles y la falta de un proceso judicial general‐ mente compartido alteraban el precario equilibrio en el que coexistían distintas visiones de los derechos y la justicia. Es‐ tos conflictos violentos no necesariamente ocurrían entre hacendados y campesinos, entre “gente de razón” e indios, sino que también podían enfrentar a personas de la misma clase social dentro de las comunidades. En fin: no se puede reducir esta historia a una dicotomía de buenos y malos, opresores y oprimidos, sin entender las ideologías que per‐ mitían considerar el uso de la violencia como una opción racional donde se justificaban la muerte o la desposesión del enemigo. Como veremos, no había nadie libre de culpa. ¿é significó todo esto en la práctica? Nuevas reglas or‐ ganizaban el uso de la fuerza en el marco de los conflictos agrarios. Ésta ya no era el peligro global y frecuentemente arbitrario que había definido los años de la guerra civil, pe‐
  • 53. 52 ro las mismas armas y muchos veteranos de la Revolución mantuvieron vivas las tácticas de combate que emergieron durante aquel movimiento. La lucha armada por la tierra no tuvo un claro principio o un final definitivo, ni hubo gana‐ dores y derrotados tan nítidos como en la guerra civil de la década revolucionaria. Careció de grandes batallas, pero sí hubo muchos encuentros que podríamos caracterizar como personales: los antagonistas se conocían o vivían cerca, si no es que en el mismo pueblo, y no podían fácilmente irse para evitar problemas. La lucha agraria no era una guerra donde un ejército trataba de desplazar a otro, sino un tipo de lucha en el que ambas partes reivindicaban su derecho a quedarse donde estaban. Los vínculos que organizaban esta lucha incluían tanto la familia como la amistad. En Naranja las facciones estaban conectadas por el parentesco. A la muerte de un familiar había que responder con la de uno de los adversarios. El en‐ cadenamiento de asesinatos no era simplemente una reac‐ ción emotiva, sino que respondía a un cálculo. De antema‐ no, cuando un grupo discutía la necesidad de cobrar el si‐ guiente muerto, lo hacía sobre la premisa de que la vengan‐ za tendría una respuesta. La amistad era tan importante co‐ mo la familia para hombres fuertes a los que el uso rutina‐ rio de la fuerza podía aislar de la comunidad y también era un vínculo emocional muy fuerte que permitía circular los beneficios de los puestos públicos. Las camarillas eran gru‐ pos cohesionados de esta manera, más importantes en vir‐ tud de que podían unir gente de distintas localidades para ejercer influencia a nivel estatal, como Benjamin Smith lo ha mostrado para Oaxaca. En esas redes tan íntimas, la enemistad y el liderazgo po‐ dían expresarse de varias maneras antes de llegar a la vía de los hechos. Saber hablar para convencer a posibles aliados era una herramienta valiosa incluso para los más dispuestos a rifársela. La intriga era tan efectiva como la retórica, en particular cuando las discusiones abiertas podían ser peli‐