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BAl amanecer del primer
Colleen McCullough                          César                                              2




                             COLLEEN McCULLOUGH


                                              CÉSAR.


                                        PLANETA DeAGOSTINI



        Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito
del editor. Todos los derechos reservados.

       Título original: Caesar.

       © Colleen McCullough, 1997
          Publicado de acuerdo con Avon Books, Nueva York
       © por la traducción: Roger Vázquez de Parga y Sofía Coca, 1998
       © Editorial Planeta, S.A., 2001
          Còrsega, 273-279, 08008 Barcelona (España)
       Diseño de la sobrecubierta
       Ilustración de la sobrecubierta
          Primera edición: noviembre de 1998
          Segunda edición: diciembre de 2001
       www.planetadeagostini.es
       Depósito legal: B. 48.098-2001
       ISBN: 84-08-02795-6
       Composición. Víctor Igual, S. L.
       Impresión: Hurope, S. L.
       Encuadernación: Eurobinder, S.A.
       Printed in Spain - Impreso en España
Colleen McCullough                        César                                        3




CORRE EL AÑO 54 ANTES DE NUESTRA ERA Y CAYO JULIO CÉSAR AVANZA POR LA
GALIA APLASTANDO A LOS FEROCES REYES GUERREROS QUE SE CRUZAN EN SU
CAMINO. SUS VICTORIAS EN NOMBRE DE ROMA SON ÉPICAS, PERO LOS LÍDERES DE
LA REPÚBLICA NO ESTÁN SATISFECHOS... ESTÁN ATERRADOS. ¿HASTA DÓNDE
LLEGARÁ LA AMBICIÓN SIN LÍMITES DEL MILITAR MÁS BRILLANTE DE ROMA?
CUANDO CATÓN Y EL SENADO LO TRAICIONAN, CÉSAR, A ORILLAS DEL RÍO
RUBICÓN, TOMA LA DECISIÓN MÁS IMPORTANTE Y DOLOROSA DE SU VIDA:
VOLVERSE CONTRA LA PATRIA DESAGRADECIDA. ESTA NOVELA DA VIDA A LA
PASIÓN Y AL GENIO DE UNO DE LOS PERSONAJES MÁS CARISMÁTICOS E
INCOMPARABLES DE LA HISTORIA: CÉSAR.



                                              INDICE

      Lista de mapas e ilustraciones.

      BRITANIA. Noviembre del año 54 a. J.C.

        LA GALIA DE LOS CABELLERAS LARGAS (Galia Comata). Desde diciembre del 54 a.
J.C. hasta noviembre del 53 a. J.C.

      ROMA. Desde enero hasta abril del 52 a. J.C.

     LA GALIA CISALPINA, LA PROVENZA Y LA GALIA DE LOS CABELLERAS
LARGAS. Desde enero hasta diciembre del 52 a. J.C.

      LA GALIA DE LOS CABELLERAS LARGAS. Desde enero hasta diciembre del 51 a. J.C.
      ROMA. Desde enero hasta diciembre del 50 a. J.C.

      EL RUBICÓN. Desde el 1 de enero hasta el 5 de abril del 49 a. J.C.

       EL OESTE, ITALIA, Y ROMA, EL ESTE. Desde el 6 de abril del 49 a. J.C. hasta el 29 de
septiembre del 48 a. J.C.

      Epílogo de la autora.

      Glosario.
Colleen McCullough                           César                                              4



                                                                              Para Joseph Merlino.
                                                             Bueno, sabio, perceptivo, ético y moral.
                                                                Un hombre verdaderamente bueno.


      LISTA DE MAPAS E ILUSTRACIONES.

      Mapas.
      Las provincias de César
      César en Britania, 54 a. J.C., y en la Galia Bélgica, 53 a. J.C.
      Foro Romano.
      Craso en el este.
      Ruta de César y la decimoquinta legión.
      César y Vercingetórix: campañas del 52 a. J.C.
      Italia durante las campañas del 49 a. J.C.
      César en España, 49 a. J.C.
      Macedonia, Epiro, Grecia, Vía Egnacia, provincia de Asia
      Egipto
      El Este conocido


      ILUSTRACIONES
      Cayo Julio César
      Quinto Cicerón
      Metelo Escipión
      Vercingetórix
      Terraza de asedio de César en Avárico.
      Alesia
      Tito Labieno
      Curión
      Enobarbo
      Pompeyo el Grande.
      Magistrados romanos
Colleen McCullough                          César                                              5



                                           Britania
                                  NOVIEMBRE DEL AÑO 54 A. J.C.


Las órdenes eran que mientras César y la mayor parte de su ejército estuvieran en Britania no se le
enviara nada a parte de las comunicaciones de máxima urgencia; incluso las instrucciones del
Senado tenían que esperar en el puerto Icio, en tierra de la Galia, hasta que César regresara de su
segunda expedición a la isla que se hallaba en el extremo occidental del fin del mundo, un lugar
casi tan misterioso como Serica.
        Pero aquélla era una carta de Pompeyo el Grande, el primer hombre de Roma y yerno de
César. De modo que cuando Cayo Trebacio recibió, en la oficina de comunicaciones romanas de
César, la entrega del pequeño cilindro de cuero rojo que llevaba el sello de Pompeyo, no lo colocó
en ninguna casilla para aguardar su regreso de Britania. En vez de eso suspiró y se puso en pie;
tenía los pies tan regordetes y tensos como los tobillos porque se pasaba la mayor parte de su vida
sentado o comiendo. Salió por la puerta para dar con el poblado que habían construido a toda prisa
sobre los restos del campamento del ejército hecho el año anterior, que era un recinto más
pequeño. ¡No era un lugar bonito, precisamente! Hileras, hileras y más hileras de casas de madera,
de calles de tierra bien apisonada, incluso con alguna tienda. Sin árboles, sin complicaciones, todo
rigurosamente organizado.
        Ojalá esto fuera Roma, pensó, al comenzar la larga y desganada caminata por la via
principalis, pues así podría coger una silla de manos y trasladarme con toda comodidad.
        Pero no había sillas de manos en los campamentos de César, de modo que a Cayo Trebacio,
joven abogado muy prometedor, no le quedó más remedio que caminar. Odiaba caminar y odiaba el
sistema según el cual podía hacer más para prosperar en su carrera trabajando para un soldado en
campaña que paseando, o trasladándose en silla de manos, por el Foro Romano. Ni siquiera se
atrevía a delegar en algún subordinado para que hiciera aquel recado. César era muy riguroso en lo
referente al trabajo sucio que un hombre tenía que hacer si existía la más remota probabilidad de
que el hecho de delegar en otros condujera a un atasco, por usar el lenguaje vulgar y grosero del
ejército.
        ¡Oh, porras! ¡Porras, porras! Trebacio estuvo a punto de dar media vuelta para regresar,
pero se metió la mano izquierda entre los pliegues de la toga, arreglada sobre el mismo hombro,
puso cara de importante y siguió andando. Tito Labieno, con las riendas de un paciente caballo
colgadas del brazo, estaba haciendo el vago apoyado en la pared de su casa; hablaba con cierto galo
corpulento que lucía colgantes de oro y colores deslumbrantes. Se trataba de Litavico, el recién
nombrado jefe de la caballería de los eduos. Probablemente los dos seguían deplorando el sino del
último jefe de la caballería de los eduos, que había preferido huir antes que verse arrastrado a
Britania por aquellas aguas agitadas y al que, después de tantos esfuerzos, Tito Labieno había dado
muerte. Tenía un nombre raro y maravilloso... ¿cómo era? Dumnórix. Dumnórix... ¿Por qué le daba
a él la impresión de que aquel nombre estaba relacionado con un escándalo en el que se veían
implicados César y una mujer? No llevaba en la Galia el tiempo suficiente como para tener las
ideas claras, ése era el problema.
        Muy típico de Labieno, prefería hablar con un galo. ¡Qué bárbaro más auténtico era aquel
hombre! No había absolutamente nada de romano en él. El cabello apretado, negro y rizado. La piel
oscura con poros grandes y grasientos. Ojos negros, fieros pero fríos. Y la nariz como la de un
semita, ganchuda y con unos orificios tan grandes que parecía que alguien se los hubiera agrandado
con un cuchillo. Un águila. Labieno era un águila. Estaba por debajo de los cánones.
        -¿Caminando para rebajar algo de grasa, Trebacio? -le preguntó el romano bárbaro
sonriendo y enseñando unos dientes tan grandes como los de su caballo.
        -Voy al muelle -respondió Trebacio con dignidad.
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         -¿Por qué?
         Trebacio se sintió tentado de informar a Labieno de que aquello no era asunto suyo, pero
esbozó una sonrisa débil y decidió contestarle; al fin y al cabo, en ausencia de César, Labieno era el
general.
         -Tengo esperanzas de alcanzar la pinaza de los clavos. Llevo una carta para César.
         -¿De quién?
         El galo Litavico seguía la conversación con ojos brillantes. Hablaba latín perfectamente, y
no era cosa rara entre los eduos porque llevaban generaciones bajo el dominio de Roma.
         -De Cneo Pompeyo Magno.
         -¡Ah!
         Labieno carraspeó y escupió, costumbre que había acabado adquiriendo a base de estar
demasiados años codeándose con galos.
         Asqueroso.
         Pero perdió interés en cuanto oyó pronunciar el nombre de Pompeyo y se volvió hacia
Litavico encogiéndose de hombros. ¡Oh, claro! Había sido Labieno quien había estado jugueteando
con Mucia Tercia, la entonces esposa de Pompeyo. O al menos eso juraba Cicerón soltando una
risita tonta. Pero la mujer no se había casado con Labieno después del divorcio. Al parecer no era lo
bastante bueno para ella. Había decidido casarse con el joven Escauro. Por aquel entonces por lo
menos él era joven.
         Trebacio respiró con fuerza y siguió andando hasta que salió por la puerta del campamento
que estaba en el extremo más alejado de la via principalis y entró en la aldea del puerto Icio. Un
nombre grandilocuente para una aldea de pescadores. ¿Quién sabía cómo la llamarían los moririos,
los galos en cuyo territorio se hallaba? César simplemente la había registrado en los libros del
ejército como «Fin del Viaje»... o «Principio del Viaje». A elegir.
         El sudor le bajaba por la espalda y empapaba la fina lana de su túnica; le habían dicho que
el clima en la Galia Ulterior de los cabelleras largas era fresco y clemente. ¡Pero aquel año no!
Aquel año el clima era extremadamente caluroso y el aire estaba cargado de humedad. De modo
que el puerto Icio hedía a pescado. Y a galos. Los odiaba. Odiaba aquel trabajo. Y si no llegaba a
odiar a César del todo, si que había llegado a estar bastante cerca de odiar a Cicerón, quien se había
servido de su influencia para obtener aquel puesto, tan reñidamente disputado, para su querido
amigo, el joven abogado, y enormemente prometedor, Cayo Trebacio Testa. El puerto Icio no se
parecía en nada a esas deliciosas aldeas de pescadores que hay a lo largo de las costas toscanas,
llenas de parras sombreadas a las puertas de las bodegas de vino y con aspecto de haber estado allí
desde que el rey Eneas había saltado a tierra de su nave troyana hacía ya un milenio. Canciones,
risas, intimidad. Mientras que allí todo era viento y arena volando por los aires, hierbas correosas
aplastadas contra las dunas, el tenue zumbido salvaje de mil millares de gaviotas.
         Pero allí, todavía amarrada, estaba la lustrosa pinaza de remos que él tenía esperanzas de
encontrar antes de que se hiciera a la mar, y cuya tripulación romana estaba muy atareada cargando
el último de una docena de barriles de clavos, que era en lo que consistía su carga... y lo único que
podía esperarse que transportase, dado su tamaño.
         Cuando se trataba de Britania, la legendaria suerte de César parecía fallar permanentemente;
por segundo año consecutivo sus naves habían naufragado a causa de una galerna más terrible que
ninguna otra galerna que soplase a lo largo y a lo ancho del Mare Nostrum. ¡Oh, y eso que esta vez
César estaba muy seguro de haber colocado aquellos ochocientos barcos en una posición
completamente segura! Pero los vientos y las mareas -¿qué podía hacerse con aquellos fenómenos
extranjeros que eran las mareas?- habían llegado, habían levantado los barcos y los habían
zarandeado como si fueran de juguete. Destrozados. Y sin embargo pertenecían a César. El cual no
se puso a vociferar, a desvariar ni a lanzar maldiciones a los vientos y las mareas, sino que en vez
de eso procedió a recuperar los pedazos y volvió a recomponer los barcos. De ahí la necesidad de
Colleen McCullough                           César                                               7

clavos. Millones de clavos. No había tiempo ni personal para llevar a cabo el sofisticado trabajo de
los astilleros; el ejército tenía que estar de regreso en la Galia antes del invierno.
         -Clavadlos -ordenó César-. Lo único que tienen que hacer es atravesar treinta y tantas millas
de océano Atlántico. Y, por lo que a mí respecta, luego pueden hundirse.
         Util para las comunicaciones romanas, la pinaza, que se movía a remo, iba y venía entre el
puerto Icio y Britania con una docena de barriles de clavos y algunos mensajes.
         «¡Y pensar que yo hubiera podido estar allí!», pensó Trebacio para sus adentros sintiendo
un estremecimiento a pesar del calor, la humedad y el peso de la toga. Como necesitaba un buen
hombre de letras, César lo había propuesto para que fuera en la expedición. Pero en el último
momento Aulo Hircio había tenido el capricho de ir. ¡Que los dioses lo bendijeran para siempre!
Puede que para Cayo Trebacio el puerto Icio fuera el fin del viaje, pero eso era mejor que el
principio del viaje.
         Aquel día tenían un pasajero. Como Trogo y él lo habían organizado, con la prisa colosal
que César siempre exigía, Trebacio sabía quién era el galo, o más bien el britano; se trataba de
Mandubracio, rey de los trinobantes britanos, a quien César devolvía a su pueblo en pago a la
ayuda que le habían prestado. Un belga azul horroroso. Llevaba la ropa a cuadros en tonos verde
musgo y azules sombreados, y dentro de ella su piel, pintada formando un complicado dibujo de un
azul intenso, hacia juego. Según César, en Britania tenían costumbre de hacer eso para pasar
inadvertidos en sus interminables bosques; se podía estar a escasos pies de uno de aquellos britanos
sin llegar a percatarse de su presencia. Y también lo hacían para asustarse unos a otros en el
combate.
         Trebacio le entregó el pequeño cilindro rojo al... ¿capitán? ¿Era ése el término correcto...?
Luego diomedia vuelta para caminar de nuevo hasta su oficina. De repente la boca se le hizo agua
al pensar en el ganso asado que iba a tomarse para cenar. No había mucho que decir en favor de los
morinos, excepto que sus gansos eran los mejores del mundo. Los morinos no sólo les embutían por
la garganta caracoles, babosas y pan, sino que además hacían caminar a los pobres animales -¡oh,
caminar!- hasta que la carne se les ponía tan tierna que se derretía en la boca.


         Los remeros de la pinaza, ocho a cada lado de la misma, remaban incansablemente en
perfecta sincronía, a pesar de que ningún hortator les marcaba el ritmo. Cada hora descansaban y
bebían un trago de agua; luego volvían a doblar la espalda y apoyaban los pies contra los soportes
del fondo encharcado del barco. El capitán iba sentado en la popa; era quien llevaba el remo del
timón y un cubo para achicar el agua, y tenía la atención expertamente repartida entre ambas cosas.
         Al acercarse a los imponentes y elevados acantilados de Britania, el rey Mandubracio, qUe
iba sentado en la proa, rígido y orgulloso, se puso aún más rígido y más orgulloso. Regresaba a
casa, aunque en realidad no había estado demasiado lejos de ella, en la ciudadela belga de
Samarobriva, donde, como muchos otros rehenes, había permanecido hasta que César decidiera
adónde enviarlo para que estuviera a salvo.
         La fuerza expedicionaria romana enviada a Britania había ocupado una playa larga y
arenosa que por la parte de atrás se iba transformando hasta convertirse en las marismas de Cantio;
los maltrechos navíos -¡muchísimos!- yacían detrás de la arena, apoyados en puntales y rodeados de
todas las increíbles defensas de un campamento romano. Fosos, muros, empalizadas, parapetos,
torres, reductos que parecían extenderse a lo largo de kilómetros.
         El comandante del campamento, Quinto Atrio, estaba esperando para hacerse cargo de los
clavos, del pequeño cilindro rojo de Pompeyo y del rey Mandubracio. Todavía quedaban varias
horas de luz; el carro del sol era mucho más lento en aquella parte del mundo que en Italia. Algunos
trinobantes, llenos de júbilo por ver a su rey, le daban palmadas en la espalda y le besaban en la
boca, como era su costumbre. El rey y, el pequeño cilindro rojo de Pompeyo partirían de
inmediato, porque se tardaba varios días en llegar al lugar donde se encontraba César. Trajeron los
Colleen McCullough                          César                                              8

caballos, y los trinobantes y un prefecto de caballería romano montaron y salieron por la puerta
norte, donde quinientos soldados eduos a caballo tomaron posiciones para encerrarlos dentro de una
columna de cinco caballos de anchura y cien de longitud. El prefecto espoleó a su caballo para
llevarlo hasta el frente de la columna, y permitió así que el rey y sus nobles hablasen libremente
entre sí.
        -No podemos estar seguros de que no hablen algo lo bastante parecido a nuestra lengua
como para entender lo que decimos -comentó Mandubracio al tiempo que olisqueaba el aire
húmedo y caliente con deleite. Le olía a su tierra.
        -César y Trogo sí, pero los demás ten la seguridad de que no la entienden -le dijo su primo
Trinobeluno.
        -No podemos estar seguros -repitió el rey-. Ya llevan casi cinco años en la Galia, y la
mayor parte de ese tiempo han estado entre los belgas. Y tienen mujeres.
        -¡Rameras! ¡De esas que van detrás de los campamentos!
        -Las mujeres son mujeres. Hablan sin cesar, y las palabras acaban por calar.
        El gran bosque de robles y hayas que se extendía al norte de las marismas cantias los fue
cercando hasta que el sendero surcado por roderas por el que avanzaba la columna de caballería se
fue haciendo cada vez más sombrío y entorpecía la visibilidad; los soldados eduos se pusieron
tensos, prepararon las lanzas, palmearon los sables y comenzaron a mover a su alrededor los
pequeños escudos circulares. Pero luego fueron a parar a un gran claro donde había rastrojo de
trigo y los chamuscados restos negros de dos o tres casas que se alzaban escuetos contra el fondo de
color tostado.
        -¿Se llevaron los romanos el grano? -preguntó Mandubracio.
        -En las tierras de los cantios, todo.
        -¿Y Casivelauno?
        -Quemó lo que no pudo recoger. Los romanos han pasado hambre al norte del Támesis.
        -¿Y a nosotros cómo nos ha ido?
        -Tenemos suficiente. Lo que los romanos se llevaron lo han pagado.
        -Entonces será mejor que nos ocupemos de que lo siguiente que se coman sea lo que
Casivelauno tiene almacenado.
        Trinobeluno giró la cabeza hacia la luz dorada que inundaba el claro del bosque; los
remolinos y espirales de pintura azul que llevaba en la cara y en el torso desnudo resplandecían con
aire misterioso.
        -Cuando le pedimos a César que te trajera de nuevo junto a nosotros, le dimos nuestra
palabra de que le ayudaríamos, pero no hay honor en ayudar al enemigo. Entre nosotros acordamos
que esa decisión la tomarías tú, Mandubracio.
        El rey de los trinobantes se echó a reír.
        -¡Pues claro que vamos a ayudar a César! Hay un montón de tierras y de ganado que
pertenecen a los casos que serán nuestros cuando Casivelauno caiga. De modo que utilizaremos a
los romanos en beneficio nuestro.
        El prefecto romano regresó con el caballo moviéndose inquieto porque era brioso y llevaba
un paso tranquilo.
        -César dejó un campamento en buen estado más adelante, a no mucha distancia de aquí -les
informó lentamente en la lengua belga de los atrebates.
        Mandubracio levantó las cejas y miró a su primo.
        -¿Qué te había dicho yo? -le comenté. Y dirigiéndose al romano, añadió-: ¿Está intacto?
        -Todo está intacto desde aquí al Támesis.


       El Támesis era el gran río de Britania, profundo, ancho y poderoso, pero había un lugar
fuera del alcance de las mareas por donde se podía vadear. En el margen norte empezaban las
Colleen McCullough                           César                                                9

tierras de los casos, pero ahora no había casos contra los que luchar ni en el vado ni en los
ennegrecidos campos situados más allá. Después de haber atravesado el Támesis al alba, la
columna siguió cabalgando por un paisaje ondulado donde los cerros se veían aún cubiertos de
bosquecillos de árboles, pero las tierras más bajas o estaban aradas o se las utilizaba para pastos. La
columna se dirigió al noreste, de manera que, a unos sesenta y cinco kilómetros del río, llegaron a
las tierras de los trinobantes. En lo alto de una colina, ancha y acogedora, justo en la frontera entre
los casos y los trinobantes, se alzaba el campamento de César, el último bastión de Roma en tierras
extranjeras.
         Mandubracio nunca había visto al Gran Hombre; lo habían enviado como rehén por
exigencia de César, pero cuando llegó a Samarobriva se encontró con que éste estaba en la Galia
Cisalpina, al otro lado de los Alpes, a una distancia enorme. Luego César se había dirigido
directamente al puerto Icio con intención de hacerse a la mar de inmediato. El verano había
prometido ser inusitadamente caluroso, buen augurio para cruzar aquel estrecho tan traicionero.
Pero las cosas no habían salido según el plan. Los tréveres estaban haciendo propuestas a los
germanos de más allá del Rin, y los dos magistrados tréveres, a los que llamaban vergobretos,
estaban picados entre si. Uno de ellos, Cingetórix, pensaba que era mejor someterse a los dictados
de Roma, mientras que Induciomaro opinaba que una revuelta con la ayuda de los germanos
mientras César se hallaba ausente en Britania sería la mejor solución. Pero entonces el propio César
se había presentado allí con cuatro legiones en orden de marcha, avanzando como siempre más de
prisa de lo que ningún galo pudiera concebir. La revuelta nunca llegó a producirse; a los
vergobretos se les obligó a estrecharse la mano; César cogió más rehenes, entre ellos al hijo de
Induciomaro, y luego volvió a paso de marcha al puerto Icio, donde se encontró con una galerna
menor procedente del noroeste que estuvo soplando sin parar durante veinticinco días. Dumnórix,
de los eduos, estaba ocasionando problemas, e incluso murió por ello, así que entre unas cosas y
otras el Gran Hombre tenía un humor de perros cuando por fin su flota zarpó dos meses más tarde
de lo que él había planeado.
         Aún seguía irritable, como muy bien sabían sus legados, pero cuando acudió a saludar a
Mandubracio nadie que no hubiera estado en contacto con César a diario lo habría sospechado.
Muy alto para ser romano, miró a Mandubracio a los ojos desde su misma altura. Pero era más
esbelto, un hombre muy grácil y con esa musculatura maciza en las pantorrillas que al parecer todos
los romanos poseían; ello se debía al hecho de caminar mucho y hacer muchas marchas, como
siempre decían los romanos. Llevaba puesta una estupenda coraza de cuero y una falda de tiras del
mismo material que colgaban y se movían, y no llevaba daga ni espada sino el fajín escarlata que
indicaba su elevado imperium ritualmente anudado y enlazado cruzando la parte delantera de la
coraza. ¡Y era tan rubio como cualquier galo! El cabello de color oro pálido era escaso y fino, y lo
llevaba peinado hacia adelante desde la coronilla; las cejas eran igualmente pálidas, y la piel,
curtida y arrugada, presentaba el mismo color que el pergamino viejo. Tenía la boca carnosa,
sensual y graciosa, y la nariz larga y protuberante. Pero todo lo que se necesitaba saber sobre César,
pensó Mandubracio, estaba en aquellos ojos suyos, que eran de un color azul pálido rodeado de un
delgado círculo azabache, muy penetrantes. No tanto fríos como omniscientes. Aquel hombre sabía
exactamente, sacó en conclusión el rey, por qué iba a recibir ayuda de los trinobantes.
         -No voy a darte la bienvenida a tu propio país, Mandubracio -le dijo en buena lengua
atrebatana-, pero espero que tú me des la bienvenida a mí.
         -Con mucho gusto, Cayo Julio.
         El Gran Hombre se echó a reír dejando al descubierto unos buenos dientes.
         -No, llámame César a secas -le indicó-. Todo el mundo me conoce como César.
         Y de pronto Commio se situó al lado de aquel hombre; le sonreía a Mandubracio y se
adelantó para golpearle entre los omóplatos. Pero cuando se disponía a besarle en los labios,
Mandubracio volvió la cabeza sólo lo suficiente para desviar el saludo. ¡Gusano! ¡Era una
marioneta de los romanos! El perro faldero de César. Rey de los atrebates, pero traidor a la Galia.
Colleen McCullough                            César                                                10

Siempre estaba muy atareado apresurándose a cumplir las órdenes de César; había sido Commio
quien había hablado de la conveniencia de que él fuese rehén, había sido Commio quien había
estado trabajando para sembrar disensión entre todos los reyes y porporcionarle así a César su
precioso asidero.
        El prefecto de caballería estaba allí y le tendía a César el pequeño cilindro de cuero rojo
que el capitán de la pinaza le había entregado con tanta reverencia como si se tratase de un regalo
de los dioses romanos.
        -De parte de Cayo Trebacio -dijo, y saludó y dio un paso atrás sin apartar los ojos del rostro
de César.
        ¡Por Dagda, cómo lo amaban!, pensó Mandubracio. Era cierto lo que decían en
Samarobriva. Estaban dispuestos a morir por él. Y César lo sabía y se aprovechaba de ello. Porque
le sonrió al prefecto y respondió llamándolo por su nombre. El prefecto atesoraría aquel recuerdo y
se lo contaría a sus nietos, si es que vivía para conocerlos. Pero Commio no amaba a César, porque
ningún galo de cabellera larga podía amar a César. El único hombre a quien Commio amaba era a si
mismo. ¿Qué era exactamente lo que Commio se proponía? ¿Alcanzar el trono en la Galia en el
momento en que César regresara definitivamente a Roma?
        -Nos veremos más tarde para cenar y charlar un rato, Mandubracio -le dijo César.
        Levantó en el aire el pequeño cilindro rojo en un gesto de despedida y se encaminó hacia la
robusta tienda de cuero que se alzaba en un promontorio artificial en el interior del campamento,
lugar en donde la bandera escarlata del general ondeaba izada en lo alto del mástil.


