9. Liceo Bicentenario de Excelencia
San Pedro – Puente Alto
¿Somos libres?
Cormac Burke1
¿Es libre el hombre?
Nunca como hoy se ha hablado tanto de la libertad del hombre. Si es de los temas actuales que más
preocupan, ¿será porque hay más libertad en el mundo moderno? ¿O acaso puede ser porque hay menos?2
Por una parte, se puede sostener, no sin razón, que nuestra libertad personal, en el campo individual,
social, político y económico, se ve cada vez más reducida (sin ir más lejos, nos encontramos limitados por una
serie de condicionantes que nos impone el Estado: controles económicos, impuestos, aparato burocrático, etc.).
Sin embargo, mucha gente mantendría que la libertad personal —la libertad en la conducta personal—
va en aumento, por lo menos en las sociedades occidentales. Uno es más “libre” para hacer lo que le da la gana
en algunas esferas del campo moral; por ejemplo, en todo lo que se refiere al sexo. Parece que la gente, en 9
general, acepta menos restricciones en el campo sexual que antes. Aunque parece también que esta mayor
“libertad” en la conducta no está dando, como resultado, una mayor felicidad en la vida, y uno se queda con la
sensación de que es poco satisfactoria una libertad cuyo incremento no lleva a una mayor felicidad.
Otros niegan rotundamente la misma idea de libertad. El hombre no es libre. De hecho —afirman—, es
un ser condicionado, y en sus acciones sigue unas normas dictadas por características hereditarias y por sus
propias circunstancias. El hombre se engaña —dicen— cuando habla de su libertad.
Evidentemente, lo primero que tenemos que hacer es intentar aclarar esta cuestión 3. Cuando hablamos
de libertad, ¿hablamos de algo real, por difícil que sea definirlo, o hablamos de algo imaginario?
Libres..., y aún no libres
¿Es el hombre libre, o no lo es? ¡Yo estaría dispuesto a defender las dos proposiciones!: que sí lo es y
que no lo es... Todo depende, claro, de lo que uno entienda por libertad, porque la palabra encierra una cierta
ambigüedad. Si el decir que el hombre es libre quiere decir que tiene libre albedrío, que posee una capacidad
de elección inteligente, yo estoy dispuesto a defender esta proposición contra todos los deterministas.
Indudablemente, puede haber momentos en los que creamos que nuestro libre albedrío quedó disminuido, o
quizá totalmente vencido, por las circunstancias. Nadie negará que esto puede ocurrir. Pero me figuro que
nadie tampoco negará que no ocurre siempre, y que fácilmente nos podemos engañar en cuanto a tales
momentos; que cuando decimos que fuimos vencidos por la pasión, el mal genio o las circunstancias, lo que
probablemente ocurrió es que, haciendo uso de nuestro libre albedrío, escogimos lo fácil antes que lo difícil.
Resulta cómodo y atractivo ser determinista cuando uno no está preparado a escoger las opciones más
difíciles; cuando uno no está dispuesto, por ejemplo, a controlar la sensualidad, a dominar el espíritu crítico, a
aceptar sus responsabilidades, a rectificar una ambición egoísta...
Por tanto, al conceder que puede haber casos en los que nuestro libre albedrío se vea disminuido o
superado por las circunstancias, yo mantendría que éstos, en las personas normales, son poco frecuentes. A una
persona normal le basta pasar revista a sus acciones de un día cualquiera para convencerse de que podía, con
toda facilidad (o al menos con toda seguridad), haber variado muchas de ellas: podía no haberse levantado por
la mañana o haberse levantado en el acto; podía haber escrito aquella carta antes que ésta; podía haber elegido
una comida u otra; podía haber visto un programa de televisión o dejarlo de ver; podía haber tenido una
discusión con su mujer en lugar de haberla evitado, o podía haber evitado la discusión en lugar de haberla
tenido...
En otras palabras, una persona corriente sólo tiene que reflexionar un poco para estar convencida de
que cada día ha ejercido un poder de elección en determinados sentidos, y que podía haber ejercido ese mismo
poder en otros, incluso opuestos. Y esto significa estar convencido de que uno tiene libre albedrío.
Ahora bien, libre albedrío —poder de elección— no coincide perfectamente con libertad. Yo puedo
escoger esto o aquello: huevos fritos o huevos pasados por agua, por ejemplo, si me ofrecen la elección... Si
solamente me ofrecen huevos pasados por agua, ya sólo soy libre para comer o para pasar hambre, lo que no
tiene mucho de libre elección. No, libre albedrío y libertad no son sinónimos. Con mi libre albedrío puedo
decidir hacer un viaje a Nueva York. Pero si no tengo dinero con que pagar el billete, no soy libre para realizar
el viaje. Un esclavo tiene libre albedrío, pero no tiene libertad. La libertad, por tanto, no consiste solamente en
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poseer el libre albedrío; consiste en algo más. Y yo sostendría que nosotros carecemos de ese “algo más”, que
todavía no hemos alcanzado la libertad en toda su plenitud.
