1. Bitácora de viaje: Capítulo primero
Bruno Pastor
Que nadie se deje engañar por las postales de playas paradisíacas, puestas de sol, y todo
el postureo que se consume en las redes. Relatos de turistas occidentales en resorts todo
incluido y tours de agencias de viaje. Si bien estas imágenes que digo apenas alcanzan a
hacer justicia a los paisajes, que deleitan las retinas de aquellos que las observan, no
hay que olvidar cuál es la realidad de Tailandia. La de una dictadura militar y un pueblo
empobrecido, el cuenco de arroz de Asia, que se ha convertido en un parque temático de
atracciones y un dispar prostíbulo para muchos viajeros de todo el mundo.
Nuestro particular relato de esta aventura comienza con un sonido y una revelación. El
sonido es el del traqueteo de las vías del tren, un tren de combustión, con caldera de
carbón, a lo vieja escuela, que avanza a su ritmo, tranquilo pero implacable a través de
kilómetros y kilómetros de pantano, selva y arrozales. Un paisaje que se perpetua según
pasan las horas en el tren, mirando por la ventanilla abierta, pues el calor y la humedad
no tienen piedad en esta tierra. Sin embargo la vida transcurre alegre y ruidosa en el
tren, ajena al mundo exterior al vagón, alguien vende refrescos y pollo frito, la gente
habla animadamente o duerme consecuencia del calor soporífero. El tren se detiene en la
ciudad de Sukhothai. Y es el momento de tomar una ducha.
L a revelación, es la mirada traviesa e indiscreta de la dueña del hostal, una anciana
señora tailandesa, que se quedó observando entre sorprendida y risueña mi maltrecho y
enjuto cuerpo desnudo en las duchas. Me tomó unos segundos adivinar esa traviesa e
indiscreta mirada que me observaba. Pero cuando nuestras miradas finalmente se
encontraron, su creciente sonrisa explotó en una sonora y divertida carcajada, libre de
toda malicia, corrió a la cocina y desde allí la escuché comentar lo ocurrido en tailandés
con sus compañeras. Y desde allí yo, desnudo y sorprendido como me hallaba, escuché el
relato y las risas.
Me miré en el espejo, recorriendo lentamente mi contorno, tratando de no perder detalle
para descubrir que rasgo acaso habría podido causar esas risas tan espontaneas más allá
de mi desnudez. Pero no encontré nada fuera de lugar, todo seguía en su sitio, así que
acabé el recorrido donde había empezado. En mi mirada. Y tras unos segundos
examinando mis fatigados ojos pensé que definitivamente había sido el inocente y
accidental encuentro de las miradas de dos niños, dos niños traviesos e ingenuos, en una
situación tan cotidiana como inusualmente cómica, lo que había desatado aquellas risas
tan candorosas.
Pensé, que a diferencia de mi en ese momento, quizás ella no se había mirado en el
espejo. Y que quizás cuando lo hiciera, esa niña descubriría no sin asombro que su piel
estaba adornada por los surcos de sus arrugas, y que su pelo se había vuelto canoso y
plateado. Y según hiciese ese amargo e intempestivo recorrido, quizás sin reconocerse en
el espejo, contendría el aliento angustiada. Pero al acabar el recorrido donde había
empezado. Perdida en el fondo de su mirada. Reconocería aliviada a la niña que no
conseguía encontrar en el resto del espejo. La niña de la mirada traviesa. Y el pelo
plateado.