        Las comodidades existentes en el interior de la tienda se diferenciaban poco de las que se
encontraban en la morada de un simple tribuno militar: algunos taburetes plegables, varias mesas
también plegables y una estantería de casillas para rollos que podía desmontarse en cuestión de
momentos. A una de las mesas estaba sentado el secretario particular del general, Cayo Faberio,
que tenía la cabeza inclinada sobre un códice. César se había cansado de tener que ocupar ambas
manos o un par de pisapapeles para mantener desplegados los rollos y había empezado a utilizar
hojas de papel; luego daba instrucciones para que las cosieran por el lado izquierdo de manera que
se podía hojear la obra completa girando una página cada vez. A eso él lo llamaba códice, y juraba
que así el contenido lo leerían más hombres que si estuviera desenrollado. Luego, para que cada
hoja resultase todavía más fácil de leer, la dividía en tres columnas en lugar de escribir a todo lo
ancho. Había ideado este sistema para los despachos que enviaba al Senado, cuerpo al que tildaba
de nido de babosas semianalfabetas, pero poco a poco el cómodo códice había ido predominando
en todo el papeleo de César. Sin embargo, aquello tenía una grave desventaja que le impedía
sustituir definitivamente al rollo: a fuerza de usarse, las hojas acababan por soltarse de las puntadas,
de manera que así se podían perder con mayor facilidad.
        A otra de las mesas estaba sentado Aulo Hircio, su hombre más leal. De humilde cuna, pero
de una capacidad de trabajo considerable, Hircio se había prendido con firmeza a la estrella de
César. Era un hombre pequeño y activo que combinaba el amor que sentía por moverse entre
montañas de papel con otro amor igual por el combate y las exigencias de la guerra. Dirigía la
sección de comunicaciones romanas de César, asegurándose de que el general supiera todo lo que
acontecía en Roma aunque se hallara a sesenta y cinco kilómetros al norte del Támesis, en el
extremo más remoto del mundo por el oeste.
        Ambos hombres levantaron la vista cuando el general entró en la tienda, aunque ninguno de
los dos intentó siquiera esbozar una sonrisa. El general estaba muy irritable. Pero, al parecer, no era
así en aquel momento, pues les sonrió a ambos y blandió en el aire el pequeño cilindro de cuero
rojo.
        -Una carta de Pompeyo -les informó mientras se dirigía al único mUe’ble verdaderamente
hermoso de la habitación, la silla curul de marfil propia de su elevado rango.
Colleen McCullough                           César                                               11

        -Ya debes saber todo lo que se dice en ella -le comentó Hircio, ahora ya sonriente.
        -Cierto -convino César mientras rompía el sello y quitaba la tapa-, pero Pompeyo tiene su
estilo propio, disfruto con sus cartas. Ya no es tan tosco e indocto como lo era antes de casarse con
mi hija, pero continúa teniendo un estilo muy suyo. -Introdujo dos dedos en el cilindro y sacó el
rollo de Pompeyo-. ¡Oh, dioses, qué carta tan larga! -exclamó, y se inclinó para coger del suelo de
madera un tubo de papel-. No, hay dos cartas. -Examinó los bordes exteriores de ambas y gruñó-.
Una está escrita en el mes de sextilis, y la otra en septiembre.
        La de septiembre cayó sobre la mesa junto a la silla curul. César no desenrolló la de sextilis
para leerla; en lugar de eso levantó la barbilla y se puso a mirar, cegado por la claridad que llegaba
bajo la tela de la entrada de la tienda, que estaba completamente levantada para que entrase la luz.
        ¿Qué hago yo aquí, disputándole la posesión de unos cuantos campos de trigo y un poco de
ganado lanudo a una reliquia pintada de azul que parece salida de los versos de Homero? ¿A un
hombre que cuando va a entrar en combate lo llevan en un carro en compañía de sus perros
mastines, que no dejan de ladrar, y de su arpista, que le canta sus alabanzas?
        Bien, yo lo sé. Es así porque lo impuso mi dignitas, porque el año pasado este lugar
ignorante y sus ignorantes pobladores pensaron que habían conseguido expulsar a Cayo Julio César
de sus costas para siempre. Pensaron que habían vencido a César. Y ahora he venido con la única
intención de demostrarles que nadie vence a César. Y una vez que haya exprimido a Casivelauno y
le haya obligado a someterse y a firmar un tratado, abandonaré este lugar ignorante para no regresar
a él jamás. Pero se acordarán de mí. Le he proporcionado al arpista de Casivelauno algo nuevo que
cantar. La llegada de Roma, la desaparición de los carros en el oeste legendario de los druidas.
Permaneceré en la Galia de los hombres de cabellera larga hasta que el último de sus habitantes me
reconozca a mí, y a Roma, como sus amos. Porque yo soy Roma. Y eso es algo que mi yerno, que
es seis años mayor que yo, nunca será. Guarda bien tus puertas, buen Pompeyo Magno. No serás el
primer hombre de Roma durante mucho más tiempo. Viene César.


        Se sentó, con la columna vertebral completamente erguida, el pie derecho adelantado y el
pie izquierdo metido debajo de la X de la silla curul, y abrió la carta de Pompeyo el Grande fechada
en sextilis.

        Odio decirlo, César, pero aún no hay indicio de que vaya a haber elecciones curules. Oh,
Roma seguirá existiendo e incluso tendrá alguna clase de gobierno, puesto que conseguimos elegir
a algunos tribunos de la plebe. ¡Menudo circo fue aquello! Catón se metió en el asunto. Primero
utilizó su posición de pretor de la plebe para bloquear las elecciones plebeyas, luego lanzó una
seria advertencia, con ese tono vociferante suyo, de que iba a hacer un cuidadoso escrutinio de
cada una de las tablillas que los votantes echasen en los cestos, y que si encontraba a algún
candidato manipulando los resultados, lo procesaría. ¡Con eso aterrorizó a los candidatos!
        Desde luego, todo ello surgió del pacto que el idiota de mi sobrino Memmio hizo con
Enobarbo. ¡Nunca en la historia de nuestras elecciones, sembrada de sobornos, ha habido tantas
personas que han sobornado y tantas personas que han aceptado esos sobornos! Cicerón bromea
con que la cantidad de dinero que ha cambiado de manos es tan asombrosa que ha hecho que la
media de los intereses se eleve del cuatro al ocho por ciento. No está muy equivocado, aunque no
lo diga en serio. Yo creo que Enobarbo, que es el cónsul que supervisa las elecciones, pues Apio
Claudio no puede ya que es patricio, creyó que podría hacer lo que se le antojase. Y lo que se le ha
antojó es que mi sobrino Memmio y Domicio Calvino sean los cónsules del próximo año. Toda esa
pandilla, Enobarbo, Catón, Bíbulo... todavía andan por ahí olisqueando como perros en un campo
de excrementos tratando de hallar algún motivo para procesarte y quitarte todas las provincias y
el mando que ostentas. Les sería mucho más fácil si los cónsules estuvieran de su parte, y también
algunos tribunos de la plebe activistas.
Colleen McCullough                          César                                             12

         Supongo que será mejor que primero termine de contarte todo lo referente a Catón. Pues
bien, a medida que pasaba el tiempo y empezaba a parecer, cada vez más, que no tendríamos
cónsules ni pretores el año que viene, también se hizo vital que por lo menos tuviéramos tribunos
de la plebe. Quiero decir que Roma puede pasarse sin magistrados superiores. Mientras esté el
Senado para controlar los cordones de la bolsa y haya tribunos de la plebe que hagan pasar las
leyes necesarias, ¿quién echa de menos a los cónsules y a los pretores? A menos que los cónsules
seamos tú o yo; ni que decir tiene.
         Al final, los candidatos a tribunos de la plebe fueron como colectivo a ver a Catón y le
suplicaron que retirase su oposición. Honradamente, César, ¿cómo se sale Catón con la suya?
Pero fueron más allá de la simple súplica. Le hicieron una oferta: cada candidato pondría medio
millón de sestercios (que le darían a él para que los guardase) si Catón no sólo consentía en que
se celebrasen las elecciones, sino que ¡las supervisaba personalmente! Si hallaba a un hombre
culpable de amañar el proceso electoral, le impondría a ese hombre el medio millón de sestercios
como multa. Muy complacido consigo mismo, Catón accedió. Aunque era demasiado inteligente
como para aceptar el dinero. Les obligó a darle notas promisorias muy precisas legalmente para
que no pudieran acusarle de malversación. Astuto, ¿verdad?
         El día de las elecciones llegó por fin sólo tres nundinae después, y allí estaba Catón
vigilando la actividad como un halcón. ¡Tienes que admitir que tiene suficiente nariz como para
merecer esa comparación! Halló a un candidato culpable y le ordenó bajar y pagar la multa. Lo
más probable es que pensase que toda Roma caería de bruces desmayada al ver tanta
incorruptibilidad. Pero no sucedió así. Los líderes de la plebe están furiosos. Dicen que es
anticonstitucional e intolerable que un pretor se erija a sí mismo, no juez de su propio tribunal,
sino funcionario electoral sin ser designado por nadie.
         Los caballeros, esos baluartes del mundo de los negocios, odian la mera mención del
nombre de Catón, y las hordas indignadas de Roma consideran que está loco, en parte por su
semidesnudez y por su resaca perpetua. Al fin y al cabo, ¡es pretor del tribunal de extorSión! Está
juzgando a personas que tienen la suficiente categoría como para haber sido gobernadores de
alguna provincia... ¡personas como Escauro, el actual marido de mi ex mujer! ¡Un patricio de la
más antigua estirpe! Pero, ¿qué hace Catón? Pospone el juicio de Escauro una y otra vez,
demasiado borracho para presidir si se sabe la verdad, y cuando aparece lo hace sin zapatos, sin
túnica debajo de la toga y con notables ojeras. Tengo entendido que en los albores de la república
los hombres no llevaban zapatos ni túnicas, pero ésta es la primera noticia que tengo de que esos
dechados de virtud lleven adelante sus carreras profesionales en el Foro con resaca.
         Le pedía Publio Clodio que le hiciera la vida imposible a Catón, y Clodio lo intentó de
veras. Pero al final se dio por vencido. Vino a decirme que si realmente quería meterme debajo de
la piel de Catón, tendría que hacer que César regresara de la Galia.
         El pasado abril, poco después de que Publio Clodio regresara a casa de su viaje para
recaudar deudas en Galacia, ¡compró la casa de Escauro por catorce millones y medio! Los
precios de los bienes inmUe’bles son tan fantasiosos como una vestal preguntándose cómo será
hacer el amor. Puedes conseguir medio millón por un armario con orinal. Pero Escauro
necesitaba el dinero desesperadamente. Ha sido pobre desde que organizó los juegos cuando era
edil... y cuando al año intentó meterse un poco de dinero en la bolsa aprovechándose de su
provincia, acabó en el tribunal de Cátón. Y lo más probable es que siga allí hasta que Catón
abandone su cargo, tan despacio van las cosas en el tribunal de Catón.
         Por otra parte, a Publio Clodio le sobra el dinero. Desde luego, tenía que buscarse otra
casa, eso ya lo comprendo. Cuando Cicerón reconstruyó la suya, la hizo tan alta que Publio
Clodio perdió toda la vista panorámica. Una venganza como cualquier otra, ¿verdad? Fijate, el
palacio de Cicerón es un monumento al mal gusto. ¡Y pensar que tuvo el descaro de comparar la
bonita y pequeña villa que yo adosé a la parte de atrás del complejo de mi teatro con un bote
adosado a un velero!
Colleen McCullough                           César                                               13

        Lo que ello indica es que Publio Clodio le sacó el dinero al príncipe Brogitaro. No hay
nada como ir a cobrar en persona. En estos días que corren es un alivio no ser el blanco de
Clodio. Nunca creí que yo conseguiría sobrevivir a aquellos años, justo después de que tú
partieras para la Galia, cuando Clodio y su banda callejera me agobiaban sin cesar. Casi no me
atrevía a salir de mi casa. Aunque fue un error emplear a Milón para que dirigiera a aquellas
pandillas que se oponían a Clodio. Le di a Milón grandes ideas. Oh, ya sé que es un Annio,
aunque, de todos modos, lo es por adopción, pero ese hombre es exactamente igual que el nombre
que tiene, un fornido zoquete que no sirve más que para levantar yunques y poca cosa mas.
        ¿Sabes qué se le ocurrió? ¡Vino a pedirme que lo apoye cuando se presente a cónsul! «Mi
querido Milón -le dije-, ¡no puedo hacer eso! ¡Sería lo mismo que admitir que tú y tu pandilla
estuvisteis trabajando para mi!» Me respondió que, en efecto, él y sus pandillas callejeras habían
trabajado para mi, y que qué importaba eso. Tuve que enfadarme mucho con él antes de conseguir
que se marchara.
        Me alegro de que Cicerón ganase el caso de Vatinio, tu hombre. ¡Qué mal debió de
sentarle eso a Catón, que actuaba de presidente del tribunal! Tengo la seguridad de que Catón
sería capaz de ir al Hades y cercenarle a Cancerbero una de sus cabezas si creyera que con eso te
iba a meter a ti en sopa hirviendo. Lo raro del juicio de Vatinio es que Cicerón antes aborrecía a
ese hombre, pero..., ¡tú ya habrás oído al gran abogado quejarse de que te debe millones y por ello
tiene que defender a todas tus criaturas! Pero, mientras ellos estaban muy juntitos en el juicio,
ocurrió algo. El caso es que terminaron como dos niñas que acaban de conocerse en la escuela y
no pueden vivir la una sin la otra. Una pareja extraña, aunque realmente resulta bastante bonito
verles juntos riéndose con risitas tontas. Los dos son brillantes e ingeniosos, así que se agudizan el
uno al otro.
        Tenemos el verano más caluroso que nadie alcanza a recordar, y no llueve nada. A los
agricultores les va muy mal. Yesos hijos de puta egoístas de Interamno han decidido cavar un
canal para desviar el agua del lago Velino hacia el río Nar y tener así agua para regar sus
campos. El problema es que las Rosea Rura se secaron en el mismo momento en que se vació el
Velino. ¿Te lo imaginas? ¡Las tierras de pastos más ricas de Italia completamente áridas! El viejo
Axio, el de Reate, vino a verme y me exigió que el Senado ordenase a los de Interamno que
llenaran el canal, así que voy a llevar el asunto a la Cámara, y si es necesario haré que uno de mis
tribunos de la plebe lo convierta en ley. Quiero decir que túy yo somos ambos militares, así que
comprendemos perfectamente la importancia que la Rosea Rura tiene para los ejércitos de Roma.
¿En qué otro lugar pueden criarse unas mulas tan perfectas, y tantas? La sequía es una cosa, pero
las Rosea Rura son algo muy diferente. Roma necesita mulas e Interamno está llena de asnos.
        Y ahora paso a contarte algo muy peculiar. Catulo acaba de morir.

       César emitió una exclamación apagada, e Hircio y Faberio lo miraron, pero cuando vieron la
expresión de su rostro sus cabezas volvieron inmediatamente al trabajo. Cuando la bruma se
despejó de los ojos de César, éste volvió a poner su atención en la carta.

        Probablemente su padre te haya enviado la noticia y esté esperando tu regreso en el puerto
Icio, pero he pensado que te gustaría saberlo. No creo que Catulo fuera el mismo después de que
Clodia lo abandonase... ¿cómo la llamó Cicerón en el juicio de Celio? «La Medea del Palatino».
No está nada mal. Pero a mi me gusta más «la Clitemnestra a precio de ganga». ¿No sería ella la
que mató a Celer en el baño? Eso es lo que dicen todos.
        Sé que estabas furioso cuando Catulo empezó a escribir esas malintencionadas sátiras
sobre ti después de que nombrases a Mamurra como tu nuevo praefectus fabrum. Incluso Julia se
permitió una risita o dos cuando las leyó, y piensa que no tienes ningún partidario más leal que
Julia. Dijo que lo que Catulo no podía perdonarte era que hubieras elevado por encima de su
posición a un poeta muy malo. Yque el mandato de Catulo como una especie de legado con mi
Colleen McCullough                          César                                             14

sobrino Memmio cuando fue a gobernar Bitinia le dejó la bolsa más vacía de lo que lo estaba
antes de que empezase a soñar con inmensas riquezas. Catulo debería haberme preguntado a mí.
Yo le habría dicho que Memmio tiene la bolsa más apretada que el ano de un pez. Mientras que tus
tribunos militares de rango inferior son generosameflte recompensados.
        Sé que saliste airoso de la situación... ¿cuándo no ha sido así? Suerte que su Tata es tan
buen amigo tuyo, ¿eh? Él mandó llamar a Catulo, éste acudió a Verona, Tata le dijo que fuese
bueno con su amigo César, Catulo pidió disculpas y entonces tú hiciste desaparecer la toga del
pobre joven como por ensalmo. No sé cómo lo haces. Julia dice que es algo innato en ti. De todos
modos, Catulo regresó a Roma y se acabaron por completo los pasquines irónicos sobre César.
Pero Catulo había cambiado. Lo pude ver con mis propios ojos porque Julia se rodea de poetas y
dramaturgos, y además debo decir que son buena compañía. Ya no le quedaba fuego, parecía muy
triste y cansado. No se suicidó. Sólo se apagó como una lámpara cuando ha consumido todo el
aceite.

        «Como una lámpara cuando ha consumido todo el aceite... »Las palabras escritas sobre el
papel se hicieron borrosas de nuevo y César tuvo que esperar hasta que aquellas lágrimas no
derramadas desaparecieron.
        No debí hacerlo. Él era muy vulnerable, y yo me aproveché de ello. Amaba a su padre y era
un buen hijo. Le obedeció. Creí que le había untado bálsamo en la herida al invitarle a cenar y
demostrarle no sólo el gran conocimiento que yo tenía sobre su obra, sino también la profundidad
de mi aprecio literario por ella. Tuvimos una cena muy agradable. Él era extraordinariamente
inteligente, y a mí me encanta eso. Pero no debí hacerlo. Maté su animus, su razón de ser. Pero,
¿cómo no iba a hacerlo? No me dejó elección. A César no se le puede poner en ridículo, ni siquiera
puede hacerlo el mejor poeta de la historia de Roma. Él disminuyó mi dignitas, la parte personal
que me correspondía de la gloria de Roma. Porque su obra perdurará. Hubiera sido preferible que
no me mencionase en absoluto antes que ponerme en ridículo públicamente. Y todo por complacer
a carroña como Mamurra. Un poeta chocante y un mal hombre. Pero será un excelente proveedor
de vituallas para mi ejército, y Ventidio el arriero lo tendrá vigilado.
        Las lágrimas habían desaparecido; la razón había acabado por imponerse. Podía reanudar la
lectura.

        Ojalá pudiera decirte que Julia está bien, pero la verdad es que no es así. Le dije que no
había necesidad de tener hijos; Mucia ya me había dado dos hijos estupendos, y a la hija que tuve
con ella le va muy bien casada con Fausto Sila. Éste acaba de entrar en el Senado, es un excelente
joven. Sin embargo no me recuerda en lo más mínimo a Sila. Lo que probablemente sea una cosa
buena.
        Pero ya sabes que a las mujeres se les meten en la cabeza manías sobre lo referente a los
bebés. Así que Julia está muy adelantada en el embarazo, de unos seis meses ya. Nunca ha estado
bien desde aquel aborto que tuvo cuando me presentaba a cónsul. ¡Mi queridísima niña mi Julia!
Qué tesoro me diste, César. Nunca dejaré de estarte agradecido por ello. Y, desde luego, su salud
fue la causa de que yo le cambiara la provincia a Craso. Me hubiera tenido que ir a Siria,
mientras que las Hispan ias las puedo gobernar perfectamente desde Roma por medio de legados
sin tener que moverme del lado de Julia. Afranio y Petreyo son de absoluta confianza, no se tiran
ni un pedo a menos que yo les diga que pueden hacerlo.
        Hablando de mi estimable colega consular (aunque, desde luego, admito que me llevé
mucho mejor con él durante nuestro segundo consulado juntos que durante el primero), me
pregunto cómo le irá a Craso allá en Siria. He oído decir que ha pellizcado dos mil talentos de oro
procedentes del gran templo de los judíos de Jerusalén. Oh, ¿qué puede hacer uno con un hombre
cuya nariz realmente es capaz de oler el oro? En cierta ocasión estuve en ese gran templo. Me
Colleen McCullough                          César                                              15

aterrorizó. Aunque hubiera contenido todo el oro del mundo yo no habría pellizcado ni tan sólo
una muestra.
        Los judíos maldijeron formalmente a Craso. Y además lo hicieron en medio de la puerta
Capena cuando salió de Roma en los idus del noviembre pasado. Lo maldijo Ateyo Capito, el
tribuno de la plebe. Capito se sentó en medio del camino para obstruirle el paso a Craso y se negó
a moverse, entonando sin parar maldiciones capaces de poner los pelos de punta. Tuve que hacer
que mis lictores lo echaran de allí a la fuerza. Lo único que puedo decir es que Craso está
almacenando una gran carga de rencor. Y tampoco estoy muy convencido de que tenga la menor
idea de cuántos problemas puede darle un enemigo como los partos. Sigue creyendo que una
catafracta parta es lo mismo que una catafracta armenia. Aunque él en su vida sólo ha visto un
dibujo de una catafracta. Hombre y caballo, ambos ataviados de cota de malla de la cabeza a los
pies. ¡Brrr!
        El otro día vi a tu madre. Vino a cenar. ¡Qué mujer tan maravillosa! Y no lo es menos por
ser tan sensata. Sigue siendo encantadoramente hermosa, aunque me dijo que ya ha pasado de los
setenta. No parece que tenga más de cuarenta y cinco. Es fácil adivinar de quién ha heredado
Julia su belleza. Aurelia también está preocupada por Julia, y tu madre no es una mujer de esas
cotorras que hablan sin pensar. Lo sabes muy bien.