¿Libertad es lo mismo que independencia?
La pregunta inmediata será qué es ese “algo más”. ¿Es la independencia? Algunas personas parecen
creer que libertad viene a significar esencialmente independencia. Cuando dicen que el hombre es libre o que
debe ser libre, quieren dar a entender que es independiente o que debe llegar a ser independiente. Esta sí que es
una tesis que yo negaría absolutamente. Me parece del todo obvio que el hombre no es independiente.
De hecho, es una criatura extremadamente dependiente. Uno de los comentarios que me suelen parecer
más falsos o, al menos, equívocos, entre los que se repiten a menudo acerca de la libertad, es que “el hombre
nace libre”. ¿Que nace libre? ¿Puede imaginarse una cosa más indefensa y dependiente que un niño recién
nacido? No, el hombre nace con dependencias evidentes. Al comienzo de su vida, sus dependencias son 10
totalmente involuntarias, casi inconscientes: aire, luz, calor, alimento... Según va creciendo empieza a elegir
cosas que muchas veces le crean nuevas necesidades y dependencias voluntarias.
Depende de un tren o de un coche para desplazarse, del tabaco para calmar sus nervios, de la
popularidad para inflar su ego, de los periódicos para tener sus propios puntos de vista, de su mujer y de sus
hijos para sentirse querido...
Pensar, como hace mucha gente, que el desarrollo humano auténtico significa llegar a un estado de
autosuficiencia total es erróneo, porque una autosuficiencia total es sencillamente imposible para el hombre, y
tratar de alcanzarla es una forma de autodestrucción. Cuanto más vive uno, tanto más dependiente —y, por
consiguiente, tanto menos autosuficiente— se va haciendo. Uno se hace más dependiente de pocas o de
muchas cosas, de cosas que son importantes o que no lo son, de cosas que le hacen más hombre o menos
hombre, de cosas (en definitiva) que le hacen más libre o menos libre... De hecho, la categoría de la vida de un
hombre es función directa del tipo de cosas de las que depende. Y nos acercamos al auténtico problema de la
libertad cuando decimos que el problema radica en el tipo de dependencias que uno va adquiriendo a lo largo
de su vida. El hombre que depende del alcohol, las drogas, el sexo o, sencillamente, de sus “ganas” o
“desganas”, difícilmente puede considerarse libre. Dejarse arrastrar por el sexo, por ejemplo, y centrar la vida
en ello, es una abyecta esclavitud.
Pero el hombre, precisamente porque no es un ser autosuficiente, necesita ansiar algo o depender de
algo. Y la libertad tiene precisamente mucho que ver con ansiar y depender de cosas que eleven al hombre, le
desarrollen y le ennoblezcan. El querer y anhelar la verdad o la bondad o el amor, por ejemplo, es parte de ese
juego de la libertad, de ese proceso de auténtica liberación. Gustave Thibon habla de una “dependencia
muerta, que oprime al hombre, y una dependencia viva que le abre y eleva”. Y añade: “La primera de estas
dependencias es la esclavitud; la segunda, la libertad.”
Hasta ahora he evitado —a propósito— el difícil problema de definir la libertad. Quizá ahora podamos
intentar una definición. La mayor parte de la gente, si se le inquiriese, probablemente diría que la libertad es el
“poder de hacer lo que te da la gana”. Esta idea superficial de la libertad, como fácilmente se puede comprobar,
no vale. Uno puede hacer muchas cosas porque le da la gana, y ser menos libre como resultado.
Para utilizar el sencillo ejemplo de Frank Sheed: uno puede comer todo lo que le da la gana y obtener
como resultado aquella limitación de la libertad que llamamos indigestión.
No, la libertad no es el poder de hacer lo que a uno le da la gana; es algo mucho más importante. La
libertad fluye del espíritu, de nuestra alma, como propiedad o característica de la voluntad, y permite poseerse a
sí mismo de tal modo que mis acciones se deban sólo a mí mismo. De modo que podríamos decir que la
libertad supone el poder de ser plenamente uno mismo, o la capacidad de llegar a ser plenamente uno mismo;
la posibilidad de llegar a realizar plenamente nuestras potencias humanas.
Por eso, en un cierto sentido, el hombre no nace ya libre; pero nace con potencia o posibilidad de serlo,
con el poder de hacerse libre, de hacerse dueño de sus propias acciones. De un modo todavía más paradójico,
se puede decir que el hombre nace con el poder de hacerse hombre... Un cachorro se convierte, de un modo
natural, en un perro plenamente desarrollado sin necesidad de preocuparse por el proceso. Pero un niño no se
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convierte automática e inevitablemente en un hombre propiamente dicho. Si se entiende por hombre al ser
humano llegado a su perfección o en camino de llegar, espiritual y moralmente desarrollado, uno no llega a ser
hombre sencillamente por haber cumplido veintiuno o treinta y tres años. Uno puede no llegar nunca a ser
hombre en pleno sentido; algunos, de hecho, nunca llegan a serlo.
