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Autoría y declaración de devolución al dominio público
Qué puedes hacer con este libro
Qué no puedes hacer con este libro
El libro de la Abundancia
Dedicatorias
El sueño de nuestra especie
Pensar la abundancia
Las bases económicas de la abundancia
El fin de las divisiones productivas
La cultura material de la abundancia
Crear abundancia
El tortuoso camino hacia la abundancia
Economía Directa
Producción P2P
Vivir la abundancia
Compartir
Producir
Organizarse
Comunidad
Contextos y materiales
¿Por qué soñamos con la abundancia?
¿Por qué necesitamos el mito del Progreso?
Abundancia y política
Etíca de la abundancia
¿Cómo representar la abundancia?
Entrevista con Juan Urrutia
Algunas de las lecturas citadas con o sin comillas en este libro
Notas
Autoría y declaración de devolución al dominio público
Este libro fue escrito originalmente por los miembros de la comunidad de las Indias, quienes hacen
devolución de él al Dominio Público.
Qué puedes hacer con este libro
Puedes, sin permiso previo de los autores y editores, copiarlo en cualquier formato o medio,
reproducir parcial o totalmente sus contenidos, vender las copias, utilizar los contenidos para
realizar una obra derivada y, en general, hacer todo aquello que podrías hacer con una obra de un
autor que ha pasado al dominio público.
Qué no puedes hacer con este libro
El paso de una obra al dominio público supone el fin de los derechos económicos del autor sobre
ella, pero no de los derechos morales, que son inextinguibles. No puedes atribuirte su autoría total o
parcial. Si citas el libro o utilizas partes de él para realizar una nueva obra, debes citar expresamente
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de manera que vulnere los derechos morales de los autores.
El libro de la Abundancia
las Indias
1ª edición, 9 de julio de 2015
Dedicatorias
A Juan Urrutia
El sueño de nuestra especie
Pocas ideas han sido tan poderosas y subversivas como la abundancia. Durante miles de años los
humanos hemos proyectado sobre ella nuestros deseos, nos hemos inspirado en ella para transformar
nuestras formas de organización y la hemos levantado como bandera de un futuro mejor. El fin del
trabajo forzado por la necesidad, la gratuidad de los alimentos y el fin de los conflictos y la
violencia debidos a la escasez, han sido la imagen del mundo que merecería ser vivido para cientos
de generaciones humanas.
En centenares de mitologías por todo el mundo aparece una y otra vez el mito de la «Edad dorada»,
un remoto periodo histórico en el que los humanos, según nos cuenta Hesiodo,
No conocían el trabajo, ni el dolor, ni la cruel vejez; guardaban siempre el vigor de sus pies y
de sus manos, y se encantaban con festines, lejos de todos los males, y morían como se duerme.
Poseían todos los bienes; la tierra fértil producía por si sola en abundancia; y en una
tranquilidad profunda, compartían estas riquezas con la muchedumbre de los demás hombres
irreprochables.
Seguramente por la insistencia de Platón en la ausencia de clases sociales y estado, o tal vez por la
de «Las metamorfosis» de Ovidio en la ausencia de agricultura, se ha interpretado como un
«recuerdo» idealizado de la comunidad primitiva, nómada y dedicada a la caza, la pesca y la
recolección. Pero entre sus muchas versiones no faltan las que sitúan la Edad de Oro en un mundo
agrícola. Y de hecho, hoy, cuando sabemos que posiblemente la sedentarización tuvo un largo
periodo «comunal», cabría datar sus orígenes en una época posterior y ligar el mito a la vindicación
del comunal de las tierras.
En cualquier caso ha sido posiblemente el mito político más influyente de la Antigüedad: al asociar
la abundancia a la ausencia de estado y propiedad, sirvió para presentar las injusticias y miserias de
cada época como fruto de una mítica «caída» de la que la Humanidad se recuperaría aboliendo la
propiedad privada y estado… el programa último de los revolucionarios sociales de todas las
épocas.
Bien sabemos que las primitivas sociedades humanas no conocieron la abundancia. Por el contrario,
el estudio de los últimos grupos y culturas que mantuvieron una economía de caza y recolección, nos
habla de sistemas donde la escasez impone una total supeditación del individuo y sus deseos a la
siempre precaria y difícil supervivencia de la comunidad. Es por eso por lo que el mito de la Edad
de Oro es tan interesante: no habla de una sociedad «más justa», habla de una sociedad de la
abundancia, de una abundancia que solo se pudo intuir brevemente cuando la revolución neolítica
empezó a generar unos excedentes hasta entonces desconocidos, apareció el estado y con él las
primeras obras públicas y la productividad de las sociedades humanas se multiplicó por primera vez.
Curiosamente, aunque hubieran nacido juntos, los ideales sociales igualitarios pronto se divorciarían
del sueño de una sociedad abundante. El primer cristianismo se centrará en el compartir y tendrá ahí
sus destellos de abundancia, pero no podrá imaginar un mundo de amplias necesidades cubiertas para
todos. Sus versiones monásticas y sus corrientes heréticas acentuarán hasta el límite este
igualitarismo de la escasez.
La «revolución» comercial de los siglos X a XIII y el rechazo instintivo de la Iglesia a la primera
burguesía comercial, dispararon con cada vez mayor frecuencia este reflejo cristiano. En un
principio, la Iglesia condena al artesano mercader y al comercio mismo, articulando en teologías de
la pobreza el rechazo a la miseria. Miseria que era producida por la resistencia al cambio de la
nobleza de la que la cúpula de la Iglesia formaba parte.
La Iglesia presentará la Segunda Venida como el paso a la sociedad mesiánica donde, ahíto, «el lobo
pacerá con el cordero». Pasaba así la pelota a un futuro indefinido. Pero cada vez menos estaban por
esperar. Nuevos grupos tratarán de propiciar la llegada de Cristo pasando a vivir en comunidad,
levantando la sociedad igualitaria del Evangelio. A la Iglesia se le van pronto de las manos
valdenses, joaquinistas, fraticellis, begardos, flagelantes… Lo interesante es que del elogio teológico
de la pobreza se convirtió pronto en manos de las clases populares, en reconocimiento identitario (la
comunidad imaginada de «los pobres»). Y esta autoidentidad propiciada involuntariamente por el
mensaje eclesial se transformó rápidamente a su vez en rechazo de la pobreza y vindicación violenta
de la abundancia. La Iglesia respondió pronto con la conversión en orden de los franciscanos (dando
un espacio organizativo interno a la pobreza), la promoción de los dominicos y la creación de la
Inquisición para «reprimir los excesos». Podemos entrever las cuitas y enfrentamientos de estos
«comunismos de la pobreza» con el poder real y papal en «El nombre de la rosa», la novela en la
que Umberto Eco ironizó sobre la izquierda sesentayochista italiana.
