1. El corazón delator
Es cierto, soy muy nervioso. Tanto, que a veces pueda
parecer que me siento gobernado por los impulsos. Pero no
estoy loco. Loco, no, porque soy capaz de razonar. También
de escucharlo todo, de oír cosas que nadie consigue oír. Y
eso es porque mis sentidos se han agudizado. Y para
demostrarles que no estoy loco, les contaré ahora, más
tranquilo, mi relato:
Llevaba tiempo observando al viejo. Le quería mucho,
deben creerme, pero me molestaba, me irritaba, y no podía
frenar ese sentimiento. Era una tortura, y todo, por culpa de
ese ojo, un ojo velado con el que miraba y no veía, que me clavaba y me ponía
nervioso. Un ojo como de buitre, azulado, frío. ¡Fue por culpa de ese miserable ojo!
Deben creerme. Yo no quería nada del viejo. Ni su dinero. Ni él me insultó nunca. Fue
por culpa de ese maldito ojo, que me trastocaba por completo.
Había tomado la determinación de matarlo, porque no aguantaba más. Y decidí
hacerlo con la mayor habilidad posible. ¿Es eso de locos? Los locos actúan sin pensar.
Yo pensé, recapacité, ideé un magnífico plan que salió bien, si no llega a ser por…
¡malditos sentidos! ¡Por qué los tendré tan agudizados!
El corazón delator: plan para matar al viejo
Cada noche me acercaba a su cuarto, en silencio, y entornaba un poco la puerta con
ayuda de una linterna apagada. Lo suficiente como para que pudiera caber una
cabeza.
Cuando podía ver al viejo tumbado, durmiendo tan tranquilo, con el ojo velado
cerrado, apuntaba un rayo de luz con la linterna hacia su rostro, en dirección al
objeto de mis tormentos, a ese ojo que abierto es capaz de helarme la sangre. Y
esperaba un rato, con el rayo de luz sobre sus ojos, hasta que decidía dar media
vuelta y volver a mi habitación. Si el viejo dormía, no podía hacer nada. No era él el
que me molestaba, sino ese dichoso ojo de buitre. Necesitaba que lo abriera, que me
mirara…
2. Así pasaron siete noches, siete largas noches. Cada día, a las doce en punto, repetía
la misma operación. Luego regresaba a mi cuarto, y saludaba al viejo a la mañana
siguiente con total cordialidad y cariño.
El día del asesinato
Fue al octavo día. El día en que sucedió todo. Eran las doce y allí estaba yo, en la
puerta, con la linterna apagada. Entonces, mi pulgar resbaló al intentar abrir el
picaporte y al darle al pestillo, hizo ruido. El viejo se despertó y gritó:
– ¿Quién anda ahí?
Y yo permanecí callado. Durante una hora entera no me moví del sitio. Y el viejo
tampoco. Ahí en la cama, incorporado… Por un instante sentí lástima de él. Pensé en
el miedo que en ese momento estaría atenazando sus músculos. Pensaría:
– Habrá sido el ruido del viento. No, no es el viento… Tal vez un animal. ¿Y si no lo es?
Seguro que el viejo no paraba de dar vueltas al sonido que acababa de escuchar,
inmóvil por el terror. Y yo, de pronto me di cuenta de que ese era el momento
oportuno. Así que apunté suavemente mi linterna contra su rostro, y la encendí
débilmente. Justo en su ojo de buitre. Ahí estaba. ¡Me estaba mirando! Abierto de par
en par, con esa horrible tela que lo cubría entero.
Me enfadé. La ira aumentaba a cada instante. Y empecé a escucharlo. Sí, lo he dicho
ya: mis sentidos, agudizados, son capaces de oírlo todo. Y escuchaba,
perfectamente, el ensordecedor ruido de su corazón acelerado. El corazón del viejo,
que no se paraba, y me hacía enfadar más y más. ¡Lo iban a escuchar todos los
vecinos! ¡Debía hacer algo!
Me lancé contra él, tiré el colchón, y lo usé para ahogarlo. Ya estaba hecho. Por fin el
ojo de buitre me dejaría en paz. Por fin dejé de escuchar ese terrible sonido.
Pensé después en cómo librarme del cuerpo. ¿Creen que un loco pensaría en eso? Yo
era capaz de razonar, de buscar una salida. Al final pensé que lo mejor era
esconderlo en su propio cuarto, bajo las tablas de madera. Así que levanté unas
cuantas y escondí allí el cadáver.
3. El delator del asesino: el corazón delator
Al día siguiente apareció la policía en la puerta del edificio. Al parecer, un vecino les
había avisado porque escuchó un grito. Yo estaba tranquilo. ¿Qué tenía que temer?
Todo había salido bien, como yo planeaba.
– ¿El anciano que vive aquí?- contesté ante la pregunta de la policía- No lo sé. Se
marchó ayer y no he vuelto a verle.
La policía comenzó entonces a registrar su habitación, y yo decidí sentarme en una
silla, que coloqué hábilmente justo encima de las tablas que escondían el
cadáver. Entonces, ellos se sentaron frente a mí y empezaron a hablar, a reír, a
entablar una conversación eterna.
Yo estaba alegre, y al principio seguí su conversación sin problema. Todo iba bien,
hasta que de pronto… de pronto comenzó a oírse, cada vez más y más. Más fuerte,
más nítido. ¡Agg!! ¡Esos malditos sentidos! ¿Por qué tendré que oírlo todo?
Era imposible que ellos no lo oyeran. Sonaba muy fuerte. Retumbaba en los oídos,
como una máquina de tortura:
– ¡Toc, toc, toc!
El corazón del viejo seguía funcionando, seguía latiendo, seguía sonando. Y mis
oídos estaban a punto de estallar. Los policías seguían hablando… ¿Cómo era
posible? Disimulaban, eso es, disimulaban para ponerme aún más nervioso. Y lo
consiguieron, lograron enfadarme, hasta el punto de saltar, desesperado, de
levantarme y gritar:
– ¡Sí! ¡Lo hice! ¡Maté al viejo! Ese corazón que escuchan es el de su cadáver, y está
aquí justo, debajo de mi silla.