Un hombre no es cualquiera que esté físicamente bien desarrollado. Las potencias físicas del hombre se
desarrollan automáticamente. Pero tiene también potencias espirituales, y éstas pueden desarrollarse
insuficientemente o desarrollarse mal. Pueden quedarse subdesarrolladas. Se encuentran hombres en plena
madurez física quienes, sin embargo, tienen la inteligencia subdesarrollada. Y se encuentran, sobre todo,
quienes tienen la voluntad subdesarrollada: tienen poca o ninguna fuerza de voluntad.
En otras palabras, no son todavía hombres, porque no son dueños de sí mismos o de sus propias
elecciones. Aún no ejercitan su libertad. Por tanto, aún no son propiamente libres; aún no poseen ni plena ni
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firmemente —y pueden acabar perdiéndolo— lo que es más característico de la naturaleza humana: el dominio
sobre los condicionantes físicos o biológicos que determinan inexorablemente la conducta de los animales (y en
la pérdida de ese dominio o ese control hay siempre culpa o culpas personales; todo hombre puede, y debe,
desarrollarse bien, madurar y mejorar su libertad).
La persona que, en sus acciones, se deja llevar de modo habitual por lo que le apetece estará
seguramente subdesarrollada, desde el punto de vista de la libertad. No estará en posesión efectiva de ella.
Estará motivada, por encima de todo, por la comodidad, el instinto, la pasión; lo que no presenta ninguna
diferencia práctica respecto a la conducta de los animales. De este modo, el pecado, aunque es un signo de la
existencia de la libertad en la voluntad, no es un acto o afirmación de la libertad, sino que va contra ella (de
parecida forma a como el error es signo de la existencia de conocimiento en la inteligencia, pero no es un acto
de conocimiento verdadero, sino todo lo contrario).
Libertad futura
De modo que —insisto— la libertad es la capacidad de elegir los medios adecuados para desarrollar
nuestro fin personal, exentos o por encima de los determinismos animales. Por eso la libertad incluye el poder
de realizar las propias potencialidades, el poder de desarrollarse, de crecer, de alcanzar la propia y auténtica
personalidad, de no tener que ir a la deriva, de no verse obligado a ser menos que un hombre.
Ahí está la paradoja. Por eso somos libres y no somos libres. Somos libres porque tenemos libre
albedrío. No somos libres plenamente porque no se han desarrollado todas nuestras posibilidades ni superado
nuestras necesidades. La mayoría de las personas estaría de acuerdo en que mientras uno tiene deseos o
necesidades no satisfechos no es plenamente libre. En un momento de la Segunda Guerra Mundial, los aliados
expresaron sus objetivos de guerra en la declaración de las Cuatro Libertades.
Me he olvidado de tres de ellas, pero una creo que fue “Libres de necesitar”. Esto, bien entendido, es la
verdadera libertad. No se trata solamente de estar libre del hambre o de la necesidad material. Esto es esencial,
pero no basta. Ser mendigo y, de pronto, heredar un millón de dólares no trae consigo el verse libre de
necesitar. Una persona a quien le pasara esto seguiría necesitando más: más amor, más fama, más placer, más
amistad, incluso más dinero. La auténtica libertad de necesitar implica el haber llegado a un estado en el que
uno no necesita más; no por una reducción al Nirvana, donde uno está satisfecho porque ya no le queda
ningún deseo, sino por la plena satisfacción de las auténticas necesidades de su propia naturaleza, o, dicho de
otro modo, por el descubrimiento y fomento de los deseos que verdaderamente elevan y liberan. Cada uno
tiene que descubrir cuáles son estas auténticas necesidades; tiene que descubrir, por ejemplo, que el amor es
una necesidad más auténtica que el sexo, o que no se puede ser feliz y libre dejando insatisfecha su inmensa
necesidad de bondad, y de verdad, y de belleza...
Si la libertad incluye el desarrollo máximo de las mejores de nuestras potencias (inteligencia y voluntad),
evidentemente va dirigida hacia un estado donde, por fin —así esperamos—, seremos verdaderamente
nosotros mismos, donde habremos desarrollado todas las potencialidades de nuestra naturaleza y nos
poseeremos a nosotros mismos plenamente. Ahora bien, está claro que todavía no poseemos ese estado.
Cuando hablamos de la libertad en este sentido estamos hablando de una libertad futura, meta definitiva de
nuestra vida, hacia la cual intentamos tender y de la cual procuramos no apartarnos.
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La importancia de lo que se elige
Pero vamos a observar de cerca esa libertad presente que es nuestro libre albedrío, nuestro poder de
escoger entre distintas alternativas, nuestro poder de decir “Sí” o “No”.