Las teologías de la pobreza se proyectarán en la Reforma protestante y eclosionarán en las guerras
campesinas que la seguirán en Alemania. La tensión entre igualitarismo y escasez se hará pronto
evidente: cuando Thomas Munzer intente el establecimiento inmediato del Reino de Dios, haciendo
el trabajo y la propiedad comunal, los resultados serán pobres. Como los anabaptistas hutteritas que
le seguirían y los «diggers» de la revolución inglesa que aparecerán después, todos desconfiarán -en
el caso de los hutteritas hasta nuestros días- de la tecnología y su uso y solo podrán construir
pobrezas compartidas.
Por cierto que podemos explorar este escenario histórico en «Q», otra parábola sobre la izquierda
italiana contemporánea escrita por el grupo de escritores conocido como «Luther Blissett» y luego
como «Wu Ming».
Pero mientras el cristianismo seguía su propia evolución, el desarrollo de las primeras grandes rutas
comerciales y ferias europeas, traerá un nuevo tipo de mito popular que si no fue realmente de
abundancia, al menos fue de opulencia. Aparecen entonces los relatos del «País de la Cucaña» y de
«Schlaraffenland». Cuentos que confluirán a partir de la segunda mitad del siglo XVI con las
historias de riquezas fabulosas que seguirán a la conquista castellana de los imperios azteca e inca,
dando lugar al «país de Jauja» de nuestros relatos infantiles.
Es entonces, ya a mediados del siglo XVI, cuando la Europa popular vuelve a soñar la abundancia
como tal. No deja de resultar significativo que esta abundancia aparezca como un «depósito» o como
un «regalo de la naturaleza». Aunque es una época de acelerado desarrollo tecnológico, las
innovaciones se concentran en la navegación, la guerra y la ingeniería más que en la producción
directa de bienes. Las clases populares entienden la abundancia por tanto como acceso ilimitado a la
satisfacción de las necesidades y los almacenes de una corona cada vez más poderosa, no como el
desarrollo de las capacidades de su trabajo propio trabajo.
Enlaza esta idea además con el mito judío y cristiano del paraíso, un «jardín» donde no es necesario
el trabajo, ni siquiera el de recolección, para saciarse de cuanto uno necesite. Y no hay que olvidar
hasta qué punto estaba extendida la idea y el deseo de que aquellas Indias recién descubiertas en los
primeros viajes transatlánticos, fueran nada más y nada menos que el mismísimo paraíso terrenal.
Este mito llegó a ser tan influyente tras los primeros relatos de Colón que la corona castellana pronto
prohibió a los «impuros de sangre», esto es a los descendientes de musulmanes y judíos conversos,
emigrar a las nuevas tierras del rey. Y de hecho, esta asociación entre las «culturas originarias» y el
Adán libre de pecado, tendrá un largo recorrido, llegando dos siglos más tarde a convertirse en el
«buen salvaje» roussoniano que todavía hoy puede intuirse tras no pocos discursos de exaltación de
la «sabiduría» de los pueblos indígenas.
Este ambiente en los albores de la expansión europea en América daría lugar también, entre las
clases cultas, a un nuevo género político-literario. En 1516 Tomás Moro publica su «Utopía». Utopía
no es el país de la abundancia, es un país democrático y patriarcal organizado como una
confederación de ciudades en las que no existe propiedad privada, pero al retomar la idea del
igualitarismo uniéndola a unas ciertas formas democráticas y sobre todo al bienestar material, tendrá
una tremenda influencia en todo el pensamiento político europeo. Pensamiento que estaba condenado
a volver a encontrarse con la abundancia.
Aunque habrá que esperar a la primera industrialización y a la revolución francesa para que la
abundancia reaparezca. Una vez más, no será de la mano del igualitarismo. En toda la obra de
Baubeuf no hay una sola referencia a la abundancia. La primera referencia no aparecerá en los ricos
debates revolucionarios, sino de manos de un observador externo que relata su época con voz de
profeta. Entre 1790 y 1793 William Blake, «el loco Blake», publica «The Marriage of Heaven and
Hell». Por primera vez la abundancia aparece como el resultado y el objetivo de un proceso
revolucionario
Toda la creación será consumida y aparecerá infinita y sagrada donde ahora se nos presenta
finita y corrupta.
Pero lo realmente interesante es que imagina el paso a la abundancia como el salto a toda una nueva
forma de experiencia humana, radicalmente distinta de la del mundo de la escasez que
Ha encerrado al hombre en si mismo hasta hacerle ver todas las cosas a través de las estrechas
grietas de su caverna
A tal punto entiende que la escasez es alienante en sí misma que imagina el paso a un nuevo mundo
como un cambio en la forma misma que tenemos de sentir y experimentar el mundo:
Esto habrá de pasar por una mejora del disfrute de los sentidos (…) Si las puertas de la
percepción se purificaran, todo aparecería al hombre tal cual es, infinito.
El mundo que sigue inmediatamente al libro de Blake parece apuntar a lo contrario sin embargo. El
mundo vive al tiempo un acelerado proceso de especialización y un incremento sin precedentes de la
renta per capita en los primeros países industriales: Gran Bretaña y EEUU primero y el Noroeste
europeo después. Alrededor de 1800 la producción empieza a crecer más que la población. La
productividad, hasta entonces relativamente estable, se dispara. En este primer momento es
consecuencia de la aplicación de las nuevas tecnologías mecánicas y de organización del trabajo: se
extienden el motor de vapor y el sistema de fábricas. El creciente poderío británico asegura una
cierta libertad de mercado dentro de sus propias fronteras y derriba las barreras comerciales de los
viejos imperios: desde la América española hasta China. El desarrollo económico da paso a una
verdadera eclosión de la ciencia y la tecnología que a su vez impulsan el conocimiento y la
productividad.
El salto productivo es tan grande que todo parece posible. La abundancia parece a la vuelta de la
esquina y por primera vez en la Historia humana, las crisis económicas no son de subproducción,
sino de sobreproducción. Es en ese contexto en el que debemos entender a Marx.
Marx coloca la abundancia al final del proceso histórico, como el resultado necesario de la
evolución de la productividad, que el llama «fuerzas productivas». En su modelo, la Historia de las
sociedades humanas es la historia del desarrollo de sus capacidades productivas y los momentos de
transformación política y social, el resultado de la adaptación de los sistemas políticos y jurídicos a
las necesidades impuestas por esas capacidades, por esas fuerzas, defendidos en cada momento
histórico por una clase social característica y abocada a hacer la revolución. Para Marx la clase de
los trabajadores asalariados era la llamada a «liberar las fuerzas productivas» desatadas por el
capitalismo de las restricciones que les impone el sistema de propiedad privada y estados
nacionales. El resultado, el comunismo, sería una sociedad donde la productividad se desarrollaría
aun más rápidamente, al punto de hacer la abundancia una realidad para el conjunto de la especie.
