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Pétalos de papel
Copyright © 2012 Iria G. Parente y Selene M. Pascual
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Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de
los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o
parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el
tratamiento informático, y la distribución de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
2
A ti, que nos lees: pide un deseo.
3
Prólogo
Es como caer. Es como tropezar y sentir que pierdes el equilibrio. Es como caminar
entre las nubes y, de pronto, perder pie. Es como un vértigo. Como un mareo.
Lo es todo en la nada.
Escuchar su voz es sentir que nunca he estado completa antes. Que nunca volveré a
estarlo. Sentir que la oscuridad se convierte en plata, que el silencio se ondula y se
quiebra. Y entonces solo existe su hechizo. Solo existen sus palabras, que no alcanzo a
comprender, pero que me hablan. Que me llaman desde algún otro lugar lejano. Que me
queman y me arrastran. Se convierten en cadenas que me atan a la magia. Al sueño.
A él.
Solamente dura un segundo.
Olvidarlo será imposible.
4
Marcus
Preludio.
El silencio de la noche engulle nuestra precipitada carrera. Se traga el ir y venir de mi
respiración fatigada. Ahoga el inquieto repiqueteo de mi corazón acelerado. Las
sombras mismas parecen querer devorarnos, pequeños en comparación con su
presencia.
Las campanas de alguna iglesia lejana tocan dos veces y llenan con el sonido de oro
las calles vacías. Nos recuerdan la hora pero a mí, que corro con el aire frío arañándome
las mejillas y el estruendo de mis pasos palpitándome en los oídos, me parece que abren
la veda de caza. El aviso se hace eco entre los muros de piedra, resonando para llegar a
todos los rincones. A todos los escondites en los que nuestra presa podría esconderse,
esperando a que las tornas cambien y pueda convertirse en el cazador de esta contienda.
Me detengo bruscamente para orientarme y escuchar lo que la brisa tenga que
decirme. Durante un instante todo se queda callado a excepción de mis pulmones, que
gritan por aire sin importar que cada gota de este helado comienzo de primavera caiga
dentro de mí como una aguja que me hiere. Me duelen los músculos de las piernas,
desacostumbrados a correr. Me digo que soy demasiado humano. Demasiado
imperfecto. Y mi presa, en cambio, es sobrenatural en fuerza y cuerpo. Mis ojos van al
cielo, en un intento de buscar ayuda de las estrellas. Ellas, titilando indiferentes, no
tienen hoy consejos para mí. La luna parece reírse de mis dudas, de mi confusión. La
niebla, reptando y estremeciéndose a ras del suelo, intenta enredarse a mis piernas,
anclándome.
Yinn también se ha detenido, siguiendo mi ejemplo. Su silueta, oscura pero aún
apreciable contra las demás sombras de la noche, es mi única compañía. Tan ansioso
como yo y al menos tan falto de aliento, busca con los ojos entornados algún elemento
5
que se haya colado en la noche de Amyas, esta ciudad durmiente que recorremos. No
dice nada, pero su mano se alza y señala hacia delante con mucho cuidado de que nada
delate su movimiento. Yo lo sigo con la vista justo a tiempo para ver un pedazo de
oscuridad deslizarse rápidamente dentro de un callejón. Mis dedos se aferran con fuerza
al bastón que sostengo en la diestra, hasta que el pico del águila que sirve de adorno en
su empuñadura se me clava en la palma. Asiento en silencio.
Avanzamos a tiempo de escuchar un grito de mujer que parece llegar al mismo
firmamento y hacer temblar el suelo que piso. Un estremecimiento se desprende por mi
espalda y siento que cualquier rastro de color huye de mi rostro.
Nuestra carrera vuelve a empezar, aunque esta vez somos perfectamente conscientes
del rumbo. De cada paso. Hay alguien en peligro. Una punzada de culpabilidad me
araña por dentro, pero me obligo a olvidarla y a concentrarme solamente en mi tarea,
que es la caza. Dentro del bolsillo de mi abrigo, el pequeño libro que ha estado
dormitando parece despertar de pronto y pedirme que lo abra. Todavía es pronto, sin
embargo.
Cuando nos asomamos al callejón, con el miedo de llegar demasiado tarde latiéndome
en las sienes, la más extraña de las escenas nos recibe.
La criatura, más salvaje que humana, se alza imponente sobre los adoquines, rodeada
de sombras pero sin llegar a fusionarse con ellas. No hay sitio para él entre las tinieblas
de este mundo. No hay sitio para él fuera de su propio hogar, donde debería quedarse.
Su aullido, cuando nace de lo más profundo de su cuerpo, es de miedo y de tristeza,
llamando por todo aquello que conoce. Por todo aquello que no está. Y aunque me
gustaría decirle que lo comprendo, hacerle entender que pronto todo estará bien, sé que
es inútil razonar con él… o con su terror.
6
Me doy cuenta de que la alta figura se encorva sobre una más pequeña y frágil. La
luna, asomada desde una nube, me permite ver la silueta imprecisa de una muchacha
encogida contra el muro. Podría ser de cualquier edad, aunque es delgada y no muy alta.
Aunque no puedo ver su rostro sé que en él se dibujará la sorpresa y el horror de la
situación. Trago saliva y me concentro en pensar.
Yinn es más rápido que yo. Se lleva una mano a la boca y un silbido sale de sus
labios. Es todo lo que necesitamos. Hay un segundo de silencio al que sigue otro de
tensión y después, lentamente, nuestra presa se vuelve.
Me fijo en sus ojos, más negros incluso que lo que nos rodea. Que los muros
centenarios. Que el suelo regado aún de charcos. Que el cielo por el que viajan las
nubes. La luna se oculta y yo respiro hondo, con el bastón firmemente sujeto en caso de
necesitarlo. El libro lo agarro con la zurda, mostrándoselo en un intento de que entienda.
Parece hacerlo, porque hay algo de reconocimiento en el gruñido que escapa entre sus
fauces entreabiertas. Se acerca tambaleante, tentado. No parece que vaya a atacar pero,
por si acaso se le ocurre hacerlo, dejo el volumen en el suelo, abierto. Las páginas
parecen hablarle. Parecen contar historias, mientras una brisa suave las mueve. Puede
que logre escuchar su nombre de labios incorpóreos, lejanos.
Más allá de lo que me ocupa oigo a la mujer proferir un suspiro de alivio lo
suficientemente alto como para que vuele hasta mí. Más tarde me aseguraré que está
bien, pero ahora me concentro. Le indico a Yinn con un ademán que se aparte y yo
mismo doy un paso hacia atrás. No es miedo lo que me mueve, sino cautela. Respiro
hondo, controlando cualquier instinto de supervivencia que pueda salir a flote cuando
siento el aliento húmedo demasiado cerca de mi rostro. Me aseguro que no me hará
daño. Sabe, de alguna manera primitiva e inconsciente, que yo lo voy a salvar. Que no
soy una amenaza.
7
Una palabra se desliza sobre mi lengua. No sería capaz de contenerla aunque quisiese.
El aire parece detenerse. El libro, cerca de mis pies, tiembla y guarda silencio en su
somnolencia. Contra el paladar, fluyendo quedamente, las sílabas se deshacen y parten
de mis labios. Es como si cada una de las letras tuviese vida propia. Conozco cada
inflexión desde incluso antes de nacer, pero su llegada siempre me sorprende por su
belleza, por cómo se respira la magia y cómo la siento correr por mis venas incluso
cuando la mayor parte del tiempo solamente duerme, plácida y recogida en algún
secreto rincón de mi mente.
El portal se abre y yo cierro los párpados, disfrutando del poder que eso me da. Es
como si durante un segundo, un breve instante de tiempo detenido, me hallase en el
umbral entre dos mundos. Dos lugares diferentes por completo, brillantes, que me
llaman con su sinfonía de voces y olores. Tengo la lejana certeza de que alguien susurra
un agradecimiento en su corazón, aunque la frase nunca llega a ser articulada.
Un destello breve que sobresalta a las sombras.
Después, silencio.
Cuando vuelvo a abrir los ojos, preso de una súbita paz, lleno con el sabor del trabajo
bien hecho y con la certeza de que todo vuelve a estar en su lugar, suspiro. Ya no hay
aquí ninguna criatura a la que temer. El lobisome estará en algún bosque, ahora, que
pueda reconocer, muy lejos de aquí, de Albion.
La brisa se vuelve a poner en marcha. El reloj se mueve de nuevo, inquieto por los
momentos perdidos. La noche vuelve a ser noche. Me agacho con cuidado y recojo el
tomo del suelo, que cierro. El aliento escapa de entre sus páginas al tiempo que lo hago.
Me parece que se acomoda en mi mano y cae inerme una vez más. Lo guardo en el
bolsillo.
8
Recuerdo que otro asunto requiere mi atención, así que dirijo mi mirada hacia ella.
Aún encogida sobre sí misma, probablemente asombrada y asustada a partes iguales, la
contemplo arropada entre sombras. Me doy cuenta de que ella tampoco encaja aquí.
Que no es una de los nuestros. Me fijo en Yinn, a mi lado, esperando que él comparta
mis hipótesis. Un gesto suyo es suficiente para que entienda que así es, unidos por una
muda complicidad. Con pasos rápidos se aleja, probablemente en busca de un farol con
el que poder ayudarnos a evaluar la situación.
Me adelanto con cautela, en un intento de que se acostumbre a mi presencia. Pienso
en ella como en un animalillo asustado. Si no soy lo suficientemente delicado escapará
y no la podré coger jamás. Como un cervatillo. Como una ninfa que se escurrirá entre
mis dedos. En principio, al menos, no lo hace. Me humedezco los labios y la escucho
coger aire bruscamente. Me detengo.
—¿Se encuentra bien?
No parece muy segura. Turbada por todo lo que ha visto en apenas unos minutos, ni
siquiera ella es capaz de decirlo a ciencia cierta. Aún encogida sobre sí misma, percibo
que me observa. La sombra de su mano se alza hasta su sien. Se palpa la cabeza pero no
parece encontrar nada que la alarme. Finalmente, con un titubeo, la veo asentir.
Entiendo su perplejidad. Entiendo que esté confundida y aterrada. Pero no hay nada,
en esta oscuridad que nos acecha, que yo pueda hacer por devolverla a su hogar. Le
tiendo la mano, en un intento de ayudarla a levantar. De mostrarme amistoso. Detrás de
mí escucho los pasos acelerados de Yinn, que ha conseguido un farol probablemente de
algún portal. Lanza un poco de luz sobre la frágil figura, que se vuelve aún más pequeña
al comprobar que no estamos ella y yo solos. Tengo el fugaz atisbo de una muchacha.
Cabellos oscuros. Rostro adolescente. Ropas extrañas.
9
—Me llamo Marcus Abberlain —me presento, decidiendo dejar a un lado detalles en
ese nombre que solamente añadirían preguntas a su cabeza y problemas para su
entendimiento—. Estoy aquí para ayudarla.
Ella no responde. Sus labios apenas sí se separan. Nos observa como si fuésemos dos
fantasmas salidos de un sueño. O como si estuviera viviendo una pesadilla. En un
segundo parece que abre la boca, pero entonces sus párpados caen y se aprietan. Su
mano se alza y toca su cabeza, aunque esta vez el gesto es iluminado y no tengo
problemas para verlo. Parece que le duele. Un gemido escapa de su garganta y un jadeo
me llena de ansiedad. No hay sangre en sus rizos castaños, sin embargo. Me agacho
junto a ella, en un intento de examinarla mejor. Cuando consigo que aparte los dedos de
su propia piel, sin embargo, no hay heridas que reclamen mi atención. Eso, sin embargo,
no significa que no haya recibido ningún golpe.
—Tranquila —le digo, aunque ni siquiera sé si me entiende. No tiene por qué hablar
mi idioma, al fin y al cabo. No obstante, creo que puedo hacer que mi tono transmita lo
que siento—. Todo va a estar bien.
La cojo del brazo y, a pesar de que ella no es de mucha ayuda, la alzo y la obligo a
ponerse en pie. Me parece más liviana de lo que había esperado. Noto su cuerpo cálido
apoyado contra el mío y lo siento estremecerse en la noche fría. Le tiemblan las piernas.
La luz lanza sombras sobre su rostro cuando sus párpados se entrecierran. No parece
mirarme, sino que se fija en el suelo oscuro, como si tratase de enfocarlo.
—Marcus… —Su voz me sobresalta, suave, pero me aseguro de no soltarla. No voy
a dejarla caer—. Yo soy… —Hace el esfuerzo de alzar la cabeza, pero no llega a
conseguirlo del todo. Sus ojos se fijan en los míos solamente entre las pestañas. Hay un
suspiro y unos labios que luchan por volver a decir algo—. Me llamo Ilyria… Yo…
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La insto a avanzar, pero ella no es capaz de responder a mis esfuerzos. No voy a
conseguir que se quede despierta. Trastabilla y cae entre mis brazos, los cuales ya están
preparados para recibirla.
—¿Señorita?
No hay respuesta incluso cuando la muevo, acomodándola contra mi pecho. Su
rostro se ve blanco e inquietante, con las sombras acariciando su piel, ahora envuelta en
una palidez mortal.
La luz del candil titila y se apaga.
11
Ilyria
Despertar.
El aullido de un lobo se confunde entre sueño y realidad.
Ha sido una pesadilla.
A medida que despierto las imágenes de mi sueño se van perdiendo en mi memoria.
Poco a poco se hunden, sin dejar casi rastro, aunque no de la manera natural.
Normalmente nunca recuerdo mis sueños, pero esta vez hay algo en mi cabeza que se
resiste a ser eliminado. Por ejemplo, ahí está el aullido, todavía resonando en mis
sienes. En algún recoveco de mi memoria también persisten unos ojos morados, firmes
y serios, que me observan bajo un ceño fruncido en un mohín de preocupación. Una piel
de color aceitunado. Un nombre…
Me quejo, encogiéndome sobre mí misma. Nada tiene sentido. Ningún dato de los
que me rondan por la cabeza tiene una conexión real. Pronto doy por perdido el
recuperar mi sueño y suspiro hondamente, destensándome sobre el lecho en el que he
estado durmiendo hasta ahora.
Solo tardo un par de segundos en darme cuenta de que algo no está bien.
En mi cuarto vuela un extraño olor a lavanda. A mi alrededor oigo susurros. Mi cama
no parece mi cama. La luz golpea mi rostro con más fuerza de lo que lo haría
normalmente. La ventana de mi habitación, por ejemplo, es demasiado estrecha para
dejar pasar tanta luz. Las sábanas que cubren mi cuerpo parecen más suaves que de
costumbre y, de hecho, el colchón sobre el que me acuesto es mucho más amplio que el
de mi pequeño apartamento…
En un intento de encontrarle explicación a mi situación actual, aún sin abrir los ojos,
intento recomponer el día anterior en mi memoria.
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Comida. Recuerdo haber comido con mis padres en aquel restaurante italiano. El de
siempre. Ese al que se va en todas las ocasiones especiales… o cuando quieren pedirme
algo. Saben que me gusta. Es una manera amable de instarme a escucharles. Lasaña.
Aún está fresco en mi memoria haber estado jugando con el tenedor, removiendo la
comida, mientras ellos me miraban censuradores. Mientras me hablaban de cosas en las
que prefería (y prefiero) no pensar. Cosas que no podía entender porque no eran lo que
yo quería. Lo que quiero. Aún puedo sentir en mi estómago cómo ha caído cada bocado.
Cómo ha caído cada palabra. La sensación sigue siendo tan desagradable… El sabor de
la comida se perdía con cada una de sus frases mordaces, que intentaban alejarme del
camino que he elegido.
—¿Crees que está despierta?
Intento obviar la voz que no reconozco, pero que ha sonado muy cerca de mí. Esa
voz, en mi realidad, no debería existir. «No existe», me corrijo para darme más
seguridad.
Sigo dormida, probablemente, por eso tampoco consigo recordar del todo el pasado
día… Todo lo demás está borroso. Salí del restaurante después de negarme a discutir
allí, en medio de toda la gente que sentía mirándonos. Caminé sin rumbo, con la única
intención de escapar, y acabé en la librería. En mi librería. Recuerdo que cerré la puerta
con tanta fuerza que los cristales del escaparate temblaron. La rabia, la frustración. El
hecho de sentirme entre las paredes de mi refugio calmó un poco. Eché el pestillo y fui a
sentarme sobre el mostrador de madera oscura. Respirar el aire fresco, el aire que olía a
mil mundos encerrados entre papel y tapas, me devolvió la cordura. No necesitaba
silencio, por lo que la tienda era el mejor de los lugares para mí en aquel instante.
Imaginaba que la letanía sin voz que solo yo podía escuchar eran las peticiones lejanas
13
de universos allí congregados para que yo me sumergiera en sus océanos, para que
caminase por aquellas tierras soñadas de luz y palabras.
—No lo sé, thàyre. De lo único que estoy seguro es que deberías estar con Angela y
no aquí.
Otra voz desconocida. Una vez más prefiero no escuchar. «No existe», me repito.
Sé que me moví como en un sueño por entre las altas estanterías. Sé que nadé por los
pasillos a cámara lenta, suspendida en las sensaciones del momento. Todo dejó de
importar en ese instante. Me quedé solo con el olor a sabiduría. A aventura. El sabor de
las palabras que quería leer en mi lengua. El tacto de los lomos contra las puntas de mis
dedos mientras paseaba sin rumbo por lo que para mí es algo más que “una simple
librería”. Más de lo que ellos entenderán jamás. De lo que él entenderá jamás. Mi padre
nunca podrá comprender hasta qué punto ese lugar guarda todos mis sueños. ¿Cómo
puede, entonces, tener la certeza de que esto no es lo que yo quiero? No se da cuenta al
hablar de que escucho sus verdaderas palabras. Sus pensamientos, acallados en un
intento de llamar a lo que él cree que es mi sentido común. “No es lo que yo quiero”,
me decía anoche sin necesidad de hablar. Y eso es muy diferente. Ya soy lo
suficientemente mayor como para hacer de mi vida lo que se me antoje. He decidido. Y
seguiré mi propio camino. Que siga él el suyo.
—No tengo la culpa de que las lecciones de Angie me aburran. Me ha parecido que la
chica se movía. ¿Has pensado que pueda ser un regalo para mí? Mi propia sirvienta, ya
que queda tan poco para mi cumpleaños…
¿Sirvienta? De pronto no puedo ignorar más las voces, aunque abrir los ojos significa
aceptar que no estoy en mi cama, en mi apartamento. Que hay alguien de verdad a mi
lado. Dos personas, de hecho, que han estado manteniendo una conversación mientras
yo intentaba hacerme la dormida.
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—Si el thaýr Marcus escuchara eso…
Marcus. El nombre me atraviesa la mente. Lo conozco. Sé de qué habla. Un rostro
serio, de labios fruncidos y expresión borrosa, aparece dentro de mi cabeza. Ojos
morados... ¿Puede haber iris de ese color? No, por supuesto que no. Ha sido parte de ese
sueño inconexo y sin sentido. ¿Es que acaso sigo en él? Eso tendría lógica. Es lo único,
de hecho, que puede tenerla. Y si es así, si por alguna extraña razón estoy en medio de
una ensoñación… ¿qué más da si miro a mi alrededor?
La luz me acuchilla las pupilas. Casi las siento encogerse, agazaparse, controlando la
entrada de luminosidad. Cierro los párpados con fuerza y gimo. Me escondo bajo las
mantas. Escucho una exclamación a mi lado y quiero desaparecer. Durante un segundo
me siento de nuevo una niña que lucha contra la llegada del día para no tener que salir
del cuarto e ir al colegio.
El respiro no me dura mucho.
—¡Extranjera!
Las mantas me son cruelmente arrebatadas y yo vuelvo a quejarme. De hecho, me
giro hacia la voz con ojos entornados y le gruño.
Ante mí hay una niña hermosa. No es una hermosura exactamente angelical. No
cuando tiene los finos labios rosados fruncidos en un mohín. Y dudo que los ángeles
puedan tener en su repertorio de expresiones ese gesto orgulloso con el que me mira
esta muchacha apenas salida de la infancia.
Me incorporo lentamente, resoplando durante un segundo. La contemplo con fijeza y
ella responde al escrutinio haciendo lo mismo conmigo. Tiene los cabellos negros,
oscuros como las alas de los cuervos y los mechones completamente lisos caen cortados
a la altura de sus hombros. Su rostro es tierno todavía, redondeado y blanco como la
cerámica. Tiene los ojos verdes, intensos, grandes y llenos de infantil curiosidad.
15
Parecen dos esmeraldas que se hayan engarzado alrededor de sus pupilas, rodeadas de
negros y largos hilos de azabache.
No obstante, no parece una chiquilla normal: su cuerpo menudo está vestido con las
ropas más elaboradas que jamás he visto. No se trata solo de que esté cubierta como una
de las muñecas de porcelana que aún atesoro en las estanterías de mi cuarto, sino que
bien podría haber sido una que hubiera cobrado vida y decidido presentarse ante mí con
sus brillantes zapatos de charol, sus calcetines blancos y su vestido por debajo de las
rodillas. Sus prendas están llenas de encajes y volantes, de pequeños y hermosos
detalles, como las perlas que lleva a modo de botones en el vistoso cuello bordado de su
blusa. Parece una niña salida de una película de época, parte de una familia acaudalada
que podría haber vivido durante el período victoriano. Durante un segundo temo
encontrarme ante a una pequeña Claudia que en un momento se aprovechará de mi
embelese y saltará sobre mí para chuparme la sangre. Me estremezco y sacudo la
cabeza, decidiendo que tengo que dejar de leer a Anne Rice.
La muchacha se gira de pronto, dándome la espalda. Sus delicados puños están
apoyados en lo que empiezan a ser unas caderas de mujer. Es extraño ver tanto orgullo
contenido en una figura tan pequeña. ¿Cuántos años podrá tener? ¿Once? ¿Doce?
Su mirada va a encontrarse con la de un chico que debe tener mi edad más o menos.
Lo reconozco. Imágenes de mi sueño se agolpan en mi mente y me golpean con
contundencia, aunque de nuevo demasiado vagas y demasiado confusas para poder
ordenarlas correctamente. Se mezclan y se confunden. Me marean. El ver al muchacho
me hace convencerme aún más de que esto no puede ser real, sino que de alguna manera
sigo viviendo esa ilusión sacada de mi cabeza. Es cierto que este sueño resulta extraño y
más vívido que nunca, pero no puede ser otra cosa.
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Lo peor de todo, sin embargo, es que no recuerdo realmente haberme quedado
dormida. ¿Y no es cuando te convences de que vives en un sueño, de que eres
responsable de tu cuerpo y tus acciones, cuando despiertas?
—¿Estás seguro de que no se va a quedar? Papá la habría devuelto a su mundo si así
fuera. No la habría dejado dormir aquí —comenta el más pequeño de los productos de
mi imaginación.
Quizá me he desmayado. No sería la primera vez, después de todo. La anemia a veces
me juega malas pasadas. A lo mejor yazco en medio de la librería, entre las estanterías,
sobre el duro y polvoriento suelo. Me estremezco solo de pensarlo. Pero al menos, si es
así, tarde o temprano tendré que volver en mí. Mientras me intento convencer a mí
misma, las palabras penetran en mi mente con la lentitud calculada de la asimilación. He
dormido en una cama soñada, como soñadas son la niña y sus ropas. ¿En qué instante se
volverá todo más extraño? Porque, por el momento, esta quimera tiene un argumento
demasiado plausible. Pronto tendrán que empezar a aparecer y desaparecer cosas, a
encontrarme en otros lugares… Quizá si me levanto…
Cojo aire y me muevo lentamente hacia el borde de la cama. Me siento algo mareada
y, para más frustración, las piernas se me enredan continuamente en la tela de un largo
camisón que no soy consciente de haberme puesto en ningún momento. Una prueba más
de que esto es un sueño: yo nunca tendría una prenda tan larga y tan hortera.
El muchacho que está presente, a quien la chiquilla se ha dirigido, me mira como si
temiera que fuera a caerme. Se pasa la mano por la mejilla y recuerdo que allí hay una
marca parecida a un tatuaje. Es un diseño complicado que no sabe pasar desapercibido:
una estrella toma forma en el centro de un libro abierto, inscrito, a su vez, en un círculo.
Es hermoso a su manera, con sus líneas negras contra la piel aceitunada del joven. Los
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ojos oscuros del chico van de una figura a otra sin saber en quién centrar su atención.
Probablemente no tenga ni la menor idea de lo que va a pasar conmigo. Yo tampoco.
—Lo que el thaýr y la muchacha decidan —considera al fin— no debería importarte
hasta que se te anuncie. Ahora vuelve a la lección con Angela, antes de que decidan
castigarte de nuevo.
La niña ignora premeditadamente su consejo y se vuelve hacia mí, que ya he
conseguido ponerme en pie. Las piernas me tiemblan incontroladamente bajo la pulcra
tela blanca. Este sueño no me gusta. Los sueños no duran tanto. Y eso de sueños dentro
de sueños solo pasa en las películas como Origen. En realidad no se sueñan cosas tan
complicadas ni tan elaboradas. Además, el hecho de que aún no han empezado las
incoherencias no deja de taladrarme la mente.
—¿Vas a quedarte aquí?
Su voz aniñada, dulce, dirigiéndose a mí, me arranca un parpadeo. Las palabras salen
de mis labios sin ni siquiera pensarlas. En su camino de salida, se atropellan las unas a
las otras sin remedio.
—Tengo que despertar.