Esta libertad es la que caracteriza a todo hombre, formando la base de su dignidad y convirtiéndole en
un ser capaz de asumir responsabilidades. Es libre y responsable porque puede escoger. Si el encarcelamiento
es un castigo tan grande es porque priva al hombre de numerosas elecciones. Su libertad de elección se ve
brutalmente reducida. Puede dar un paseo por el patio de la cárcel, pero no por las calles de la ciudad, ni por el
campo. Puede comer la comida que le ofrecen o pasar hambre; pero no puede salir a comerse un buen bistec.
Otro punto es que mientras unas decisiones nos desarrollan más, otras nos desarrollan menos, y hay
incluso algunas que impiden nuestro desarrollo. No tenemos personalidad estática. Cambiamos a lo largo del
tiempo, querámoslo o no, nos guste o no. Hasta cierto punto, las circunstancias nos obligan a cambiar. Pero lo 12
que fundamentalmente afecta a esta constante variación de nuestra personalidad son nuestras decisiones libres:
un “Sí” en lugar de un “No”; un “No” en lugar de un “Sí”. Somos como caminantes que constantemente
encontramos cruces de varios caminos (cada elección es un cruce) y debemos elegir. Evidentemente, por tanto,
es importante saber qué tipo de cosas escoge uno y cómo afectan a su desarrollo como persona, a su
personalidad, dado que ninguna elección, como ningún camino, es indiferente. Todas tienden a llevarte a algún
sitio, arriba o abajo, hacia tu meta (si la tienes) o lejos de ella...
Pueden también no llevarte a ninguna parte; ser un callejón sin salida, un camino que se hunde en un
pantano o que se pierde en las arenas del desierto.
Gente subdesarrollada
Si echamos una mirada atrás a cualquier etapa de nuestra vida —los últimos cuatro o cinco años, por
ejemplo— y observamos nuestra conducta personal, vemos que hemos escogido ciertas cosas que podíamos no
haber escogido, y que, en ese caso, hoy seríamos otra persona. Mi historia personal podía haber sido totalmente
diferente, para mejor y para peor... Si, con la experiencia adquirida, pudiéramos volver a vivir esos años de
nuevo, me imagino que la mayor parte de nosotros variaría más o menos algunas decisiones —porque eran
decisiones pobres, que no nos ayudaron—, convencidos de que alguna otra alternativa hubiera sido mejor.
Evidentemente, no podemos cambiar el pasado, pero sí podemos aprender de la experiencia, con la esperanza
de acertar en nuestras decisiones futuras.
Se nos habla hoy mucho de países subdesarrollados. Por regla general, se está hablando de países que
hacen enormes esfuerzos precisamente para desarrollarse, mostrando quizá mayores síntomas de vitalidad que
muchos países “desarrollados”. Pero, ¡cuánta gente subdesarrollada existe en este mundo nuestro! Personas
cuyas vidas se mueven en círculos estrechísimos, cuyos horizontes se limitan a pequeños intereses y
satisfacciones personales; gente aburrida de su trabajo y aburrida de su casa; gente cuya vida parece centrarse en
un equipo de fútbol, en una quiniela, en sus cuatro comodidades...; gente que, en definitiva, no está haciendo
ningún esfuerzo para desarrollarse.
Saber decir “Sí” o “No”
¿Cómo puede caer una persona en tal estado de apatía? Generalmente, a base de sus propias decisiones
libres, a base de elegir sistemáticamente las opciones fáciles, los caminos más inmediatamente atrayentes, en los
cruces que encuentra. El resultado de ejercer en este sentido la libertad es, en el mejor de los casos, un estrecho
callejón, una senda encajonada; a veces, un callejón sin salida; en los peores casos, puede ser un precipicio o un
desierto.
Una senda encajonada, una rodera, es un modo condicionado de elegir, un modo no-libre de elegir. Se
puede caer en una de estas roderas sin darse cuenta de ello. Decir siempre “Sí” a las mismas cosas, sin pensar
en el hecho de que, en lugar de vivir realmente como un hombre libre —tomando decisiones conscientes y
auténticas—, se está sencillamente yendo a la deriva. A veces una persona sí que se da cuenta de la rodera, o
llega a darse cuenta, y le gustaría salir de ella. Entonces descubre que no es tan fácil, que el hábito adquirido
cuesta de romper. Si, de hecho, no pudiera romperlo, no sería libre. La persona que no puede evitar el tumbarse
en una butaca siempre que ve el televisor encendido..., o la persona que se da cuenta de que debería dejar de
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fumar y no lo consigue..., han perdido - al menos en relación con estas materias - su libertad. No pueden decir
que “No”, y para ser libre es esencial poder decir “Sí” o “No”. Para constatar la libertad es esencial tener al
menos dos opciones. Si uno tiene solamente una opción, si sólo puede decir que “Sí”, o que “No”, entonces no
se deja margen al ejercicio de la libertad. Una opción, claramente, no tiene nada de opción. Es en estos casos
cuando se suele comentar, no sin razón, que “no había ninguna opción”.
Libertad y sexo
Creo que aquí, en nuestra consideración del tema de la libertad, podría muy bien hacerse sentir una nota
de urgencia. Somos libres para elegir, y estamos constantemente ejerciendo esta libertad de elección, escogiendo
caminos que llevan a algún sitio.