A pesar del monumental tamaño de su obra, Marx no dejó demasiados textos dedicados a describir
las características de la sociedad de la abundancia. Por lo que nos dejó podemos decir con certeza
que fue el primero en imaginar una sociedad donde el desarrollo de la productividad sería tan alto
que no solo haría posible el fin del trabajo asalariado sino que, como escribe en unas notas de
lectura, podría convertir el trabajo en sí mismo en «una manifestación libre de la vida, un disfrute de
la vida». La idea, que desarrolla en «La ideología alemana» (1845) es que, a partir de cierto
desarrollo de la productividad, la especialización simplemente desaparecería y con ella la
alienación, nuevo nombre de esa restricción de la percepción que ya denunciaba Blake.
La división del trabajo nos brinda ya el primer ejemplo de cómo, mientras los hombres viven en
una sociedad primitiva, mientras se da, por tanto, una separación entre el interés particular y el
interés común, mientras las actividades, por consiguiente, no aparecen divididas
voluntariamente, sino por modo natural, los actos propios del hombre se erigen ante él en un
poder ajeno y hostil, que lo sojuzga, en vez de ser él quien los domine. En efecto, a partir del
momento en que comienza a dividirse el trabajo, cada cual se mueve en un determinado círculo
exclusivo de actividades, que le es impuesto y del que no puede salirse; el hombre es cazador,
pescador, pastor o crítico, y no tiene más remedio que seguir siéndolo, sino quiere verse
privado de los medios de vida; en el comunismo en cambio, cada individuo no tiene acotado un
círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor
le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente
posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar,
por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place,
dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico,
según los casos.
Marx desarrollará la idea de la «apertura de las puertas de la percepción» de Blake y adelantará en
su idea de una sociedad de la abundancia el sueño de las vanguardias artísticas de principios del
siglo XX. La experiencia humana en una sociedad de la abundancia será, en cierta medida, una
experiencia artística.
La concentración exclusiva del talento artístico en individuos únicos y la consiguiente supresión
de estas dotes en la gran masa es una consecuencia de la división del trabajo (…) en todo caso,
en una organización comunista de la sociedad desaparece la inclusión del artista en la limitación
local y nacional, que responde pura y únicamente a la división del trabajo, y la inclusión del
individuo en este determinado arte, de tal modo que sólo haya exclusivamente pintores,
escultores, etc. y ya el nombre mismo expresa con bastante elocuencia la limitación de su
desarrollo profesional y su supeditación a la división del trabajo. En una sociedad comunista,
no habrá pintores, sino, a lo sumo, hombres que, entre otras cosas, se ocupan también de pintar.
En su obra más famosa, «El capital» (1867), apunta que el desarrollo de la productividad que genera
el capitalismo «contribuye a crear tiempo social disponible para el esparcimiento de todos y cada
uno», aunque sea mediante el paro forzoso y que el camino hacia una sociedad de la abundancia, el
desarrollo de la productividad, pasa por «apropiarse» del incrementos de productividad en una
progresiva reducción del tiempo dedicado a producir mercancías:
el tiempo de trabajo necesario se alineará por una parte con las necesidades del individuo
social, mientras que por otro lado asistiremos a un crecimiento tal de las fuerzas productivas
que el ocio aumentará para cada uno, mientras la producción sera calculada en función de la
riqueza de todos. Y por ser la verdadera riqueza, la plena potencia productiva de todos los
individuos, el patrón de medida será entonces no el tiempo de trabajo sino el tiempo disponible
En el mismo libro volverá a esta idea de la sociedad de la abundancia como una sociedad
hiperproductiva en la que las capacidades humanas son tales que no tiene sentido mantener una vida
divida entre entre ocio y trabajo.
En resumen, cae en el sentido que el tiempo de trabajo inmediato no podrá estar siempre
opuesto al tiempo libre, como es el caso en el sistema económico burgués. (…) El tiempo libre
-que es a la vez ocio y actividad superior- transformará naturalmente a su poseedor en un sujeto
diferente, y en tanto que sujeto nuevo entrará en el proceso de la producción inmediata.
Y en una de sus últimas obras, la «Crítica del programa de Gotha» (1875), insistirá en retratar la
sociedad de la abundancia como un estadio de desarrollo socio-económico producto del crecimiento
sostenido de la productividad en el que
habrá desaparecido la avasalladora sujeción de los individuos a la división del trabajo, y con
ella también la oposición entre el trabajo intelectual y el trabajo manual, el trabajo no será ya
sólo medio de vida, sino incluso se habrá convertido en la primera necesidad vital, (y) con el
desarrollo multifacético de los individuos habrán crecido también sus capacidades productivas
y todos los manantiales de la riqueza colectiva fluirán con plenitud
Quedémonos con esa idea de que la abundancia abre un nuevo tipo de experiencia humana, un
«desarrollo multifacético» de cada cuál porque volverá, en el siglo XX como centro de las ideas
sobre la abundancia. Pero de momento subrayemos el énfasis de Marx en las capacidades
productivas. Su yerno, Paul Lafargue, acababa su manifiesto personal, titulado «El derecho a la
pereza», con una simplificación de esta idea:
La máquina es la redentora de la humanidad, el Dios que liberará al hombre de las sórdidas
artes y del trabajo asalariado, el Dios que le dará el ocio y la libertad.
Esta visión de la sociedad de la abundancia como una liberación de la Humanidad hecha posible por
la tecnología no fue exclusiva de Marx y su entorno. Cuando en 1892 Kropotkin publica «La
conquista del pan» enfrenta el discurso Malthusiano que ve imposible un «crecimiento indefinido»
con las mismas ideas de fondo:
el hombre acrecienta su fuerza productiva con mucha más rapidez de lo que él mismo se
multiplica. Cuanto mayor número de hombres hay en un territorio, tanto más rápido es el
progreso de sus fuerzas productoras.
Kropotkin, como Marx, piensa que el capitalismo será sucedido por un periodo transitorio -eso sí,
sin estado- en el que la implantación de una economía desmercantilizada guiada por las necesidades
de las personas a través de la libre confederación, asegurará una «buena vida» a todos y desarrollará
aún más la productividad, hasta el punto de llegar a la abundancia, ese estadio donde los humanos se
dedicarán fundamentalmente a «los elevados placeres de la sabiduría y de la creación artística»:
Pudiendo en adelante concebir la solidaridad, ese inmenso poder que centuplica la energía y las
fuerzas creadoras del hombre, la nueva sociedad marchará a la conquista del porvenir con todo
el vigor de la juventud. Cesando de producir para compradores desconocidos, y buscando en su
mismo seno necesidades y gustos que satisfacer, la sociedad asegurará ampliamente la vida y el
bienestar a cada uno de sus miembros, al mismo tiempo que la satisfacción moral que da el
trabajo libremente elegido y libremente realizado y el goce de poder vivir sin hacerlo a
expensas de la vida de otros. Inspirados en nueva audacia, sostenida por el sentimiento de la
solidaridad, caminarán todos juntos a la conquista de los elevados placeres de la sabiduría y de
la creación artística
Kropotkin, al igual que Marx, piensa que es poco lo que se puede imaginar de una sociedad de la
abundancia: la experiencia humana será tan distinta y lo serán también los relatos que los humanos
harán de la vida, que constantemente se autolimita a plantear formas de organización para el periodo
de transición. Insiste en que la principal tarea para alcanzar la abundancia será reducir el número de
horas de «los trabajos considerados necesarios para vivir», que cifra en un principio en cinco,
conforme se desarrollen las capacidades productivas y se erosione la división del trabajo.
