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SUAVE ATERRIZAJE
Bruno Pastor
Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.
Ten siempre a Itaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Itaca te enriquezca.
Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Itacas.
(C. P. Cavafis. Antología poética)
Desde la ventanilla del avión observo, y atónito contemplo el azul Mediterráneo desde las
alturas, las islas griegas sobre las que tanto relatos mitológicos se cuentan. Quién les iba
a decir a los antiguos griegos que desde el cielo yo iba a mirar por encima del hombro a
los que moran en el monte Olimpo.
Una turbulencia me sobresalta, debo de haberme quedado dormido. Vuelvo a abrir la
ventanilla. La península arábica desde las alturas, kilómetros y kilómetros de montañas
afiladas y desnudas teñidas de color rojizo. Kilómetros y kilómetros de desolación y
silencio sobre una superficie agrietada con cañones y abruptos valles donde se acumula
la arena parda. Resulta hipnótico observar las estrías y escrutar el paisaje como si de las
señales de la palma de una mano se tratase. Cuando acaba una sierra empieza otra,
pero no hay dos peñascos iguales. Y cuando empiezo a perder la paciencia buscando un
patrón en la vista marciana, de repente y de manera inesperada rompe la cadencia y se
hace el desierto, donde la infinita y absoluta homogeneidad hacen de mi empeño una
tarea absurda.
Pasan los minutos, y después las horas, sin embargo la imagen que muestra la ventanilla
del avión sigue siendo la misma. Solamente arena y más arena. Bien podría cerrar la
ventanilla o mirar una postal, pues en cualquiera de los casos el paisaje seguiría siendo
el mismo. Se me ocurre que si todo el planeta tuviese esa naturaleza, vivir en aquella
homogeneidad tan absoluta sería lo más parecido a vivir en la nada. No podría jamás
situarme en el espacio en un paisaje en el que nada cambia puesto que no tendría
sistema de referencia alguno. Y en ese caso estaría eternamente perdido.
Concentrado y asustado como me hallo, tratando de concebir el vacío de aquel mundo
estéril, me imagino saltando en paracaídas al desierto. Puesto que quizás así podría
alcanzar a comprender la naturaleza de la nada. En este desierto, el sol siempre habría
de permanecer sobre mi cabeza, de modo que no podría percibir el transcurso del tiempo
por la posición de este. Y al estar siempre sobre mi cabeza tampoco sabría orientarme ya
que si el sol no se inclina hacia ninguna de las lineas del horizonte los puntos cardinales
se confundirían inevitablemente.
Saltar sobre el desierto debe ser lo más parecido a saltar sobre el océano, tremenda
vista, y la caída sobre la arena debe ser el más suave aterrizaje, incluso si como es el
caso, mi experiencia como paracaidista es nula.
Una vez terminase de maravillarme por el salto y la vista tomaría conciencia de mi nueva
situación, y seguramente sentiría miedo del vacío. Asustado caminaría en una dirección,
intentando seguir siempre en linea recta. Se me ocurre que para asegurarme de que en
efecto mi trayectoria es recta, debería fijarme en las huellas que voy dejando. Así que
empezaría a andar confiado y seguro de mi mismo, convencido de que al volver la vista
atrás, tendría por certeza que en efecto mi trayectoria es recta.
Pero cuan traicionera es la arena que las huellas me va borrando. De este modo a las
horas me hallaría desesperado, sabiéndome perdido por completo en el eterno e infinito
desierto. Y sin tener siquiera la certeza de si acaso todo este tiempo estuve caminando
recto o por el contrario anduve en círculos como un tonto.
Es en este preciso momento, en el que ocurriría un fenómeno reservado para este tipo
de ocasiones especiales, en las que la desesperación y el miedo se apoderan de uno.
