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Contenidos
I. Un hijo de Bretaña
II. Y dejándolo todo le siguió...
III. La vida y las pruebas en San Sulpicio
IV. Señor, ¿Qué quieres que yo haga?
V. Entre los pobres de Poitiers
VI. En París, invitado al banquete de la Sabiduría
VII. «El amor de la Sabiduría Eterna»
VIII. De nuevo en Poitiers: Cruces en las plazas y en el corazón
IX. Roma: de la Iglesia a la Iglesia
X. En el Éremo de San Lázaro
XI. Misiones en Nantes
XII. El Calvario de Pont-Château
XIII. Plantando cruces en Vendée
XIV. La esclavitud de Jesús por María, el “Tratado de la verdadera devoción”
XV. A la medida del corazón de Cristo
XVI. Operarios para la mies
XVII. Por el mundo “como un niño perdido”
XVIII. Edificando “sobre la roca sólida”
XIX. “Vámonos al paraíso”
Apéndice 1: Clemente XI y la historia del tiempo de San Luis María Grignion de
Montfort
Apéndice 2: El jansenismo y el contexto histórico-eclesiástico de San Luis María
Grignion de Montfort
Apéndice 3: A modo de epílogo, la Compañía de María
Apéndice 4: Oración Abrasada de San Luis María Grignion de Montfort para pedir
misioneros
Apéndice 5: Consagración de sí mismo a Jesucristo, la Sabiduría Encarnada, por
manos de María
Apéndice 6: El cuarto voto en el Instituto del Verbo Encarnado
2
ARTURO RUIZ FREITES
TODOTUYO
ESCLAVODEMARÍA
San Luis María Grignon de Montfort
su vida, su obra y su espíritu
New York–2009
3
Imprimi Potest
+Mons. Andrea Maria Erba
Obispo Emérito de Velletri-Segni
Roma, 8 de mayo de 2008
Cover Design
IVE Press
Cover Art
Museo Diocesano, Cortona
Text
IVE Press
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IVE Press
113 East 117th Street
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Ph. (212) 534 5257
Fax (212) 534 5258
E-mail: ivepress@ive.org
http://www.ivepress.org
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Printed in the United States of America ¥
4
A mis hermanos en el Instituto del Verbo Encarnado,
y a las Servidoras del Señor y la Virgen de Matará.
Que sean los Esclavos de María que San Luis María previó,
y por los que oró y escribió.
5
Querido Lector,
El libro que tienes entre manos ha nacido de la devoción a San Luis María Grignion de Montfort por
parte de los miembros del Instituto del Verbo Encarnado (IVE). Devoción especial tenemos a San Luis
María
– por haber legado a la Iglesia, fiel a la inspiración de Dios, el espíritu de esclavos de María Santísima,
según su Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, a imitación del Verbo
Encarnado hecho hombre y viviente en el seno santísimo de su Madre,
– y por su espíritu de santidad fuertemente contradictor del mundo, amante con locura de la sabiduría de
la Cruz y audazmente arrojado a la “aventura misionera” de la salvación de las almas.
Dicen las Constituciones del Instituto del Verbo Encarnado:
Nuestra espiritualidad quiere estar anclada en el misterio sacrosanto de la Encarnación, el misterio del
Verbo hecho carne en el seno de la Santísima Virgen María.
[1]
Por eso queremos “marianizar” nuestra vida religiosa profesada con los votos de pobreza, castidad y
obediencia, con el“Cuarto Voto” religioso, el “Voto de esclavitud mariana”:
La Virgen dio su “si” en calidad de esclava: He aquí la esclava del Señor (Lc 1,38) y miró Dios la humildad de
su esclava (Lc 1,48), y entonces tomó el Verbo forma de esclavo, haciéndose semejante a los hombres (Flp 2,7) en sus
entrañas purísimas; por eso nuestra espiritualidad quiere estar signada, con especial relieve, al profesar un
cuarto voto de esclavitud mariana, según el espíritu de San Luis María Grignion de Montfort, de modo que
toda nuestra vida quede marianizada.
[2]
Al visitante que entra en la pequeña “Capilla de la Anunciación” de la “Villa de Luján”, la Casa
Madre del IVE en San Rafael, Mendoza, Argentina, –que es la primera capilla en la historia de nuestra
familia religiosa–, no ha de sorprenderle por tanto ver en este nuestro humilde y sencillo “santuarito
familiar” de los orígenes, sobre uno de los muros laterales, un enorme medallón de cerámica blanca con la
imagen de nuestro querido San Luis María Grignion de Montfort
[3]
. Él vela y protege desde su trono del
Cielo a los amadores y esclavos de la Virgen; a su intercesión encomendamos el fruto de este librito y te
encomendamos a ti que te aprestas a su lectura.
No es éste un escrito de erudición científica, sino de difusión, deudor de las obras del mismo Santo y de
aquéllas sobre él que hemos podido tener a mano, entre las que mencionamos y recomendamos especialmente
la de B. Papásogli, indicada en la bibliografía
[4]
. Varios años han pasado desde la primera redacción
dactilografiada de esta obrita. Por distintos motivos, ajenos a nuestra voluntad, quedó esperando hasta
poder ver felizmente hoy la luz. De modo muy especial agradezco al P. Carlos Buela por su prólogo, que
entonces y ahora ha querido hacer, con la misma caridad, renovada como su escrito, y con la visión
sobrenatural del acontecer histórico, la única que percibe adecuadamente toda la realidad del mismo.
6
Agradezco las colaboraciones: de Pilar Wilkinson que hizo la digitalización, de las hermanas María de
Montserrat SSVM y María Letizia SSVM que trabajaron en la corrección, de quienes realizaron la
diagramación de tapa y del interior, de los religiosos del IVE y de las religiosas de las SSVM que trabajan
en las ediciones, y de quienes ayudaron a financiar la edición.
Pbro. Arturo A. Ruiz Freites I.V.E.
Segni (RM), octubre de 2009.
7
Prólogo
Inmensa alegría me concede el Señor al posibilitarme introducir esta biografía del León
de la Vendée. Es providencial el hecho de poder hacerlo en este momento en el que se
cumplen 20 años de la estrepitosa caída y del resquebrajamiento imparable de la ideología
más diabólicamente totalitaria que haya conocido jamás la humanidad: el comunismo. Caída
que no se entiende sin una especial intervención divina por medio de la Santísima Virgen y
de un esclavo de la Virgen.
María y la esclavitud mariana de amor es el gran tema de San Luis María Grignion de
Montfort, el apóstol de los últimos tiempos, de ahí la innegable actualidad de este libro.
Después de décadas de sometimiento a ese régimen «intrínsecamente perverso»
[5]
, en
cuestión de pocos días, prácticamente en instantes, el imperio soviético se pulverizó.
«Varsovia, Moscú, Budapest, Berlín, Praga, Sofía, Bucarest (...) se han convertido en las etapas de una
larga peregrinación hacia la libertad»
[6]
. Esto no puede entenderse sin María.
«Pueblos enteros han tomado la palabra: mujeres, jóvenes y hombres han vencido el miedo»
[7]
. Esto no
puede entenderse sin María.
«La irreprimible sed de libertad (...) ha acelerado los cambios, haciendo caer muros y abrirse las puertas
(...). El punto de partida o el de encuentro ha sido una Iglesia. Poco a poco las velas se han encendido
hasta formar un verdadero camino de luz, como diciendo a quienes durante estos años han pretendido
limitar los horizontes del hombre a esta tierra, que éste no puede permanecer indefinidamente
encadenado»
[8]
. Esto no puede entenderse sin María.
Como señaló Juan Pablo II en el vuelo Roma-Cabo Verde el 25 de Enero de 1990: «...lo
que ahora se vive en Rusia, en la parte oriental y centro-oriental de Europa, ocurre ciertamente para
respetar mejor los derechos humanos. Podemos atribuir esta solicitud a la Madre»
[9]
.
A nuestro modo de ver quien trazó el rumbo de la historia en esos acontecimientos
milenarios fue Juan Pablo II, esclavo de María, recordándonos aquella profecía de San Luis
María: «El Altísimo con su Santa Madre deben formar grandes santos que sobrepujarán tanto en
santidad a la mayoría de los otros santos cuanto los cedros del Líbano sobrepujan a los pequeños
arbustos»
[10]
.
Papa que escribió el día de su ordenación episcopal (el 28 de Septiembre de 1958), y
repitió al día siguiente de su elección pontificia (el 17 de Octubre de 1978) el lema grabado
en su corazón y en su escudo: «Totus tuus» –Todo tuyo–. Palabras tomadas del «Tratado de la
Verdadera Devoción», donde San Luis María cita, atribuyéndolo a San Buenaventura, el
8
texto: «Totus tuus ego sum (María) et omnia mea tua sunt»
[11]
–«Todo tuyo soy, y todas mis
cosas tuyas son»–; palabras que repite San Luis María en su obra, por lo menos, dos veces
más, a saber, en los números 233 y 266.
Papa que asombró al mundo por su tiernísima y teológica devoción a la Santísima
Virgen, desde la primera vez que asomó a los balcones de la Basílica de San Pedro, hasta
la primera vez que habló al Pueblo de Dios después del terrible atentado del 13 de Mayo:
«A Ti, María, te digo de nuevo: “Totus tuus ego sum”: Yo soy todo tuyo», pasando por la
consagración a María de cada país visitado y, más aún, la solemne consagración a María de
todo el mundo, en unión con el Episcopado universal, el 25 de Marzo de 1984. Día en el
cual, por inescrutable designio de la Providencia, nacía nuestra mismísima familia religiosa
que pretende ser toda de María con un cuarto voto de esclavitud mariana, según el espíritu
de Grignion de Montfort. Según algunos, esta consagración del mundo al Corazón
Inmaculado de María condujo a la caída del comunismo y detuvo de hecho el inminente
peligro de una guerra atómica
[12]
. ¡Cuántos más serán los beneficios de orden espiritual
que el mundo habrá recibido por ella!
Creo que también es dable señalar que todo el pueblo polaco se preparó para los
grandes festejos del milenio de su bautismo con una novena de años a la Virgen, ideada en
la cárcel por el inolvidable Cardenal Wyszynski, y es precisamente Polonia la que de algún
modo abrió el camino al cambio general que ocurrió en Europa Oriental y Central hace 20
años.
Auguro a cada lector de este libro la gracia de entender con San Luis María que sólo
hay una enemistad irreducible, porque fue creada por el mismo Dios y que esta enemistad
es entre la Virgen y Satanás, entre los discípulos de Ella y los sicarios de aquel: «Pongo
perpetua enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo» (cf. Gen 3,15). De
manera especial a los miembros de nuestras Congregaciones «Del Verbo Encarnado» y
«Del Señor y de la Virgen de Matará» para que lleguemos a ser aquellos santos formados
por María que «tendrán en su boca la espada de dos filos de la palabra de Dios; llevarán sobre sus
hombros el estandarte ensangrentado de la Cruz; el crucifijo en la mano derecha, el rosario en la izquierda,
los sagrados nombres de Jesús y María sobre su corazón, y la modestia y mortificación de Jesucristo en toda
su conducta»
[13]
, entendiendo que el camino más fácil, más corto, más perfecto y más seguro
es ir por María a Jesús.
P. Carlos Miguel Buela
9
Prefacio
¿Qué creatura ha sabido acoger mejor que la Virgen la venida del Salvador? Por esta realidad central de
la historia y de la vida interior de cada cristiano vivió, sufrió y escribió maravillosamente San Luis María
Grignion de Montfort. Pidámosle que nos comunique su misma devoción ardiente y generosa por la Madre
de Dios. ¡Pidámosle que nos enseñe a ser nosotros también esclavos fieles de María, sus instrumentos dóciles
para que, por medio de nuestra colaboración, pueda desarrollar su acción de preparar los corazones al
Adviento del Señor!
Son palabras de Juan Pablo II en el cuarto domingo de Adviento de 1987
[14]
. Palabras
que parecen ir más allá del Adviento litúrgico, celebración de la Primera Venida del Señor.
Se refieren –en el Papa profeta del Tercer Milenio cristiano– también a la venida definitiva
del Señor, que nos dice “Sí, vengo pronto” (Ap 22,20).
Sin duda que cada mortal verá venir a sí a Cristo en gloria y como Juez, detrás de ese
acontecimiento inevitable, pronto e incierto, que es la muerte. Pero está profetizado por
Jesucristo en persona un fin de la historia toda, una Segunda Venida en gloria, precedida
por diversos signos y una “Gran tribulación”. “Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada,
ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13,32). Eso sí, podemos
asegurar que estamos cada vez más cerca del cumplimento definitivo y último de la
profecía de Cristo. Y que, como dice el Padre Castellani, “habiendo pasado casi 2.000 años
de la Primera Venida, estando nosotros más cerca de su cumplimiento, estamos más
capacitados por nuestra pura situación en el tiempo para entender algunas cosas de ella.
(...) «Abre el libro de la profecía –dice el ángel a San Juan en la Visión Segunda y en la
visión Séptima–, porque ya llega el tiempo»”
[15]
. Y es que podemos leer en nuestra
contemporaneidad aquellos signos escatológicos del tiempo que se acaba. “De la higuera
aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, caéis en
cuenta de que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto,
caed en cuenta de que El está cerca, a las puertas” (Mc 13,28s.)
[16]
. “Cuando empiecen a
suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra
liberación” (Lc 21,28). Nuestro Castellani así escribe:
Yo no lo sé. Dios puede, si lo quiere,
alzar el mundo con potente mano
y levantar a Lázaro que muere.
Puede, como otras veces, el cristiano
lábaro enarbolar de Constantino
sobre la melma del rebaño humano.
Puede nuestra agua convertir en vino
y ahogar la iniquidad que sobreabunda
10
en una inundación de amor divino.
Hacer que Pedro flote y no se hunda,
y extendiendo la mano, en un destello
aplacar la borrasca tremebunda...
Pero si ya se ha roto el sexto sello,
puede un resuello Dios dar a su Iglesia...
Pero, entendedlo bien, será un resuello.
Ya no es posible la palingenesia;
verdad y error crecieron demasiado,
y la herejía es demasiado recia.
Se ha llegado hasta el fin. EL EVANGELIO,
ya por el orbe entero predicado,
cumplió su zigzagueante perihelio;
el reino de Israel se ha reanudado
y el odio a Cristo es hoy Reino y Partido,
caldo y cuna del Hombre de Pecado.
(...)
Ojalá que en palingenesia santa
un Pontífice angélico, un rey santo,
como quien grande lápida levanta,
puedan del mundo trasplantar la planta!...
Mas yo no oso, oh Dios, esperar tanto.
[17]
En realidad, no sabemos a ciencia cierta los tiempos, eso es de Dios. Sólo conocemos
su “voluntad de signo”, lo revelado a nosotros y que por la fe nos hace participar en modo
limitado de su ciencia. Mas también nos da algunos signos para discernir su misterioso
beneplácito, para disponernos y pedir, para esperar, vigilar, cumplir entre tanto con su
voluntad en la correspondencia a su amor, con humildad y confiados al designio
inescrutable del Señor de la Historia, que Él ha de concluir cuando se cumpla el número
de los que se salven, cuándo y cómo El lo sabe. Mas si para nosotros el tiempo corre,
aumenta la urgencia de la caridad, “porque el amor de Cristo nos apremia” (2Co 5,14), y la
urgencia de la misión
[18]
. Y con ello nuestra esperanza no ha de perder en tanto el ideal
debido de una nueva auténtica Cristiandad histórica
[19]
, ni excluir su siempre posible
realización temporal, ese ojalá de “palingenesia santa” del poema de Castellani. Como por
otra parte ha de estar cierta también nuestra esperanza que, aún en el actual predominio
mundano de la Revolución anticristiana, de la “dictadura del relativismo”
[20]
y de la
“cultura de la muerte”
[21]
, como siempre en persecución y en martirio, en la Iglesia que
peregrina en el tiempo “entre las persecuciones de los hombres y los consuelos de
Dios”
[22]
, el cristiano es vencedor. Hablando del predominio actual del liberalismo y del
11
insidioso liberalismo cristiano, escribe de tal esperanza E. Díaz Araujo:
...los cristianos disponemos de una Esperanza contra toda esperanza humana. (...) como dijera Gilbert K.
Chesterton, “no hay verdadera esperanza que no haya comenzado por ser una esperanza desesperada”
(Pequeña historia de Inglaterra). O, como enseña Joseph Pieper: “De la pérdida de las ilusiones diarias nace la
auténtica esperanza”. La Esperanza, “esa cosita de nada”, que mentara Charles Péguy, es la virtud teologal
que alimenta a los cristianos de este tiempo indigente. Desde que, según el Salmo, “Esperan en el Señor los
que le temen”.
[23]
Si en el tiempo de la Iglesia corremos hacia el final, aún sin saber a ciencia cierta cuánto
y cómo, sabemos que es el momento de María, del triunfo completo de la Mujer, del total
cumplimiento de la profecía primera: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu
descendencia y su descendencia: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar”
(Gen 3,15).
[24]
Triunfo comenzado en Cristo, continuado "en el resto de sus hijos" (Ap
12,17)
[25]
y que nace en parto doloroso: el dolor de María junto a la Cruz; la Cruz de
María que, como la Cruz de Cristo “stat, dum volvitur orbis”, hasta el fin. Cruz a la que se
han de incorporar los hijos de María, condición del Triunfo. Dolor de la Madre y su
progenie, que crece mientras las revoluciones del Orbe se acercan al final, en
convulsiones paroxísticas. Porque lo que del Orbe no se haga Cruz, no se hará “cielos y
tierra nuevos”. De allí la Gran Tribulación, la Gran Pascua final. Y una nueva “hora del
Poder de las Tinieblas”, que creerá vencer, cuando en realidad terminará de ser vencido.
San Luis María, hace casi cuatro siglos, escribió para cuando, más que nunca, el
demonio multiplique sus embates, “sabiendo que le queda poco tiempo” (Ap 12,12). Pensó
y escribió para los santos de los últimos tiempos, los llamados a ser el talón de María que
aplaste a la serpiente, y para ellos propuso la santa esclavitud de Jesús por María. De allí
que Benedetta Papásogli titule su obra sobre nuestro santo Un hombre para la Última
Iglesia
[26]
. Y por eso estas páginas que no pretenden originalidad, sino la difusión del
conocimiento de la vida, el espíritu y la devoción a San Luis María Grignion de Montfort,
uniéndonos a la impetración del Santo Padre por los que han de ser el “¡Amén!”
respondiendo a quien nos dice: “Vengo pronto”: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20).
12
I.
Un hijode Bretaña
Hacia el año 1400, recorre predicando el oeste de Francia un misionero español, con
talla de gigante: San Vicente Ferrer. Tras su paso, deja flotando en el tiempo los ecos de
una profecía: saldría de aquella región un hombre grande, un misionero bendecido de
Dios.
Casi tres siglos después nacía en el hogar formado por el joven abogado Juan Bautista
Grignion y Juana Robert, el primogénito de una numerosa prole. En la fría mañana del 31
de Enero de 1673 se escuchan los vagidos del recién nacido, que llenan el espacio interior
de la vieja casa bretona de madera y piedra habitada por la joven pareja. Los Grignion se
habían asentado, algunas generaciones atrás, en Montfort, pequeña población que guardaba,
en la pátina gris de sus murallas y un resto de torre, la memoria de un pasado con “páginas
heroicas y pintorescas”
[27]
de cruzados partidos a Tierra Santa, de asedios y asaltos de una
preterida épica.
Papá Grignion es un hombre fuerte y honesto que ejerce su profesión con dificultades.
El agobio del trabajo, la carga familiar y las estrecheces económicas que nunca lo dejarán,
habrán de agriar un tanto su carácter ya naturalmente áspero. Compañera de sufrimientos y
pesares, Juana Robert, que tiene tres hermanos sacerdotes, sabrá siempre mantener el
carácter sereno y piadoso, estabilizando el clima de la casa, llorando en silencio y
ofreciendo con gran envergadura espiritual sus dolores.
En la pila bautismal el bebé de los Grignion recibe el nombre de Luis María. Sus padres
lo entregan a una simple campesina: “mamá Andreína” para que lo nutra. Ella lo devuelve
cuando el pequeño comienza a caminar y a balbucear sus primeras palabras.
Apenas vuelto a los brazos de sus padres, la familia se traslada a una antigua casa
señorial de campaña llamada “el Bois-Marquer”, cerca de la población de Iffendic. Casa
donde se dan la mano la modestia y la dignidad, y donde Luis transcurre la primera
infancia. Allí “tuvo un primer gran maestro, el campo, con su genuina pedagogía sobre el
sentido de la realidad”
[28]
. También la familia va moldeando el carácter del pequeño con
su insustituible función formadora. Familia que se puede catalogar dentro de “aquella
buena burguesía francesa del siglo XVII”
[29]
, de un “cristianismo serio, imperioso, de
aspecto voluntariamente austero, que aspiraba, sin lograrlo siempre, a gobernar las
costumbres; que tenía menos empuje que sumisión, menos amor que temor, pero de fe
13
rígida, sólida, indesmoronable”, como nos lo ha descrito el gran historiador Daniel
Rops
[30]
.
De la mano de sus padres concurre domingo a domingo a la iglesita parroquial de
Iffendic, que con su figura elevada sobre un promontorio, y su aguja lanzada hacia lo alto,
habla a la imaginación y al alma del pequeño del sentido de la primacía de Dios y su
misterio. En el interior recogido y sombrío inicia las primeras oraciones junto a su madre,
que, de rodillas entre sus pequeñuelos, los acostumbra a la familiaridad con su Dios y
Redentor.
Luis María Grignion se habitúa a la piedad sencilla de las gentes del país bretón, hecha
de rosarios, coros, procesiones, representaciones personificadas, culto de los santos y
piedad por los difuntos. Aprende con docilidad: “su piedad de niño tiene características
espontáneas; aún de pocos años, le agrada hablar de Dios; aprende a rezar, con una
seriedad de propósito que lo induce a buscar para este fin el silencio y el recogimiento; se
retira a un rinconcito de su casa ruidosa o se arrodilla, con el rosario en la mano, delante
de una imagen de la Virgen”
[31]
. Su naciente religiosidad no se agota allí, sino que, como
hermano mayor, sabe hacerse rodear de los más chicos para darles algunas leccioncillas
sobre las verdades del mundo invisible que va descubriendo. Una de las más pequeñas,
Guyonne-Jeanne, lo mira con mezcla de veneración y encanto. Y el corazón de Luis sabe
llegar al alma de la pequeñita: “serás bellísima, y todos te querrán mucho si amas a
Jesús...”. Ella será luego su confidente predilecta.
A los once años, los padres lo envían a Rennes, para que estudie en el colegio Santo
Tomás Becket, de los padres jesuitas. Los ojos asombrados del tímido hijo de la campaña
bretona descubren la vida agitada de la capital provincial que pulula de estudiantes. Más
tarde nos dará en poesía una descripción de la frivolidad allí reinante, y que conservaba
seguramente de la impresión que recibió en este momento y que maduró en su vida de
estudiante
[32]
:
“Selon tous les fols, tu brilles
et tu passes bien ton temps.
Tout rit, tout joue en la ville
et fort agréablement.
...Monsieur est au cabaret,
Mademoiselle à la danse,
et Madame au lansquenet...”.
Tú según los necios brillas
se va el tiempo en parabien.
Todo es gozo y todo es risa,
todo agradable también.
Monsieur está en el cabaret
Mademoiselle baila en la pista
y Madame al lansquenet...
En realidad, Luis apenas entrevé la mundanidad de la ciudad. Vive en uno de los
barrios tranquilos, donde tienen su casa los canónigos y Alain Robert, uno de los
hermanos sacerdotes de su madre.
El colegio de los jesuitas estaba organizado según el modelo del famoso “Colegio
Romano”, que marcaba el rumbo de la pedagogía de la época. Hasta un escéptico como el
14
ilustre Montaigne, lo había calificado de “vivero de grandes hombres...”. El brillo
humanístico de los estudios corría parejo con la búsqueda de la educación del carácter y
las virtudes, teniendo por último fin desarrollar en el alumno “el conocimiento y el amor
de nuestro Creador y Redentor”, como decía la Ratio Studiorum
[33]
. Parte no pequeña en
la formación de los alumnos tenía la ejemplaridad de los sacerdotes en los que el pequeño
Luis irá descubriendo la santidad vivida. Un alma sensitiva como la suya no podía dejar de
admirar la piedad y el celo del Padre Gilbert, que se daba tiempo –además de las
lecciones– para agrupar a los escolares los sábados por la mañana e instruirlos en las
verdades de la fe. Y también la paciencia infinita con que este sacerdote soportaba con
dulzura a los alumnos díscolos y hasta libertinos, que hacían de él objeto de sarcasmos y
contestaciones. Una corriente de mutua estima y afecto une a Luis con este ministro
“manso, más apto para prodigarse en el encuentro personal que para regir la disciplina de
los estudiantes”
[34]
.