Seguramente la referencia literaria contemporánea más cercana a las comunidades que imagina
Kropotkin, sería la descrita en 1974 por Ursula K. Le Guin en «Los desposeídos». Le Guin nos
muestra una sociedad desmercantilizada, con acendradas libertades individuales e igualitaria, pero -
aunque sea por condicionantes externos- básicamente pobre, con una cierta tensión a la centralización
y sin un crecimiento continuado como el que imaginaba el «Príncipe anarquista». No deja de resultar
interesante, porque Le Guin se acerca al anarquismo no desde la perspectiva de la abundancia, sino
desde la del igualitarismo. Algo parecido a lo que ocurrirá con el que suele ser considerado el
principal heredero intelectual de Kropotkin, Enrico Malatesta. Malatesta, a diferencia de Kropotkin,
no entiende la sociedad futura como el resultado de una posibilidad abierta por el desarrollo del
conocimiento y las capacidades transformadoras de la especie humana en el tiempo. Defiende que la
anarquía es un sistema posible en cualquier momento histórico. Por eso no la asocia ni a la
abundancia ni al desarrollo tecnológico, lo que a su vez le lleva a perder la mirada de una liberación
humana más completa y compleja, aceptando con evidentes necesidades impuestas por la escasez
como la división del trabajo:
Ciertamente en todo compromiso colectivo de gran escala hay necesidad de división del
trabajo, de dirección técnica, administración, etc.
Y es que en la primera mitad del siglo XX, marcada por los desastres rusos y dos guerras mundiales,
el discurso revolucionario e igualitario volverá a separarse del sueño de la abundancia universal. La
confianza en un horizonte de abundancia y su camino -el progreso- estaba ligada en el XIX al sentido
de maravilla ante la ciencia. Pero la ciencia y la tecnología, que se asocian en el siglo XIX a los
sueños de Verne y las vacunas de Pasteur, en el XX lo harán también a la guerra de gases, los
bombardeos de civiles, los mayores genocidios de la Historia y la bomba atómica.
Seguramente por eso la vindicación de la abundancia durante la primera mitad del nuevo siglo no
vino de filósofos cientifistas como Marx ni de científicos filósofos como Kropotkin, sino de la
heterogénea colla de artistas y críticos que formaban «las vanguardias» artísticas, rodeados por la
emergencia de los nuevos movimientos políticos y marcados por las urgencias vitales de una
sociedad abocada a la guerra. Pero sobre todo, son bien conscientes de que, tras la aparición y
masificación de la fotografía, el arte es ante todo un discurso sobre la experiencia humana en un
contexto histórico. En la primera mitad del siglo XX eso significa proponer una sociedad nueva. El
artista pasa de intérprete a profeta.
Lo que estaban adelantando las vanguardias era la importancia del «desarrollo multifacético» del
individuo como rasgo fundamental de cualquier sociedad que se planteara avanzar hacia la
«verdadera abundancia». Un elemento que cobrará cada vez más protagonismo conforme el
desarrollo totalitario del estado soviético y el carácter de su economía se hagan cada vez más
evidentes, pero también conforme el ciclo económico abierto por la segunda posguerra mundial
llegue a su fin.
En 1933, mientras aun están frescos los últimos manifiestos vanguardistas, Herbert Marcuse, un
joven filósofo alemán que había participado de veinteañero en el alzamiento spartakista, se incorpora
al nuevo «Instituto de Estudios Sociales». Edita y comenta los «Manuscritos Económico Filosóficos»
de Marx. Descubre en ellos al «joven Marx» iluminado por la abundancia y la crítica de la
alienación, pero ese mismo año tendrá que dejar el Instituto -que ya empieza a ser conocido como
«Escuela de Frankfurt»- para emigrar a EEUU. Allí trabajará para la maquinaria de guerra y acabará
siendo el jefe de analistas de inteligencia para Europa Central del Departamento de Estado. En 1952,
tras enviudar, comienza una vida como académico que le llevará por algunas de las universidades
más famosas de la Ivy League y le permitirá escribir dos de los libros más influyentes en el
sesentayochismo americano: «Eros y civilización» (1955) y «El hombre unidimensional» (1964).
En el marco de la opulenta y conformista sociedad americana de los cincuenta y sesenta, Marcuse
retoma el viejo argumentario de Marx dejando de lado todo lo que hace a las necesidades materiales
que conforman la «buena vida» que imaginó Kropotkin. Acepta que esa «buena vida» del camino
hacia la abundancia sigue siendo el principal objetivo filosófico para el cambio histórico
Analizado en la condición en que se encuentra en su universo, el hombre parece estar en
posesión de ciertas facultades y poderes que le permitirán llevar una «buena vida», esto es, una
vida que sea, en lo posible, libre del esfuerzo, la dependencia y la fealdad. Alcanzar tal vida es
alcanzar la «vida mejor»: vivir de acuerdo con la esencia de la naturaleza o del hombre.
Pero Marcuse es consciente de que el capitalismo de posguerra está desarrollando la productividad
de un modo que tanto Marx como Kropotkin pensaron solo sería posible tras la revolución. La
«buena vida» del bienestar americano -que pronto tendrá su eco socialdemócrata europeo- produce
un consenso acrítico y desmovilizador demasiado parecido a un totalitarismo difuso y genérico,
como para poder encontrar en él una promesa de verdadera abundancia. Atado a las limitaciones de
la teoría económica marxista, Marcuse se encuentra en una contradicción básica que sus lectores del
mayo francés traducirán en una famosa consigna: «se realista, pide lo imposible»
En su estado más avanzado, la dominación funciona como administración, y en las áreas
superdesarrolladas de consumo de masas, la vida administrada llega a ser la buena vida de la
totalidad, en defensa de la cual se unen los opuestos. Ésta es la forma pura de la dominación.
Recíprocamente, su negación parece ser la forma pura de la negación. Todo contenido parece
reducido a la única petición abstracta del fin de la dominación: única exigencia verdaderamente
revolucionaria y que daría validez a los logros de la civilización industrial. Ante su eficaz
negación por parte del sistema establecido, esta negación aparece bajo la forma políticamente
impotente de la «negación absoluta»: una negación que parece más irrazonable conforme el
sistema establecido desarrolla más su productividad y alivia las cargas de la vida.