        De pronto César se echó a reír. Hircio y Faberio se sobresaltaron, asustados; hacía ya mucho
tiempo desde la última vez que habían oído a su malhumorado general reírse con tanto regocijo.
        -¡Oh, escuchad esto! -exclamó César al tiempo que levantaba los ojos del rollo-. ¡Esto no te
lo ha enviado nadie en un despacho, Hircio!
        Inclinó la cabeza y se puso a leer en voz alta, un milagro menor para sus oyentes, porque
César era el único hombre que ambos conocían capaz de leer los continuos garabatos en un papel al
primer golpe de vista.
        -«Y ahora -leyó, con voz temblorosa a causa de la risa- tengo que contarte algo acerca de
Catón y de Hortensio. Bueno, Hortensio ya no es tan joven como antes, y se ha vuelto un poco del
mismo estilo que era Lúculo antes de morir. Demasiada comida exótica, demasiado vino de
cosecha sin aguar y demasiadas sustancias raras, como amapolas de Anatolia y setas africanas. Oh,
todavía lo aguantamos en los tribunales, pero ya no está ni mucho menos en su mejor momento
como abogado. ¿Qué edad tendrá ahora? ¿Más de setenta? Llegó con varios años de retraso al
pretoriado y al consulado, según recuerdo. Y nunca me perdonó que yo pospusiera su consulado
todavía un año más cuando me convertí en cónsul a la edad de treinta y seis años.
        »De todos modos creyó que la actuación de Catón en las elecciones de tribunos había sido la
mayor victoria para la mos maiorum desde que Lucio Julio Bruto (¿por qué siempre nos olvidamos
de Valerio?) tuvo el honor de fundar la República. De modo que Hortensio fue a visitar a Catón y le
dijo que quería casarse con su hija Porcia. Lutacia llevaba muerta varios años, le explicó, y él no
había pensado en casarse de nuevo hasta que vio a Catón manejando a la plebe. Dijo que aquella
noche después de las elecciones había tenido un sueño en el cual Júpiter Óptimo Máximo se le
había aparecido y le había dicho que debía aliarse con Marco Catón mediante un matrimonio.
        »Naturalmente, Catón no podía decirle que si, no después del escándalo que armó cuando
yo me casé con Julia, que tenía diecisiete años. Porcia ni siquiera llega a esa edad. Y, por otra
parte, Catón siempre ha querido para ella a su sobrino Bruto. Lo que quiero decir es que aunque
Hortensio nada en la abundancia, su riqueza no puede compararse con la fortuna de Bruto, ¿no es
cierto? Así que Catón dijo que no, que Hortensio no podía casarse con Porcia. Y entonces
Hortensio le preguntó si podía casarse con una de las Domicias... ¿Cuántas hijas feas, pecosas y con
el pelo como una fogata tiene la hermana de Enobarbo y Catón? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro? No
importa, porque Catón dijo que de eso tampoco quería oir hablar. »
        César levantó la mirada; los ojos le bailaban.
Colleen McCullough                          César                                               16

        -No sé adónde va a parar esta historia, pero resulta fascinante -comentó Hircio esbozando
una amplia sonrisa.
        -Yo tampoco lo sé todavía -observó César.
        Y volvió a la lectura.
        -«Hortensio se marchó vacilante apoyado en sus esclavos; estaba realmente destrozado.
Pero al día siguiente regresó, y esta vez con una idea brillante. Puesto que no podía casarse con
Porcia ni con ninguna de las Domicias, le dijo, ¿podía casarse con la esposa de Catón?»
        Hircio sofocó un grito de asombro.
        -¿Con Marcia? ¿Con la hija de Filipo?
        -Con ésa es con quien está casado Catón -le aseguró César con solemnidad.
        -Tu sobrina Acia está casada con Filipo, ¿no es así?
        -Sí. Filipo era muy amigo del primer marido de Acia, Cayo Octavio. Así que cuando hubo
pasado el período de luto, se casó con ella. Puesto que ella venía con una hijastra y con un hijo y
una hija propios, me imagino que Filipo se sintió contento de separarse de Marcia. Dijo que se la
daba a Catón para tener un pie en ambos campos, uno en el mío y otro en el de los boni -dijo César
frotándose los ojos.
        -Sigue leyendo -le pidió Hircio-. Estoy impaciente.
        César siguió leyendo:
        -«¡Y Catón dijo que sí! ¡Sinceramente, César, Catón dijo que sí! Accedió a divorciarse de
Marcia para permitir que se casara con Hortensio, siempre que, claro está, Filipo diera también su
consentimiento. Así que los dos se fueron a casa de Filipo para preguntarle si consentiría en que
Catón se divorciara de la hija de Filipo para que ésta pudiera casarse con Quinto Hortensio y así
hacer feliz a un anciano. Filipo se rascó la barbilla... ¡Y dijo que sí! Claro está, siempre y cuando
Catón estuviera dispuesto a entregar personalmente a la novia. Todo se hizo con la misma rapidez
con la que se pronuncia la frase "muchos millones de sestercios". Catón se divorció de Marcia y se
la entregó personalmente a Hortensio en la ceremonia de la boda. ¡Toda Roma está que trina!
Quiero decir que cada día pasan cosas tan extravagantes que por eso mismo uno sabe que son
verdad, pero el asunto de Catón, Marcia, Hortensio y Filipo es algo único en los anales del
escándalo romano, tienes que admitirlo. Todo el mundo, ¡incluido yo!, está convencido de que
Hortensio les pagó a Catón y a Filipo la mitad de su fortuna, aunque Catón y Filipo lo niegan
enérgicamente.»
        César dejó el rollo sobre su regazo y volvió a frotarse los ojos al tiempo que movía la
cabeza de un lado al otro.
        -Pobre Marcia -comentó en voz baja Faberio.
        Los otros dos lo miraron, atónitos.
        -No había pensado en eso -reconoció César.
        -Esa mujer debe de ser una arpía -dijo Hircio.
        -No, no creo que lo sea -opinó César frunciendo el ceño-. La he visto alguna vez, aunque no
de mayor. Pero si cuando ya lo era bastante, a los trece o catorce años. Muy morena, como toda la
familia, pero muy bonita. Una dulzura, según Julia y mi madre. Y completamente enamorada de
Catón, y él de ella, según escribió Filipo en aquel momento. Aproximadamente en la época en que
yo estaba asentado en Luca con Pompeyo y Marco Craso organizando la conservación de mi mando
y mis provincias. La habían prometido en matrimonio con un tal Cornelio Léntulo, pero el tipo
murió. Luego Catón volvió, después de anexionar Chipre, con dos mil cofres de oro y plata, y
Filipo, que era cónsul ese año, lo invitó a cenar. Marcia y Catón se miraron y ya está. Catón la
pidió en matrimonio, lo cual causó cierto jaleo familiar. Acia quedó horrorizada ante la idea, pero a
Filipo le pareció que quizá fuera inteligente ver los toros desde la barrera: casado con mi sobrina y
suegro de mi mayor enemigo. -César se encogió de hombros-. Filipo salió ganando.
        -Entonces, Catón y Marcia se agriaron -dijo Hircio.
Colleen McCullough                            César                                                17

        -No, aparentemente no. Por eso toda Roma está que trina, por utilizar la expresión de
Pompeyo.
        -Entonces, ¿por qué? -preguntó Faberio.
        César sonrió, pero no fue cosa agradable de ver.
        -Si yo conozco a mi Catón, y creo que si lo conozco, diría que no podía soportar la idea de
ser feliz, y consideraba su pasión por Marcia como una debilidad.
        -¡Pobre Catón! -dijo Faberio.
        -¡Hum! -murmuró César.
        Y volvió a la carta de sextilis.

       Y, de momento, eso es todo, César. Lo sentí mucho cuando me enteré de que a Quinto
Laberio Duro lo habían matado nada más desembarcar en Britania. ¡Qué despachos tan soberbios
nos envías!

        Dejó la carta de sextilis sobre la mesa y cogió la de septiembre, que era un rollo más
pequeño. Al abrirlo frunció el ceño; algunas de las palabras estaban emborronadas y manchadas,
como si se hubiera derramado agua sobre ellas antes de que la tinta se hubiera asentado
cómodamente en el papiro.
        La atmósfera cambió en la estancia, como si el sol de última hora de la tarde, que todavía
brillaba con fuerza en el exterior, de pronto se hubiera escondido. Hircio levantó la vista al sentir un
hormigueo en la carne; Faberio empezó a tiritar.
        La cabeza de César continuaba inclinada sobre la segunda carta de Pompeyo, pero todo él
quedó de repente completamente inmóvil, helado; los ojos, que ninguno de los otros dos hombres
alcanzaba a ver, también se le habían helado; ambos hombres habrían podido jurarlo.
        -Dejadme solo -les pidió César con voz normal.
        Sin pronunciar una palabra Hircio y Faberio se levantaron y salieron en silencio de la
tienda; dejaron las plumas, que goteaban tinta, abandonadas sobre el papel.

        Oh, César, ¿cómo voy a soportarlo? Julia está muerta. Mi niña maravillosa, hermosa y
dulce está muerta. Muerta a la edad de veintidós años. Yo mismo le cerré los ojos y puse sobre
ellos las monedas; le puse el denario de oro entre los labios para asegurarme de que tuviera el
mejor asiento en la barca de Caronte.
        Murió tratando de darme un hijo. Sólo estaba embarazada de siete meses, y no había
tenido ni aviso de lo que se avecinaba. Sólo que se encontraba mal de salud. Nunca se quejó, pero
yo lo notaba. Luego se puso de parto y dio a luz al niño. Un niño que vivió dos días, así que
sobrevivió a su madre. Julia murió desangrada. Nada podía detener aquella hemorragia. ¡Un
modo horrible de morir! Consciente casi hasta el final, pero debilitándose y poniéndose pálida
poco a poco, ella que era ya de por si tan blanca. Y hablando conmigo y con Aurelia, hablando sin
parar. Recordando que no había hecho esto, y haciéndome prometerle que yo me encargaría de
hacer aquello. Tonterías, como que pusiera a secar el veneno para las pulgas, aunque para eso
todavía faltan meses. Me repitió una y otra vez lo mucho que me amaba, que me había amado
desde que era niña. Y me dijo lo feliz que yo la había hecho, que no le había dado ni un momento
de dolor. ¿Cómo podía decir eso, César? Yo le había causado el dolor que la estaba matando,
aquella cosa descarnada que parecía desollada. Pero me alegro de que la criatura muriera. El
mundo nunca estará preparado para un hombre que lleve tu sangre y la mía. Mi hijo lo habría
aplastado como a una cucaracha.
        Julia me obsesiona. No dejo de llorar, pero todavía sigo teniendo lágrimas. La última parte
de ella que dejó escapar la vida eran sus ojos, tan enormes y azules. Llenos de amor. Oh, César,
¿cómo voy a soportarlo? Seis cortos años. Yo había planeado que fuera ella quien me dijera adiós.
Ni en sueños pensé que sucediera al revés, y además tan pronto. ¡Oh, habría sido demasiado
Colleen McCullough                          César                                              18

pronto aunque hubiéramos llevado casados veintiséis años! ¡Oh, César, qué dolor siento! Ojalá
hubiera sido yo, pero ella me hizo jurar solemnemente que no la seguiría. Estoy condenado a vivir.
Pero, ¿cómo? ¿Cómo puedo vivir? ¡Me acuerdo tanto de ella! De su aspecto, de su voz, de su olor,
de cómo era su contacto, de su sabor. Julia tañe dentro de mí como una lira.
        Pero de nada sirve. Apenas veo para escribir, pero me corresponde a mi contártelo todo.
Ya sé que te enviarán esta noticia a Britania. Hice que el hijo mediano de tu tío Cotta, Marco, que
es pretor este año, convocase a sesión al Senado, y les pedí a los padres conscriptos que votasen
un funeral de Estado para mi querida niña. Pero ese Mentula, ese Cunnus de Enobarbo no quiso ni
oír hablar de ello. Con Catón relinchando negativas detrás de él en el estrado curul. A las mujeres
no se les hacen funerales de Estado; concederle uno a mi Julia sería profanar el Estado. Tuvieron
que sujetarme, habría matado a esa Verpa de Enobarbo con las manos desnudas si se las hubiera
puesto encima. Todavía se me crispan ante la idea de apretárselas en torno a la garganta. Se dice
que la Cámara nunca va en contra de la voluntad del cónsul senior, pero en esta ocasión la
Cámara lo hizo. El voto fue casi unánime a favor de un funeral de Estado.
        Tuvo lo mejor de todo, César. Los de las pompas fúnebres hicieron su trabajo con amor.
Bueno, Julia estaba hermosísima, aunque se había quedado tan blanca como el yeso. Así que le
pintaron la cara y le dispusieron las grandes masas de cabello plateado formando el peinado alto
que a ella tanto le gustaba, con el peine enjoyado que le regalé en su vigésimo segundo
cumpleaños. Una vez instalada cómodamente en medio de los cojines negros y dorados de su
féretro, parecía una diosa. No hubo necesidad de introducir a mi niña en el compartimento secreto
del fondo y exponer un maniquí en su lugar. Hice que la vistieran de su color lavanda favorito, el
mismo color que llevaba la primera vez que puse los ojos en ella y pensé que era Diana de la
Noche.
        El desfile de antepasados fue imponente, más que el de cualquier hombre romano. Puse a
Corinna, la mimo, en la carroza delantera; llevaba en el rostro una máscara de Julia. He hecho
que, en el templo de Venus Victrix que está encima de mi teatro, la diosa lleve el rostro de Julia.
Corinna también llevaba puesto el vestido dorado de Venus. Todos estaban alli desde el primer
cónsul juliano hasta Quinto Marcio Rex y Cinna. Cuarenta carrozas de ancestros, y cada caballo
tan negro como la obsidiana.
        Yo también estaba allí, aunque se supone que no puedo cruzar el pomerium y entrar en la
ciudad. Informé a los lictores de las treinta curias de que, durante aquel día, iba a asumir el
imperium especial para llevar a cabo mis deberes relativos al grano, lo que me permitía cruzar la
linde sagrada antes de que aceptase mis provincias. Creo que Enobarbo era un hombre asustado.
No puso ningún obstáculo en mi camino.
        ¿Y qué es lo que lo asustó? Las multitudes que había en el Foro. César, nunca he visto
nada parecido. En ningún funeral, ni siquiera en el de Sila. Al de Sila la gente iba a mirar el
cadáver, boquiabierta. Pero a éste venían a llorar por mi Julia. Miles y miles de personas. Sólo
gente corriente. Aurelia dice que es porque Julia se crió en Subura, entre ellos. Al parecer,
entonces la adoraban. Y todavía la adoran. ¡Había tantos judíos! Yo no sabía que en Roma los
hubiese en tales cantidades. Inconfundibles, con esos tirabuzones largos y esas largas barbas
rizadas. Desde luego tú te comportaste bien con ellos cuando fuiste cónsul. Tú también creciste
entre ellos, ya lo sé. Aunque Aurelia insiste en que vinieron a llorar por Julia, por ella misma.
        Acabé pidiéndole a Servio Sulpicio Rufo que pronunciara el elogio desde la tribuna de los
oradores. No sabía a quién hubieras preferido tú, pero yo quería que fuese un orador
verdaderamente bueno. Yde alguna manera, cuando llegó el momento, no fui capaz de infundirme
los suficientes ánimos para pedírselo a Cicerón. ¡Oh, él lo habría hecho! Por mí, si no por ti. Pero
pensé que no pondría el corazón en ello, nunca puede resistir la tentación de actuar a la menor
oportunidad. Mientras que Servio es un hombre sincero, un patricio, e incluso mejor orador que
Cicerón cuando el tema no es la política ni la perfidia.
Colleen McCullough                          César                                             19

        No es que eso importase. El elogio no llegó a pronunciarse. Todo salió exactamente según
lo programado desde nuestra casa de las Carinae hasta el Foro. Las cuarenta carrozas de los
antepasados fueron recibidas con absoluto respeto y temor; lo único que podía oírse era el sonido
de miles de personas llorando. Luego, cuando Julia pasó en su féretro por la Regia y entró en la
parte inferior del Foro, todos comenzaron a emitir gritos ahogados, se atragantaban, se pusieron a
chillar. He estado menos asustado al oír los aullidos de los bárbaros en el campo de batalla que al
oir aquellos gritos que helaban la sangre. La multitud comenzó a moverse y se lanzó hacia el
féretro. Nadie logró detenerlos. Enobarbo y algunos de los tribunos de la plebe lo intentaron, pero
los empujaron a un lado como si fueran hojas en una riada. A continuación la gente llevó el féretro
hasta el mismo centro del espacio abierto. Comenzaron a apilar toda clase de cosas hasta formar
una pira: zapatos, papeles, trozos de madera. Todo llegaba desde la parte de atrás de la multitud
que estaba en la parte superior; ni siquiera sé de dónde sacaban todo aquello. La quemaron allí
mismo, en medio del Foro Romano. Servio estaba horrorizado en la tribuna de los oradores, donde
los actores se habían refugiado poniéndose muy juntos, como las mujeres bárbaras cuando saben
que las legiones van a masacrarlas. Había carretas vacías y caballos encabritados por toda Roma,
y las jefas de las plañideras no habían llegado más allá del templo de Vesta, donde permanecieron
de pie, impotentes.
        Pero ahí no acaba todo, ni mucho menos. También entre la multitud había líderes de la
plebe, y se dirigieron a las gradas del Senado a desafiar a Enobarbo. Le dijeron que Julia había
de tener sus cenizas colocadas en una tumba del Campo de Marte, entre los héroes. Catón estaba
con Enobarbo. Quisieron desafiar a aquella delegación. ¡No, no! ¡A las mujeres nunca las habían
enterrado en el Campo de Marte! ¡Tendrían que pasar por encima de sus cadáveres para que eso
ocurriera! Realmente creí que a Enobarbo iba a darle un ataque. Pero la multitud siguió
amontonándose hasta que finalmente Enobarbo y Catón comprendieron que, efectivamente,
acabarían siendo cadáveres a menos que accedieran a conceder aquel deseo. Tuvieron que hacer
un juramento solemne.
        Así que mi querida niñita va a tener una tumba en la hierba del Campo de Marte, entre los
héroes. No he sido capaz de controlar mi dolor para poner eso en marcha, pero lo haré. Tendrá la
tumba más magnífica que haya allí, te doy mi palabra. Lo peor de todo es que el Senado ha
prohibido que se celebren juegos funerarios en su honor. Nadie confía en que la multitud se
comporte como es debido.
        Yo he cumplido con mi deber. Te lo he contado todo. Tu madre ha sufrido un golpe muy
duro, César. Recuerdo haberte dicho que no aparentaba más de cuarenta y cinco años. Pero ahora
representa los setenta cumplidos que tiene. Las vírgenes vestales se están ocupando de ella, y tu
pequeña esposa Calpurnia también. Echará de menos a Julia, eran buenas amigas. Oh, aquí
vuelven las lágrimas de nuevo. He derramado océanos de lágrimas. Mi niña se ha ido para
siempre. ¿Cómo voy a soportarlo?

       ¿Cómo voy a soportarlo? La impresión dejó secos los ojos de César. ¿Julia? ¿Cómo voy a
soportarlo?
       ¿Cómo voy a soportarlo? Mi única hija, mi perla perfecta. No hace mucho que cumplí
cuarenta y seis años y mi hija ha muerto dando a luz. Así fue cómo murió su madre, intentando
darme un hijo. ¡Qué vueltas da el mundo! Oh, mater, ¿cómo voy a enfrentarme a ti cuando llegue la
hora de regresar a Roma? ¿Cómo voy a enfrentarme a los pésames, la prueba de fuerza que ha de
venir después de la muerte de una amada hija? Todos querrán expresar sus condolencias, y todos lo
harán con sinceridad. Pero, ¿cómo voy a soportarlo yo? Posar sobre ellos una mirada herida,
mostrarles mi dolor..., no puedo hacer eso. Mi dolor es mío. No le pertenece a nadie más. Nadie
más debería verlo. Hace cinco años que no veo a mi hija, y ahora nunca volveré a verla. Apenas
puedo recordar qué aspecto tenía. Nunca me dio el más mínimo dolor ni disgusto. Bueno, eso es lo
Colleen McCullough                          César                                               20

que dicen. Sólo los buenos mueren jóvenes. Sólo a los seres perfectos la vejez no los estropea
nunca ni una larga vida acaba por agriarlos. ¡Oh, Julia! ¿Cómo voy a soportarlo?
         Se levantó de la silla curul, aunque no notaba el movimiento de sus piernas. La carta de
sextilis aún yacía sobre la mesa y todavía tenía en la mano la carta de septiembre. Salió por la
puerta de la tienda al disciplinado ajetreo de un campamento situado al borde de ninguna parte, al
final de todas las cosas. César tenía el rostro sereno, y sus ojos, cuando se encontraron con los de
Aulo Hircio, que se había quedado rondando a propósito un poco más allá del mástil de la bandera,
eran los ojos de César. Frescos más que fríos. Omniscientes, como había observado Mandubracio.
         -¿Todo bien, César? -le preguntó Hircio irguiéndose.
         César sonrió agradablemente.
         -Sí, Hircio, todo va bien. -Levantó la mano izquierda para protegerse de la luz y miró hacia
el sol poniente-. Ya ha pasado la hora de la cena y tenemos que hacer el festejo al rey Mandubracio.
No podemos permitir que estos bretones piensen que somos unos anfitriones poco afables.
Especialmente cuando es su comida la que les servimos. ¿Quieres encargarte de poner las cosas en
marcha? Yo iré en seguida.
         Torció a la izquierda, hacia el espacio abierto del foro del campamento contiguo a su tienda
de mando, y allí encontró a un joven legionario que, evidentemente como castigo, estaba
rastrillando los rescoldos de una hoguera. Cuando el soldado vio que se aproximaba el general
comenzó a rastrillar con más fuerza y se prometió que nunca más lo encontrarían en falta durante la
instrucción. Pero nunca había visto a César de cerca, de modo que cuando aquella figura alta se
dirigía hacia él, dejó de rastrillar un momento para verlo bien. ¡Ante lo cual el general sonrió!
         -No la apagues del todo, muchacho. Necesito una brasa -le dijo César en el latín amplio y
coloquial que usaban los soldados rasos-. ¿Qué has hecho para merecer semejante trabajo en este
apestoso clima tan caluroso?
         -No me sujeté la correa del casco, general.
         César se inclinó, con un rollo pequeño en la mano derecha, y puso una punta del mismo
junto a un trozo de leña humeante que aún ardía débilmente. El papel prendió y César se irguió y lo
mantuvo entre los dedos hasta que las llamas se los lamieron. Sólo cuando se desintegró en etéreas
pavesas negras lo soltó.
         -No descuides nunca tu equipo, soldado, es lo único que se interpone entre una lanza de los
casos y tú. -Dio la vuelta para dirigirse de regreso a la tienda de mando, pero miró por encima del
hombro y se echó a reír-. ¡No, no es eso lo único, soldado! También están tu valor y tu mente
romana. Y eso es lo que te hace ganar de verdad. Sin embargo... ¡un casco firmemente sujeto a tu
mollera es lo que mantiene tu mente romana intacta!
         Olvidándose de la hoguera, el joven legionario, boquiabierto, siguió con la mirada al
general. ¡Qué hombre! ¡Le había hablado como a una persona! Y con aquella voz tan suave.
Manejaba bien la jerga. Pero, ¡seguro que él nunca había servido en las filas! ¿Cómo lo sabía?
Sonriendo, el soldado terminó de rastrillar con furia y luego se puso a pisotear las cenizas. El
general conocía la jerga como conocía los nombres de todos los centuriones de su ejército. Era
César.