En el Padre Descartes, sobrino del famoso filósofo con quien comienza la filosofía
moderna, encuentra Luis un director espiritual. Hombre de gran cultura, está sin embargo
muy lejos del pensamiento de su tío, el “vicario saboyano”. “Una vibrante apelación a los
corazones simples, un rechazo de la sabiduría de los «filósofos» y de los «espíritus
fuertes» sostienen su enseñanza espiritual. Rigurosísimo en el delinear el no al mundo, y
en el presentar el seguimiento de Cristo en términos radicales de pobreza, penitencia y
humillación”, no ignorando por eso ni el optimismo cristiano ni la suavidad de los
místicos
[35]
.
Su tío Robert, lo lleva un día de la mano ante la antiquísima imagen de madera de
Nuestra Señora de los Milagros, y le cuenta “el episodio más sagrado y más bello de la
secular historia de Rennes. Nuestra Señora ha salvado a la ciudad del asedio inglés. Tiene
la efigie uno de aquellos rostros arcaicos, intensos, que abren poco a poco su secreto;
rostro que se diría pulido, hecho esencial, por ondas de plegaria que han subido a él de un
secular amor”
[36]
. Junto con Nuestra Señora de la Paz y Nuestra Señora de la Buena
Nueva, advocaciones con que la Virgen es venerada en Rennes, constituyen tres puntos de
referencia para el crecimiento de la intimidad entre el jovencito alejado del seno familiar y
su Madre celestial.
Junto a estos sacerdotes que le ayudan a modelar su interioridad, Luis María descubre
una figura que lo inicia y le despierta el ansia por el apostolado. Es el Padre Julián Bellier,
joven sacerdote secular que se rodea de estudiantes para llevarlos consigo al hospital, a
atender a los pobres y a enseñar catecismo. Conducido por él se encuentra con el rostro
descarnado del dolor y de la pobreza. Será decisivo en su vida. Desde entonces “se da
con las manos que tiemblan a los humildes servicios de la caridad; aprende a buscar, frente
al dolor, las palabras que logran consolar. Sílabas cortadas, inexpertas, donde ya despuntan
la admiración y el respeto frente al misterio que cada pobre –dirá un día Luis– representa
15
como «sacramento de Dios»”
[37]
. Julián Bellier también cuenta y pinta con rasgos épicos,
ante la atención admirada de sus jóvenes, el itinerario de las misiones en las que de tanto
en tanto participa, dejando Rennes para unirse al grupo de un famoso misionero, el Padre
Leuduger.
Luis descubre así en Rennes la santidad vivida, pero también su contrapartida,
netamente presente en la sociedad del tiempo: los libertinos. El siglo de Luis XIV, el “rey
sol” prototipo del absolutismo y del primado de la “razón de estado”, corre hacia el
iluminismo racionalista del siglo dieciocho. El ambiente escéptico y libertino de la corte va
cundiendo. Cada vez son más notorios los personajes, grandes o pequeños, que encarnan
no sólo “l’esprit philosophique” si no, a niveles más bajos, “una sociedad sin ideales, que
vivía en el instante”
[38]
. Entre el heterogéneo alumnado de los jesuitas de Rennes, hay un
grupo minoritario pero sonoro que se resiente del espíritu de la época. Ya los hemos
notado haciéndole difícil la vida al Padre Gilbert. Luis no permanece al margen de la
dicotomía. Elige su camino, y la pequeña turba disoluta comienza a notar una personalidad
que le va a contracorriente: “su gran piedad comenzó a revelarse y a llamar la atención en
medio de una numerosa juventud muy libertina”, dice el primero de sus biógrafos, testigo
presencial de quien ya hablaremos
[39]
.
Podemos decir, pues, que en Rennes, “una propuesta cristiana raramente complexiva
alcanza al mayor de los Grignion: una nota de fondo la distingue y es el carácter alto,
exigente, heroico. Luis se las ve en los años de escuela, con hombres que hacen las cosas
en serio. La vocación cristiana se le presenta con colores fuertes, y con la urgencia de una
oposición radical a otros aspectos de su experiencia: el encuentro con los libertinos, el
grito de los pobres, la caridad de los santos, todo, en la experiencia de Luis Grignion, ha
tomado tintes fuertes y netos, dramáticos y simples. Y su temperamento no es como para
disminuir o desdibujar esta profunda impresión primera”
[40]
.
Con el transcurrir del tiempo, los caracteres físicos y espirituales de Luis van tomando
rasgos precisos. “Luis es un atado de nervios y de músculos, con su alta estatura que
parece estorbar, con grandes manos nudosas y sensibles, que se han refinado en el manejo
de la pluma y los libros, pero que parecen hechas para los trabajos pesados. El rostro es
todo huesos; el perfil parece sacado de un caricaturista: la línea de la mandíbula delgada y
denotando decisión y firmeza, la mirada hundida entre los pómulos y la frente. La extrema
vitalidad física de este muchacho encorvado sobre los libros es bien notoria, y sorprende.
Un día los biógrafos darán la prueba de ello: «era extraordinariamente fuerte: se ponía sin
dificultad un barril sobre las rodillas, lo he visto llevar solo una piedra tumbal que dos
hombres no habrían logrado levantar». Otro dice con pintoresco realismo que Luis era «de
gran hígado» y que «exigía mucho alimento»: un apetito pantagruélico, incómodo
compañero de camino para quien será uno de los hombres más penitentes de su
tiempo”
[41]
. Y el carácter corre a la par con el cuerpo: “el hijo de Juan Bautista Grignion
16
es algo más que un impulsivo: «si Dios lo hubiese destinado al mundo, habría sido, según
decía él –en palabra recogida un día por un testigo– el hombre más terrible de su
siglo»”
[42]
. Lleva en las venas una propensión a la cólera y una naturaleza “excesiva” que
habrá de domar.
Mientras tanto toda la familia Grignion decide trasladarse a Rennes, movidos por la
necesidad de estudios de los hijos que van creciendo. Habitan con el tío Alain Robert. Las
relaciones entre papá Grignion y Luis comienzan a hacerse tensas. El trabajo interior del
hijo, “sus modales humildes y recogidos en los que bulle una inmensa fuerza de
independencia”
[43]
lo van separando de la vida demasiado absorbida en los problemas
cotidianos del padre de familia que no llega con su oficio a satisfacer las necesidades, y
cuyo cristianismo es, aunque de fe sólida, algo rutinario y aburguesado. Los dos caracteres
tienen ocasión de enfrentarse. Muchas veces Luis se levanta callado de la mesa, sin comer,
para no prolongar escenas desagradables. Sin embargo, Juan Bautista dirá un día que su hijo
“jamás le dio un disgusto”
[44]
y le encargó la dirección de los estudios de los más
pequeños.
Luis es también emotivo y de imaginación plástica. Experimenta el deseo de plasmar en
imágenes concretas lo que vive en su espíritu. Será siempre, a su manera y con las
limitaciones de un talento que no encontró quién lo educara, un poeta y un artista. Y no
sólo de las letras y de la madera tallada por su mano, sino también de la pastoral, del
trabajo apostólico y de la vida espiritual.
Encuentra en el colegio de Rennes dos amistades a las que permanecerá fiel de por
vida. Amistades que se afianzan no con banalidades sino en la trama de ideales comunes y
anhelos de vida espiritual. El primero de ellos le es coetáneo, y se llama Juan Bautista
Blain
[45]
. Luis traba relación con él en el ámbito de la “Congregación Mariana”,
movimiento hecho por los jesuitas para los estudiantes mayores de filosofía, “laico y
apostólico, que pone bajo la particular protección de la Madre de Dios un empeño de
crecimiento espiritual concretado en el ejercicio de obras de piedad cristiana, como
confesarse y comulgar más seguido, rezar el oficio de la Virgen o el Rosario, dedicar algún
tiempo a la oración mental...Y también de visitar cárceles, hospitales, enseñar la doctrina
cristiana, y otras obras buenas”
[46]
. Blain, futuro canónigo en Reims, lo acompañará en
todo su itinerario educativo y será su biógrafo, como también de San Juan Bautista de la
Salle
[47]
.
Su segundo amigo es Claudio Poullart des Places, menor que él, pero a quien el joven
Grignion ha sabido elegir. Luis funda con él, agrupando algunos compañeros, una
minúscula sociedad secreta con “reglas para la oración, el silencio, y la mortificación que a
veces iba hasta la disciplina”
[48]
. Luis María ejerce sobre sus amigos un ascendiente
17
notable, que se acrecienta con el tiempo. Hacia los diecisiete y dieciocho años ellos
advierten que el alma de Luis se interna por caminos elevados: “se dedicaba a la oración y
a la penitencia, y no podía gustar otra cosa que no fuera Dios”, testimonia Juan Bautista
Blain
[49]
. Hasta entonces, Luis había sido siempre retraído y solitario por temperamento.
Ahora se sumerge más a fondo, no sin sufrimiento, en busca del Dios que ha encendido en
él la sed de intimidad amorosa. Su temperamento, que conocemos impulsivo, colérico y
dulce a la vez, se enfrenta con la exigencia de perfección y de la conquista de la libertad
que el saciar esa sed implica. En Luis eso se traduce en una audacia entusiasta por la
penitencia y la mortificación
[50]
. Blain confesaría “con «una especie de desesperación» la
imposibilidad de seguir, en la vida espiritual, el «paso de gigante» con el que ve
encaminarse a su amigo”
[51]
.
Sabemos que el hospital de Rennes era para Luis, semana a semana, “un lugar de
encuentro con Dios, no menos que la dulce Iglesia de San Salvador con su Virgen y su
tabernáculo”
[52]
. Pero, con el crecimiento en el amor de Dios, se despierta en sí una
singular fuerza de amor por los pobres que lo hace prodigarse por entero, y que se parece
bien poco a una mera compasión humana, o sentimiento de lástima. Tres episodios que han
sido conservados hasta nosotros, nos lo muestran así. En una ocasión decide remediar la
situación de un estudiante de su colegio, tan pobre que todos se burlaban de sus andrajos.
Luis se pone en persona a mendigar entre los otros estudiantes. Como la suma que con
humillaciones ha recaudado no le alcanza, va con su pobre amigo a la tienda de un
comerciante de paños y le dice, ingenua pero gravemente: “Este es mi hermano y el
vuestro. He recolectado lo que he podido pidiendo limosna en la clase para vestirlo. Si no
alcanza, toca a usted agregar lo que falte”
[53]
. Y el día siguiente su amigo está vestido con
dignidad. En otra ocasión, la madre de Luis, visitando los pobres del hospital, encuentra
allí a una mujer que le dice: “es su hijo, señora, quien me ha hecho recuperar aquí”
[54]
.
También, estando una vez en el campo, en compañía de su amigo Blain, éste lo ve
desaparecer. Lo sigue a hurtadillas y lo sorprende arrodillado ante “un pobre mendicante
inocente, idiota y muy maltratado por la naturaleza”
[55]
. Luis lo acaricia y le besa los pies,
como haría con la imagen del Crucificado.
18
II.
Y dejándolotodo
le siguió...
Cuentan que cuando todavía Luis no había salido de la niñez, confió a un amigo una
muy íntima aspiración: “dejar la casa paterna, ir a un país desconocido, para que privado de
todo bien de la tierra, pudiera vivir pobremente y mendigar su pan...”
[56]
. Esa moción
interior, que parecía así expresada como una veleidad de infancia, un sueño espiritual, en
el jovencito que va terminando sus estudios de filosofía en Rennes se presenta, poco a
poco al parecer, con los nítidos rasgos de la vocación sacerdotal.
En esas circunstancias primordiales de su vida espiritual, una tal Mademoiselle de
Montigny, mujer mayor que vivía en París, viene a Rennes por asuntos de negocios de los
que se ocupa el abogado Grignion. Se aloja como huésped en la casa de éste y en las
conversaciones que en las horas vespertinas reúne a la familia en torno a la pasajera, ésta
va conociendo las inquietudes y proyectos de la prole. Así se decide que Mademoiselle de
Montigny volverá a París llevando consigo a Guyonne-Jeanne, la “pequeña Luisa” de Luis
María, para ocuparse de su educación. Pero también se irá con la promesa de conseguir
para Luis el ingreso en el seminario de San Sulpicio, que ella conoce bien y ha descrito al
joven como un “vivero de sacerdotes santos”
[57]
. Poco tiempo después llega a la casa de
los Grignion una carta; una señora se ha ofrecido a pagar su pensión de seminarista. Luis
no lo duda, y sus padres aceptan la decisión.
Para el joven de diecinueve años, llega la hora de la desnudez de la fe, de “Dios solo”,
como ha aprendido del P. Descartes. Mortifica con rostro impasible la angustia interior que
lo desgarra al dejar para siempre su hogar y los seres que ama. Decide recorrer a pie los
trescientos kilómetros que lo separan de París. Su padre le da cien escudos de oro que ha
podido reunir. Se despide y parte apretando el corazón. Su tío Robert, uno de sus
hermanos y su amigo Blain, lo acompañan un trecho y le renuevan el adiós. Luego sigue
solo. Este momento marca su vida: herido por dentro, es libre en Dios. “Se abandonó
desde aquel momento, sin medida, a la divina Providencia; se abandonó a sus cuidados con
tanta confianza, con tanta tranquilidad, como si ella velase toda por él. Una bolsa llena de
oro, una letra de cambio de diez mil escudos a cobrar en París, no le habrían dado una
seguridad tan grande”
[58]
. Un mendigo le sale al paso, y Luis continúa su camino vestido
de pobre, mientras el mendigo queda con las ropas nuevas de Luis, último regalo de su
19
madre, y el dinero que le había dado su padre. Su gran aventura ha comenzado.
Ocho días después llega a París consumido por las penurias del camino y la intemperie.
Ha subsistido mendigando el pan y algún lugar para dormir. Tan harapiento está, que antes
de presentarse a Mademoiselle de Montigny descansa algún tiempo en unos establos,
donde le dan de comer.
La renta con que lo pueden ayudar no alcanza para pagar la pensión en el internado del
“Gran Seminario” de San Sulpicio y Luis es recibido en una comunidad para estudiantes
pobres que, como otras, gira en torno al famoso seminario. Luis escribe gozoso a su amigo
Blain: ha encontrado lo que buscaba, una casa de formación pobre y digna, una vida
simple, alegre y callada en la cual ir forjando las virtudes sacerdotales y concretando la
práctica del seguimiento de Cristo y de la dimensión fundamental de la pobreza evangélica:
“Aquellos a los que Dios acordará la gracia de ser recibidos en esta casa, lejos de sentir
confusión por su condición de pobreza, se considerarán por ello bien honrados, ya que
Jesús la ha hecho gloriosa en su persona, en sus más queridos amigos y en todas sus
máximas”
[59]
dice el reglamento.
Mantiene con su renta y dirige la casa el Padre Claudio Bottu de la Barmondière, ex
cura de San Sulpicio, santo sacerdote que lo entrega todo por las vocaciones pobres. “El
hombre más dulce del mundo para los otros y el más duro para consigo mismo. Se
acostaba sobre el suelo, con frecuencia una piedra le servía de almohada, ayunaba a
menudo y practicaba una gran austeridad”; “unía a una gran ciencia una humildad
profunda, simplicidad, un candor y obediencia de niño”
[60]
. Amante de la verdad, sabía ser
inflexible y en una ocasión acusó públicamente a todo el cuerpo de la facultad de teología
de la Sorbona, por una actitud poco sumisa hacia Roma. En él encuentra Luis un padre
amante para su alma.
Cuando en el terrible invierno 1693-94 la carestía arreciaba en toda Francia, agotada por
las guerras e impuestos del viejo Luis XIV, el joven Montfort se queda sin la ayuda que
recibía. El P. La Barmondière no lo abandona y, lo mismo que a otros estudiantes pobres,
le consigue un trabajo para sostenerse: “velar los muertos tres veces por semana, en la
parroquia de S. Sulpicio”
[61]
. Luis pasa así noches y más noches rezando ante la muerte:
“Puesta cara a cara en una semejante confrontación, el alma de Luis se desnuda, se
descarna, recibe la impronta de aquella verdad”
[62]
. No es la de Luis la experiencia
fulminante de un momento, que convirtió a un S. Francisco de Borja al ver desfigurado
por la muerte el bellísimo rostro de su emperatriz, la esposa de Carlos V. La suya se repite
y prolonga, se hace “espacio de paz y contemplación”
[63]
.
Multitud de pobres deambulan hambrientos por las calles de París. Luis, abandonado en
“Dios solo”, sin nada, halla sin embargo algo que dar: un cálido abrigo recibido de unos
bienhechores que él no llega a usar.
20
“Los días de París vieron florecer la santidad de Luis como la más bella primavera que
el corazón del hombre conozca. Quizá fue la más dulce estación de su vida. Fue la
conquista de su vida. Tuvo, para la eternidad, el primer sabor de ciertos gozos”, nos
cuenta una célebre biografía
[64]
. Las peculiaridades de su personalidad retraída se
acentúan por la absorción en Dios, y serán siempre una cruz en su vida, acarreándole
incomprensión de compañeros y superiores. Pero el P. de la Barmondière conoce su talla
interior y lo deriva a dirigirse con el P. Bauyn, vicedirector del “Pequeño Seminario” de
San Sulpicio y experto en “vías extraordinarias” de santidad. Se abandona entonces a una
mortificación “devastadora”
[65]
. “La carga agresiva del temperamento de Luis –que
mortificado encuentra libre expresión sólo en los senderos del alma– pasa subterránea en
la dureza de los cilicios y ayunos”
[66]
y en disciplinas que espantan a su vecino de
habitación. Luis vive la experiencia liberadora de la cruz, de modo que Benedetta
Papásogli le aplica lo que alguien dijo una vez: “Soy prisionero de la cruz; pero la cruz a la
que estoy atado, a su vez, no está atada a nada”.
Luis medita por ese tiempo el libro “Las santas vías de la cruz”, de Enrique María
Boudon, autor espiritual que en vida fue “paradigma de la santidad en la humillación”: “La
gracia de Dios es una gracia que clava a la cruz. El espíritu de cruz es el espíritu de
nuestro espíritu; es la vida de nuestra vida”
[67]
. El joven seminarista conoce cada vez
mejor la embriaguez de este amor que ha empezado a gustar: el de la cruz.
Hacia fines de 1694, cuando Luis María Grignion vuelve de un retiro en que ha recibido
las órdenes menores, una noticia lo conmueve: el P. de la Barmondière ha muerto, y con él
pierde un padre y un protector. La Providencia no lo abandona, y junto con su amigo
Blain, que había entrado a instancias de Luis en la casa del santo sacerdote difunto, son
recibidos en la comunidad de M. Boucher, un sacerdote próximamente ligado al ambiente
sulpiciano
[68]
, llamada “de los estudiantes pobres”, y donde las estrecheces son terribles.
La fatiga de la penitencia, la miseria, el hambre y la tensión en el estudio hacen que Luis
se desmorone en el invierno de 1664-65, y debe ser hospitalizado en el “Hôtel-Dieu”,
gravemente enfermo: “no se lo contaba ya más en el número de los vivos”
[69]
. “La
muerte que ha contemplado largamente en los rasgos desfigurados de los cadáveres de
San Sulpicio, se le pone al flanco; pero aquí, en el Hôtel-Dieu, ella tiene un rostro
diverso: más bien el rostro de Cristo agonizante, al que se aferra la oración de Luis”
[70]
.
“Toca fondo” en la aceptación de la cruz. Las religiosas que atienden el hospital llenan de
cuidados al seminarista que con gozosa paciencia está al borde de la muerte.
Mas Dios tiene sus planes, y aunque lenta, la recuperación llega. A la vez, los pocos
que lo conocen, se mueven y le consiguen una beca para el “Pequeño Seminario” de San
Sulpicio, donde ha llegado la fama de su virtud. El P. Bauyn que lo conoce por la
21
dirección espiritual estaba a la sazón como director suplente en la alta casa de estudios, y
da la bienvenida a Luis María: “El canto del Te Deum reúne a la entera comunidad, y se
murmura que la acción de gracias es por el ingreso del joven hijo espiritual de G. G.
Bauyn”
[71]
. Es que, como se ha escrito, “si Luis María Grignion hubiese muerto a los 22
años, la vigilia del día en el que debía entrar a San Sulpicio, habría dejado la imagen de un
joven santo bastante semejante al angélico Luis Gonzaga. La misma tierna devoción a
María, el mismo horror del pecado y del escándalo, el mismo cuidado de los sentidos, la
misma ascesis que espanta, la misma absorción de Dios”
[72]
.
22
III.
La vida y laspruebas
en San Sulpicio
Entra así San Luis María en el “Petit Séminaire”, llamado así por ser menor el precio de
la pensión que en el Mayor. El seminario sulpiciano era el mejor fruto de la aplicación ya
secular del Concilio de Trento en Francia, en lo que hacía a la formación de los sacerdotes
y la institución de los seminarios. Don Olier, el venerable maestro espiritual que lo
fundara medio siglo antes, había indicado su programa: “El primer y último fin de este
instituto es vivir soberanamente por Dios, en Cristo Jesús nuestro Señor, de modo que las
disposiciones interiores de él penetren lo más íntimo de nuestro corazón, y que cada uno
pueda decir de sí cuanto San Pablo afirmaba de sí mismo: «Vivo yo, más no soy yo quien
vive, es Cristo quien vive en mí». Tal será para cada uno la única esperanza, la única
meditación, el único ejercicio: vivir interiormente de la vida de Cristo, y que ella se
manifieste en nuestro cuerpo mortal”
[73]
.
La fundación de Olier quiere formar al sacerdote “hombre del culto, el religioso de
Dios separado del mundo”, al tiempo que apasionado apóstol misionero, “sacerdotes de
fuego que trepan sobre las montañas y llevan hasta los lugares más pobres la piedad hacia
la Santa Eucaristía... que como rayos voladores corran y vuelen por el aire hacia donde
sean empujados por el ímpetu del amor”
[74]
.
Cuando Luis entra en San Sulpicio, el espíritu inicial, no obstante conservarse bueno, va
siendo ahogado por la mayor atención a la letra del reglamento: “la figura del eclesiástico
sulpiciano, profundamente antimundana, custodio de la sacralidad de la tradición”, se va
modelando por entonces más bien “sobre el principio de la uniformidad comunitaria, y la
observancia del reglamento le es propuesta como «principal vía» de perfección”
[75]
. Esta
es quizás la raíz de la incomprensión que Luis comienza a sufrir por parte de sus
superiores, a excepción del P. Bauyn. “Aún reconociendo sus excelentes virtudes, no dejan
de mirar muchas de sus cosas como singularidades o rarezas, prodigándole por esta causa
repetidas humillaciones”
[76]
. En efecto, “hay una cruz –cruz de condicionamientos
naturales y psicológicos– que Luis lleva inscrita en la carne: son las llagas impresas por el
hábito del aislamiento, es el tesoro inexpresado de una profunda afectividad, el
temperamento fuertísimo, el sincero anticonformismo... todo lo que siempre retarda la
23
inserción de Luis en la vida comunitaria. Esta cruz él no la busca ni la quiere, pero ella se
adhiere a él, le nace por dentro y repercute hasta el barniz exterior de su comportamiento:
«sus maneras no agradaban a todos, y, hace falta confesarlo, las tenía bien singulares»,
reconoce casi contra su voluntad Juan Bautista Blain...”. “Mas sobre el sincero temple
humano de Luis la gracia ha trabajado, y es una gracia exigente que ha obrado realidades
aún más «singulares»”
[77]
.
Bajo la suave dirección del P. de la Barmondière y luego del P. Bauyn, experto este
último en “vías extraordinarias”, Luis ha tenido quien comprenda su alma y le dé alas para
seguir el sendero por donde lo lleva el Espíritu. Con ellos, Luis se había injertado más en
el primitivo impulso místico y misionero de Don Olier, que en la mentalidad que por ese
entonces era la tónica de San Sulpicio. Pero el joven Grignion ha de sufrir de nuevo el
vacío de la orfandad: Juan Jacobo Bauyn, sacerdote “lleno de Dios y vacío de todo el
resto”
[78]
, muere improvisamente el 19 de marzo de 1696.