Temeroso del desarrollo económico en sí mismo, hace equivaler la abundancia a aquello que le
coloca a Marx en línea con Blake y las vanguardias: el arranque de una nueva sensibilidad, de una
nueva forma de percepción. Emanciparse de la cultura -idea para la que recurre a Freud- y convertir
la vida, como han dicho las vanguardias, en un proyecto artístico, sería un desarrollo más allá de la
racionalidad de las relaciones productivas de hoy.
La sociedad unidimensional avanzada altera la relación entre lo racional y lo irracional.
Contrastado con los aspectos fantásticos y enajenados de su racionalidad, el reino de lo
irracional se convierte en el ámbito de lo realmente racional: de las ideas que pueden
«promover el arte de la vida». Si la sociedad establecida administra toda comunicación normal,
dándole validez o invalidándola de acuerdo con exigencias sociales, los valores ajenos a esas
exigencias quizá no puedan tener otro medio de comunicación que el anormal de la ficción. La
dimensión estética conserva todavía una libertad de expresión que le permite al escritor y al
artista llamar a los hombres y las cosas por su nombre: nombrar lo que de otra manera es
innombrable
El movimiento hacia la abundancia para Marcuse, no puede sino ser un movimiento artístico de
aquellos que se sienten desposeídos, no del bienestar básico, sino de la esperanza de encontrar un
sentido a la vida y el mundo, aquellos que están fuera de una racionalidad económica que Marcuse
entiende perfectamente capaz de perpetuarse, de desconocer todo límite. La idea central en Marcuse
es que el desarrollo del conocimiento y la ciencia ya no nos acercan a la abundancia sino que la
alejan sustituyéndola por el control de un consenso totalitario basado en el bienestar consumista.
Lo interesante es que, no muy lejos de Marcuse y mientras este escribe sus obras más relevantes, un
economista en las antípodas de la economía marxista está sentando las bases para desmontar el
«tapón» teórico al que han llegado los «frankfurtianos».
Kenneth Boulding, el padre de la Teoría General de Sistemas, cuáquero y pacifista, tenía una
espiritualidad muy influida por Teilhard de Chardin. Siguiendo la estela de su maestro será el primer
teórico en incorporar la perspectiva evolucionista al análisis económico.
En oposición radical a Marcuse, Boulding rescata el papel del conocimiento y en «Economic
Development as an Evolutionary System» (1962) le devuelve la centralidad que le permite articular
la relación entre Historia y Naturaleza.
Todo este proceso -el desarrollo económico- puede de hecho ser descrito como un proceso del
crecimiento del conocimiento. Lo que los economistas llaman «capital» no es nada más que el
conocimiento humano impuesto al mundo material. Conocimiento y crecimiento del
conocimiento por tanto son la clave esencial del desarrollo económico. Inversión, sistemas
financieros y organizaciones e instituciones económicas son en cierto sentido solo la maquinaria
a través de la cual el proceso del conocimiento se crea y expresa
En ese marco, lo importante del análisis, como para todo evolucionista influido por Chardin y su
punto omega, es lo que ocurre en el «límite», allá donde nos lleva la tendencia. Para él, el límite, lo
que ocurre en los límites definibles de un sistema, es especialmente importante. Y en el límite, el
punto omega de una economía de mercados perfectos es el fin del problema económico: la
abundancia.
Esa misma lógica del límite le permitirá definir la clave de por qué y cómo el capitalismo de
corporaciones sobreescaladas que amendrenta a Marcuse no es un camino alternativo sin fin, sino
solo un momento más en ese camino hacia la abundancia. En «The Organizational Revolution»
(1953) Boulding ya había dado las herramientas para entender lo que décadas después llamaríamos
crisis de las escalas, modelando cómo las macro-organizaciones, a pesar del desarrollo de la
tecnología de comunicaciones, generan ineficiencias a partir de cierto punto de criticidad que se
trasladan al conjunto de la economía a través de las rigideces de precios, debilitando la capacidad
del mercado para alcanzar equilibrios eficientes y colocando el peso del sistema económico en un
estado al que las macroempresas verán cada vez más como objetivo a capturar, como fuente de las
rentas regulatorias y directas de las que a las finales dependen.
Las décadas finales del siglo XX estarán marcadas por la emergencia de las tecnologías de la
información y las redes distribuidas. Nacidas en principio de la necesidad de reducir las
ineficiencias generadas por la sobreescala, su socialización masiva en los años noventa genera
nuevos fenómenos sociales y hace visibles las primeras ciberculturas que habían madurado desde los
setenta en el cruce de la contracultura libertaria y la exploración tecnológica.
En 2001 Pekka Himanen publica «La ética del hacker y el espíritu de la era de la información». En él
describe la cultura de los desarrolladores de software libre. Un conjunto de valores en el que la idea
de propiedad privada se desvanece, el conocimiento es en sí el principal motor del trabajo y en el
que la separación entre ocio y trabajo parece superada. El mundo hacker se convierte en un mito de
abundancia. Se ve todavía como un islote en medio de un mundo industrial, pero muestra la promesa
de la abundancia al final del mundo que está abriendo Internet.
Pero Himanen no es el único que ha sabido ver la promesa contenida en las nuevas formas culturales.
A finales de los noventa se produce un encuentro imprevisible: Juan Urrutia, discípulo de Boulding y
Marcuse, comienza a trabajar con los ciberpunk con los que luego fundará las Indias.
El primer resultado de aquellas conversaciones será «La lógica de la abundancia» un ensayo que
publica a principios de 2001. En él las redes distribuidas y los efectos red aparecen por primera vez
como fundamento económico de la abundancia.
Urrutia retomará la idea bouldiniana de la importancia del límite y por tanto de la abundancia como
resultado en el límite de un capitalismo limpiado de rentas corporativas en «El capitalismo que
viene», publicado por entregas ente 2003 y 2008. Un nuevo concepto, la disipación de rentas sirve
entonces de eslabón entre los destellos de abundancia que caracterizan la emergencia de las redes
distribuidas y la «economía desmercada» con la que Urrutia ha caracterizado al análisis económico
de una sociedad de la abundancia y que le sirve para abordar en «Aburrimiento, rebeldía y
ciberturbas» (2003) los procesos de formación y cambio de consensos en redes identitarias.
Pero Urrutia no se conforma con tender ese único puente entre los cambios que vive en primera
persona y la sociedad que entrevé como posible. Extiende la ética hacker primero a un «espíritu del
bricoleur» que va mucho más allá del mundo del software relatado por Himanen. Adelanta así en
casi una década los primeros discursos del mundo «maker» y vaticina una creciente
«pluriespecialización» que traduce el «bricoleur» al mundo productivo. En el límite este movimiento
supone el fin de las divisiones productivas y con ellas el «cambio en la percepción» que vimos
arrancar en Blake. Este escenario le lleva a dar una progresiva importancia, a partir de 2014, a la
distinción entre conocimiento -nacido de la necesidad de transformar- y sabiduría -resultado y
objetivo de la «buena vida» que los destellos de abundancia de un nuevo comunitarismo hacen cada
vez más posible.