¿Adonde? Un hombre está completamente perdido, en cuanto a su propia vida, si no sabe a donde le
está llevando. No tiene realmente el control de ella si no se ha propuesto una meta y está empleando su libertad 13
de opción para alcanzarla. Sólo la persona que tiene un objetivo en su vida, un objetivo de desarrollo personal,
puede emplear su libre albedrío inteligentemente. Lo puede emplear inteligentemente de una manera positiva:
escogiendo aquellas cosas que le ayuden en su desarrollo, que enriquezcan su personalidad y su vida. Y lo puede
emplear inteligentemente de una manera negativa: evitando aquellas decisiones que puedan limitar su
desarrollo personal, evitando la elección de cosas que puedan empequeñecerlo y sumergirlo en la rutina de un
estático subdesarrollo, o, lo que es mucho más grave, esclavizarlo más y más, llegando incluso a aniquilarlo.
Consideremos un apartado obvio: “Sexualidad y libertad”. Veamos el caso de la persona que ejerce
alguna forma de autocontrol en materia sexual, que elige observar las normas de la moral cristiana, con las
restricciones que llevan consigo; sabe que el sexo está hecho para el matrimonio y, por tanto, que es preciso
controlar los pensamientos sexuales, la imaginación, etc., y también prescindir de cierto tipo de libros o
películas o espectáculos. ¿Cabe decir que esta persona es menos libre que el hombre abandonado a sus
instintos, que no reconoce restricción alguna y hace lo que en cada momento se le apetece?
Restricciones y libertad
¿Es menos libre una persona por el hecho de aceptar unas normas o leyes y las restricciones que lleven
consigo? ¿Implica toda restricción una pérdida de libertad? ¿Sí?... Piénsalo bien... Pues ¡no! No estoy de acuerdo
con que toda restricción implique necesariamente una pérdida de libertad. Ciertas restricciones son, de hecho,
una garantía para conservar o para desarrollar la libertad. Una persona las acepta porque está personalmente
convencida de que si no las observa puede perder su libertad.
La cabina de un avión es un espacio restringido que ofrece más bien poca libertad de movimientos. Sin
embargo, el que compra un billete para Nueva York y se mete en ella no es probable que la abandone en pleno
vuelo... ¡para afirmar su libertad! La libertad que le interesa es la que le permita llegar a Nueva York, y las
mismas restricciones de la cabina (el aire presurizado y acondicionado, cuando fuera apenas hay oxígeno y la
temperatura está a 45 grados bajo cero; el ir a 950 kilómetros por hora) le ayudan a sacar el máximo partido del
ejercicio de su libertad.
Una carretera es una restricción. Su pavimento tiene una anchura determinada, curvas, peraltes. Pero el
hombre que decida, de pronto, que ya está bien de ser esclavo de estas restricciones y, en vez de seguir la
próxima curva, continúe recto hacia adelante, probablemente descubrirá que esta afirmación de su libertad le
deja en el fondo de un barranco o aplastado contra un árbol. Una autopista es un ejemplo todavía más claro. La
autopista tiene más restricciones; está cercada, tiene un número limitado de entradas y salidas, velocidades
máximas, a veces incluso mínimas... Sin embargo, nadie que tenga un poco de sentido común, al decidir entrar
en la autopista, considera estas restricciones como algo que limita su libertad, sino como algo que le ayuda a
sacar el máximo partido de ella.
Si un hombre se enamora de una mujer, si un chico se enamora de una chica, y su amor es un amor
verdadero (un amor puro, si se nos permite emplear una palabra tan clara como tradicional), querrá ser libre
para amarla. Si es un hombre normal y sincero, sabrá que su naturaleza sexual —que puede ser dirigida hacia el
servicio y la expresión de su amor— debe ser dirigida hacia ese fin. Sabrá que esa orientación y subordinación
de la sexualidad hacia el amor exige un control que la misma sexualidad no acepta fácilmente. Su tendencia es
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buscar su propia satisfacción sin condiciones. Y si se la deja descontrolada, arrolla todo, destruyendo el amor y
esclavizando.
“Yo escogí la esclavitud”
Los que no quieren admitir ninguna restricción en el campo sexual corren el peligro de perder su
libertad para amar, incluso de perderla por completo. Al decir que “Sí” a un instinto tan imperioso como el
sexual, y tantas veces cuantas se hace sentir, pierden su capacidad de decir “No”. Y —hay que insistir en este
punto— un hombre no es libre a no ser que también pueda decir que No. “Puedo resistir cualquier cosa
menos la tentación”, decía Oscar Wilde, con su característica ironía. No era libre. Era un esclavo (aunque, por
lo menos, se daba cuenta de ello). ¿No habrá muchas personas en este mundo de hoy que están voluntaria y
rápidamente forjando su propia esclavitud? (aunque —posiblemente— bastantes de ellas no se den cuenta).