Luis confía entonces el gobierno de su alma al Padre Francisco Leschassier, director del
Seminario Mayor, cuya personalidad “se resume en una sola pincelada: es la encarnación
del equilibrio”
[79]
. Santo sacerdote y buen director de conciencias, pertenece sin embargo
por carácter y formación a la segunda corriente sulpiciana, para la cual “el eclesiástico se
santificará no cumpliendo grandes acciones, sino viviendo la perfección de las cosas
humildes”... “resaltando en un minucioso empeño ascético de abnegación, los principios
de la observancia fiel a la regla y de la uniformidad comunitaria son ofrecidos al alma
como clave de lectura de su vocación y de la voluntad de Dios”
[80]
. No se trata de la
importancia de la observancia de los reglamentos y de las exigencias de la vida comunitaria
como expresiones para el alma de la voluntad de Dios, sino más bien de una tendencia a
un tipo de aplicación absolutizada y formalista en la que la letra ahoga el espíritu, sofoca la
ley de gracia, “principalmente interior”
[81]
. En ese contexto es natural la repulsión por los
gestos peculiares y excesivos, la “singularidad”, que es para el P. Leschassier “sinónimo de
independencia de juicio, amor propio, orgullo”
[82]
.
No es difícil, pues, imaginarse la actitud de ese sacerdote ante el alma de cuya conducta
comienza a ser responsable: “¿Hasta qué punto su singularidad es carisma, hasta qué punto
es defecto de la naturaleza?”... “Luis ¿es verdaderamente conducido por la gracia?”.
“¿Hasta qué punto el amor propio se mezcla con las manifestaciones de su piedad?”
[83]
.
La simbiosis del sacerdote en formación con la Cruz de Cristo a la que se abraza llega a
una instancia suprema: es clavado a ella en su espíritu. Estimando íntimamente a su
dirigido, el P. Leschassier lo somete a una implacable acometida contra sus peculiaridades:
reducción drástica de las penitencias, de los impulsos apostólicos, de las manifestaciones
de piedad, humillaciones, exigencia de someter hasta los mínimos detalles a la obediencia
24
más estricta... “para probar su obediencia le retiraba con frecuencia los permisos
acordados”
[84]
. Mucho de lo cual pasa “bajo los ojos de los otros seminaristas, a los que
Luis no intenta siquiera esconder su mortificación”
[85]
.
Luis obedece y se humilla, impasible. Y sus penitencias reducidas se hacen entonces
más intensas, “si los ejercicios de piedad disminuyen, el recogimiento se hace más
profundo; la «singularidad» del joven, que era antes también un comportamiento exterior,
se adhiere ahora totalmente a su piel: al desnudo, Luis se revela mejor a sí mismo;
doblegado, manifiesta al vivo lo que en él no se rompe. Y para el P. Leschassier este hijo
obediente se convierte en un enigma más grave. ¿En qué pliegue secreto de su alma se
anida el resorte de amor propio que impide a Luis ser «como los otros»?”
[86]
.
Desarmado, el P. Leschassier pide ayuda al P. Brenier, director a su vez del “Pequeño
Seminario”. Por seis meses, será él quien se ocupe de disciplinar con el azote de la
humillación el alma ya sangrante de Luis. Brenier, sin embargo, “no es, como Leschassier,
la personificación del equilibrio. Es sobre todo un hombre que se ha triturado a sí mismo,
leyendo hasta el fondo en el propio corazón las señales de cuanto en lo humano ha de ser
negado para alcanzar a Dios. Es a su modo un atleta y un héroe; un conocedor del
hombre: nos desarma a nosotros, tardos y fáciles críticos de su despiadada pedagogía, con
el hecho de haber experimentado antes que nada sobre sí mismo los supremos criterios de
la humildad”
[87]
. Este sacerdote, que estima y admira a Luis más de lo que éste sospecha,
lo trata de una manera que nos ha descrito Blain, testigo presencial: “Recibía de él, en toda
ocasión, abiertas reprimendas; no encontraba en su rostro sino un aire severo y desdeñoso;
no sentía salir de su boca sino palabras secas y duras... El santo superior, que tenía una
ciencia tan grande del corazón humano y de todos los atrincheramientos que busca allí el
amor propio... estudiaba a fondo a su seminarista, sus inclinaciones, su humor, su carácter y
temperamento... Los asaltos más rudos eran públicos y tenían tantos testigos cuantos eran
los jóvenes presentes en la comunidad”
[88]
.
Finalmente, tanto Leschassier como Brenier han de rendirse: como nos cuenta Blain,
Luis de Montfort “después de una humillación se acercaba con aire alegre a su santo
perseguidor, como para agradecerle, y le hablaba tan abiertamente como si hubiese
recibido una caricia”
[89]
. Desarmado por la humildad y obediencia de Luis, siempre la
sombra de una última duda quedará en el P. Leschassier. Por lo cual Luis sufrirá por
bastante tiempo más, y le esperan nuevas cruces. Sin embargo, a través de esta dolorosa
purificación, Luis se confirma en el amor y la fidelidad a la cruz, y así asimila aspectos de
la formación sulpiciana que modelan su ardor aventurero con el sentido del orden, el de
las “pequeñas cosas”, pequeñas fidelidades que sostienen los grandes proyectos, el de la
letra que custodia el espíritu, el sentido de pequeñez y dependencia, tejido de obediencia,
humildad, ductilidad: “un modo de inclinar la cabeza, de dejarse trabajar –aún en cuanto
25
forma la propia llamada de gracia y la parte mejor de sí– que le será dramáticamente
necesario durante las peripecias de su vida apostólica”
[90]
.
Si nos hemos detenido mucho en esta prueba del espíritu que Luis atraviesa en San
Sulpicio, es porque quizás sea el momento supremo en que Dios forja a su apóstol Luis
Grignion, y es clave para comprender el resto de su vida.
Cuando Luis termina el bachillerato en Teología, su lugar queda vacío en la Sorbona, la
famosa universidad parisina. No estudiará para la licenciatura ni el doctorado, no obstante
ser un óptimo estudiante. No sabemos si la iniciativa parte de él o de sus superiores, pero
sí que, por el tiempo, Luis tenía en sus manos las “Cartas espirituales” del P. Surin, jesuita
muy espiritual. Éste, sin despreciar el estudio, distingue la “ciencia de los santos”, la “vía
del amor”, de la sabiduría árida de los “doctores” que no nutre su afán intelectual en la
fuente de realismo de la contemplación. Varios temas que estaban en el ambiente de la
“escuela francesa” de espiritualidad se hallan, en simples y sencillas fórmulas, en la obra
del santo jesuita: “aplicación” o “dedicación total a Dios sólo”, buscando el vaciamiento
de sí en un “amor puro” que se alimenta en la contemplación. Por otro lado, hemos ya
visto en Luis su inclinación apostólica hacia los más pobres, hacia los sencillos. Luis no
cursa más en la Sorbona, pero encargado de la biblioteca sulpiciana, devora los autores
que tratan de la vida espiritual: “casi todos... pasaron por sus manos”, dice Blain
[91]
. En
una ocasión, deslumbrará a sus compañeros, seguidores de los cursos superiores de la
Universidad, con una lección sobre la gracia, profusamente apoyada en desenvueltas citas
de memoria de San Agustín.
Se empapa Luis de la escuela francesa de espiritualidad, especialmente en su vertiente
representada por el Cardenal de Bérulle y Don Olier, con su polarización en la intimidad
con el Verbo Encarnado, a través de María Santísima. El siglo de Luis ha conocido una
querella vivísima sobre el alcance de la devoción a María. Una corriente hipercrítica
contrapone la devoción a María con el culto debido a Dios y al Verbo Encarnado,
Jesucristo... Luis, que ha leído en la biblioteca todos los libros que tratan sobre la Santísima
Virgen, conoce y ama la obra del P. Crasset: “La verdadera devoción hacia la Santísima
Virgen establecida y defendida”, y más aún la del P. Boudon: “Dios sólo o la esclavitud de
la admirable Madre de Dios”, a través de la cual Luis conoce la esclavitud mariana y
comienza a vivirla alentado por el P. Bauyn, su venerado director. También Bérulle hablaba
de un “voto a María”. Esta esclavitud “dominada por la idea de una pertenencia absoluta”
es “una «santa transacción», por la cual cedemos libertad, derechos y méritos del alma; un
modo de poner la entera vida interior al amparo de María, exaltando al máximo el carácter
personal de la relación con Ella”
[92]
. Luis es miembro, en el Pequeño Seminario, de una
“Sociedad para la esclavitud de la Santa Virgen”, y se convierte en apóstol de esta
devoción altísima entre sus compañeros. La polémica mariana estaba aún en el ambiente y
algunos de sus compañeros de la Sorbona echan sospechas. El P. Tronson, por entonces
superior general de S. Sulpicio, apoya a Luis “proponiendo sustituir la discutida fórmula de
26
«esclavos de María» por la de «esclavos de Jesús en María» –más en la línea de la auténtica
inspiración berulliana y sulpiciana–”
[93]
. La fecundidad de la fórmula de Tronson va
penetrando el espíritu de Luis, cuya vida se impregna de la meditación y contemplación de
María Santísima y de las lecturas que de Ella tratan.
Luis brinda un poderoso servicio a San Sulpicio, haciendo el catálogo de los libros de
su rica biblioteca. Y tiene también ocasión de dar cauce a su celo apostólico con los
revoltosos niños del barrio de la Grenouillère, que son encantados por la magia simple de
sus palabras. En el período superior de su Seminario, Luis recoge notas y escribe un
voluminoso cuaderno de apuntes para la predicación. Y su vena poética comienza a
cristalizarse con humilde sencillez en versos y cánticos catequéticos de espíritu misionero,
que seguirá escribiendo lo largo de su vida.
Hacia el fin de 1699, cuando con el año muere el siglo, Luis es elegido con un
compañero para hacer una peregrinación a Chartres, “la más fascinante de las catedrales
góticas”, para rendir un homenaje de devoción a Nuestra Señora en nombre de todo el
Seminario. Luis será pronto sacerdote: es una hora de acción de gracias, de esperanza y a la
vez de incertezas en lo por venir. Y ante la imagen de María Santísima venerada en la
cripta de Chartres, permanece en muda y absorta contemplación un día entero. Su
compañero se preguntaba “cómo Grignion podía entretenerse con Dios tan largamente, y
qué cosas tendría para decirle...”
[94]
.
Un sábado, en la penumbra de Nôtre Dâme de París, Luis pronuncia el voto de castidad,
ofreciéndose “como víctima sin mancha”
[95]
e inmolando su carne. Y el 5 de Junio del año
1700 es ordenado sacerdote. El misterio de su intimidad con Dios en esos sublimes
momentos nos está vedado. Sólo podemos saber que, en los años de S. Sulpicio, “se ha
abierto en él la oración de los santos”
[96]
, la oración mística. Y que Blain dirá, cuando el
sacerdote Luis Grignion celebre su primera Misa en la capilla de la Virgen de San Sulpicio:
“entonces vi un hombre como un ángel en el altar”
[97]
.
27
IV.
Señor, ¿Qué quieres
que yohaga?
Sacerdote... mas, ¿qué ha de hacer ahora Luis? El P. Leschassier le hace una oferta:
entrar en la congregación sulpiciana y quedarse en el Seminario, para la formación de los
sacerdotes. La admiración secreta disipa un momento la sombra de las dudas y la
incomprensión del venerable superior. Pero la talla interior del discípulo rompe aún los
esquemas, y, atónito, Leschassier escucha una negativa y una contrapropuesta de Luis: ser
enviado al Canadá, al país desconocido que despierta en él un sueño aventurero de misión.
Es que Luis es amigo de Juan Bautista de Saint-Vallier, ex capellán de la corte, nombrado,
luego de rechazar varias sedes episcopales, obispo misionero para el Canadá. Santo Obispo
que nos ha quedado descrito por el general sulpiciano Tronson: “el nuevo obispo tiene
celo, y mientras no vaya demasiado lejos, podrá hacer un gran bien... De parte suya hay
que temer sólo el exceso... Hace falta que todos aquellos de los que él pueda tomar
consejo busquen de moderarlo, porque tiene mucho fuego”... “Si no contribuyen todos a
moderar el celo de Mons. de Saint-Vallier, bien presto se consumirá en el trabajo”
[98]
. Luis
lo ha conocido en las idas y venidas de este obispo del Canadá a París. Ese “celo
excesivo” que espanta a los moderados, ha sido lo que ha llamado a Luis de Montfort a
trabar relación con él. El P. Leschassier responde a su vez que no, “por temor que,
dejándose transportar por el ímpetu del celo, se perdiera en las vastas florestas de aquel
país corriendo a buscar a los salvajes”
[99]
. Y nuestro neo-sacerdote, sumiso, se sujeta
humildemente.
Una ocasión se presenta: el viejo P. Lévêque, fundador de la comunidad sulpiciana de
Nantes, llamada S. Clemente, a la que el obispo local ha confiado el seminario, llega a París
para pedir ayuda, pues tiene numerosos problemas. Y allá, como primer lugar para ejercer
su ministerio, va el P. Luis María. Al poco tiempo escribe desilusionado una carta al
director de su alma, P. Leschassier. No ha encontrado nada de lo que esperaba, y dos
tendencias que se dividen, compartiendo, su alma, están profundamente insatisfechas: “el
amor secreto del retiro y de la vida escondida”, y el “ir, de manera pobre y simple, para dar
el catecismo a los pobres de la campaña, y excitar a los pecadores a la devoción hacia la
Santísima Virgen”
[100]
.
Por primera vez, despunta en él el proyecto de una fundación: “...no puedo impedirme,
28
vistas las necesidades de la Iglesia, de pedir continuamente, gimiendo, una pequeña y
pobre compañía de buenos sacerdotes que ejerciten esa tarea bajo el estandarte y la
protección de la Santísima Virgen”. Manifiesta Luis los graves problemas de la casa S.
Clemente de Nantes, lo que aumenta sus dudas e incertezas, y pide consejo. Una tercera
alternativa bulle en su alma: desempeñar su ministerio en un hospital, en beneficio de los
“pobres”, pensamiento “el más atrevido, y donde la elección montfortana por los pobres
se revela en su totalitaria simplicidad”
[101]
.
Todo el futuro de su vida está en germen en esa carta. La respuesta de Leschassier es
lacónica: esperar, no abandonar el puesto recién ocupado, y pedir en la oración que
Nuestro Señor muestre a Luis su voluntad. El P. Leschassier está demasiado ocupado, ya
que la muerte de Tronson lo ha puesto a la cabeza como Superior General de los
sulpicianos. Serán las circunstancias las que darán la respuesta al atribulado Padre de
Montfort.
Hemos de retroceder un tanto en el tiempo, cuando Luis era todavía seminarista; al año
1697, en que moría en París Mademoiselle de Montigny, la benefactora de Guyonne-
Jeanne, la hermana preferida de Luis. Empujado por la necesidad en que había quedado su
hermana, acudió al obispo de Québec de paso por París, el cual a su vez recomendó a los
Montfort al Padre Girard, futuro obispo de Poitiers y por entonces preceptor de los hijos
de la Marquesa de Montespán. Esta señora, otrora amante omnipotente del Rey Sol, había
dejado desde hacía tiempo su vida escandalosa, por la que ocupa un lugar en la historia, y
llevaba una vida de profunda penitencia, oración y entrega a las obras de caridad. La
Marquesa se interesó por los Grignion y habló con Luis: su hermana, la querida “Luisa”,
será recibida en París por las Hijas de San José de la Providencia. Y dos hermanas más, en
la abadía Fontevrault, donde era abadesa Madame de Rochechouart, hermana de la
Montespán. Sólo persevera en Fontevrault una de sus hermanas, pues la otra, enferma,
vuelve luego al seno familiar.
Y he aquí que estando Luis en Nantes, en la comunidad de S. Clemente, recibe una
invitación que, prácticamente, dadas las circunstancias, es como una orden. Su hermana
Silvia lo invita a Fontevrault, por expreso deseo de la Marquesa de Montespán, a su toma
de hábito. Luis se pone en camino y, no obstante llegar un día más tarde de la ceremonia,
tiene ocasión de entrevistarse con su hermana, y, lo que será decisivo, conversa largamente
con la Marquesa, a la que le confía su inclinación a trabajar en favor de los pobres.
Madame de Montespán, conquistada por la sinceridad y el fervor del joven sacerdote, le
ofrece un puesto de canónico, con una buena renta que puede conseguir. Pero Luis se lo
agradece, declarando “no querer cambiar jamás la Divina Providencia por beneficio o
canongía”
[102]
. La Montespán lo insta entonces a dirigirse a Monseñor Girard, ex
preceptor de sus hijos y entonces obispo de Poitiers, y expresarle su íntimo deseo. Y Luis
sediento de algún signo de la voluntad de Dios, “obedece ciegamente”, como cuenta al P.
Leschassier, relatándole todo el episodio en una carta, juntamente con la continuación del
29
mismo, esto es, su viaje a Poitiers y el resultado: mientras esperaba al obispo, a la sazón de
viaje, Luis se dirige al hospital de Poitiers “para servir a los pobres corporalmente, si no
podía hacerlo espiritualmente”. Los pobres del hospital, que ven al joven y extraño
sacerdote, miserablemente vestido, rezando por cuatro horas en la capilla, organizan entre
ellos mismos una colecta para darle limosna.
Cuando Luis sale del oratorio, nos cuenta cómo fue sorprendido, “enterándome que
querían darme limosna y que habían dicho al portero que no me dejara salir. Bendije a
Dios mil veces el pasar por pobre y llevar tal librea, y agradecí a mis queridos hermanos y
hermanas por su buena voluntad. Desde entonces me han tomado tal afecto que dicen
todos públicamente que yo seré su sacerdote, esto es, su director, porque no hay ninguno
fijo en el hospital desde hace mucho tiempo, tan pobre y abandonado está”
[103]
. En su
primera entrevista, Luis es despedido un tanto secamente por el obispo, que mira con
desconfianza a este sacerdote con aspecto de trotamundos. Pero los pobres del hospital se
movilizan, y en una segunda entrevista, Monseñor Girard le dice que escriba a su director
pidiendo consejo. Luis lo hace, manifestando en esa carta su total abandono a la
Providencia y a sus disposiciones. El P. Leschassier contesta al obispo, delineando en una
página la opinión que ya le conocemos sobre nuestro santo: una descripción de sus
virtudes, y el dejo de inquietud y de duda que nunca perderá.
Mientras tanto Luis, de regreso en Nantes, tiene ocasión de predicar una misión, la
primera de su sacerdocio, en Grandchamps, una parroquia abandonada. El fuego
apostólico que lo quema tiene ocasión de manifestarse, y la misión da abundantes frutos
espirituales. Junto con la experiencia en el hospital de Poitiers, la acción misionera
acrecienta el impulso que lo lleva a suplicar el alejamiento de la casa regida por el anciano
P. Lévêque, en donde sólo la obediencia lo retiene
[104]
.
Finalmente, el obispo Girard escribe a Luis: sus pobres lo siguen pidiendo y, vista la
carta que ha recibido del P. Leschassier, cree conveniente que Luis pida permiso a su
obispo para ir a ocuparse del hospital de Poitiers. Leschassier, consultado por Luis, se
abstiene de dar una opinión: “No soy bastante iluminado para las personas cuya conducta
no es ordinaria....”
[105]
. Luis, sumiso hasta el extremo, vuelve a escribir hasta que su
director le da vía libre, no obstante su reticencia.
Cuál sea el rostro del alma de Luis, en este momento de su vida, nos lo pinta una carta
sin par que envía a su hermana Luisa. Esta acaba de quedar desamparada de la protección
del monasterio que la había recibido en París:
Aunque corporalmente alejado de ti, no lo estoy de corazón, porque el tuyo no está lejos de Jesucristo y
de su Santísima Madre, y eres hija de la divina Providencia, de la que yo también soy hijo, aunque indigno.
Debieras llamarte más bien novicia de la Providencia, puesto que sólo ahora empiezas a practicar la confianza
y el abandono perfecto que te pide. No serás recibida como profesa e hija de la Providencia sino cuando tu
abandono sea total y perfecto y tu sacrificio completo.
Dios te quiere, querida hermana; Dios te quiere separada de cuanto no sea Él y tal vez abandonada
efectivamente de todas las criaturas; pero consuélate, alégrate, sierva y esposa de Jesucristo, de parecerte a tu
30
Maestro y Esposo. Jesús es pobre; Jesús es abandonado; Jesús es despreciado, arrojado como las barreduras
del mundo. ¡Feliz, mil veces feliz Luisa Grignion si es pobre de espíritu, si se ve abandonada, despreciada y
arrojada como la barredura de la casa de San José! Entonces será verdaderamente sierva y esposa de
Jesucristo; entonces sí que será profesa de la divina Providencia, ya que no del Instituto.
Dios quiere de ti, mi querida hermana, que vivas al día como el pájaro en la rama, sin preocuparte del
mañana; duerme tranquila sobre el seno de la divina Providencia y de la Santísima Virgen, no preocupándote
sino de amar y de agradar a Dios, puesto que es ésta una verdad infalible, un axioma eterno y divino, tan
cierto como hay un Dios sólo; pluguiese a Dios que pudiese escribírtelo en la mente y en el corazón con
caracteres indelebles: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por
añadidura».
Si cumples la primera parte de este precepto divino, Dios, infinitamente fiel, cumplirá la segunda; quiero
decir que si sirves fielmente a Dios y a su Santísima Madre, no carecerás de nada ni en este mundo ni en el
otro, ni siquiera de un hermano sacerdote, que será siempre tuyo en sus sacrificios para que seas toda de
Jesús en los tuyos
[106]
.
31
V.
Entre lospobres
de Poitiers
En noviembre de 1701, el joven Padre Grignion recorre las calles de Poitiers. El
Obispo Girard lo ha recibido, y, antes de enviarlo al hospital, lo ha alojado en el Pequeño
Seminario. Luis aprovecha ese espacio de tiempo para conocer la ciudad en la que ha de
volcar el ímpetu de la caridad sacerdotal que lo consume. Por las calles, va juntando a los
pobres, los asiste, les enseña el catecismo. “Entre los pequeños y marginados, a los que él
trata «como príncipes», la reputación del nuevo sacerdote crece rápidamente: este Luis que
simpatiza, que seduce, humanísimo, paterno y juvenil juntamente, es una sorpresa para
nosotros; comenzamos a conocer a aquél al que las poblaciones llamarán, individuando la
cualidad más profunda de una personalidad compleja, el «buen padre de Montfort»”
[107]
.
Los pobres del hospital reclaman su capellán, y así al poco tiempo entra Luis a esa casa
de la miseria humana, a la que llamará “la pobre Babilonia”. En efecto, con alrededor de
400 mendigos enfermos y facinerosos, el hospital es “una casa de desorden donde no reina
la paz”. Es regido por “un Bureau lleno de buena voluntad, presidido por el obispo, Mons.
Girard, bueno y caritativo, intendentes honestos, celosos, y también bastante competentes
en su sector, que se empeñan inútilmente por sanar el balance y por establecer el orden, el
bienestar y la paz”. En un orden inferior, “una Superiora (no religiosa) que esquiva en más
o en menos las órdenes y las decisiones del Bureau; gobernantas que obedecen lo menos
posible y no logran hacerse obedecer; subalternas insolentes; y una población de pobres
descontentos, mal nutridos, poco vigilados, disgustados del trabajo”. Incluso “dados a
veces a la embriaguez, a las riñas y al libertinaje”
[108]
. Tal panorama no desalienta a Luis.
Muy al contrario, estimula su celo, no movido por motivos humanos, sino por verdadera
caridad. Su acción apostólica tiene, ya desde estos comienzos de su sacerdocio, un vuelo y
una audacia místicas. Rechaza toda remuneración fija por parte del obispo: “no quería
separarme de mi madre, la divina Providencia”.
Mientras Luis va desplegando las velas del alma para seguir ese impulso de misericordia
que viene del Espíritu Santo y lo hace vibrar, se va ahondando la grieta de incomprensión
con su director, el P. Leschassier, cuya insistencia para que se mantenga dentro de la “vía
ordinaria” es siempre, aún cuando suave y obedientemente, forzada por Luis María.
Finalmente, una carta pidiendo a Luis que se elija otro director en Poitiers, pone fin a esa
32
dirección espiritual. Entre otras razones, dice el P. Leschassier, “no queriendo, por otra
parte, y no osando poner límites a la gracia que quizás lo empuja a este género de
prácticas”
[109]
. “Pero la crisis de la relación con San Sulpicio, se ha revelado
preponderantemente por el comportamiento de Luis en el hospital de Poitiers; es la crisis,
en su corazón, de un proyecto sacerdotal y ascético siempre menos apto a canalizar
enteramente las energías y los ideales del joven Grignion”
[110]
.