En paralelo y casi como divulgadores, los indianos publican la «Trilogía de las redes», cuya primera
entrega, «El poder de las redes» pone el acento en la influencia de las topologías de red sobre las
formas de organización social y política a lo largo de la Historia. Esta trilogía publicada entre 2005
y 2010 culminará con «El modo de producción P2P» (2012), un manifiesto que traduce a ejemplos
productivos el modelo de «comunidades identitarias» de Urrutia y su «confederalismo», una idea ya
presente, como vimos, en la sociedad de la abundancia de Kropotkin -quien seguía en esto a
Proudhon- pero también en Hayek. Los indianos recogerán además la idea de Boulding de crisis de
las escalas para explicar la dependencia que las corporaciones tienen de las rentas y explicar la
destrucción simultánea de mercados y estado que caracteriza a la descomposición social que se hace
aun más visible con la crisis abierta en 2008.
Pero lo realmente interesante desde el punto de vista de la «historia de la abundancia», es que, a
partir de la experiencia social del software libre, por primera vez se esboza, más allá de la lógica
kropotkiniana de la transición, un nuevo tipo de ciclo económico, el modo de producción P2P, donde
el capital es sustituido por conocimiento directo y el mercado es complementario, al punto de que, en
el límite, se «extingue». Y lo que no es menos importante, este modelo se liga al presente a través de
las nuevas formas industriales emergentes como la economía directa y a los metabolismos de
generación de conocimiento que aparecen por primera vez en esos años ligados a la superación de la
propiedad intelectual y las instituciones académicas.
Nadie puede todavía presentar «los planos detallados» de una sociedad de la abundancia, pero
nuestro breve recorrido por su imaginación, desde la Edad de Oro a la producción P2P, nos relata
algo sumamente importante. La abundancia no es un sueño nacido de la nada. No es la fantasía de
unos cuantos profetas e iluminados. Expresa el desarrollo del conocimiento y de su instrumentación
en tecnología a lo largo de la Historia.
Conforme los humanos transformábamos más y de forma más efectiva la Naturaleza más aprendíamos
de ella y de nosotros mismos. Y al saber más de nosotros como especie y como parte de ese
metabolismo común, mejores aproximaciones se elaboraban de la misma aspiración, intrínseca a
nuestra naturaleza transformadora, de una vida no secuestrada por la escasez.
Poco importan los «peros» y las descalificaciones que en toda época han hecho de la abundancia y
sus voceros desde el «status quo». La mera imaginación de la abundancia es el primer lugar donde
los humanos nos hemos encontrado a nosotros mismos como tales, como especie y protagonistas del
tiempo y la Naturaleza. Por eso es en el relato de la abundancia donde primero se prescindió de
dioses y seres sobrenaturales. Porque no es que, como pensaba Marx, solo cuando la abundancia sea
la norma la experiencia humana será verdaderamente humana, por el contrario, la experiencia
realmente humana es aquella que se orienta a construirla.
Pensar la abundancia
Las bases económicas de la abundancia
Todos entendemos que existe abundancia cuando se vuelve innecesario dirimir qué se produce y qué
no y sobre todo cuánto acceso a un determinado producto tendrán unas personas u otras.
Por eso resulta intuitivo entender que la abundancia es una cuestión de costes. Todos entendemos que
si producir algo «no cuesta nada», ese algo será abundante. El problema es que resulta difícil pensar
algo cuya producción «no cueste nada» y más aún una sociedad donde «nunca cueste nada» producir
cualquier cosa. Pero la verdad es que no hace falta una situación así para imaginar una sociedad de
abundancia. Solo necesitamos distinguir entre valor y precio por un lado y por otro entre los distintos
tipos de costes de producción.
Como decíamos en el epígrafe anterior, los humanos como especie estamos abocados a transformar
la Naturaleza para sobrevivir. En esa transformación las «cosas» incorporan conocimiento, se
«humanizan» en el momento en que se convierten en productos. Esta incorporación no es otra cosa
que el efecto de la misma transformación, el efecto del trabajo. Es a esto a lo que llamamos valor.
Valor no es precio. El precio es una medida que intenta cuantificar la relación entre distintos
recursos dentro de la escasez general. El valor en cambio, es la medida del trabajo y por tanto del
conocimiento «incorporado» por un objeto o un servicio.
La diferencia entre valor y precio es todo un clásico de la teoría económica. Los primeros
economistas de los siglos XVIII y XIX, «los clásicos», abrazaron teorías del valor-trabajo y
equipararon en sus modelos las diferencias de «trabajo incoporado» a los precios relativos a largo
plazo. A finales del siglo XIX, cuando se formó el corpus de la teoría económica marginalista, el
fundamento filosófico -el valor- se dejó de lado en favor de una explicación eficaz del mecanismo de
precios. Entender bien el mecanismo de precios y la distribución eficiente de recursos escasos no
necesitaba más que entender bien la relación entre demanda y oferta, es decir la medida relativa de la
escasez entre recursos.
En realidad, todo objeto o servicio, en la medida en que es necesariamente un producto, en la medida
en que siempre incorpora trabajo humano, tiene valor, pero solo las mercancías, los productos
escasos que salen al mercado, tienen precio.
Cuando algo se torna abundante deja de tener precio, o mejor dicho, tiene precio cero. Un ejemplo
cercano es el software libre. Evidentemente tiene valor: incorpora conocimiento y sirve a su vez para
producir otros bienes y servicios. También tiene costes: las horas de trabajo que miles de
desarrolladores dedicaron a su elaboración y los ordenadores que usaron para hacerlo, el
mantenimiento de los servidores desde los que cada programa se distribuye, etc. Y sin embargo, su
precio es cero. ¿Por qué? ¿Cómo puede ser que algo con costes tenga un precio nulo aun cuando tiene
una demanda establecida y seguro que habría gente dispuesta a pagar por acceder? ¿Es solo una
donación?
Para responder debemos entender primero en qué consisten los costes. Intuitivamente cuando
pensamos en ellos pensamos en el coste total: cuánto me cuesta producir una determinada cantidad
de copias de algo. En realidad este coste, tiene una parte fija -lo que tengo que gastar sí o sí para
empezar a producir- y una parte variable que es función de la cantidad producida.
Por ejemplo, si quiero hacer azúcar, mi coste fijo será, simplificando, el coste de la máquinas
azucareras, mientras que los costes variables serán la suma de los costes de las horas de trabajo que
dedique, de las toneladas de remolacha que compre y de la electricidad consumida por las máquinas.
El coste fijo, el coste de la máquina de hacer aúucar, no depende de la cantidad que elija producir.
Sin embargo, los costes variables tenderán a crecer conforme produzca más cantidad. Intuitivamente
entendemos que el coste medio, el resultado de dividir los costes totales entre la cantidad producida,
al menos en un primer momento, tenderá a decrecer porque al producir más, la parte del coste fijo
que corresponde a cada taza será más pequeña, pero a partir de cierta cantidad empezaría a
cumplirse la famosa «ley de rendimientos decrecientes» y los costes variarían (tres personas
trabajando en la máquina no producen tres veces más que la primera, sino un poco menos).