Vería un oasis. Este oasis podría ser diferente para cada uno de nosotros, puesto que
cada uno tiene carencias, necesidades y deseos diferentes a las del anterior. Alguien
vería quizás una piscina natural de agua cristalina rodeada de palmeras que proyectan
una deliciosa sombra en la fina y clara arena del desierto. Habría quien aviste una
gigantesca y fresca despensa llena de las más refrescantes bebidas y los más deliciosos
alimentos, necesarios para aplacar la sed y el hambre que nos acosa hace horas. Incluso
habrá quien comprometido con la huida del ineludible arenero divise con nitidez una
fantástica avioneta con la que poder volar lejos de allí.
Pero en cualquiera de los casos este oasis no sería más que un espejismo. Un producto
de nuestra imaginación que se niega a admitir la derrota y lo absurdo de nuestra
situación. Es decir nada de lo que veamos en el oasis será real ni podremos alcanzar a
tocarlo. Sin embargo, y convencidos de que todo lo que queremos en ese instante está a
nuestro alcance echaremos a andar, sino a correr en aquella dirección.
Pero cada kilómetro que avanzamos en la llanura de arena, el oasis parece haberse
desplazado un kilómetro en el horizonte. De modo que redoblamos el esfuerzo,
convencidos de que es esta nuestra única salvación en este desolador yermo. Andamos,
trotamos y corremos durante horas con la vista fija en el oasis que permanece estático e
indiferente a nuestros esfuerzos en el horizonte. Pero por más que andamos nuestra
particular Ítaca permanece en el horizonte, mostrándose inalcanzable. Y en algún punto,
exhaustos como estamos, nos fallan las rodillas, y con todos los músculos agarrotados
por el esfuerzo y la deshidratación mordemos el polvo del desierto.
Un terrible pensamiento empieza a aflorar en nuestra mente. El germen de la duda, la
posibilidad remota de que quizás, quizás aquello que perseguimos no esté a nuestro
alcance... o peor aun si cabe... que no sea siquiera real.
Una lágrima de frustración inunda nuestros ojos resecos, se descuelga por nuestra
mejilla, y se engancha en nuestra barbilla, dispuesta a saltar a la arena. La sigue una
lágrima de tristeza. Sentimos tristeza por nosotros mismos que estamos atrapados sin
remedio en el despiadado e inclemente desierto. Y seguido se apodera de nosotros un
sentimiento de compasión, sentimos compasión por nosotros mismos. La misma que el
vasto yermo no ha dispuesto a mostrarnos.
“Si lo llego a saber me hubiera quedado quieto, y así al menos no estaría tan fatigado
ahora”- Pensaría en ese momento de autocompasión. Aún consciente de que tarde o
temprano la sed habría acabado conmigo inevitablemente.
Siento rabia y desespero, sabiéndome esclavo de mi destino. Me siento el objeto de una
broma macabra, maldigo a mi yo del avión que me ha hecho lanzarme en paracaídas al
desierto sin que yo se lo pida. Pienso que mi yo del avión es en realidad bastante cruel y
despiadado, un verdadero sádico, que se divierte imaginándome sufrir de esta manera en
la arena de este infinito desierto. Consigo sostenerme sobre mis rodillas y grito, grito
insultando al perverso Bruno del avión y su retorcida imaginación, lo insulto en todos los
idiomas que conozco, y con todas mis fuerzas. Y cuando se me acaban los insultos y el
aliento. De nuevo el silencio.
Recupero la respiración, y según empiezo a aceptar lo ineludible de mi situación devuelvo
la vista al horizonte. Confirmando mis más profundas y terribles sospechas, el oasis,
antes tan nítido y real, ya no está. Se ha desvanecido por completo.
Pero ya no me quedan fuerzas, ni voz para gritar. Comienzo a recapitular mi breve
odisea en el desierto. La adrenalina de la caída libre, la impresionante vista desde el
paracaídas, el suave aterrizaje en la arena. Sonrió con tristeza al recordar mi plan de
huida, fijándome en mis propias huellas para caminar en linea recta y así evitar caminar
en círculos. Pienso en lo confiado y seguro que me sentí de mi mismo mientras ponía en
practica esta idea. Y también la contrariedad que sentí cuando me di cuenta que era en
vano. Casi tan frustrante como este momento presente pienso, pero estaba aún fresco
entonces.