Luis experimenta el paulino “hacerse todo a todos”, y no sólo se desvive en gestos de
caridad extrema hacia sus pobres y sufrientes del hospital, sino que ha querido vivir como
uno de ellos y comer con ellos, rechazando la invitación de las jóvenes de sociedad que
hacen de “gobernantas”. Va por la ciudad pidiendo limosna para sus hijos del hospital. Y
sobre todo, Luis tiene la voluntad firme de reformar la moral y el funcionamiento del
hospital: “Entré en este pobre hospital –nos dice él– o, más bien, en esta pobre Babilonia,
con la firme resolución de llevar con Jesucristo, mi Maestro, las cruces que preveía me
habrían de sobrevenir si la obra era de Dios. Lo que muchas personas eclesiásticas y
experimentadas de la ciudad me dijeron para apartarme de que me metiera en esta casa de
desorden, no hizo sino aumentar mi decisión para acometer esta obra contra mi propia
inclinación, que ha sido siempre y es, a las misiones”
[111]
. Así como su corazón
apostólico, tampoco su actividad se limita al encierro del hospital: enseña el catecismo a
los pobres, predica y escucha confesiones por las iglesias de la ciudad, e incluso reúne a
un grupo de jóvenes estudiantes.
Pero la conducta “extraña” de Luis, sus ansias de reforma, se estrellan contra la intriga y
la incomprensión. Así, nos cuenta: “por medio de un cierto señor y de la señorita
superiora del hospital, me vi obligado, por mandato del vicario general, a dejar el cuidado
de aquellas mesas, a pesar de que con ello contribuía al buen orden de la casa. Irritado
contra mí dicho señor, ignoro con qué sombra de razón, me despreciaba, contrariaba y
ultrajaba de la mañana a la noche en casa, y denigraba mi conducta en la ciudad ante los
administradores, indisponiendo con tan extraño proceder a todos los pobres, quienes no
obstante, me amaban todos, excepto alguno que otro libertino o libertina unidos a él en
contra mía”
[112]
.
En medio de la tempestad, Luis se retira a la casa de los jesuitas, por ocho días,
dedicándose a la oración y a discernir la voluntad de Dios: “me sentí lleno de confianza,
sin la menor sombra de duda de que Dios y su Santísima Madre tomarían en sus manos mi
defensa. No fue defraudada mi esperanza. Al salir del retiro encontré a dicho señor
enfermo, y a los pocos días murió. La superiora, joven y llena de vida, le siguió seis días
después. Más de ochenta pobres enfermaron y murieron varios de ellos. La ciudad entera
creía que se había declarado la peste en el Hospital y públicamente se decía que la
maldición había caído sobre la casa. Con todo y haber tenido que asistir a todos estos
enfermos y muertos, yo no caí enfermo. Después de la muerte de aquellos superiores he
33
tenido que padecer persecuciones mayores aún. Cierto pobre instruido y orgulloso púsose
en el Hospital al frente de algunos libertinos para hacerme la guerra, perorando su propia
causa ante los administradores y censurando mi conducta, porque yo les echo en cara sin
rodeos, aunque con dulzura, las verdades que se merecen por sus borracheras, sus
querellas y sus escándalos. Casi ninguno de los administradores (aunque nada tomo de la
casa, ni siquiera un pedazo de pan, pues me alimentan por caridad los de fuera) se
preocupan de castigar tales vicios y de corregir semejantes desórdenes internos; la mayoría
de ellos sólo piensan en la prosperidad temporal y exterior del Hospital”
[113]
.
Las intrigas de otra de las jóvenes que trabajan en el Hospital, y la muerte del obispo
Girard, protector de Luis, remplazado por Monseñor La Poype, hacen más amarga su
situación.
Entre tantas contrariedades, la gracia de Dios que pasa a través del joven sacerdote toca
a algunas almas. Un día Isabel Trichet, hija del procurador de la ciudad vuelve de Misa y
comenta a su hermana María Luisa: “¡Si supieras qué bella predicación acabo de escuchar!
Jamás en mi vida he sentido algo tan conmovedor. El predicador es un santo”
[114]
. María
Luisa ya lo conoce de oídas, pues otro de los hermanos, Alejo, que concurría a las
reuniones semanales de jóvenes que tenía el P. Grignion, le había hablado del sacerdote
que despertó en él el ideal sacerdotal. Alejo, que morirá más tarde, ya sacerdote, de peste,
morirá “como todo sacerdote debe desear morir: ejercitando su ministerio en un
Hospital”
[115]
. Lo cierto es que María Luisa, que compartía con sus dos hermanos
predilectos el gusto por las cosas espirituales, toma la decisión de pedir al P. de Montfort
que la dirija espiritualmente. Cuando se arrodilla en el confesonario, se sorprende al
escuchar la pregunta: “¿Quién te ha mandado aquí, hija mía?”. “Mi hermana”, responde.
“No, hija, no ha sido tu hermana; ha sido la Virgen Santísima”
[116]
. Desde ese momento,
la vida de María Luisa Trichet no será la misma. Concurre asiduamente al hospital y se
dedica con caridad siempre creciente a la asistencia de los pobres. Su madre, un tanto
frívola, le dice un día: “Te volverás loca como ese sacerdote”. Bajo la guía de Luis María,
ella ha comenzado a gustar la locura de la cruz, escándalo y necedad para los que no
comprenden las extremidades del amor de Dios.
Poco tiempo después, María Luisa Trichet decide emprender el camino de la vida
religiosa, pero el P. Grignion la somete a una interminable espera, haciéndole explorar al
mismo tiempo las profundidades de la negación y la renuncia, recorriendo con su director
el mismo camino de incertidumbre humana y abandono en la Providencia. Un día, se
atreve la joven a hacerle un reproche: “Tenéis tanto celo en ubicar a las jóvenes en
comunidad y a hablar de su vocación al señor obispo... Conozco una infinidad que se han
hecho religiosas gracias a vos; yo soy la única de la cual no os ocupáis”. Y él sólo
responde: “Serás religiosa, hija mía, consuélate, serás religiosa”. Es que en la intimidad con
Dios, un proyecto de fundación está madurando en el alma de Luis.
34
Un hecho inesperado pone un paréntesis a la labor de Poitiers: debe ir a París en auxilio
de su hermana Guyonne, la querida “Luisa”, nuevamente desamparada. Luis golpea
innumerables puertas de la capital francesa, y en todas recibe la misma respuesta negativa.
Consumido por el hambre y las privaciones va a dar al monasterio de las Benedictinas del
Santo Sacramento, comunidad ejemplar. Estas monjas tenían la costumbre de ofrecer cada
día una porción de comida a un mendigo, y se la ofrecen a Luis hasta que pueda terminar
con el asunto que lo ocupa. Este acepta, a condición de compartir esa porción con un
pobre, que lo acompaña todos los días. En sus conversaciones con las benedictinas, surge
el tema de Guyonne-Jeanne. La Providencia, que ha probado a ambos hermanos hasta el
extremo, no los abandona. Tras varios avatares, ella es admitida en las benedictinas con una
mínima dote que una buena mujer se compromete a donar, y ha de partir con otras dos
religiosas a una nueva fundación. Luis las acompaña, y ya de vuelta en Poitiers, escribe a su
querida “Luisa” una carta en la que se expresa el valor de la prueba por la que ambos han
pasado: “Permíteme que mi corazón, unido al tuyo, rebose de gozo; que mis ojos viertan
lágrimas de devoción; que mi mano estampe en esta carta la alegría que me transporta. Yo
no he perdido mi último viaje a Paris, ni tú has perdido cosa alguna en tu abandono y en
tus cruces pasadas; el Señor ha tenido piedad de ti. Esta pobre hija ha gritado y el Señor la
ha escuchado; inmolándola verdaderamente, interiormente, eternamente. Que jamás se te
pase un día sin sacrificio y sin víctima; que el altar te vea más a menudo que la mesa y el
lecho. Ánimo, mi querido complemento; pide insistentemente perdón a Dios, a Jesús, sumo
sacerdote, por los pecados que he cometido contra su divina majestad, profanando el
Santísimo Sacramento. Saludo a tu ángel custodio, el único que ha hecho el viaje contigo.
Soy tantas veces tuyo cuantas letras tiene esta carta, con tal que tú seas otras tantas veces
sacrificada y crucificada con Jesucristo, tu único amor, y con María, nuestra buena
Madre”
[117]
. El afecto que nace por el vínculo de la sangre ha desaparecido ante el que
une a ambos hermanos a la Cruz.
Vuelto a Poitiers, Luis no ceja su empeño de reforma en el hospital y ve la ocasión de
cristalizar el proyecto de fundación que se ha ido conformando en su interior. Propone a
las jóvenes gobernantas constituirse en congregación religiosa. Ante el frontal rechazo de
éstas, Luis tiene una iniciativa que parece calcada de la evangélica parábola de los
convidados a las bodas
[118]
. Como el siervo fiel del Padre de familia, ante el rechazo de
los primeros invitados, va luego y reúne a los débiles, cojos, ciegos, para hacerlos entrar en
la sala del banquete; así Luis propone su proyecto a una veintena de jóvenes mujeres
pobres y enfermas del hospital
[119]
. Y, en una pequeña estancia del hospital, a la que llama
“Sabiduría”, dominada por una gran cruz para “recordar incesantemente a las jóvenes el
misterio adorable que parece sólo locura a los ojos del mundo”, nace el germen de la
congregación que sueña.
Bajo una regla precisa de oración, meditación, lectura, trabajo, comida, recreación y
servicio a los menesterosos del Hospital, con una cieguita como superiora, esta realización
35
expresa cómo “el gran tema de la Sabiduría se impone así en la vida del Padre de
Montfort; se impone como valor de choque y de contradicción, en el binomio
neotestamentario sabiduría - locura, que es la clave de bóveda para el misterio del acceso
al Reino de Dios. Recogiendo a la sombra de la Sabiduría, las hijas más íntimas asociadas al
misterio de la humillación y de la pobreza de Cristo, ellas dicen, bien elocuentemente, que
la relación con la Sabiduría pasa a través de la cruz. Aquel leño erguido al centro de la
habitación con su desnudo cruce de líneas, manifiesta la arquitectura esencial de la
sabiduría montfortiana. Ella es un juicio sobre el mundo que se irradia desde la gloria de la
cruz, donde un Dios se ha hecho débil en la locura del amor”
[120]
.
María Luisa Trichet se agrega al grupo, yendo a habitar en el hospital. Como las
gobernantas no la admiten, pide ser recibida allí como pobre. El 2 de Febrero de 1703, el
P. Grignion impone a María Luisa, que ha agregado a su nombre el posesivo “de Jesús”, un
hábito tosco, su vestido nupcial de esposa de la Sabiduría encarnada, Jesucristo. La segunda
en vestir aquel hábito es otra hija de la alta sociedad de Poitiers, vivaracha y bromista,
Catalina Brunet, a la que el P. de Montfort la nombra lazarillo de la superiora ciega.
Pero una nueva tormenta se produce para Luis: la administración del hospital disuelve la
comunidad de la Sabiduría. Y a raíz de una reacción dura que Luis tuvo con un joven
indecente, el obispo La Poype le prohíbe la celebración de la Misa. El fruto espiritual ha
sido hasta entonces grande, pero en la apariencia todo parece fracasar.
36
37
VI.
En París, invitadoal banquete de la Sabiduría
Luis se dirige nuevamente a París, llevando en el alma la amargura de esta prueba que
ha echado por tierra su sueño. Hemos visto ya cómo en otra situación crítica, cuando Luis
se aprestaba a dejar Nantes para ir a Poitiers, había mencionado al P. Leschassier, en una
carta, su oración ante Dios por “una pequeña y pobre compañía de sacerdotes” para las
misiones y la asistencia a los pobres. En el prolongado escrutar la voluntad de Dios en la
oración, el proyecto permanece, y es sin duda uno de los móviles de este viaje a París.
Porque en París están sus dos amigos de la adolescencia, ahora ya sacerdotes: Juan Bautista
Blain, y el joven Claudio Poullart.
Llegando a París, con aspecto más de mendigo que de sacerdote, Luis sabe dónde ir a
morar: al hospital de la Salpetrière, inmenso albergue de todas las miserias humanas,
construido por Luis XIV. Más de veinte sacerdotes, capellanes y voluntarios que asisten al
hospital, ven con desconfianza la desgarbada figura del recién llegado que sin embargo se
gana, por su sencillez y ternura, el amor de los enfermos y pobres. En su caritativa
asistencia a las cinco mil almas necesitadas que alberga aquel hospital, Luis sólo busca
“hacerlos vivir para Dios y morir a mí mismo”
[121]
.
Luis hace una visita a Claudio Poullart, quien, sacerdote a los veintitrés años, se ha
consagrado al servicio de las vocaciones pobres y acaba de fundar en París el Seminario
del Espíritu Santo. Este entrañable amigo de Luis se consumiría velando por sus pobres
seminaristas, muriendo pocos años después
[122]
. Sentados frente a frente, ambos amigos
hablan de sus proyectos y Claudio Poullart promete a Luis misioneros de entre los que
salgan de su casa de formación. Es una esperanza, lo único que la Providencia ofrece a
Luis, mientras en un misterioso designio de purificación va a someterlo, en esta estadía en
París, a la prueba más radical del abandono.
Un día que Luis se apresta a comer su ración en el Hospital, encuentra bajo su plato un
papel con la orden de retirarse de aquella casa de dolores. Luis, dejando todo a los pobres,
se va sin la menor protesta. No tiene a dónde ir y encuentra refugio en una vieja casa, bajo
el hueco de la escalera, en la calle llamada “del Pot-de-Fer”, junto al noviciado de los
jesuitas. Su amigo Blain va a verlo y nos cuenta que “estaba allí tan escondido y
desconocido, que me costó mucho encontrarlo en aquél lugar tan semejante al establo de
Belén. Efectivamente, era sólo un pequeño hueco bajo la escalera que el sol apenas
38
iluminaba. No vi como mobiliario, más que un vaso de terracota y creo que un miserable
lecho que sólo era apto, como el lugar, para andrajosos y desgraciados”
[123]
. La
conversación con Luis fascina a Blain, como en otros años, pero el propio cuño sulpiciano
y las dudas de los superiores de San Sulpicio sobre Luis, lo frenan en su impulso de seguir
a su amigo en esa aventura del espíritu, la fundación que se propone.
Mientras Luis gusta el cáliz de la soledad y el abandono, corren como reguero por París,
por ese París que en el naciente siglo XVII se orienta hacia el enciclopedismo racionalista,
las más ridiculizantes murmuraciones sobre el sacerdote que, por sus maneras y sus gestos
“excesivos”, contradice al mundo y al “instalarse” en él de tantos hombres, incluso
clérigos. Luis siente seguramente el aguijón de las miradas, ya despreciativas, ya burlonas,
que surgen a su paso.
Un día, el P. Leschassier “está en la casa de campaña –Issy– con sus seminaristas,
primogénitos tranquilos y custodiados con inteligente amor, cuando la gran figura del hijo
pródigo aparece en medio del grupo. Y el aspecto de este hombre que humilla hasta en
sus harapos la dignidad sacerdotal, es tal que contraría vivamente al P. Leschassier. El cual
recibe a Luis «con un rostro helado, y lo despide vergonzosamente, con aire seco y
desdeñoso, sin querer hablarle ni escucharle». Juan Bautista Blain, asiste «aniquilado» a la
humillación de su amigo: éste la soporta con impasible dulzura, y se retira, acompañado un
trecho del camino por el piadoso Blain”
[124]
. Este mismo nos cuenta el juicio que por
entonces tenía el P. Leschassier sobre su antiguo dirigido, y que llegó a enfriarlo a él en el
deseo de seguirlo: “es muy humilde, muy pobre, muy mortificado, muy recogido, y a pesar
de todo, me cuesta creer que sea movido de buen espíritu”
[125]
.
A veces Luis sale de su cuartucho para predicar en algunas iglesias. Entonces su
palabra, que resuena con potencia, encantadora para ensalzar a la Santísima Virgen,
cautivadora para atraer a la Misericordia Divina de Jesucristo, se hace terrible contra los
errores de los jansenistas
[126]
, lo que le granjea no pocos enemigos.
Combatido de sus enemigos y olvidado por sus amigos, la Cruz es sin embargo fuente
de gozo en el alma de Luis, que ha hecho de su refugio morada de ermitaño, consumiendo
el tiempo en una prolongada y quieta unión con Dios en la oración y la contemplación. Se
trasluce el estado de su alma en la carta que el 24 de Octubre de 1703 escribe a María
Luisa Trichet:
El cielo y la tierra pasarán antes que Dios falte a su palabra, consintiendo que una persona que espera en
él con perseverancia se vea frustrada en su esperanza.
Experimento que continúas pidiendo a Dios la divina Sabiduría para este miserable pecador, por medio
de cruces, humillaciones y pobreza. Coraje, querida hija, coraje. Te soy infinitamente deudor, siento el efecto
de tus oraciones, porque soy más que nunca pobre, crucificado, humillado. Los hombres y los diablos me
hacen una guerra bien amable y dulce en esta gran ciudad de París. Que sea calumniado, que sea ridiculizado,
que se destroce mi reputación, que sea arrojado en la prisión. ¡Cómo son preciosos estos dones, qué delicados
manjares, qué encantadoras grandezas! Son el séquito y el equipaje indispensables que la divina Sabiduría trae
39
consigo a la casa en donde quiere habitar. ¡Cuándo me será dado poseer esta amable y desconocida Sabiduría!
¡Cuándo vendrá a morar en mí! ¡Cuándo me veré lo suficientemente provisto para servirle de refugio en una
población donde se halla sin techo y despreciada! ¡Ah!, ¿quién me dará a comer este pan del entendimiento,
con el cual ella nutre a las grandes almas? ¿Quién me dará a beber el cáliz con el cual apaga la sed de sus
servidores? ¡Ah, cuándo me hallaré yo crucificado y perdido para el mundo!
[127]
40
41
VII.
«El amorde
la Sabiduría Eterna»
En la crucifixión, Luis busca la Sabiduría. Y, en el silencio eremítico del hueco bajo la
escalera de la calle del Pot-de-Fer, escribe: “¡Oh Sabiduría, recibe los trazos de mi pluma
como los otros tantos pasos que hago para encontrarte!”
[128]
. Así nace su primera obra
espiritual, El amor de la Sabiduría eterna, que, si trasluce en sí el influjo de los Padres y de las
escuelas jesuítica y francesa, no deja de presentarse con la fresca originalidad de una
síntesis que ha cuajado muy personalmente en el alma de Luis María Grignion. Sobre el
trasfondo de los libros sapienciales de la Escritura, es el pasaje paulino de la primera Carta
a los Corintios la clave de bóveda que lo inspira: “...nosotros predicamos a Cristo
crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para aquellos que
son llamados, judíos o griegos, predicamos a Cristo, potencia de Dios y Sabiduría de
Dios...” (1Co 1,23s.).
En páginas admirables, que lamentamos no poder citar enteras, ha penetrado B.
Papásogli en la profundidad de sentido de esta obra:
La estructura del opúsculo refleja el entrecortarse de un doble ritmo: el primero es el de una meditación
cristológica: «El contempla, –escribe Poupon– la Sabiduría divina, personificada en el Hijo del Padre;
contempla esta misma Sabiduría que se expresa en el plano temporal, mediante la creación del universo; la
contempla encarnada y anonadada en su vida mortal, gloriosa y triunfante en los cielos. Bajo la irradiación del
luminoso tríptico, descubre los medios para comulgar con la Sabiduría, especialmente la mediación de María,
o más bien la unión constante a aquella providencial y necesaria mediación». Este ritmo se entrecruza, en la
obra de Montfort, con una sucesión de pasajes que focalizan las mismas realidades en la clave de un itinerario
espiritual, que culmina en la unión con el crucificado. La Sabiduría es, dice Luis, «una ciencia sabrosa, sápida
scientia, o bien el gusto de Dios y de su verdad», ciencia de las cosas de la naturaleza y de aquellas de la gracia
«que no sea ordinaria, árida y superficial, sino extraordinaria, santa y profunda». Ella es «un ojo del corazón»
abierto sobre la lógica de Dios: es, en realidad, el conocimiento de Cristo, la participación de la luz de El,
Sabiduría sustancial e increada. No se obtiene de otro modo que en una comunión de vida con Él. Ya que «la
Sabiduría es Dios mismo: he aquí la gloria de su origen». Ella tiene un nombre propio, el nombre del Hombre-
Dios: Jesús. El objeto real de esta obra dedicada a la Sabiduría, es el problema –fundamental en la experiencia
de fe– del conocimiento vital de Cristo, y del camino de unión con Él. El asunto inicialmente doctrinario
concluye en cadencias ardientes propias del discurso místico: la Sabiduría es cantada, también aquí, con las
palabras que encubren el misterio nupcial; ella es la Esposa cuyas bodas se celebran en la cruz.
[129]
Haciendo contraste con la Sabiduría de Dios, Luis de Montfort pinta el retrato del sabio
según el mundo:
42
Esta sabiduría mundana está completamente de acuerdo con las máximas y modas del mundo; es una
propensión hacia la grandeza y estimación; es una busca continua y secreta de la propia satisfacción e interés,
pero no de un modo grosero y provocador, cometiendo algún pecado escandaloso, sino de una manera
solapada, astuta y política, pues de otro modo no sería sabiduría según el mundo, sino más bien libertinaje.
El mundo llama sabio al que sabe desenvolverse en sus negocios y sacar ventaja temporal de todo sin
aparentar pretenderlo; al que conoce el arte de fingir y engañar con astucia, sin que los demás se den cuenta;
al que dice o hace una cosa y piensa otra; al que nada ignora de los gustos y cumplimientos del mundo; al que
sabe adaptarse a todos para conseguir sus propósitos, sin preocuparse poco ni mucho de la honra y gloria de
Dios; al que trata de armonizar la verdad con la mentira, el Evangelio con el mundo, la virtud con el pecado y
a Jesucristo con Belial; al que desea pasar por hombre honrado, pero no por hombre piadoso; al que
desprecia, interpreta torcidamente o condena con facilidad las prácticas piadosas que no se acomodan a las
suyas. En fin: sabio, según el mundo, es aquél que, guiándose sólo por las luces de la razón y de los sentidos,
trata únicamente de salvar las apariencias de cristiano y de hombre de bien, sin preocuparse lo más mínimo
de dar gusto a Dios y de expiar por la penitencia los pecados que ha cometido contra su Divina Majestad.
La conducta de este sabio se apoya en el punto de honra, en el «qué dirán», en el vestir elegante, en la
buena mesa, en el interés, en las comodidades y en las diversiones. Sobre estos siete móviles, que él considera
inocentes, se apoya para llevar una vida tranquila.
Posee virtudes especiales por las cuales le canonizan los mundanos; tales son el
valor, la finura, la buena crianza, la habilidad, la galantería, la urbanidad y la jovialidad.
Mira como pecados considerables la insensibilidad, la necedad, la rusticidad, la
santurronería.
El sabio según el mundo sigue con cuanta fidelidad puede los mandamientos que
el mundo ha compuesto:
1. Conoce bien el mundo.
2. Vive como hombre honrado.
3. Procura ganar dinero.
4. Conserva lo que ya tienes.
5. Aspira a grandes cosas.
6. Procúrate amigos.
7. Frecuenta la alta sociedad.
8. Procura comer bien.
9. Esquiva la melancolía.
10. Evita la singularidad, la rusticidad, la grosería y la beatería.
[130]
Esta página es clave para entender a San Luis María Grignion de Montfort, ya que, si en
el decir de Belloc, Dios ha dado cada época el santo más capaz de contradecirla, a San
Luis María se lo entiende
...no en el contraste con la figura del libertino ateo, o del gran pecador... (...) sino en el contraste con el
«honnête homme», que no arriesga, que no osa, que no ama... (...) no el pecado en su profundidad de
negación; más bien el rostro «burgués» y lo mediocre: no el rechazo, sino aquel modo más sutil de rechazar
que es el compromiso; no el ateísmo, sino Dios redimensionado, forzado dentro del cuadro macizo de los
43
egoísmos humanos. A este hombre Luis opone Aquél que Pilatos señaló «sin gracia ni belleza», en la desnudez
de su donación total. Tal es el sentido de cargar con su cruz, del gritarle en la cara al propio siglo las
bienaventuranzas, del aceptar en la propia vida las consecuencias de la lógica de aquel Dios. No gritaría tan
alto, si no sintiese la urgencia tan profunda... (...) En esta luz deberemos leer, en lo que sigue, todos los sucesos
del misionero: medir sus calvarios gigantes, entender sus rabiosos gestos de amor; gestos del que toma sobre
sí, con un lenguaje que tiene el dramatismo de la simbología profética, el riesgo y la pasión espiritual que una
civilización cada vez más laica ha rechazado.