Pero aun hay una medida más del coste y especialmente interesante, el coste marginal: el coste extra
en el que incurriría para producir una pequeña cantidad extra de producto. Matemáticamente es la
derivada de la función de costes totales, pero su interés viene de que nos servirá para determinar
cuánto producirá una empresa en un mercado en competencia perfecta.
La competencia perfecta es un modelo que aprenden todos los estudiantes de Economía en su
primer año, en él todas las empresas de una industria producen bienes idénticos, no hay trabas para
que nuevas empresas entren el mercado, tampoco las hay para salir o adquirir tecnologías nuevas y
ninguna empresa tiene poder para determinar el precio por su cuenta. En otras palabras, por
definición ninguno de los sujetos disfruta de rentas, beneficios debidos a algún tipo de
diferenciación o ventaja extramercado.
En realidad, en un modelo así, el precio lo marca la empresa que es capaz de producir a menor coste
y las demás ajustan su producción a ese precio competitivo, que a las finales no es otro que el que
reduce los beneficios extraordinarios -las rentas- a cero. En este modelo, la curva de oferta de las
empresas se construye pensando, para cada precio, hasta dónde querrían producir las distintas
empresas para ese precio.
La respuesta parece de sentido común: como el precio es igual al ingreso que produciría la última
unidad vendida, no querrían producir si el coste marginal fuera mayor que el precio, porque entonces
esa última unidad le costaría más que los ingresos que generaría y reduciría el beneficio total. Pero
si el coste marginal fuera menor que el precio, produciendo un poco más todavía podría ingresar un
poco más y dar un mayor beneficio total. Resultado: la empresa se situará en un máximo de
beneficios totales cuando la cantidad producida iguale coste marginal y precio.
Y así nace uno de los mantras de todo economista: en competencia perfecta, es decir, cuando no
existen rentas, el precio de equilibrio es el coste marginal.
Al introducir el tiempo en este modelo, los estudiantes de economía aprenden que lo previsible a
largo plazo, para cada industria es que las curvas se desplacen a la derecha, es decir, que los precios
a largo plazo bajen. Pero imaginemos que aparecen una serie de tecnologías, de formas de producir,
que llevan a la curva de costes marginales hacia abajo, de modo que, a largo plazo, pudiéramos
pensar en costes marginales iguales a cero.
Si lo pensamos un poco, eso ya ha ocurrido con algunos bienes inmateriales: hasta determinadas
cantidades, que una persona más baje uno de nuestros libros de nuestro servidor no supone ningún
coste extra. El coste marginal de distribuir un libro en dominio público es cero. Y quien dice un libro
dice una copia de la última distribución de Debian.
En mercados como el del software libre estaríamos por tanto dentro del paradigma de la competencia
perfecta: Coste marginal cero y precio cero. El producto habría llegado a un punto en el que la
solución eficiente es el precio cero. Ya no se cambiaría por dinero, ya no sería mercancía: la
desmercantilización habría llegado como producto de la evolución del mercado.
Es una idea sugestiva. Pero vayamos a las críticas.
La primera crítica del ejemplo anterior sería que solo sería cierto para un cierto número de copias,
pero si nuestro servidor pasara cierto punto crítico, tendríamos que incrementar el ancho de banda y
en realidad, si lo viéramos a largo plazo, tendríamos un coste variable creciente y por tanto un coste
marginal positivo.
Pero esto en realidad solo es cierto si solo hay un servidor desde el que descargar el producto. Si lo
compartimos en una red P2P, como las que se crean con el protocolo bittorrent estaríamos en un
escenario radicalmente diferente: cada nueva descarga, cada nuevo usuario, significaría un lugar
posible de descarga más para el siguiente. Cuantas más personas «consumieran», menos le tocaría
aportar a cada uno de los que ya forman parte de la red. No solo estaríamos bien asentados en el
coste marginal cero, en el límite, el coste total soportado por cada uno sería también cero.
Este es solo un ejemplo de la lógica de la abundancia producida por las redes distribuidas. Y a los
efectos red como el descrito, habría que añadirle un elemento más: la drástica reducción de los
costes de transacción que aparece cuando la red social real une comunidades identitarias.
Los costes de transacción son otro concepto de la Teoría económica. Se crearon para explicar por
qué, si los mercados tienden a la eficiencia, la gente no se pone a producir las cosas por su cuenta,
contratando los factores de producción y hasta la coordinación del proceso ad hoc. Es decir, los
costes de transacción son la explicación primaria de la existencia de empresas. Incluyen cosas como
el coste de negociar con proveedores y clientes, los derivados de la necesidad de obtener
información y los de supervisar a proveedores y clientes. Todos ellos tienen que ver con las
asimetrías de información y con la desconfianza entre los sujetos, es esa desconfianza la que hace
racional montar una empresa, es decir una institución, un conjunto de contratos, que va a permanecer
estable en el tiempo.
Pero todos esos costes se disipan dentro de una comunidad real -que por definición es una pequeña
red distribuida- de personas basada en la confianza. La unión en grandes redes distribuidas de
comunidades identitarias solapadas -es decir, que como media cada individuo tendrá más de una
comunidad identitaria- es tanto sobre el papel de los modelos como en la realidad posible que nos ha
avanzado Internet, el «caldo original» donde germina la abundancia por primera vez, aunque sea en
unos pocos ámbitos, a escala masiva.
Otra crítica evidente nos recordaría que «en la vida real», las grandes empresas no viven en
mercados de competencia perfecta, sino acaparando rentas de todo tipo: rentas de posición, rentas
regulatorias…
Pero aquí de nuevo, la emergencia de las arquitecturas distribuidas cambia el juego. La clave esta en
otro concepto economico: la disipación de rentas. La idea es que la unión de redes distribuidas y
globalización erosiona de un modo cada vez más intenso todas las rentas, incluidas las regulatorias
como la propiedad intelectual.
Para entender las causas últimas debemos añadir un factor más: la reducción de las escalas óptimas
de producción, resultado del desarrollo tecnológico. El mismo movimiento de fondo que produce
una verdadera crisis de las escalas hace que cada vez sean necesarias menores inversiones y menos
tiempo para replicar una innovación en cualquier industria, incluidas algunas tan complejas como la
farmacéutica. Por eso incluso las rentas de innovación, el beneficio derivado de crear algo nuevo el
primero y disfrutar de un pequeño monopolio temporal, son cada vez más breves.