Una sonrisa viene a visitarme según continuo recordando. Y es que a pesar de no haber
podido alcanzar mi oasis, por muy frustrante que haya sido descubrir que por más que
andaba no lograba alcanzarlo, no ha sido el espejismo totalmente en vano. Pues caigo en
la cuenta de que sin yo quererlo, anduve en línea recta todo el tiempo, como pretendía
hacer en un principio y no pude por culpa de la arena. Sin yo quererlo me ayudó a seguir
con mi plan de huida. Para algo sirven los espejismo después de todo, pienso, y no lo
tomo por consuelo, pues de ningún modo me agrada perecer aquí en el desierto, en
mitad de ninguna parte. Pero al menos me ha hecho andar, en lugar de desesperar
sentado a la espera de ser devorado por las aves rapaces carroñeras (que aunque no las
vi, siempre las hay cuando se acerca el final). Y mientras andaba he soñado, con mi
oasis y todo lo que en el había.
Sin fuerzas ya para ponerme en pie, me tumbo en la arena boca arriba con los brazos
cubriéndome la cara y cierro los ojos. Respiro profundamente y trato de sumergirme otra
vez en el recuerdo de mi oasis. Poco a poco el calor y la deshidratación me hacen sentir
mareo. Y siento que me desvanezco.
Otra turbulencia me sobresalta de nuevo, despertándome con la cabeza apoyada en la
ventanilla del avión. Miro por la ventanilla y descubro que estamos en el aeropuerto de
Abu Dabi, no fue una turbulencia sino el aterrizaje, y la azafata nos indica sonriente que
ya podemos desabrocharnos el cinturón.
Bruno Pastor Díaz, Bitácora de viaje, Abu Dabi 2017

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  • 1. SUAVE ATERRIZAJE Bruno Pastor Cuando emprendas tu viaje a Itaca pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias. No temas a los lestrigones ni a los cíclopes ni al colérico Poseidón, seres tales jamás hallarás en tu camino, si tu pensar es elevado, si selecta es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo. Ni a los lestrigones ni a los cíclopes ni al salvaje Poseidón encontrarás, si no los llevas dentro de tu alma, si no los yergue tu alma ante ti. Ten siempre a Itaca en tu mente. Llegar allí es tu destino. Mas no apresures nunca el viaje. Mejor que dure muchos años y atracar, viejo ya, en la isla, enriquecido de cuanto ganaste en el camino sin aguantar a que Itaca te enriquezca. Itaca te brindó tan hermoso viaje. Sin ella no habrías emprendido el camino. Pero no tiene ya nada que darte. Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado. Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, entenderás ya qué significan las Itacas. (C. P. Cavafis. Antología poética) Desde la ventanilla del avión observo, y atónito contemplo el azul Mediterráneo desde las alturas, las islas griegas sobre las que tanto relatos mitológicos se cuentan. Quién les iba a decir a los antiguos griegos que desde el cielo yo iba a mirar por encima del hombro a los que moran en el monte Olimpo. Una turbulencia me sobresalta, debo de haberme quedado dormido. Vuelvo a abrir la ventanilla. La península arábica desde las alturas, kilómetros y kilómetros de montañas afiladas y desnudas teñidas de color rojizo. Kilómetros y kilómetros de desolación y silencio sobre una superficie agrietada con cañones y abruptos valles donde se acumula la arena parda. Resulta hipnótico observar las estrías y escrutar el paisaje como si de las señales de la palma de una mano se tratase. Cuando acaba una sierra empieza otra, pero no hay dos peñascos iguales. Y cuando empiezo a perder la paciencia buscando un patrón en la vista marciana, de repente y de manera inesperada rompe la cadencia y se hace el desierto, donde la infinita y absoluta homogeneidad hacen de mi empeño una tarea absurda.