        Para cualquier britano la fortaleza principal de Casivelauno y de su tribu de casos era
inexpugnable; se alzaba en una colina bastante empinada, aunque suavemente redondeada, y se
hallaba rodeada de enormes baluartes de tierra reforzados con troncos. Los romanos no habían sido
capaces de encontrarla porque estaba en medio de muchos kilómetros de denso bosque, pero con
Mandubracio y Trinobeluno como guías, la marcha de César hacia ella fue directa y veloz.
        Era inteligente, Casivelauno. Después de aquella primera batalla campal, perdida cuando la
caballería edua superó el terror a los carros y descubrió que eran más fáciles de vencer que los
jinetes germanos, el rey de los casos adoptó una verdadera táctica fabiana. Despidió a su infantería
Colleen McCullough                           César                                               21

e hizo sombra a la columna romana con cuatro mil carros, atacando repentinamente durante una
etapa de la marcha de su enemigo por el bosque; los carros irrumpieron pasando entre los árboles,
por unos huecos apenas lo suficientemente anchos para permitirles el paso, y atacaron a los
soldados de a pie de César, que no fueron capaces de adaptarse al temor que les inspiraban aquellas
arcaicas armas de guerra.
        Que eran temibles, eso era indiscutible. El guerrero iba de pie al lado del conductor, con una
lanza en ristre en la mano derecha, varias más apretadas en la mano izquierda y la espada en una
vaina sujeta a la baja pared de mimbre, a su derecha; y peleaba casi desnudo, envuelto desde la
cabeza descubierta hasta los pies descalzos con ramas de glasto. Cuando se le acababan las lanzas
sacaba la espada y saltaba, ágil y veloz, sobre la vara que había entre los dos caballos pequeños
que tiraban del carro, mientras el conductor fustigaba al tiro para meterlo entre los soldados
romanos. El guerrero entonces saltaba desde su elevada posición sobre el mástil del carro y se metía
entre los caballos, matando a diestro y siniestro con total impunidad mientras los soldados romanos
retrocedían para evitar los cascos de los caballos.
        Pero cuando César emprendió aquella última marcha hacia la fortaleza de los casos, sus
tropas austeras y estoicas estaban completamente hartas de Britania, de los carros y de la escasez de
raciones. Por no hablar de aquel calor horrible. Estaban acostumbrados a las temperaturas altas,
podían marchar dos mil quinientos kilómetros en medio del calor sin descansar más que un día de
vez en cuando; y eso que cada hombre transportaba una carga de quince kilos en una horquilla que
llevaba en equilibrio sobre el hombro izquierdo, y a esto había que añadir el peso de la falda de
cota de malla que les llegaba hasta la rodilla, la cual se ceñía a las caderas con el cinturón para la
espada y la daga, de manera que así se evitaba llevar otros diez kilos de peso sobre los hombros. A
lo que no estaban acostumbrados era a la humedad, al menos hasta aquel nivel de saturación; ello
había hecho que se volvieran lentos como caracoles durante aquella segunda expedición, hasta tal
punto que César tuvo que revisar sus cálculos relativos a la distancia que los hombres podían
recorrer caminando en un día. Con un calor normal, en Italia o en Hispania se podían hacer unos
cincuenta kilómetros al día. En el calor británico, solamente cuarenta kilómetros.
        Aquel día, sin embargo, fue más fácil. Con los trinobantes y un pequeño destacamento de a
pie que habían dejado atrás para guardar el campamento, sus hombres podían marchar ligeros de
peso, con los cascos en la cabeza y los pila en sus propias manos, en vez de llevarlos en la mula de
cada octeto. Al entrar en el bosque, estaban preparados. Las órdenes de César eran muy concretas:
«Muchachos, no cedáis ni un centímetro de terreno, controlad los caballos con vuestros escudos y
tened los pila apuntados para ensartar a los conductores por el pecho pintado de azul; luego id a por
los guerreros con vuestras espadas.»
        Para mantener alto el ánimo de la tropa, César marchaba en el centro de la columna. Casi
siempre se le podía encontrar a pie, pues prefería montar en su corcel y ponerse de puntillas sólo
cuando necesitaba una altura adicional para otear el horizonte. Normalmente solía caminar rodeado
de su personal de legados y tribunos. Aquel día no. Aquel día caminaba a grandes zancadas junto a
Asicio, un centurión de categoría inferior de la décima, e iba bromeando con los soldados que iban
delante y detrás, que eran los que podían oírle.
        El ataque de los carros se produjo sobre la parte de atrás de la columna romana, que tenía
siete kilómetros de longitud, justo lo bastante lejos por delante de la retaguardia edua como para
imposibilitar que la caballería pudiese avanzar. El camino era estrecho, y había carros por doquier,
pero esta vez los legionarios cargaron hacia adelante desviando a los caballos con sus escudos,
lanzaron las jabalinas contra los conductores y luego fueron a por los guerreros. Estaban hartos de
Britania, pero no estaban dispuestos a volver a la Galia sin abatir antes a unos cuantos casos. Y una
espada larga gala no podía competir con la gladius corta, que se empujaba hacia arriba, de un
legionario romano cuando la lucha era cuerpo a cuerpo. Los carros desaparecieron entre los árboles
en el mayor de los desórdenes y no volvieron a aparecer más.
        Después de aquello, la fortaleza era cosa fácil.
Colleen McCullough                           César                                                22

        -¡Como quitarle el sonajero a un niño! -comentó Asicio alegremente a su general antes de
entrar en acción.
        César organizó un ataque simultáneo por lados opuestos de los terraplenes de defensas, y los
legionarios estuvieron a la altura de las circunstancias mientras los eduos, dando alaridos,
cabalgaban hacia arriba y pasaban por encima. Los casos se dispersaron en todas direcciones, y
muchos de ellos murieron. César había conquistado la ciudadela. Y también una gran cantidad de
comida, lo suficiente para devolver el favor a los trinobantes y alimentar a sus propios hombres
hasta que abandonasen Britania para siempre. Pero quizá la mayor pérdida de los casos fue la de
sus carros, reunidos en el interior sin los arneses. Los legionarios, llenos de júbilo, los hicieron
añicos con las espadas y los quemaron en una gran fogata, mientras los trinobantes que los habían
acompañado se largaban, llenos de regocijo, con los caballos. Botín de otro tipo prácticamente no
hubo, pues Britania no era rica en oro ni plata, y desde luego no había perlas. Los platos eran de
cerámica arverna y las vasijas para beber estaban hechas de asta.
        Era hora de regresar a la Galia de los cabelleras largas. El equinoccio se acercaba (las
estaciones, como de costumbre, estaban muy atrasadas respecto del calendario) y los maltrechos
barcos romanos no aguantarían el azote de aquellas espantosas galernas equinocciales. Aseguradas
ya las provisiones y tras dejar atrás a los trinobantes en posesión de la mayor parte de las tierras y
animales de los casos, César situó dos de sus cuatro legiones al frente de la comitiva de equipaje,
que tenía varios kilómetros de longitud, y las otras dos detrás. Luego se dirigió a su playa.
        -¿Qué piensas hacer respecto a Casivelauno? -le preguntó Cayo Trebonio, que andaba
incansable al lado del general.
        Si César caminaba, ni siquiera el jefe de sus legados podía cabalgar. Mala suerte.
        -Regresará para intentarlo de nuevo -le respondió César tranquilamente-. Me marcharé
puntualmente, pero no sin su sumisión y sin ese tratado.
        -¿Quieres decir que lo intentará de nuevo mientras estemos marchando?
        -Eso lo dudo. Ha perdido demasiados hombres en la toma de su fortaleza. Incluidos los mil
guerreros de los carros. Y además ha perdido todos los carros.
        -Los trinobantes se dieron mucha prisa en largarse con los caballos. Se han aprovechado
bien.
        -Por eso nos ayudaron. Hoy abajo, mañana arriba.
        Trebonio pensó que parecía el mismo que lo amaba y estaba preocupado por él. Pero no era
el mismo. ¿Cuál sería el contenido de aquella carta, la que había quemado? Todos habían notado
una cierta diferencia en César, y luego Hircio les había hablado de las cartas de Pompeyo. Nadie se
habría atrevido a leer la correspondencia que César decidiese no entregar a Hircio o a Faberio, y sin
embargo César se había tomado la molestia de quemar la carta de Pompeyo. Como si quemase sus
barcos. ¿Por qué?
        Y eso no era todo. César no se había afeitado. Y aquello era muy significativo en un hombre
cuyo horror a los parásitos era tan grande que se depilaba cada pelo de las axilas, del pecho y de la
ingle, un hombre que hubiese sido capaz de afeitarse incluso en medio de un torbellino. Era posible
ver cómo se le erizaba el pelo de la cabeza ante la sola mención de los piojos; llevaba locos a sus
sirvientes, pues les exigía que todo lo que se ponía estuviera recién lavado, fueran cuales fueran las
circunstancias. No pasaba ni una noche sobre el suelo de tierra porque a menudo en la tierra había
pulgas, razón por la cual en su equipaje personal siempre llevaba tarimas de madera para colocar en
el suelo de su tienda. ¡Cuánto se habían divertido sus enemigos de Roma al enterarse de aquella
información! La sencilla madera sin barnizar había acabado convertida en mármol y mosaico por
algunas de aquellas lenguas destructivas. Sin embargo César era capaz de coger una araña enorme
y ponerse a reír al ver las travesuras que el animal hacía mientras le corría por la mano, algo ante lo
que hasta el más condecorado soldado de la décima se habría desmayado sólo de pensarlo. Eran,
según explicaba él, unas criaturas limpias, amas de casa respetables. Las cucarachas, por el
Colleen McCullough                          César                                               23

contrario, lo hacían subirse encima de una mesa, ni siquiera podía soportar la idea de ensuciar la
suela de la bota aplastando una. Eran criaturas asquerosas, decía estremeciéndose.
        Y sin embargo allí estaba César. Habían transcurrido tres días de camino y once desde que
había recibido aquella carta, y no se había afeitado. Alguien cercano a él había muerto. César estaba
de luto. ¿Quién? Sí, se enterarían cuando llegasen al puerto Icio, pero lo que significaba aquel
silencio de César era que no estaba dispuesto a mantener ninguna conversación al respecto, ni
siquiera que se hiciese mención de ello en su presencia, aunque el asunto fuera del dominio
público. Hircio y él, Trebonio, pensaban que debía de tratarse de Julia. Trebonio se recordó a sí
mismo que tenía que llevarse aparte a aquel idiota de Sabino y amenazarle con la circuncisión si se
le ocurría presentarle al general sus condolencias. ¿Qué le habría entrado a aquel hombre para
preguntarle a César por qué no se afeitaba?
        -Quinto Laberio -había respondido brevemente César.
        No, no era Quinto Laberio. Tenía que ser Julia. O quizá su legendaria madre, Aurelia.
Aunque, ¿por qué iba a haber sido Pompeyo quien le escribiera para darle esa noticia?
        Quinto Cicerón, que era, para gran alivio de todos, un individuo mucho menos fastidioso
que su hermano, el gran abogado, que se hinchaba dándose importancia, también pensaba que se
trataba de Julia.
        -Pero... ¿cómo va César a contener a Pompeyo Magno si es así? -le había preguntado Quinto
Cicerón en la tienda que servía de comedor de los legados durante una cena más de aquellas a las
que César no había acudido.
        Trebonio, cuyos antepasados no eran ni siquiera tan ilustres como los de Quinto Cicerón,
era miembro del Senado y por ello estaba bien enterado de las alianzas políticas, incluidas las que
se cimentaban en un matrimonio, de modo que comprendió inmediatamente la pregunta de Quinto
Cicerón. César necesitaba a Pompeyo el Grande, que era el primer hombre de Roma. La guerra de
las Galias no había acabado, ni mucho menos; César pensaba que tardaría incluso los cinco años de
su segundo mandato en acabar el trabajo. Pero había tantos lobos senatoriales aullando para
disputarse sus despojos que César caminaba perpetuamente sobre una cuerda floja tendida sobre un
pozo de fuego. Trebonio, que lo amaba y estaba preocupado por él, encontraba difícil de creer que
ningún hombre pudiera inspirar la clase de odio que César parecía generar. Aquel pedo santurrón
de Catón había hecho una carrera completa intentando hacer caer a César, por no mencionar al
colega de César durante su consulado, Marco Calpurnio Bibulo, al oso que era Lucio Domicio
Enobarbo, y al gran aristócrata Metelo Escipión, torpe como una viga de madera de un templo.
        Ellos también babeaban tras el pellejo de Pompeyo, pero no con la extraña y obsesiva
pasión que sólo César parecía avivar en ellos. ¿Por qué? ¡Oh, tendrían que ir de campaña con aquel
hombre, con César, eso les enseñaría! Ni siquiera en el más recóndito rincón de la cabeza cabía el
pensamiento de que las cosas pudieran fracasar estando César al mando. Por muy mal que salieran
las cosas, César siempre acababa por encontrar la forma de salir adelante. Y una manera de ganar.
        -¿Por qué la tienen tomada con él? -preguntó Trebonio con enojo.
        -Muy sencillo -le respondió Hircio sonriendo-. Él es el Faro de Alejandría comparado con la
pequeña mecha de estopa que asoma por el extremo de la Mentula de Príapo. Le tienen manía a
Pompeyo Magno porque es el primer hombre de Roma, y ellos no creen que deba haber uno. Pero
Pompeyo es picentino, descendiente de un pájaro carpintero. Mientras que César es un romano
descendiente de Venus y de Rómulo. Todos los romanos veneran a los aristócratas, pero algunos
prefieren que sean como Metelo Escipión. Cada vez que Catón, Bíbulo y el resto de esa pandilla
miran a César, ven a alguien que es mejor que ellos en todos los aspectos. Exactamente igual que le
sucedía a Sila. César tiene linaje y suficiente capacidad para aplastarlos a todos como moscas. Lo
único que quieren es llegar ellos primero y aplastarlo a él.
        -Necesita a Pompeyo -comentó Trebonio pensativo.
Colleen McCullough                           César                                                24

       -Si es que ha de retener su imperium y sus provincias -dijo Quinto Cicerón mientras mojaba
un pedazo de aburrido pan de campaña en aceite de tercera categoría-. ¡Oh, dioses, cómo me
alegraré de comer un poco de ganso asado en el puerto Icio! -Comentó, zanjando así el tema.


         El ganso asado parecía inminente cuando el ejército llegó al campamento principal, situado
detrás de aquella playa larga y arenosa. Por desgracia, Casivelauno tenía otras ideas. Con lo que le
quedaba de sus propios casos fue a visitar a los cantios y a los regnos, las dos tribus que vivían al
sur del Támesis, y formó otro ejército. Pero atacar aquel campamento era romperse la mano britana
contra un muro de piedra. La horda britana, todos a pie, atacó a pecho descubierto, y las jabalinas
de los defensores, situados en lo alto de las fortificaciones, los alcanzaron como si se tratase de
dianas alineadas en un campo de maniobras. Los britanos aún nó habían aprendido la lección que
los galos ya conocían: cuando César sacaba a sus hombres a luchar cuerpo a cuerpo fuera del
campamento, los britanos se quedaban allí quietos para que los matasen. Porque seguían aferrados a
sus antiguas tradiciones, que decían que un hombre que abandonaba vivo un campo de batalla era
un paria. Esa tradición les había costado a los belgas del continente cincuenta mil vidas
desperdiciadas en una batalla. Y por eso ahora los belgas abandonaban el campo de batalla en el
momento en que la derrota era inminente, porque así seguían vivos para pelear de nuevo otro día.
         Casivelauno pidió la paz, se sometió y firmó el tratado que César exigía. Luego entregó los
rehenes. Según el calendario estaban a finales de noviembre, aunque según las estaciones era el
principio del otoño.
         Comenzó la evacuación, pero después de inspeccionar personalmente cada uno de los
aproximadamente setecientos barcos, César decidió que tendría que llevarse a cabo en dos partes.
         -Algo más de la mitad de la flota se halla en buenas condiciones -les comunicó a Hircio,
Trebonio, Quinto Cicerón y Atrio-. Así que pondremos toda la caballería, todos los animales de
carga, excepto las mulas de las centurias, y dos de las legiones en esa mitad, y la mandaremos al
puerto Icio en primer lugar. Luego esos mismos barcos pueden regresar vacíos y recogernos a mí y
a las tres últimas legiones.
         Conservó a su lado a Trebonio y a Atrio, los demás legados recibieron órdenes de partir con
la primera flota.
         -Me complace y me halaga que me pidas que me quede -le dijo Trebonio mientras
contemplaba los trescientos cincuenta barcos a los que estaban empujando hacia el agua.
         Aquéllas eran las naves que César había hecho construir especialmente a lo largo del río
Loira y que luego habían enviado al océano abierto para combatir con los doscientos veinte barcos
de vela de sólido roble de los vénetos, que consideraban ridículos los barcos romanos con aquellos
remos y débiles cascos de pino, con aquellas proas y popas tan bajas. Barcos de juguete para
navegar en un mar como una bañera, carne fácil. Pero al final las cosas no habían resultado en
absoluto de ese modo.
         Mientras César y su ejército de tierra iban de excursión a lo alto de los elevados acantilados
situados al norte de la desembocadura del Loira y desde allí contemplaban la acción como
espectadores en el Circo Máximo, los barcos de César sacaban los colmillos que Décimo Bruto y
sus ingenieros habían ideado durante aquel frenético invierno, mientras construían la flota. Las
velas de cuero de los bajeles vénetos eran tan pesadas y robustas que los obenques principales eran
cadenas en vez de cuerdas; sabiendo eso, Décimo Bruto había equipado cada uno de sus más de
trescientos barcos con un largo mástil al cual se habían sujetado un gancho con púa y un juego de
garfios. Los barcos romanos se acercaban remando a los barcos de los vénetos, maniobraban a su
lado y después la tripulación ladeaba el mástil, lo enredaba entre los obenques vénetos y luego se
alejaban a toda velocidad impulsados por los remos. Las velas y los mástiles de los vénetos caían
dejando al bajel indefenso en el agua. Entonces tres barcos romanos lo rodeaban como perros
acosando a un ciervo, lo abordaban, mataban a la tripulación y prendían fuego al barco. Al amainar
Colleen McCullough                          César                                              25

el viento la victoria de Décimo Bruto había sido completa. Sólo veinte barcos vénetos consiguieron
escapar.
        Ahora los costados especialmente bajos con los que estos barcós se habían construido
resultaban muy útiles. No era posible embarcar animales tan asustadizos como los caballos antes de
que los barcos fueran botados al agua, pero una vez que estaban a flote y se mantenían inmóviles,
largas y anchas planchas conectaban el lado de cada uno de los barcos con la playa, y a los caballos
se les hacía entrar corriendo tan de prisa que ni siquiera tenían tiempo de asustarse.
        -No está mal para no tener embarcadero -comentó César, satisfecho-. Estarán de regreso
mañana, y entonces el resto de nosotros podremos marcharnos.
        Pero el día siguiente amaneció entre las fauces de una galerna procedente del noroeste que
no agitó mucho la playa, pero si que impidió el regreso de aquellos trescientos cincuenta barcos en
buen estado.
        -¡Oh, Trebonio, esta tierra no me trae buena suerte! -exclamó el general al quinto día de
galerna mientras se rascaba la crecida barba con fiereza.
        -Estamos igual que los griegos en la playa de Troya -comentó Trebonio.
        Aquel comentario pareció reavivar la mente del general, que volvió los ojos de color azul
pálido hacia el legado.
        -No soy Agamenón -dijo entre dientes-. ¡Y no voy a quedarme aquí diez años! -Se volvió y
llamó a voces-: ¡Atrio!
        El prefecto del campamento acudió corriendo a toda prisa, sobresaltado.
        -¿Sí, César?
        -¿Crees que se pueden reparar con clavos los barcos que nos quedan aquí?
        -Probablemente todos ellos, menos cuarenta.
        -Entonces utilizaremos este viento del noroeste. Haz sonar los clarines, Atrio. Quiero que
todo y todos estén a bordo de los barcos restantes.
        -¡No cabrán! -chilló Atrio, horrorizado.
        -Los apretujaremos como el pescado en salazón dentro de un barril. Si vomitan unos encima
de otros, lástima. Todos pueden darse un baño sin quitarse la armadura cuando lleguemos al puerto
Icio. Nos haremos a la mar en el momento en que el último hombre y la última ballesta se
encuentren a bordo.
        Atrio tragó saliva.
        -Quizá tengamos que dejar atrás parte del material pesado -le comentó con voz débil.
        César levantó las cejas.
        -No estoy dispuesto a dejar atrás mi artillería ni mis arietes, no pienso dejar atrás mis
herramientas, no voy a dejar atrás ni a un solo soldado, no voy a dejar atrás a un solo no
combatiente, no voy a dejar atrás a un solo esclavo. Si tú no puedes hacer que quepan, Atrio, lo
haré yo.
        Aquéllas no eran palabras vanas, y Atrio lo sabia. También comprendió que su carrera
dependía de que hiciera algo que el general podía hacer, y que haría con completa eficiencia
yasombrosa velocidad. Quinto Atrio no protestó más, sino que se marchó a hacer sonar las
cornetas.
        Trebonio se estaba riendo.
        -¿Qué es lo que te hace tanta gracia? -le preguntó César con frialdad.
        ¡No, no era momento para bromas! Trebonio se puso serio en un instante.
        -¡Nada, César! Nada en absoluto.
        La decisión se había tomado aproximadamente una hora después de salir el sol, y durante
todo el día los soldados y los no combatientes trabajaron laboriosamente cargando los barcos más
sólidos con la valiosa artillería de César y con las herramientas, mientras los carros y las mulas
aguardaban en la playa. Los hombres esperaron hasta el momento de empujar ellos mismos los
barcos hacia el mar picado, y luego treparon a bordo por escalerillas de cuerda. La carga normal
Colleen McCullough                           César                                               26

para un barco era una pieza de artillería o el invento de algún ingeniero, cuatro mulas, un carro,
cuarenta soldados y veinte remeros; pero con ochocientos soldados y no combatientes, además de
cuatro mil esclavos y marineros de todas clases, las cargas de aquel día tuvieron que ser mucho más
pesadas.
        -¿No es asombroso? -le preguntó Trebonio a Atrio cuando se puso el sol.
        -¿Qué? -preguntó el profeta del campamento con las rodillas temblorosas.
        -César está contento. Oh, sea cual sea la pena que lo aflige, sigue ahí, pero ahora él está
contento. Ha conseguido algo imposible de hacer.
        -¡Ojalá los deje partir en cuanto estén cargados!
        -¡Él no! Él vino con una flota y se irá con una flota. Cuando todos esos galos de ilustre cuna
que hay en el puerto Icio lo vean llegar a puerto, se darán cuenta de que es un hombre con mando
absoluto. ¿Crees que va a permitir que el grueso del ejército se debilite dejando partir a unos
cuantos barcos cada vez? ¡Él no! Y tiene razón, Atrio. Tenemos que demostrarles a los galos que
somos mejores que ellos en todo. -Trebonio miró el cielo, que iba adquiriendo un tono rosado-.
Tendremos tres cuartos de luna menguante esta noche. César partirá cuando esté listo, no importa la
hora que sea.
        Buena predicción. A medianoche el barco de César zarpó para adentrarse en la negrura de
un mar que estaba a favor, con las lámparas de la popa y del mástil parpadeando y lanzando rayos
para que los demás barcos lo siguieran mientras se colocaban en forma de lágrima detrás de él.
        César se apoyó en la barandilla de popa entre los dos profesionales que guiaban los remos
del timón, y se quedó contemplando la miriada de luces de luciérnaga que se extendían en la
impenetrable oscuridad del océano. Vale Britania. No te echaré de menos. Pero, ¿qué hay allí fuera,
en el gran más allá, adonde nunca ningún hombre se ha aventurado a navegar jamás? Éste no es un
mar pequeño; es un enorme y poderoso océano. Éste es el lugar donde vive el gran Neptuno. No
dentro del tazón del Mare Nostrum. Quizá cuando yo sea viejo y haya hecho todo lo que mi sangre
y mi poder me exigen, tomaré uno de esos barcos vénetos de sólido roble, izaré las velas de cuero
yme adentraré en el mar hacia el oeste para seguir el sendero del sol. Rómulo se perdió en la
innobleza de los pantanos de las Cabras, en el Campo de Marte, y al ver que no regresaba a casa
pensaron que había sido transportado al reino de los dioses. Pero yo navegaré y me adentraré en las
brumas de la eternidad, y sabrán que habré entrado en el reino de los dioses. Mi Julia está allí. La
gente lo sabía. La quemaron en el Foro y colocaron su tumba entre los héroes. Pero primero debo
hacer todo lo que mi sangre y mi poder me exigen.