En mi ignorancia, en mi tozudez, esa frase tan absurda tiene mucho sentido. Asiento,
convencida, y repito:
—Tengo que despertar.
Mis pies descalzos se mueven por inercia hacia la puerta mientras la niña y el
muchacho me siguen con la mirada, sorprendidos. En sus ojos veo que no entienden mi
comportamiento. Que no saben de lo que hablo. Eso está bien. Es algo, cuanto menos,
lógico. Lo primero desde que he abierto los ojos.
La ficción, después de todo, nunca admite ser solo eso.
18
Marcus
Intrusa.
Esa muchacha parece haber sido traída por la primavera. Las nubes han debido dejar
caer primero la lluvia y, antes de desaparecer, me la han encomendado a ella. Tiene
sentido, al menos, mientras escucho la algarabía de los pájaros a mis espaldas. El sol,
después de varios días sin salir, ha vuelto hoy a brillar como si fuera la primera vez que
se deja ver. Como si fuera el comienzo de una nueva vida. La brisa sopla con un compás
irregular que me trae recuerdos de otras estaciones, de otros climas, de otros silencios
que, llegando de puntillas como ahora lo hace este, me estrecharon en su abrazo
asfixiante.
Cuando desperté esta mañana y me asomé a su cuarto, ella aún dormía plácidamente,
ajena a este mundo que ahora se abre ante ella. Ajena a sus posibilidades. A su
maldición. A su marca ahora imborrable, un estigma que la acompañará allá a donde
vaya con su peso inaguantable…
Decido concentrarme en otra cosa mientras miro los sobres llenos de manuscritos; la
eterna esperanza, los mil mundos que me esperan. Algunos son falsos, artificiales: una
trampa para los sentidos que nunca se abren ante ti como deberían. Otros, en cambio,
son hermosos y reales, capaces de devolver al muerto a la vida, capaces de lanzarte a
otros universos como puertas abiertas a la aventura.
Intento ignorar los pasos artificialmente ahogados que se dirigen al final del pasillo,
tras salvar la puerta de mi despacho. No me importa. Por esta vez dejaré que Charlotte
sacie su curiosidad. Aunque tengo la esperanza de convertirla en una verdadera dama
algún día, también sé aceptar que es una niña. Que necesita algo de libertad. Que debe
descubrir algunas cosas por sí misma. Además, no tiene la oportunidad, muy a menudo,
de conocer a personas nuevas. Quizá esto le haga bien.
19
Una puerta se abre y se cierra. Se escuchan voces amortiguadas y yo intento volver a
mi lectura, a mi eterna maldición. Sin embargo, hoy no me concentro. Suspiro y me giro
en mi sillón, atendiendo a la ventana. Algunos pétalos tempranos se dejan llevar por el
aire en su búsqueda por algo que no pueden ver. Que no pueden encontrar. Suspiro. Por
algo que ya nunca más volverá…
Cojo aire y me inclino un poco para abrir el cajón más bajo de mi escritorio. La llave
permanece en la cerradura, consciente de que nadie osará abrirla aunque tenga la
oportunidad. Con la llave puesta, como si precisamente invitase a ser abierto, nadie diría
que ese cajón guarda misterio alguno. Sé que Charlotte rebusca en esta habitación en su
afán de conocimiento. Sin mala intención, me aseguro. Pero aunque conociera mi
secreto no podría llegar hasta él. No sabría de su esencia. No podría averiguar nada de
mí.
Mis dedos rozan el libro negro que guardo. Éste parece estremecerse y cobrar vida
bajo mi toque. La llegada de esa nueva visitante que descansa en la habitación de al lado
me ha recordado su existencia. Aun a través de los guantes percibo la encuadernación
rugosa, con sus pequeñas imperfecciones agravadas por el tiempo. Tres años lleva ya en
este escondite, esperando. Pero, ¿esperando por qué? Quizá llegue un momento en el
que tenga que decir la verdad. Me estremezco. El libro todavía me recuerda a ella.
Imágenes inconexas se arremolinan tras mis párpados: su piel pálida. Una sonrisa
cruelmente hermosa. Una voz que susurra mi nombre en mi oído. La frustración y el
desengaño. Amargo placer.
Frunzo el ceño y cierro el cajón con un golpe seco, enfadado conmigo mismo, como
cada vez que pienso en su cuerpo yaciendo entre las sábanas. En sus movimientos
perezosos y sus caricias, que ahora se me antojan un mero premio de consolación. Yo
era su juguete y ahora ella… Suspiro hondamente y aparto cualquier idea de mi
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pensamiento. ¿Desde cuándo dejo que me domine el pasado? ¿Desde cuándo me pierdo,
de nuevo, en esa mirada que ahora está vacía, hundida en las cuencas de la Muerte,
como tantas otras antes?
Durante otros diez minutos intento prestar atención a mi lectura, hasta que finalmente
me doy por vencido. Me levanto y camino sin rumbo por el cuarto, abriéndome paso
entre pensamientos que me llevan camino de ninguna parte. Lejanos me llegan los
sonidos de esta primavera que pretendo ignorar.
En una decisión precipitada decido que ya es hora de que Lottie vuelva a sus clases y
de que yo saque a la muchacha de mi casa. Es por eso por lo que salgo al pasillo
después de cerrar la puerta del despacho tras de mí. Me detengo un segundo en el
corredor, arreglándome las mangas, y alzo la mirada cuando la entrada al cuarto de al
lado se abre y una joven en camisón se desliza, aún descalza, fuera de la alcoba.
Permanezco quieto, detenido a mitad de mi acción, con los dedos entorno a la tela de
mi camisa y la mirada fija en el frente. Como si pretendiese mimetizarme con las
paredes, aguanto la respiración mientras ella, desorientada, contempla el corredor al
tiempo que camina. Tiene un andar torpe, algo adormilado, como somnolienta es su
expresión. Los ojos castaños aparecen velados por el sueño, por la incomprensión. La
arruga de la almohada se le ha quedado marcada en la frente y un leve perfume a
lavanda llega hasta mí. Los cabellos, oscuros como sus ojos, caen sin orden ni concierto
sobre la blanca tela que cubre sus hombros. Parece más pequeña y frágil de lo que me
pareció ayer, ataviada con esa prenda que fue diseñada para una mujer más alta y con
más cuerpo. Como un adolescente, me quedo prendado de la imagen que se me muestra,
descubriendo con la imaginación, más que con la vista, los regalos de un cuerpo que se
me antoja diferente al de las estáticas damas que pasean por la calle. Pienso en ella, sí, y
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las comparo inevitablemente, porque esa es la geografía que estuve estudiando durante
meses, las marcas y las líneas que se me han quedado grabadas en mente y manos.
Cuando alza sus ojos marrones, nuestras miradas chocan. Un choque brutal que me
sobresalta. Ella entorna los párpados y recorre mi impecable traje, mi rostro blanco, mi
altura entera. Sé que busca una referencia, algo que la ayude a situarse, confundida
como está. O quizá simplemente intente concienciarse de que esto es un sueño. Si yo
estuviera en su lugar querría hacerlo. Sería mi forma de defensa contra lo desconocido,
contra lo que trataría de asustarme, contra lo que escaparía a mi comprensión. Entreabre
los labios y la escucho coger aire, ansiosa, mientras descubro una pregunta formándose
en su garganta. Y, aún así, soy yo el que habla primero, con la voz más seca y más seria
que consigo reunir. De mi rostro se cae la expresión y me convierto en un ser
indiferente. Ella no me importa, solo es una intrusa. Una desconocida que está de paso
por esta vida que, por mucho que lo intento, no llego a apreciar del todo.
—Ya ha despertado.
La muchacha cierra los labios y los frunce ligeramente. Al hacerlo, el inferior se
escapa levemente hacia fuera y una arruga se hunde entre sus finas cejas.
—Thaýr…
Yinn está tras la joven, quieto, esperando órdenes, a pesar de que yo no tengo
ninguna que darle. Parece algo preocupado, como si supiese que hay algo mal, que no
todo está como debería. Charlotte también se ha asomado fuera de la estancia. Es en ella
en quien centro mi atención. La veo sonreír, primigenia imagen de la inocencia, y niego
con la cabeza, avisándola de que ese truco no funcionará. Su rostro adquiere entonces el
leve rubor de la vergüenza. Se frota un brazo.
—Vuelve ahora mismo a tus clases, Charlotte. Y que sea la última vez que abandonas
el aula antes de que sea la hora.
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Casi la escucho tragar saliva, culpable y decepcionada. No ha podido disfrutar nada
de su pequeña escapada. Y aunque antes yo había creído que le haría bien conocer a otra
gente, ahora casi me arrepiento de ese absurdo pensamiento. Le haría bien conocer a
otros niños de su edad, no a muchachas que caminan en ropa de cama por mi pasillo.
Con un suspiro pasa junto a Yinn. Echa solamente una discreta ojeada a la recién
llegada y luego camina por mi lado. Alzo la mano un segundo, para rozar sus cabellos
con mis dedos, despeinándola suavemente en un gesto que ella reconoce como de
cariño. No en vano la veo sonreír. Sin ir más lejos, de hecho, yo mismo me encuentro
con una sonrisa tenue en los labios.
Una vez se ha metido de nuevo en el aula escucho cómo la puerta se cierra, justo
después de que Angela entone con su voz de cristal unas palabras que no suenan a
reprimenda verdadera. Me vuelvo hacia el muchacho que espera, diligente, tras la
paralizada chica. Repuesto al fin de la impresión de nuestro encuentro, doy con las
palabras y las acciones adecuadas.
—Llévatela dentro y haz que se vista. No es nada decoroso que se pasee en camisón
por la casa. Y no es un buen ejemplo para la niña, decididamente.
La desconocida se mira al escucharme hablar. Alza una ceja. La presión de sus labios
unidos los torna ahora descoloridos.
—¿Bromeas? —Me espeta sin modales algunos, mirándome descaradamente a los
ojos—. Hay días que salgo a la calle con menos tela.
Y para enfatizar que realmente cree que la prenda es demasiado larga, se alza la falda
hasta las finas rodillas y luego la deja caer de nuevo con un revoloteo que acaricia la
alfombra. Me observa, desafiante, y yo siento una ligera aversión por sus provocaciones
y su descaro.
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—Pero estas no son las mismas calles por las que alguien pueda comportarse o
vestirse como se le antoje. Aquí las damas se cubren en presencia de los caballeros,
muchacha.
Ella resopla y deja los ojos en blanco, como si yo fuera una vieja institutriz con la
misma cantinela de siempre: la que ella conoce y odia con todas sus fuerzas. Sé cómo se
siente, pero no por ello voy a dejarle hacer su parecer. Hay unas reglas que hay que
cumplir. Cuando se marche podrá recordar todo esto como la sombra de un mal sueño.
—Bueno, no veo ningún “caballero” aquí, aparte del chico al que tratas como si fuera
tu mayordomo —me replica—. Y no le he escuchado quejarse.
Yinn deja escapar una estúpida risita que corta con una tos casual cuando yo lo
censuro con la mirada.
—En primer lugar, él es mi mayordomo. Y realmente el problema no es que yo no
sea un caballero, sino que no se me ocurre peor ejemplo de dama. —Contengo un
suspiro de resignación, como si estuviera de nuevo intentando hacer entrar a Lottie en
razón, y echo un vistazo por encima del hombro de la muchacha. Ella frunce el ceño,
ofendida, cuando decido ignorar que está justo delante de mí—. Vístela. Que se reúna
conmigo en la salita.
Ella deja escapar una exclamación cuando el chico asiente y la coge del brazo para
obligarla a seguirle. La joven se revuelve y bufa, soltándose. Se acerca a mí y me encara
con la expresión indignada de una fierecilla. Sus ojos castaños se clavan en los míos de
una manera que hacía años que no presenciaba.
—Puedo vestirme yo solita: no soy una muñeca. —Cruza los brazos, enfadada, con
un rubor asomando a sus mejillas, y alza la barbilla—. Y como esta es mi ensoñación,
yo decido qué hacer. Y en este momento lo único que quiero es despertar.
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Frunzo el ceño en un principio, sin comprender, y luego asiento, dándome cuenta de
lo que piensa. Como yo creía, debe haberse aferrado a la idea de que esto es un sueño,
un mero producto de su imaginación. Si supiera lo real que es todo esto en realidad
quizá se lo hubiera pensado dos veces antes de hablarme de la forma en la que lo ha
hecho… o quizá no.
—Ayer no parecía creer que fuéramos producto de su imaginación —apostillo,
empezando a perder la paciencia.
Entorna los ojos, parece que intentando recordar. Tratando, inútilmente, de verse el
día anterior a la noche, cuando la encontramos a punto de ser atacada por aquella bestia.
Un hombre lobo la arrinconaba contra el callejón. Ni siquiera es sorprendente: aquí, en
Amyas, todo puede pasar. Cualquier criatura puede salir de los rincones en cualquier
momento, ya sea buena o mala. Pero el animal solo estaba perdido, solo necesitaba
comprensión. Eso y, por supuesto, el libro que yo tenía en mis manos.
La joven no hizo preguntas entonces, pero quizá hubieran salido de sus labios si no
se hubiera desmayado. Supongo que las emociones, junto con un posible golpe,
actuaron de anestesia para ella durante el resto de la noche. Así pues, no me extraña
que pensara que todo lo que ocurría era un sueño: uno en el que ella cambiaba de
mundo, una bestia la atacaba y un muchacho la salvaba. No estaba despierta para ver
que la traía en brazos a la mansión durante todo el camino. Tampoco que Yinn le ponía
el camisón o que la acomodábamos en una de las habitaciones. Nada perturbó su sueño.
Yo, en cambio, no pude cerrar los ojos en muchas horas. Solo cuando amanecía
conseguí descansar, aunque apenas fue una hora de incómodos sueños traídos del
pasado y desfigurados por el tiempo y mi subconsciente
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—Ayer. Ayer… —repite ella, en el presente, en un acto de concentración. Se lleva
una mano a la frente, masajeándose las sienes, y termina negando con la cabeza—. No
puede ser cierto. Estaba en mi librería y…
Me mira y yo, encogiéndome de hombros, le doy la espalda y echo a andar por el
largo pasillo. La muchacha se queda un segundo en blanco ante mi reacción y, después
de trastabillar, me sigue. Incluso cuando intento no prestarle atención siento sus pasos
algo torpes, aún adormilados, descoordinados, ahogados por la espesura de la alfombra.
No me giro, aunque su presencia me pone algo nervioso. Por eso, quizá, acelero el paso
y bajo las escaleras con rapidez.
—Espera —me pide ella algo falta de aliento—. Para ahí. Creo que me merezco una
explicación. —Y antes de que lo espere una ronda imposible de preguntas salta desde
sus labios y me acribilla—. ¿Dónde estoy? ¿Quién eres tú? No puedes realmente esperar
que crea que no estoy en mi época, ¿verdad? ¿Cómo puedo estar segura que no es un
sueño? ¿Y qué pasó con la… criatura de anoche? ¿Cómo he podido aparecer aquí? —
ríe, en un gesto que se me antoja algo histérico—. Esto es ridículo. Estoy soñando.
Suspiro exasperado. Solo me detengo para echarle un rápido vistazo por encima del
hombro.
—No hablaré con nadie que no esté adecuadamente vestido. Y esa es mi última
palabra.
26
Ilyria
Sueño.
Cuando me doy cuenta, el tal Yinn me ha arrastrado de vuelta al cuarto, a pesar de
que sigo sin entenderlo: ¿qué tiene de malo un camisón que solo deja ver los dedos de
mis pies asomados bajo el borde blanco?
El mayordomo se gira hacia mí con una sonrisa divertida en el rostro cuando entra en
la habitación, tras haber desaparecido un par de minutos. Entre sus brazos lleva un
montón considerable de tela. Probablemente la suficiente para vestir a tres personas
más.
—¿Está segura de que no necesitará ayuda, señorita?
Contemplo con un mohín de disgusto toda la parafernalia que necesitaré para
cubrirme y niego. No quiero esa ropa tan extraña y aparentemente pesada, con ese
aspecto de haber salido de una película de época. La cojo de sus brazos, sin embargo,
porque no veo mi ropa por ningún otro lado y no pienso estar en camisón todo el día. La
observo entre la curiosidad y el más profundo desagrado mientras la ordeno sobre la
enorme cama deshecha. Una camisola, unos pololos, un corsé, varias faldas y un
vestido. También hay medias y unas botas marrones que ni siquiera se intuirán bajo
tanta prenda inservible. Suspiro y le hago un ademán, rechazando su ayuda. Yo misma
puedo hacerlo. Y si no, siempre puedo buscar unas tijeras y retocar aquello que me
resulte incómodo.
La puerta se cierra a mis espaldas y yo me saco el camisón por la cabeza. Llevo
puesta mi ropa interior, así que aparto a un lado la que me han dado, descartándola. Eso
incluye el corsé, desde luego. ¿Por qué iba a querer llevar un instrumento de tortura
decimonónico?
27
Sea como sea, la vestimenta no es ahora lo que más me preocupa. Ni lo que más me
interesa. Y, definitivamente, no es lo que más nerviosa me pone, incluso si la idea de
morir ahogada entre tanta capa se antoja más que posible. Lo que verdaderamente me
crispa es él. ¿Marcus, se llamaba? Recuerdo algo parecido, al menos, de mi sueño. Ese
estirado con guantes es lo más frustrante que he podido conocer en mi vida. Es guapo,
no hay duda. Hay algo casi renacentista en su rostro, en la forma de su barbilla afilada o
en los caracoles que forma su cabello cobrizo alrededor de su cara. Pero eso no le da
derecho a ser un desagradable pretencioso. Ni siquiera el aire distinguido que tiene, tan
diferente a los chicos de mi ciudad. De hecho no creo haber visto a un chico en traje en
mucho tiempo… y definitivamente no recuerdo a ninguno que le quedara tan bien como
a él. Parece que, sencillamente, su cuerpo no podría lucir otro tipo de prenda. No le
imagino con unos vaqueros y una camiseta de manga corta, al menos. Pero ¿qué estoy
pensando? Me pone nerviosa. Es malhumorado, con ese ceño constantemente fruncido.
Y aunque hay algo mágico en él, algo que parece llamar al misterio y a la incertidumbre
que tanto adoro, todo eso queda aplacado por su mirada seria, de ese color imposible.
Esa mirada que… me juzgaba. ¿Cómo se atreve a tratarme así? ¿Y qué es para no
consentir hablar conmigo mientras visto esa tela kilométrica? ¿Un eunuco? ¿Un cura?
Porque más que un camisón hasta los pies, a sus ojos parecía que vistiera alguno de mis
bañadores de verano. Menudo estúpido.
Farfullo mientras me coloco el vestido como puedo. Maldita sea. Por muy bonita que
sea la ropa azul que me han dado, con todo ese encaje y la cinta de color más oscuro que
frunce bajo mi pecho, es lo menos práctico que he vestido en mi vida. Toda esa hilera
de botones a la espalda… Durante un segundo me lamento por mi orgullo desmedido,
que no ha permitido que me ayudasen con prendas a las que no estoy acostumbrada.
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Algo en todo esto no me gusta. Me doy cuenta de que no parece un sueño. Es
demasiado realista. En cualquiera de mis otras fantasías en las que he vestido trajes
como con el que ahora lucho, soñando con mundos basados en las novelas de Austen, la
prenda parecía natural en mi cuerpo. No recuerdo haberme sentido tan incómoda en
ninguna de esas ensoñaciones. Vestir todas esas ropas de telas tan exquisitas, tan
femeninas y con esa apariencia tan lolita era como vestir en mi mundo cualquiera de
mis vestidos cortos o mis cómodos pantalones. Oh, Dios mío. Mis pantalones. Cómo los
echo de menos. Sería muy fácil simplemente pedírselos a ese mayordomo y volver a
vestirme con ellos y mi camiseta, pero algo me dice que el estirado tampoco me
recibiría así. Aún contemplando la posibilidad de que esto sea un sueño (no puede ser
otra cosa), necesito algunas respuestas básicas: esto no parece sencillamente una época
victoriana al uso. En la época victoriana, estoy segura, no había hombres lobo ni libros
que se los tragan… Esa es otra imagen fugaz que he recuperado: el lobo desapareció
bajo las páginas de un libro abierto, con un fulgor que dio luz a la noche en la que nos
encontrábamos. Marcus tenía el libro.
Me miro en el espejo y de nuevo me siento extraña. Ni siquiera he conseguido
abrochar los últimos botones del vestido, los que más arriba han quedado y a donde mis
brazos no han conseguido llegar. Mi reflejo me recibe con los ojos marrones brillantes
de los interrogantes que pululan libremente por mi mente. Si esto no fuese un sueño,
¿qué explicación puede haber para que yo haya llegado aquí? Es más: ¿cómo puede ser
algo así real? Parece el argumento de alguna novela romántica en las que los personajes
protagonistas saltan en el tiempo de una a otra época por alguna extraña casualidad
espacio-temporal. He leído de esas. Entonces, los protagonistas, de siglos y costumbres
dispares, se descubren enamorados y arropados en noches de tórrida pasión… Sonrío
para mí y la chica del espejo me devuelve una sonrisa irónica. El pretencioso de aspecto
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victoriano no debe saber ni utilizar los dedos que esconde bajo sus guantes, por su
comportamiento, así que ni hablar de noches de tórrida pasión. Sacudo la cabeza.
Pobrecito. Qué cuerpo más desaprovechado… De nuevo me sobresalto. Pero bueno, ¿se
puede saber qué me pasa? Se supone que estoy enfadada. Muy enfadada. Claro que
estoy enfadada. Es un altanero. En el pasillo me ha observado como si se creyese
superior a mí, con esa barbilla alzada y esos ojos indiferentes. Me ha hecho sentir,
durante un instante, pequeña. Fuera de lugar. Me ha observado como lo hace mi padre
siempre que decido alzar la voz para imponer mis decisiones. Como si lo que yo pudiera
hacer o decir simplemente no valiese nada.
Se me escapa un gruñido entre los dientes y veo mi rostro crispado frente al espejo.
Mis ojos centellean un segundo. He cumplido nuestro silencioso pacto: ahora que me he
vestido como ese insoportable ha considerado digno de su presencia (lo cual no hace
más que avivar mi rabia) tendrá que escucharme. Y más le vale responder
diligentemente a todas mis preguntas. Aunque, realmente, ¿qué importa si no lo hace?
Aunque todo apunte a lo contrario yo estoy convencida de que lo que hay a mi alrededor
no es más que producto de mi imaginación.
Me dispongo a salir cuando algo en el hombro de mi reflejo, descubierto por el escote
de barco del vestido, llama mi atención. Me acerco un poco más al espejo, como si eso
pudiera darme una visión más detallada de la marca que ahora cubre mi piel allí. Un
libro y una estrella. ¿Qué demonios es eso? ¿Me ha tatuado? ¡Genial! ¡Me han marcado
como a una res! ¿Y si lo que decía esa chiquilla era cierto? ¿Y si piensan tomarme como
pertenencia y regalarme? Cojo aire, indignada, abriendo un poco más los ojos. ¡Qué
atrevimiento, tocar mi piel para sellarla! La araño esperando quitarla, como si esperase
que fuera de esas calcomanías falsas que regalan con las bolsas de aperitivos. Pero no.
Allí continúa la forma del libro, el círculo que lo rodea, la estrella en sus páginas, la piel
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enrojecida ahora por mi estúpido y desesperado intento de borrarla. Me doy cuenta de
que he visto ese mismo dibujo antes. Aprieto los dientes y mis ojos llamean.
Definitivamente, ese tipo va a escucharme.
Airada, salgo del cuarto. El mayordomo espera en la puerta, posiblemente para
guiarme hacia su amo. Me sonríe casi con diversión al verme obstinadamente cruzada
de brazos. Alzo las cejas pero decido que mi enfado no es con él. Rápidamente lanzo un
vistazo más detallado a su cuerpo. Hay algo exótico en su figura, algo extraño en su piel
de color aceitunada. Tiene los cabellos morenos y largos, recogidos en una coleta baja.
Me fijo en la marca que también decora su mejilla. La misma que destaca contra la piel
de mi hombro. Me percato de que eso es lo que mi cabeza intentaba relacionar. Ya la
había visto al despertar, pero con mis sentidos nublados por el sueño ni siquiera le había
prestado verdadera atención. De repente caigo en algo y dejo escapar una exclamación
indignada. Señalo el dibujo acusadoramente, como si en su forma pudieran residir todos
los males del Universo. Yinn da un respingo y me mira sorprendido.
—¡Me quieren hacer sirvienta como a ti! —Exclamo con los ojos salidos de mis
órbitas.
—¿Qué?
—¡La marca! ¡Este tatuaje que llevas! —Me froto de nuevo el hombro, apretando los
dientes—. ¡Ese tipo te la puso, ¿a que sí?! ¡Es horrible!
El mayordomo titubea, mirándome casi anonadado. Contra todo pronóstico termina
por reír entre dientes.
—Está equivocada. Pero será mejor que el thaýr se lo explique. Y haría bien en no
insinuar algo así si no quiere que se enfade, señorita.
Bajamos las escaleras por las que pude ver a Marcus descender antes de que me
arrastrasen para ponerme esa maldita ropa. Las medias (la única de las capas que he
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accedido a ponerme aparte del vestido) me pican en las piernas, pero estoy segura de
que esas incómodas botas me harían daño en los pies si no me las hubiera puesto. Miro
al mayordomo, frunciendo el ceño. Sus ojos chispean divertidos, con un medio gesto
abandonado en sus labios finos.
