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Ciudad Fortuna I: Dados de cristal - Fragmento 3
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La idea de desplazarse en la moto de su hermana, una deportiva que a
Irene le gustaba acelerar a la mínima oportunidad, no acababa de con-
vencer a Alexander. No obstante, era consciente de que el tranvía ya no
circularía para cuando pudieran regresar a casa. Y la posibilidad de volver
a pie por aquellas zonas, un viernes por la noche, tampoco le agradaba.
De modo que se resignó a ponerse el casco del acompañante, situarse en
la parte trasera del asiento, y desear que su mal agüero no se ensañara
con ellos mientras durase el trayecto.
Resopló aliviado cuando aparcaron al inicio de la cuesta del Serrín, la
angosta calle en gradual pendiente en la cual, en la parte más alta, se si-
tuaba El séptimo cielo, la discoteca más concurrida del barrio. Al bajarse
de la moto, Alexander se fijó en un cartel. Este recordaba a los ciudada-
nos que, en unas semanas, se celebrarían las elecciones municipales.
La suciedad y el ruido eran normales en la cuesta del Serrín las noches
de los fines de semana. Sin embargo, Alexander e Irene no tardaron en
advertir que algo raro sucedía. La estrecha vía, cuya calzada solo daba
para un carril, estaba tomada por una multitud de jóvenes, con sus vasos
de plástico en mano y los ojos atontados por lo consumido. El sigilo de
la escena era inusual. La gente formaba un círculo en torno a la entrada al
local. El giratorio destello de unas luces naranjas y azules aclararon a
Alexander lo que ocurría.
–Una ambulancia –adivinó. El vehículo debía estar en la parte alta de
la cuesta, donde el acceso y la evacuación por la calle perpendicular eran
más sencillos.
Irene echó una carrera para acercarse al gentío. Poco después, regresó
con su hermano y le informó de las averiguaciones realizadas:
–Se llevan al hospital a alguien que se ha pillado un buen cuelgue con
algo que no se debería haber tomado.
–Podría ser otra víctima –aventuró Alexander. Aprisa, decidió cómo
actuar. Le dijo a su hermana–: Quédate aquí, a ver de qué te enteras.
Yo voy al hospital por si descubro algo importante. Déjame las llaves
de la moto.
Irene no puso objeción alguna a su improvisado plan, y le dio las llaves.
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Se desplazó trazando una amplia curva por las calles orientales del ba-
rrio de Hornos, largas vías desocupadas a esas horas. Atravesó Fabriko y
Majstro hasta enfilar la calle del Doctor Carrel y llegar a la plaza del Sana-
torio. Allí, aparcó la moto.
El hospital público de Ciudad Fortuna se llamaba Santo Damián. Era
la suma de tres pabellones de hasta diez plantas. El edificio era bastante
antiguo. Se había reformado por partes varias veces, lo cual le confería
un aspecto caótico e irregular. En sus alrededores, siempre había mucho
movimiento de personas y vehículos. La entrada de urgencias se encon-
traba en el lado oeste, donde desembocaba el camino del Socorro.
La sala de espera estaba abarrotada. Varios niños lloraban. Había un
mostrador, donde se amontonaba la gente. Las sillas y los bancos eran
viejos. Los tablones de anuncios se hallaban repletos de papeles que na-
die leía. Alexander vio una puerta doble con dos ventanas de ojo de
buey. Recordaba que por allí se iba a los boxes de emergencias.
Traspasó la puerta doble. Llegó a un largo pasillo, con varias estancias
a ambos lados, de los que diversas personas con uniformes sanitarios
verdes y blancos iban y venían. Entre el barullo de sonidos, se podían oír
los pitidos de varios monitores cardiovasculares. En ese momento, los
miembros de un equipo de ambulancia salieron de una de las puertas, al
final del pasillo. Empujaban una camilla con ruedas vacía.
Cuando los de la ambulancia se hubieron marchado, Alexander fue a
esa puerta. Esta era ancha, con una abertura horizontal acristalada a la
altura de los ojos. Así, presenció los últimos intentos de dos médicos y
dos enfermeros, ataviados con batas, gorros y mascarillas, por reanimar a
la paciente que había en la mesa.
Desde donde se hallaba, Alexander no pudo ver el rostro de la vícti-
ma. Sí vio su brazo derecho, que colgaba inerte por un lateral de la mesa.
Vio sus uñas pintadas de fucsia, y su piel suave. Era una chica, joven.
Tenía unas manchas rojizas en las yemas de los dedos.
Entonces, uno de los enfermeros se percató de la presencia de Alexan-
der. Le miró un largo momento. El gorro y la mascarilla solo permitían vis-
lumbrar sus ojos, que eran claros, e inspiraban pena y cansancio. Mientras su
compañero limpiaba a la joven fallecida, él salió al pasillo. De repente, no
había nadie más; solo ellos dos. Alexander se fijó en lo deprimentes que eran
el sucio alicatado de las paredes y la fría y dura luz de los focos del techo.
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El enfermero se quitó el gorro y la mascarilla. Era joven, delgado, de
estatura media, cabello moreno y ojos azules. Tenía el uniforme mancha-
do de sangre, y el flequillo sudado.
–Hola –saludó, después de volver a examinar a Alexander.
–Hola –correspondió él, y esbozó una menguada sonrisa.
–¿Conoce usted a la chica?
–No. Pero me gustaría saber a qué se ha debido su muerte.
–Ha muerto como todas las demás. Hasta ahora, nadie había venido a
preguntarlo.
–Ya. El asunto es de mi interés.
–¿Es usted policía o algo parecido?
Alexander dudó un instante, y respondió:
–Dejémoslo en que soy “algo parecido”.
La frase agradó al enfermero, quien, por primera vez, aun agotado,
sonrió. Y añadió:
–He atendido a varias de estas personas. Todas mueren igual. Sufren
el mismo proceso. Da la impresión de que hayan experimentado un tre-
mendo bajón, después de vivir un fuerte subidón. Son las drogas. Las
autoridades nunca se han preocupado por ellas. Supongo que, al final,
solo son personas invisibles para la sociedad.
–Sí. Por eso me han encargado que descubra qué pasa.
–Me alegro. Espero que pueda conseguirlo. Me llamo Luka Miller.
Luka se deshizo de sus guantes de látex y extendió su mano hacia
Alexander. Él consideró cómo corresponder a su gesto y, segundos des-
pués, se la estrechó.
–Yo soy Alexander Berkel. Prometo esforzarme por conseguirlo.
Por un instante, a Alexander le dio la impresión de que los cansados
ojos de Luka se abrían con un interés especial al reparar en su amuleto,
ese trébol de cuatro hojas tallado en madera, que asomaba por el cuello
de su camisa desabotonada.
–Debo irme –anunció Alexander.
Luka asintió en silencio. Parecía abstraído en algo.
Cuando Alexander ya se había dado la vuelta, escuchó cómo Luka le
llamaba:
–Alexander –decía. Y, cuando él se giró, Luka anotó–: Espero volver
a verle.
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Alexander le dedicó una frugal pero sincera sonrisa. Y reanudó su
misión.