Yo escogí la libertad fue el título de un conocido best-seller de hace veinticinco o treinta años. Alguien 14
—no recuerdo quién— puso pegas al título: que no tenía sentido, que no se puede escoger la libertad. ¡Pues sí
se puede! Como se puede escoger lo contrario de la libertad. Me temo que la autobiografía de muchos, hoy día,
pudiera tristemente intitularse Yo escogí la esclavitud. La elección de una persona al hacer esto, al ver o leer
aquello, etc., puede ser una elección libre; ahí está su responsabilidad. Pero en muchos casos no es, bajo ningún
concepto, una elección en favor de la libertad. Es una elección en favor de la esclavitud.
¡Elegir la esclavitud!, y elegirla libremente... Suena a absurdo. Y, desde luego, no cabe duda de que, en
cierto sentido, lo es; absurdo e irracional. Pero no más absurdo ni imposible que el caso de un pueblo que, con
un voto libre y democrático, escoja un gobierno comunista. Libremente habrá escogido la esclavitud.
No puedo evitar la impresión de que muchos de los que hoy día presumen a los cuatro vientos de su
libertad se encuentran, de hecho, como en un coche fuera de control bajando velozmente por una cuesta que
termina en precipicio. Lo que les pasa, sencillamente, es que no saben parar. Como consecuencia, intentan
darse ánimo afirmando que han alcanzado una nueva dimensión de la libertad. Lo cierto es todo lo contrario:
han perdido el control sobre sus propias vidas; sus elecciones son cada día más previsibles y más determinadas;
están encaminados hacia una total destrucción o un definitivo cautiverio.
1 Capítulo del libro Conciencia y Libertad, Rialp, Madrid 1976; disponible on-line en www.cormacburke.or.ke
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Reflexiones sobre la libertad
por Ricardo Yepes Stork,
Reflexionar sobre la libertad es siempre bueno. Sobre todo porque es uno de los dones más grandes que
tiene la persona. Pero también es importante aclarar conceptos porque de la libertad se habla en varios sentidos
y no sólo en el lenguaje filosófico, sino también en la calle; y esto produce, no pocas veces, ambigüedad y
confusión sobre cuál es el verdadero sentido de la libertad humana.
Este artículo aporta ideas sobre el valor y el sentido de la libertad. Fue escrito por un filósofo apasionado
por la verdad y la libertad, que falleció en un accidente de montaña, en el Pirineo, en diciembre de 1996.
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Pocas palabras tienen hoy tanto prestigio como libertad. Los europeos, desde hace más de doscientos 15
años, han hecho de ella uno de los valores más importantes de la vida humana. La historia de este empeño es
rica e instructiva, y nos pone ante el valor intrínseco que la libertad realmente tiene, que es grande y decisivo.
Tras una experiencia de varios siglos, junto a importantísimos avances en el logro de una libertad real
para todos, se han hecho también evidentes algunas consecuencias negativas del uso de la libertad característico
de la sociedad moderna. Precisamente por eso, hoy en día comienza a imponerse un clima de opinión que toma
la libertad de una manera más profunda y verdadera de lo que muchas veces se ha hecho en el pasado. Por
ejemplo, en el mundo moderno con cierta frecuencia se ha solido identificar la libertad con la mera ausencia de
impedimentos exteriores, lo cual, en el fondo, es reducir su verdadero alcance y empobrecerla. Es éste un
concepto de libertad insuficiente y reduccionista. Para alcanzar una visión más completa de la verdadera
naturaleza de la libertad, es preciso entender primero ese reduccionismo tan frecuente.
Una noción insuficiente de la libertad
Hoy en día se enseña poco a querer. Quizá por eso hay cierta crisis en los proyectos vitales, y abunda
una felicidad bastante gris, ceñida al cómodo bienestar del fin de semana, a las vacaciones, a la siempre
provisional ausencia de dolores y molestias. La causa de la pequeñez de los deseos suele deberse, entre otras
cosas, a dos factores: la importancia excesiva que se da a lo que uno tiene, y no a lo que uno es, y el equivocado
concepto de libertad al que antes nos referíamos.
La libertad, en efecto, se identifica muchas veces con poder hacer todo lo que uno quiera, siempre que
no se perjudique a los demás. Este modo de entender qué significa ser libre concede primacía a la toma de
decisiones en presente, promueve elegir lo que yo quiera cuando yo quiera, y sólo toma la precaución de no
perjudicar a los demás para evitar ser molestado o interrumpido en aquello que quiero hacer. Se parte del
supuesto de que lo que elijo es bueno por el mero hecho de que lo elijo libremente; los demás deben limitarse
a respetar mis decisiones, no porque sean buenas o malas, sino porque son las mías, y no las suyas. Entonces
respetar la libertad ajena consiste en no inmiscuirse en las decisiones de los otros, aunque sean demenciales o
erróneas.