—Como si me importara lo que pudiera decirme.
—Como usted vea, señorita.
Me deja frente una puerta que abre antes de que yo misma pueda hacerlo y me insta a
pasar. Cuando entro, la madera se cierra con un chasqueo que, durante un segundo, me
pilla desprevenida. Frunzo suavemente el ceño y miro alrededor. Estoy en una sala que,
como todo allí, tiene ese regusto a decoración romántica. Es como estar en un museo de
época o en medio de los decorados de una película inspirada en el siglo XIX: destaca la
chimenea apagada, los muebles de madera cara, los sillones tan mullidos y de
apariencia lujosa. El mármol brilla, al igual que lo hace la decoración que destaca en
cada rincón de la habitación. Es hermoso. Pronto, no obstante, no es eso en lo que
puedo concentrarme, pese a que una parte de mí (esa que en el fondo admira
profundamente el siglo del romanticismo, de los poetas y la reina Victoria) quisiera
detenerse en cada detalle del arte que se respira entre esas paredes.
Más allá de todo eso, me doy cuenta de que no estoy sola. Lo encuentro. Hay unas
puertas de cristal que dan a una terraza. Allí, sentado en una pequeña mesa en la que
han servido té y unas pastas, el joven de los impolutos guantes blancos, esa figura
altanera y rostro imperturbable, lee el periódico con apariencia indiferente. Sus cabellos
cobrizos, apenas largos, se mueven con una brisa de la que él ni siquiera parece ser
consciente, demasiado concentrado en su lectura. Hay unas pequeñas gafas posadas
sobre el puente de su nariz que no recuerdo haberle visto antes, probablemente porque
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solo las precisa para leer. Tras sus cristales se esconden esos iris de imposible color
morado, tan perdidos en las letras como si él estuviera muy lejos de allí.
Mi ceño se arruga un poco más. Ni siquiera me mira, aunque sé que me ha oído
entrar. Probablemente considere mucho más importantes las noticias que sus ojos
repasan sin verdadera atención que mi propia presencia.
Carraspeo para llamar su interés. Y él… ni siquiera levanta la vista. En cambio, sin
dejar de mirar el diario se limita a hacer un ademán a la silla de en frente. ¿Es que no se
va a dignar a levantar la mirada? ¿Quién se cree? ¿Para eso me hace vestirme a su
gusto? Aprieto los dientes y me dispongo a recriminarle su actitud, pero es su voz la que
se adelanta.
—Siéntese.
¿Se supone que es un caballero? ¿Y el “por favor”? ¡Sigue sin mirarme! ¿Es normal
tener tantas ganas de tirarle por encima la taza de té que toma entre sus dedos
enguantados y se lleva a los labios?
Aunque el primer impulso es llevarle la contraria y no acceder a obedecer hasta que
se digne a mirarme al menos de soslayo, me siento. Y lo hago por pura gula, porque lo
cierto es que tengo hambre y las pastas parecen llamarme desde el platito de cerámica
fina que hay sobre la mesa de cristal. ¿Es normal tener hambre en los sueños? Me
humedezco los labios, pero sacudo la cabeza y recobro mi actitud ofendida. Aún así, me
sirvo algo de té como él ha hecho. Siento la boca seca y necesito líquido, de modo que
le doy un sorbo antes de hablar:
—¿Piensas mirarme o me he vestido como una de mis muñecas solo porque al señor
le ha dado la real gana? Porque esta ropa es lo más incómodo que me he probado en
años —le reprocho echándome hacia atrás en la silla y balanceándome.
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Él parpadea un segundo y diría que le he sorprendido, pero entonces una arruga
aparece en su frente. De nuevo vuelve esa mirada censuradora, que al principio parece
que juzga poco adecuada la noticia en la que se fijan sus pupilas. Sin embargo yo sé que
no son las letras impresas lo que le ha desagradado, sino yo. Me lo dicen sus ojos
cuando, al fin, se alzan para mirarme. Las amatistas que se atreve a lucir por mirada me
observan por encima de las gafas. Frunce algo más el ceño al ver mi postura
despreocupada y mis piernas cruzadas. Alzo las cejas.
—Compórtate —me espeta. Yo doy un brinco en mi sitio y me detengo, pero no
porque él me lo haya dicho, sino porque estoy realmente sorprendida. ¿Cómo dice?
¿Quién es él, acaso, para decidir si mi manera de actuar es errónea o no? Separo los
labios pero, de nuevo, como si considerase que nada de lo que salga de ellos debe ser
tenido en cuenta, se adelanta—: ¿Es que eres una niña, para balancearte de esa manera?
Siéntate bien. —Abro algo más la boca, atónita, y mis manos se colocan sobre la mesa.
Parpadeo—. Y trátame con más respeto. Te he dado refugio en mi casa, después de
todo, en lugar de dejarte simplemente vagando por las calles.
«Oh, oh». Lo está estropeando. Mucho. Se comporta como si debiera agradecerle la
salvación de mi alma misma. Mis manos se convierten en puños sobre el cristal y lo
miro, frunciendo los labios, apretando los dientes.
—Marcus, estás siendo increíblemente…
—¿Cómo has dicho?
Su pregunta me descoloca. Durante un instante mi indignación queda en un segundo
plano. Lo miro directamente a los ojos, sin vergüenza, y por primera vez dudo. ¿Es
posible que haya entendido mal? ¿No se llamaba así?
—¿No era ese tu nombre? Marcus, ¿no es cierto? Yo soy…
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Pero me corta. De nuevo. Una vez más. ¿Quién es el que se comporta mal aquí? ¡No
me deja ni presentarme!
—Marcus Abberlain —aclara. Yo alzo las cejas. Como si me importara su estúpido
apellido—. Pero para ti, extranjera… —Hay un matiz extraño en esa palabra cuando sus
labios la pronuncian. Aparta el periódico, decidido a dejar su lectura para otro momento.
Para cuando se haya librado de mi molesta presencia, intuyo en sus ojos. Unos ojos que,
orgullosos, de pronto me devuelven la mirada. Su barbilla se alza ligeramente— soy
Conde Abberlain.
35
Marcus
Fuera de lugar.
Aprovecho su momento de asombro, ese breve segundo en el que su boca cae abierta
y sus ojos me miran entre la sorpresa y la indignación, para contemplarla. Su rostro, aún
adolescente en la redondez pura de sus mejillas, en la forma de su cara, en sus ojos
oscuros, no dista tanto de lo que se podría encontrar en una de las damas de compañía
de la reina. Hay algo hermoso en ella, escondido quizá tras el flequillo, tras la tímida
pincelada que adorna sus pómulos. Sin embargo, el poco aire de señorita que pudiera
tener queda oculto bajo su actitud desafiante, sus malos modos y sus gestos rudos.
Puedo ver, por ejemplo, que tiene las piernas cruzadas bajo la falda o que se ha servido
té sin pedir permiso. Además, el hecho de que se atreva a tutearme en nuestro primer
encuentro es bastante molesto. Al principio había sentido compasión por ella, porque
después de todo solo es una chica perdida y alejada de su hogar, pero entonces ha
empezado a comportarse de esa manera tan insoportablemente insolente, aun cuando se
puede decir que le he salvado la vida. Ni siquiera se merece que la trate con el respeto
de las formas correctas.
El vestido azul le queda demasiado flojo en las mangas y en el escote, lo que me hace
pensar que no se lo ha abrochado adecuadamente. Quizá sea contrario a su carácter
pedir ayuda. ¿Acaso no hay algo en la forma en la que alza su barbilla ligeramente que
indica un orgullo desmedido? Las mujeres a las que estoy acostumbrado no dudarían en
pedir todos los sirvientes que pudieran conseguir y ponerlos a sus pies para que
colaborasen en lo posible. De nuevo no puedo evitar la comparación: ella habría
inundado la sala con su presencia nada más entrar. Ella habría caminado como una reina
y se habría negado a tomar asiento si yo no me hubiera levantado primero para rendirle
pleitesía, para separarle la silla. Y, desde luego, ella sabría llevar esa ropa. La llenaría
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con sus dulces curvas, mostrando la piel blanca de su escote. Las venas finas se
adivinarían en sus brazos largos, acabados en manos de porcelana, de dedos finos que
enredaría en sus propios cabellos mientras me contemplase obstinadamente entre las
pestañas. La mirada de fuego que me regalaría, llena de ese indescriptible deseo de ser
mía de mil maneras distintas, de entregarse al placer, sería bastante para hacerme
estremecer.
Pero ahí se sienta otra en su lugar, demasiado real. Con el pelo algo revuelto, con la
dura realidad de la carne, de las imperfecciones humanas. Mortal pero viva. Con un
corazón que palpita en alguna parte de su interior. «No volverá», me insisto. Y aunque
sé que es cierto y que duele, de alguna forma me alegro. Si no está aquí no podrá
arrebatarme nada de lo que he construido desde su marcha, aunque su fantasma me siga
atormentando cada noche.
—Mientras estés en mi casa me tratarás con el debido respeto —le explico,
despertando de mi ensoñación—. Desde luego no me tutearás, eso para empezar. ¿Lo
has comprendido, muchacha?
La joven empieza a reaccionar. Sacude la cabeza como si tratase de quitarse un
extraño pensamiento de la mente. Lo único que sé es que un instante más tarde me mira
con dureza, ofendida. El mohín que compone transforma su rostro por completo. De
pronto parece otra persona, más adulta, ruborizada por el enfado. Se echa hacia delante
en su silla y su voz parece resonar por el jardín, entre las ramas de los árboles frutales
que empiezan a mostrar sus hojas nuevas.
—No. No lo comprendo. Pero te voy a decir algo que sí tengo muy claro y tú me vas
a escuchar, Marcus Abberlain, o como quieras hacerte llamar. En primer lugar me vas a
decir dónde estoy. Cuando lo sepa, lo siguiente es saber cómo he llegado hasta aquí y
cómo demonios voy a volver a mi época, ya que creo que solo así despertaré para poder
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olvidarme de esta alocada situación y de tu insoportable petulancia, conde. ¡Para mí,
como si eres el rey! Eso no te da derecho a mirarme con esa censura tuya, como si
ninguna de mis palabras importase una…
Ignoro la última palabra, que no creo haber escuchado de labios de una mujer en
mucho tiempo. Cojo aire. La sangre se agolpa en mis mejillas con la fuerza del enfado,
pero me niego a ponerme a su nivel, con palabras groseras y un volumen que está
completamente fuera de lugar. En vez de eso, tomo la taza entre mis dedos y bebo otro
sorbo, tranquilo, guardando la compostura.
—Obviaré tus exigencias. Quiero creer que aún estás demasiado exaltada por los
acontecimientos de la noche pasada. Un poco histérica, eso es todo.
La muchacha se levanta con tanta violencia que la mesa se tambalea sobre sus finas
patas. Su té se vierte por fuera, manchando el plato de cerámica. De pronto me parece
un poco más alta, más amenazadora, con los ojos brillantes y el rostro completamente
encendido. El rubor llega hasta su cuello, coloreándolo delicadamente. Yo decido no
levantarme, observándola por entre las pestañas.
—Siéntate —le pido, pero ella hace caso omiso y se aleja de mí.
Frunzo el ceño y me pongo en pie, al tiempo que ella entra en la casa de nuevo. La
veo atravesar la salita, para mi más profunda sorpresa. Se alza el vestido para caminar
cómodamente, probablemente porque le queda algo largo y teme tropezar, dejando su
orgullo reducido a cenizas. Me doy cuenta de que lleva las medias puestas, aunque no
ha incluido entre sus prendas ninguno de los ropajes interiores. Sus cabellos cortados
por debajo de los hombros me permiten ver también el desnudo hueco entre sus
omoplatos y parte de su espalda, pues no ha abrochado todos los botones. Solo hay una
tira de tela debajo, sin rastro de la camisa o el corsé.
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—¿A dónde te crees que vas? —Pregunto sin poder evitar que el asombro impregne
mi tono.
—Lejos —me responde ella girándose, con una mano en el pomo y la otra alrededor
de la tela—. Tan lejos como pueda de ti —la veo hacer un ademán expresivo que indica
a ninguna parte en concreto pero, a la vez, claramente hacia el otro lado de la madera—.
A buscar mis respuestas a otro lugar, ya que tú no pareces querer dármelas.
Abro la boca para protestar. Durante un momento la idea de dejarla ir me tienta. Si
sale de esta casa por su propia voluntad, ¿quién soy yo para detenerla? Que vaya donde
guste y se dé cuenta de que éste es, en realidad, el único sitio en el que realmente puede
encontrar la ayuda que necesita para volver a su hogar. Sin embargo, hacer eso también
sería abandonarla a su suerte. Me atormenta la posibilidad de que pueda perderse. Hay
destinos fatídicos ocultos en las calles para una extranjera como ella…
Suspiro y, rindiéndome, la sigo a grandes zancadas. Para entonces la muchacha ya ha
llegado al pasillo.
—¡Espera!
Cuando la alcanzo está en el recibidor, decidida a marcharse para no volver. La atrapo
justo a tiempo, cogiéndola del brazo, aunque pronto me arrepiento y la suelto, como si
su piel quemase incluso a través de la tela de mis guantes. Doy un paso atrás. Ella
entorna los ojos, sorprendida y perspicaz por mi súbita separación.
—¿Ha decidido su señoría que soy digna de sus respuestas?
Separo los labios dispuesto a replicar, mas los pasos en la escalera me detienen.
Charlotte lleva ya la mitad del camino recorrido hacia nosotros. Nos mira con obvia
curiosidad infantil mientras se muerde el labio distraídamente. No solo capta mi
atención, sino también la de la muchacha, que de pronto parece recordar algo. Se lleva
una mano al hombro, donde la marca se deja ver, grabada a fuego sobre la piel blanca.
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Después de un segundo se vuelve hacia mí y unas feas líneas de concentración arrugan
su frente lisa.
—No voy a ser la esclava de nadie —me advierte con un tono que pretende destilar
peligro.
La niña se detiene por completo y eso la delata. Algo ha dicho o hecho que sabe que
me molestará. Probablemente algo relacionado con lo que la joven acaba de señalar.
Sacudo la cabeza.
—Nadie va a obligarte a nada que no quieras —intento tranquilizarla, aunque de
antemano sé que nada de lo que le cuente va a hacerlo. No confía en mí, lo cual es,
probablemente, la decisión más inteligente que ha tomado desde que está en este
mundo. Yo tampoco lo haría.
—He escuchado a la niña y al mayordomo hablar. Quieres hacerme su sirvienta. ¿Por
qué si no me has marcado como si fuera un animal?
Dejo los ojos en blanco y luego le lanzo a Charlotte una mirada censuradora. Ella me
responde con un parpadeo inocente. Me sonríe, dulce. Baja unos cuantos escalones más
y la veo acercarse. Pretende correr a mi lado, hacerse perdonar, abrazarme y
convencerme de que no ha hecho nada malo. Yo me aparto. No puedo dejar que juegue
conmigo. Que me tenga a sus pies. Es aún una niña y debe aprender que no todo se
arregla encandilando a la gente o con un par de lágrimas.
—Charlotte no hablaba en serio, obviamente. Lamentablemente, tiende a pensar que
tiene al resto del mundo en la palma de su mano. Está un poco mimada. —Aunque me
abraza, yo la aparto y la hago enfrentarse a nuestra invitada. Le pongo las manos sobre
los hombros menudos y aprieto suavemente mi agarre para mantenerla en el sitio—.
Preséntate, Lottie, querida.
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La pequeña me mira un segundo y luego toma entre sus dedos la falda de su vestido
para levantarla apenas, al tiempo que se inclina. Es una reverencia infantil pero precisa,
adorable. Durante un momento siento que es imposible para mí molestarme de verdad
por su comportamiento caprichoso. Los ojos castaños dejan escapar un brillo
embelesado cuando se cruzan con los de la infanta. Como yo, todos sienten verdadero
embelese por el ángel que guardo bajo mi custodia.
—Soy Charlotte Abberlain, hija del conde Abberlain. Es un placer conocerla,
señorita…
La muchacha da un respingo.
—Blackwood. Pero puedes llamarme Ilyria. Y, desde luego, no soy tan mayor como
para que me trates de usted. Puedes tutearme, Charlotte.
—Lottie —se apresura a responder la niña, sonriente, emocionada por esa rápida
confianza mutua que la otra le ofrece—. Papá me llama Lottie. Tú también puedes
hacerlo.
Un instante después sé que ya se ha forjado un lazo entre ellas. Lo veo en el rostro de
la señorita Blackwood, en sus pupilas destellantes. De alguna forma, se ha olvidado de
mí. No puedo decir que no me alegre. Eso me da tiempo para pensar en qué decirle para
que no huya, para que no se atreva a salir afuera. Temo no poder retenerla, sobre todo
si, precisamente, le prohíbo salir. Tiene el aire de quien no busca problemas… sino que
los peligros más grandes corren a sus brazos directamente. Suspiro. Cuando lo hago,
como si volviera a la realidad, parece darse cuenta de algo y abre mucho los ojos. No
creo haber podido seguir el hilo de sus pensamientos para saber qué le pasa por la
cabeza.
—¡Padre! —Exclama casi sin aire—. ¡Pero si no puedes tener muchos más años que
yo!
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Me encojo de hombros y, para mis adentros, sonrío. Me da la sensación de que sé
cómo hacer que la muchacha se quede aquí por el momento, mientras yo busco una
solución. O, más bien, un libro. Tomo a mi hija de la mano y la arrastro conmigo hacia
la salita de nuevo. Tal y como había planeado, la joven viene justo detrás.
—Charlotte es adoptada.
Capto de reojo su expresión casi aliviada, tras creerme un padre precoz. ¿Con cuántos
años la habría tenido, según su teoría? ¿Doce? ¿Trece? Niego con la cabeza. Una vez en
la sala, me siento en un sillón. Charlotte se acomoda sobre mis rodillas, aunque sabe
que ya está demasiado crecida para poder hacerlo. Se supone que dentro de poco
cumplirá doce años y, sin embargo, se sigue comportando como una niña. Cuando me
abraza y apoya la mejilla contra mi corazón se me olvidan todos los reproches. La dejo
estar. Parece feliz y eso es suficiente para saber que estoy haciendo lo correcto con su
educación.
La joven Blackwood se sienta a nuestro lado en el sofá. Parece más que fascinada por
mi hija. Lo suficiente, al menos, como para olvidar su enfado y todas sus preguntas
sobre su presencia en mi casa.
—¿Cuántos años tienes, Lottie?
Durante un segundo su interlocutora se hace la tímida. Solo un instante,
probablemente incluso de manera inconsciente. Al siguiente sonríe encantadora y
empieza a parlotear.
—Tengo once, pero cumpliré doce a finales de esta semana. ¿Sabes? Papá está
organizando una gran fiesta para mí: ¡vendrá un montón de gente! Me han hecho un
vestido precioso y bailaremos hasta la medianoche, como en los cuentos. Habrá música,
nobles, una tarta gigante y… y… —Me mira con ojos brillantes, aunque luego éstos
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vuelven a posarse en esos castaños—. ¡Y me convertiré en una señorita! Aún no podré
ir a los bailes de sociedad, pero estaré mucho más cerca.
Nuestra invitada parpadea, sorprendida por el breve arranque de sinceridad y
entusiasmo. Después, con una risa cristalina, espontánea, se inclina y deja un beso sobre
la frente de mi hija. El gesto hace que dirija toda mi atención hacia ella y empiece a
contemplarla bajo otra luz. Aunque hace tan solo unos minutos estaba profundamente
molesta conmigo, me doy cuenta de que es una persona de sonrisa fácil… una sonrisa
que ilumina su rostro, que hace brillar sus ojos castaños y enciende sus mejillas con la
candidez de una niñez pasada. Me gusta el efecto que causa la simple ascensión de las
comisuras de sus labios. Es como si estuviera viendo a otra persona diferente de la
muchacha en camisón o de la joven maleducada que me ha plantado cara. Entorno los
ojos y me evado de la conversación que mantiene con la niña solo para poder analizarla
fríamente. Los cabellos castaños tienen suaves reflejos rubios, aunque me gusta más el
color original, a medio camino entre las tonalidades de la madera oscura y la del
caramelo fundido. El vestido aún mal abrochado deja sus hombros delgados al
descubierto. No son tan blancos como cabría esperar, aunque es más que obvio que no
es una mujer acostumbrada al trabajo duro. Lo noto en sus manos sin mácula, en los
brazos poco desarrollados. La cinta de raso azul que ata bajo su pecho es la única que
permite adivinar la forma de su figura: no es exuberante, quizá demasiado delgada,
frágil, mas hay algo en ella que resulta agradable siendo así, como si no pudiese haber
sido creada de diferente manera…
Armonía. La única palabra que se me ocurre es armonía.
—¿Dónde estoy, supuestamente?
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Su pregunta me saca del ensimismamiento. Nuestros ojos chocan, de pronto, con un
golpe que a ella parece sorprenderle y a mí, contra todo pronóstico, me arranca un latido
de más.
—¡Estás en Amyas, por supuesto! —Responde Charlotte, agradada de poder
responder a todas sus cuestiones—. Es la capital del gran Reino de Albion.
La señorita Blackwood entreabre los labios tras dar un respingo, bajando la vista a su
interlocutora.
—¿Cómo dices?
—Supongo que nunca habías oído hablar de él, claro —se apresura a añadir la
pequeña con una falta de tacto que estoy seguro que no ha aprendido de mí—.
Probablemente en tu mundo no somos muy conocidos.
La otra calla durante un largo instante. El color huye de su rostro y, de una manera
casi cómica, separa los labios y boquea, como un pez desesperado que ha sido arrancado
del mar en el que vive.
—¿Qué locuras estás diciendo…? ¿No estoy en el pasado? —Sacude la cabeza, como
si pensara que no es eso lo que debe preguntar en realidad—. ¿No estoy soñando?
Me planteo si preferiría estar en otra época pero en su mundo. ¿No sería ese también
un lugar ajeno y hostil, lleno de peligros? De hecho, algo así podría cambiar incluso el
curso de la historia. Aquí por lo menos está a salvo, bajo un techo seguro y conmigo a
su lado para poder llevarla de nuevo a su lugar sin que nada malo le ocurra. Me
acomodo en mi asiento con Lottie aún sobre mi regazo.
—No es ninguna locura, me temo. De igual modo tampoco es un sueño —intervengo.
De nuevo se cruzan nuestras miradas y de nuevo mi corazón pierde un paso al hacerlo.
Aparto los ojos y peino con mi mano los cabellos de mi hija, que están revolucionados.
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Aprieto los labios y me concentro en mantener las formas. Las distancias—. No está ya
en su mundo, señorita Blackwood. Las páginas de un libro la han conducido hasta aquí.
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Ilyria
Realidad.
Un libro. La idea me parece tan alocada que, por un momento, la seguridad de estar
soñando se hace incluso más firme en mi cabeza. ¿No era eso lo que esperaba? ¿Qué
todo se volviera loco y sin sentido? Más, quiero decir. Como si mi teoría de viajar a una
época pasada no fuese lo suficientemente extraña o imposible. Pero ahora las palabras
del conde de pronto han superado definitivamente mi imaginación. Eso puede ser una
buena señal para definir todo lo que me rodea de “irreal”. Asiento distraídamente,
aferrándome sin dudas a mi teoría de un mundo onírico. Me he caído en mi adorada
librería. Por eso ahora sueño, ni más ni menos, con libros que escupen gente de sus
páginas. Claro, ¿quién no ha imaginado alguna vez convertir a los personajes de una
historia en gente real? Poder verles, hablar cara a cara con ellos. Quizá enamorarte…
Me echo a reír y soy consciente de lo histérica que suena, durante un instante, mi
propia carcajada. Lo sé por la mirada que comparten el conde y su hija, que parpadean.
La adorable niña ladea la cabeza inocentemente, mientras que Marcus me observa
alzando las cejas. Creo que teme por mi salud mental. ¡Lo entiendo! Yo ahora también
lo hago, porque a esta situación solo le veo dos posibles explicaciones: o sueño o
delirio.
—¿Señorita Blackwood?
Miro a Marcus con una sonrisa radiante que, me parece, le sobresalta. Me levanto,
alisándome el vestido.
—¡Bien, ya voy a poder despertar! Por un momento casi me lo creo todo, ¿sabéis?
Quiero decir, no me parecía tan, tan imposible. Bueno, claro que era imposible, se mire
como se mire. Naturalmente mi cabeza todavía no lo había aceptado del todo, pese a
todas las pruebas de aparente realidad. Pero gente que sale de los libros… —Río, pero
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mi risa no me suena del todo sincera. Me sudan las manos cuando las enredo en la falda
de mi vestimenta—. Es ridículo. Una locura. Así que sin duda he debido caerme. Debo
estar tirada en el pasillo de mi librería y…
—¡Ah! —Los ojos de Lottie centellan y sonríe ampliamente, con ese encanto de niña
pequeña que me distrae. Sé que ella también es una ilusión, pero es una ilusión
adorable—. ¿Tienes una librería? ¿Has oído, papá? —Tira de la camisa del conde, con
esa expectación propia de la infancia—. ¡Podríais hacer un negocio! ¡Ella vendería los
libros de tus escritores!
—¿Tus escritores? —Contemplo a Marcus momentáneamente alejada de mis
pensamientos—. ¿Es que tienes una editorial o algo así?
Él me mira, pero pronto aparta la vista de nuevo a su hija. Frunzo un poco el ceño,
pero solo ligeramente. No puedo evitar preguntarme si tendré algo, para que le parezca
tan incómodo cruzar su mirada conmigo.