       Las nubes se deslizaban con rapidez, pero la luna brillaba lo suficiente y los barcos
permanecían juntos; el viento los empujaba tanto que las velas únicas de lona se veían tan
hinchadas como una mujer cuando se acerca el momento de dar a luz, de modo que apenas eran
necesarios los remos. La travesía duró seis horas, y el barco de César entró en el puerto Icio al
amanecer, con la flota aún en formación detrás de él. Su suerte había vuelto. Ni un solo hombre,
animal o pieza de artillería se había convertido en sacrificio a Neptuno.
César se enfrenta a la traición mientras conquista la Galia
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César se enfrenta a la traición mientras conquista la Galia

  • 2. Colleen McCullough César 2 COLLEEN McCULLOUGH CÉSAR. PLANETA DeAGOSTINI Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados. Título original: Caesar. © Colleen McCullough, 1997 Publicado de acuerdo con Avon Books, Nueva York © por la traducción: Roger Vázquez de Parga y Sofía Coca, 1998 © Editorial Planeta, S.A., 2001 Còrsega, 273-279, 08008 Barcelona (España) Diseño de la sobrecubierta Ilustración de la sobrecubierta Primera edición: noviembre de 1998 Segunda edición: diciembre de 2001 www.planetadeagostini.es Depósito legal: B. 48.098-2001 ISBN: 84-08-02795-6 Composición. Víctor Igual, S. L. Impresión: Hurope, S. L. Encuadernación: Eurobinder, S.A. Printed in Spain - Impreso en España
  • 3. Colleen McCullough César 3 CORRE EL AÑO 54 ANTES DE NUESTRA ERA Y CAYO JULIO CÉSAR AVANZA POR LA GALIA APLASTANDO A LOS FEROCES REYES GUERREROS QUE SE CRUZAN EN SU CAMINO. SUS VICTORIAS EN NOMBRE DE ROMA SON ÉPICAS, PERO LOS LÍDERES DE LA REPÚBLICA NO ESTÁN SATISFECHOS... ESTÁN ATERRADOS. ¿HASTA DÓNDE LLEGARÁ LA AMBICIÓN SIN LÍMITES DEL MILITAR MÁS BRILLANTE DE ROMA? CUANDO CATÓN Y EL SENADO LO TRAICIONAN, CÉSAR, A ORILLAS DEL RÍO RUBICÓN, TOMA LA DECISIÓN MÁS IMPORTANTE Y DOLOROSA DE SU VIDA: VOLVERSE CONTRA LA PATRIA DESAGRADECIDA. ESTA NOVELA DA VIDA A LA PASIÓN Y AL GENIO DE UNO DE LOS PERSONAJES MÁS CARISMÁTICOS E INCOMPARABLES DE LA HISTORIA: CÉSAR. INDICE Lista de mapas e ilustraciones. BRITANIA. Noviembre del año 54 a. J.C. LA GALIA DE LOS CABELLERAS LARGAS (Galia Comata). Desde diciembre del 54 a. J.C. hasta noviembre del 53 a. J.C. ROMA. Desde enero hasta abril del 52 a. J.C. LA GALIA CISALPINA, LA PROVENZA Y LA GALIA DE LOS CABELLERAS LARGAS. Desde enero hasta diciembre del 52 a. J.C. LA GALIA DE LOS CABELLERAS LARGAS. Desde enero hasta diciembre del 51 a. J.C. ROMA. Desde enero hasta diciembre del 50 a. J.C. EL RUBICÓN. Desde el 1 de enero hasta el 5 de abril del 49 a. J.C. EL OESTE, ITALIA, Y ROMA, EL ESTE. Desde el 6 de abril del 49 a. J.C. hasta el 29 de septiembre del 48 a. J.C. Epílogo de la autora. Glosario.
  • 4. Colleen McCullough César 4 Para Joseph Merlino. Bueno, sabio, perceptivo, ético y moral. Un hombre verdaderamente bueno. LISTA DE MAPAS E ILUSTRACIONES. Mapas. Las provincias de César César en Britania, 54 a. J.C., y en la Galia Bélgica, 53 a. J.C. Foro Romano. Craso en el este. Ruta de César y la decimoquinta legión. César y Vercingetórix: campañas del 52 a. J.C. Italia durante las campañas del 49 a. J.C. César en España, 49 a. J.C. Macedonia, Epiro, Grecia, Vía Egnacia, provincia de Asia Egipto El Este conocido ILUSTRACIONES Cayo Julio César Quinto Cicerón Metelo Escipión Vercingetórix Terraza de asedio de César en Avárico. Alesia Tito Labieno Curión Enobarbo Pompeyo el Grande. Magistrados romanos
  • 5. Colleen McCullough César 5 Britania NOVIEMBRE DEL AÑO 54 A. J.C. Las órdenes eran que mientras César y la mayor parte de su ejército estuvieran en Britania no se le enviara nada a parte de las comunicaciones de máxima urgencia; incluso las instrucciones del Senado tenían que esperar en el puerto Icio, en tierra de la Galia, hasta que César regresara de su segunda expedición a la isla que se hallaba en el extremo occidental del fin del mundo, un lugar casi tan misterioso como Serica. Pero aquélla era una carta de Pompeyo el Grande, el primer hombre de Roma y yerno de César. De modo que cuando Cayo Trebacio recibió, en la oficina de comunicaciones romanas de César, la entrega del pequeño cilindro de cuero rojo que llevaba el sello de Pompeyo, no lo colocó en ninguna casilla para aguardar su regreso de Britania. En vez de eso suspiró y se puso en pie; tenía los pies tan regordetes y tensos como los tobillos porque se pasaba la mayor parte de su vida sentado o comiendo. Salió por la puerta para dar con el poblado que habían construido a toda prisa sobre los restos del campamento del ejército hecho el año anterior, que era un recinto más pequeño. ¡No era un lugar bonito, precisamente! Hileras, hileras y más hileras de casas de madera, de calles de tierra bien apisonada, incluso con alguna tienda. Sin árboles, sin complicaciones, todo rigurosamente organizado. Ojalá esto fuera Roma, pensó, al comenzar la larga y desganada caminata por la via principalis, pues así podría coger una silla de manos y trasladarme con toda comodidad. Pero no había sillas de manos en los campamentos de César, de modo que a Cayo Trebacio, joven abogado muy prometedor, no le quedó más remedio que caminar. Odiaba caminar y odiaba el sistema según el cual podía hacer más para prosperar en su carrera trabajando para un soldado en campaña que paseando, o trasladándose en silla de manos, por el Foro Romano. Ni siquiera se atrevía a delegar en algún subordinado para que hiciera aquel recado. César era muy riguroso en lo referente al trabajo sucio que un hombre tenía que hacer si existía la más remota probabilidad de que el hecho de delegar en otros condujera a un atasco, por usar el lenguaje vulgar y grosero del ejército. ¡Oh, porras! ¡Porras, porras! Trebacio estuvo a punto de dar media vuelta para regresar, pero se metió la mano izquierda entre los pliegues de la toga, arreglada sobre el mismo hombro, puso cara de importante y siguió andando. Tito Labieno, con las riendas de un paciente caballo colgadas del brazo, estaba haciendo el vago apoyado en la pared de su casa; hablaba con cierto galo corpulento que lucía colgantes de oro y colores deslumbrantes. Se trataba de Litavico, el recién nombrado jefe de la caballería de los eduos. Probablemente los dos seguían deplorando el sino del último jefe de la caballería de los eduos, que había preferido huir antes que verse arrastrado a Britania por aquellas aguas agitadas y al que, después de tantos esfuerzos, Tito Labieno había dado muerte. Tenía un nombre raro y maravilloso... ¿cómo era? Dumnórix. Dumnórix... ¿Por qué le daba a él la impresión de que aquel nombre estaba relacionado con un escándalo en el que se veían implicados César y una mujer? No llevaba en la Galia el tiempo suficiente como para tener las ideas claras, ése era el problema. Muy típico de Labieno, prefería hablar con un galo. ¡Qué bárbaro más auténtico era aquel hombre! No había absolutamente nada de romano en él. El cabello apretado, negro y rizado. La piel oscura con poros grandes y grasientos. Ojos negros, fieros pero fríos. Y la nariz como la de un semita, ganchuda y con unos orificios tan grandes que parecía que alguien se los hubiera agrandado con un cuchillo. Un águila. Labieno era un águila. Estaba por debajo de los cánones. -¿Caminando para rebajar algo de grasa, Trebacio? -le preguntó el romano bárbaro sonriendo y enseñando unos dientes tan grandes como los de su caballo. -Voy al muelle -respondió Trebacio con dignidad.
  • 6. Colleen McCullough César 6 -¿Por qué? Trebacio se sintió tentado de informar a Labieno de que aquello no era asunto suyo, pero esbozó una sonrisa débil y decidió contestarle; al fin y al cabo, en ausencia de César, Labieno era el general. -Tengo esperanzas de alcanzar la pinaza de los clavos. Llevo una carta para César. -¿De quién? El galo Litavico seguía la conversación con ojos brillantes. Hablaba latín perfectamente, y no era cosa rara entre los eduos porque llevaban generaciones bajo el dominio de Roma. -De Cneo Pompeyo Magno. -¡Ah! Labieno carraspeó y escupió, costumbre que había acabado adquiriendo a base de estar demasiados años codeándose con galos. Asqueroso. Pero perdió interés en cuanto oyó pronunciar el nombre de Pompeyo y se volvió hacia Litavico encogiéndose de hombros. ¡Oh, claro! Había sido Labieno quien había estado jugueteando con Mucia Tercia, la entonces esposa de Pompeyo. O al menos eso juraba Cicerón soltando una risita tonta. Pero la mujer no se había casado con Labieno después del divorcio. Al parecer no era lo bastante bueno para ella. Había decidido casarse con el joven Escauro. Por aquel entonces por lo menos él era joven. Trebacio respiró con fuerza y siguió andando hasta que salió por la puerta del campamento que estaba en el extremo más alejado de la via principalis y entró en la aldea del puerto Icio. Un nombre grandilocuente para una aldea de pescadores. ¿Quién sabía cómo la llamarían los moririos, los galos en cuyo territorio se hallaba? César simplemente la había registrado en los libros del ejército como «Fin del Viaje»... o «Principio del Viaje». A elegir. El sudor le bajaba por la espalda y empapaba la fina lana de su túnica; le habían dicho que el clima en la Galia Ulterior de los cabelleras largas era fresco y clemente. ¡Pero aquel año no! Aquel año el clima era extremadamente caluroso y el aire estaba cargado de humedad. De modo que el puerto Icio hedía a pescado. Y a galos. Los odiaba. Odiaba aquel trabajo. Y si no llegaba a odiar a César del todo, si que había llegado a estar bastante cerca de odiar a Cicerón, quien se había servido de su influencia para obtener aquel puesto, tan reñidamente disputado, para su querido amigo, el joven abogado, y enormemente prometedor, Cayo Trebacio Testa. El puerto Icio no se parecía en nada a esas deliciosas aldeas de pescadores que hay a lo largo de las costas toscanas, llenas de parras sombreadas a las puertas de las bodegas de vino y con aspecto de haber estado allí desde que el rey Eneas había saltado a tierra de su nave troyana hacía ya un milenio. Canciones, risas, intimidad. Mientras que allí todo era viento y arena volando por los aires, hierbas correosas aplastadas contra las dunas, el tenue zumbido salvaje de mil millares de gaviotas. Pero allí, todavía amarrada, estaba la lustrosa pinaza de remos que él tenía esperanzas de encontrar antes de que se hiciera a la mar, y cuya tripulación romana estaba muy atareada cargando el último de una docena de barriles de clavos, que era en lo que consistía su carga... y lo único que podía esperarse que transportase, dado su tamaño. Cuando se trataba de Britania, la legendaria suerte de César parecía fallar permanentemente; por segundo año consecutivo sus naves habían naufragado a causa de una galerna más terrible que ninguna otra galerna que soplase a lo largo y a lo ancho del Mare Nostrum. ¡Oh, y eso que esta vez César estaba muy seguro de haber colocado aquellos ochocientos barcos en una posición completamente segura! Pero los vientos y las mareas -¿qué podía hacerse con aquellos fenómenos extranjeros que eran las mareas?- habían llegado, habían levantado los barcos y los habían zarandeado como si fueran de juguete. Destrozados. Y sin embargo pertenecían a César. El cual no se puso a vociferar, a desvariar ni a lanzar maldiciones a los vientos y las mareas, sino que en vez de eso procedió a recuperar los pedazos y volvió a recomponer los barcos. De ahí la necesidad de
  • 7. Colleen McCullough César 7 clavos. Millones de clavos. No había tiempo ni personal para llevar a cabo el sofisticado trabajo de los astilleros; el ejército tenía que estar de regreso en la Galia antes del invierno. -Clavadlos -ordenó César-. Lo único que tienen que hacer es atravesar treinta y tantas millas de océano Atlántico. Y, por lo que a mí respecta, luego pueden hundirse. Util para las comunicaciones romanas, la pinaza, que se movía a remo, iba y venía entre el puerto Icio y Britania con una docena de barriles de clavos y algunos mensajes. «¡Y pensar que yo hubiera podido estar allí!», pensó Trebacio para sus adentros sintiendo un estremecimiento a pesar del calor, la humedad y el peso de la toga. Como necesitaba un buen hombre de letras, César lo había propuesto para que fuera en la expedición. Pero en el último momento Aulo Hircio había tenido el capricho de ir. ¡Que los dioses lo bendijeran para siempre! Puede que para Cayo Trebacio el puerto Icio fuera el fin del viaje, pero eso era mejor que el principio del viaje. Aquel día tenían un pasajero. Como Trogo y él lo habían organizado, con la prisa colosal que César siempre exigía, Trebacio sabía quién era el galo, o más bien el britano; se trataba de Mandubracio, rey de los trinobantes britanos, a quien César devolvía a su pueblo en pago a la ayuda que le habían prestado. Un belga azul horroroso. Llevaba la ropa a cuadros en tonos verde musgo y azules sombreados, y dentro de ella su piel, pintada formando un complicado dibujo de un azul intenso, hacia juego. Según César, en Britania tenían costumbre de hacer eso para pasar inadvertidos en sus interminables bosques; se podía estar a escasos pies de uno de aquellos britanos sin llegar a percatarse de su presencia. Y también lo hacían para asustarse unos a otros en el combate. Trebacio le entregó el pequeño cilindro rojo al... ¿capitán? ¿Era ése el término correcto...? Luego diomedia vuelta para caminar de nuevo hasta su oficina. De repente la boca se le hizo agua al pensar en el ganso asado que iba a tomarse para cenar. No había mucho que decir en favor de los morinos, excepto que sus gansos eran los mejores del mundo. Los morinos no sólo les embutían por la garganta caracoles, babosas y pan, sino que además hacían caminar a los pobres animales -¡oh, caminar!- hasta que la carne se les ponía tan tierna que se derretía en la boca. Los remeros de la pinaza, ocho a cada lado de la misma, remaban incansablemente en perfecta sincronía, a pesar de que ningún hortator les marcaba el ritmo. Cada hora descansaban y bebían un trago de agua; luego volvían a doblar la espalda y apoyaban los pies contra los soportes del fondo encharcado del barco. El capitán iba sentado en la popa; era quien llevaba el remo del timón y un cubo para achicar el agua, y tenía la atención expertamente repartida entre ambas cosas. Al acercarse a los imponentes y elevados acantilados de Britania, el rey Mandubracio, qUe iba sentado en la proa, rígido y orgulloso, se puso aún más rígido y más orgulloso. Regresaba a casa, aunque en realidad no había estado demasiado lejos de ella, en la ciudadela belga de Samarobriva, donde, como muchos otros rehenes, había permanecido hasta que César decidiera adónde enviarlo para que estuviera a salvo. La fuerza expedicionaria romana enviada a Britania había ocupado una playa larga y arenosa que por la parte de atrás se iba transformando hasta convertirse en las marismas de Cantio; los maltrechos navíos -¡muchísimos!- yacían detrás de la arena, apoyados en puntales y rodeados de todas las increíbles defensas de un campamento romano. Fosos, muros, empalizadas, parapetos, torres, reductos que parecían extenderse a lo largo de kilómetros. El comandante del campamento, Quinto Atrio, estaba esperando para hacerse cargo de los clavos, del pequeño cilindro rojo de Pompeyo y del rey Mandubracio. Todavía quedaban varias horas de luz; el carro del sol era mucho más lento en aquella parte del mundo que en Italia. Algunos trinobantes, llenos de júbilo por ver a su rey, le daban palmadas en la espalda y le besaban en la boca, como era su costumbre. El rey y, el pequeño cilindro rojo de Pompeyo partirían de inmediato, porque se tardaba varios días en llegar al lugar donde se encontraba César. Trajeron los
  • 8. Colleen McCullough César 8 caballos, y los trinobantes y un prefecto de caballería romano montaron y salieron por la puerta norte, donde quinientos soldados eduos a caballo tomaron posiciones para encerrarlos dentro de una columna de cinco caballos de anchura y cien de longitud. El prefecto espoleó a su caballo para llevarlo hasta el frente de la columna, y permitió así que el rey y sus nobles hablasen libremente entre sí. -No podemos estar seguros de que no hablen algo lo bastante parecido a nuestra lengua como para entender lo que decimos -comentó Mandubracio al tiempo que olisqueaba el aire húmedo y caliente con deleite. Le olía a su tierra. -César y Trogo sí, pero los demás ten la seguridad de que no la entienden -le dijo su primo Trinobeluno. -No podemos estar seguros -repitió el rey-. Ya llevan casi cinco años en la Galia, y la mayor parte de ese tiempo han estado entre los belgas. Y tienen mujeres. -¡Rameras! ¡De esas que van detrás de los campamentos! -Las mujeres son mujeres. Hablan sin cesar, y las palabras acaban por calar. El gran bosque de robles y hayas que se extendía al norte de las marismas cantias los fue cercando hasta que el sendero surcado por roderas por el que avanzaba la columna de caballería se fue haciendo cada vez más sombrío y entorpecía la visibilidad; los soldados eduos se pusieron tensos, prepararon las lanzas, palmearon los sables y comenzaron a mover a su alrededor los pequeños escudos circulares. Pero luego fueron a parar a un gran claro donde había rastrojo de trigo y los chamuscados restos negros de dos o tres casas que se alzaban escuetos contra el fondo de color tostado. -¿Se llevaron los romanos el grano? -preguntó Mandubracio. -En las tierras de los cantios, todo. -¿Y Casivelauno? -Quemó lo que no pudo recoger. Los romanos han pasado hambre al norte del Támesis. -¿Y a nosotros cómo nos ha ido? -Tenemos suficiente. Lo que los romanos se llevaron lo han pagado. -Entonces será mejor que nos ocupemos de que lo siguiente que se coman sea lo que Casivelauno tiene almacenado. Trinobeluno giró la cabeza hacia la luz dorada que inundaba el claro del bosque; los remolinos y espirales de pintura azul que llevaba en la cara y en el torso desnudo resplandecían con aire misterioso. -Cuando le pedimos a César que te trajera de nuevo junto a nosotros, le dimos nuestra palabra de que le ayudaríamos, pero no hay honor en ayudar al enemigo. Entre nosotros acordamos que esa decisión la tomarías tú, Mandubracio. El rey de los trinobantes se echó a reír. -¡Pues claro que vamos a ayudar a César! Hay un montón de tierras y de ganado que pertenecen a los casos que serán nuestros cuando Casivelauno caiga. De modo que utilizaremos a los romanos en beneficio nuestro. El prefecto romano regresó con el caballo moviéndose inquieto porque era brioso y llevaba un paso tranquilo. -César dejó un campamento en buen estado más adelante, a no mucha distancia de aquí -les informó lentamente en la lengua belga de los atrebates. Mandubracio levantó las cejas y miró a su primo. -¿Qué te había dicho yo? -le comenté. Y dirigiéndose al romano, añadió-: ¿Está intacto? -Todo está intacto desde aquí al Támesis. El Támesis era el gran río de Britania, profundo, ancho y poderoso, pero había un lugar fuera del alcance de las mareas por donde se podía vadear. En el margen norte empezaban las
  • 9. Colleen McCullough César 9 tierras de los casos, pero ahora no había casos contra los que luchar ni en el vado ni en los ennegrecidos campos situados más allá. Después de haber atravesado el Támesis al alba, la columna siguió cabalgando por un paisaje ondulado donde los cerros se veían aún cubiertos de bosquecillos de árboles, pero las tierras más bajas o estaban aradas o se las utilizaba para pastos. La columna se dirigió al noreste, de manera que, a unos sesenta y cinco kilómetros del río, llegaron a las tierras de los trinobantes. En lo alto de una colina, ancha y acogedora, justo en la frontera entre los casos y los trinobantes, se alzaba el campamento de César, el último bastión de Roma en tierras extranjeras. Mandubracio nunca había visto al Gran Hombre; lo habían enviado como rehén por exigencia de César, pero cuando llegó a Samarobriva se encontró con que éste estaba en la Galia Cisalpina, al otro lado de los Alpes, a una distancia enorme. Luego César se había dirigido directamente al puerto Icio con intención de hacerse a la mar de inmediato. El verano había prometido ser inusitadamente caluroso, buen augurio para cruzar aquel estrecho tan traicionero. Pero las cosas no habían salido según el plan. Los tréveres estaban haciendo propuestas a los germanos de más allá del Rin, y los dos magistrados tréveres, a los que llamaban vergobretos, estaban picados entre si. Uno de ellos, Cingetórix, pensaba que era mejor someterse a los dictados de Roma, mientras que Induciomaro opinaba que una revuelta con la ayuda de los germanos mientras César se hallaba ausente en Britania sería la mejor solución. Pero entonces el propio César se había presentado allí con cuatro legiones en orden de marcha, avanzando como siempre más de prisa de lo que ningún galo pudiera concebir. La revuelta nunca llegó a producirse; a los vergobretos se les obligó a estrecharse la mano; César cogió más rehenes, entre ellos al hijo de Induciomaro, y luego volvió a paso de marcha al puerto Icio, donde se encontró con una galerna menor procedente del noroeste que estuvo soplando sin parar durante veinticinco días. Dumnórix, de los eduos, estaba ocasionando problemas, e incluso murió por ello, así que entre unas cosas y otras el Gran Hombre tenía un humor de perros cuando por fin su flota zarpó dos meses más tarde de lo que él había planeado. Aún seguía irritable, como muy bien sabían sus legados, pero cuando acudió a saludar a Mandubracio nadie que no hubiera estado en contacto con César a diario lo habría sospechado. Muy alto para ser romano, miró a Mandubracio a los ojos desde su misma altura. Pero era más esbelto, un hombre muy grácil y con esa musculatura maciza en las pantorrillas que al parecer todos los romanos poseían; ello se debía al hecho de caminar mucho y hacer muchas marchas, como siempre decían los romanos. Llevaba puesta una estupenda coraza de cuero y una falda de tiras del mismo material que colgaban y se movían, y no llevaba daga ni espada sino el fajín escarlata que indicaba su elevado imperium ritualmente anudado y enlazado cruzando la parte delantera de la coraza. ¡Y era tan rubio como cualquier galo! El cabello de color oro pálido era escaso y fino, y lo llevaba peinado hacia adelante desde la coronilla; las cejas eran igualmente pálidas, y la piel, curtida y arrugada, presentaba el mismo color que el pergamino viejo. Tenía la boca carnosa, sensual y graciosa, y la nariz larga y protuberante. Pero todo lo que se necesitaba saber sobre César, pensó Mandubracio, estaba en aquellos ojos suyos, que eran de un color azul pálido rodeado de un delgado círculo azabache, muy penetrantes. No tanto fríos como omniscientes. Aquel hombre sabía exactamente, sacó en conclusión el rey, por qué iba a recibir ayuda de los trinobantes. -No voy a darte la bienvenida a tu propio país, Mandubracio -le dijo en buena lengua atrebatana-, pero espero que tú me des la bienvenida a mí. -Con mucho gusto, Cayo Julio. El Gran Hombre se echó a reír dejando al descubierto unos buenos dientes. -No, llámame César a secas -le indicó-. Todo el mundo me conoce como César. Y de pronto Commio se situó al lado de aquel hombre; le sonreía a Mandubracio y se adelantó para golpearle entre los omóplatos. Pero cuando se disponía a besarle en los labios, Mandubracio volvió la cabeza sólo lo suficiente para desviar el saludo. ¡Gusano! ¡Era una marioneta de los romanos! El perro faldero de César. Rey de los atrebates, pero traidor a la Galia.