  • 2. Pasan los minutos, y después las horas, sin embargo la imagen que muestra la ventanilla del avión sigue siendo la misma. Solamente arena y más arena. Bien podría cerrar la ventanilla o mirar una postal, pues en cualquiera de los casos el paisaje seguiría siendo el mismo. Se me ocurre que si todo el planeta tuviese esa naturaleza, vivir en aquella homogeneidad tan absoluta sería lo más parecido a vivir en la nada. No podría jamás situarme en el espacio en un paisaje en el que nada cambia puesto que no tendría sistema de referencia alguno. Y en ese caso estaría eternamente perdido. Concentrado y asustado como me hallo, tratando de concebir el vacío de aquel mundo estéril, me imagino saltando en paracaídas al desierto. Puesto que quizás así podría alcanzar a comprender la naturaleza de la nada. En este desierto, el sol siempre habría de permanecer sobre mi cabeza, de modo que no podría percibir el transcurso del tiempo por la posición de este. Y al estar siempre sobre mi cabeza tampoco sabría orientarme ya que si el sol no se inclina hacia ninguna de las lineas del horizonte los puntos cardinales se confundirían inevitablemente. Saltar sobre el desierto debe ser lo más parecido a saltar sobre el océano, tremenda vista, y la caída sobre la arena debe ser el más suave aterrizaje, incluso si como es el caso, mi experiencia como paracaidista es nula. Una vez terminase de maravillarme por el salto y la vista tomaría conciencia de mi nueva situación, y seguramente sentiría miedo del vacío. Asustado caminaría en una dirección, intentando seguir siempre en linea recta. Se me ocurre que para asegurarme de que en efecto mi trayectoria es recta, debería fijarme en las huellas que voy dejando. Así que empezaría a andar confiado y seguro de mi mismo, convencido de que al volver la vista atrás, tendría por certeza que en efecto mi trayectoria es recta. Pero cuan traicionera es la arena que las huellas me va borrando. De este modo a las horas me hallaría desesperado, sabiéndome perdido por completo en el eterno e infinito desierto. Y sin tener siquiera la certeza de si acaso todo este tiempo estuve caminando recto o por el contrario anduve en círculos como un tonto. Es en este preciso momento, en el que ocurriría un fenómeno reservado para este tipo de ocasiones especiales, en las que la desesperación y el miedo se apoderan de uno. Vería un oasis. Este oasis podría ser diferente para cada uno de nosotros, puesto que cada uno tiene carencias, necesidades y deseos diferentes a las del anterior. Alguien vería quizás una piscina natural de agua cristalina rodeada de palmeras que proyectan una deliciosa sombra en la fina y clara arena del desierto. Habría quien aviste una gigantesca y fresca despensa llena de las más refrescantes bebidas y los más deliciosos alimentos, necesarios para aplacar la sed y el hambre que nos acosa hace horas. Incluso habrá quien comprometido con la huida del ineludible arenero divise con nitidez una fantástica avioneta con la que poder volar lejos de allí. Pero en cualquiera de los casos este oasis no sería más que un espejismo. Un producto de nuestra imaginación que se niega a admitir la derrota y lo absurdo de nuestra situación. Es decir nada de lo que veamos en el oasis será real ni podremos alcanzar a tocarlo. Sin embargo, y convencidos de que todo lo que queremos en ese instante está a nuestro alcance echaremos a andar, sino a correr en aquella dirección. Pero cada kilómetro que avanzamos en la llanura de arena, el oasis parece haberse desplazado un kilómetro en el horizonte. De modo que redoblamos el esfuerzo, convencidos de que es esta nuestra única salvación en este desolador yermo. Andamos, trotamos y corremos durante horas con la vista fija en el oasis que permanece estático e indiferente a nuestros esfuerzos en el horizonte. Pero por más que andamos nuestra