—Sí, algo parecido.
—¿Pero no eras conde…? ¡Ah! —Sonrío emocionada—. ¡Ya está! ¡Una
incongruencia! —Suspiro aliviada—. Esto va mejorando.
Lottie ladea la cabeza, sin entender, pero ríe, como si acaso mi actitud le pareciese
divertida. No es una risa burlona, sino que es dulce, feliz. Supongo que no está
acostumbrada a muchas más personas que las que viven en su casa y la aparición de una
novedad la contenta. En los ojos de su padre también me parece atisbar un asomo de
diversión que se obceca en ocultar bajo su apariencia indiferente. Yo he podido ver, sin
embargo, que no lo es tanto. Lo he comprobado cuando mira a esa personita que hace
llamar su hija. Hay cariño en sus ojos, en sus gestos cuando la coge o acaricia sus
cabellos. No puede ser tan frío ni tan malo como parecía… Oh, ¿qué más da? Se me
olvidará incluso su rostro en cuanto despierte. Para bien o para mal, cuando el sol llega
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nunca suelo acordarme de las ilusiones en las que Morfeo me enreda por las noches. No
hablemos ya de las que me sobrevienen cuando me desmayo.
—No es ninguna incongruencia, señorita Blackwood —me corrige con delicadeza—.
Soy conde, sí, pero también me encargo de la publicación de aquellos artistas que no
pueden permitírselo.
—Papá dice que es como el mecenas de los escritores —aclara la niña, casi
cantarina—. ¡Tiene muchos libros en su despacho! ¡Montones de mundos! Y sus
autores son los mejores, claro —defiende con orgullo.
Titubeo, observándoles a los dos, pero pronto sacudo la cabeza.
—No me importa. Cuanto menos sepa, mejor. Quiero irme. A mi casa. Despertar.
Me froto la sien casi desesperadamente. ¿Por qué no lo hago? ¿Por qué no abro los
ojos de una vez? Me he dado cuenta de lo que sucede. Vuelvo a aferrarme a la idea de
que cuando eso pasa, en los sueños, se despierta. Todo se acaba. Los personajes se
difuminan y sus historias se pierden. ¿Cuándo van a hacerlo ellos, entonces? En
respuesta a mi pregunta solo me miran en silencio. Esperan que me dé cuenta. O Marcus
lo espera, porque Lottie no parece seguir el hilo de mis pensamientos, inocente. Trago
saliva y retrocedo un paso. Charlotte parece profundamente decepcionada cuando lo
hago.
—Mi casa —repito suavemente—. Despertar…
—No va a poder despertar, señorita Blackwood, por el simple hecho de que no está
soñando.
Contengo la respiración. Un pálpito. Dos. Oigo susurrar algo a la chiquilla a su padre,
curiosa, probablemente cuestionando qué me sucede, por qué me veo tan pálida. Cielos.
Otro mundo. Un libro que hace de portal... Niego un poco más con la cabeza.
—Imposible. Es… Es imposible. Ese tipo de cosas no existen.
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Marcus parece tensarse un poco, consciente de que estoy perdiendo los nervios. Otra
vez, quiero decir. ¿Cómo no voy a hacerlo? Es lo más natural del mundo. Nunca me he
creído esos libros en los que los personajes aparecen en otras dimensiones, en otros
mundos, y simplemente aceptan el hecho con total parsimonia. Eso no es real. Las
personas normales, como yo, veríamos amenazada la paz que nos hemos esforzado en
crear. Las personas normales, en una situación como ésta, se asustarían. Porque algo así
significaría acabar con la realidad. Con mi realidad. Jadeo un poco, consciente de que
no hay razones que fundamenten mi desesperado intento de mantener en mis manos las
riendas de mi vida. Siento que se escurren entre mis dedos con cada segundo que pasa.
Con cada segundo en el que me doy cuenta de que los sueños no son tan vívidos, de que
siento el corazón demasiado fuerte contra mi pecho, de que la cabeza me da vueltas de
una manera que nada tiene de ilusoria.
Recuerdo, de pronto, como un fogonazo, cómo encontré un libro entre los estantes
más apartados. Necesitaba evasión y un tomo sin título ni autor ni sinopsis, abandonado
allí a su suerte, me pareció la idea más apropiada. De algún modo incluso parecía
llamarme. Gritarme desde sus páginas amarillentas y envejecidas, susurrar mi nombre
con cadencia melodiosa. Navegaría entre sus palabras y me permitiría olvidar perdida
en las historias que pudiese contarme. Y entonces…
Entonces había caído. El duro suelo me recogió en un callejón. Creo que me hice
daño. El aullido de un lobo, la respiración de una bestia de rostro deformado en mi cara.
Marcus. Un libro que se tragaba a aquella criatura…
Me llevo una mano a la boca y, al echarme otro paso hacia atrás, tropiezo con la larga
falda del vestido. De igual modo tropiezan todas las certezas que me había esforzado en
mantener. Caigo al suelo, pero ni siquiera parezco sentir la caída.
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Escucho el revuelo que provoca mi torpeza. Lottie parece alarmada y Marcus la hace
levantar de su regazo. No puedo atenderles del todo. Charlotte hace ademán de
acercarse rápidamente, pero su padre la detiene. Ella, en un intento de ser útil, de
ayudarme de alguna manera, comenta casi con urgencia, nerviosa, la idea de pedirle a
Yinn algo de té. Sus pasos cuando sale corriendo son solo una nebulosa que pasa por mi
lado. No soy realmente consciente de ello, como si mis sentidos se hubieran apagado y
no pudieran concentrarse en nada realmente. Como si, de pronto, todo a mi alrededor,
color y sonidos, se hubiera detenido.
No estoy en casa.
Es la primera vez que me percato, desde que estoy aquí, de algo tan sencillo. Al
principio era como estar en una nube. Era simplemente como pasear por las calles de un
sueño, como caminar por mi propia imaginación. No importaba, porque simplemente no
podía ser real. Mi cuerpo, mi mente, toda yo, se negaba en rotundo, inconscientemente,
a aceptar una verdad como esa. Una verdad en la que yo estuviese lejos de todo lo que
conocía. Lejos de mi apartamento. De mis libros. De mi pequeña tienda. Lejos de mis
padres, por poco que les soporte. De mis amigos. Lejos… de mi vida. De todo lo que
alguna vez he tenido, de todo lo que he luchado por conseguir. ¿Cómo podía admitir
algo así? ¿Algo tan… cruel?
Me estremezco, aún en el suelo. Me encojo sobre mí misma y mis ojos, muy abiertos,
solo son capaces de observar las baldosas relucientes. Percibo mis mejillas pálidas, mi
pulso mismo luchando por hacerse un hueco en mi pecho. No llevo corsé y, sin
embargo, siento como si algo me aprisionase las costillas y no me dejase respirar. Mi
hogar. Mi mundo. Mi realidad. Una suave brisa entra por las puertas del balcón abiertas
y yo siento que todo se marcha en ese soplo de aire que remueve apenas mis cabellos.
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«Recomponte, Ilyria. Tú no eres así. No te dejas vencer. ¿Cuándo lo has hecho?
Vamos. No te quedes ahí quieta. Debes verte ridícula. ¿Qué haces? ¿Te vas a poner a
llorar?».
Mi propia voz recriminándome no es suficiente para hacerme reaccionar como otras
veces. No llama a mi orgullo, que se queda, por un segundo, pacíficamente quieto, cerca
de mi corazón detenido.
—No estoy… en casa…
La frase, al nacer de mis labios, suena más determinante y aterradora de lo que ya
sonaba en mi cabeza. Más real. Casi me parece sentenciadora. Es entonces cuando todo
se nubla a mi alrededor. No es que me sienta más mareada, pese a que la cabeza sigue
dándome vueltas. No tiene nada que ver, sin embargo, con que de pronto todo lo que
puedo ver se difumine, se vuelva borroso. Mis ojos, en contra de lo que me podría dictar
el orgullo o la razón, se empapan. De miedo. De incertidumbre. «No puedes llorar».
Trago saliva. «No llores». Pero, ¿cómo puedo evitar las ganas que llevo resguardando
bajo la falsa seguridad de tener controlada la situación? Por eso hasta ahora no he
podido reaccionar: porque me he convencido a mí misma de la utopía de que nada de
esto existía. Ni el lobo de la noche anterior, ni esta casa, ni sus habitantes... pero todo es
real.
Y yo estoy sola en medio de ello.
Me siento caer, como si esa certeza me hubiese empujado sin piedad hacia algún pozo
sin fondo. Pero entonces, antes de que pueda hundirme y echarme a llorar, como
parecen suplicar mis pupilas, una mano enguantada se hace hueco en mi campo de
visión. Su mano. No me hace falta alzar la vista para saber que, ligeramente inclinado,
Marcus me ofrece sus dedos para ayudarme a levantar. Para, sin saberlo, salvarme.
Durante un segundo solo observo su extremidad. Tiemblo. Casi desesperadamente, en
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un impulso, me agarro a él. Mi mano es pequeña contra la suya. Siento la suavidad de la
tela bajo la palma y, tras unos segundos, me obligo a levantar la mirada. Él me observa,
pero su expresión es ilegible. No sé leer su rostro y tampoco puedo ver lo que piensa en
sus ojos, porque después del primer choque, como siempre, me rehúye, aunque me ha
parecido que por un segundo sostenía mi mirada. No importa. Solo necesito algo a lo
que agarrarme y él parece brindarme su ayuda en el más completo de los silencios. Me
hace levantar caballerosamente. Yo me pongo en pie casi por inercia, tambaleándome
un poco.
—Será mejor que te sientes. —Su formalidad, ahora que su hija no está con nosotros,
ha desaparecido. Me guía con cuidado hasta el sofá. Creo que por un momento teme que
vaya a desfallecer. Yo sigo mirándole, aún pálida, aún con los ojos muy abiertos,
humedecidos, la respiración acelerada. Él traga saliva y se sienta a mi lado. Yo no me
permito soltar su mano, aunque él no parece especialmente cómodo con ello. No me
importa. Necesito algo a lo que agarrarme. Alguien—. No te preocupes. No va a pasar
nada.
Bajo la vista, tomando aire entrecortadamente.
—Yo… —Callo, sin saber muy bien qué decir. Solo le miro, ansiosa, como si acaso
así pudiera entenderme mejor que yo a mí misma.
—Vas a volver a casa. No te preocupes.
Parpadeo repetidas veces para evitar llorar. No puedo dejar que las lágrimas caigan
frente a él. Frente a nadie. Yo no puedo llorar.
—¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué he terminado aquí…? Los libros, yo… —Otra
bocanada de aire que, de nuevo, me parece insuficiente.
—Con tu libro. No lo podrás entender ahora. Estás alterada. Necesitas descansar,
dormir un rato. Cuando despiertes y te calmes te lo explicaré todo.
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Yo niego enérgicamente con la cabeza.
—No. Necesito entenderlo. Quiero entenderlo. Ahora.
Él me observa algo sorprendido. Aprieta los labios pero, aunque por un momento
creo que se negará y ocasionará otra discusión entre nosotros, lo cierto es que, para mi
sorpresa, suspira. Aparta la mirada. Yo sigo agarrando su mano.
—Los libros traen a gente de otros mundos. Pero también la devuelven a su hogar.
Podrás volver a tu casa por tu libro. Yo te enviaré a tu mundo personalmente. No tienes
nada que temer.
¿Él? ¿Él puede devolverme a casa? Sonrío, aunque es una sonrisa temblorosa.
Porque, después de todo, si realmente puede hacerlo, ¿por qué sigo aquí?
—¿Ahora…?
Marcus calla. Tomo aire cuando él vuelve a clavar los ojos en cualquier otra parte que
no sea mi rostro. No puede hacerlo. Me miente. Eso sí soy capaz de verlo. No va a
llevarme a mi hogar. Hay otro temblor que recorre mi cuerpo. Abro la boca, pero el
sonido de pasos me distrae. Yinn entra con una bandeja y té.
—¿Se encuentra bien, señorita? —Pregunta suspicaz, inclinándose para que pueda
tomar la taza entre mis dedos. Marcus niega con la cabeza cuando le ofrece a él
también.
Lo miro pero no respondo. No. ¿Cómo voy a estarlo? Trago saliva y dirijo mi mirada
al conde como si aún esperase su respuesta. Él parece pensar en lo que va a decirme… y
eso no puede ser nada bueno.
—No es tan grave —comenta Yinn irguiéndose de nuevo—. Extraño, al principio.
Pero en esta casa cuidarán de usted.
Me siento ligeramente ofendida, durante un segundo, por que piense que necesito
alguien que me proteja. Antes de que pueda decir nada él gira sobre sus talones y sale.
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Le oigo intercambiar unas frases con Charlotte. La puerta queda entornada tras su
cuerpo y las voces se amortiguan tras la madera.
De pronto me percato de lo que significan las palabras del muchacho. Tomo aire,
angustiada.
—¿Él también llegó aquí… como yo?
Marcus me mira. No creo que pueda seguir realmente mi razonamiento. O quizá sí,
porque su manera de asentir es cuidadosa, como si temiese mi reacción. Me encojo
sobre mí misma.
—No ha… vuelto.
El conde frunce los labios.
—No es lo que piensas —se apresura a aclarar—. Él quiso quedarse aquí. Decidió
que su vida en este mundo era mejor.
Yo le miro sin poder entender cómo alguien podría simplemente desear dejar todo lo
que conoce atrás. ¿Cómo debía ser la vida del mayordomo antes de llegar a este lugar?
Siento que estoy en medio de un rompecabezas que no puedo terminar de completar,
como si siempre faltase una pieza para permitirme entender la magnitud de todo lo que
me rodea.
—¿Y cuándo voy a volver yo?
Silencio. Se alarga entre nosotros por unos segundos que se me clavan en la piel, que
me ahogan, que hacen que el calor se vuelva asfixiante en la habitación.
—No lo sé.
Jadeo inevitablemente al escucharle. Lo había imaginado y, sin embargo, no quería
creerlo. Sus palabras, aunque sencillas, abren un mundo a mi alrededor. Un mundo que
no conozco, con gente que no conozco y costumbres que no conozco. El miedo a lo
ignoto trepa por mi columna y se extiende por mis extremidades hasta llenarme entera.
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Un mundo en el que me veré encerrada por… un tiempo indefinido. Su frase ha sido
directa y de igual manera se ha clavado en mi mente, en mi corazón. El hecho de que no
pueda volver ahora, de que no haya una fecha para mi regreso, puede significar que
estaré en mi mundo mañana… o dentro de años.
Quizá, en realidad, no vuelva nunca.
Me sorprendo cuando la mano de Marcus, que sigo aferrando desesperadamente en
un intento de atarme a algo que sea real, me devuelve el apretón. Ese gesto inesperado
me hace alzar la vista. Por primera vez me mira a los ojos y en sus pupilas hay algo casi
solemne, noble. Ahora veo realmente que en el color de sus iris parece danzar libre toda
la magia del mundo. Él quizá sea capaz de apartar, sin pesar, su vista de la mía, pero yo
me doy cuenta de que devolverle el desplante me resulta imposible. Su mirada me ata y
yo, atrapada de pronto en la sinceridad que veo a flote sobre ese mar púrpura, podría
creer todas las mentiras que quisiera contarme.
—Te prometo que te devolveré a casa. Volverás a tu hogar y podrás continuar con tu
vida. Todo estará bien.
Yo callo, repentinamente sin palabras. Y sin palabras se llena el espacio de la
habitación. Durante unos segundos que parecen apartarse del espacio real del tiempo,
nos miramos. Descubro tras las pupilas a un hombre que no me parecía haber visto al
principio. Repentinamente la idea de que no sea un insoportable aristócrata con aires de
superioridad cruza veloz por mi cabeza. No es eso lo que parece decir su mirada, al
menos. Sus ojos no son los del frío noble que hasta entonces parecía empeñado en ser.
Antes de que yo pueda asegurarme de que lo que veo es real, la imagen desaparece.
De repente sus iris vuelven a huir de los míos. Parpadeo sorprendida por lo precipitado
de esa ruptura. De igual modo, su mano, la caricia de tela que me mantenía atada a él,
escapa. Se pierde y en mi palma descubierta solo queda el incómodo cosquilleo de
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quien siente que le falta algo. Cojo mi taza con las dos manos para acallar la sensación,
con la excusa de darle un sorbo al líquido caliente. El sabor dulce del azúcar baja por mi
garganta para reconfortarme y, durante un instante, me siento bastante mejor.
De nuevo, un segundo de silencio.
Esta vez soy yo la que me veo obligada a hablar.
—Te… Te creo.
Él me mira de reojo. Me observa, durante un momento, callado. Cuando alza la
barbilla, la cercanía que me había parecido imaginar se torna fría distancia.
—Un caballero nunca falta a sus promesas, señorita Blackwood —frunzo los labios,
descontenta al escuchar de nuevo esa tonta formalidad, pero callo, mirando mi té sin
decir nada—. Puede estar segura. Pero mientras no la devolvemos a su legítimo lugar...
es primordial hablar sobre sus modales. Y definitivamente hay que tratar su manera de
vestirse. Mientras esté bajo mi techo tendrá que ser un ejemplo a seguir para mi hija, de
modo que será mejor que aprenda que las damas llevan corsé y otras prendas bajo el
vestido.
Entreabro los labios. ¿Estoy escuchando bien? Frunzo suavemente el ceño, intentando
convencerme de que ahora bromea, pese a que no haya tono de mofa en sus palabras.
No puede realmente tratar un tema como ese en mi situación.
De este modo cojo aire con cuidado, como si eso pudiera calmarme. «Eso es.
Tranquilízate y él se portará bien».
—Las… prendas —lo miro de reojo, investigando en su rostro.
Él, para mi más profunda sorpresa y mi más sincera decepción, asiente, firme y serio.
Vuelve a ser ese despreciable muchacho que hace que se esfume la idea de que
realmente no puede ser un ser frío y carente de sentimientos.
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—No puedo dejar que mi hija reciba un mal ejemplo de las mujeres que la rodean.
Siempre la he educado para que sea una señorita —aclara como si estuviéramos
hablando de una joven promesa de la política o del medio social. Eso me frustra y hace
que apriete los dedos alrededor de mi taza. Me ha vuelto a recordar a mi padre, con sus
charlas sobre lo que las señoritas deben o no deben hacer, intentando arrebatarme mi
infancia con correctos modales o actitudes. ¿Pretende este hombre hacerle lo mismo a
ese ángel que tiene por hija?
Aprieto los dientes, pero levanto la barbilla, cerrando los ojos suavemente.
«Cálmate», me digo. En silencio, en mi mente, empiezo a contar, como siempre que
algo amenaza con colmar mi paciencia y yo no deseo darle ese privilegio.
—Y pretendes, claro, que yo también lo sea.
Su respuesta no se hace esperar… y no creo que sea consciente del error que comete
al enunciarla con tanta seguridad.
—Obviamente, señorita Blackwood.
«Veinte. Treinta. Cuarenta». Ya no sumo de uno en uno, sino de diez en diez. Las
palabras navegan por mi mente a su libre albedrío y me hacen fruncir más el ceño. Casi
siento un tic en mis ojos cerrados. Yo, hasta hace unos minutos, temblaba a su lado. Yo,
que estoy perdida y abandonada, de momento, en otro mundo, me he permitido juzgarlo
amable. Pero ahora veo que no es así. Es un estúpido. ¿Cómo puede alguien bueno
preocuparse de ese tipo de tonterías sobre lo correcto o la manera adecuada de vestir
cuando la realidad se derrumba a mi alrededor? Por un segundo pensé que le importaba.
Me pareció ver algo de compasión en sus ojos de piedra preciosa.
Pero él es un egoísta que solo piensa en sí mismo. En los inservibles modales…
Es demasiado frustrante.
Mi pensamiento, agotado, salta varios números y llega a cien.
57
Ni siquiera soy realmente consciente del momento en que mis manos se alzan y
derraman el té sobre él con brusquedad, sin darle tiempo a reaccionar ni separarse. No le
tiro la taza, aunque siento la tentación de estampársela sobre la cabeza para intentar
arreglar lo que sea que funcione mal ahí dentro.
Me levanto y lo observo, apretando los labios, los dientes.
—¡¡Eres un insensible, Marcus Abberlain!! —Le espeto, olvidándome de esa tregua
momentánea que hemos tenido hasta ahora—. ¿Sabéis qué os digo, a tus modales y a ti?
¡Que podéis meteros las capas de ropa por donde os quepan! ¡Buenos días!
Me giro sobre las puntas de mis pies y salgo, airada, de la estancia.
Si piensa que algún día agacharé la cabeza a sus órdenes de engreído niño rico, está
loco.
58
Marcus
Búsqueda.
Estoy tan enfadado que paso como una exhalación junto a Yinn y Angela sin prestar
atención a sus exclamaciones de sorpresa. El líquido caliente se descuelga de las puntas
de mis cabellos y con cada gota que cae sobre mi chaqueta o mi rostro me siento más
cerca de cometer un atentado contra los buenos modales… y contra ella. Siento ganas
de echar a esa maleducada joven de mi casa. ¿No estoy en mi derecho? Jamás me
habían insultado de tal manera. Nunca antes me había sentido tan abochornado, tan
molesto con alguien. El odio no me es ajeno y, sin embargo, en mi vida entera había
deseado con más ansias perder a alguien de vista.
Me encierro en mi cuarto y me desprendo de la chaqueta al tiempo que, frustrado,
intento deshacer el nudo de la corbata. La sangre me hierve en las venas. ¿No le he dado
resguardo en mi casa? ¿No la recogí anoche de la calle y le di una cama? ¿Acaso no le
he prometido mi ayuda? Y ella como pago me humilla echándome una taza de té por
encima. ¿Insensible, se atreve a llamarme? Todos lo pasamos mal en algún momento de
nuestras vidas. Todos debemos aprender a reponernos. Si pretende que me compadezca
de ella, que la consuele por un estado que será temporal, está junto a la persona
equivocada. Antes de que pueda darse cuenta estará de nuevo en su hogar y todo se
convertirá en el recuerdo lejano de un sueño. Solo tengo que encontrar su libro y
enviarla de vuelta, nada que no haya hecho antes con otros tantos extranjeros perdidos.
La ropa sucia cae sobre la cama y resoplo, algo falto de aliento, mientras me dirijo
hacia el baño. Aunque el agua ya debe estar fría la echo en la jofaina. Aún me es
necesario un minuto más para reponerme. Me siento en el borde de la impecable bañera
vacía y oculto el rostro entre las manos. De pronto me siento como un estúpido por
haber perdido así los nervios, por ese ataque de ira sin sentido. No puedo culpar
59
realmente a la muchacha. Está histérica. Con suerte se le pasará en unas horas.
Probablemente, de hecho, pronto venga con la cabeza gacha a pedirme perdón por su
arrebato. O quizá no. Algo me dice que ella no es así, que no es de las que se disculpan
por mucho que sepa que no tiene razón. Tendrá el orgullo desmedido y todos los
defectos que yo intento alejar de mi hija: será rebelde, obstinada, metomentodo y
curiosa. Todo lo contrario de lo que se espera en una señorita.
Suspiro y me saco los guantes para lavarme la cara, así como me mojo el pelo para
eliminar los posibles restos de té. Tengo que mantener las distancias con esa señorita
Blackwood, que me tutea como si me conociera de toda la vida. Que me coge de la
mano… Aprieto los labios y clavo la vista en mi diestra, como si quisiera recriminarle
algo. Su agarre ha resultado inesperadamente cálido, fuerte, y aún siento el leve
cosquilleo de su presencia corriendo bajo los dedos. No. Qué tontería. Estoy
sugestionado. Es imposible que sienta nada, dolor o calor, en esta piel. De todas formas
evitaré acercarme. Evitaré la confianza. No quiero que ninguna mujer vuelva a hacerme
daño, dándomelo todo para luego arrebatármelo, con las heridas que eso implica en mi
interior. Cuanto menos la mire, cuanto menos tiempo pase a su lado y menos palabras le
dirija, mejor para mí y para todos.
Vuelvo del baño a la habitación tras secarme y cojo ropa limpia del armario. Primero
los guantes, para ocultar al mundo mis manos manchadas de sangre. Después la camisa,
para esconder los latidos de mi corazón. A medida que me abrocho los botones, retomo
la calma y vuelvo a tener las riendas de la situación, poniéndome la máscara y
agazapándome tras su sólida consistencia, escapando así de los golpes del mundo en el
que vivo. Que nadie sepa mis secretos. Que nadie se hunda en mis ojos.
Escucho un sonido a mis espaldas: la puerta se ha abierto sin permiso y eso es
suficiente para distraerme y hacerme sobresaltar. Me giro y de nuevo siento el choque,
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el imán en el que se convierte su mirada. Sus labios se han paralizado, entreabiertos, en
un gesto de sorpresa. Se me ocurre que ha entrado justo a tiempo, porque ahora mi torso
y mis dedos están cubiertos de tela. Es un pensamiento ridículo. Al instante siguiente
me doy cuenta de que no ha llamado. De que, de hecho, no debería entrar en ningún
dormitorio, porque esta no es su casa. Es la mía. La incredulidad de su aparición da paso
a otros sentimientos. Me sonrojo. No sé si lo hago por mi enfado o por la vergüenza de
mi intimidad robada. Por lo que podría haber visto un minuto antes, por lo que podría
haber descubierto. Me quedo callado, sin embargo, intentando controlarme, esperando
su disculpa.
—Oh, vaya… —murmura bajo.