Cuando se entiende así la libertad, se postula que cada uno debe poder hacer lo que quiera, sin que los
demás se lo impidan. Todas las relaciones entre los hombres serían entonces fruto de sus decisiones libres, y del
mismo modo en que se establecen vínculos y relaciones voluntarias entre ellos, del mismo modo esos vínculos y
relaciones se disuelven cuando la libre voluntad de las partes así lo establece. No habría entonces ninguna
relación ni vínculo entre personas humanas que tuviera carácter irrevocable: todo puede y debe ser cambiado
cuando la libre decisión de los afectados así lo decida. No hay nada sustraído al absoluto poder humano de
decisión.
Esta mentalidad entiende que libertad y compromiso se oponen. En la medida en que no me
comprometo ni me obligo, mi libertad queda a salvo, pues no estoy atado, ni dependo de otros; puedo seguir
decidiendo lo que quiera. Cuanto menos incluyo mi futuro en mis decisiones presentes, más libre estoy en el
futuro para hacer lo que en ese momento me apetezca, menos condicionado me encuentro. Según este modo de
pensar, libertad significa independencia, emancipación, no estar sujeto ni atado a nada ni a nadie.
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Y así, nadie estaría obligado a mantener un vínculo proveniente del pasado si en el presente no desea
mantenerlo. Libertad significa entonces ausencia de vínculos permanentes y estables: debo poder hacer lo
que quiera siempre y en todo momento, sin que yo quede obligado por mis propias promesas o decisiones
anteriores puesto que puedo cambiar de opinión, de gustos, de circunstancias y de situación, y en tales casos mi
libertad debe poder seguir ejerciéndose. Por eso no puedo ni quiero atarme: dejaría de ser libre.
La libertad como desarrollo de la persona
Este modo de concebir la libertad tiene muchas dificultades intrínsecas. La más evidente es que se trata
de una libertad que no se hace cargo de una realidad sencilla: vivir no es sólo presente, sino también pasado y
futuro
En efecto, del pasado recibo una herencia, una situación, una educación, unas circunstancias
determinadas que me condicionan para cualquier decisión que quiera tomar. Decir que cabe una libertad 16
completa e independiente de todo es sencillamente una fantasía, y denota falta de realismo, puesto que
ninguno puede prescindir de las condiciones en las que vivimos ahora mismo, y ellas son, por así decir, el
campo de juego dentro del cual nuestra libertad puede ejercerse. Si yo soy italiano y mido un metro setenta, esas
circunstancias condicionan mi libertad, me guste o no. Por eso ni mi libertad ni la de nadie es absoluta: yo no
puedo decidir siempre todo lo que quiera, sencillamente porque muchas cosas son imposibles para mí, por
ejemplo haber nacido hace cuatrocientos años.
La libertad del hombre no es por tanto ilimitada. Su primer límite es la propia situación en la que uno
vive y está: es contando con ella y a partir de ella como puedo ejercerla Una libertad que no dependiera de
nada ni de nadie, una libertad total, sencillamente sería inhumana, irreal e imposible. En la medida en que
vivo en una situación histórica, real y concreta, en una familia, ciudad y época determinadas, en esa misma
medida dependo y soy según ellas, y ejerzo mi libertad dentro del marco que ellas me proporcionan.
En segundo lugar, la vida humana se hace siempre contando con el futuro, y la libertad se ejerce también
mirando hacia adelante. Si se pone el acento en que lo importante de la libertad es el presente, y se identifica
con poder elegir lo que yo quiera en cada momento, entonces se olvida la pregunta ¿libertad, para qué? Si no
hay un puerto hacia el que dirigirse, si no hay una tarea que valga la pena, un ideal atractivo cuya
consecución merezca sacrificios, si no hay unos valores de fondo que inspiren la conducta y den a la vida un
rumbo constante y coherente, entonces la libertad se convierte en un juego, en el capricho de elegir whisky o
ginebra sin preocuparse del largo plazo.
La libertad se pone interesante desde el momento en que asume tareas importantes y comprometidas.
Basta pensar en qué es la vida profesional para darse cuenta de que ser libre exige llenar la vida de contenido,
tener un tajo cotidiano, un lugar que ocupar en la sociedad. Si no, carecemos de identidad. El hombre, al cabo
del tiempo, termina siendo aquello que pone en práctica. Si no hay tarea que realizar, uno no es nada ni nadie:
viene el vacío, la pérdida de sentido de la vida, la sensación de inutilidad, e incluso la frustración. De todo esto
se infiere que cuando la libertad asume tareas y riesgos, se compromete, apuesta por un proyecto, por un
ideal o por una persona. Y por eso la libertad se vincula a ellos, pasa a estar a su servicio, por decirlo así. La
libertad adquiere sentido cuando tiene un para qué, cuando está al servicio de una causa, cuando se
compromete por ella y en ella.