  • 10. Colleen McCullough César 10 Siempre estaba muy atareado apresurándose a cumplir las órdenes de César; había sido Commio quien había hablado de la conveniencia de que él fuese rehén, había sido Commio quien había estado trabajando para sembrar disensión entre todos los reyes y porporcionarle así a César su precioso asidero. El prefecto de caballería estaba allí y le tendía a César el pequeño cilindro de cuero rojo que el capitán de la pinaza le había entregado con tanta reverencia como si se tratase de un regalo de los dioses romanos. -De parte de Cayo Trebacio -dijo, y saludó y dio un paso atrás sin apartar los ojos del rostro de César. ¡Por Dagda, cómo lo amaban!, pensó Mandubracio. Era cierto lo que decían en Samarobriva. Estaban dispuestos a morir por él. Y César lo sabía y se aprovechaba de ello. Porque le sonrió al prefecto y respondió llamándolo por su nombre. El prefecto atesoraría aquel recuerdo y se lo contaría a sus nietos, si es que vivía para conocerlos. Pero Commio no amaba a César, porque ningún galo de cabellera larga podía amar a César. El único hombre a quien Commio amaba era a si mismo. ¿Qué era exactamente lo que Commio se proponía? ¿Alcanzar el trono en la Galia en el momento en que César regresara definitivamente a Roma? -Nos veremos más tarde para cenar y charlar un rato, Mandubracio -le dijo César. Levantó en el aire el pequeño cilindro rojo en un gesto de despedida y se encaminó hacia la robusta tienda de cuero que se alzaba en un promontorio artificial en el interior del campamento, lugar en donde la bandera escarlata del general ondeaba izada en lo alto del mástil. Las comodidades existentes en el interior de la tienda se diferenciaban poco de las que se encontraban en la morada de un simple tribuno militar: algunos taburetes plegables, varias mesas también plegables y una estantería de casillas para rollos que podía desmontarse en cuestión de momentos. A una de las mesas estaba sentado el secretario particular del general, Cayo Faberio, que tenía la cabeza inclinada sobre un códice. César se había cansado de tener que ocupar ambas manos o un par de pisapapeles para mantener desplegados los rollos y había empezado a utilizar hojas de papel; luego daba instrucciones para que las cosieran por el lado izquierdo de manera que se podía hojear la obra completa girando una página cada vez. A eso él lo llamaba códice, y juraba que así el contenido lo leerían más hombres que si estuviera desenrollado. Luego, para que cada hoja resultase todavía más fácil de leer, la dividía en tres columnas en lugar de escribir a todo lo ancho. Había ideado este sistema para los despachos que enviaba al Senado, cuerpo al que tildaba de nido de babosas semianalfabetas, pero poco a poco el cómodo códice había ido predominando en todo el papeleo de César. Sin embargo, aquello tenía una grave desventaja que le impedía sustituir definitivamente al rollo: a fuerza de usarse, las hojas acababan por soltarse de las puntadas, de manera que así se podían perder con mayor facilidad. A otra de las mesas estaba sentado Aulo Hircio, su hombre más leal. De humilde cuna, pero de una capacidad de trabajo considerable, Hircio se había prendido con firmeza a la estrella de César. Era un hombre pequeño y activo que combinaba el amor que sentía por moverse entre montañas de papel con otro amor igual por el combate y las exigencias de la guerra. Dirigía la sección de comunicaciones romanas de César, asegurándose de que el general supiera todo lo que acontecía en Roma aunque se hallara a sesenta y cinco kilómetros al norte del Támesis, en el extremo más remoto del mundo por el oeste. Ambos hombres levantaron la vista cuando el general entró en la tienda, aunque ninguno de los dos intentó siquiera esbozar una sonrisa. El general estaba muy irritable. Pero, al parecer, no era así en aquel momento, pues les sonrió a ambos y blandió en el aire el pequeño cilindro de cuero rojo. -Una carta de Pompeyo -les informó mientras se dirigía al único mUe’ble verdaderamente hermoso de la habitación, la silla curul de marfil propia de su elevado rango.
  • 11. Colleen McCullough César 11 -Ya debes saber todo lo que se dice en ella -le comentó Hircio, ahora ya sonriente. -Cierto -convino César mientras rompía el sello y quitaba la tapa-, pero Pompeyo tiene su estilo propio, disfruto con sus cartas. Ya no es tan tosco e indocto como lo era antes de casarse con mi hija, pero continúa teniendo un estilo muy suyo. -Introdujo dos dedos en el cilindro y sacó el rollo de Pompeyo-. ¡Oh, dioses, qué carta tan larga! -exclamó, y se inclinó para coger del suelo de madera un tubo de papel-. No, hay dos cartas. -Examinó los bordes exteriores de ambas y gruñó-. Una está escrita en el mes de sextilis, y la otra en septiembre. La de septiembre cayó sobre la mesa junto a la silla curul. César no desenrolló la de sextilis para leerla; en lugar de eso levantó la barbilla y se puso a mirar, cegado por la claridad que llegaba bajo la tela de la entrada de la tienda, que estaba completamente levantada para que entrase la luz. ¿Qué hago yo aquí, disputándole la posesión de unos cuantos campos de trigo y un poco de ganado lanudo a una reliquia pintada de azul que parece salida de los versos de Homero? ¿A un hombre que cuando va a entrar en combate lo llevan en un carro en compañía de sus perros mastines, que no dejan de ladrar, y de su arpista, que le canta sus alabanzas? Bien, yo lo sé. Es así porque lo impuso mi dignitas, porque el año pasado este lugar ignorante y sus ignorantes pobladores pensaron que habían conseguido expulsar a Cayo Julio César de sus costas para siempre. Pensaron que habían vencido a César. Y ahora he venido con la única intención de demostrarles que nadie vence a César. Y una vez que haya exprimido a Casivelauno y le haya obligado a someterse y a firmar un tratado, abandonaré este lugar ignorante para no regresar a él jamás. Pero se acordarán de mí. Le he proporcionado al arpista de Casivelauno algo nuevo que cantar. La llegada de Roma, la desaparición de los carros en el oeste legendario de los druidas. Permaneceré en la Galia de los hombres de cabellera larga hasta que el último de sus habitantes me reconozca a mí, y a Roma, como sus amos. Porque yo soy Roma. Y eso es algo que mi yerno, que es seis años mayor que yo, nunca será. Guarda bien tus puertas, buen Pompeyo Magno. No serás el primer hombre de Roma durante mucho más tiempo. Viene César. Se sentó, con la columna vertebral completamente erguida, el pie derecho adelantado y el pie izquierdo metido debajo de la X de la silla curul, y abrió la carta de Pompeyo el Grande fechada en sextilis. Odio decirlo, César, pero aún no hay indicio de que vaya a haber elecciones curules. Oh, Roma seguirá existiendo e incluso tendrá alguna clase de gobierno, puesto que conseguimos elegir a algunos tribunos de la plebe. ¡Menudo circo fue aquello! Catón se metió en el asunto. Primero utilizó su posición de pretor de la plebe para bloquear las elecciones plebeyas, luego lanzó una seria advertencia, con ese tono vociferante suyo, de que iba a hacer un cuidadoso escrutinio de cada una de las tablillas que los votantes echasen en los cestos, y que si encontraba a algún candidato manipulando los resultados, lo procesaría. ¡Con eso aterrorizó a los candidatos! Desde luego, todo ello surgió del pacto que el idiota de mi sobrino Memmio hizo con Enobarbo. ¡Nunca en la historia de nuestras elecciones, sembrada de sobornos, ha habido tantas personas que han sobornado y tantas personas que han aceptado esos sobornos! Cicerón bromea con que la cantidad de dinero que ha cambiado de manos es tan asombrosa que ha hecho que la media de los intereses se eleve del cuatro al ocho por ciento. No está muy equivocado, aunque no lo diga en serio. Yo creo que Enobarbo, que es el cónsul que supervisa las elecciones, pues Apio Claudio no puede ya que es patricio, creyó que podría hacer lo que se le antojase. Y lo que se le ha antojó es que mi sobrino Memmio y Domicio Calvino sean los cónsules del próximo año. Toda esa pandilla, Enobarbo, Catón, Bíbulo... todavía andan por ahí olisqueando como perros en un campo de excrementos tratando de hallar algún motivo para procesarte y quitarte todas las provincias y el mando que ostentas. Les sería mucho más fácil si los cónsules estuvieran de su parte, y también algunos tribunos de la plebe activistas.
  • 12. Colleen McCullough César 12 Supongo que será mejor que primero termine de contarte todo lo referente a Catón. Pues bien, a medida que pasaba el tiempo y empezaba a parecer, cada vez más, que no tendríamos cónsules ni pretores el año que viene, también se hizo vital que por lo menos tuviéramos tribunos de la plebe. Quiero decir que Roma puede pasarse sin magistrados superiores. Mientras esté el Senado para controlar los cordones de la bolsa y haya tribunos de la plebe que hagan pasar las leyes necesarias, ¿quién echa de menos a los cónsules y a los pretores? A menos que los cónsules seamos tú o yo; ni que decir tiene. Al final, los candidatos a tribunos de la plebe fueron como colectivo a ver a Catón y le suplicaron que retirase su oposición. Honradamente, César, ¿cómo se sale Catón con la suya? Pero fueron más allá de la simple súplica. Le hicieron una oferta: cada candidato pondría medio millón de sestercios (que le darían a él para que los guardase) si Catón no sólo consentía en que se celebrasen las elecciones, sino que ¡las supervisaba personalmente! Si hallaba a un hombre culpable de amañar el proceso electoral, le impondría a ese hombre el medio millón de sestercios como multa. Muy complacido consigo mismo, Catón accedió. Aunque era demasiado inteligente como para aceptar el dinero. Les obligó a darle notas promisorias muy precisas legalmente para que no pudieran acusarle de malversación. Astuto, ¿verdad? El día de las elecciones llegó por fin sólo tres nundinae después, y allí estaba Catón vigilando la actividad como un halcón. ¡Tienes que admitir que tiene suficiente nariz como para merecer esa comparación! Halló a un candidato culpable y le ordenó bajar y pagar la multa. Lo más probable es que pensase que toda Roma caería de bruces desmayada al ver tanta incorruptibilidad. Pero no sucedió así. Los líderes de la plebe están furiosos. Dicen que es anticonstitucional e intolerable que un pretor se erija a sí mismo, no juez de su propio tribunal, sino funcionario electoral sin ser designado por nadie. Los caballeros, esos baluartes del mundo de los negocios, odian la mera mención del nombre de Catón, y las hordas indignadas de Roma consideran que está loco, en parte por su semidesnudez y por su resaca perpetua. Al fin y al cabo, ¡es pretor del tribunal de extorSión! Está juzgando a personas que tienen la suficiente categoría como para haber sido gobernadores de alguna provincia... ¡personas como Escauro, el actual marido de mi ex mujer! ¡Un patricio de la más antigua estirpe! Pero, ¿qué hace Catón? Pospone el juicio de Escauro una y otra vez, demasiado borracho para presidir si se sabe la verdad, y cuando aparece lo hace sin zapatos, sin túnica debajo de la toga y con notables ojeras. Tengo entendido que en los albores de la república los hombres no llevaban zapatos ni túnicas, pero ésta es la primera noticia que tengo de que esos dechados de virtud lleven adelante sus carreras profesionales en el Foro con resaca. Le pedía Publio Clodio que le hiciera la vida imposible a Catón, y Clodio lo intentó de veras. Pero al final se dio por vencido. Vino a decirme que si realmente quería meterme debajo de la piel de Catón, tendría que hacer que César regresara de la Galia. El pasado abril, poco después de que Publio Clodio regresara a casa de su viaje para recaudar deudas en Galacia, ¡compró la casa de Escauro por catorce millones y medio! Los precios de los bienes inmUe’bles son tan fantasiosos como una vestal preguntándose cómo será hacer el amor. Puedes conseguir medio millón por un armario con orinal. Pero Escauro necesitaba el dinero desesperadamente. Ha sido pobre desde que organizó los juegos cuando era edil... y cuando al año intentó meterse un poco de dinero en la bolsa aprovechándose de su provincia, acabó en el tribunal de Cátón. Y lo más probable es que siga allí hasta que Catón abandone su cargo, tan despacio van las cosas en el tribunal de Catón. Por otra parte, a Publio Clodio le sobra el dinero. Desde luego, tenía que buscarse otra casa, eso ya lo comprendo. Cuando Cicerón reconstruyó la suya, la hizo tan alta que Publio Clodio perdió toda la vista panorámica. Una venganza como cualquier otra, ¿verdad? Fijate, el palacio de Cicerón es un monumento al mal gusto. ¡Y pensar que tuvo el descaro de comparar la bonita y pequeña villa que yo adosé a la parte de atrás del complejo de mi teatro con un bote adosado a un velero!
  • 13. Colleen McCullough César 13 Lo que ello indica es que Publio Clodio le sacó el dinero al príncipe Brogitaro. No hay nada como ir a cobrar en persona. En estos días que corren es un alivio no ser el blanco de Clodio. Nunca creí que yo conseguiría sobrevivir a aquellos años, justo después de que tú partieras para la Galia, cuando Clodio y su banda callejera me agobiaban sin cesar. Casi no me atrevía a salir de mi casa. Aunque fue un error emplear a Milón para que dirigiera a aquellas pandillas que se oponían a Clodio. Le di a Milón grandes ideas. Oh, ya sé que es un Annio, aunque, de todos modos, lo es por adopción, pero ese hombre es exactamente igual que el nombre que tiene, un fornido zoquete que no sirve más que para levantar yunques y poca cosa mas. ¿Sabes qué se le ocurrió? ¡Vino a pedirme que lo apoye cuando se presente a cónsul! «Mi querido Milón -le dije-, ¡no puedo hacer eso! ¡Sería lo mismo que admitir que tú y tu pandilla estuvisteis trabajando para mi!» Me respondió que, en efecto, él y sus pandillas callejeras habían trabajado para mi, y que qué importaba eso. Tuve que enfadarme mucho con él antes de conseguir que se marchara. Me alegro de que Cicerón ganase el caso de Vatinio, tu hombre. ¡Qué mal debió de sentarle eso a Catón, que actuaba de presidente del tribunal! Tengo la seguridad de que Catón sería capaz de ir al Hades y cercenarle a Cancerbero una de sus cabezas si creyera que con eso te iba a meter a ti en sopa hirviendo. Lo raro del juicio de Vatinio es que Cicerón antes aborrecía a ese hombre, pero..., ¡tú ya habrás oído al gran abogado quejarse de que te debe millones y por ello tiene que defender a todas tus criaturas! Pero, mientras ellos estaban muy juntitos en el juicio, ocurrió algo. El caso es que terminaron como dos niñas que acaban de conocerse en la escuela y no pueden vivir la una sin la otra. Una pareja extraña, aunque realmente resulta bastante bonito verles juntos riéndose con risitas tontas. Los dos son brillantes e ingeniosos, así que se agudizan el uno al otro. Tenemos el verano más caluroso que nadie alcanza a recordar, y no llueve nada. A los agricultores les va muy mal. Yesos hijos de puta egoístas de Interamno han decidido cavar un canal para desviar el agua del lago Velino hacia el río Nar y tener así agua para regar sus campos. El problema es que las Rosea Rura se secaron en el mismo momento en que se vació el Velino. ¿Te lo imaginas? ¡Las tierras de pastos más ricas de Italia completamente áridas! El viejo Axio, el de Reate, vino a verme y me exigió que el Senado ordenase a los de Interamno que llenaran el canal, así que voy a llevar el asunto a la Cámara, y si es necesario haré que uno de mis tribunos de la plebe lo convierta en ley. Quiero decir que túy yo somos ambos militares, así que comprendemos perfectamente la importancia que la Rosea Rura tiene para los ejércitos de Roma. ¿En qué otro lugar pueden criarse unas mulas tan perfectas, y tantas? La sequía es una cosa, pero las Rosea Rura son algo muy diferente. Roma necesita mulas e Interamno está llena de asnos. Y ahora paso a contarte algo muy peculiar. Catulo acaba de morir. César emitió una exclamación apagada, e Hircio y Faberio lo miraron, pero cuando vieron la expresión de su rostro sus cabezas volvieron inmediatamente al trabajo. Cuando la bruma se despejó de los ojos de César, éste volvió a poner su atención en la carta. Probablemente su padre te haya enviado la noticia y esté esperando tu regreso en el puerto Icio, pero he pensado que te gustaría saberlo. No creo que Catulo fuera el mismo después de que Clodia lo abandonase... ¿cómo la llamó Cicerón en el juicio de Celio? «La Medea del Palatino». No está nada mal. Pero a mi me gusta más «la Clitemnestra a precio de ganga». ¿No sería ella la que mató a Celer en el baño? Eso es lo que dicen todos. Sé que estabas furioso cuando Catulo empezó a escribir esas malintencionadas sátiras sobre ti después de que nombrases a Mamurra como tu nuevo praefectus fabrum. Incluso Julia se permitió una risita o dos cuando las leyó, y piensa que no tienes ningún partidario más leal que Julia. Dijo que lo que Catulo no podía perdonarte era que hubieras elevado por encima de su posición a un poeta muy malo. Yque el mandato de Catulo como una especie de legado con mi
  • 14. Colleen McCullough César 14 sobrino Memmio cuando fue a gobernar Bitinia le dejó la bolsa más vacía de lo que lo estaba antes de que empezase a soñar con inmensas riquezas. Catulo debería haberme preguntado a mí. Yo le habría dicho que Memmio tiene la bolsa más apretada que el ano de un pez. Mientras que tus tribunos militares de rango inferior son generosameflte recompensados. Sé que saliste airoso de la situación... ¿cuándo no ha sido así? Suerte que su Tata es tan buen amigo tuyo, ¿eh? Él mandó llamar a Catulo, éste acudió a Verona, Tata le dijo que fuese bueno con su amigo César, Catulo pidió disculpas y entonces tú hiciste desaparecer la toga del pobre joven como por ensalmo. No sé cómo lo haces. Julia dice que es algo innato en ti. De todos modos, Catulo regresó a Roma y se acabaron por completo los pasquines irónicos sobre César. Pero Catulo había cambiado. Lo pude ver con mis propios ojos porque Julia se rodea de poetas y dramaturgos, y además debo decir que son buena compañía. Ya no le quedaba fuego, parecía muy triste y cansado. No se suicidó. Sólo se apagó como una lámpara cuando ha consumido todo el aceite. «Como una lámpara cuando ha consumido todo el aceite... »Las palabras escritas sobre el papel se hicieron borrosas de nuevo y César tuvo que esperar hasta que aquellas lágrimas no derramadas desaparecieron. No debí hacerlo. Él era muy vulnerable, y yo me aproveché de ello. Amaba a su padre y era un buen hijo. Le obedeció. Creí que le había untado bálsamo en la herida al invitarle a cenar y demostrarle no sólo el gran conocimiento que yo tenía sobre su obra, sino también la profundidad de mi aprecio literario por ella. Tuvimos una cena muy agradable. Él era extraordinariamente inteligente, y a mí me encanta eso. Pero no debí hacerlo. Maté su animus, su razón de ser. Pero, ¿cómo no iba a hacerlo? No me dejó elección. A César no se le puede poner en ridículo, ni siquiera puede hacerlo el mejor poeta de la historia de Roma. Él disminuyó mi dignitas, la parte personal que me correspondía de la gloria de Roma. Porque su obra perdurará. Hubiera sido preferible que no me mencionase en absoluto antes que ponerme en ridículo públicamente. Y todo por complacer a carroña como Mamurra. Un poeta chocante y un mal hombre. Pero será un excelente proveedor de vituallas para mi ejército, y Ventidio el arriero lo tendrá vigilado. Las lágrimas habían desaparecido; la razón había acabado por imponerse. Podía reanudar la lectura. Ojalá pudiera decirte que Julia está bien, pero la verdad es que no es así. Le dije que no había necesidad de tener hijos; Mucia ya me había dado dos hijos estupendos, y a la hija que tuve con ella le va muy bien casada con Fausto Sila. Éste acaba de entrar en el Senado, es un excelente joven. Sin embargo no me recuerda en lo más mínimo a Sila. Lo que probablemente sea una cosa buena. Pero ya sabes que a las mujeres se les meten en la cabeza manías sobre lo referente a los bebés. Así que Julia está muy adelantada en el embarazo, de unos seis meses ya. Nunca ha estado bien desde aquel aborto que tuvo cuando me presentaba a cónsul. ¡Mi queridísima niña mi Julia! Qué tesoro me diste, César. Nunca dejaré de estarte agradecido por ello. Y, desde luego, su salud fue la causa de que yo le cambiara la provincia a Craso. Me hubiera tenido que ir a Siria, mientras que las Hispan ias las puedo gobernar perfectamente desde Roma por medio de legados sin tener que moverme del lado de Julia. Afranio y Petreyo son de absoluta confianza, no se tiran ni un pedo a menos que yo les diga que pueden hacerlo. Hablando de mi estimable colega consular (aunque, desde luego, admito que me llevé mucho mejor con él durante nuestro segundo consulado juntos que durante el primero), me pregunto cómo le irá a Craso allá en Siria. He oído decir que ha pellizcado dos mil talentos de oro procedentes del gran templo de los judíos de Jerusalén. Oh, ¿qué puede hacer uno con un hombre cuya nariz realmente es capaz de oler el oro? En cierta ocasión estuve en ese gran templo. Me