Ignoro su mirada mientras analiza el cuarto e intento no alzar la voz. Cuando hablo,
sin embargo, la brusquedad es inevitable:
—Señorita Blackwood, ¿qué cree que está haciendo? —Trato de no perder los
nervios y seguir vistiéndome, como si nada hubiera pasado. Me anudo la corbata con la
destreza de quien ha llevado a cabo una acción cientos de veces antes y me niego a
contemplar su figura bajo el umbral.
Ella no contesta en seguida. En realidad, parece que vaya a salir sin más del
dormitorio, tras suspirar. Me coloco el chaleco.
—Estaba intentando encontrar un lugar en el que estar sola y tranquila. Por supuesto,
he ido a dar con la habitación más equivocada.
Cojo la chaqueta y me vuelvo distraídamente hacia ella.
—Esta no es su casa, por lo que le pido que mantenga las formas: se llama antes de
acceder a un cuarto, sobre todo si es la alcoba de alguien, y no se entra a ninguno sin
invitación. —Ella frunce el ceño, pero yo continúo, sin prestarle atención: —Le he
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  • 1. Pétalos de papel Copyright © 2012 Iria G. Parente y Selene M. Pascual Ispetalosdepapel.blogspot.com Diseño e ilustración de portada: Barb Hernández Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
  • 2. 2 A ti, que nos lees: pide un deseo.
  • 3. 3 Prólogo Es como caer. Es como tropezar y sentir que pierdes el equilibrio. Es como caminar entre las nubes y, de pronto, perder pie. Es como un vértigo. Como un mareo. Lo es todo en la nada. Escuchar su voz es sentir que nunca he estado completa antes. Que nunca volveré a estarlo. Sentir que la oscuridad se convierte en plata, que el silencio se ondula y se quiebra. Y entonces solo existe su hechizo. Solo existen sus palabras, que no alcanzo a comprender, pero que me hablan. Que me llaman desde algún otro lugar lejano. Que me queman y me arrastran. Se convierten en cadenas que me atan a la magia. Al sueño. A él. Solamente dura un segundo. Olvidarlo será imposible.
  • 4. 4 Marcus Preludio. El silencio de la noche engulle nuestra precipitada carrera. Se traga el ir y venir de mi respiración fatigada. Ahoga el inquieto repiqueteo de mi corazón acelerado. Las sombras mismas parecen querer devorarnos, pequeños en comparación con su presencia. Las campanas de alguna iglesia lejana tocan dos veces y llenan con el sonido de oro las calles vacías. Nos recuerdan la hora pero a mí, que corro con el aire frío arañándome las mejillas y el estruendo de mis pasos palpitándome en los oídos, me parece que abren la veda de caza. El aviso se hace eco entre los muros de piedra, resonando para llegar a todos los rincones. A todos los escondites en los que nuestra presa podría esconderse, esperando a que las tornas cambien y pueda convertirse en el cazador de esta contienda. Me detengo bruscamente para orientarme y escuchar lo que la brisa tenga que decirme. Durante un instante todo se queda callado a excepción de mis pulmones, que gritan por aire sin importar que cada gota de este helado comienzo de primavera caiga dentro de mí como una aguja que me hiere. Me duelen los músculos de las piernas, desacostumbrados a correr. Me digo que soy demasiado humano. Demasiado imperfecto. Y mi presa, en cambio, es sobrenatural en fuerza y cuerpo. Mis ojos van al cielo, en un intento de buscar ayuda de las estrellas. Ellas, titilando indiferentes, no tienen hoy consejos para mí. La luna parece reírse de mis dudas, de mi confusión. La niebla, reptando y estremeciéndose a ras del suelo, intenta enredarse a mis piernas, anclándome. Yinn también se ha detenido, siguiendo mi ejemplo. Su silueta, oscura pero aún apreciable contra las demás sombras de la noche, es mi única compañía. Tan ansioso como yo y al menos tan falto de aliento, busca con los ojos entornados algún elemento
  • 5. 5 que se haya colado en la noche de Amyas, esta ciudad durmiente que recorremos. No dice nada, pero su mano se alza y señala hacia delante con mucho cuidado de que nada delate su movimiento. Yo lo sigo con la vista justo a tiempo para ver un pedazo de oscuridad deslizarse rápidamente dentro de un callejón. Mis dedos se aferran con fuerza al bastón que sostengo en la diestra, hasta que el pico del águila que sirve de adorno en su empuñadura se me clava en la palma. Asiento en silencio. Avanzamos a tiempo de escuchar un grito de mujer que parece llegar al mismo firmamento y hacer temblar el suelo que piso. Un estremecimiento se desprende por mi espalda y siento que cualquier rastro de color huye de mi rostro. Nuestra carrera vuelve a empezar, aunque esta vez somos perfectamente conscientes del rumbo. De cada paso. Hay alguien en peligro. Una punzada de culpabilidad me araña por dentro, pero me obligo a olvidarla y a concentrarme solamente en mi tarea, que es la caza. Dentro del bolsillo de mi abrigo, el pequeño libro que ha estado dormitando parece despertar de pronto y pedirme que lo abra. Todavía es pronto, sin embargo. Cuando nos asomamos al callejón, con el miedo de llegar demasiado tarde latiéndome en las sienes, la más extraña de las escenas nos recibe. La criatura, más salvaje que humana, se alza imponente sobre los adoquines, rodeada de sombras pero sin llegar a fusionarse con ellas. No hay sitio para él entre las tinieblas de este mundo. No hay sitio para él fuera de su propio hogar, donde debería quedarse. Su aullido, cuando nace de lo más profundo de su cuerpo, es de miedo y de tristeza, llamando por todo aquello que conoce. Por todo aquello que no está. Y aunque me gustaría decirle que lo comprendo, hacerle entender que pronto todo estará bien, sé que es inútil razonar con él… o con su terror.
  • 6. 6 Me doy cuenta de que la alta figura se encorva sobre una más pequeña y frágil. La luna, asomada desde una nube, me permite ver la silueta imprecisa de una muchacha encogida contra el muro. Podría ser de cualquier edad, aunque es delgada y no muy alta. Aunque no puedo ver su rostro sé que en él se dibujará la sorpresa y el horror de la situación. Trago saliva y me concentro en pensar. Yinn es más rápido que yo. Se lleva una mano a la boca y un silbido sale de sus labios. Es todo lo que necesitamos. Hay un segundo de silencio al que sigue otro de tensión y después, lentamente, nuestra presa se vuelve. Me fijo en sus ojos, más negros incluso que lo que nos rodea. Que los muros centenarios. Que el suelo regado aún de charcos. Que el cielo por el que viajan las nubes. La luna se oculta y yo respiro hondo, con el bastón firmemente sujeto en caso de necesitarlo. El libro lo agarro con la zurda, mostrándoselo en un intento de que entienda. Parece hacerlo, porque hay algo de reconocimiento en el gruñido que escapa entre sus fauces entreabiertas. Se acerca tambaleante, tentado. No parece que vaya a atacar pero, por si acaso se le ocurre hacerlo, dejo el volumen en el suelo, abierto. Las páginas parecen hablarle. Parecen contar historias, mientras una brisa suave las mueve. Puede que logre escuchar su nombre de labios incorpóreos, lejanos. Más allá de lo que me ocupa oigo a la mujer proferir un suspiro de alivio lo suficientemente alto como para que vuele hasta mí. Más tarde me aseguraré que está bien, pero ahora me concentro. Le indico a Yinn con un ademán que se aparte y yo mismo doy un paso hacia atrás. No es miedo lo que me mueve, sino cautela. Respiro hondo, controlando cualquier instinto de supervivencia que pueda salir a flote cuando siento el aliento húmedo demasiado cerca de mi rostro. Me aseguro que no me hará daño. Sabe, de alguna manera primitiva e inconsciente, que yo lo voy a salvar. Que no soy una amenaza.
  • 7. 7 Una palabra se desliza sobre mi lengua. No sería capaz de contenerla aunque quisiese. El aire parece detenerse. El libro, cerca de mis pies, tiembla y guarda silencio en su somnolencia. Contra el paladar, fluyendo quedamente, las sílabas se deshacen y parten de mis labios. Es como si cada una de las letras tuviese vida propia. Conozco cada inflexión desde incluso antes de nacer, pero su llegada siempre me sorprende por su belleza, por cómo se respira la magia y cómo la siento correr por mis venas incluso cuando la mayor parte del tiempo solamente duerme, plácida y recogida en algún secreto rincón de mi mente. El portal se abre y yo cierro los párpados, disfrutando del poder que eso me da. Es como si durante un segundo, un breve instante de tiempo detenido, me hallase en el umbral entre dos mundos. Dos lugares diferentes por completo, brillantes, que me llaman con su sinfonía de voces y olores. Tengo la lejana certeza de que alguien susurra un agradecimiento en su corazón, aunque la frase nunca llega a ser articulada. Un destello breve que sobresalta a las sombras. Después, silencio. Cuando vuelvo a abrir los ojos, preso de una súbita paz, lleno con el sabor del trabajo bien hecho y con la certeza de que todo vuelve a estar en su lugar, suspiro. Ya no hay aquí ninguna criatura a la que temer. El lobisome estará en algún bosque, ahora, que pueda reconocer, muy lejos de aquí, de Albion. La brisa se vuelve a poner en marcha. El reloj se mueve de nuevo, inquieto por los momentos perdidos. La noche vuelve a ser noche. Me agacho con cuidado y recojo el tomo del suelo, que cierro. El aliento escapa de entre sus páginas al tiempo que lo hago. Me parece que se acomoda en mi mano y cae inerme una vez más. Lo guardo en el bolsillo.
  • 8. 8 Recuerdo que otro asunto requiere mi atención, así que dirijo mi mirada hacia ella. Aún encogida sobre sí misma, probablemente asombrada y asustada a partes iguales, la contemplo arropada entre sombras. Me doy cuenta de que ella tampoco encaja aquí. Que no es una de los nuestros. Me fijo en Yinn, a mi lado, esperando que él comparta mis hipótesis. Un gesto suyo es suficiente para que entienda que así es, unidos por una muda complicidad. Con pasos rápidos se aleja, probablemente en busca de un farol con el que poder ayudarnos a evaluar la situación. Me adelanto con cautela, en un intento de que se acostumbre a mi presencia. Pienso en ella como en un animalillo asustado. Si no soy lo suficientemente delicado escapará y no la podré coger jamás. Como un cervatillo. Como una ninfa que se escurrirá entre mis dedos. En principio, al menos, no lo hace. Me humedezco los labios y la escucho coger aire bruscamente. Me detengo. —¿Se encuentra bien? No parece muy segura. Turbada por todo lo que ha visto en apenas unos minutos, ni siquiera ella es capaz de decirlo a ciencia cierta. Aún encogida sobre sí misma, percibo que me observa. La sombra de su mano se alza hasta su sien. Se palpa la cabeza pero no parece encontrar nada que la alarme. Finalmente, con un titubeo, la veo asentir. Entiendo su perplejidad. Entiendo que esté confundida y aterrada. Pero no hay nada, en esta oscuridad que nos acecha, que yo pueda hacer por devolverla a su hogar. Le tiendo la mano, en un intento de ayudarla a levantar. De mostrarme amistoso. Detrás de mí escucho los pasos acelerados de Yinn, que ha conseguido un farol probablemente de algún portal. Lanza un poco de luz sobre la frágil figura, que se vuelve aún más pequeña al comprobar que no estamos ella y yo solos. Tengo el fugaz atisbo de una muchacha. Cabellos oscuros. Rostro adolescente. Ropas extrañas.
  • 9. 9 —Me llamo Marcus Abberlain —me presento, decidiendo dejar a un lado detalles en ese nombre que solamente añadirían preguntas a su cabeza y problemas para su entendimiento—. Estoy aquí para ayudarla. Ella no responde. Sus labios apenas sí se separan. Nos observa como si fuésemos dos fantasmas salidos de un sueño. O como si estuviera viviendo una pesadilla. En un segundo parece que abre la boca, pero entonces sus párpados caen y se aprietan. Su mano se alza y toca su cabeza, aunque esta vez el gesto es iluminado y no tengo problemas para verlo. Parece que le duele. Un gemido escapa de su garganta y un jadeo me llena de ansiedad. No hay sangre en sus rizos castaños, sin embargo. Me agacho junto a ella, en un intento de examinarla mejor. Cuando consigo que aparte los dedos de su propia piel, sin embargo, no hay heridas que reclamen mi atención. Eso, sin embargo, no significa que no haya recibido ningún golpe. —Tranquila —le digo, aunque ni siquiera sé si me entiende. No tiene por qué hablar mi idioma, al fin y al cabo. No obstante, creo que puedo hacer que mi tono transmita lo que siento—. Todo va a estar bien. La cojo del brazo y, a pesar de que ella no es de mucha ayuda, la alzo y la obligo a ponerse en pie. Me parece más liviana de lo que había esperado. Noto su cuerpo cálido apoyado contra el mío y lo siento estremecerse en la noche fría. Le tiemblan las piernas. La luz lanza sombras sobre su rostro cuando sus párpados se entrecierran. No parece mirarme, sino que se fija en el suelo oscuro, como si tratase de enfocarlo. —Marcus… —Su voz me sobresalta, suave, pero me aseguro de no soltarla. No voy a dejarla caer—. Yo soy… —Hace el esfuerzo de alzar la cabeza, pero no llega a conseguirlo del todo. Sus ojos se fijan en los míos solamente entre las pestañas. Hay un suspiro y unos labios que luchan por volver a decir algo—. Me llamo Ilyria… Yo…
  • 10. 10 La insto a avanzar, pero ella no es capaz de responder a mis esfuerzos. No voy a conseguir que se quede despierta. Trastabilla y cae entre mis brazos, los cuales ya están preparados para recibirla. —¿Señorita? No hay respuesta incluso cuando la muevo, acomodándola contra mi pecho. Su rostro se ve blanco e inquietante, con las sombras acariciando su piel, ahora envuelta en una palidez mortal. La luz del candil titila y se apaga.
  • 11. 11 Ilyria Despertar. El aullido de un lobo se confunde entre sueño y realidad. Ha sido una pesadilla. A medida que despierto las imágenes de mi sueño se van perdiendo en mi memoria. Poco a poco se hunden, sin dejar casi rastro, aunque no de la manera natural. Normalmente nunca recuerdo mis sueños, pero esta vez hay algo en mi cabeza que se resiste a ser eliminado. Por ejemplo, ahí está el aullido, todavía resonando en mis sienes. En algún recoveco de mi memoria también persisten unos ojos morados, firmes y serios, que me observan bajo un ceño fruncido en un mohín de preocupación. Una piel de color aceitunado. Un nombre… Me quejo, encogiéndome sobre mí misma. Nada tiene sentido. Ningún dato de los que me rondan por la cabeza tiene una conexión real. Pronto doy por perdido el recuperar mi sueño y suspiro hondamente, destensándome sobre el lecho en el que he estado durmiendo hasta ahora. Solo tardo un par de segundos en darme cuenta de que algo no está bien. En mi cuarto vuela un extraño olor a lavanda. A mi alrededor oigo susurros. Mi cama no parece mi cama. La luz golpea mi rostro con más fuerza de lo que lo haría normalmente. La ventana de mi habitación, por ejemplo, es demasiado estrecha para dejar pasar tanta luz. Las sábanas que cubren mi cuerpo parecen más suaves que de costumbre y, de hecho, el colchón sobre el que me acuesto es mucho más amplio que el de mi pequeño apartamento… En un intento de encontrarle explicación a mi situación actual, aún sin abrir los ojos, intento recomponer el día anterior en mi memoria.
  • 12. 12 Comida. Recuerdo haber comido con mis padres en aquel restaurante italiano. El de siempre. Ese al que se va en todas las ocasiones especiales… o cuando quieren pedirme algo. Saben que me gusta. Es una manera amable de instarme a escucharles. Lasaña. Aún está fresco en mi memoria haber estado jugando con el tenedor, removiendo la comida, mientras ellos me miraban censuradores. Mientras me hablaban de cosas en las que prefería (y prefiero) no pensar. Cosas que no podía entender porque no eran lo que yo quería. Lo que quiero. Aún puedo sentir en mi estómago cómo ha caído cada bocado. Cómo ha caído cada palabra. La sensación sigue siendo tan desagradable… El sabor de la comida se perdía con cada una de sus frases mordaces, que intentaban alejarme del camino que he elegido. —¿Crees que está despierta? Intento obviar la voz que no reconozco, pero que ha sonado muy cerca de mí. Esa voz, en mi realidad, no debería existir. «No existe», me corrijo para darme más seguridad. Sigo dormida, probablemente, por eso tampoco consigo recordar del todo el pasado día… Todo lo demás está borroso. Salí del restaurante después de negarme a discutir allí, en medio de toda la gente que sentía mirándonos. Caminé sin rumbo, con la única intención de escapar, y acabé en la librería. En mi librería. Recuerdo que cerré la puerta con tanta fuerza que los cristales del escaparate temblaron. La rabia, la frustración. El hecho de sentirme entre las paredes de mi refugio calmó un poco. Eché el pestillo y fui a sentarme sobre el mostrador de madera oscura. Respirar el aire fresco, el aire que olía a mil mundos encerrados entre papel y tapas, me devolvió la cordura. No necesitaba silencio, por lo que la tienda era el mejor de los lugares para mí en aquel instante. Imaginaba que la letanía sin voz que solo yo podía escuchar eran las peticiones lejanas
  • 13. 13 de universos allí congregados para que yo me sumergiera en sus océanos, para que caminase por aquellas tierras soñadas de luz y palabras. —No lo sé, thàyre. De lo único que estoy seguro es que deberías estar con Angela y no aquí. Otra voz desconocida. Una vez más prefiero no escuchar. «No existe», me repito. Sé que me moví como en un sueño por entre las altas estanterías. Sé que nadé por los pasillos a cámara lenta, suspendida en las sensaciones del momento. Todo dejó de importar en ese instante. Me quedé solo con el olor a sabiduría. A aventura. El sabor de las palabras que quería leer en mi lengua. El tacto de los lomos contra las puntas de mis dedos mientras paseaba sin rumbo por lo que para mí es algo más que “una simple librería”. Más de lo que ellos entenderán jamás. De lo que él entenderá jamás. Mi padre nunca podrá comprender hasta qué punto ese lugar guarda todos mis sueños. ¿Cómo puede, entonces, tener la certeza de que esto no es lo que yo quiero? No se da cuenta al hablar de que escucho sus verdaderas palabras. Sus pensamientos, acallados en un intento de llamar a lo que él cree que es mi sentido común. “No es lo que yo quiero”, me decía anoche sin necesidad de hablar. Y eso es muy diferente. Ya soy lo suficientemente mayor como para hacer de mi vida lo que se me antoje. He decidido. Y seguiré mi propio camino. Que siga él el suyo. —No tengo la culpa de que las lecciones de Angie me aburran. Me ha parecido que la chica se movía. ¿Has pensado que pueda ser un regalo para mí? Mi propia sirvienta, ya que queda tan poco para mi cumpleaños… ¿Sirvienta? De pronto no puedo ignorar más las voces, aunque abrir los ojos significa aceptar que no estoy en mi cama, en mi apartamento. Que hay alguien de verdad a mi lado. Dos personas, de hecho, que han estado manteniendo una conversación mientras yo intentaba hacerme la dormida.
  • 14. 14 —Si el thaýr Marcus escuchara eso… Marcus. El nombre me atraviesa la mente. Lo conozco. Sé de qué habla. Un rostro serio, de labios fruncidos y expresión borrosa, aparece dentro de mi cabeza. Ojos morados... ¿Puede haber iris de ese color? No, por supuesto que no. Ha sido parte de ese sueño inconexo y sin sentido. ¿Es que acaso sigo en él? Eso tendría lógica. Es lo único, de hecho, que puede tenerla. Y si es así, si por alguna extraña razón estoy en medio de una ensoñación… ¿qué más da si miro a mi alrededor? La luz me acuchilla las pupilas. Casi las siento encogerse, agazaparse, controlando la entrada de luminosidad. Cierro los párpados con fuerza y gimo. Me escondo bajo las mantas. Escucho una exclamación a mi lado y quiero desaparecer. Durante un segundo me siento de nuevo una niña que lucha contra la llegada del día para no tener que salir del cuarto e ir al colegio. El respiro no me dura mucho. —¡Extranjera! Las mantas me son cruelmente arrebatadas y yo vuelvo a quejarme. De hecho, me giro hacia la voz con ojos entornados y le gruño. Ante mí hay una niña hermosa. No es una hermosura exactamente angelical. No cuando tiene los finos labios rosados fruncidos en un mohín. Y dudo que los ángeles puedan tener en su repertorio de expresiones ese gesto orgulloso con el que me mira esta muchacha apenas salida de la infancia. Me incorporo lentamente, resoplando durante un segundo. La contemplo con fijeza y ella responde al escrutinio haciendo lo mismo conmigo. Tiene los cabellos negros, oscuros como las alas de los cuervos y los mechones completamente lisos caen cortados a la altura de sus hombros. Su rostro es tierno todavía, redondeado y blanco como la cerámica. Tiene los ojos verdes, intensos, grandes y llenos de infantil curiosidad.
  • 15. 15 Parecen dos esmeraldas que se hayan engarzado alrededor de sus pupilas, rodeadas de negros y largos hilos de azabache. No obstante, no parece una chiquilla normal: su cuerpo menudo está vestido con las ropas más elaboradas que jamás he visto. No se trata solo de que esté cubierta como una de las muñecas de porcelana que aún atesoro en las estanterías de mi cuarto, sino que bien podría haber sido una que hubiera cobrado vida y decidido presentarse ante mí con sus brillantes zapatos de charol, sus calcetines blancos y su vestido por debajo de las rodillas. Sus prendas están llenas de encajes y volantes, de pequeños y hermosos detalles, como las perlas que lleva a modo de botones en el vistoso cuello bordado de su blusa. Parece una niña salida de una película de época, parte de una familia acaudalada que podría haber vivido durante el período victoriano. Durante un segundo temo encontrarme ante a una pequeña Claudia que en un momento se aprovechará de mi embelese y saltará sobre mí para chuparme la sangre. Me estremezco y sacudo la cabeza, decidiendo que tengo que dejar de leer a Anne Rice. La muchacha se gira de pronto, dándome la espalda. Sus delicados puños están apoyados en lo que empiezan a ser unas caderas de mujer. Es extraño ver tanto orgullo contenido en una figura tan pequeña. ¿Cuántos años podrá tener? ¿Once? ¿Doce? Su mirada va a encontrarse con la de un chico que debe tener mi edad más o menos. Lo reconozco. Imágenes de mi sueño se agolpan en mi mente y me golpean con contundencia, aunque de nuevo demasiado vagas y demasiado confusas para poder ordenarlas correctamente. Se mezclan y se confunden. Me marean. El ver al muchacho me hace convencerme aún más de que esto no puede ser real, sino que de alguna manera sigo viviendo esa ilusión sacada de mi cabeza. Es cierto que este sueño resulta extraño y más vívido que nunca, pero no puede ser otra cosa.
  • 16. 16 Lo peor de todo, sin embargo, es que no recuerdo realmente haberme quedado dormida. ¿Y no es cuando te convences de que vives en un sueño, de que eres responsable de tu cuerpo y tus acciones, cuando despiertas? —¿Estás seguro de que no se va a quedar? Papá la habría devuelto a su mundo si así fuera. No la habría dejado dormir aquí —comenta el más pequeño de los productos de mi imaginación. Quizá me he desmayado. No sería la primera vez, después de todo. La anemia a veces me juega malas pasadas. A lo mejor yazco en medio de la librería, entre las estanterías, sobre el duro y polvoriento suelo. Me estremezco solo de pensarlo. Pero al menos, si es así, tarde o temprano tendré que volver en mí. Mientras me intento convencer a mí misma, las palabras penetran en mi mente con la lentitud calculada de la asimilación. He dormido en una cama soñada, como soñadas son la niña y sus ropas. ¿En qué instante se volverá todo más extraño? Porque, por el momento, esta quimera tiene un argumento demasiado plausible. Pronto tendrán que empezar a aparecer y desaparecer cosas, a encontrarme en otros lugares… Quizá si me levanto… Cojo aire y me muevo lentamente hacia el borde de la cama. Me siento algo mareada y, para más frustración, las piernas se me enredan continuamente en la tela de un largo camisón que no soy consciente de haberme puesto en ningún momento. Una prueba más de que esto es un sueño: yo nunca tendría una prenda tan larga y tan hortera. El muchacho que está presente, a quien la chiquilla se ha dirigido, me mira como si temiera que fuera a caerme. Se pasa la mano por la mejilla y recuerdo que allí hay una marca parecida a un tatuaje. Es un diseño complicado que no sabe pasar desapercibido: una estrella toma forma en el centro de un libro abierto, inscrito, a su vez, en un círculo. Es hermoso a su manera, con sus líneas negras contra la piel aceitunada del joven. Los
  • 17. 17 ojos oscuros del chico van de una figura a otra sin saber en quién centrar su atención. Probablemente no tenga ni la menor idea de lo que va a pasar conmigo. Yo tampoco. —Lo que el thaýr y la muchacha decidan —considera al fin— no debería importarte hasta que se te anuncie. Ahora vuelve a la lección con Angela, antes de que decidan castigarte de nuevo. La niña ignora premeditadamente su consejo y se vuelve hacia mí, que ya he conseguido ponerme en pie. Las piernas me tiemblan incontroladamente bajo la pulcra tela blanca. Este sueño no me gusta. Los sueños no duran tanto. Y eso de sueños dentro de sueños solo pasa en las películas como Origen. En realidad no se sueñan cosas tan complicadas ni tan elaboradas. Además, el hecho de que aún no han empezado las incoherencias no deja de taladrarme la mente. —¿Vas a quedarte aquí? Su voz aniñada, dulce, dirigiéndose a mí, me arranca un parpadeo. Las palabras salen de mis labios sin ni siquiera pensarlas. En su camino de salida, se atropellan las unas a las otras sin remedio. —Tengo que despertar. En mi ignorancia, en mi tozudez, esa frase tan absurda tiene mucho sentido. Asiento, convencida, y repito: —Tengo que despertar. Mis pies descalzos se mueven por inercia hacia la puerta mientras la niña y el muchacho me siguen con la mirada, sorprendidos. En sus ojos veo que no entienden mi comportamiento. Que no saben de lo que hablo. Eso está bien. Es algo, cuanto menos, lógico. Lo primero desde que he abierto los ojos. La ficción, después de todo, nunca admite ser solo eso.