[131]
Al oeste de París surge el Mont-Valérien, colina siempre cubierta de nieve en invierno,
desde donde se domina la ciudad. Allí habíase establecido, desde comienzos del siglo
XVII, una comunidad de eremitas, cuyos blancos y toscos sayales de penitentes
confundíanse con el gélido paisaje. En la época en que Luis está en París, el arzobispo
Noailles
[132]
se encuentra preocupado porque la relajación y la crisis han hecho mella en
la ejemplar comunidad. Hace falta enviarles un reformador, un hombre providencial. Y el
arzobispo, vaya a saberse por qué caminos de Dios, elige al sacerdote despreciado que
habita en el cuartucho de la calle del Pot-de-Fer y lo envía al éremo. Una curiosa «misión»
al corazón de la vida contemplativa. Y Luis, más por su ejemplo que por sus palabras,
hecho uno más de aquellos monjes, obra el milagro: el fervor, la paz y la concordia
vuelven a reinar en ese silencio penitente lleno de Dios.
44
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Todo Tuyo: Esclavo de María - Arturo Ruiz Freites

  • 1.
  • 2. Contenidos I. Un hijo de Bretaña II. Y dejándolo todo le siguió... III. La vida y las pruebas en San Sulpicio IV. Señor, ¿Qué quieres que yo haga? V. Entre los pobres de Poitiers VI. En París, invitado al banquete de la Sabiduría VII. «El amor de la Sabiduría Eterna» VIII. De nuevo en Poitiers: Cruces en las plazas y en el corazón IX. Roma: de la Iglesia a la Iglesia X. En el Éremo de San Lázaro XI. Misiones en Nantes XII. El Calvario de Pont-Château XIII. Plantando cruces en Vendée XIV. La esclavitud de Jesús por María, el “Tratado de la verdadera devoción” XV. A la medida del corazón de Cristo XVI. Operarios para la mies XVII. Por el mundo “como un niño perdido” XVIII. Edificando “sobre la roca sólida” XIX. “Vámonos al paraíso” Apéndice 1: Clemente XI y la historia del tiempo de San Luis María Grignion de Montfort Apéndice 2: El jansenismo y el contexto histórico-eclesiástico de San Luis María Grignion de Montfort Apéndice 3: A modo de epílogo, la Compañía de María Apéndice 4: Oración Abrasada de San Luis María Grignion de Montfort para pedir misioneros Apéndice 5: Consagración de sí mismo a Jesucristo, la Sabiduría Encarnada, por manos de María Apéndice 6: El cuarto voto en el Instituto del Verbo Encarnado 2
  • 3. ARTURO RUIZ FREITES TODOTUYO ESCLAVODEMARÍA San Luis María Grignon de Montfort su vida, su obra y su espíritu New York–2009 3
  • 4. Imprimi Potest +Mons. Andrea Maria Erba Obispo Emérito de Velletri-Segni Roma, 8 de mayo de 2008 Cover Design IVE Press Cover Art Museo Diocesano, Cortona Text IVE Press Institute of the Incarnate Word, Inc. All rights reserved. Manufactured in the United States of America IVE Press 113 East 117th Street New York, NY 10035 Ph. (212) 534 5257 Fax (212) 534 5258 E-mail: ivepress@ive.org http://www.ivepress.org Library of Congress Control Number: 2009939098 Printed in the United States of America ¥ 4
  • 5. A mis hermanos en el Instituto del Verbo Encarnado, y a las Servidoras del Señor y la Virgen de Matará. Que sean los Esclavos de María que San Luis María previó, y por los que oró y escribió. 5
  • 6. Querido Lector, El libro que tienes entre manos ha nacido de la devoción a San Luis María Grignion de Montfort por parte de los miembros del Instituto del Verbo Encarnado (IVE). Devoción especial tenemos a San Luis María – por haber legado a la Iglesia, fiel a la inspiración de Dios, el espíritu de esclavos de María Santísima, según su Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, a imitación del Verbo Encarnado hecho hombre y viviente en el seno santísimo de su Madre, – y por su espíritu de santidad fuertemente contradictor del mundo, amante con locura de la sabiduría de la Cruz y audazmente arrojado a la “aventura misionera” de la salvación de las almas. Dicen las Constituciones del Instituto del Verbo Encarnado: Nuestra espiritualidad quiere estar anclada en el misterio sacrosanto de la Encarnación, el misterio del Verbo hecho carne en el seno de la Santísima Virgen María. [1] Por eso queremos “marianizar” nuestra vida religiosa profesada con los votos de pobreza, castidad y obediencia, con el“Cuarto Voto” religioso, el “Voto de esclavitud mariana”: La Virgen dio su “si” en calidad de esclava: He aquí la esclava del Señor (Lc 1,38) y miró Dios la humildad de su esclava (Lc 1,48), y entonces tomó el Verbo forma de esclavo, haciéndose semejante a los hombres (Flp 2,7) en sus entrañas purísimas; por eso nuestra espiritualidad quiere estar signada, con especial relieve, al profesar un cuarto voto de esclavitud mariana, según el espíritu de San Luis María Grignion de Montfort, de modo que toda nuestra vida quede marianizada. [2] Al visitante que entra en la pequeña “Capilla de la Anunciación” de la “Villa de Luján”, la Casa Madre del IVE en San Rafael, Mendoza, Argentina, –que es la primera capilla en la historia de nuestra familia religiosa–, no ha de sorprenderle por tanto ver en este nuestro humilde y sencillo “santuarito familiar” de los orígenes, sobre uno de los muros laterales, un enorme medallón de cerámica blanca con la imagen de nuestro querido San Luis María Grignion de Montfort [3] . Él vela y protege desde su trono del Cielo a los amadores y esclavos de la Virgen; a su intercesión encomendamos el fruto de este librito y te encomendamos a ti que te aprestas a su lectura. No es éste un escrito de erudición científica, sino de difusión, deudor de las obras del mismo Santo y de aquéllas sobre él que hemos podido tener a mano, entre las que mencionamos y recomendamos especialmente la de B. Papásogli, indicada en la bibliografía [4] . Varios años han pasado desde la primera redacción dactilografiada de esta obrita. Por distintos motivos, ajenos a nuestra voluntad, quedó esperando hasta poder ver felizmente hoy la luz. De modo muy especial agradezco al P. Carlos Buela por su prólogo, que entonces y ahora ha querido hacer, con la misma caridad, renovada como su escrito, y con la visión sobrenatural del acontecer histórico, la única que percibe adecuadamente toda la realidad del mismo. 6
  • 7. Agradezco las colaboraciones: de Pilar Wilkinson que hizo la digitalización, de las hermanas María de Montserrat SSVM y María Letizia SSVM que trabajaron en la corrección, de quienes realizaron la diagramación de tapa y del interior, de los religiosos del IVE y de las religiosas de las SSVM que trabajan en las ediciones, y de quienes ayudaron a financiar la edición. Pbro. Arturo A. Ruiz Freites I.V.E. Segni (RM), octubre de 2009. 7
  • 8. Prólogo Inmensa alegría me concede el Señor al posibilitarme introducir esta biografía del León de la Vendée. Es providencial el hecho de poder hacerlo en este momento en el que se cumplen 20 años de la estrepitosa caída y del resquebrajamiento imparable de la ideología más diabólicamente totalitaria que haya conocido jamás la humanidad: el comunismo. Caída que no se entiende sin una especial intervención divina por medio de la Santísima Virgen y de un esclavo de la Virgen. María y la esclavitud mariana de amor es el gran tema de San Luis María Grignion de Montfort, el apóstol de los últimos tiempos, de ahí la innegable actualidad de este libro. Después de décadas de sometimiento a ese régimen «intrínsecamente perverso» [5] , en cuestión de pocos días, prácticamente en instantes, el imperio soviético se pulverizó. «Varsovia, Moscú, Budapest, Berlín, Praga, Sofía, Bucarest (...) se han convertido en las etapas de una larga peregrinación hacia la libertad» [6] . Esto no puede entenderse sin María. «Pueblos enteros han tomado la palabra: mujeres, jóvenes y hombres han vencido el miedo» [7] . Esto no puede entenderse sin María. «La irreprimible sed de libertad (...) ha acelerado los cambios, haciendo caer muros y abrirse las puertas (...). El punto de partida o el de encuentro ha sido una Iglesia. Poco a poco las velas se han encendido hasta formar un verdadero camino de luz, como diciendo a quienes durante estos años han pretendido limitar los horizontes del hombre a esta tierra, que éste no puede permanecer indefinidamente encadenado» [8] . Esto no puede entenderse sin María. Como señaló Juan Pablo II en el vuelo Roma-Cabo Verde el 25 de Enero de 1990: «...lo que ahora se vive en Rusia, en la parte oriental y centro-oriental de Europa, ocurre ciertamente para respetar mejor los derechos humanos. Podemos atribuir esta solicitud a la Madre» [9] . A nuestro modo de ver quien trazó el rumbo de la historia en esos acontecimientos milenarios fue Juan Pablo II, esclavo de María, recordándonos aquella profecía de San Luis María: «El Altísimo con su Santa Madre deben formar grandes santos que sobrepujarán tanto en santidad a la mayoría de los otros santos cuanto los cedros del Líbano sobrepujan a los pequeños arbustos» [10] . Papa que escribió el día de su ordenación episcopal (el 28 de Septiembre de 1958), y repitió al día siguiente de su elección pontificia (el 17 de Octubre de 1978) el lema grabado en su corazón y en su escudo: «Totus tuus» –Todo tuyo–. Palabras tomadas del «Tratado de la Verdadera Devoción», donde San Luis María cita, atribuyéndolo a San Buenaventura, el 8
  • 9. texto: «Totus tuus ego sum (María) et omnia mea tua sunt» [11] –«Todo tuyo soy, y todas mis cosas tuyas son»–; palabras que repite San Luis María en su obra, por lo menos, dos veces más, a saber, en los números 233 y 266. Papa que asombró al mundo por su tiernísima y teológica devoción a la Santísima Virgen, desde la primera vez que asomó a los balcones de la Basílica de San Pedro, hasta la primera vez que habló al Pueblo de Dios después del terrible atentado del 13 de Mayo: «A Ti, María, te digo de nuevo: “Totus tuus ego sum”: Yo soy todo tuyo», pasando por la consagración a María de cada país visitado y, más aún, la solemne consagración a María de todo el mundo, en unión con el Episcopado universal, el 25 de Marzo de 1984. Día en el cual, por inescrutable designio de la Providencia, nacía nuestra mismísima familia religiosa que pretende ser toda de María con un cuarto voto de esclavitud mariana, según el espíritu de Grignion de Montfort. Según algunos, esta consagración del mundo al Corazón Inmaculado de María condujo a la caída del comunismo y detuvo de hecho el inminente peligro de una guerra atómica [12] . ¡Cuántos más serán los beneficios de orden espiritual que el mundo habrá recibido por ella! Creo que también es dable señalar que todo el pueblo polaco se preparó para los grandes festejos del milenio de su bautismo con una novena de años a la Virgen, ideada en la cárcel por el inolvidable Cardenal Wyszynski, y es precisamente Polonia la que de algún modo abrió el camino al cambio general que ocurrió en Europa Oriental y Central hace 20 años. Auguro a cada lector de este libro la gracia de entender con San Luis María que sólo hay una enemistad irreducible, porque fue creada por el mismo Dios y que esta enemistad es entre la Virgen y Satanás, entre los discípulos de Ella y los sicarios de aquel: «Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo» (cf. Gen 3,15). De manera especial a los miembros de nuestras Congregaciones «Del Verbo Encarnado» y «Del Señor y de la Virgen de Matará» para que lleguemos a ser aquellos santos formados por María que «tendrán en su boca la espada de dos filos de la palabra de Dios; llevarán sobre sus hombros el estandarte ensangrentado de la Cruz; el crucifijo en la mano derecha, el rosario en la izquierda, los sagrados nombres de Jesús y María sobre su corazón, y la modestia y mortificación de Jesucristo en toda su conducta» [13] , entendiendo que el camino más fácil, más corto, más perfecto y más seguro es ir por María a Jesús. P. Carlos Miguel Buela 9
  • 10. Prefacio ¿Qué creatura ha sabido acoger mejor que la Virgen la venida del Salvador? Por esta realidad central de la historia y de la vida interior de cada cristiano vivió, sufrió y escribió maravillosamente San Luis María Grignion de Montfort. Pidámosle que nos comunique su misma devoción ardiente y generosa por la Madre de Dios. ¡Pidámosle que nos enseñe a ser nosotros también esclavos fieles de María, sus instrumentos dóciles para que, por medio de nuestra colaboración, pueda desarrollar su acción de preparar los corazones al Adviento del Señor! Son palabras de Juan Pablo II en el cuarto domingo de Adviento de 1987 [14] . Palabras que parecen ir más allá del Adviento litúrgico, celebración de la Primera Venida del Señor. Se refieren –en el Papa profeta del Tercer Milenio cristiano– también a la venida definitiva del Señor, que nos dice “Sí, vengo pronto” (Ap 22,20). Sin duda que cada mortal verá venir a sí a Cristo en gloria y como Juez, detrás de ese acontecimiento inevitable, pronto e incierto, que es la muerte. Pero está profetizado por Jesucristo en persona un fin de la historia toda, una Segunda Venida en gloria, precedida por diversos signos y una “Gran tribulación”. “Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13,32). Eso sí, podemos asegurar que estamos cada vez más cerca del cumplimento definitivo y último de la profecía de Cristo. Y que, como dice el Padre Castellani, “habiendo pasado casi 2.000 años de la Primera Venida, estando nosotros más cerca de su cumplimiento, estamos más capacitados por nuestra pura situación en el tiempo para entender algunas cosas de ella. (...) «Abre el libro de la profecía –dice el ángel a San Juan en la Visión Segunda y en la visión Séptima–, porque ya llega el tiempo»” [15] . Y es que podemos leer en nuestra contemporaneidad aquellos signos escatológicos del tiempo que se acaba. “De la higuera aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, caéis en cuenta de que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, caed en cuenta de que El está cerca, a las puertas” (Mc 13,28s.) [16] . “Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación” (Lc 21,28). Nuestro Castellani así escribe: Yo no lo sé. Dios puede, si lo quiere, alzar el mundo con potente mano y levantar a Lázaro que muere. Puede, como otras veces, el cristiano lábaro enarbolar de Constantino sobre la melma del rebaño humano. Puede nuestra agua convertir en vino y ahogar la iniquidad que sobreabunda 10
  • 11. en una inundación de amor divino. Hacer que Pedro flote y no se hunda, y extendiendo la mano, en un destello aplacar la borrasca tremebunda... Pero si ya se ha roto el sexto sello, puede un resuello Dios dar a su Iglesia... Pero, entendedlo bien, será un resuello. Ya no es posible la palingenesia; verdad y error crecieron demasiado, y la herejía es demasiado recia. Se ha llegado hasta el fin. EL EVANGELIO, ya por el orbe entero predicado, cumplió su zigzagueante perihelio; el reino de Israel se ha reanudado y el odio a Cristo es hoy Reino y Partido, caldo y cuna del Hombre de Pecado. (...) Ojalá que en palingenesia santa un Pontífice angélico, un rey santo, como quien grande lápida levanta, puedan del mundo trasplantar la planta!... Mas yo no oso, oh Dios, esperar tanto. [17] En realidad, no sabemos a ciencia cierta los tiempos, eso es de Dios. Sólo conocemos su “voluntad de signo”, lo revelado a nosotros y que por la fe nos hace participar en modo limitado de su ciencia. Mas también nos da algunos signos para discernir su misterioso beneplácito, para disponernos y pedir, para esperar, vigilar, cumplir entre tanto con su voluntad en la correspondencia a su amor, con humildad y confiados al designio inescrutable del Señor de la Historia, que Él ha de concluir cuando se cumpla el número de los que se salven, cuándo y cómo El lo sabe. Mas si para nosotros el tiempo corre, aumenta la urgencia de la caridad, “porque el amor de Cristo nos apremia” (2Co 5,14), y la urgencia de la misión [18] . Y con ello nuestra esperanza no ha de perder en tanto el ideal debido de una nueva auténtica Cristiandad histórica [19] , ni excluir su siempre posible realización temporal, ese ojalá de “palingenesia santa” del poema de Castellani. Como por otra parte ha de estar cierta también nuestra esperanza que, aún en el actual predominio mundano de la Revolución anticristiana, de la “dictadura del relativismo” [20] y de la “cultura de la muerte” [21] , como siempre en persecución y en martirio, en la Iglesia que peregrina en el tiempo “entre las persecuciones de los hombres y los consuelos de Dios” [22] , el cristiano es vencedor. Hablando del predominio actual del liberalismo y del 11
  • 12. insidioso liberalismo cristiano, escribe de tal esperanza E. Díaz Araujo: ...los cristianos disponemos de una Esperanza contra toda esperanza humana. (...) como dijera Gilbert K. Chesterton, “no hay verdadera esperanza que no haya comenzado por ser una esperanza desesperada” (Pequeña historia de Inglaterra). O, como enseña Joseph Pieper: “De la pérdida de las ilusiones diarias nace la auténtica esperanza”. La Esperanza, “esa cosita de nada”, que mentara Charles Péguy, es la virtud teologal que alimenta a los cristianos de este tiempo indigente. Desde que, según el Salmo, “Esperan en el Señor los que le temen”. [23] Si en el tiempo de la Iglesia corremos hacia el final, aún sin saber a ciencia cierta cuánto y cómo, sabemos que es el momento de María, del triunfo completo de la Mujer, del total cumplimiento de la profecía primera: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y su descendencia: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar” (Gen 3,15). [24] Triunfo comenzado en Cristo, continuado "en el resto de sus hijos" (Ap 12,17) [25] y que nace en parto doloroso: el dolor de María junto a la Cruz; la Cruz de María que, como la Cruz de Cristo “stat, dum volvitur orbis”, hasta el fin. Cruz a la que se han de incorporar los hijos de María, condición del Triunfo. Dolor de la Madre y su progenie, que crece mientras las revoluciones del Orbe se acercan al final, en convulsiones paroxísticas. Porque lo que del Orbe no se haga Cruz, no se hará “cielos y tierra nuevos”. De allí la Gran Tribulación, la Gran Pascua final. Y una nueva “hora del Poder de las Tinieblas”, que creerá vencer, cuando en realidad terminará de ser vencido. San Luis María, hace casi cuatro siglos, escribió para cuando, más que nunca, el demonio multiplique sus embates, “sabiendo que le queda poco tiempo” (Ap 12,12). Pensó y escribió para los santos de los últimos tiempos, los llamados a ser el talón de María que aplaste a la serpiente, y para ellos propuso la santa esclavitud de Jesús por María. De allí que Benedetta Papásogli titule su obra sobre nuestro santo Un hombre para la Última Iglesia [26] . Y por eso estas páginas que no pretenden originalidad, sino la difusión del conocimiento de la vida, el espíritu y la devoción a San Luis María Grignion de Montfort, uniéndonos a la impetración del Santo Padre por los que han de ser el “¡Amén!” respondiendo a quien nos dice: “Vengo pronto”: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20). 12
  • 13. I. Un hijode Bretaña Hacia el año 1400, recorre predicando el oeste de Francia un misionero español, con talla de gigante: San Vicente Ferrer. Tras su paso, deja flotando en el tiempo los ecos de una profecía: saldría de aquella región un hombre grande, un misionero bendecido de Dios. Casi tres siglos después nacía en el hogar formado por el joven abogado Juan Bautista Grignion y Juana Robert, el primogénito de una numerosa prole. En la fría mañana del 31 de Enero de 1673 se escuchan los vagidos del recién nacido, que llenan el espacio interior de la vieja casa bretona de madera y piedra habitada por la joven pareja. Los Grignion se habían asentado, algunas generaciones atrás, en Montfort, pequeña población que guardaba, en la pátina gris de sus murallas y un resto de torre, la memoria de un pasado con “páginas heroicas y pintorescas” [27] de cruzados partidos a Tierra Santa, de asedios y asaltos de una preterida épica. Papá Grignion es un hombre fuerte y honesto que ejerce su profesión con dificultades. El agobio del trabajo, la carga familiar y las estrecheces económicas que nunca lo dejarán, habrán de agriar un tanto su carácter ya naturalmente áspero. Compañera de sufrimientos y pesares, Juana Robert, que tiene tres hermanos sacerdotes, sabrá siempre mantener el carácter sereno y piadoso, estabilizando el clima de la casa, llorando en silencio y ofreciendo con gran envergadura espiritual sus dolores. En la pila bautismal el bebé de los Grignion recibe el nombre de Luis María. Sus padres lo entregan a una simple campesina: “mamá Andreína” para que lo nutra. Ella lo devuelve cuando el pequeño comienza a caminar y a balbucear sus primeras palabras. Apenas vuelto a los brazos de sus padres, la familia se traslada a una antigua casa señorial de campaña llamada “el Bois-Marquer”, cerca de la población de Iffendic. Casa donde se dan la mano la modestia y la dignidad, y donde Luis transcurre la primera infancia. Allí “tuvo un primer gran maestro, el campo, con su genuina pedagogía sobre el sentido de la realidad” [28] . También la familia va moldeando el carácter del pequeño con su insustituible función formadora. Familia que se puede catalogar dentro de “aquella buena burguesía francesa del siglo XVII” [29] , de un “cristianismo serio, imperioso, de aspecto voluntariamente austero, que aspiraba, sin lograrlo siempre, a gobernar las costumbres; que tenía menos empuje que sumisión, menos amor que temor, pero de fe 13
  • 14. rígida, sólida, indesmoronable”, como nos lo ha descrito el gran historiador Daniel Rops [30] . De la mano de sus padres concurre domingo a domingo a la iglesita parroquial de Iffendic, que con su figura elevada sobre un promontorio, y su aguja lanzada hacia lo alto, habla a la imaginación y al alma del pequeño del sentido de la primacía de Dios y su misterio. En el interior recogido y sombrío inicia las primeras oraciones junto a su madre, que, de rodillas entre sus pequeñuelos, los acostumbra a la familiaridad con su Dios y Redentor. Luis María Grignion se habitúa a la piedad sencilla de las gentes del país bretón, hecha de rosarios, coros, procesiones, representaciones personificadas, culto de los santos y piedad por los difuntos. Aprende con docilidad: “su piedad de niño tiene características espontáneas; aún de pocos años, le agrada hablar de Dios; aprende a rezar, con una seriedad de propósito que lo induce a buscar para este fin el silencio y el recogimiento; se retira a un rinconcito de su casa ruidosa o se arrodilla, con el rosario en la mano, delante de una imagen de la Virgen” [31] . Su naciente religiosidad no se agota allí, sino que, como hermano mayor, sabe hacerse rodear de los más chicos para darles algunas leccioncillas sobre las verdades del mundo invisible que va descubriendo. Una de las más pequeñas, Guyonne-Jeanne, lo mira con mezcla de veneración y encanto. Y el corazón de Luis sabe llegar al alma de la pequeñita: “serás bellísima, y todos te querrán mucho si amas a Jesús...”. Ella será luego su confidente predilecta. A los once años, los padres lo envían a Rennes, para que estudie en el colegio Santo Tomás Becket, de los padres jesuitas. Los ojos asombrados del tímido hijo de la campaña bretona descubren la vida agitada de la capital provincial que pulula de estudiantes. Más tarde nos dará en poesía una descripción de la frivolidad allí reinante, y que conservaba seguramente de la impresión que recibió en este momento y que maduró en su vida de estudiante [32] : “Selon tous les fols, tu brilles et tu passes bien ton temps. Tout rit, tout joue en la ville et fort agréablement. ...Monsieur est au cabaret, Mademoiselle à la danse, et Madame au lansquenet...”. Tú según los necios brillas se va el tiempo en parabien. Todo es gozo y todo es risa, todo agradable también. Monsieur está en el cabaret Mademoiselle baila en la pista y Madame al lansquenet... En realidad, Luis apenas entrevé la mundanidad de la ciudad. Vive en uno de los barrios tranquilos, donde tienen su casa los canónigos y Alain Robert, uno de los hermanos sacerdotes de su madre. El colegio de los jesuitas estaba organizado según el modelo del famoso “Colegio Romano”, que marcaba el rumbo de la pedagogía de la época. Hasta un escéptico como el 14