  • 15. Colleen McCullough César 15 aterrorizó. Aunque hubiera contenido todo el oro del mundo yo no habría pellizcado ni tan sólo una muestra. Los judíos maldijeron formalmente a Craso. Y además lo hicieron en medio de la puerta Capena cuando salió de Roma en los idus del noviembre pasado. Lo maldijo Ateyo Capito, el tribuno de la plebe. Capito se sentó en medio del camino para obstruirle el paso a Craso y se negó a moverse, entonando sin parar maldiciones capaces de poner los pelos de punta. Tuve que hacer que mis lictores lo echaran de allí a la fuerza. Lo único que puedo decir es que Craso está almacenando una gran carga de rencor. Y tampoco estoy muy convencido de que tenga la menor idea de cuántos problemas puede darle un enemigo como los partos. Sigue creyendo que una catafracta parta es lo mismo que una catafracta armenia. Aunque él en su vida sólo ha visto un dibujo de una catafracta. Hombre y caballo, ambos ataviados de cota de malla de la cabeza a los pies. ¡Brrr! El otro día vi a tu madre. Vino a cenar. ¡Qué mujer tan maravillosa! Y no lo es menos por ser tan sensata. Sigue siendo encantadoramente hermosa, aunque me dijo que ya ha pasado de los setenta. No parece que tenga más de cuarenta y cinco. Es fácil adivinar de quién ha heredado Julia su belleza. Aurelia también está preocupada por Julia, y tu madre no es una mujer de esas cotorras que hablan sin pensar. Lo sabes muy bien. De pronto César se echó a reír. Hircio y Faberio se sobresaltaron, asustados; hacía ya mucho tiempo desde la última vez que habían oído a su malhumorado general reírse con tanto regocijo. -¡Oh, escuchad esto! -exclamó César al tiempo que levantaba los ojos del rollo-. ¡Esto no te lo ha enviado nadie en un despacho, Hircio! Inclinó la cabeza y se puso a leer en voz alta, un milagro menor para sus oyentes, porque César era el único hombre que ambos conocían capaz de leer los continuos garabatos en un papel al primer golpe de vista. -«Y ahora -leyó, con voz temblorosa a causa de la risa- tengo que contarte algo acerca de Catón y de Hortensio. Bueno, Hortensio ya no es tan joven como antes, y se ha vuelto un poco del mismo estilo que era Lúculo antes de morir. Demasiada comida exótica, demasiado vino de cosecha sin aguar y demasiadas sustancias raras, como amapolas de Anatolia y setas africanas. Oh, todavía lo aguantamos en los tribunales, pero ya no está ni mucho menos en su mejor momento como abogado. ¿Qué edad tendrá ahora? ¿Más de setenta? Llegó con varios años de retraso al pretoriado y al consulado, según recuerdo. Y nunca me perdonó que yo pospusiera su consulado todavía un año más cuando me convertí en cónsul a la edad de treinta y seis años. »De todos modos creyó que la actuación de Catón en las elecciones de tribunos había sido la mayor victoria para la mos maiorum desde que Lucio Julio Bruto (¿por qué siempre nos olvidamos de Valerio?) tuvo el honor de fundar la República. De modo que Hortensio fue a visitar a Catón y le dijo que quería casarse con su hija Porcia. Lutacia llevaba muerta varios años, le explicó, y él no había pensado en casarse de nuevo hasta que vio a Catón manejando a la plebe. Dijo que aquella noche después de las elecciones había tenido un sueño en el cual Júpiter Óptimo Máximo se le había aparecido y le había dicho que debía aliarse con Marco Catón mediante un matrimonio. »Naturalmente, Catón no podía decirle que si, no después del escándalo que armó cuando yo me casé con Julia, que tenía diecisiete años. Porcia ni siquiera llega a esa edad. Y, por otra parte, Catón siempre ha querido para ella a su sobrino Bruto. Lo que quiero decir es que aunque Hortensio nada en la abundancia, su riqueza no puede compararse con la fortuna de Bruto, ¿no es cierto? Así que Catón dijo que no, que Hortensio no podía casarse con Porcia. Y entonces Hortensio le preguntó si podía casarse con una de las Domicias... ¿Cuántas hijas feas, pecosas y con el pelo como una fogata tiene la hermana de Enobarbo y Catón? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro? No importa, porque Catón dijo que de eso tampoco quería oir hablar. » César levantó la mirada; los ojos le bailaban.
  • 16. Colleen McCullough César 16 -No sé adónde va a parar esta historia, pero resulta fascinante -comentó Hircio esbozando una amplia sonrisa. -Yo tampoco lo sé todavía -observó César. Y volvió a la lectura. -«Hortensio se marchó vacilante apoyado en sus esclavos; estaba realmente destrozado. Pero al día siguiente regresó, y esta vez con una idea brillante. Puesto que no podía casarse con Porcia ni con ninguna de las Domicias, le dijo, ¿podía casarse con la esposa de Catón?» Hircio sofocó un grito de asombro. -¿Con Marcia? ¿Con la hija de Filipo? -Con ésa es con quien está casado Catón -le aseguró César con solemnidad. -Tu sobrina Acia está casada con Filipo, ¿no es así? -Sí. Filipo era muy amigo del primer marido de Acia, Cayo Octavio. Así que cuando hubo pasado el período de luto, se casó con ella. Puesto que ella venía con una hijastra y con un hijo y una hija propios, me imagino que Filipo se sintió contento de separarse de Marcia. Dijo que se la daba a Catón para tener un pie en ambos campos, uno en el mío y otro en el de los boni -dijo César frotándose los ojos. -Sigue leyendo -le pidió Hircio-. Estoy impaciente. César siguió leyendo: -«¡Y Catón dijo que sí! ¡Sinceramente, César, Catón dijo que sí! Accedió a divorciarse de Marcia para permitir que se casara con Hortensio, siempre que, claro está, Filipo diera también su consentimiento. Así que los dos se fueron a casa de Filipo para preguntarle si consentiría en que Catón se divorciara de la hija de Filipo para que ésta pudiera casarse con Quinto Hortensio y así hacer feliz a un anciano. Filipo se rascó la barbilla... ¡Y dijo que sí! Claro está, siempre y cuando Catón estuviera dispuesto a entregar personalmente a la novia. Todo se hizo con la misma rapidez con la que se pronuncia la frase "muchos millones de sestercios". Catón se divorció de Marcia y se la entregó personalmente a Hortensio en la ceremonia de la boda. ¡Toda Roma está que trina! Quiero decir que cada día pasan cosas tan extravagantes que por eso mismo uno sabe que son verdad, pero el asunto de Catón, Marcia, Hortensio y Filipo es algo único en los anales del escándalo romano, tienes que admitirlo. Todo el mundo, ¡incluido yo!, está convencido de que Hortensio les pagó a Catón y a Filipo la mitad de su fortuna, aunque Catón y Filipo lo niegan enérgicamente.» César dejó el rollo sobre su regazo y volvió a frotarse los ojos al tiempo que movía la cabeza de un lado al otro. -Pobre Marcia -comentó en voz baja Faberio. Los otros dos lo miraron, atónitos. -No había pensado en eso -reconoció César. -Esa mujer debe de ser una arpía -dijo Hircio. -No, no creo que lo sea -opinó César frunciendo el ceño-. La he visto alguna vez, aunque no de mayor. Pero si cuando ya lo era bastante, a los trece o catorce años. Muy morena, como toda la familia, pero muy bonita. Una dulzura, según Julia y mi madre. Y completamente enamorada de Catón, y él de ella, según escribió Filipo en aquel momento. Aproximadamente en la época en que yo estaba asentado en Luca con Pompeyo y Marco Craso organizando la conservación de mi mando y mis provincias. La habían prometido en matrimonio con un tal Cornelio Léntulo, pero el tipo murió. Luego Catón volvió, después de anexionar Chipre, con dos mil cofres de oro y plata, y Filipo, que era cónsul ese año, lo invitó a cenar. Marcia y Catón se miraron y ya está. Catón la pidió en matrimonio, lo cual causó cierto jaleo familiar. Acia quedó horrorizada ante la idea, pero a Filipo le pareció que quizá fuera inteligente ver los toros desde la barrera: casado con mi sobrina y suegro de mi mayor enemigo. -César se encogió de hombros-. Filipo salió ganando. -Entonces, Catón y Marcia se agriaron -dijo Hircio.
  • 17. Colleen McCullough César 17 -No, aparentemente no. Por eso toda Roma está que trina, por utilizar la expresión de Pompeyo. -Entonces, ¿por qué? -preguntó Faberio. César sonrió, pero no fue cosa agradable de ver. -Si yo conozco a mi Catón, y creo que si lo conozco, diría que no podía soportar la idea de ser feliz, y consideraba su pasión por Marcia como una debilidad. -¡Pobre Catón! -dijo Faberio. -¡Hum! -murmuró César. Y volvió a la carta de sextilis. Y, de momento, eso es todo, César. Lo sentí mucho cuando me enteré de que a Quinto Laberio Duro lo habían matado nada más desembarcar en Britania. ¡Qué despachos tan soberbios nos envías! Dejó la carta de sextilis sobre la mesa y cogió la de septiembre, que era un rollo más pequeño. Al abrirlo frunció el ceño; algunas de las palabras estaban emborronadas y manchadas, como si se hubiera derramado agua sobre ellas antes de que la tinta se hubiera asentado cómodamente en el papiro. La atmósfera cambió en la estancia, como si el sol de última hora de la tarde, que todavía brillaba con fuerza en el exterior, de pronto se hubiera escondido. Hircio levantó la vista al sentir un hormigueo en la carne; Faberio empezó a tiritar. La cabeza de César continuaba inclinada sobre la segunda carta de Pompeyo, pero todo él quedó de repente completamente inmóvil, helado; los ojos, que ninguno de los otros dos hombres alcanzaba a ver, también se le habían helado; ambos hombres habrían podido jurarlo. -Dejadme solo -les pidió César con voz normal. Sin pronunciar una palabra Hircio y Faberio se levantaron y salieron en silencio de la tienda; dejaron las plumas, que goteaban tinta, abandonadas sobre el papel. Oh, César, ¿cómo voy a soportarlo? Julia está muerta. Mi niña maravillosa, hermosa y dulce está muerta. Muerta a la edad de veintidós años. Yo mismo le cerré los ojos y puse sobre ellos las monedas; le puse el denario de oro entre los labios para asegurarme de que tuviera el mejor asiento en la barca de Caronte. Murió tratando de darme un hijo. Sólo estaba embarazada de siete meses, y no había tenido ni aviso de lo que se avecinaba. Sólo que se encontraba mal de salud. Nunca se quejó, pero yo lo notaba. Luego se puso de parto y dio a luz al niño. Un niño que vivió dos días, así que sobrevivió a su madre. Julia murió desangrada. Nada podía detener aquella hemorragia. ¡Un modo horrible de morir! Consciente casi hasta el final, pero debilitándose y poniéndose pálida poco a poco, ella que era ya de por si tan blanca. Y hablando conmigo y con Aurelia, hablando sin parar. Recordando que no había hecho esto, y haciéndome prometerle que yo me encargaría de hacer aquello. Tonterías, como que pusiera a secar el veneno para las pulgas, aunque para eso todavía faltan meses. Me repitió una y otra vez lo mucho que me amaba, que me había amado desde que era niña. Y me dijo lo feliz que yo la había hecho, que no le había dado ni un momento de dolor. ¿Cómo podía decir eso, César? Yo le había causado el dolor que la estaba matando, aquella cosa descarnada que parecía desollada. Pero me alegro de que la criatura muriera. El mundo nunca estará preparado para un hombre que lleve tu sangre y la mía. Mi hijo lo habría aplastado como a una cucaracha. Julia me obsesiona. No dejo de llorar, pero todavía sigo teniendo lágrimas. La última parte de ella que dejó escapar la vida eran sus ojos, tan enormes y azules. Llenos de amor. Oh, César, ¿cómo voy a soportarlo? Seis cortos años. Yo había planeado que fuera ella quien me dijera adiós. Ni en sueños pensé que sucediera al revés, y además tan pronto. ¡Oh, habría sido demasiado
  • 18. Colleen McCullough César 18 pronto aunque hubiéramos llevado casados veintiséis años! ¡Oh, César, qué dolor siento! Ojalá hubiera sido yo, pero ella me hizo jurar solemnemente que no la seguiría. Estoy condenado a vivir. Pero, ¿cómo? ¿Cómo puedo vivir? ¡Me acuerdo tanto de ella! De su aspecto, de su voz, de su olor, de cómo era su contacto, de su sabor. Julia tañe dentro de mí como una lira. Pero de nada sirve. Apenas veo para escribir, pero me corresponde a mi contártelo todo. Ya sé que te enviarán esta noticia a Britania. Hice que el hijo mediano de tu tío Cotta, Marco, que es pretor este año, convocase a sesión al Senado, y les pedí a los padres conscriptos que votasen un funeral de Estado para mi querida niña. Pero ese Mentula, ese Cunnus de Enobarbo no quiso ni oír hablar de ello. Con Catón relinchando negativas detrás de él en el estrado curul. A las mujeres no se les hacen funerales de Estado; concederle uno a mi Julia sería profanar el Estado. Tuvieron que sujetarme, habría matado a esa Verpa de Enobarbo con las manos desnudas si se las hubiera puesto encima. Todavía se me crispan ante la idea de apretárselas en torno a la garganta. Se dice que la Cámara nunca va en contra de la voluntad del cónsul senior, pero en esta ocasión la Cámara lo hizo. El voto fue casi unánime a favor de un funeral de Estado. Tuvo lo mejor de todo, César. Los de las pompas fúnebres hicieron su trabajo con amor. Bueno, Julia estaba hermosísima, aunque se había quedado tan blanca como el yeso. Así que le pintaron la cara y le dispusieron las grandes masas de cabello plateado formando el peinado alto que a ella tanto le gustaba, con el peine enjoyado que le regalé en su vigésimo segundo cumpleaños. Una vez instalada cómodamente en medio de los cojines negros y dorados de su féretro, parecía una diosa. No hubo necesidad de introducir a mi niña en el compartimento secreto del fondo y exponer un maniquí en su lugar. Hice que la vistieran de su color lavanda favorito, el mismo color que llevaba la primera vez que puse los ojos en ella y pensé que era Diana de la Noche. El desfile de antepasados fue imponente, más que el de cualquier hombre romano. Puse a Corinna, la mimo, en la carroza delantera; llevaba en el rostro una máscara de Julia. He hecho que, en el templo de Venus Victrix que está encima de mi teatro, la diosa lleve el rostro de Julia. Corinna también llevaba puesto el vestido dorado de Venus. Todos estaban alli desde el primer cónsul juliano hasta Quinto Marcio Rex y Cinna. Cuarenta carrozas de ancestros, y cada caballo tan negro como la obsidiana. Yo también estaba allí, aunque se supone que no puedo cruzar el pomerium y entrar en la ciudad. Informé a los lictores de las treinta curias de que, durante aquel día, iba a asumir el imperium especial para llevar a cabo mis deberes relativos al grano, lo que me permitía cruzar la linde sagrada antes de que aceptase mis provincias. Creo que Enobarbo era un hombre asustado. No puso ningún obstáculo en mi camino. ¿Y qué es lo que lo asustó? Las multitudes que había en el Foro. César, nunca he visto nada parecido. En ningún funeral, ni siquiera en el de Sila. Al de Sila la gente iba a mirar el cadáver, boquiabierta. Pero a éste venían a llorar por mi Julia. Miles y miles de personas. Sólo gente corriente. Aurelia dice que es porque Julia se crió en Subura, entre ellos. Al parecer, entonces la adoraban. Y todavía la adoran. ¡Había tantos judíos! Yo no sabía que en Roma los hubiese en tales cantidades. Inconfundibles, con esos tirabuzones largos y esas largas barbas rizadas. Desde luego tú te comportaste bien con ellos cuando fuiste cónsul. Tú también creciste entre ellos, ya lo sé. Aunque Aurelia insiste en que vinieron a llorar por Julia, por ella misma. Acabé pidiéndole a Servio Sulpicio Rufo que pronunciara el elogio desde la tribuna de los oradores. No sabía a quién hubieras preferido tú, pero yo quería que fuese un orador verdaderamente bueno. Yde alguna manera, cuando llegó el momento, no fui capaz de infundirme los suficientes ánimos para pedírselo a Cicerón. ¡Oh, él lo habría hecho! Por mí, si no por ti. Pero pensé que no pondría el corazón en ello, nunca puede resistir la tentación de actuar a la menor oportunidad. Mientras que Servio es un hombre sincero, un patricio, e incluso mejor orador que Cicerón cuando el tema no es la política ni la perfidia.
  • 19. Colleen McCullough César 19 No es que eso importase. El elogio no llegó a pronunciarse. Todo salió exactamente según lo programado desde nuestra casa de las Carinae hasta el Foro. Las cuarenta carrozas de los antepasados fueron recibidas con absoluto respeto y temor; lo único que podía oírse era el sonido de miles de personas llorando. Luego, cuando Julia pasó en su féretro por la Regia y entró en la parte inferior del Foro, todos comenzaron a emitir gritos ahogados, se atragantaban, se pusieron a chillar. He estado menos asustado al oír los aullidos de los bárbaros en el campo de batalla que al oir aquellos gritos que helaban la sangre. La multitud comenzó a moverse y se lanzó hacia el féretro. Nadie logró detenerlos. Enobarbo y algunos de los tribunos de la plebe lo intentaron, pero los empujaron a un lado como si fueran hojas en una riada. A continuación la gente llevó el féretro hasta el mismo centro del espacio abierto. Comenzaron a apilar toda clase de cosas hasta formar una pira: zapatos, papeles, trozos de madera. Todo llegaba desde la parte de atrás de la multitud que estaba en la parte superior; ni siquiera sé de dónde sacaban todo aquello. La quemaron allí mismo, en medio del Foro Romano. Servio estaba horrorizado en la tribuna de los oradores, donde los actores se habían refugiado poniéndose muy juntos, como las mujeres bárbaras cuando saben que las legiones van a masacrarlas. Había carretas vacías y caballos encabritados por toda Roma, y las jefas de las plañideras no habían llegado más allá del templo de Vesta, donde permanecieron de pie, impotentes. Pero ahí no acaba todo, ni mucho menos. También entre la multitud había líderes de la plebe, y se dirigieron a las gradas del Senado a desafiar a Enobarbo. Le dijeron que Julia había de tener sus cenizas colocadas en una tumba del Campo de Marte, entre los héroes. Catón estaba con Enobarbo. Quisieron desafiar a aquella delegación. ¡No, no! ¡A las mujeres nunca las habían enterrado en el Campo de Marte! ¡Tendrían que pasar por encima de sus cadáveres para que eso ocurriera! Realmente creí que a Enobarbo iba a darle un ataque. Pero la multitud siguió amontonándose hasta que finalmente Enobarbo y Catón comprendieron que, efectivamente, acabarían siendo cadáveres a menos que accedieran a conceder aquel deseo. Tuvieron que hacer un juramento solemne. Así que mi querida niñita va a tener una tumba en la hierba del Campo de Marte, entre los héroes. No he sido capaz de controlar mi dolor para poner eso en marcha, pero lo haré. Tendrá la tumba más magnífica que haya allí, te doy mi palabra. Lo peor de todo es que el Senado ha prohibido que se celebren juegos funerarios en su honor. Nadie confía en que la multitud se comporte como es debido. Yo he cumplido con mi deber. Te lo he contado todo. Tu madre ha sufrido un golpe muy duro, César. Recuerdo haberte dicho que no aparentaba más de cuarenta y cinco años. Pero ahora representa los setenta cumplidos que tiene. Las vírgenes vestales se están ocupando de ella, y tu pequeña esposa Calpurnia también. Echará de menos a Julia, eran buenas amigas. Oh, aquí vuelven las lágrimas de nuevo. He derramado océanos de lágrimas. Mi niña se ha ido para siempre. ¿Cómo voy a soportarlo? ¿Cómo voy a soportarlo? La impresión dejó secos los ojos de César. ¿Julia? ¿Cómo voy a soportarlo? ¿Cómo voy a soportarlo? Mi única hija, mi perla perfecta. No hace mucho que cumplí cuarenta y seis años y mi hija ha muerto dando a luz. Así fue cómo murió su madre, intentando darme un hijo. ¡Qué vueltas da el mundo! Oh, mater, ¿cómo voy a enfrentarme a ti cuando llegue la hora de regresar a Roma? ¿Cómo voy a enfrentarme a los pésames, la prueba de fuerza que ha de venir después de la muerte de una amada hija? Todos querrán expresar sus condolencias, y todos lo harán con sinceridad. Pero, ¿cómo voy a soportarlo yo? Posar sobre ellos una mirada herida, mostrarles mi dolor..., no puedo hacer eso. Mi dolor es mío. No le pertenece a nadie más. Nadie más debería verlo. Hace cinco años que no veo a mi hija, y ahora nunca volveré a verla. Apenas puedo recordar qué aspecto tenía. Nunca me dio el más mínimo dolor ni disgusto. Bueno, eso es lo
  • 20. Colleen McCullough César 20 que dicen. Sólo los buenos mueren jóvenes. Sólo a los seres perfectos la vejez no los estropea nunca ni una larga vida acaba por agriarlos. ¡Oh, Julia! ¿Cómo voy a soportarlo? Se levantó de la silla curul, aunque no notaba el movimiento de sus piernas. La carta de sextilis aún yacía sobre la mesa y todavía tenía en la mano la carta de septiembre. Salió por la puerta de la tienda al disciplinado ajetreo de un campamento situado al borde de ninguna parte, al final de todas las cosas. César tenía el rostro sereno, y sus ojos, cuando se encontraron con los de Aulo Hircio, que se había quedado rondando a propósito un poco más allá del mástil de la bandera, eran los ojos de César. Frescos más que fríos. Omniscientes, como había observado Mandubracio. -¿Todo bien, César? -le preguntó Hircio irguiéndose. César sonrió agradablemente. -Sí, Hircio, todo va bien. -Levantó la mano izquierda para protegerse de la luz y miró hacia el sol poniente-. Ya ha pasado la hora de la cena y tenemos que hacer el festejo al rey Mandubracio. No podemos permitir que estos bretones piensen que somos unos anfitriones poco afables. Especialmente cuando es su comida la que les servimos. ¿Quieres encargarte de poner las cosas en marcha? Yo iré en seguida. Torció a la izquierda, hacia el espacio abierto del foro del campamento contiguo a su tienda de mando, y allí encontró a un joven legionario que, evidentemente como castigo, estaba rastrillando los rescoldos de una hoguera. Cuando el soldado vio que se aproximaba el general comenzó a rastrillar con más fuerza y se prometió que nunca más lo encontrarían en falta durante la instrucción. Pero nunca había visto a César de cerca, de modo que cuando aquella figura alta se dirigía hacia él, dejó de rastrillar un momento para verlo bien. ¡Ante lo cual el general sonrió! -No la apagues del todo, muchacho. Necesito una brasa -le dijo César en el latín amplio y coloquial que usaban los soldados rasos-. ¿Qué has hecho para merecer semejante trabajo en este apestoso clima tan caluroso? -No me sujeté la correa del casco, general. César se inclinó, con un rollo pequeño en la mano derecha, y puso una punta del mismo junto a un trozo de leña humeante que aún ardía débilmente. El papel prendió y César se irguió y lo mantuvo entre los dedos hasta que las llamas se los lamieron. Sólo cuando se desintegró en etéreas pavesas negras lo soltó. -No descuides nunca tu equipo, soldado, es lo único que se interpone entre una lanza de los casos y tú. -Dio la vuelta para dirigirse de regreso a la tienda de mando, pero miró por encima del hombro y se echó a reír-. ¡No, no es eso lo único, soldado! También están tu valor y tu mente romana. Y eso es lo que te hace ganar de verdad. Sin embargo... ¡un casco firmemente sujeto a tu mollera es lo que mantiene tu mente romana intacta! Olvidándose de la hoguera, el joven legionario, boquiabierto, siguió con la mirada al general. ¡Qué hombre! ¡Le había hablado como a una persona! Y con aquella voz tan suave. Manejaba bien la jerga. Pero, ¡seguro que él nunca había servido en las filas! ¿Cómo lo sabía? Sonriendo, el soldado terminó de rastrillar con furia y luego se puso a pisotear las cenizas. El general conocía la jerga como conocía los nombres de todos los centuriones de su ejército. Era César. Para cualquier britano la fortaleza principal de Casivelauno y de su tribu de casos era inexpugnable; se alzaba en una colina bastante empinada, aunque suavemente redondeada, y se hallaba rodeada de enormes baluartes de tierra reforzados con troncos. Los romanos no habían sido capaces de encontrarla porque estaba en medio de muchos kilómetros de denso bosque, pero con Mandubracio y Trinobeluno como guías, la marcha de César hacia ella fue directa y veloz. Era inteligente, Casivelauno. Después de aquella primera batalla campal, perdida cuando la caballería edua superó el terror a los carros y descubrió que eran más fáciles de vencer que los jinetes germanos, el rey de los casos adoptó una verdadera táctica fabiana. Despidió a su infantería