  • 18. 18 Marcus Intrusa. Esa muchacha parece haber sido traída por la primavera. Las nubes han debido dejar caer primero la lluvia y, antes de desaparecer, me la han encomendado a ella. Tiene sentido, al menos, mientras escucho la algarabía de los pájaros a mis espaldas. El sol, después de varios días sin salir, ha vuelto hoy a brillar como si fuera la primera vez que se deja ver. Como si fuera el comienzo de una nueva vida. La brisa sopla con un compás irregular que me trae recuerdos de otras estaciones, de otros climas, de otros silencios que, llegando de puntillas como ahora lo hace este, me estrecharon en su abrazo asfixiante. Cuando desperté esta mañana y me asomé a su cuarto, ella aún dormía plácidamente, ajena a este mundo que ahora se abre ante ella. Ajena a sus posibilidades. A su maldición. A su marca ahora imborrable, un estigma que la acompañará allá a donde vaya con su peso inaguantable… Decido concentrarme en otra cosa mientras miro los sobres llenos de manuscritos; la eterna esperanza, los mil mundos que me esperan. Algunos son falsos, artificiales: una trampa para los sentidos que nunca se abren ante ti como deberían. Otros, en cambio, son hermosos y reales, capaces de devolver al muerto a la vida, capaces de lanzarte a otros universos como puertas abiertas a la aventura. Intento ignorar los pasos artificialmente ahogados que se dirigen al final del pasillo, tras salvar la puerta de mi despacho. No me importa. Por esta vez dejaré que Charlotte sacie su curiosidad. Aunque tengo la esperanza de convertirla en una verdadera dama algún día, también sé aceptar que es una niña. Que necesita algo de libertad. Que debe descubrir algunas cosas por sí misma. Además, no tiene la oportunidad, muy a menudo, de conocer a personas nuevas. Quizá esto le haga bien.
  • 19. 19 Una puerta se abre y se cierra. Se escuchan voces amortiguadas y yo intento volver a mi lectura, a mi eterna maldición. Sin embargo, hoy no me concentro. Suspiro y me giro en mi sillón, atendiendo a la ventana. Algunos pétalos tempranos se dejan llevar por el aire en su búsqueda por algo que no pueden ver. Que no pueden encontrar. Suspiro. Por algo que ya nunca más volverá… Cojo aire y me inclino un poco para abrir el cajón más bajo de mi escritorio. La llave permanece en la cerradura, consciente de que nadie osará abrirla aunque tenga la oportunidad. Con la llave puesta, como si precisamente invitase a ser abierto, nadie diría que ese cajón guarda misterio alguno. Sé que Charlotte rebusca en esta habitación en su afán de conocimiento. Sin mala intención, me aseguro. Pero aunque conociera mi secreto no podría llegar hasta él. No sabría de su esencia. No podría averiguar nada de mí. Mis dedos rozan el libro negro que guardo. Éste parece estremecerse y cobrar vida bajo mi toque. La llegada de esa nueva visitante que descansa en la habitación de al lado me ha recordado su existencia. Aun a través de los guantes percibo la encuadernación rugosa, con sus pequeñas imperfecciones agravadas por el tiempo. Tres años lleva ya en este escondite, esperando. Pero, ¿esperando por qué? Quizá llegue un momento en el que tenga que decir la verdad. Me estremezco. El libro todavía me recuerda a ella. Imágenes inconexas se arremolinan tras mis párpados: su piel pálida. Una sonrisa cruelmente hermosa. Una voz que susurra mi nombre en mi oído. La frustración y el desengaño. Amargo placer. Frunzo el ceño y cierro el cajón con un golpe seco, enfadado conmigo mismo, como cada vez que pienso en su cuerpo yaciendo entre las sábanas. En sus movimientos perezosos y sus caricias, que ahora se me antojan un mero premio de consolación. Yo era su juguete y ahora ella… Suspiro hondamente y aparto cualquier idea de mi
  • 20. 20 pensamiento. ¿Desde cuándo dejo que me domine el pasado? ¿Desde cuándo me pierdo, de nuevo, en esa mirada que ahora está vacía, hundida en las cuencas de la Muerte, como tantas otras antes? Durante otros diez minutos intento prestar atención a mi lectura, hasta que finalmente me doy por vencido. Me levanto y camino sin rumbo por el cuarto, abriéndome paso entre pensamientos que me llevan camino de ninguna parte. Lejanos me llegan los sonidos de esta primavera que pretendo ignorar. En una decisión precipitada decido que ya es hora de que Lottie vuelva a sus clases y de que yo saque a la muchacha de mi casa. Es por eso por lo que salgo al pasillo después de cerrar la puerta del despacho tras de mí. Me detengo un segundo en el corredor, arreglándome las mangas, y alzo la mirada cuando la entrada al cuarto de al lado se abre y una joven en camisón se desliza, aún descalza, fuera de la alcoba. Permanezco quieto, detenido a mitad de mi acción, con los dedos entorno a la tela de mi camisa y la mirada fija en el frente. Como si pretendiese mimetizarme con las paredes, aguanto la respiración mientras ella, desorientada, contempla el corredor al tiempo que camina. Tiene un andar torpe, algo adormilado, como somnolienta es su expresión. Los ojos castaños aparecen velados por el sueño, por la incomprensión. La arruga de la almohada se le ha quedado marcada en la frente y un leve perfume a lavanda llega hasta mí. Los cabellos, oscuros como sus ojos, caen sin orden ni concierto sobre la blanca tela que cubre sus hombros. Parece más pequeña y frágil de lo que me pareció ayer, ataviada con esa prenda que fue diseñada para una mujer más alta y con más cuerpo. Como un adolescente, me quedo prendado de la imagen que se me muestra, descubriendo con la imaginación, más que con la vista, los regalos de un cuerpo que se me antoja diferente al de las estáticas damas que pasean por la calle. Pienso en ella, sí, y
  • 21. 21 las comparo inevitablemente, porque esa es la geografía que estuve estudiando durante meses, las marcas y las líneas que se me han quedado grabadas en mente y manos. Cuando alza sus ojos marrones, nuestras miradas chocan. Un choque brutal que me sobresalta. Ella entorna los párpados y recorre mi impecable traje, mi rostro blanco, mi altura entera. Sé que busca una referencia, algo que la ayude a situarse, confundida como está. O quizá simplemente intente concienciarse de que esto es un sueño. Si yo estuviera en su lugar querría hacerlo. Sería mi forma de defensa contra lo desconocido, contra lo que trataría de asustarme, contra lo que escaparía a mi comprensión. Entreabre los labios y la escucho coger aire, ansiosa, mientras descubro una pregunta formándose en su garganta. Y, aún así, soy yo el que habla primero, con la voz más seca y más seria que consigo reunir. De mi rostro se cae la expresión y me convierto en un ser indiferente. Ella no me importa, solo es una intrusa. Una desconocida que está de paso por esta vida que, por mucho que lo intento, no llego a apreciar del todo. —Ya ha despertado. La muchacha cierra los labios y los frunce ligeramente. Al hacerlo, el inferior se escapa levemente hacia fuera y una arruga se hunde entre sus finas cejas. —Thaýr… Yinn está tras la joven, quieto, esperando órdenes, a pesar de que yo no tengo ninguna que darle. Parece algo preocupado, como si supiese que hay algo mal, que no todo está como debería. Charlotte también se ha asomado fuera de la estancia. Es en ella en quien centro mi atención. La veo sonreír, primigenia imagen de la inocencia, y niego con la cabeza, avisándola de que ese truco no funcionará. Su rostro adquiere entonces el leve rubor de la vergüenza. Se frota un brazo. —Vuelve ahora mismo a tus clases, Charlotte. Y que sea la última vez que abandonas el aula antes de que sea la hora.
  • 22. 22 Casi la escucho tragar saliva, culpable y decepcionada. No ha podido disfrutar nada de su pequeña escapada. Y aunque antes yo había creído que le haría bien conocer a otra gente, ahora casi me arrepiento de ese absurdo pensamiento. Le haría bien conocer a otros niños de su edad, no a muchachas que caminan en ropa de cama por mi pasillo. Con un suspiro pasa junto a Yinn. Echa solamente una discreta ojeada a la recién llegada y luego camina por mi lado. Alzo la mano un segundo, para rozar sus cabellos con mis dedos, despeinándola suavemente en un gesto que ella reconoce como de cariño. No en vano la veo sonreír. Sin ir más lejos, de hecho, yo mismo me encuentro con una sonrisa tenue en los labios. Una vez se ha metido de nuevo en el aula escucho cómo la puerta se cierra, justo después de que Angela entone con su voz de cristal unas palabras que no suenan a reprimenda verdadera. Me vuelvo hacia el muchacho que espera, diligente, tras la paralizada chica. Repuesto al fin de la impresión de nuestro encuentro, doy con las palabras y las acciones adecuadas. —Llévatela dentro y haz que se vista. No es nada decoroso que se pasee en camisón por la casa. Y no es un buen ejemplo para la niña, decididamente. La desconocida se mira al escucharme hablar. Alza una ceja. La presión de sus labios unidos los torna ahora descoloridos. —¿Bromeas? —Me espeta sin modales algunos, mirándome descaradamente a los ojos—. Hay días que salgo a la calle con menos tela. Y para enfatizar que realmente cree que la prenda es demasiado larga, se alza la falda hasta las finas rodillas y luego la deja caer de nuevo con un revoloteo que acaricia la alfombra. Me observa, desafiante, y yo siento una ligera aversión por sus provocaciones y su descaro.
  • 23. 23 —Pero estas no son las mismas calles por las que alguien pueda comportarse o vestirse como se le antoje. Aquí las damas se cubren en presencia de los caballeros, muchacha. Ella resopla y deja los ojos en blanco, como si yo fuera una vieja institutriz con la misma cantinela de siempre: la que ella conoce y odia con todas sus fuerzas. Sé cómo se siente, pero no por ello voy a dejarle hacer su parecer. Hay unas reglas que hay que cumplir. Cuando se marche podrá recordar todo esto como la sombra de un mal sueño. —Bueno, no veo ningún “caballero” aquí, aparte del chico al que tratas como si fuera tu mayordomo —me replica—. Y no le he escuchado quejarse. Yinn deja escapar una estúpida risita que corta con una tos casual cuando yo lo censuro con la mirada. —En primer lugar, él es mi mayordomo. Y realmente el problema no es que yo no sea un caballero, sino que no se me ocurre peor ejemplo de dama. —Contengo un suspiro de resignación, como si estuviera de nuevo intentando hacer entrar a Lottie en razón, y echo un vistazo por encima del hombro de la muchacha. Ella frunce el ceño, ofendida, cuando decido ignorar que está justo delante de mí—. Vístela. Que se reúna conmigo en la salita. Ella deja escapar una exclamación cuando el chico asiente y la coge del brazo para obligarla a seguirle. La joven se revuelve y bufa, soltándose. Se acerca a mí y me encara con la expresión indignada de una fierecilla. Sus ojos castaños se clavan en los míos de una manera que hacía años que no presenciaba. —Puedo vestirme yo solita: no soy una muñeca. —Cruza los brazos, enfadada, con un rubor asomando a sus mejillas, y alza la barbilla—. Y como esta es mi ensoñación, yo decido qué hacer. Y en este momento lo único que quiero es despertar.
  • 24. 24 Frunzo el ceño en un principio, sin comprender, y luego asiento, dándome cuenta de lo que piensa. Como yo creía, debe haberse aferrado a la idea de que esto es un sueño, un mero producto de su imaginación. Si supiera lo real que es todo esto en realidad quizá se lo hubiera pensado dos veces antes de hablarme de la forma en la que lo ha hecho… o quizá no. —Ayer no parecía creer que fuéramos producto de su imaginación —apostillo, empezando a perder la paciencia. Entorna los ojos, parece que intentando recordar. Tratando, inútilmente, de verse el día anterior a la noche, cuando la encontramos a punto de ser atacada por aquella bestia. Un hombre lobo la arrinconaba contra el callejón. Ni siquiera es sorprendente: aquí, en Amyas, todo puede pasar. Cualquier criatura puede salir de los rincones en cualquier momento, ya sea buena o mala. Pero el animal solo estaba perdido, solo necesitaba comprensión. Eso y, por supuesto, el libro que yo tenía en mis manos. La joven no hizo preguntas entonces, pero quizá hubieran salido de sus labios si no se hubiera desmayado. Supongo que las emociones, junto con un posible golpe, actuaron de anestesia para ella durante el resto de la noche. Así pues, no me extraña que pensara que todo lo que ocurría era un sueño: uno en el que ella cambiaba de mundo, una bestia la atacaba y un muchacho la salvaba. No estaba despierta para ver que la traía en brazos a la mansión durante todo el camino. Tampoco que Yinn le ponía el camisón o que la acomodábamos en una de las habitaciones. Nada perturbó su sueño. Yo, en cambio, no pude cerrar los ojos en muchas horas. Solo cuando amanecía conseguí descansar, aunque apenas fue una hora de incómodos sueños traídos del pasado y desfigurados por el tiempo y mi subconsciente
  • 25. 25 —Ayer. Ayer… —repite ella, en el presente, en un acto de concentración. Se lleva una mano a la frente, masajeándose las sienes, y termina negando con la cabeza—. No puede ser cierto. Estaba en mi librería y… Me mira y yo, encogiéndome de hombros, le doy la espalda y echo a andar por el largo pasillo. La muchacha se queda un segundo en blanco ante mi reacción y, después de trastabillar, me sigue. Incluso cuando intento no prestarle atención siento sus pasos algo torpes, aún adormilados, descoordinados, ahogados por la espesura de la alfombra. No me giro, aunque su presencia me pone algo nervioso. Por eso, quizá, acelero el paso y bajo las escaleras con rapidez. —Espera —me pide ella algo falta de aliento—. Para ahí. Creo que me merezco una explicación. —Y antes de que lo espere una ronda imposible de preguntas salta desde sus labios y me acribilla—. ¿Dónde estoy? ¿Quién eres tú? No puedes realmente esperar que crea que no estoy en mi época, ¿verdad? ¿Cómo puedo estar segura que no es un sueño? ¿Y qué pasó con la… criatura de anoche? ¿Cómo he podido aparecer aquí? — ríe, en un gesto que se me antoja algo histérico—. Esto es ridículo. Estoy soñando. Suspiro exasperado. Solo me detengo para echarle un rápido vistazo por encima del hombro. —No hablaré con nadie que no esté adecuadamente vestido. Y esa es mi última palabra.
  • 26. 26 Ilyria Sueño. Cuando me doy cuenta, el tal Yinn me ha arrastrado de vuelta al cuarto, a pesar de que sigo sin entenderlo: ¿qué tiene de malo un camisón que solo deja ver los dedos de mis pies asomados bajo el borde blanco? El mayordomo se gira hacia mí con una sonrisa divertida en el rostro cuando entra en la habitación, tras haber desaparecido un par de minutos. Entre sus brazos lleva un montón considerable de tela. Probablemente la suficiente para vestir a tres personas más. —¿Está segura de que no necesitará ayuda, señorita? Contemplo con un mohín de disgusto toda la parafernalia que necesitaré para cubrirme y niego. No quiero esa ropa tan extraña y aparentemente pesada, con ese aspecto de haber salido de una película de época. La cojo de sus brazos, sin embargo, porque no veo mi ropa por ningún otro lado y no pienso estar en camisón todo el día. La observo entre la curiosidad y el más profundo desagrado mientras la ordeno sobre la enorme cama deshecha. Una camisola, unos pololos, un corsé, varias faldas y un vestido. También hay medias y unas botas marrones que ni siquiera se intuirán bajo tanta prenda inservible. Suspiro y le hago un ademán, rechazando su ayuda. Yo misma puedo hacerlo. Y si no, siempre puedo buscar unas tijeras y retocar aquello que me resulte incómodo. La puerta se cierra a mis espaldas y yo me saco el camisón por la cabeza. Llevo puesta mi ropa interior, así que aparto a un lado la que me han dado, descartándola. Eso incluye el corsé, desde luego. ¿Por qué iba a querer llevar un instrumento de tortura decimonónico?
  • 27. 27 Sea como sea, la vestimenta no es ahora lo que más me preocupa. Ni lo que más me interesa. Y, definitivamente, no es lo que más nerviosa me pone, incluso si la idea de morir ahogada entre tanta capa se antoja más que posible. Lo que verdaderamente me crispa es él. ¿Marcus, se llamaba? Recuerdo algo parecido, al menos, de mi sueño. Ese estirado con guantes es lo más frustrante que he podido conocer en mi vida. Es guapo, no hay duda. Hay algo casi renacentista en su rostro, en la forma de su barbilla afilada o en los caracoles que forma su cabello cobrizo alrededor de su cara. Pero eso no le da derecho a ser un desagradable pretencioso. Ni siquiera el aire distinguido que tiene, tan diferente a los chicos de mi ciudad. De hecho no creo haber visto a un chico en traje en mucho tiempo… y definitivamente no recuerdo a ninguno que le quedara tan bien como a él. Parece que, sencillamente, su cuerpo no podría lucir otro tipo de prenda. No le imagino con unos vaqueros y una camiseta de manga corta, al menos. Pero ¿qué estoy pensando? Me pone nerviosa. Es malhumorado, con ese ceño constantemente fruncido. Y aunque hay algo mágico en él, algo que parece llamar al misterio y a la incertidumbre que tanto adoro, todo eso queda aplacado por su mirada seria, de ese color imposible. Esa mirada que… me juzgaba. ¿Cómo se atreve a tratarme así? ¿Y qué es para no consentir hablar conmigo mientras visto esa tela kilométrica? ¿Un eunuco? ¿Un cura? Porque más que un camisón hasta los pies, a sus ojos parecía que vistiera alguno de mis bañadores de verano. Menudo estúpido. Farfullo mientras me coloco el vestido como puedo. Maldita sea. Por muy bonita que sea la ropa azul que me han dado, con todo ese encaje y la cinta de color más oscuro que frunce bajo mi pecho, es lo menos práctico que he vestido en mi vida. Toda esa hilera de botones a la espalda… Durante un segundo me lamento por mi orgullo desmedido, que no ha permitido que me ayudasen con prendas a las que no estoy acostumbrada.
  • 28. 28 Algo en todo esto no me gusta. Me doy cuenta de que no parece un sueño. Es demasiado realista. En cualquiera de mis otras fantasías en las que he vestido trajes como con el que ahora lucho, soñando con mundos basados en las novelas de Austen, la prenda parecía natural en mi cuerpo. No recuerdo haberme sentido tan incómoda en ninguna de esas ensoñaciones. Vestir todas esas ropas de telas tan exquisitas, tan femeninas y con esa apariencia tan lolita era como vestir en mi mundo cualquiera de mis vestidos cortos o mis cómodos pantalones. Oh, Dios mío. Mis pantalones. Cómo los echo de menos. Sería muy fácil simplemente pedírselos a ese mayordomo y volver a vestirme con ellos y mi camiseta, pero algo me dice que el estirado tampoco me recibiría así. Aún contemplando la posibilidad de que esto sea un sueño (no puede ser otra cosa), necesito algunas respuestas básicas: esto no parece sencillamente una época victoriana al uso. En la época victoriana, estoy segura, no había hombres lobo ni libros que se los tragan… Esa es otra imagen fugaz que he recuperado: el lobo desapareció bajo las páginas de un libro abierto, con un fulgor que dio luz a la noche en la que nos encontrábamos. Marcus tenía el libro. Me miro en el espejo y de nuevo me siento extraña. Ni siquiera he conseguido abrochar los últimos botones del vestido, los que más arriba han quedado y a donde mis brazos no han conseguido llegar. Mi reflejo me recibe con los ojos marrones brillantes de los interrogantes que pululan libremente por mi mente. Si esto no fuese un sueño, ¿qué explicación puede haber para que yo haya llegado aquí? Es más: ¿cómo puede ser algo así real? Parece el argumento de alguna novela romántica en las que los personajes protagonistas saltan en el tiempo de una a otra época por alguna extraña casualidad espacio-temporal. He leído de esas. Entonces, los protagonistas, de siglos y costumbres dispares, se descubren enamorados y arropados en noches de tórrida pasión… Sonrío para mí y la chica del espejo me devuelve una sonrisa irónica. El pretencioso de aspecto
  • 29. 29 victoriano no debe saber ni utilizar los dedos que esconde bajo sus guantes, por su comportamiento, así que ni hablar de noches de tórrida pasión. Sacudo la cabeza. Pobrecito. Qué cuerpo más desaprovechado… De nuevo me sobresalto. Pero bueno, ¿se puede saber qué me pasa? Se supone que estoy enfadada. Muy enfadada. Claro que estoy enfadada. Es un altanero. En el pasillo me ha observado como si se creyese superior a mí, con esa barbilla alzada y esos ojos indiferentes. Me ha hecho sentir, durante un instante, pequeña. Fuera de lugar. Me ha observado como lo hace mi padre siempre que decido alzar la voz para imponer mis decisiones. Como si lo que yo pudiera hacer o decir simplemente no valiese nada. Se me escapa un gruñido entre los dientes y veo mi rostro crispado frente al espejo. Mis ojos centellean un segundo. He cumplido nuestro silencioso pacto: ahora que me he vestido como ese insoportable ha considerado digno de su presencia (lo cual no hace más que avivar mi rabia) tendrá que escucharme. Y más le vale responder diligentemente a todas mis preguntas. Aunque, realmente, ¿qué importa si no lo hace? Aunque todo apunte a lo contrario yo estoy convencida de que lo que hay a mi alrededor no es más que producto de mi imaginación. Me dispongo a salir cuando algo en el hombro de mi reflejo, descubierto por el escote de barco del vestido, llama mi atención. Me acerco un poco más al espejo, como si eso pudiera darme una visión más detallada de la marca que ahora cubre mi piel allí. Un libro y una estrella. ¿Qué demonios es eso? ¿Me ha tatuado? ¡Genial! ¡Me han marcado como a una res! ¿Y si lo que decía esa chiquilla era cierto? ¿Y si piensan tomarme como pertenencia y regalarme? Cojo aire, indignada, abriendo un poco más los ojos. ¡Qué atrevimiento, tocar mi piel para sellarla! La araño esperando quitarla, como si esperase que fuera de esas calcomanías falsas que regalan con las bolsas de aperitivos. Pero no. Allí continúa la forma del libro, el círculo que lo rodea, la estrella en sus páginas, la piel
  • 30. 30 enrojecida ahora por mi estúpido y desesperado intento de borrarla. Me doy cuenta de que he visto ese mismo dibujo antes. Aprieto los dientes y mis ojos llamean. Definitivamente, ese tipo va a escucharme. Airada, salgo del cuarto. El mayordomo espera en la puerta, posiblemente para guiarme hacia su amo. Me sonríe casi con diversión al verme obstinadamente cruzada de brazos. Alzo las cejas pero decido que mi enfado no es con él. Rápidamente lanzo un vistazo más detallado a su cuerpo. Hay algo exótico en su figura, algo extraño en su piel de color aceitunada. Tiene los cabellos morenos y largos, recogidos en una coleta baja. Me fijo en la marca que también decora su mejilla. La misma que destaca contra la piel de mi hombro. Me percato de que eso es lo que mi cabeza intentaba relacionar. Ya la había visto al despertar, pero con mis sentidos nublados por el sueño ni siquiera le había prestado verdadera atención. De repente caigo en algo y dejo escapar una exclamación indignada. Señalo el dibujo acusadoramente, como si en su forma pudieran residir todos los males del Universo. Yinn da un respingo y me mira sorprendido. —¡Me quieren hacer sirvienta como a ti! —Exclamo con los ojos salidos de mis órbitas. —¿Qué? —¡La marca! ¡Este tatuaje que llevas! —Me froto de nuevo el hombro, apretando los dientes—. ¡Ese tipo te la puso, ¿a que sí?! ¡Es horrible! El mayordomo titubea, mirándome casi anonadado. Contra todo pronóstico termina por reír entre dientes. —Está equivocada. Pero será mejor que el thaýr se lo explique. Y haría bien en no insinuar algo así si no quiere que se enfade, señorita. Bajamos las escaleras por las que pude ver a Marcus descender antes de que me arrastrasen para ponerme esa maldita ropa. Las medias (la única de las capas que he
  • 31. 31 accedido a ponerme aparte del vestido) me pican en las piernas, pero estoy segura de que esas incómodas botas me harían daño en los pies si no me las hubiera puesto. Miro al mayordomo, frunciendo el ceño. Sus ojos chispean divertidos, con un medio gesto abandonado en sus labios finos. —Como si me importara lo que pudiera decirme. —Como usted vea, señorita. Me deja frente una puerta que abre antes de que yo misma pueda hacerlo y me insta a pasar. Cuando entro, la madera se cierra con un chasqueo que, durante un segundo, me pilla desprevenida. Frunzo suavemente el ceño y miro alrededor. Estoy en una sala que, como todo allí, tiene ese regusto a decoración romántica. Es como estar en un museo de época o en medio de los decorados de una película inspirada en el siglo XIX: destaca la chimenea apagada, los muebles de madera cara, los sillones tan mullidos y de apariencia lujosa. El mármol brilla, al igual que lo hace la decoración que destaca en cada rincón de la habitación. Es hermoso. Pronto, no obstante, no es eso en lo que puedo concentrarme, pese a que una parte de mí (esa que en el fondo admira profundamente el siglo del romanticismo, de los poetas y la reina Victoria) quisiera detenerse en cada detalle del arte que se respira entre esas paredes. Más allá de todo eso, me doy cuenta de que no estoy sola. Lo encuentro. Hay unas puertas de cristal que dan a una terraza. Allí, sentado en una pequeña mesa en la que han servido té y unas pastas, el joven de los impolutos guantes blancos, esa figura altanera y rostro imperturbable, lee el periódico con apariencia indiferente. Sus cabellos cobrizos, apenas largos, se mueven con una brisa de la que él ni siquiera parece ser consciente, demasiado concentrado en su lectura. Hay unas pequeñas gafas posadas sobre el puente de su nariz que no recuerdo haberle visto antes, probablemente porque
  • 32. 32 solo las precisa para leer. Tras sus cristales se esconden esos iris de imposible color morado, tan perdidos en las letras como si él estuviera muy lejos de allí. Mi ceño se arruga un poco más. Ni siquiera me mira, aunque sé que me ha oído entrar. Probablemente considere mucho más importantes las noticias que sus ojos repasan sin verdadera atención que mi propia presencia. Carraspeo para llamar su interés. Y él… ni siquiera levanta la vista. En cambio, sin dejar de mirar el diario se limita a hacer un ademán a la silla de en frente. ¿Es que no se va a dignar a levantar la mirada? ¿Quién se cree? ¿Para eso me hace vestirme a su gusto? Aprieto los dientes y me dispongo a recriminarle su actitud, pero es su voz la que se adelanta. —Siéntese. ¿Se supone que es un caballero? ¿Y el “por favor”? ¡Sigue sin mirarme! ¿Es normal tener tantas ganas de tirarle por encima la taza de té que toma entre sus dedos enguantados y se lleva a los labios? Aunque el primer impulso es llevarle la contraria y no acceder a obedecer hasta que se digne a mirarme al menos de soslayo, me siento. Y lo hago por pura gula, porque lo cierto es que tengo hambre y las pastas parecen llamarme desde el platito de cerámica fina que hay sobre la mesa de cristal. ¿Es normal tener hambre en los sueños? Me humedezco los labios, pero sacudo la cabeza y recobro mi actitud ofendida. Aún así, me sirvo algo de té como él ha hecho. Siento la boca seca y necesito líquido, de modo que le doy un sorbo antes de hablar: —¿Piensas mirarme o me he vestido como una de mis muñecas solo porque al señor le ha dado la real gana? Porque esta ropa es lo más incómodo que me he probado en años —le reprocho echándome hacia atrás en la silla y balanceándome.