Por eso se suele decir que la grandeza de un hombre se mide por la calidad de sus vínculos, que es
tanto como decir, por la calidad y altura de las metas e ideales que se ha propuesto alcanzar. Es importante
insistir en que la grandeza de la libertad se mide por la categoría de la realidad a la que apunta, esa realidad que
ella misma ha elegido. Si todo lo que puedo elegir es whisky o ginebra, mi libertad no pasa de ser un capricho,
una trivialidad.
Dicho de una manera resumida: la libertad no es sólo libertad de elección, sino también libertad moral,
es decir, el proceso de desarrollo ético y humano de la persona. No basta sólo con elegir esto o aquello; hay que
elegir bien, hay que elegir aquello que contribuya a nuestro mejor desarrollo como hombres y como personas.
No basta elegir para ser libre, hay que elegir bien, hay que elegir lo mejor. La libertad no es tanto elegir
como elegir bien, es decir, dirigir mis pasos hacia una meta, organizar mi vida, mi tiempo futuro, en torno a
17. Liceo Bicentenario de Excelencia
San Pedro – Puente Alto
una tarea, a un ideal que valga la pena. La libertad, y esto es importante, no es autosuficiente, no se basta a sí
misma necesita el bien para poder realizarse. Si elige mal, se equivoca; aunque se equivoque libremente, es
mejor para ella acertar libremente. Y el acierto de la libertad está en elegir lo mejor para la persona.
Así pues, no se puede aislar la idea de la libertad de la idea del bien. El bien es el para qué de la
libertad. Es un bien libremente elegido. Por eso la elección del bien es la realización de la libertad. Elegir
mal, equivocarse, es un uso de la libertad que daña a la persona porque las decisiones de la libertad son
acumulativas, es decir, si se elige una vez bien, la siguiente es más fácil volver a elegir bien, mientras que elegir
mal prepara el camino para volver a equivocarse. Por eso suele decirse que la elección habitual del bien se llama
virtud (un hábito bueno, positivo, enriquecedor), mientras que la elección habitual del mal se llama vicio (un
hábito degradante para la persona).
La libertad de los otros 17
Decir que mi libertad acaba donde empieza la de los demás es una manera de poner de relieve otro de los
límites de ella. Pero esto no debe entenderse en un sentido puramente negativo, como si se tratara de hacer lo
que yo quisiera sin otro criterio que abstenerme de perjudicar a los demás. Si lo entendemos así, volvemos al
planteamiento reduccionista que vimos anteriormente, según el cual ser libre consiste ante todo y sobre todo en
elegir lo que yo quiera, sin coacción alguna.
Debajo de esa idea reduccionista subyace un planteamiento individualista de la sociedad, según el cual
cada hombre vive dentro de una esfera y de un espacio propios y aislados, en los que él sólo es soberano y
donde nadie puede entrar. Esta idea de que el hombre es un individuo soberano dentro de su propio territorio, en
el cual los demás son unos extraños, ha sido muy común en ciertas tradiciones políticas y morales europeas, por
ejemplo el liberalismo.
Hoy en día este planteamiento individualista aparece ya como insuficiente, por insolidario y poco
realista: la sociedad no es una suma de espacios autónomos de individuos libres y emancipados, sino un
entramado donde se comparten los bienes comunes que sustentan y hacen posible la sociedad. Uno de esos
bienes compartidos y mutuamente otorgados es la libertad: sin la ayuda de los otros yo no puedo alcanzar mi
madurez y mi emancipación, ni puedo mantener mi libertad. Que yo pueda ser libre depende de que los demás
me reconozcan como tal y, por tanto, mi libertad se constituye desde la libertad de los demás, y no
aisladamente.
La sociedad es un ámbito de bienes comunes y compartidos dentro del cual los hombres se reconocen
unos a otros como seres libres y responsables, pues todas las decisiones que yo tome respecto de mi propia
persona acaban repercutiendo en los demás, pues ellos quedan afectados, aunque yo no quiera, por lo que
suceda conmigo, y por ello son y se sienten responsables de lo que yo haga: es algo que antes o después les
afecta. Por eso mis elecciones libres, además de quedar medidas por la realidad a la que apuntan, se miden
también por la conformidad o disconformidad que tengan con los valores comunes de la sociedad en la que
vivo.
En toda sociedad hay una tabla de valores compartidos, recibidos muchas veces de la propia tradición
cultural, científica, moral y religiosa. Son esos valores los que marcan los cauces a través de los cuales se
desarrolla y crece la libertad de cada uno de los miembros de esa sociedad. La manera más enriquecedora de
ejercerla es asumir la tarea de realizar esos valores de una manera personal y creativa.
Así se vuelve a ver que la libertad sola no basta, no es un valor absoluto. Junto a ella hay que poner
otros valores que la comunidad a la que pertenecemos pone en nuestras manos y para cuya aceptación y
realización se precisa la intervención de la libertad, pues con ella esos valores se convierten en ideales,
convicciones y tareas de la persona, una persona que no es un individuo aislado, autónomo e independiente,
sino un miembro activo de una comunidad donde su vida y su libertad continuamente se integran y se
encuentran con la libertad y la vida de los demás.