  • 15. ilustre Montaigne, lo había calificado de “vivero de grandes hombres...”. El brillo humanístico de los estudios corría parejo con la búsqueda de la educación del carácter y las virtudes, teniendo por último fin desarrollar en el alumno “el conocimiento y el amor de nuestro Creador y Redentor”, como decía la Ratio Studiorum [33] . Parte no pequeña en la formación de los alumnos tenía la ejemplaridad de los sacerdotes en los que el pequeño Luis irá descubriendo la santidad vivida. Un alma sensitiva como la suya no podía dejar de admirar la piedad y el celo del Padre Gilbert, que se daba tiempo –además de las lecciones– para agrupar a los escolares los sábados por la mañana e instruirlos en las verdades de la fe. Y también la paciencia infinita con que este sacerdote soportaba con dulzura a los alumnos díscolos y hasta libertinos, que hacían de él objeto de sarcasmos y contestaciones. Una corriente de mutua estima y afecto une a Luis con este ministro “manso, más apto para prodigarse en el encuentro personal que para regir la disciplina de los estudiantes” [34] . En el Padre Descartes, sobrino del famoso filósofo con quien comienza la filosofía moderna, encuentra Luis un director espiritual. Hombre de gran cultura, está sin embargo muy lejos del pensamiento de su tío, el “vicario saboyano”. “Una vibrante apelación a los corazones simples, un rechazo de la sabiduría de los «filósofos» y de los «espíritus fuertes» sostienen su enseñanza espiritual. Rigurosísimo en el delinear el no al mundo, y en el presentar el seguimiento de Cristo en términos radicales de pobreza, penitencia y humillación”, no ignorando por eso ni el optimismo cristiano ni la suavidad de los místicos [35] . Su tío Robert, lo lleva un día de la mano ante la antiquísima imagen de madera de Nuestra Señora de los Milagros, y le cuenta “el episodio más sagrado y más bello de la secular historia de Rennes. Nuestra Señora ha salvado a la ciudad del asedio inglés. Tiene la efigie uno de aquellos rostros arcaicos, intensos, que abren poco a poco su secreto; rostro que se diría pulido, hecho esencial, por ondas de plegaria que han subido a él de un secular amor” [36] . Junto con Nuestra Señora de la Paz y Nuestra Señora de la Buena Nueva, advocaciones con que la Virgen es venerada en Rennes, constituyen tres puntos de referencia para el crecimiento de la intimidad entre el jovencito alejado del seno familiar y su Madre celestial. Junto a estos sacerdotes que le ayudan a modelar su interioridad, Luis María descubre una figura que lo inicia y le despierta el ansia por el apostolado. Es el Padre Julián Bellier, joven sacerdote secular que se rodea de estudiantes para llevarlos consigo al hospital, a atender a los pobres y a enseñar catecismo. Conducido por él se encuentra con el rostro descarnado del dolor y de la pobreza. Será decisivo en su vida. Desde entonces “se da con las manos que tiemblan a los humildes servicios de la caridad; aprende a buscar, frente al dolor, las palabras que logran consolar. Sílabas cortadas, inexpertas, donde ya despuntan la admiración y el respeto frente al misterio que cada pobre –dirá un día Luis– representa 15
  • 16. como «sacramento de Dios»” [37] . Julián Bellier también cuenta y pinta con rasgos épicos, ante la atención admirada de sus jóvenes, el itinerario de las misiones en las que de tanto en tanto participa, dejando Rennes para unirse al grupo de un famoso misionero, el Padre Leuduger. Luis descubre así en Rennes la santidad vivida, pero también su contrapartida, netamente presente en la sociedad del tiempo: los libertinos. El siglo de Luis XIV, el “rey sol” prototipo del absolutismo y del primado de la “razón de estado”, corre hacia el iluminismo racionalista del siglo dieciocho. El ambiente escéptico y libertino de la corte va cundiendo. Cada vez son más notorios los personajes, grandes o pequeños, que encarnan no sólo “l’esprit philosophique” si no, a niveles más bajos, “una sociedad sin ideales, que vivía en el instante” [38] . Entre el heterogéneo alumnado de los jesuitas de Rennes, hay un grupo minoritario pero sonoro que se resiente del espíritu de la época. Ya los hemos notado haciéndole difícil la vida al Padre Gilbert. Luis no permanece al margen de la dicotomía. Elige su camino, y la pequeña turba disoluta comienza a notar una personalidad que le va a contracorriente: “su gran piedad comenzó a revelarse y a llamar la atención en medio de una numerosa juventud muy libertina”, dice el primero de sus biógrafos, testigo presencial de quien ya hablaremos [39] . Podemos decir, pues, que en Rennes, “una propuesta cristiana raramente complexiva alcanza al mayor de los Grignion: una nota de fondo la distingue y es el carácter alto, exigente, heroico. Luis se las ve en los años de escuela, con hombres que hacen las cosas en serio. La vocación cristiana se le presenta con colores fuertes, y con la urgencia de una oposición radical a otros aspectos de su experiencia: el encuentro con los libertinos, el grito de los pobres, la caridad de los santos, todo, en la experiencia de Luis Grignion, ha tomado tintes fuertes y netos, dramáticos y simples. Y su temperamento no es como para disminuir o desdibujar esta profunda impresión primera” [40] . Con el transcurrir del tiempo, los caracteres físicos y espirituales de Luis van tomando rasgos precisos. “Luis es un atado de nervios y de músculos, con su alta estatura que parece estorbar, con grandes manos nudosas y sensibles, que se han refinado en el manejo de la pluma y los libros, pero que parecen hechas para los trabajos pesados. El rostro es todo huesos; el perfil parece sacado de un caricaturista: la línea de la mandíbula delgada y denotando decisión y firmeza, la mirada hundida entre los pómulos y la frente. La extrema vitalidad física de este muchacho encorvado sobre los libros es bien notoria, y sorprende. Un día los biógrafos darán la prueba de ello: «era extraordinariamente fuerte: se ponía sin dificultad un barril sobre las rodillas, lo he visto llevar solo una piedra tumbal que dos hombres no habrían logrado levantar». Otro dice con pintoresco realismo que Luis era «de gran hígado» y que «exigía mucho alimento»: un apetito pantagruélico, incómodo compañero de camino para quien será uno de los hombres más penitentes de su tiempo” [41] . Y el carácter corre a la par con el cuerpo: “el hijo de Juan Bautista Grignion 16
  • 17. es algo más que un impulsivo: «si Dios lo hubiese destinado al mundo, habría sido, según decía él –en palabra recogida un día por un testigo– el hombre más terrible de su siglo»” [42] . Lleva en las venas una propensión a la cólera y una naturaleza “excesiva” que habrá de domar. Mientras tanto toda la familia Grignion decide trasladarse a Rennes, movidos por la necesidad de estudios de los hijos que van creciendo. Habitan con el tío Alain Robert. Las relaciones entre papá Grignion y Luis comienzan a hacerse tensas. El trabajo interior del hijo, “sus modales humildes y recogidos en los que bulle una inmensa fuerza de independencia” [43] lo van separando de la vida demasiado absorbida en los problemas cotidianos del padre de familia que no llega con su oficio a satisfacer las necesidades, y cuyo cristianismo es, aunque de fe sólida, algo rutinario y aburguesado. Los dos caracteres tienen ocasión de enfrentarse. Muchas veces Luis se levanta callado de la mesa, sin comer, para no prolongar escenas desagradables. Sin embargo, Juan Bautista dirá un día que su hijo “jamás le dio un disgusto” [44] y le encargó la dirección de los estudios de los más pequeños. Luis es también emotivo y de imaginación plástica. Experimenta el deseo de plasmar en imágenes concretas lo que vive en su espíritu. Será siempre, a su manera y con las limitaciones de un talento que no encontró quién lo educara, un poeta y un artista. Y no sólo de las letras y de la madera tallada por su mano, sino también de la pastoral, del trabajo apostólico y de la vida espiritual. Encuentra en el colegio de Rennes dos amistades a las que permanecerá fiel de por vida. Amistades que se afianzan no con banalidades sino en la trama de ideales comunes y anhelos de vida espiritual. El primero de ellos le es coetáneo, y se llama Juan Bautista Blain [45] . Luis traba relación con él en el ámbito de la “Congregación Mariana”, movimiento hecho por los jesuitas para los estudiantes mayores de filosofía, “laico y apostólico, que pone bajo la particular protección de la Madre de Dios un empeño de crecimiento espiritual concretado en el ejercicio de obras de piedad cristiana, como confesarse y comulgar más seguido, rezar el oficio de la Virgen o el Rosario, dedicar algún tiempo a la oración mental...Y también de visitar cárceles, hospitales, enseñar la doctrina cristiana, y otras obras buenas” [46] . Blain, futuro canónigo en Reims, lo acompañará en todo su itinerario educativo y será su biógrafo, como también de San Juan Bautista de la Salle [47] . Su segundo amigo es Claudio Poullart des Places, menor que él, pero a quien el joven Grignion ha sabido elegir. Luis funda con él, agrupando algunos compañeros, una minúscula sociedad secreta con “reglas para la oración, el silencio, y la mortificación que a veces iba hasta la disciplina” [48] . Luis María ejerce sobre sus amigos un ascendiente 17
  • 18. notable, que se acrecienta con el tiempo. Hacia los diecisiete y dieciocho años ellos advierten que el alma de Luis se interna por caminos elevados: “se dedicaba a la oración y a la penitencia, y no podía gustar otra cosa que no fuera Dios”, testimonia Juan Bautista Blain [49] . Hasta entonces, Luis había sido siempre retraído y solitario por temperamento. Ahora se sumerge más a fondo, no sin sufrimiento, en busca del Dios que ha encendido en él la sed de intimidad amorosa. Su temperamento, que conocemos impulsivo, colérico y dulce a la vez, se enfrenta con la exigencia de perfección y de la conquista de la libertad que el saciar esa sed implica. En Luis eso se traduce en una audacia entusiasta por la penitencia y la mortificación [50] . Blain confesaría “con «una especie de desesperación» la imposibilidad de seguir, en la vida espiritual, el «paso de gigante» con el que ve encaminarse a su amigo” [51] . Sabemos que el hospital de Rennes era para Luis, semana a semana, “un lugar de encuentro con Dios, no menos que la dulce Iglesia de San Salvador con su Virgen y su tabernáculo” [52] . Pero, con el crecimiento en el amor de Dios, se despierta en sí una singular fuerza de amor por los pobres que lo hace prodigarse por entero, y que se parece bien poco a una mera compasión humana, o sentimiento de lástima. Tres episodios que han sido conservados hasta nosotros, nos lo muestran así. En una ocasión decide remediar la situación de un estudiante de su colegio, tan pobre que todos se burlaban de sus andrajos. Luis se pone en persona a mendigar entre los otros estudiantes. Como la suma que con humillaciones ha recaudado no le alcanza, va con su pobre amigo a la tienda de un comerciante de paños y le dice, ingenua pero gravemente: “Este es mi hermano y el vuestro. He recolectado lo que he podido pidiendo limosna en la clase para vestirlo. Si no alcanza, toca a usted agregar lo que falte” [53] . Y el día siguiente su amigo está vestido con dignidad. En otra ocasión, la madre de Luis, visitando los pobres del hospital, encuentra allí a una mujer que le dice: “es su hijo, señora, quien me ha hecho recuperar aquí” [54] . También, estando una vez en el campo, en compañía de su amigo Blain, éste lo ve desaparecer. Lo sigue a hurtadillas y lo sorprende arrodillado ante “un pobre mendicante inocente, idiota y muy maltratado por la naturaleza” [55] . Luis lo acaricia y le besa los pies, como haría con la imagen del Crucificado. 18
  • 19. II. Y dejándolotodo le siguió... Cuentan que cuando todavía Luis no había salido de la niñez, confió a un amigo una muy íntima aspiración: “dejar la casa paterna, ir a un país desconocido, para que privado de todo bien de la tierra, pudiera vivir pobremente y mendigar su pan...” [56] . Esa moción interior, que parecía así expresada como una veleidad de infancia, un sueño espiritual, en el jovencito que va terminando sus estudios de filosofía en Rennes se presenta, poco a poco al parecer, con los nítidos rasgos de la vocación sacerdotal. En esas circunstancias primordiales de su vida espiritual, una tal Mademoiselle de Montigny, mujer mayor que vivía en París, viene a Rennes por asuntos de negocios de los que se ocupa el abogado Grignion. Se aloja como huésped en la casa de éste y en las conversaciones que en las horas vespertinas reúne a la familia en torno a la pasajera, ésta va conociendo las inquietudes y proyectos de la prole. Así se decide que Mademoiselle de Montigny volverá a París llevando consigo a Guyonne-Jeanne, la “pequeña Luisa” de Luis María, para ocuparse de su educación. Pero también se irá con la promesa de conseguir para Luis el ingreso en el seminario de San Sulpicio, que ella conoce bien y ha descrito al joven como un “vivero de sacerdotes santos” [57] . Poco tiempo después llega a la casa de los Grignion una carta; una señora se ha ofrecido a pagar su pensión de seminarista. Luis no lo duda, y sus padres aceptan la decisión. Para el joven de diecinueve años, llega la hora de la desnudez de la fe, de “Dios solo”, como ha aprendido del P. Descartes. Mortifica con rostro impasible la angustia interior que lo desgarra al dejar para siempre su hogar y los seres que ama. Decide recorrer a pie los trescientos kilómetros que lo separan de París. Su padre le da cien escudos de oro que ha podido reunir. Se despide y parte apretando el corazón. Su tío Robert, uno de sus hermanos y su amigo Blain, lo acompañan un trecho y le renuevan el adiós. Luego sigue solo. Este momento marca su vida: herido por dentro, es libre en Dios. “Se abandonó desde aquel momento, sin medida, a la divina Providencia; se abandonó a sus cuidados con tanta confianza, con tanta tranquilidad, como si ella velase toda por él. Una bolsa llena de oro, una letra de cambio de diez mil escudos a cobrar en París, no le habrían dado una seguridad tan grande” [58] . Un mendigo le sale al paso, y Luis continúa su camino vestido de pobre, mientras el mendigo queda con las ropas nuevas de Luis, último regalo de su 19
  • 20. madre, y el dinero que le había dado su padre. Su gran aventura ha comenzado. Ocho días después llega a París consumido por las penurias del camino y la intemperie. Ha subsistido mendigando el pan y algún lugar para dormir. Tan harapiento está, que antes de presentarse a Mademoiselle de Montigny descansa algún tiempo en unos establos, donde le dan de comer. La renta con que lo pueden ayudar no alcanza para pagar la pensión en el internado del “Gran Seminario” de San Sulpicio y Luis es recibido en una comunidad para estudiantes pobres que, como otras, gira en torno al famoso seminario. Luis escribe gozoso a su amigo Blain: ha encontrado lo que buscaba, una casa de formación pobre y digna, una vida simple, alegre y callada en la cual ir forjando las virtudes sacerdotales y concretando la práctica del seguimiento de Cristo y de la dimensión fundamental de la pobreza evangélica: “Aquellos a los que Dios acordará la gracia de ser recibidos en esta casa, lejos de sentir confusión por su condición de pobreza, se considerarán por ello bien honrados, ya que Jesús la ha hecho gloriosa en su persona, en sus más queridos amigos y en todas sus máximas” [59] dice el reglamento. Mantiene con su renta y dirige la casa el Padre Claudio Bottu de la Barmondière, ex cura de San Sulpicio, santo sacerdote que lo entrega todo por las vocaciones pobres. “El hombre más dulce del mundo para los otros y el más duro para consigo mismo. Se acostaba sobre el suelo, con frecuencia una piedra le servía de almohada, ayunaba a menudo y practicaba una gran austeridad”; “unía a una gran ciencia una humildad profunda, simplicidad, un candor y obediencia de niño” [60] . Amante de la verdad, sabía ser inflexible y en una ocasión acusó públicamente a todo el cuerpo de la facultad de teología de la Sorbona, por una actitud poco sumisa hacia Roma. En él encuentra Luis un padre amante para su alma. Cuando en el terrible invierno 1693-94 la carestía arreciaba en toda Francia, agotada por las guerras e impuestos del viejo Luis XIV, el joven Montfort se queda sin la ayuda que recibía. El P. La Barmondière no lo abandona y, lo mismo que a otros estudiantes pobres, le consigue un trabajo para sostenerse: “velar los muertos tres veces por semana, en la parroquia de S. Sulpicio” [61] . Luis pasa así noches y más noches rezando ante la muerte: “Puesta cara a cara en una semejante confrontación, el alma de Luis se desnuda, se descarna, recibe la impronta de aquella verdad” [62] . No es la de Luis la experiencia fulminante de un momento, que convirtió a un S. Francisco de Borja al ver desfigurado por la muerte el bellísimo rostro de su emperatriz, la esposa de Carlos V. La suya se repite y prolonga, se hace “espacio de paz y contemplación” [63] . Multitud de pobres deambulan hambrientos por las calles de París. Luis, abandonado en “Dios solo”, sin nada, halla sin embargo algo que dar: un cálido abrigo recibido de unos bienhechores que él no llega a usar. 20
  • 21. “Los días de París vieron florecer la santidad de Luis como la más bella primavera que el corazón del hombre conozca. Quizá fue la más dulce estación de su vida. Fue la conquista de su vida. Tuvo, para la eternidad, el primer sabor de ciertos gozos”, nos cuenta una célebre biografía [64] . Las peculiaridades de su personalidad retraída se acentúan por la absorción en Dios, y serán siempre una cruz en su vida, acarreándole incomprensión de compañeros y superiores. Pero el P. de la Barmondière conoce su talla interior y lo deriva a dirigirse con el P. Bauyn, vicedirector del “Pequeño Seminario” de San Sulpicio y experto en “vías extraordinarias” de santidad. Se abandona entonces a una mortificación “devastadora” [65] . “La carga agresiva del temperamento de Luis –que mortificado encuentra libre expresión sólo en los senderos del alma– pasa subterránea en la dureza de los cilicios y ayunos” [66] y en disciplinas que espantan a su vecino de habitación. Luis vive la experiencia liberadora de la cruz, de modo que Benedetta Papásogli le aplica lo que alguien dijo una vez: “Soy prisionero de la cruz; pero la cruz a la que estoy atado, a su vez, no está atada a nada”. Luis medita por ese tiempo el libro “Las santas vías de la cruz”, de Enrique María Boudon, autor espiritual que en vida fue “paradigma de la santidad en la humillación”: “La gracia de Dios es una gracia que clava a la cruz. El espíritu de cruz es el espíritu de nuestro espíritu; es la vida de nuestra vida” [67] . El joven seminarista conoce cada vez mejor la embriaguez de este amor que ha empezado a gustar: el de la cruz. Hacia fines de 1694, cuando Luis María Grignion vuelve de un retiro en que ha recibido las órdenes menores, una noticia lo conmueve: el P. de la Barmondière ha muerto, y con él pierde un padre y un protector. La Providencia no lo abandona, y junto con su amigo Blain, que había entrado a instancias de Luis en la casa del santo sacerdote difunto, son recibidos en la comunidad de M. Boucher, un sacerdote próximamente ligado al ambiente sulpiciano [68] , llamada “de los estudiantes pobres”, y donde las estrecheces son terribles. La fatiga de la penitencia, la miseria, el hambre y la tensión en el estudio hacen que Luis se desmorone en el invierno de 1664-65, y debe ser hospitalizado en el “Hôtel-Dieu”, gravemente enfermo: “no se lo contaba ya más en el número de los vivos” [69] . “La muerte que ha contemplado largamente en los rasgos desfigurados de los cadáveres de San Sulpicio, se le pone al flanco; pero aquí, en el Hôtel-Dieu, ella tiene un rostro diverso: más bien el rostro de Cristo agonizante, al que se aferra la oración de Luis” [70] . “Toca fondo” en la aceptación de la cruz. Las religiosas que atienden el hospital llenan de cuidados al seminarista que con gozosa paciencia está al borde de la muerte. Mas Dios tiene sus planes, y aunque lenta, la recuperación llega. A la vez, los pocos que lo conocen, se mueven y le consiguen una beca para el “Pequeño Seminario” de San Sulpicio, donde ha llegado la fama de su virtud. El P. Bauyn que lo conoce por la 21
  • 22. dirección espiritual estaba a la sazón como director suplente en la alta casa de estudios, y da la bienvenida a Luis María: “El canto del Te Deum reúne a la entera comunidad, y se murmura que la acción de gracias es por el ingreso del joven hijo espiritual de G. G. Bauyn” [71] . Es que, como se ha escrito, “si Luis María Grignion hubiese muerto a los 22 años, la vigilia del día en el que debía entrar a San Sulpicio, habría dejado la imagen de un joven santo bastante semejante al angélico Luis Gonzaga. La misma tierna devoción a María, el mismo horror del pecado y del escándalo, el mismo cuidado de los sentidos, la misma ascesis que espanta, la misma absorción de Dios” [72] . 22
  • 23. III. La vida y laspruebas en San Sulpicio Entra así San Luis María en el “Petit Séminaire”, llamado así por ser menor el precio de la pensión que en el Mayor. El seminario sulpiciano era el mejor fruto de la aplicación ya secular del Concilio de Trento en Francia, en lo que hacía a la formación de los sacerdotes y la institución de los seminarios. Don Olier, el venerable maestro espiritual que lo fundara medio siglo antes, había indicado su programa: “El primer y último fin de este instituto es vivir soberanamente por Dios, en Cristo Jesús nuestro Señor, de modo que las disposiciones interiores de él penetren lo más íntimo de nuestro corazón, y que cada uno pueda decir de sí cuanto San Pablo afirmaba de sí mismo: «Vivo yo, más no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí». Tal será para cada uno la única esperanza, la única meditación, el único ejercicio: vivir interiormente de la vida de Cristo, y que ella se manifieste en nuestro cuerpo mortal” [73] . La fundación de Olier quiere formar al sacerdote “hombre del culto, el religioso de Dios separado del mundo”, al tiempo que apasionado apóstol misionero, “sacerdotes de fuego que trepan sobre las montañas y llevan hasta los lugares más pobres la piedad hacia la Santa Eucaristía... que como rayos voladores corran y vuelen por el aire hacia donde sean empujados por el ímpetu del amor” [74] . Cuando Luis entra en San Sulpicio, el espíritu inicial, no obstante conservarse bueno, va siendo ahogado por la mayor atención a la letra del reglamento: “la figura del eclesiástico sulpiciano, profundamente antimundana, custodio de la sacralidad de la tradición”, se va modelando por entonces más bien “sobre el principio de la uniformidad comunitaria, y la observancia del reglamento le es propuesta como «principal vía» de perfección” [75] . Esta es quizás la raíz de la incomprensión que Luis comienza a sufrir por parte de sus superiores, a excepción del P. Bauyn. “Aún reconociendo sus excelentes virtudes, no dejan de mirar muchas de sus cosas como singularidades o rarezas, prodigándole por esta causa repetidas humillaciones” [76] . En efecto, “hay una cruz –cruz de condicionamientos naturales y psicológicos– que Luis lleva inscrita en la carne: son las llagas impresas por el hábito del aislamiento, es el tesoro inexpresado de una profunda afectividad, el temperamento fuertísimo, el sincero anticonformismo... todo lo que siempre retarda la 23