  • 33. 33 Él parpadea un segundo y diría que le he sorprendido, pero entonces una arruga aparece en su frente. De nuevo vuelve esa mirada censuradora, que al principio parece que juzga poco adecuada la noticia en la que se fijan sus pupilas. Sin embargo yo sé que no son las letras impresas lo que le ha desagradado, sino yo. Me lo dicen sus ojos cuando, al fin, se alzan para mirarme. Las amatistas que se atreve a lucir por mirada me observan por encima de las gafas. Frunce algo más el ceño al ver mi postura despreocupada y mis piernas cruzadas. Alzo las cejas. —Compórtate —me espeta. Yo doy un brinco en mi sitio y me detengo, pero no porque él me lo haya dicho, sino porque estoy realmente sorprendida. ¿Cómo dice? ¿Quién es él, acaso, para decidir si mi manera de actuar es errónea o no? Separo los labios pero, de nuevo, como si considerase que nada de lo que salga de ellos debe ser tenido en cuenta, se adelanta—: ¿Es que eres una niña, para balancearte de esa manera? Siéntate bien. —Abro algo más la boca, atónita, y mis manos se colocan sobre la mesa. Parpadeo—. Y trátame con más respeto. Te he dado refugio en mi casa, después de todo, en lugar de dejarte simplemente vagando por las calles. «Oh, oh». Lo está estropeando. Mucho. Se comporta como si debiera agradecerle la salvación de mi alma misma. Mis manos se convierten en puños sobre el cristal y lo miro, frunciendo los labios, apretando los dientes. —Marcus, estás siendo increíblemente… —¿Cómo has dicho? Su pregunta me descoloca. Durante un instante mi indignación queda en un segundo plano. Lo miro directamente a los ojos, sin vergüenza, y por primera vez dudo. ¿Es posible que haya entendido mal? ¿No se llamaba así? —¿No era ese tu nombre? Marcus, ¿no es cierto? Yo soy…
  • 34. 34 Pero me corta. De nuevo. Una vez más. ¿Quién es el que se comporta mal aquí? ¡No me deja ni presentarme! —Marcus Abberlain —aclara. Yo alzo las cejas. Como si me importara su estúpido apellido—. Pero para ti, extranjera… —Hay un matiz extraño en esa palabra cuando sus labios la pronuncian. Aparta el periódico, decidido a dejar su lectura para otro momento. Para cuando se haya librado de mi molesta presencia, intuyo en sus ojos. Unos ojos que, orgullosos, de pronto me devuelven la mirada. Su barbilla se alza ligeramente— soy Conde Abberlain.
  • 35. 35 Marcus Fuera de lugar. Aprovecho su momento de asombro, ese breve segundo en el que su boca cae abierta y sus ojos me miran entre la sorpresa y la indignación, para contemplarla. Su rostro, aún adolescente en la redondez pura de sus mejillas, en la forma de su cara, en sus ojos oscuros, no dista tanto de lo que se podría encontrar en una de las damas de compañía de la reina. Hay algo hermoso en ella, escondido quizá tras el flequillo, tras la tímida pincelada que adorna sus pómulos. Sin embargo, el poco aire de señorita que pudiera tener queda oculto bajo su actitud desafiante, sus malos modos y sus gestos rudos. Puedo ver, por ejemplo, que tiene las piernas cruzadas bajo la falda o que se ha servido té sin pedir permiso. Además, el hecho de que se atreva a tutearme en nuestro primer encuentro es bastante molesto. Al principio había sentido compasión por ella, porque después de todo solo es una chica perdida y alejada de su hogar, pero entonces ha empezado a comportarse de esa manera tan insoportablemente insolente, aun cuando se puede decir que le he salvado la vida. Ni siquiera se merece que la trate con el respeto de las formas correctas. El vestido azul le queda demasiado flojo en las mangas y en el escote, lo que me hace pensar que no se lo ha abrochado adecuadamente. Quizá sea contrario a su carácter pedir ayuda. ¿Acaso no hay algo en la forma en la que alza su barbilla ligeramente que indica un orgullo desmedido? Las mujeres a las que estoy acostumbrado no dudarían en pedir todos los sirvientes que pudieran conseguir y ponerlos a sus pies para que colaborasen en lo posible. De nuevo no puedo evitar la comparación: ella habría inundado la sala con su presencia nada más entrar. Ella habría caminado como una reina y se habría negado a tomar asiento si yo no me hubiera levantado primero para rendirle pleitesía, para separarle la silla. Y, desde luego, ella sabría llevar esa ropa. La llenaría
  • 36. 36 con sus dulces curvas, mostrando la piel blanca de su escote. Las venas finas se adivinarían en sus brazos largos, acabados en manos de porcelana, de dedos finos que enredaría en sus propios cabellos mientras me contemplase obstinadamente entre las pestañas. La mirada de fuego que me regalaría, llena de ese indescriptible deseo de ser mía de mil maneras distintas, de entregarse al placer, sería bastante para hacerme estremecer. Pero ahí se sienta otra en su lugar, demasiado real. Con el pelo algo revuelto, con la dura realidad de la carne, de las imperfecciones humanas. Mortal pero viva. Con un corazón que palpita en alguna parte de su interior. «No volverá», me insisto. Y aunque sé que es cierto y que duele, de alguna forma me alegro. Si no está aquí no podrá arrebatarme nada de lo que he construido desde su marcha, aunque su fantasma me siga atormentando cada noche. —Mientras estés en mi casa me tratarás con el debido respeto —le explico, despertando de mi ensoñación—. Desde luego no me tutearás, eso para empezar. ¿Lo has comprendido, muchacha? La joven empieza a reaccionar. Sacude la cabeza como si tratase de quitarse un extraño pensamiento de la mente. Lo único que sé es que un instante más tarde me mira con dureza, ofendida. El mohín que compone transforma su rostro por completo. De pronto parece otra persona, más adulta, ruborizada por el enfado. Se echa hacia delante en su silla y su voz parece resonar por el jardín, entre las ramas de los árboles frutales que empiezan a mostrar sus hojas nuevas. —No. No lo comprendo. Pero te voy a decir algo que sí tengo muy claro y tú me vas a escuchar, Marcus Abberlain, o como quieras hacerte llamar. En primer lugar me vas a decir dónde estoy. Cuando lo sepa, lo siguiente es saber cómo he llegado hasta aquí y cómo demonios voy a volver a mi época, ya que creo que solo así despertaré para poder
  • 37. 37 olvidarme de esta alocada situación y de tu insoportable petulancia, conde. ¡Para mí, como si eres el rey! Eso no te da derecho a mirarme con esa censura tuya, como si ninguna de mis palabras importase una… Ignoro la última palabra, que no creo haber escuchado de labios de una mujer en mucho tiempo. Cojo aire. La sangre se agolpa en mis mejillas con la fuerza del enfado, pero me niego a ponerme a su nivel, con palabras groseras y un volumen que está completamente fuera de lugar. En vez de eso, tomo la taza entre mis dedos y bebo otro sorbo, tranquilo, guardando la compostura. —Obviaré tus exigencias. Quiero creer que aún estás demasiado exaltada por los acontecimientos de la noche pasada. Un poco histérica, eso es todo. La muchacha se levanta con tanta violencia que la mesa se tambalea sobre sus finas patas. Su té se vierte por fuera, manchando el plato de cerámica. De pronto me parece un poco más alta, más amenazadora, con los ojos brillantes y el rostro completamente encendido. El rubor llega hasta su cuello, coloreándolo delicadamente. Yo decido no levantarme, observándola por entre las pestañas. —Siéntate —le pido, pero ella hace caso omiso y se aleja de mí. Frunzo el ceño y me pongo en pie, al tiempo que ella entra en la casa de nuevo. La veo atravesar la salita, para mi más profunda sorpresa. Se alza el vestido para caminar cómodamente, probablemente porque le queda algo largo y teme tropezar, dejando su orgullo reducido a cenizas. Me doy cuenta de que lleva las medias puestas, aunque no ha incluido entre sus prendas ninguno de los ropajes interiores. Sus cabellos cortados por debajo de los hombros me permiten ver también el desnudo hueco entre sus omoplatos y parte de su espalda, pues no ha abrochado todos los botones. Solo hay una tira de tela debajo, sin rastro de la camisa o el corsé.
  • 38. 38 —¿A dónde te crees que vas? —Pregunto sin poder evitar que el asombro impregne mi tono. —Lejos —me responde ella girándose, con una mano en el pomo y la otra alrededor de la tela—. Tan lejos como pueda de ti —la veo hacer un ademán expresivo que indica a ninguna parte en concreto pero, a la vez, claramente hacia el otro lado de la madera—. A buscar mis respuestas a otro lugar, ya que tú no pareces querer dármelas. Abro la boca para protestar. Durante un momento la idea de dejarla ir me tienta. Si sale de esta casa por su propia voluntad, ¿quién soy yo para detenerla? Que vaya donde guste y se dé cuenta de que éste es, en realidad, el único sitio en el que realmente puede encontrar la ayuda que necesita para volver a su hogar. Sin embargo, hacer eso también sería abandonarla a su suerte. Me atormenta la posibilidad de que pueda perderse. Hay destinos fatídicos ocultos en las calles para una extranjera como ella… Suspiro y, rindiéndome, la sigo a grandes zancadas. Para entonces la muchacha ya ha llegado al pasillo. —¡Espera! Cuando la alcanzo está en el recibidor, decidida a marcharse para no volver. La atrapo justo a tiempo, cogiéndola del brazo, aunque pronto me arrepiento y la suelto, como si su piel quemase incluso a través de la tela de mis guantes. Doy un paso atrás. Ella entorna los ojos, sorprendida y perspicaz por mi súbita separación. —¿Ha decidido su señoría que soy digna de sus respuestas? Separo los labios dispuesto a replicar, mas los pasos en la escalera me detienen. Charlotte lleva ya la mitad del camino recorrido hacia nosotros. Nos mira con obvia curiosidad infantil mientras se muerde el labio distraídamente. No solo capta mi atención, sino también la de la muchacha, que de pronto parece recordar algo. Se lleva una mano al hombro, donde la marca se deja ver, grabada a fuego sobre la piel blanca.
  • 39. 39 Después de un segundo se vuelve hacia mí y unas feas líneas de concentración arrugan su frente lisa. —No voy a ser la esclava de nadie —me advierte con un tono que pretende destilar peligro. La niña se detiene por completo y eso la delata. Algo ha dicho o hecho que sabe que me molestará. Probablemente algo relacionado con lo que la joven acaba de señalar. Sacudo la cabeza. —Nadie va a obligarte a nada que no quieras —intento tranquilizarla, aunque de antemano sé que nada de lo que le cuente va a hacerlo. No confía en mí, lo cual es, probablemente, la decisión más inteligente que ha tomado desde que está en este mundo. Yo tampoco lo haría. —He escuchado a la niña y al mayordomo hablar. Quieres hacerme su sirvienta. ¿Por qué si no me has marcado como si fuera un animal? Dejo los ojos en blanco y luego le lanzo a Charlotte una mirada censuradora. Ella me responde con un parpadeo inocente. Me sonríe, dulce. Baja unos cuantos escalones más y la veo acercarse. Pretende correr a mi lado, hacerse perdonar, abrazarme y convencerme de que no ha hecho nada malo. Yo me aparto. No puedo dejar que juegue conmigo. Que me tenga a sus pies. Es aún una niña y debe aprender que no todo se arregla encandilando a la gente o con un par de lágrimas. —Charlotte no hablaba en serio, obviamente. Lamentablemente, tiende a pensar que tiene al resto del mundo en la palma de su mano. Está un poco mimada. —Aunque me abraza, yo la aparto y la hago enfrentarse a nuestra invitada. Le pongo las manos sobre los hombros menudos y aprieto suavemente mi agarre para mantenerla en el sitio—. Preséntate, Lottie, querida.
  • 40. 40 La pequeña me mira un segundo y luego toma entre sus dedos la falda de su vestido para levantarla apenas, al tiempo que se inclina. Es una reverencia infantil pero precisa, adorable. Durante un momento siento que es imposible para mí molestarme de verdad por su comportamiento caprichoso. Los ojos castaños dejan escapar un brillo embelesado cuando se cruzan con los de la infanta. Como yo, todos sienten verdadero embelese por el ángel que guardo bajo mi custodia. —Soy Charlotte Abberlain, hija del conde Abberlain. Es un placer conocerla, señorita… La muchacha da un respingo. —Blackwood. Pero puedes llamarme Ilyria. Y, desde luego, no soy tan mayor como para que me trates de usted. Puedes tutearme, Charlotte. —Lottie —se apresura a responder la niña, sonriente, emocionada por esa rápida confianza mutua que la otra le ofrece—. Papá me llama Lottie. Tú también puedes hacerlo. Un instante después sé que ya se ha forjado un lazo entre ellas. Lo veo en el rostro de la señorita Blackwood, en sus pupilas destellantes. De alguna forma, se ha olvidado de mí. No puedo decir que no me alegre. Eso me da tiempo para pensar en qué decirle para que no huya, para que no se atreva a salir afuera. Temo no poder retenerla, sobre todo si, precisamente, le prohíbo salir. Tiene el aire de quien no busca problemas… sino que los peligros más grandes corren a sus brazos directamente. Suspiro. Cuando lo hago, como si volviera a la realidad, parece darse cuenta de algo y abre mucho los ojos. No creo haber podido seguir el hilo de sus pensamientos para saber qué le pasa por la cabeza. —¡Padre! —Exclama casi sin aire—. ¡Pero si no puedes tener muchos más años que yo!
  • 41. 41 Me encojo de hombros y, para mis adentros, sonrío. Me da la sensación de que sé cómo hacer que la muchacha se quede aquí por el momento, mientras yo busco una solución. O, más bien, un libro. Tomo a mi hija de la mano y la arrastro conmigo hacia la salita de nuevo. Tal y como había planeado, la joven viene justo detrás. —Charlotte es adoptada. Capto de reojo su expresión casi aliviada, tras creerme un padre precoz. ¿Con cuántos años la habría tenido, según su teoría? ¿Doce? ¿Trece? Niego con la cabeza. Una vez en la sala, me siento en un sillón. Charlotte se acomoda sobre mis rodillas, aunque sabe que ya está demasiado crecida para poder hacerlo. Se supone que dentro de poco cumplirá doce años y, sin embargo, se sigue comportando como una niña. Cuando me abraza y apoya la mejilla contra mi corazón se me olvidan todos los reproches. La dejo estar. Parece feliz y eso es suficiente para saber que estoy haciendo lo correcto con su educación. La joven Blackwood se sienta a nuestro lado en el sofá. Parece más que fascinada por mi hija. Lo suficiente, al menos, como para olvidar su enfado y todas sus preguntas sobre su presencia en mi casa. —¿Cuántos años tienes, Lottie? Durante un segundo su interlocutora se hace la tímida. Solo un instante, probablemente incluso de manera inconsciente. Al siguiente sonríe encantadora y empieza a parlotear. —Tengo once, pero cumpliré doce a finales de esta semana. ¿Sabes? Papá está organizando una gran fiesta para mí: ¡vendrá un montón de gente! Me han hecho un vestido precioso y bailaremos hasta la medianoche, como en los cuentos. Habrá música, nobles, una tarta gigante y… y… —Me mira con ojos brillantes, aunque luego éstos
  • 42. 42 vuelven a posarse en esos castaños—. ¡Y me convertiré en una señorita! Aún no podré ir a los bailes de sociedad, pero estaré mucho más cerca. Nuestra invitada parpadea, sorprendida por el breve arranque de sinceridad y entusiasmo. Después, con una risa cristalina, espontánea, se inclina y deja un beso sobre la frente de mi hija. El gesto hace que dirija toda mi atención hacia ella y empiece a contemplarla bajo otra luz. Aunque hace tan solo unos minutos estaba profundamente molesta conmigo, me doy cuenta de que es una persona de sonrisa fácil… una sonrisa que ilumina su rostro, que hace brillar sus ojos castaños y enciende sus mejillas con la candidez de una niñez pasada. Me gusta el efecto que causa la simple ascensión de las comisuras de sus labios. Es como si estuviera viendo a otra persona diferente de la muchacha en camisón o de la joven maleducada que me ha plantado cara. Entorno los ojos y me evado de la conversación que mantiene con la niña solo para poder analizarla fríamente. Los cabellos castaños tienen suaves reflejos rubios, aunque me gusta más el color original, a medio camino entre las tonalidades de la madera oscura y la del caramelo fundido. El vestido aún mal abrochado deja sus hombros delgados al descubierto. No son tan blancos como cabría esperar, aunque es más que obvio que no es una mujer acostumbrada al trabajo duro. Lo noto en sus manos sin mácula, en los brazos poco desarrollados. La cinta de raso azul que ata bajo su pecho es la única que permite adivinar la forma de su figura: no es exuberante, quizá demasiado delgada, frágil, mas hay algo en ella que resulta agradable siendo así, como si no pudiese haber sido creada de diferente manera… Armonía. La única palabra que se me ocurre es armonía. —¿Dónde estoy, supuestamente?
  • 43. 43 Su pregunta me saca del ensimismamiento. Nuestros ojos chocan, de pronto, con un golpe que a ella parece sorprenderle y a mí, contra todo pronóstico, me arranca un latido de más. —¡Estás en Amyas, por supuesto! —Responde Charlotte, agradada de poder responder a todas sus cuestiones—. Es la capital del gran Reino de Albion. La señorita Blackwood entreabre los labios tras dar un respingo, bajando la vista a su interlocutora. —¿Cómo dices? —Supongo que nunca habías oído hablar de él, claro —se apresura a añadir la pequeña con una falta de tacto que estoy seguro que no ha aprendido de mí—. Probablemente en tu mundo no somos muy conocidos. La otra calla durante un largo instante. El color huye de su rostro y, de una manera casi cómica, separa los labios y boquea, como un pez desesperado que ha sido arrancado del mar en el que vive. —¿Qué locuras estás diciendo…? ¿No estoy en el pasado? —Sacude la cabeza, como si pensara que no es eso lo que debe preguntar en realidad—. ¿No estoy soñando? Me planteo si preferiría estar en otra época pero en su mundo. ¿No sería ese también un lugar ajeno y hostil, lleno de peligros? De hecho, algo así podría cambiar incluso el curso de la historia. Aquí por lo menos está a salvo, bajo un techo seguro y conmigo a su lado para poder llevarla de nuevo a su lugar sin que nada malo le ocurra. Me acomodo en mi asiento con Lottie aún sobre mi regazo. —No es ninguna locura, me temo. De igual modo tampoco es un sueño —intervengo. De nuevo se cruzan nuestras miradas y de nuevo mi corazón pierde un paso al hacerlo. Aparto los ojos y peino con mi mano los cabellos de mi hija, que están revolucionados.
  • 44. 44 Aprieto los labios y me concentro en mantener las formas. Las distancias—. No está ya en su mundo, señorita Blackwood. Las páginas de un libro la han conducido hasta aquí.
  • 45. 45 Ilyria Realidad. Un libro. La idea me parece tan alocada que, por un momento, la seguridad de estar soñando se hace incluso más firme en mi cabeza. ¿No era eso lo que esperaba? ¿Qué todo se volviera loco y sin sentido? Más, quiero decir. Como si mi teoría de viajar a una época pasada no fuese lo suficientemente extraña o imposible. Pero ahora las palabras del conde de pronto han superado definitivamente mi imaginación. Eso puede ser una buena señal para definir todo lo que me rodea de “irreal”. Asiento distraídamente, aferrándome sin dudas a mi teoría de un mundo onírico. Me he caído en mi adorada librería. Por eso ahora sueño, ni más ni menos, con libros que escupen gente de sus páginas. Claro, ¿quién no ha imaginado alguna vez convertir a los personajes de una historia en gente real? Poder verles, hablar cara a cara con ellos. Quizá enamorarte… Me echo a reír y soy consciente de lo histérica que suena, durante un instante, mi propia carcajada. Lo sé por la mirada que comparten el conde y su hija, que parpadean. La adorable niña ladea la cabeza inocentemente, mientras que Marcus me observa alzando las cejas. Creo que teme por mi salud mental. ¡Lo entiendo! Yo ahora también lo hago, porque a esta situación solo le veo dos posibles explicaciones: o sueño o delirio. —¿Señorita Blackwood? Miro a Marcus con una sonrisa radiante que, me parece, le sobresalta. Me levanto, alisándome el vestido. —¡Bien, ya voy a poder despertar! Por un momento casi me lo creo todo, ¿sabéis? Quiero decir, no me parecía tan, tan imposible. Bueno, claro que era imposible, se mire como se mire. Naturalmente mi cabeza todavía no lo había aceptado del todo, pese a todas las pruebas de aparente realidad. Pero gente que sale de los libros… —Río, pero
  • 46. 46 mi risa no me suena del todo sincera. Me sudan las manos cuando las enredo en la falda de mi vestimenta—. Es ridículo. Una locura. Así que sin duda he debido caerme. Debo estar tirada en el pasillo de mi librería y… —¡Ah! —Los ojos de Lottie centellan y sonríe ampliamente, con ese encanto de niña pequeña que me distrae. Sé que ella también es una ilusión, pero es una ilusión adorable—. ¿Tienes una librería? ¿Has oído, papá? —Tira de la camisa del conde, con esa expectación propia de la infancia—. ¡Podríais hacer un negocio! ¡Ella vendería los libros de tus escritores! —¿Tus escritores? —Contemplo a Marcus momentáneamente alejada de mis pensamientos—. ¿Es que tienes una editorial o algo así? Él me mira, pero pronto aparta la vista de nuevo a su hija. Frunzo un poco el ceño, pero solo ligeramente. No puedo evitar preguntarme si tendré algo, para que le parezca tan incómodo cruzar su mirada conmigo. —Sí, algo parecido. —¿Pero no eras conde…? ¡Ah! —Sonrío emocionada—. ¡Ya está! ¡Una incongruencia! —Suspiro aliviada—. Esto va mejorando. Lottie ladea la cabeza, sin entender, pero ríe, como si acaso mi actitud le pareciese divertida. No es una risa burlona, sino que es dulce, feliz. Supongo que no está acostumbrada a muchas más personas que las que viven en su casa y la aparición de una novedad la contenta. En los ojos de su padre también me parece atisbar un asomo de diversión que se obceca en ocultar bajo su apariencia indiferente. Yo he podido ver, sin embargo, que no lo es tanto. Lo he comprobado cuando mira a esa personita que hace llamar su hija. Hay cariño en sus ojos, en sus gestos cuando la coge o acaricia sus cabellos. No puede ser tan frío ni tan malo como parecía… Oh, ¿qué más da? Se me olvidará incluso su rostro en cuanto despierte. Para bien o para mal, cuando el sol llega
  • 47. 47 nunca suelo acordarme de las ilusiones en las que Morfeo me enreda por las noches. No hablemos ya de las que me sobrevienen cuando me desmayo. —No es ninguna incongruencia, señorita Blackwood —me corrige con delicadeza—. Soy conde, sí, pero también me encargo de la publicación de aquellos artistas que no pueden permitírselo. —Papá dice que es como el mecenas de los escritores —aclara la niña, casi cantarina—. ¡Tiene muchos libros en su despacho! ¡Montones de mundos! Y sus autores son los mejores, claro —defiende con orgullo. Titubeo, observándoles a los dos, pero pronto sacudo la cabeza. —No me importa. Cuanto menos sepa, mejor. Quiero irme. A mi casa. Despertar. Me froto la sien casi desesperadamente. ¿Por qué no lo hago? ¿Por qué no abro los ojos de una vez? Me he dado cuenta de lo que sucede. Vuelvo a aferrarme a la idea de que cuando eso pasa, en los sueños, se despierta. Todo se acaba. Los personajes se difuminan y sus historias se pierden. ¿Cuándo van a hacerlo ellos, entonces? En respuesta a mi pregunta solo me miran en silencio. Esperan que me dé cuenta. O Marcus lo espera, porque Lottie no parece seguir el hilo de mis pensamientos, inocente. Trago saliva y retrocedo un paso. Charlotte parece profundamente decepcionada cuando lo hago. —Mi casa —repito suavemente—. Despertar… —No va a poder despertar, señorita Blackwood, por el simple hecho de que no está soñando. Contengo la respiración. Un pálpito. Dos. Oigo susurrar algo a la chiquilla a su padre, curiosa, probablemente cuestionando qué me sucede, por qué me veo tan pálida. Cielos. Otro mundo. Un libro que hace de portal... Niego un poco más con la cabeza. —Imposible. Es… Es imposible. Ese tipo de cosas no existen.