  • 3. particular Ítaca permanece en el horizonte, mostrándose inalcanzable. Y en algún punto, exhaustos como estamos, nos fallan las rodillas, y con todos los músculos agarrotados por el esfuerzo y la deshidratación mordemos el polvo del desierto. Un terrible pensamiento empieza a aflorar en nuestra mente. El germen de la duda, la posibilidad remota de que quizás, quizás aquello que perseguimos no esté a nuestro alcance... o peor aun si cabe... que no sea siquiera real. Una lágrima de frustración inunda nuestros ojos resecos, se descuelga por nuestra mejilla, y se engancha en nuestra barbilla, dispuesta a saltar a la arena. La sigue una lágrima de tristeza. Sentimos tristeza por nosotros mismos que estamos atrapados sin remedio en el despiadado e inclemente desierto. Y seguido se apodera de nosotros un sentimiento de compasión, sentimos compasión por nosotros mismos. La misma que el vasto yermo no ha dispuesto a mostrarnos. “Si lo llego a saber me hubiera quedado quieto, y así al menos no estaría tan fatigado ahora”- Pensaría en ese momento de autocompasión. Aún consciente de que tarde o temprano la sed habría acabado conmigo inevitablemente. Siento rabia y desespero, sabiéndome esclavo de mi destino. Me siento el objeto de una broma macabra, maldigo a mi yo del avión que me ha hecho lanzarme en paracaídas al desierto sin que yo se lo pida. Pienso que mi yo del avión es en realidad bastante cruel y despiadado, un verdadero sádico, que se divierte imaginándome sufrir de esta manera en la arena de este infinito desierto. Consigo sostenerme sobre mis rodillas y grito, grito insultando al perverso Bruno del avión y su retorcida imaginación, lo insulto en todos los idiomas que conozco, y con todas mis fuerzas. Y cuando se me acaban los insultos y el aliento. De nuevo el silencio. Recupero la respiración, y según empiezo a aceptar lo ineludible de mi situación devuelvo la vista al horizonte. Confirmando mis más profundas y terribles sospechas, el oasis, antes tan nítido y real, ya no está. Se ha desvanecido por completo. Pero ya no me quedan fuerzas, ni voz para gritar. Comienzo a recapitular mi breve odisea en el desierto. La adrenalina de la caída libre, la impresionante vista desde el paracaídas, el suave aterrizaje en la arena. Sonrió con tristeza al recordar mi plan de huida, fijándome en mis propias huellas para caminar en linea recta y así evitar caminar en círculos. Pienso en lo confiado y seguro que me sentí de mi mismo mientras ponía en practica esta idea. Y también la contrariedad que sentí cuando me di cuenta que era en vano. Casi tan frustrante como este momento presente pienso, pero estaba aún fresco entonces. Una sonrisa viene a visitarme según continuo recordando. Y es que a pesar de no haber podido alcanzar mi oasis, por muy frustrante que haya sido descubrir que por más que andaba no lograba alcanzarlo, no ha sido el espejismo totalmente en vano. Pues caigo en la cuenta de que sin yo quererlo, anduve en línea recta todo el tiempo, como pretendía hacer en un principio y no pude por culpa de la arena. Sin yo quererlo me ayudó a seguir con mi plan de huida. Para algo sirven los espejismo después de todo, pienso, y no lo tomo por consuelo, pues de ningún modo me agrada perecer aquí en el desierto, en mitad de ninguna parte. Pero al menos me ha hecho andar, en lugar de desesperar sentado a la espera de ser devorado por las aves rapaces carroñeras (que aunque no las vi, siempre las hay cuando se acerca el final). Y mientras andaba he soñado, con mi oasis y todo lo que en el había.
  • 4. Sin fuerzas ya para ponerme en pie, me tumbo en la arena boca arriba con los brazos cubriéndome la cara y cierro los ojos. Respiro profundamente y trato de sumergirme otra vez en el recuerdo de mi oasis. Poco a poco el calor y la deshidratación me hacen sentir mareo. Y siento que me desvanezco. Otra turbulencia me sobresalta de nuevo, despertándome con la cabeza apoyada en la ventanilla del avión. Miro por la ventanilla y descubro que estamos en el aeropuerto de Abu Dabi, no fue una turbulencia sino el aterrizaje, y la azafata nos indica sonriente que ya podemos desabrocharnos el cinturón. Bruno Pastor Díaz, Bitácora de viaje, Abu Dabi 2017