  • 24. inserción de Luis en la vida comunitaria. Esta cruz él no la busca ni la quiere, pero ella se adhiere a él, le nace por dentro y repercute hasta el barniz exterior de su comportamiento: «sus maneras no agradaban a todos, y, hace falta confesarlo, las tenía bien singulares», reconoce casi contra su voluntad Juan Bautista Blain...”. “Mas sobre el sincero temple humano de Luis la gracia ha trabajado, y es una gracia exigente que ha obrado realidades aún más «singulares»” [77] . Bajo la suave dirección del P. de la Barmondière y luego del P. Bauyn, experto este último en “vías extraordinarias”, Luis ha tenido quien comprenda su alma y le dé alas para seguir el sendero por donde lo lleva el Espíritu. Con ellos, Luis se había injertado más en el primitivo impulso místico y misionero de Don Olier, que en la mentalidad que por ese entonces era la tónica de San Sulpicio. Pero el joven Grignion ha de sufrir de nuevo el vacío de la orfandad: Juan Jacobo Bauyn, sacerdote “lleno de Dios y vacío de todo el resto” [78] , muere improvisamente el 19 de marzo de 1696. Luis confía entonces el gobierno de su alma al Padre Francisco Leschassier, director del Seminario Mayor, cuya personalidad “se resume en una sola pincelada: es la encarnación del equilibrio” [79] . Santo sacerdote y buen director de conciencias, pertenece sin embargo por carácter y formación a la segunda corriente sulpiciana, para la cual “el eclesiástico se santificará no cumpliendo grandes acciones, sino viviendo la perfección de las cosas humildes”... “resaltando en un minucioso empeño ascético de abnegación, los principios de la observancia fiel a la regla y de la uniformidad comunitaria son ofrecidos al alma como clave de lectura de su vocación y de la voluntad de Dios” [80] . No se trata de la importancia de la observancia de los reglamentos y de las exigencias de la vida comunitaria como expresiones para el alma de la voluntad de Dios, sino más bien de una tendencia a un tipo de aplicación absolutizada y formalista en la que la letra ahoga el espíritu, sofoca la ley de gracia, “principalmente interior” [81] . En ese contexto es natural la repulsión por los gestos peculiares y excesivos, la “singularidad”, que es para el P. Leschassier “sinónimo de independencia de juicio, amor propio, orgullo” [82] . No es difícil, pues, imaginarse la actitud de ese sacerdote ante el alma de cuya conducta comienza a ser responsable: “¿Hasta qué punto su singularidad es carisma, hasta qué punto es defecto de la naturaleza?”... “Luis ¿es verdaderamente conducido por la gracia?”. “¿Hasta qué punto el amor propio se mezcla con las manifestaciones de su piedad?” [83] . La simbiosis del sacerdote en formación con la Cruz de Cristo a la que se abraza llega a una instancia suprema: es clavado a ella en su espíritu. Estimando íntimamente a su dirigido, el P. Leschassier lo somete a una implacable acometida contra sus peculiaridades: reducción drástica de las penitencias, de los impulsos apostólicos, de las manifestaciones de piedad, humillaciones, exigencia de someter hasta los mínimos detalles a la obediencia 24
  • 25. más estricta... “para probar su obediencia le retiraba con frecuencia los permisos acordados” [84] . Mucho de lo cual pasa “bajo los ojos de los otros seminaristas, a los que Luis no intenta siquiera esconder su mortificación” [85] . Luis obedece y se humilla, impasible. Y sus penitencias reducidas se hacen entonces más intensas, “si los ejercicios de piedad disminuyen, el recogimiento se hace más profundo; la «singularidad» del joven, que era antes también un comportamiento exterior, se adhiere ahora totalmente a su piel: al desnudo, Luis se revela mejor a sí mismo; doblegado, manifiesta al vivo lo que en él no se rompe. Y para el P. Leschassier este hijo obediente se convierte en un enigma más grave. ¿En qué pliegue secreto de su alma se anida el resorte de amor propio que impide a Luis ser «como los otros»?” [86] . Desarmado, el P. Leschassier pide ayuda al P. Brenier, director a su vez del “Pequeño Seminario”. Por seis meses, será él quien se ocupe de disciplinar con el azote de la humillación el alma ya sangrante de Luis. Brenier, sin embargo, “no es, como Leschassier, la personificación del equilibrio. Es sobre todo un hombre que se ha triturado a sí mismo, leyendo hasta el fondo en el propio corazón las señales de cuanto en lo humano ha de ser negado para alcanzar a Dios. Es a su modo un atleta y un héroe; un conocedor del hombre: nos desarma a nosotros, tardos y fáciles críticos de su despiadada pedagogía, con el hecho de haber experimentado antes que nada sobre sí mismo los supremos criterios de la humildad” [87] . Este sacerdote, que estima y admira a Luis más de lo que éste sospecha, lo trata de una manera que nos ha descrito Blain, testigo presencial: “Recibía de él, en toda ocasión, abiertas reprimendas; no encontraba en su rostro sino un aire severo y desdeñoso; no sentía salir de su boca sino palabras secas y duras... El santo superior, que tenía una ciencia tan grande del corazón humano y de todos los atrincheramientos que busca allí el amor propio... estudiaba a fondo a su seminarista, sus inclinaciones, su humor, su carácter y temperamento... Los asaltos más rudos eran públicos y tenían tantos testigos cuantos eran los jóvenes presentes en la comunidad” [88] . Finalmente, tanto Leschassier como Brenier han de rendirse: como nos cuenta Blain, Luis de Montfort “después de una humillación se acercaba con aire alegre a su santo perseguidor, como para agradecerle, y le hablaba tan abiertamente como si hubiese recibido una caricia” [89] . Desarmado por la humildad y obediencia de Luis, siempre la sombra de una última duda quedará en el P. Leschassier. Por lo cual Luis sufrirá por bastante tiempo más, y le esperan nuevas cruces. Sin embargo, a través de esta dolorosa purificación, Luis se confirma en el amor y la fidelidad a la cruz, y así asimila aspectos de la formación sulpiciana que modelan su ardor aventurero con el sentido del orden, el de las “pequeñas cosas”, pequeñas fidelidades que sostienen los grandes proyectos, el de la letra que custodia el espíritu, el sentido de pequeñez y dependencia, tejido de obediencia, humildad, ductilidad: “un modo de inclinar la cabeza, de dejarse trabajar –aún en cuanto 25
  • 26. forma la propia llamada de gracia y la parte mejor de sí– que le será dramáticamente necesario durante las peripecias de su vida apostólica” [90] . Si nos hemos detenido mucho en esta prueba del espíritu que Luis atraviesa en San Sulpicio, es porque quizás sea el momento supremo en que Dios forja a su apóstol Luis Grignion, y es clave para comprender el resto de su vida. Cuando Luis termina el bachillerato en Teología, su lugar queda vacío en la Sorbona, la famosa universidad parisina. No estudiará para la licenciatura ni el doctorado, no obstante ser un óptimo estudiante. No sabemos si la iniciativa parte de él o de sus superiores, pero sí que, por el tiempo, Luis tenía en sus manos las “Cartas espirituales” del P. Surin, jesuita muy espiritual. Éste, sin despreciar el estudio, distingue la “ciencia de los santos”, la “vía del amor”, de la sabiduría árida de los “doctores” que no nutre su afán intelectual en la fuente de realismo de la contemplación. Varios temas que estaban en el ambiente de la “escuela francesa” de espiritualidad se hallan, en simples y sencillas fórmulas, en la obra del santo jesuita: “aplicación” o “dedicación total a Dios sólo”, buscando el vaciamiento de sí en un “amor puro” que se alimenta en la contemplación. Por otro lado, hemos ya visto en Luis su inclinación apostólica hacia los más pobres, hacia los sencillos. Luis no cursa más en la Sorbona, pero encargado de la biblioteca sulpiciana, devora los autores que tratan de la vida espiritual: “casi todos... pasaron por sus manos”, dice Blain [91] . En una ocasión, deslumbrará a sus compañeros, seguidores de los cursos superiores de la Universidad, con una lección sobre la gracia, profusamente apoyada en desenvueltas citas de memoria de San Agustín. Se empapa Luis de la escuela francesa de espiritualidad, especialmente en su vertiente representada por el Cardenal de Bérulle y Don Olier, con su polarización en la intimidad con el Verbo Encarnado, a través de María Santísima. El siglo de Luis ha conocido una querella vivísima sobre el alcance de la devoción a María. Una corriente hipercrítica contrapone la devoción a María con el culto debido a Dios y al Verbo Encarnado, Jesucristo... Luis, que ha leído en la biblioteca todos los libros que tratan sobre la Santísima Virgen, conoce y ama la obra del P. Crasset: “La verdadera devoción hacia la Santísima Virgen establecida y defendida”, y más aún la del P. Boudon: “Dios sólo o la esclavitud de la admirable Madre de Dios”, a través de la cual Luis conoce la esclavitud mariana y comienza a vivirla alentado por el P. Bauyn, su venerado director. También Bérulle hablaba de un “voto a María”. Esta esclavitud “dominada por la idea de una pertenencia absoluta” es “una «santa transacción», por la cual cedemos libertad, derechos y méritos del alma; un modo de poner la entera vida interior al amparo de María, exaltando al máximo el carácter personal de la relación con Ella” [92] . Luis es miembro, en el Pequeño Seminario, de una “Sociedad para la esclavitud de la Santa Virgen”, y se convierte en apóstol de esta devoción altísima entre sus compañeros. La polémica mariana estaba aún en el ambiente y algunos de sus compañeros de la Sorbona echan sospechas. El P. Tronson, por entonces superior general de S. Sulpicio, apoya a Luis “proponiendo sustituir la discutida fórmula de 26
  • 27. «esclavos de María» por la de «esclavos de Jesús en María» –más en la línea de la auténtica inspiración berulliana y sulpiciana–” [93] . La fecundidad de la fórmula de Tronson va penetrando el espíritu de Luis, cuya vida se impregna de la meditación y contemplación de María Santísima y de las lecturas que de Ella tratan. Luis brinda un poderoso servicio a San Sulpicio, haciendo el catálogo de los libros de su rica biblioteca. Y tiene también ocasión de dar cauce a su celo apostólico con los revoltosos niños del barrio de la Grenouillère, que son encantados por la magia simple de sus palabras. En el período superior de su Seminario, Luis recoge notas y escribe un voluminoso cuaderno de apuntes para la predicación. Y su vena poética comienza a cristalizarse con humilde sencillez en versos y cánticos catequéticos de espíritu misionero, que seguirá escribiendo lo largo de su vida. Hacia el fin de 1699, cuando con el año muere el siglo, Luis es elegido con un compañero para hacer una peregrinación a Chartres, “la más fascinante de las catedrales góticas”, para rendir un homenaje de devoción a Nuestra Señora en nombre de todo el Seminario. Luis será pronto sacerdote: es una hora de acción de gracias, de esperanza y a la vez de incertezas en lo por venir. Y ante la imagen de María Santísima venerada en la cripta de Chartres, permanece en muda y absorta contemplación un día entero. Su compañero se preguntaba “cómo Grignion podía entretenerse con Dios tan largamente, y qué cosas tendría para decirle...” [94] . Un sábado, en la penumbra de Nôtre Dâme de París, Luis pronuncia el voto de castidad, ofreciéndose “como víctima sin mancha” [95] e inmolando su carne. Y el 5 de Junio del año 1700 es ordenado sacerdote. El misterio de su intimidad con Dios en esos sublimes momentos nos está vedado. Sólo podemos saber que, en los años de S. Sulpicio, “se ha abierto en él la oración de los santos” [96] , la oración mística. Y que Blain dirá, cuando el sacerdote Luis Grignion celebre su primera Misa en la capilla de la Virgen de San Sulpicio: “entonces vi un hombre como un ángel en el altar” [97] . 27
  • 28. IV. Señor, ¿Qué quieres que yohaga? Sacerdote... mas, ¿qué ha de hacer ahora Luis? El P. Leschassier le hace una oferta: entrar en la congregación sulpiciana y quedarse en el Seminario, para la formación de los sacerdotes. La admiración secreta disipa un momento la sombra de las dudas y la incomprensión del venerable superior. Pero la talla interior del discípulo rompe aún los esquemas, y, atónito, Leschassier escucha una negativa y una contrapropuesta de Luis: ser enviado al Canadá, al país desconocido que despierta en él un sueño aventurero de misión. Es que Luis es amigo de Juan Bautista de Saint-Vallier, ex capellán de la corte, nombrado, luego de rechazar varias sedes episcopales, obispo misionero para el Canadá. Santo Obispo que nos ha quedado descrito por el general sulpiciano Tronson: “el nuevo obispo tiene celo, y mientras no vaya demasiado lejos, podrá hacer un gran bien... De parte suya hay que temer sólo el exceso... Hace falta que todos aquellos de los que él pueda tomar consejo busquen de moderarlo, porque tiene mucho fuego”... “Si no contribuyen todos a moderar el celo de Mons. de Saint-Vallier, bien presto se consumirá en el trabajo” [98] . Luis lo ha conocido en las idas y venidas de este obispo del Canadá a París. Ese “celo excesivo” que espanta a los moderados, ha sido lo que ha llamado a Luis de Montfort a trabar relación con él. El P. Leschassier responde a su vez que no, “por temor que, dejándose transportar por el ímpetu del celo, se perdiera en las vastas florestas de aquel país corriendo a buscar a los salvajes” [99] . Y nuestro neo-sacerdote, sumiso, se sujeta humildemente. Una ocasión se presenta: el viejo P. Lévêque, fundador de la comunidad sulpiciana de Nantes, llamada S. Clemente, a la que el obispo local ha confiado el seminario, llega a París para pedir ayuda, pues tiene numerosos problemas. Y allá, como primer lugar para ejercer su ministerio, va el P. Luis María. Al poco tiempo escribe desilusionado una carta al director de su alma, P. Leschassier. No ha encontrado nada de lo que esperaba, y dos tendencias que se dividen, compartiendo, su alma, están profundamente insatisfechas: “el amor secreto del retiro y de la vida escondida”, y el “ir, de manera pobre y simple, para dar el catecismo a los pobres de la campaña, y excitar a los pecadores a la devoción hacia la Santísima Virgen” [100] . Por primera vez, despunta en él el proyecto de una fundación: “...no puedo impedirme, 28
  • 29. vistas las necesidades de la Iglesia, de pedir continuamente, gimiendo, una pequeña y pobre compañía de buenos sacerdotes que ejerciten esa tarea bajo el estandarte y la protección de la Santísima Virgen”. Manifiesta Luis los graves problemas de la casa S. Clemente de Nantes, lo que aumenta sus dudas e incertezas, y pide consejo. Una tercera alternativa bulle en su alma: desempeñar su ministerio en un hospital, en beneficio de los “pobres”, pensamiento “el más atrevido, y donde la elección montfortana por los pobres se revela en su totalitaria simplicidad” [101] . Todo el futuro de su vida está en germen en esa carta. La respuesta de Leschassier es lacónica: esperar, no abandonar el puesto recién ocupado, y pedir en la oración que Nuestro Señor muestre a Luis su voluntad. El P. Leschassier está demasiado ocupado, ya que la muerte de Tronson lo ha puesto a la cabeza como Superior General de los sulpicianos. Serán las circunstancias las que darán la respuesta al atribulado Padre de Montfort. Hemos de retroceder un tanto en el tiempo, cuando Luis era todavía seminarista; al año 1697, en que moría en París Mademoiselle de Montigny, la benefactora de Guyonne- Jeanne, la hermana preferida de Luis. Empujado por la necesidad en que había quedado su hermana, acudió al obispo de Québec de paso por París, el cual a su vez recomendó a los Montfort al Padre Girard, futuro obispo de Poitiers y por entonces preceptor de los hijos de la Marquesa de Montespán. Esta señora, otrora amante omnipotente del Rey Sol, había dejado desde hacía tiempo su vida escandalosa, por la que ocupa un lugar en la historia, y llevaba una vida de profunda penitencia, oración y entrega a las obras de caridad. La Marquesa se interesó por los Grignion y habló con Luis: su hermana, la querida “Luisa”, será recibida en París por las Hijas de San José de la Providencia. Y dos hermanas más, en la abadía Fontevrault, donde era abadesa Madame de Rochechouart, hermana de la Montespán. Sólo persevera en Fontevrault una de sus hermanas, pues la otra, enferma, vuelve luego al seno familiar. Y he aquí que estando Luis en Nantes, en la comunidad de S. Clemente, recibe una invitación que, prácticamente, dadas las circunstancias, es como una orden. Su hermana Silvia lo invita a Fontevrault, por expreso deseo de la Marquesa de Montespán, a su toma de hábito. Luis se pone en camino y, no obstante llegar un día más tarde de la ceremonia, tiene ocasión de entrevistarse con su hermana, y, lo que será decisivo, conversa largamente con la Marquesa, a la que le confía su inclinación a trabajar en favor de los pobres. Madame de Montespán, conquistada por la sinceridad y el fervor del joven sacerdote, le ofrece un puesto de canónico, con una buena renta que puede conseguir. Pero Luis se lo agradece, declarando “no querer cambiar jamás la Divina Providencia por beneficio o canongía” [102] . La Montespán lo insta entonces a dirigirse a Monseñor Girard, ex preceptor de sus hijos y entonces obispo de Poitiers, y expresarle su íntimo deseo. Y Luis sediento de algún signo de la voluntad de Dios, “obedece ciegamente”, como cuenta al P. Leschassier, relatándole todo el episodio en una carta, juntamente con la continuación del 29
  • 30. mismo, esto es, su viaje a Poitiers y el resultado: mientras esperaba al obispo, a la sazón de viaje, Luis se dirige al hospital de Poitiers “para servir a los pobres corporalmente, si no podía hacerlo espiritualmente”. Los pobres del hospital, que ven al joven y extraño sacerdote, miserablemente vestido, rezando por cuatro horas en la capilla, organizan entre ellos mismos una colecta para darle limosna. Cuando Luis sale del oratorio, nos cuenta cómo fue sorprendido, “enterándome que querían darme limosna y que habían dicho al portero que no me dejara salir. Bendije a Dios mil veces el pasar por pobre y llevar tal librea, y agradecí a mis queridos hermanos y hermanas por su buena voluntad. Desde entonces me han tomado tal afecto que dicen todos públicamente que yo seré su sacerdote, esto es, su director, porque no hay ninguno fijo en el hospital desde hace mucho tiempo, tan pobre y abandonado está” [103] . En su primera entrevista, Luis es despedido un tanto secamente por el obispo, que mira con desconfianza a este sacerdote con aspecto de trotamundos. Pero los pobres del hospital se movilizan, y en una segunda entrevista, Monseñor Girard le dice que escriba a su director pidiendo consejo. Luis lo hace, manifestando en esa carta su total abandono a la Providencia y a sus disposiciones. El P. Leschassier contesta al obispo, delineando en una página la opinión que ya le conocemos sobre nuestro santo: una descripción de sus virtudes, y el dejo de inquietud y de duda que nunca perderá. Mientras tanto Luis, de regreso en Nantes, tiene ocasión de predicar una misión, la primera de su sacerdocio, en Grandchamps, una parroquia abandonada. El fuego apostólico que lo quema tiene ocasión de manifestarse, y la misión da abundantes frutos espirituales. Junto con la experiencia en el hospital de Poitiers, la acción misionera acrecienta el impulso que lo lleva a suplicar el alejamiento de la casa regida por el anciano P. Lévêque, en donde sólo la obediencia lo retiene [104] . Finalmente, el obispo Girard escribe a Luis: sus pobres lo siguen pidiendo y, vista la carta que ha recibido del P. Leschassier, cree conveniente que Luis pida permiso a su obispo para ir a ocuparse del hospital de Poitiers. Leschassier, consultado por Luis, se abstiene de dar una opinión: “No soy bastante iluminado para las personas cuya conducta no es ordinaria....” [105] . Luis, sumiso hasta el extremo, vuelve a escribir hasta que su director le da vía libre, no obstante su reticencia. Cuál sea el rostro del alma de Luis, en este momento de su vida, nos lo pinta una carta sin par que envía a su hermana Luisa. Esta acaba de quedar desamparada de la protección del monasterio que la había recibido en París: Aunque corporalmente alejado de ti, no lo estoy de corazón, porque el tuyo no está lejos de Jesucristo y de su Santísima Madre, y eres hija de la divina Providencia, de la que yo también soy hijo, aunque indigno. Debieras llamarte más bien novicia de la Providencia, puesto que sólo ahora empiezas a practicar la confianza y el abandono perfecto que te pide. No serás recibida como profesa e hija de la Providencia sino cuando tu abandono sea total y perfecto y tu sacrificio completo. Dios te quiere, querida hermana; Dios te quiere separada de cuanto no sea Él y tal vez abandonada efectivamente de todas las criaturas; pero consuélate, alégrate, sierva y esposa de Jesucristo, de parecerte a tu 30
  • 31. Maestro y Esposo. Jesús es pobre; Jesús es abandonado; Jesús es despreciado, arrojado como las barreduras del mundo. ¡Feliz, mil veces feliz Luisa Grignion si es pobre de espíritu, si se ve abandonada, despreciada y arrojada como la barredura de la casa de San José! Entonces será verdaderamente sierva y esposa de Jesucristo; entonces sí que será profesa de la divina Providencia, ya que no del Instituto. Dios quiere de ti, mi querida hermana, que vivas al día como el pájaro en la rama, sin preocuparte del mañana; duerme tranquila sobre el seno de la divina Providencia y de la Santísima Virgen, no preocupándote sino de amar y de agradar a Dios, puesto que es ésta una verdad infalible, un axioma eterno y divino, tan cierto como hay un Dios sólo; pluguiese a Dios que pudiese escribírtelo en la mente y en el corazón con caracteres indelebles: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura». Si cumples la primera parte de este precepto divino, Dios, infinitamente fiel, cumplirá la segunda; quiero decir que si sirves fielmente a Dios y a su Santísima Madre, no carecerás de nada ni en este mundo ni en el otro, ni siquiera de un hermano sacerdote, que será siempre tuyo en sus sacrificios para que seas toda de Jesús en los tuyos [106] . 31
  • 32. V. Entre lospobres de Poitiers En noviembre de 1701, el joven Padre Grignion recorre las calles de Poitiers. El Obispo Girard lo ha recibido, y, antes de enviarlo al hospital, lo ha alojado en el Pequeño Seminario. Luis aprovecha ese espacio de tiempo para conocer la ciudad en la que ha de volcar el ímpetu de la caridad sacerdotal que lo consume. Por las calles, va juntando a los pobres, los asiste, les enseña el catecismo. “Entre los pequeños y marginados, a los que él trata «como príncipes», la reputación del nuevo sacerdote crece rápidamente: este Luis que simpatiza, que seduce, humanísimo, paterno y juvenil juntamente, es una sorpresa para nosotros; comenzamos a conocer a aquél al que las poblaciones llamarán, individuando la cualidad más profunda de una personalidad compleja, el «buen padre de Montfort»” [107] . Los pobres del hospital reclaman su capellán, y así al poco tiempo entra Luis a esa casa de la miseria humana, a la que llamará “la pobre Babilonia”. En efecto, con alrededor de 400 mendigos enfermos y facinerosos, el hospital es “una casa de desorden donde no reina la paz”. Es regido por “un Bureau lleno de buena voluntad, presidido por el obispo, Mons. Girard, bueno y caritativo, intendentes honestos, celosos, y también bastante competentes en su sector, que se empeñan inútilmente por sanar el balance y por establecer el orden, el bienestar y la paz”. En un orden inferior, “una Superiora (no religiosa) que esquiva en más o en menos las órdenes y las decisiones del Bureau; gobernantas que obedecen lo menos posible y no logran hacerse obedecer; subalternas insolentes; y una población de pobres descontentos, mal nutridos, poco vigilados, disgustados del trabajo”. Incluso “dados a veces a la embriaguez, a las riñas y al libertinaje” [108] . Tal panorama no desalienta a Luis. Muy al contrario, estimula su celo, no movido por motivos humanos, sino por verdadera caridad. Su acción apostólica tiene, ya desde estos comienzos de su sacerdocio, un vuelo y una audacia místicas. Rechaza toda remuneración fija por parte del obispo: “no quería separarme de mi madre, la divina Providencia”. Mientras Luis va desplegando las velas del alma para seguir ese impulso de misericordia que viene del Espíritu Santo y lo hace vibrar, se va ahondando la grieta de incomprensión con su director, el P. Leschassier, cuya insistencia para que se mantenga dentro de la “vía ordinaria” es siempre, aún cuando suave y obedientemente, forzada por Luis María. Finalmente, una carta pidiendo a Luis que se elija otro director en Poitiers, pone fin a esa 32