  • 48. 48 Marcus parece tensarse un poco, consciente de que estoy perdiendo los nervios. Otra vez, quiero decir. ¿Cómo no voy a hacerlo? Es lo más natural del mundo. Nunca me he creído esos libros en los que los personajes aparecen en otras dimensiones, en otros mundos, y simplemente aceptan el hecho con total parsimonia. Eso no es real. Las personas normales, como yo, veríamos amenazada la paz que nos hemos esforzado en crear. Las personas normales, en una situación como ésta, se asustarían. Porque algo así significaría acabar con la realidad. Con mi realidad. Jadeo un poco, consciente de que no hay razones que fundamenten mi desesperado intento de mantener en mis manos las riendas de mi vida. Siento que se escurren entre mis dedos con cada segundo que pasa. Con cada segundo en el que me doy cuenta de que los sueños no son tan vívidos, de que siento el corazón demasiado fuerte contra mi pecho, de que la cabeza me da vueltas de una manera que nada tiene de ilusoria. Recuerdo, de pronto, como un fogonazo, cómo encontré un libro entre los estantes más apartados. Necesitaba evasión y un tomo sin título ni autor ni sinopsis, abandonado allí a su suerte, me pareció la idea más apropiada. De algún modo incluso parecía llamarme. Gritarme desde sus páginas amarillentas y envejecidas, susurrar mi nombre con cadencia melodiosa. Navegaría entre sus palabras y me permitiría olvidar perdida en las historias que pudiese contarme. Y entonces… Entonces había caído. El duro suelo me recogió en un callejón. Creo que me hice daño. El aullido de un lobo, la respiración de una bestia de rostro deformado en mi cara. Marcus. Un libro que se tragaba a aquella criatura… Me llevo una mano a la boca y, al echarme otro paso hacia atrás, tropiezo con la larga falda del vestido. De igual modo tropiezan todas las certezas que me había esforzado en mantener. Caigo al suelo, pero ni siquiera parezco sentir la caída.
  • 49. 49 Escucho el revuelo que provoca mi torpeza. Lottie parece alarmada y Marcus la hace levantar de su regazo. No puedo atenderles del todo. Charlotte hace ademán de acercarse rápidamente, pero su padre la detiene. Ella, en un intento de ser útil, de ayudarme de alguna manera, comenta casi con urgencia, nerviosa, la idea de pedirle a Yinn algo de té. Sus pasos cuando sale corriendo son solo una nebulosa que pasa por mi lado. No soy realmente consciente de ello, como si mis sentidos se hubieran apagado y no pudieran concentrarse en nada realmente. Como si, de pronto, todo a mi alrededor, color y sonidos, se hubiera detenido. No estoy en casa. Es la primera vez que me percato, desde que estoy aquí, de algo tan sencillo. Al principio era como estar en una nube. Era simplemente como pasear por las calles de un sueño, como caminar por mi propia imaginación. No importaba, porque simplemente no podía ser real. Mi cuerpo, mi mente, toda yo, se negaba en rotundo, inconscientemente, a aceptar una verdad como esa. Una verdad en la que yo estuviese lejos de todo lo que conocía. Lejos de mi apartamento. De mis libros. De mi pequeña tienda. Lejos de mis padres, por poco que les soporte. De mis amigos. Lejos… de mi vida. De todo lo que alguna vez he tenido, de todo lo que he luchado por conseguir. ¿Cómo podía admitir algo así? ¿Algo tan… cruel? Me estremezco, aún en el suelo. Me encojo sobre mí misma y mis ojos, muy abiertos, solo son capaces de observar las baldosas relucientes. Percibo mis mejillas pálidas, mi pulso mismo luchando por hacerse un hueco en mi pecho. No llevo corsé y, sin embargo, siento como si algo me aprisionase las costillas y no me dejase respirar. Mi hogar. Mi mundo. Mi realidad. Una suave brisa entra por las puertas del balcón abiertas y yo siento que todo se marcha en ese soplo de aire que remueve apenas mis cabellos.
  • 50. 50 «Recomponte, Ilyria. Tú no eres así. No te dejas vencer. ¿Cuándo lo has hecho? Vamos. No te quedes ahí quieta. Debes verte ridícula. ¿Qué haces? ¿Te vas a poner a llorar?». Mi propia voz recriminándome no es suficiente para hacerme reaccionar como otras veces. No llama a mi orgullo, que se queda, por un segundo, pacíficamente quieto, cerca de mi corazón detenido. —No estoy… en casa… La frase, al nacer de mis labios, suena más determinante y aterradora de lo que ya sonaba en mi cabeza. Más real. Casi me parece sentenciadora. Es entonces cuando todo se nubla a mi alrededor. No es que me sienta más mareada, pese a que la cabeza sigue dándome vueltas. No tiene nada que ver, sin embargo, con que de pronto todo lo que puedo ver se difumine, se vuelva borroso. Mis ojos, en contra de lo que me podría dictar el orgullo o la razón, se empapan. De miedo. De incertidumbre. «No puedes llorar». Trago saliva. «No llores». Pero, ¿cómo puedo evitar las ganas que llevo resguardando bajo la falsa seguridad de tener controlada la situación? Por eso hasta ahora no he podido reaccionar: porque me he convencido a mí misma de la utopía de que nada de esto existía. Ni el lobo de la noche anterior, ni esta casa, ni sus habitantes... pero todo es real. Y yo estoy sola en medio de ello. Me siento caer, como si esa certeza me hubiese empujado sin piedad hacia algún pozo sin fondo. Pero entonces, antes de que pueda hundirme y echarme a llorar, como parecen suplicar mis pupilas, una mano enguantada se hace hueco en mi campo de visión. Su mano. No me hace falta alzar la vista para saber que, ligeramente inclinado, Marcus me ofrece sus dedos para ayudarme a levantar. Para, sin saberlo, salvarme. Durante un segundo solo observo su extremidad. Tiemblo. Casi desesperadamente, en
  • 51. 51 un impulso, me agarro a él. Mi mano es pequeña contra la suya. Siento la suavidad de la tela bajo la palma y, tras unos segundos, me obligo a levantar la mirada. Él me observa, pero su expresión es ilegible. No sé leer su rostro y tampoco puedo ver lo que piensa en sus ojos, porque después del primer choque, como siempre, me rehúye, aunque me ha parecido que por un segundo sostenía mi mirada. No importa. Solo necesito algo a lo que agarrarme y él parece brindarme su ayuda en el más completo de los silencios. Me hace levantar caballerosamente. Yo me pongo en pie casi por inercia, tambaleándome un poco. —Será mejor que te sientes. —Su formalidad, ahora que su hija no está con nosotros, ha desaparecido. Me guía con cuidado hasta el sofá. Creo que por un momento teme que vaya a desfallecer. Yo sigo mirándole, aún pálida, aún con los ojos muy abiertos, humedecidos, la respiración acelerada. Él traga saliva y se sienta a mi lado. Yo no me permito soltar su mano, aunque él no parece especialmente cómodo con ello. No me importa. Necesito algo a lo que agarrarme. Alguien—. No te preocupes. No va a pasar nada. Bajo la vista, tomando aire entrecortadamente. —Yo… —Callo, sin saber muy bien qué decir. Solo le miro, ansiosa, como si acaso así pudiera entenderme mejor que yo a mí misma. —Vas a volver a casa. No te preocupes. Parpadeo repetidas veces para evitar llorar. No puedo dejar que las lágrimas caigan frente a él. Frente a nadie. Yo no puedo llorar. —¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué he terminado aquí…? Los libros, yo… —Otra bocanada de aire que, de nuevo, me parece insuficiente. —Con tu libro. No lo podrás entender ahora. Estás alterada. Necesitas descansar, dormir un rato. Cuando despiertes y te calmes te lo explicaré todo.
  • 52. 52 Yo niego enérgicamente con la cabeza. —No. Necesito entenderlo. Quiero entenderlo. Ahora. Él me observa algo sorprendido. Aprieta los labios pero, aunque por un momento creo que se negará y ocasionará otra discusión entre nosotros, lo cierto es que, para mi sorpresa, suspira. Aparta la mirada. Yo sigo agarrando su mano. —Los libros traen a gente de otros mundos. Pero también la devuelven a su hogar. Podrás volver a tu casa por tu libro. Yo te enviaré a tu mundo personalmente. No tienes nada que temer. ¿Él? ¿Él puede devolverme a casa? Sonrío, aunque es una sonrisa temblorosa. Porque, después de todo, si realmente puede hacerlo, ¿por qué sigo aquí? —¿Ahora…? Marcus calla. Tomo aire cuando él vuelve a clavar los ojos en cualquier otra parte que no sea mi rostro. No puede hacerlo. Me miente. Eso sí soy capaz de verlo. No va a llevarme a mi hogar. Hay otro temblor que recorre mi cuerpo. Abro la boca, pero el sonido de pasos me distrae. Yinn entra con una bandeja y té. —¿Se encuentra bien, señorita? —Pregunta suspicaz, inclinándose para que pueda tomar la taza entre mis dedos. Marcus niega con la cabeza cuando le ofrece a él también. Lo miro pero no respondo. No. ¿Cómo voy a estarlo? Trago saliva y dirijo mi mirada al conde como si aún esperase su respuesta. Él parece pensar en lo que va a decirme… y eso no puede ser nada bueno. —No es tan grave —comenta Yinn irguiéndose de nuevo—. Extraño, al principio. Pero en esta casa cuidarán de usted. Me siento ligeramente ofendida, durante un segundo, por que piense que necesito alguien que me proteja. Antes de que pueda decir nada él gira sobre sus talones y sale.
  • 53. 53 Le oigo intercambiar unas frases con Charlotte. La puerta queda entornada tras su cuerpo y las voces se amortiguan tras la madera. De pronto me percato de lo que significan las palabras del muchacho. Tomo aire, angustiada. —¿Él también llegó aquí… como yo? Marcus me mira. No creo que pueda seguir realmente mi razonamiento. O quizá sí, porque su manera de asentir es cuidadosa, como si temiese mi reacción. Me encojo sobre mí misma. —No ha… vuelto. El conde frunce los labios. —No es lo que piensas —se apresura a aclarar—. Él quiso quedarse aquí. Decidió que su vida en este mundo era mejor. Yo le miro sin poder entender cómo alguien podría simplemente desear dejar todo lo que conoce atrás. ¿Cómo debía ser la vida del mayordomo antes de llegar a este lugar? Siento que estoy en medio de un rompecabezas que no puedo terminar de completar, como si siempre faltase una pieza para permitirme entender la magnitud de todo lo que me rodea. —¿Y cuándo voy a volver yo? Silencio. Se alarga entre nosotros por unos segundos que se me clavan en la piel, que me ahogan, que hacen que el calor se vuelva asfixiante en la habitación. —No lo sé. Jadeo inevitablemente al escucharle. Lo había imaginado y, sin embargo, no quería creerlo. Sus palabras, aunque sencillas, abren un mundo a mi alrededor. Un mundo que no conozco, con gente que no conozco y costumbres que no conozco. El miedo a lo ignoto trepa por mi columna y se extiende por mis extremidades hasta llenarme entera.
  • 54. 54 Un mundo en el que me veré encerrada por… un tiempo indefinido. Su frase ha sido directa y de igual manera se ha clavado en mi mente, en mi corazón. El hecho de que no pueda volver ahora, de que no haya una fecha para mi regreso, puede significar que estaré en mi mundo mañana… o dentro de años. Quizá, en realidad, no vuelva nunca. Me sorprendo cuando la mano de Marcus, que sigo aferrando desesperadamente en un intento de atarme a algo que sea real, me devuelve el apretón. Ese gesto inesperado me hace alzar la vista. Por primera vez me mira a los ojos y en sus pupilas hay algo casi solemne, noble. Ahora veo realmente que en el color de sus iris parece danzar libre toda la magia del mundo. Él quizá sea capaz de apartar, sin pesar, su vista de la mía, pero yo me doy cuenta de que devolverle el desplante me resulta imposible. Su mirada me ata y yo, atrapada de pronto en la sinceridad que veo a flote sobre ese mar púrpura, podría creer todas las mentiras que quisiera contarme. —Te prometo que te devolveré a casa. Volverás a tu hogar y podrás continuar con tu vida. Todo estará bien. Yo callo, repentinamente sin palabras. Y sin palabras se llena el espacio de la habitación. Durante unos segundos que parecen apartarse del espacio real del tiempo, nos miramos. Descubro tras las pupilas a un hombre que no me parecía haber visto al principio. Repentinamente la idea de que no sea un insoportable aristócrata con aires de superioridad cruza veloz por mi cabeza. No es eso lo que parece decir su mirada, al menos. Sus ojos no son los del frío noble que hasta entonces parecía empeñado en ser. Antes de que yo pueda asegurarme de que lo que veo es real, la imagen desaparece. De repente sus iris vuelven a huir de los míos. Parpadeo sorprendida por lo precipitado de esa ruptura. De igual modo, su mano, la caricia de tela que me mantenía atada a él, escapa. Se pierde y en mi palma descubierta solo queda el incómodo cosquilleo de
  • 55. 55 quien siente que le falta algo. Cojo mi taza con las dos manos para acallar la sensación, con la excusa de darle un sorbo al líquido caliente. El sabor dulce del azúcar baja por mi garganta para reconfortarme y, durante un instante, me siento bastante mejor. De nuevo, un segundo de silencio. Esta vez soy yo la que me veo obligada a hablar. —Te… Te creo. Él me mira de reojo. Me observa, durante un momento, callado. Cuando alza la barbilla, la cercanía que me había parecido imaginar se torna fría distancia. —Un caballero nunca falta a sus promesas, señorita Blackwood —frunzo los labios, descontenta al escuchar de nuevo esa tonta formalidad, pero callo, mirando mi té sin decir nada—. Puede estar segura. Pero mientras no la devolvemos a su legítimo lugar... es primordial hablar sobre sus modales. Y definitivamente hay que tratar su manera de vestirse. Mientras esté bajo mi techo tendrá que ser un ejemplo a seguir para mi hija, de modo que será mejor que aprenda que las damas llevan corsé y otras prendas bajo el vestido. Entreabro los labios. ¿Estoy escuchando bien? Frunzo suavemente el ceño, intentando convencerme de que ahora bromea, pese a que no haya tono de mofa en sus palabras. No puede realmente tratar un tema como ese en mi situación. De este modo cojo aire con cuidado, como si eso pudiera calmarme. «Eso es. Tranquilízate y él se portará bien». —Las… prendas —lo miro de reojo, investigando en su rostro. Él, para mi más profunda sorpresa y mi más sincera decepción, asiente, firme y serio. Vuelve a ser ese despreciable muchacho que hace que se esfume la idea de que realmente no puede ser un ser frío y carente de sentimientos.
  • 56. 56 —No puedo dejar que mi hija reciba un mal ejemplo de las mujeres que la rodean. Siempre la he educado para que sea una señorita —aclara como si estuviéramos hablando de una joven promesa de la política o del medio social. Eso me frustra y hace que apriete los dedos alrededor de mi taza. Me ha vuelto a recordar a mi padre, con sus charlas sobre lo que las señoritas deben o no deben hacer, intentando arrebatarme mi infancia con correctos modales o actitudes. ¿Pretende este hombre hacerle lo mismo a ese ángel que tiene por hija? Aprieto los dientes, pero levanto la barbilla, cerrando los ojos suavemente. «Cálmate», me digo. En silencio, en mi mente, empiezo a contar, como siempre que algo amenaza con colmar mi paciencia y yo no deseo darle ese privilegio. —Y pretendes, claro, que yo también lo sea. Su respuesta no se hace esperar… y no creo que sea consciente del error que comete al enunciarla con tanta seguridad. —Obviamente, señorita Blackwood. «Veinte. Treinta. Cuarenta». Ya no sumo de uno en uno, sino de diez en diez. Las palabras navegan por mi mente a su libre albedrío y me hacen fruncir más el ceño. Casi siento un tic en mis ojos cerrados. Yo, hasta hace unos minutos, temblaba a su lado. Yo, que estoy perdida y abandonada, de momento, en otro mundo, me he permitido juzgarlo amable. Pero ahora veo que no es así. Es un estúpido. ¿Cómo puede alguien bueno preocuparse de ese tipo de tonterías sobre lo correcto o la manera adecuada de vestir cuando la realidad se derrumba a mi alrededor? Por un segundo pensé que le importaba. Me pareció ver algo de compasión en sus ojos de piedra preciosa. Pero él es un egoísta que solo piensa en sí mismo. En los inservibles modales… Es demasiado frustrante. Mi pensamiento, agotado, salta varios números y llega a cien.
  • 57. 57 Ni siquiera soy realmente consciente del momento en que mis manos se alzan y derraman el té sobre él con brusquedad, sin darle tiempo a reaccionar ni separarse. No le tiro la taza, aunque siento la tentación de estampársela sobre la cabeza para intentar arreglar lo que sea que funcione mal ahí dentro. Me levanto y lo observo, apretando los labios, los dientes. —¡¡Eres un insensible, Marcus Abberlain!! —Le espeto, olvidándome de esa tregua momentánea que hemos tenido hasta ahora—. ¿Sabéis qué os digo, a tus modales y a ti? ¡Que podéis meteros las capas de ropa por donde os quepan! ¡Buenos días! Me giro sobre las puntas de mis pies y salgo, airada, de la estancia. Si piensa que algún día agacharé la cabeza a sus órdenes de engreído niño rico, está loco.
  • 58. 58 Marcus Búsqueda. Estoy tan enfadado que paso como una exhalación junto a Yinn y Angela sin prestar atención a sus exclamaciones de sorpresa. El líquido caliente se descuelga de las puntas de mis cabellos y con cada gota que cae sobre mi chaqueta o mi rostro me siento más cerca de cometer un atentado contra los buenos modales… y contra ella. Siento ganas de echar a esa maleducada joven de mi casa. ¿No estoy en mi derecho? Jamás me habían insultado de tal manera. Nunca antes me había sentido tan abochornado, tan molesto con alguien. El odio no me es ajeno y, sin embargo, en mi vida entera había deseado con más ansias perder a alguien de vista. Me encierro en mi cuarto y me desprendo de la chaqueta al tiempo que, frustrado, intento deshacer el nudo de la corbata. La sangre me hierve en las venas. ¿No le he dado resguardo en mi casa? ¿No la recogí anoche de la calle y le di una cama? ¿Acaso no le he prometido mi ayuda? Y ella como pago me humilla echándome una taza de té por encima. ¿Insensible, se atreve a llamarme? Todos lo pasamos mal en algún momento de nuestras vidas. Todos debemos aprender a reponernos. Si pretende que me compadezca de ella, que la consuele por un estado que será temporal, está junto a la persona equivocada. Antes de que pueda darse cuenta estará de nuevo en su hogar y todo se convertirá en el recuerdo lejano de un sueño. Solo tengo que encontrar su libro y enviarla de vuelta, nada que no haya hecho antes con otros tantos extranjeros perdidos. La ropa sucia cae sobre la cama y resoplo, algo falto de aliento, mientras me dirijo hacia el baño. Aunque el agua ya debe estar fría la echo en la jofaina. Aún me es necesario un minuto más para reponerme. Me siento en el borde de la impecable bañera vacía y oculto el rostro entre las manos. De pronto me siento como un estúpido por haber perdido así los nervios, por ese ataque de ira sin sentido. No puedo culpar
  • 59. 59 realmente a la muchacha. Está histérica. Con suerte se le pasará en unas horas. Probablemente, de hecho, pronto venga con la cabeza gacha a pedirme perdón por su arrebato. O quizá no. Algo me dice que ella no es así, que no es de las que se disculpan por mucho que sepa que no tiene razón. Tendrá el orgullo desmedido y todos los defectos que yo intento alejar de mi hija: será rebelde, obstinada, metomentodo y curiosa. Todo lo contrario de lo que se espera en una señorita. Suspiro y me saco los guantes para lavarme la cara, así como me mojo el pelo para eliminar los posibles restos de té. Tengo que mantener las distancias con esa señorita Blackwood, que me tutea como si me conociera de toda la vida. Que me coge de la mano… Aprieto los labios y clavo la vista en mi diestra, como si quisiera recriminarle algo. Su agarre ha resultado inesperadamente cálido, fuerte, y aún siento el leve cosquilleo de su presencia corriendo bajo los dedos. No. Qué tontería. Estoy sugestionado. Es imposible que sienta nada, dolor o calor, en esta piel. De todas formas evitaré acercarme. Evitaré la confianza. No quiero que ninguna mujer vuelva a hacerme daño, dándomelo todo para luego arrebatármelo, con las heridas que eso implica en mi interior. Cuanto menos la mire, cuanto menos tiempo pase a su lado y menos palabras le dirija, mejor para mí y para todos. Vuelvo del baño a la habitación tras secarme y cojo ropa limpia del armario. Primero los guantes, para ocultar al mundo mis manos manchadas de sangre. Después la camisa, para esconder los latidos de mi corazón. A medida que me abrocho los botones, retomo la calma y vuelvo a tener las riendas de la situación, poniéndome la máscara y agazapándome tras su sólida consistencia, escapando así de los golpes del mundo en el que vivo. Que nadie sepa mis secretos. Que nadie se hunda en mis ojos. Escucho un sonido a mis espaldas: la puerta se ha abierto sin permiso y eso es suficiente para distraerme y hacerme sobresaltar. Me giro y de nuevo siento el choque,
  • 60. 60 el imán en el que se convierte su mirada. Sus labios se han paralizado, entreabiertos, en un gesto de sorpresa. Se me ocurre que ha entrado justo a tiempo, porque ahora mi torso y mis dedos están cubiertos de tela. Es un pensamiento ridículo. Al instante siguiente me doy cuenta de que no ha llamado. De que, de hecho, no debería entrar en ningún dormitorio, porque esta no es su casa. Es la mía. La incredulidad de su aparición da paso a otros sentimientos. Me sonrojo. No sé si lo hago por mi enfado o por la vergüenza de mi intimidad robada. Por lo que podría haber visto un minuto antes, por lo que podría haber descubierto. Me quedo callado, sin embargo, intentando controlarme, esperando su disculpa. —Oh, vaya… —murmura bajo. Ignoro su mirada mientras analiza el cuarto e intento no alzar la voz. Cuando hablo, sin embargo, la brusquedad es inevitable: —Señorita Blackwood, ¿qué cree que está haciendo? —Trato de no perder los nervios y seguir vistiéndome, como si nada hubiera pasado. Me anudo la corbata con la destreza de quien ha llevado a cabo una acción cientos de veces antes y me niego a contemplar su figura bajo el umbral. Ella no contesta en seguida. En realidad, parece que vaya a salir sin más del dormitorio, tras suspirar. Me coloco el chaleco. —Estaba intentando encontrar un lugar en el que estar sola y tranquila. Por supuesto, he ido a dar con la habitación más equivocada. Cojo la chaqueta y me vuelvo distraídamente hacia ella. —Esta no es su casa, por lo que le pido que mantenga las formas: se llama antes de acceder a un cuarto, sobre todo si es la alcoba de alguien, y no se entra a ninguno sin invitación. —Ella frunce el ceño, pero yo continúo, sin prestarle atención: —Le he