  • 21. Colleen McCullough César 21 e hizo sombra a la columna romana con cuatro mil carros, atacando repentinamente durante una etapa de la marcha de su enemigo por el bosque; los carros irrumpieron pasando entre los árboles, por unos huecos apenas lo suficientemente anchos para permitirles el paso, y atacaron a los soldados de a pie de César, que no fueron capaces de adaptarse al temor que les inspiraban aquellas arcaicas armas de guerra. Que eran temibles, eso era indiscutible. El guerrero iba de pie al lado del conductor, con una lanza en ristre en la mano derecha, varias más apretadas en la mano izquierda y la espada en una vaina sujeta a la baja pared de mimbre, a su derecha; y peleaba casi desnudo, envuelto desde la cabeza descubierta hasta los pies descalzos con ramas de glasto. Cuando se le acababan las lanzas sacaba la espada y saltaba, ágil y veloz, sobre la vara que había entre los dos caballos pequeños que tiraban del carro, mientras el conductor fustigaba al tiro para meterlo entre los soldados romanos. El guerrero entonces saltaba desde su elevada posición sobre el mástil del carro y se metía entre los caballos, matando a diestro y siniestro con total impunidad mientras los soldados romanos retrocedían para evitar los cascos de los caballos. Pero cuando César emprendió aquella última marcha hacia la fortaleza de los casos, sus tropas austeras y estoicas estaban completamente hartas de Britania, de los carros y de la escasez de raciones. Por no hablar de aquel calor horrible. Estaban acostumbrados a las temperaturas altas, podían marchar dos mil quinientos kilómetros en medio del calor sin descansar más que un día de vez en cuando; y eso que cada hombre transportaba una carga de quince kilos en una horquilla que llevaba en equilibrio sobre el hombro izquierdo, y a esto había que añadir el peso de la falda de cota de malla que les llegaba hasta la rodilla, la cual se ceñía a las caderas con el cinturón para la espada y la daga, de manera que así se evitaba llevar otros diez kilos de peso sobre los hombros. A lo que no estaban acostumbrados era a la humedad, al menos hasta aquel nivel de saturación; ello había hecho que se volvieran lentos como caracoles durante aquella segunda expedición, hasta tal punto que César tuvo que revisar sus cálculos relativos a la distancia que los hombres podían recorrer caminando en un día. Con un calor normal, en Italia o en Hispania se podían hacer unos cincuenta kilómetros al día. En el calor británico, solamente cuarenta kilómetros. Aquel día, sin embargo, fue más fácil. Con los trinobantes y un pequeño destacamento de a pie que habían dejado atrás para guardar el campamento, sus hombres podían marchar ligeros de peso, con los cascos en la cabeza y los pila en sus propias manos, en vez de llevarlos en la mula de cada octeto. Al entrar en el bosque, estaban preparados. Las órdenes de César eran muy concretas: «Muchachos, no cedáis ni un centímetro de terreno, controlad los caballos con vuestros escudos y tened los pila apuntados para ensartar a los conductores por el pecho pintado de azul; luego id a por los guerreros con vuestras espadas.» Para mantener alto el ánimo de la tropa, César marchaba en el centro de la columna. Casi siempre se le podía encontrar a pie, pues prefería montar en su corcel y ponerse de puntillas sólo cuando necesitaba una altura adicional para otear el horizonte. Normalmente solía caminar rodeado de su personal de legados y tribunos. Aquel día no. Aquel día caminaba a grandes zancadas junto a Asicio, un centurión de categoría inferior de la décima, e iba bromeando con los soldados que iban delante y detrás, que eran los que podían oírle. El ataque de los carros se produjo sobre la parte de atrás de la columna romana, que tenía siete kilómetros de longitud, justo lo bastante lejos por delante de la retaguardia edua como para imposibilitar que la caballería pudiese avanzar. El camino era estrecho, y había carros por doquier, pero esta vez los legionarios cargaron hacia adelante desviando a los caballos con sus escudos, lanzaron las jabalinas contra los conductores y luego fueron a por los guerreros. Estaban hartos de Britania, pero no estaban dispuestos a volver a la Galia sin abatir antes a unos cuantos casos. Y una espada larga gala no podía competir con la gladius corta, que se empujaba hacia arriba, de un legionario romano cuando la lucha era cuerpo a cuerpo. Los carros desaparecieron entre los árboles en el mayor de los desórdenes y no volvieron a aparecer más. Después de aquello, la fortaleza era cosa fácil.
  • 22. Colleen McCullough César 22 -¡Como quitarle el sonajero a un niño! -comentó Asicio alegremente a su general antes de entrar en acción. César organizó un ataque simultáneo por lados opuestos de los terraplenes de defensas, y los legionarios estuvieron a la altura de las circunstancias mientras los eduos, dando alaridos, cabalgaban hacia arriba y pasaban por encima. Los casos se dispersaron en todas direcciones, y muchos de ellos murieron. César había conquistado la ciudadela. Y también una gran cantidad de comida, lo suficiente para devolver el favor a los trinobantes y alimentar a sus propios hombres hasta que abandonasen Britania para siempre. Pero quizá la mayor pérdida de los casos fue la de sus carros, reunidos en el interior sin los arneses. Los legionarios, llenos de júbilo, los hicieron añicos con las espadas y los quemaron en una gran fogata, mientras los trinobantes que los habían acompañado se largaban, llenos de regocijo, con los caballos. Botín de otro tipo prácticamente no hubo, pues Britania no era rica en oro ni plata, y desde luego no había perlas. Los platos eran de cerámica arverna y las vasijas para beber estaban hechas de asta. Era hora de regresar a la Galia de los cabelleras largas. El equinoccio se acercaba (las estaciones, como de costumbre, estaban muy atrasadas respecto del calendario) y los maltrechos barcos romanos no aguantarían el azote de aquellas espantosas galernas equinocciales. Aseguradas ya las provisiones y tras dejar atrás a los trinobantes en posesión de la mayor parte de las tierras y animales de los casos, César situó dos de sus cuatro legiones al frente de la comitiva de equipaje, que tenía varios kilómetros de longitud, y las otras dos detrás. Luego se dirigió a su playa. -¿Qué piensas hacer respecto a Casivelauno? -le preguntó Cayo Trebonio, que andaba incansable al lado del general. Si César caminaba, ni siquiera el jefe de sus legados podía cabalgar. Mala suerte. -Regresará para intentarlo de nuevo -le respondió César tranquilamente-. Me marcharé puntualmente, pero no sin su sumisión y sin ese tratado. -¿Quieres decir que lo intentará de nuevo mientras estemos marchando? -Eso lo dudo. Ha perdido demasiados hombres en la toma de su fortaleza. Incluidos los mil guerreros de los carros. Y además ha perdido todos los carros. -Los trinobantes se dieron mucha prisa en largarse con los caballos. Se han aprovechado bien. -Por eso nos ayudaron. Hoy abajo, mañana arriba. Trebonio pensó que parecía el mismo que lo amaba y estaba preocupado por él. Pero no era el mismo. ¿Cuál sería el contenido de aquella carta, la que había quemado? Todos habían notado una cierta diferencia en César, y luego Hircio les había hablado de las cartas de Pompeyo. Nadie se habría atrevido a leer la correspondencia que César decidiese no entregar a Hircio o a Faberio, y sin embargo César se había tomado la molestia de quemar la carta de Pompeyo. Como si quemase sus barcos. ¿Por qué? Y eso no era todo. César no se había afeitado. Y aquello era muy significativo en un hombre cuyo horror a los parásitos era tan grande que se depilaba cada pelo de las axilas, del pecho y de la ingle, un hombre que hubiese sido capaz de afeitarse incluso en medio de un torbellino. Era posible ver cómo se le erizaba el pelo de la cabeza ante la sola mención de los piojos; llevaba locos a sus sirvientes, pues les exigía que todo lo que se ponía estuviera recién lavado, fueran cuales fueran las circunstancias. No pasaba ni una noche sobre el suelo de tierra porque a menudo en la tierra había pulgas, razón por la cual en su equipaje personal siempre llevaba tarimas de madera para colocar en el suelo de su tienda. ¡Cuánto se habían divertido sus enemigos de Roma al enterarse de aquella información! La sencilla madera sin barnizar había acabado convertida en mármol y mosaico por algunas de aquellas lenguas destructivas. Sin embargo César era capaz de coger una araña enorme y ponerse a reír al ver las travesuras que el animal hacía mientras le corría por la mano, algo ante lo que hasta el más condecorado soldado de la décima se habría desmayado sólo de pensarlo. Eran, según explicaba él, unas criaturas limpias, amas de casa respetables. Las cucarachas, por el
  • 23. Colleen McCullough César 23 contrario, lo hacían subirse encima de una mesa, ni siquiera podía soportar la idea de ensuciar la suela de la bota aplastando una. Eran criaturas asquerosas, decía estremeciéndose. Y sin embargo allí estaba César. Habían transcurrido tres días de camino y once desde que había recibido aquella carta, y no se había afeitado. Alguien cercano a él había muerto. César estaba de luto. ¿Quién? Sí, se enterarían cuando llegasen al puerto Icio, pero lo que significaba aquel silencio de César era que no estaba dispuesto a mantener ninguna conversación al respecto, ni siquiera que se hiciese mención de ello en su presencia, aunque el asunto fuera del dominio público. Hircio y él, Trebonio, pensaban que debía de tratarse de Julia. Trebonio se recordó a sí mismo que tenía que llevarse aparte a aquel idiota de Sabino y amenazarle con la circuncisión si se le ocurría presentarle al general sus condolencias. ¿Qué le habría entrado a aquel hombre para preguntarle a César por qué no se afeitaba? -Quinto Laberio -había respondido brevemente César. No, no era Quinto Laberio. Tenía que ser Julia. O quizá su legendaria madre, Aurelia. Aunque, ¿por qué iba a haber sido Pompeyo quien le escribiera para darle esa noticia? Quinto Cicerón, que era, para gran alivio de todos, un individuo mucho menos fastidioso que su hermano, el gran abogado, que se hinchaba dándose importancia, también pensaba que se trataba de Julia. -Pero... ¿cómo va César a contener a Pompeyo Magno si es así? -le había preguntado Quinto Cicerón en la tienda que servía de comedor de los legados durante una cena más de aquellas a las que César no había acudido. Trebonio, cuyos antepasados no eran ni siquiera tan ilustres como los de Quinto Cicerón, era miembro del Senado y por ello estaba bien enterado de las alianzas políticas, incluidas las que se cimentaban en un matrimonio, de modo que comprendió inmediatamente la pregunta de Quinto Cicerón. César necesitaba a Pompeyo el Grande, que era el primer hombre de Roma. La guerra de las Galias no había acabado, ni mucho menos; César pensaba que tardaría incluso los cinco años de su segundo mandato en acabar el trabajo. Pero había tantos lobos senatoriales aullando para disputarse sus despojos que César caminaba perpetuamente sobre una cuerda floja tendida sobre un pozo de fuego. Trebonio, que lo amaba y estaba preocupado por él, encontraba difícil de creer que ningún hombre pudiera inspirar la clase de odio que César parecía generar. Aquel pedo santurrón de Catón había hecho una carrera completa intentando hacer caer a César, por no mencionar al colega de César durante su consulado, Marco Calpurnio Bibulo, al oso que era Lucio Domicio Enobarbo, y al gran aristócrata Metelo Escipión, torpe como una viga de madera de un templo. Ellos también babeaban tras el pellejo de Pompeyo, pero no con la extraña y obsesiva pasión que sólo César parecía avivar en ellos. ¿Por qué? ¡Oh, tendrían que ir de campaña con aquel hombre, con César, eso les enseñaría! Ni siquiera en el más recóndito rincón de la cabeza cabía el pensamiento de que las cosas pudieran fracasar estando César al mando. Por muy mal que salieran las cosas, César siempre acababa por encontrar la forma de salir adelante. Y una manera de ganar. -¿Por qué la tienen tomada con él? -preguntó Trebonio con enojo. -Muy sencillo -le respondió Hircio sonriendo-. Él es el Faro de Alejandría comparado con la pequeña mecha de estopa que asoma por el extremo de la Mentula de Príapo. Le tienen manía a Pompeyo Magno porque es el primer hombre de Roma, y ellos no creen que deba haber uno. Pero Pompeyo es picentino, descendiente de un pájaro carpintero. Mientras que César es un romano descendiente de Venus y de Rómulo. Todos los romanos veneran a los aristócratas, pero algunos prefieren que sean como Metelo Escipión. Cada vez que Catón, Bíbulo y el resto de esa pandilla miran a César, ven a alguien que es mejor que ellos en todos los aspectos. Exactamente igual que le sucedía a Sila. César tiene linaje y suficiente capacidad para aplastarlos a todos como moscas. Lo único que quieren es llegar ellos primero y aplastarlo a él. -Necesita a Pompeyo -comentó Trebonio pensativo.
  • 24. Colleen McCullough César 24 -Si es que ha de retener su imperium y sus provincias -dijo Quinto Cicerón mientras mojaba un pedazo de aburrido pan de campaña en aceite de tercera categoría-. ¡Oh, dioses, cómo me alegraré de comer un poco de ganso asado en el puerto Icio! -Comentó, zanjando así el tema. El ganso asado parecía inminente cuando el ejército llegó al campamento principal, situado detrás de aquella playa larga y arenosa. Por desgracia, Casivelauno tenía otras ideas. Con lo que le quedaba de sus propios casos fue a visitar a los cantios y a los regnos, las dos tribus que vivían al sur del Támesis, y formó otro ejército. Pero atacar aquel campamento era romperse la mano britana contra un muro de piedra. La horda britana, todos a pie, atacó a pecho descubierto, y las jabalinas de los defensores, situados en lo alto de las fortificaciones, los alcanzaron como si se tratase de dianas alineadas en un campo de maniobras. Los britanos aún nó habían aprendido la lección que los galos ya conocían: cuando César sacaba a sus hombres a luchar cuerpo a cuerpo fuera del campamento, los britanos se quedaban allí quietos para que los matasen. Porque seguían aferrados a sus antiguas tradiciones, que decían que un hombre que abandonaba vivo un campo de batalla era un paria. Esa tradición les había costado a los belgas del continente cincuenta mil vidas desperdiciadas en una batalla. Y por eso ahora los belgas abandonaban el campo de batalla en el momento en que la derrota era inminente, porque así seguían vivos para pelear de nuevo otro día. Casivelauno pidió la paz, se sometió y firmó el tratado que César exigía. Luego entregó los rehenes. Según el calendario estaban a finales de noviembre, aunque según las estaciones era el principio del otoño. Comenzó la evacuación, pero después de inspeccionar personalmente cada uno de los aproximadamente setecientos barcos, César decidió que tendría que llevarse a cabo en dos partes. -Algo más de la mitad de la flota se halla en buenas condiciones -les comunicó a Hircio, Trebonio, Quinto Cicerón y Atrio-. Así que pondremos toda la caballería, todos los animales de carga, excepto las mulas de las centurias, y dos de las legiones en esa mitad, y la mandaremos al puerto Icio en primer lugar. Luego esos mismos barcos pueden regresar vacíos y recogernos a mí y a las tres últimas legiones. Conservó a su lado a Trebonio y a Atrio, los demás legados recibieron órdenes de partir con la primera flota. -Me complace y me halaga que me pidas que me quede -le dijo Trebonio mientras contemplaba los trescientos cincuenta barcos a los que estaban empujando hacia el agua. Aquéllas eran las naves que César había hecho construir especialmente a lo largo del río Loira y que luego habían enviado al océano abierto para combatir con los doscientos veinte barcos de vela de sólido roble de los vénetos, que consideraban ridículos los barcos romanos con aquellos remos y débiles cascos de pino, con aquellas proas y popas tan bajas. Barcos de juguete para navegar en un mar como una bañera, carne fácil. Pero al final las cosas no habían resultado en absoluto de ese modo. Mientras César y su ejército de tierra iban de excursión a lo alto de los elevados acantilados situados al norte de la desembocadura del Loira y desde allí contemplaban la acción como espectadores en el Circo Máximo, los barcos de César sacaban los colmillos que Décimo Bruto y sus ingenieros habían ideado durante aquel frenético invierno, mientras construían la flota. Las velas de cuero de los bajeles vénetos eran tan pesadas y robustas que los obenques principales eran cadenas en vez de cuerdas; sabiendo eso, Décimo Bruto había equipado cada uno de sus más de trescientos barcos con un largo mástil al cual se habían sujetado un gancho con púa y un juego de garfios. Los barcos romanos se acercaban remando a los barcos de los vénetos, maniobraban a su lado y después la tripulación ladeaba el mástil, lo enredaba entre los obenques vénetos y luego se alejaban a toda velocidad impulsados por los remos. Las velas y los mástiles de los vénetos caían dejando al bajel indefenso en el agua. Entonces tres barcos romanos lo rodeaban como perros acosando a un ciervo, lo abordaban, mataban a la tripulación y prendían fuego al barco. Al amainar
  • 25. Colleen McCullough César 25 el viento la victoria de Décimo Bruto había sido completa. Sólo veinte barcos vénetos consiguieron escapar. Ahora los costados especialmente bajos con los que estos barcós se habían construido resultaban muy útiles. No era posible embarcar animales tan asustadizos como los caballos antes de que los barcos fueran botados al agua, pero una vez que estaban a flote y se mantenían inmóviles, largas y anchas planchas conectaban el lado de cada uno de los barcos con la playa, y a los caballos se les hacía entrar corriendo tan de prisa que ni siquiera tenían tiempo de asustarse. -No está mal para no tener embarcadero -comentó César, satisfecho-. Estarán de regreso mañana, y entonces el resto de nosotros podremos marcharnos. Pero el día siguiente amaneció entre las fauces de una galerna procedente del noroeste que no agitó mucho la playa, pero si que impidió el regreso de aquellos trescientos cincuenta barcos en buen estado. -¡Oh, Trebonio, esta tierra no me trae buena suerte! -exclamó el general al quinto día de galerna mientras se rascaba la crecida barba con fiereza. -Estamos igual que los griegos en la playa de Troya -comentó Trebonio. Aquel comentario pareció reavivar la mente del general, que volvió los ojos de color azul pálido hacia el legado. -No soy Agamenón -dijo entre dientes-. ¡Y no voy a quedarme aquí diez años! -Se volvió y llamó a voces-: ¡Atrio! El prefecto del campamento acudió corriendo a toda prisa, sobresaltado. -¿Sí, César? -¿Crees que se pueden reparar con clavos los barcos que nos quedan aquí? -Probablemente todos ellos, menos cuarenta. -Entonces utilizaremos este viento del noroeste. Haz sonar los clarines, Atrio. Quiero que todo y todos estén a bordo de los barcos restantes. -¡No cabrán! -chilló Atrio, horrorizado. -Los apretujaremos como el pescado en salazón dentro de un barril. Si vomitan unos encima de otros, lástima. Todos pueden darse un baño sin quitarse la armadura cuando lleguemos al puerto Icio. Nos haremos a la mar en el momento en que el último hombre y la última ballesta se encuentren a bordo. Atrio tragó saliva. -Quizá tengamos que dejar atrás parte del material pesado -le comentó con voz débil. César levantó las cejas. -No estoy dispuesto a dejar atrás mi artillería ni mis arietes, no pienso dejar atrás mis herramientas, no voy a dejar atrás ni a un solo soldado, no voy a dejar atrás a un solo no combatiente, no voy a dejar atrás a un solo esclavo. Si tú no puedes hacer que quepan, Atrio, lo haré yo. Aquéllas no eran palabras vanas, y Atrio lo sabia. También comprendió que su carrera dependía de que hiciera algo que el general podía hacer, y que haría con completa eficiencia yasombrosa velocidad. Quinto Atrio no protestó más, sino que se marchó a hacer sonar las cornetas. Trebonio se estaba riendo. -¿Qué es lo que te hace tanta gracia? -le preguntó César con frialdad. ¡No, no era momento para bromas! Trebonio se puso serio en un instante. -¡Nada, César! Nada en absoluto. La decisión se había tomado aproximadamente una hora después de salir el sol, y durante todo el día los soldados y los no combatientes trabajaron laboriosamente cargando los barcos más sólidos con la valiosa artillería de César y con las herramientas, mientras los carros y las mulas aguardaban en la playa. Los hombres esperaron hasta el momento de empujar ellos mismos los barcos hacia el mar picado, y luego treparon a bordo por escalerillas de cuerda. La carga normal
  • 26. Colleen McCullough César 26 para un barco era una pieza de artillería o el invento de algún ingeniero, cuatro mulas, un carro, cuarenta soldados y veinte remeros; pero con ochocientos soldados y no combatientes, además de cuatro mil esclavos y marineros de todas clases, las cargas de aquel día tuvieron que ser mucho más pesadas. -¿No es asombroso? -le preguntó Trebonio a Atrio cuando se puso el sol. -¿Qué? -preguntó el profeta del campamento con las rodillas temblorosas. -César está contento. Oh, sea cual sea la pena que lo aflige, sigue ahí, pero ahora él está contento. Ha conseguido algo imposible de hacer. -¡Ojalá los deje partir en cuanto estén cargados! -¡Él no! Él vino con una flota y se irá con una flota. Cuando todos esos galos de ilustre cuna que hay en el puerto Icio lo vean llegar a puerto, se darán cuenta de que es un hombre con mando absoluto. ¿Crees que va a permitir que el grueso del ejército se debilite dejando partir a unos cuantos barcos cada vez? ¡Él no! Y tiene razón, Atrio. Tenemos que demostrarles a los galos que somos mejores que ellos en todo. -Trebonio miró el cielo, que iba adquiriendo un tono rosado-. Tendremos tres cuartos de luna menguante esta noche. César partirá cuando esté listo, no importa la hora que sea. Buena predicción. A medianoche el barco de César zarpó para adentrarse en la negrura de un mar que estaba a favor, con las lámparas de la popa y del mástil parpadeando y lanzando rayos para que los demás barcos lo siguieran mientras se colocaban en forma de lágrima detrás de él. César se apoyó en la barandilla de popa entre los dos profesionales que guiaban los remos del timón, y se quedó contemplando la miriada de luces de luciérnaga que se extendían en la impenetrable oscuridad del océano. Vale Britania. No te echaré de menos. Pero, ¿qué hay allí fuera, en el gran más allá, adonde nunca ningún hombre se ha aventurado a navegar jamás? Éste no es un mar pequeño; es un enorme y poderoso océano. Éste es el lugar donde vive el gran Neptuno. No dentro del tazón del Mare Nostrum. Quizá cuando yo sea viejo y haya hecho todo lo que mi sangre y mi poder me exigen, tomaré uno de esos barcos vénetos de sólido roble, izaré las velas de cuero yme adentraré en el mar hacia el oeste para seguir el sendero del sol. Rómulo se perdió en la innobleza de los pantanos de las Cabras, en el Campo de Marte, y al ver que no regresaba a casa pensaron que había sido transportado al reino de los dioses. Pero yo navegaré y me adentraré en las brumas de la eternidad, y sabrán que habré entrado en el reino de los dioses. Mi Julia está allí. La gente lo sabía. La quemaron en el Foro y colocaron su tumba entre los héroes. Pero primero debo hacer todo lo que mi sangre y mi poder me exigen. Las nubes se deslizaban con rapidez, pero la luna brillaba lo suficiente y los barcos permanecían juntos; el viento los empujaba tanto que las velas únicas de lona se veían tan hinchadas como una mujer cuando se acerca el momento de dar a luz, de modo que apenas eran necesarios los remos. La travesía duró seis horas, y el barco de César entró en el puerto Icio al amanecer, con la flota aún en formación detrás de él. Su suerte había vuelto. Ni un solo hombre, animal o pieza de artillería se había convertido en sacrificio a Neptuno.