  • 33. dirección espiritual. Entre otras razones, dice el P. Leschassier, “no queriendo, por otra parte, y no osando poner límites a la gracia que quizás lo empuja a este género de prácticas” [109] . “Pero la crisis de la relación con San Sulpicio, se ha revelado preponderantemente por el comportamiento de Luis en el hospital de Poitiers; es la crisis, en su corazón, de un proyecto sacerdotal y ascético siempre menos apto a canalizar enteramente las energías y los ideales del joven Grignion” [110] . Luis experimenta el paulino “hacerse todo a todos”, y no sólo se desvive en gestos de caridad extrema hacia sus pobres y sufrientes del hospital, sino que ha querido vivir como uno de ellos y comer con ellos, rechazando la invitación de las jóvenes de sociedad que hacen de “gobernantas”. Va por la ciudad pidiendo limosna para sus hijos del hospital. Y sobre todo, Luis tiene la voluntad firme de reformar la moral y el funcionamiento del hospital: “Entré en este pobre hospital –nos dice él– o, más bien, en esta pobre Babilonia, con la firme resolución de llevar con Jesucristo, mi Maestro, las cruces que preveía me habrían de sobrevenir si la obra era de Dios. Lo que muchas personas eclesiásticas y experimentadas de la ciudad me dijeron para apartarme de que me metiera en esta casa de desorden, no hizo sino aumentar mi decisión para acometer esta obra contra mi propia inclinación, que ha sido siempre y es, a las misiones” [111] . Así como su corazón apostólico, tampoco su actividad se limita al encierro del hospital: enseña el catecismo a los pobres, predica y escucha confesiones por las iglesias de la ciudad, e incluso reúne a un grupo de jóvenes estudiantes. Pero la conducta “extraña” de Luis, sus ansias de reforma, se estrellan contra la intriga y la incomprensión. Así, nos cuenta: “por medio de un cierto señor y de la señorita superiora del hospital, me vi obligado, por mandato del vicario general, a dejar el cuidado de aquellas mesas, a pesar de que con ello contribuía al buen orden de la casa. Irritado contra mí dicho señor, ignoro con qué sombra de razón, me despreciaba, contrariaba y ultrajaba de la mañana a la noche en casa, y denigraba mi conducta en la ciudad ante los administradores, indisponiendo con tan extraño proceder a todos los pobres, quienes no obstante, me amaban todos, excepto alguno que otro libertino o libertina unidos a él en contra mía” [112] . En medio de la tempestad, Luis se retira a la casa de los jesuitas, por ocho días, dedicándose a la oración y a discernir la voluntad de Dios: “me sentí lleno de confianza, sin la menor sombra de duda de que Dios y su Santísima Madre tomarían en sus manos mi defensa. No fue defraudada mi esperanza. Al salir del retiro encontré a dicho señor enfermo, y a los pocos días murió. La superiora, joven y llena de vida, le siguió seis días después. Más de ochenta pobres enfermaron y murieron varios de ellos. La ciudad entera creía que se había declarado la peste en el Hospital y públicamente se decía que la maldición había caído sobre la casa. Con todo y haber tenido que asistir a todos estos enfermos y muertos, yo no caí enfermo. Después de la muerte de aquellos superiores he 33
  • 34. tenido que padecer persecuciones mayores aún. Cierto pobre instruido y orgulloso púsose en el Hospital al frente de algunos libertinos para hacerme la guerra, perorando su propia causa ante los administradores y censurando mi conducta, porque yo les echo en cara sin rodeos, aunque con dulzura, las verdades que se merecen por sus borracheras, sus querellas y sus escándalos. Casi ninguno de los administradores (aunque nada tomo de la casa, ni siquiera un pedazo de pan, pues me alimentan por caridad los de fuera) se preocupan de castigar tales vicios y de corregir semejantes desórdenes internos; la mayoría de ellos sólo piensan en la prosperidad temporal y exterior del Hospital” [113] . Las intrigas de otra de las jóvenes que trabajan en el Hospital, y la muerte del obispo Girard, protector de Luis, remplazado por Monseñor La Poype, hacen más amarga su situación. Entre tantas contrariedades, la gracia de Dios que pasa a través del joven sacerdote toca a algunas almas. Un día Isabel Trichet, hija del procurador de la ciudad vuelve de Misa y comenta a su hermana María Luisa: “¡Si supieras qué bella predicación acabo de escuchar! Jamás en mi vida he sentido algo tan conmovedor. El predicador es un santo” [114] . María Luisa ya lo conoce de oídas, pues otro de los hermanos, Alejo, que concurría a las reuniones semanales de jóvenes que tenía el P. Grignion, le había hablado del sacerdote que despertó en él el ideal sacerdotal. Alejo, que morirá más tarde, ya sacerdote, de peste, morirá “como todo sacerdote debe desear morir: ejercitando su ministerio en un Hospital” [115] . Lo cierto es que María Luisa, que compartía con sus dos hermanos predilectos el gusto por las cosas espirituales, toma la decisión de pedir al P. de Montfort que la dirija espiritualmente. Cuando se arrodilla en el confesonario, se sorprende al escuchar la pregunta: “¿Quién te ha mandado aquí, hija mía?”. “Mi hermana”, responde. “No, hija, no ha sido tu hermana; ha sido la Virgen Santísima” [116] . Desde ese momento, la vida de María Luisa Trichet no será la misma. Concurre asiduamente al hospital y se dedica con caridad siempre creciente a la asistencia de los pobres. Su madre, un tanto frívola, le dice un día: “Te volverás loca como ese sacerdote”. Bajo la guía de Luis María, ella ha comenzado a gustar la locura de la cruz, escándalo y necedad para los que no comprenden las extremidades del amor de Dios. Poco tiempo después, María Luisa Trichet decide emprender el camino de la vida religiosa, pero el P. Grignion la somete a una interminable espera, haciéndole explorar al mismo tiempo las profundidades de la negación y la renuncia, recorriendo con su director el mismo camino de incertidumbre humana y abandono en la Providencia. Un día, se atreve la joven a hacerle un reproche: “Tenéis tanto celo en ubicar a las jóvenes en comunidad y a hablar de su vocación al señor obispo... Conozco una infinidad que se han hecho religiosas gracias a vos; yo soy la única de la cual no os ocupáis”. Y él sólo responde: “Serás religiosa, hija mía, consuélate, serás religiosa”. Es que en la intimidad con Dios, un proyecto de fundación está madurando en el alma de Luis. 34
  • 35. Un hecho inesperado pone un paréntesis a la labor de Poitiers: debe ir a París en auxilio de su hermana Guyonne, la querida “Luisa”, nuevamente desamparada. Luis golpea innumerables puertas de la capital francesa, y en todas recibe la misma respuesta negativa. Consumido por el hambre y las privaciones va a dar al monasterio de las Benedictinas del Santo Sacramento, comunidad ejemplar. Estas monjas tenían la costumbre de ofrecer cada día una porción de comida a un mendigo, y se la ofrecen a Luis hasta que pueda terminar con el asunto que lo ocupa. Este acepta, a condición de compartir esa porción con un pobre, que lo acompaña todos los días. En sus conversaciones con las benedictinas, surge el tema de Guyonne-Jeanne. La Providencia, que ha probado a ambos hermanos hasta el extremo, no los abandona. Tras varios avatares, ella es admitida en las benedictinas con una mínima dote que una buena mujer se compromete a donar, y ha de partir con otras dos religiosas a una nueva fundación. Luis las acompaña, y ya de vuelta en Poitiers, escribe a su querida “Luisa” una carta en la que se expresa el valor de la prueba por la que ambos han pasado: “Permíteme que mi corazón, unido al tuyo, rebose de gozo; que mis ojos viertan lágrimas de devoción; que mi mano estampe en esta carta la alegría que me transporta. Yo no he perdido mi último viaje a Paris, ni tú has perdido cosa alguna en tu abandono y en tus cruces pasadas; el Señor ha tenido piedad de ti. Esta pobre hija ha gritado y el Señor la ha escuchado; inmolándola verdaderamente, interiormente, eternamente. Que jamás se te pase un día sin sacrificio y sin víctima; que el altar te vea más a menudo que la mesa y el lecho. Ánimo, mi querido complemento; pide insistentemente perdón a Dios, a Jesús, sumo sacerdote, por los pecados que he cometido contra su divina majestad, profanando el Santísimo Sacramento. Saludo a tu ángel custodio, el único que ha hecho el viaje contigo. Soy tantas veces tuyo cuantas letras tiene esta carta, con tal que tú seas otras tantas veces sacrificada y crucificada con Jesucristo, tu único amor, y con María, nuestra buena Madre” [117] . El afecto que nace por el vínculo de la sangre ha desaparecido ante el que une a ambos hermanos a la Cruz. Vuelto a Poitiers, Luis no ceja su empeño de reforma en el hospital y ve la ocasión de cristalizar el proyecto de fundación que se ha ido conformando en su interior. Propone a las jóvenes gobernantas constituirse en congregación religiosa. Ante el frontal rechazo de éstas, Luis tiene una iniciativa que parece calcada de la evangélica parábola de los convidados a las bodas [118] . Como el siervo fiel del Padre de familia, ante el rechazo de los primeros invitados, va luego y reúne a los débiles, cojos, ciegos, para hacerlos entrar en la sala del banquete; así Luis propone su proyecto a una veintena de jóvenes mujeres pobres y enfermas del hospital [119] . Y, en una pequeña estancia del hospital, a la que llama “Sabiduría”, dominada por una gran cruz para “recordar incesantemente a las jóvenes el misterio adorable que parece sólo locura a los ojos del mundo”, nace el germen de la congregación que sueña. Bajo una regla precisa de oración, meditación, lectura, trabajo, comida, recreación y servicio a los menesterosos del Hospital, con una cieguita como superiora, esta realización 35
  • 36. expresa cómo “el gran tema de la Sabiduría se impone así en la vida del Padre de Montfort; se impone como valor de choque y de contradicción, en el binomio neotestamentario sabiduría - locura, que es la clave de bóveda para el misterio del acceso al Reino de Dios. Recogiendo a la sombra de la Sabiduría, las hijas más íntimas asociadas al misterio de la humillación y de la pobreza de Cristo, ellas dicen, bien elocuentemente, que la relación con la Sabiduría pasa a través de la cruz. Aquel leño erguido al centro de la habitación con su desnudo cruce de líneas, manifiesta la arquitectura esencial de la sabiduría montfortiana. Ella es un juicio sobre el mundo que se irradia desde la gloria de la cruz, donde un Dios se ha hecho débil en la locura del amor” [120] . María Luisa Trichet se agrega al grupo, yendo a habitar en el hospital. Como las gobernantas no la admiten, pide ser recibida allí como pobre. El 2 de Febrero de 1703, el P. Grignion impone a María Luisa, que ha agregado a su nombre el posesivo “de Jesús”, un hábito tosco, su vestido nupcial de esposa de la Sabiduría encarnada, Jesucristo. La segunda en vestir aquel hábito es otra hija de la alta sociedad de Poitiers, vivaracha y bromista, Catalina Brunet, a la que el P. de Montfort la nombra lazarillo de la superiora ciega. Pero una nueva tormenta se produce para Luis: la administración del hospital disuelve la comunidad de la Sabiduría. Y a raíz de una reacción dura que Luis tuvo con un joven indecente, el obispo La Poype le prohíbe la celebración de la Misa. El fruto espiritual ha sido hasta entonces grande, pero en la apariencia todo parece fracasar. 36
  • 37. 37
  • 38. VI. En París, invitadoal banquete de la Sabiduría Luis se dirige nuevamente a París, llevando en el alma la amargura de esta prueba que ha echado por tierra su sueño. Hemos visto ya cómo en otra situación crítica, cuando Luis se aprestaba a dejar Nantes para ir a Poitiers, había mencionado al P. Leschassier, en una carta, su oración ante Dios por “una pequeña y pobre compañía de sacerdotes” para las misiones y la asistencia a los pobres. En el prolongado escrutar la voluntad de Dios en la oración, el proyecto permanece, y es sin duda uno de los móviles de este viaje a París. Porque en París están sus dos amigos de la adolescencia, ahora ya sacerdotes: Juan Bautista Blain, y el joven Claudio Poullart. Llegando a París, con aspecto más de mendigo que de sacerdote, Luis sabe dónde ir a morar: al hospital de la Salpetrière, inmenso albergue de todas las miserias humanas, construido por Luis XIV. Más de veinte sacerdotes, capellanes y voluntarios que asisten al hospital, ven con desconfianza la desgarbada figura del recién llegado que sin embargo se gana, por su sencillez y ternura, el amor de los enfermos y pobres. En su caritativa asistencia a las cinco mil almas necesitadas que alberga aquel hospital, Luis sólo busca “hacerlos vivir para Dios y morir a mí mismo” [121] . Luis hace una visita a Claudio Poullart, quien, sacerdote a los veintitrés años, se ha consagrado al servicio de las vocaciones pobres y acaba de fundar en París el Seminario del Espíritu Santo. Este entrañable amigo de Luis se consumiría velando por sus pobres seminaristas, muriendo pocos años después [122] . Sentados frente a frente, ambos amigos hablan de sus proyectos y Claudio Poullart promete a Luis misioneros de entre los que salgan de su casa de formación. Es una esperanza, lo único que la Providencia ofrece a Luis, mientras en un misterioso designio de purificación va a someterlo, en esta estadía en París, a la prueba más radical del abandono. Un día que Luis se apresta a comer su ración en el Hospital, encuentra bajo su plato un papel con la orden de retirarse de aquella casa de dolores. Luis, dejando todo a los pobres, se va sin la menor protesta. No tiene a dónde ir y encuentra refugio en una vieja casa, bajo el hueco de la escalera, en la calle llamada “del Pot-de-Fer”, junto al noviciado de los jesuitas. Su amigo Blain va a verlo y nos cuenta que “estaba allí tan escondido y desconocido, que me costó mucho encontrarlo en aquél lugar tan semejante al establo de Belén. Efectivamente, era sólo un pequeño hueco bajo la escalera que el sol apenas 38
  • 39. iluminaba. No vi como mobiliario, más que un vaso de terracota y creo que un miserable lecho que sólo era apto, como el lugar, para andrajosos y desgraciados” [123] . La conversación con Luis fascina a Blain, como en otros años, pero el propio cuño sulpiciano y las dudas de los superiores de San Sulpicio sobre Luis, lo frenan en su impulso de seguir a su amigo en esa aventura del espíritu, la fundación que se propone. Mientras Luis gusta el cáliz de la soledad y el abandono, corren como reguero por París, por ese París que en el naciente siglo XVII se orienta hacia el enciclopedismo racionalista, las más ridiculizantes murmuraciones sobre el sacerdote que, por sus maneras y sus gestos “excesivos”, contradice al mundo y al “instalarse” en él de tantos hombres, incluso clérigos. Luis siente seguramente el aguijón de las miradas, ya despreciativas, ya burlonas, que surgen a su paso. Un día, el P. Leschassier “está en la casa de campaña –Issy– con sus seminaristas, primogénitos tranquilos y custodiados con inteligente amor, cuando la gran figura del hijo pródigo aparece en medio del grupo. Y el aspecto de este hombre que humilla hasta en sus harapos la dignidad sacerdotal, es tal que contraría vivamente al P. Leschassier. El cual recibe a Luis «con un rostro helado, y lo despide vergonzosamente, con aire seco y desdeñoso, sin querer hablarle ni escucharle». Juan Bautista Blain, asiste «aniquilado» a la humillación de su amigo: éste la soporta con impasible dulzura, y se retira, acompañado un trecho del camino por el piadoso Blain” [124] . Este mismo nos cuenta el juicio que por entonces tenía el P. Leschassier sobre su antiguo dirigido, y que llegó a enfriarlo a él en el deseo de seguirlo: “es muy humilde, muy pobre, muy mortificado, muy recogido, y a pesar de todo, me cuesta creer que sea movido de buen espíritu” [125] . A veces Luis sale de su cuartucho para predicar en algunas iglesias. Entonces su palabra, que resuena con potencia, encantadora para ensalzar a la Santísima Virgen, cautivadora para atraer a la Misericordia Divina de Jesucristo, se hace terrible contra los errores de los jansenistas [126] , lo que le granjea no pocos enemigos. Combatido de sus enemigos y olvidado por sus amigos, la Cruz es sin embargo fuente de gozo en el alma de Luis, que ha hecho de su refugio morada de ermitaño, consumiendo el tiempo en una prolongada y quieta unión con Dios en la oración y la contemplación. Se trasluce el estado de su alma en la carta que el 24 de Octubre de 1703 escribe a María Luisa Trichet: El cielo y la tierra pasarán antes que Dios falte a su palabra, consintiendo que una persona que espera en él con perseverancia se vea frustrada en su esperanza. Experimento que continúas pidiendo a Dios la divina Sabiduría para este miserable pecador, por medio de cruces, humillaciones y pobreza. Coraje, querida hija, coraje. Te soy infinitamente deudor, siento el efecto de tus oraciones, porque soy más que nunca pobre, crucificado, humillado. Los hombres y los diablos me hacen una guerra bien amable y dulce en esta gran ciudad de París. Que sea calumniado, que sea ridiculizado, que se destroce mi reputación, que sea arrojado en la prisión. ¡Cómo son preciosos estos dones, qué delicados manjares, qué encantadoras grandezas! Son el séquito y el equipaje indispensables que la divina Sabiduría trae 39
  • 40. consigo a la casa en donde quiere habitar. ¡Cuándo me será dado poseer esta amable y desconocida Sabiduría! ¡Cuándo vendrá a morar en mí! ¡Cuándo me veré lo suficientemente provisto para servirle de refugio en una población donde se halla sin techo y despreciada! ¡Ah!, ¿quién me dará a comer este pan del entendimiento, con el cual ella nutre a las grandes almas? ¿Quién me dará a beber el cáliz con el cual apaga la sed de sus servidores? ¡Ah, cuándo me hallaré yo crucificado y perdido para el mundo! [127] 40
  • 41. 41
  • 42. VII. «El amorde la Sabiduría Eterna» En la crucifixión, Luis busca la Sabiduría. Y, en el silencio eremítico del hueco bajo la escalera de la calle del Pot-de-Fer, escribe: “¡Oh Sabiduría, recibe los trazos de mi pluma como los otros tantos pasos que hago para encontrarte!” [128] . Así nace su primera obra espiritual, El amor de la Sabiduría eterna, que, si trasluce en sí el influjo de los Padres y de las escuelas jesuítica y francesa, no deja de presentarse con la fresca originalidad de una síntesis que ha cuajado muy personalmente en el alma de Luis María Grignion. Sobre el trasfondo de los libros sapienciales de la Escritura, es el pasaje paulino de la primera Carta a los Corintios la clave de bóveda que lo inspira: “...nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para aquellos que son llamados, judíos o griegos, predicamos a Cristo, potencia de Dios y Sabiduría de Dios...” (1Co 1,23s.). En páginas admirables, que lamentamos no poder citar enteras, ha penetrado B. Papásogli en la profundidad de sentido de esta obra: La estructura del opúsculo refleja el entrecortarse de un doble ritmo: el primero es el de una meditación cristológica: «El contempla, –escribe Poupon– la Sabiduría divina, personificada en el Hijo del Padre; contempla esta misma Sabiduría que se expresa en el plano temporal, mediante la creación del universo; la contempla encarnada y anonadada en su vida mortal, gloriosa y triunfante en los cielos. Bajo la irradiación del luminoso tríptico, descubre los medios para comulgar con la Sabiduría, especialmente la mediación de María, o más bien la unión constante a aquella providencial y necesaria mediación». Este ritmo se entrecruza, en la obra de Montfort, con una sucesión de pasajes que focalizan las mismas realidades en la clave de un itinerario espiritual, que culmina en la unión con el crucificado. La Sabiduría es, dice Luis, «una ciencia sabrosa, sápida scientia, o bien el gusto de Dios y de su verdad», ciencia de las cosas de la naturaleza y de aquellas de la gracia «que no sea ordinaria, árida y superficial, sino extraordinaria, santa y profunda». Ella es «un ojo del corazón» abierto sobre la lógica de Dios: es, en realidad, el conocimiento de Cristo, la participación de la luz de El, Sabiduría sustancial e increada. No se obtiene de otro modo que en una comunión de vida con Él. Ya que «la Sabiduría es Dios mismo: he aquí la gloria de su origen». Ella tiene un nombre propio, el nombre del Hombre- Dios: Jesús. El objeto real de esta obra dedicada a la Sabiduría, es el problema –fundamental en la experiencia de fe– del conocimiento vital de Cristo, y del camino de unión con Él. El asunto inicialmente doctrinario concluye en cadencias ardientes propias del discurso místico: la Sabiduría es cantada, también aquí, con las palabras que encubren el misterio nupcial; ella es la Esposa cuyas bodas se celebran en la cruz. [129] Haciendo contraste con la Sabiduría de Dios, Luis de Montfort pinta el retrato del sabio según el mundo: 42
  • 43. Esta sabiduría mundana está completamente de acuerdo con las máximas y modas del mundo; es una propensión hacia la grandeza y estimación; es una busca continua y secreta de la propia satisfacción e interés, pero no de un modo grosero y provocador, cometiendo algún pecado escandaloso, sino de una manera solapada, astuta y política, pues de otro modo no sería sabiduría según el mundo, sino más bien libertinaje. El mundo llama sabio al que sabe desenvolverse en sus negocios y sacar ventaja temporal de todo sin aparentar pretenderlo; al que conoce el arte de fingir y engañar con astucia, sin que los demás se den cuenta; al que dice o hace una cosa y piensa otra; al que nada ignora de los gustos y cumplimientos del mundo; al que sabe adaptarse a todos para conseguir sus propósitos, sin preocuparse poco ni mucho de la honra y gloria de Dios; al que trata de armonizar la verdad con la mentira, el Evangelio con el mundo, la virtud con el pecado y a Jesucristo con Belial; al que desea pasar por hombre honrado, pero no por hombre piadoso; al que desprecia, interpreta torcidamente o condena con facilidad las prácticas piadosas que no se acomodan a las suyas. En fin: sabio, según el mundo, es aquél que, guiándose sólo por las luces de la razón y de los sentidos, trata únicamente de salvar las apariencias de cristiano y de hombre de bien, sin preocuparse lo más mínimo de dar gusto a Dios y de expiar por la penitencia los pecados que ha cometido contra su Divina Majestad. La conducta de este sabio se apoya en el punto de honra, en el «qué dirán», en el vestir elegante, en la buena mesa, en el interés, en las comodidades y en las diversiones. Sobre estos siete móviles, que él considera inocentes, se apoya para llevar una vida tranquila. Posee virtudes especiales por las cuales le canonizan los mundanos; tales son el valor, la finura, la buena crianza, la habilidad, la galantería, la urbanidad y la jovialidad. Mira como pecados considerables la insensibilidad, la necedad, la rusticidad, la santurronería. El sabio según el mundo sigue con cuanta fidelidad puede los mandamientos que el mundo ha compuesto: 1. Conoce bien el mundo. 2. Vive como hombre honrado. 3. Procura ganar dinero. 4. Conserva lo que ya tienes. 5. Aspira a grandes cosas. 6. Procúrate amigos. 7. Frecuenta la alta sociedad. 8. Procura comer bien. 9. Esquiva la melancolía. 10. Evita la singularidad, la rusticidad, la grosería y la beatería. [130] Esta página es clave para entender a San Luis María Grignion de Montfort, ya que, si en el decir de Belloc, Dios ha dado cada época el santo más capaz de contradecirla, a San Luis María se lo entiende ...no en el contraste con la figura del libertino ateo, o del gran pecador... (...) sino en el contraste con el «honnête homme», que no arriesga, que no osa, que no ama... (...) no el pecado en su profundidad de negación; más bien el rostro «burgués» y lo mediocre: no el rechazo, sino aquel modo más sutil de rechazar que es el compromiso; no el ateísmo, sino Dios redimensionado, forzado dentro del cuadro macizo de los 43
  • 44. egoísmos humanos. A este hombre Luis opone Aquél que Pilatos señaló «sin gracia ni belleza», en la desnudez de su donación total. Tal es el sentido de cargar con su cruz, del gritarle en la cara al propio siglo las bienaventuranzas, del aceptar en la propia vida las consecuencias de la lógica de aquel Dios. No gritaría tan alto, si no sintiese la urgencia tan profunda... (...) En esta luz deberemos leer, en lo que sigue, todos los sucesos del misionero: medir sus calvarios gigantes, entender sus rabiosos gestos de amor; gestos del que toma sobre sí, con un lenguaje que tiene el dramatismo de la simbología profética, el riesgo y la pasión espiritual que una civilización cada vez más laica ha rechazado. [131] Al oeste de París surge el Mont-Valérien, colina siempre cubierta de nieve en invierno, desde donde se domina la ciudad. Allí habíase establecido, desde comienzos del siglo XVII, una comunidad de eremitas, cuyos blancos y toscos sayales de penitentes confundíanse con el gélido paisaje. En la época en que Luis está en París, el arzobispo Noailles [132] se encuentra preocupado porque la relajación y la crisis han hecho mella en la ejemplar comunidad. Hace falta enviarles un reformador, un hombre providencial. Y el arzobispo, vaya a saberse por qué caminos de Dios, elige al sacerdote despreciado que habita en el cuartucho de la calle del Pot-de-Fer y lo envía al éremo. Una curiosa «misión» al corazón de la vida contemplativa. Y Luis, más por su ejemplo que por sus palabras, hecho uno más de aquellos monjes, obra el milagro: el fervor, la paz y la concordia vuelven a reinar en ese silencio penitente lleno de Dios. 44
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