Por supuesto, eso no quiere decir que las rentas derivadas de cosas como la legislación de propiedad
intelectual o de las regulaciones «hechas a medida» para oligopolios como el eléctrico hayan
desaparecido o se hayan anulado en la práctica. Solo quiere decir que, de momento, se ven
erosionadas continuamente, en un ciclo inacabable de innovaciones que erosionan rentas, represión
legal y nuevas innovaciones, en el que hemos visto caer ya a las industrias audiovisuales, las
editoriales y hasta la producción de energía, y que a largo plazo parecen reforzar la extensión de
tecnologías y redes cada vez más distribuidas y opacas para el estado.
Los mimbres desde los que pensar una sociedad de la abundancia están ya entre nosotros.
Algunos, como el desarrollo vertiginoso de la productividad o la posibilidad de costes marginales
nulos, ya estaban en los utopistas y los economistas del XIX. Otros, como el papel de la reducción de
escalas, las redes distribuidas y lo comunitario, solo han aparecido con claridad en las últimas tres
décadas.
El fin de las divisiones productivas
La cultura en la que fuimos criados es el producto de milenios de escasez. Por eso nos es más fácil
imaginar una sociedad de la abundancia como negación de buena parte de lo que conocemos y damos
por sentado que como afirmación de un proyecto cuyos elementos están al alcance de nuestra mano.
Sin embargo, el desarrollo sin precedentes de la productividad durante los últimos doscientos años,
la eclosión de las redes distribuidas y las primeras experiencias sociales de abundancia en Internet,
han empezado a mostrar claramente esbozos del mundo posible en el presente. Hoy, imaginar la
sociedad de la abundancia es, en cada vez más campos, llevar el presente, un presente radicalmente
diferente del de los orígenes del industrialismo, al límite.
Un ejemplo especialmente interesante es la división del trabajo. En la Economía clásica, empezando
por Adam Smith y su famoso ejemplo de la producción de alfileres, la especialización se entiende
como parte del esfuerzo social por la mejora de la productividad. Es decir, como parte del camino
hacia la abundancia. Dividir el trabajo en tareas precisas y sustituir a personas por máquinas
conforme el desarrollo tecnológico lo hacía posible, fue el corazón de la revolución industrial que
transformó el mundo entre los siglos XVIII y XX.
De la manufactura a la fábrica robótica, la especialización de tareas no solo revolucionó la
productividad sino que alentó la especialización de saberes, y del mismo modo que nunca se había
podido producir tanto, tampoco nunca antes se había desarrollado tanto el conocimiento.
Pero con el desarrollo de los servicios y la incorporación masiva de las tecnologías de la
información, el conocimiento se convierte en herramienta directa de la producción en una escala
nueva. Los procesos de producción se confunden con los de comercialización y comunicación. Las
empresas comienzan a demandar personas con algo más que una especialidad. Lo que hasta entonces
había estado reservada a ingenieros y unos pocos técnicos, se multiplica por todos los saberes que
las nuevas industrias entienden enlazan sus cada vez más sofisticadas herramientas y productos. En
un principio esta tendencia, a la que Juan Urrutia llamó el pluriespecialismo, aparece sobre todo en
el nuevo sector tecnológico que se consolida desde los setenta.
Pero la industria de la innovación ligada a la informática personal primero y a Internet después, es
una industria muy particular: en EEUU sus pioneros están influidos abiertamente por las lecturas
sesentayochistas de la abundancia, en Europa por una nueva ética del trabajo centrada en el
conocimiento que pronto se expresará en el software libre. En una fecha tan temprana como 1984, el
escritor Bruce Sterling describe en su novela «Islas en la red» el siguiente diálogo lleno de
reminiscencias de los relatos clásicos de la sociedad abundancia:
-¿… una especie de directora de hotel?
-En Rizome no tenemos puestos de trabajo, doctor Razak. Sólo cosas que hacer y personas
que las hacen.
-Mis estimados colegas del Partido de Innovación Popular podrían llamar a esto ineficiente.
-Bueno, nuestra idea de la eficiencia tiene más que ver con la realización personal que con,
hum, las posesiones materiales
-Tengo entendido que un amplio número de empleados de Rizome no trabajan en absoluto.
-Bueno, nos ocupamos de los nuestros. Por supuesto mucha parte de esta actividad se haya
fuera de la economía del dinero. Una economía invisible que no es cuantificable en dólares.
-En ecus, querrá decir
-Sí, lo siento. Como el trabajo del hogar: ustedes no pagan ningún dinero por hacerlo, pero
así es como sobrevive la familia, ¿no? Sólo porque no sea un banco no quiere decir que no
exista. Un inciso, no somos empleados de, sino asociados.
-En otras palabras, su línea de fondo es alegría lúdica antes que beneficio. Han reemplazado
ustedes el trabajo, el humillante espectro de la producción forzada, por una serie de variados
pasatiempos como juegos. Y reemplazado la motivación de la codicia con una red de lazos
sociales, reforzados por una estructura electiva de poder.
-Sí, creo que sí…, si comprendo sus definiciones.
-¿Cuánto tiempo transcurrirá hasta que eliminen enteramente el trabajo?
Lo que hace esta escena especialmente interesante es que el personaje interrogado es miembro de una
comunidad igualitaria transnacional. La intuición de Sterling aúna tecnologías entonces apenas
esbozadas -de hecho en la novela no se usa Internet sino una suerte de híbrido del fax y el correo
electrónico- con la herencia cooperativa y los valores comunitarios ensalzados en el sesentayocho
americano.
La profecía corresponderá en apenas una década con la realidad naciente de la primera industria
ligada a la abundancia: el software libre. Ligadas a ella aparecen las primeras empresas que rompen
con la jerarquización obsesiva de la empresa industrial. Como argumenta en 2000 Pekka Himanen en
su famoso ensayo sobre la ética hacker, en las industrias del conocimiento el trabajo en equipos
autogestionados es, sencillamente, más productivo. Además, en ese momento Internet ya está
reestructurando las formas de relación. Los hackers, acostumbrados a la igualdad en la conversación
y al trabajo en red como iguales, ensayarán formas de organización «planas» basadas en la
conversación entre individuos «pluriespecializados». Además, al calcar redes de relaciones entre
pares que se dan en un espacio conversacional, tenderán a ser transnacionales, limitadas si acaso por
las fronteras de la lengua.
Este incipiente movimiento no quedará en el mundo del software: la consultoría, la edición digital, el
diseño gráfico, y en general todos los servicios que primero pasan a comercializarse directamente a
través de Internet, son el punto de partida natural de estos primeros experimentos de comunidades
transnacionales de pluriespecialistas, pero no su lugar de llegada. El desarrollo de la productividad
y las nuevas formas llegará al mundo industrial en su forma más radical como «economía directa»:
pequeños grupos de amigos diseñan productos, los financian con preventas y crowdsourcing dentro
de comunidades de afinidad, los mandan fabricar en la vieja industria reconvertida en «impresora
3D» y los distribuyen a través de la red.
Como resultado, los trazos de la abundancia aparecen en cada vez más lugares alrededor de nuestra
vida. La tendencia podría resumirse hoy en: pluriespecialismo, transnacionalidad y organización no
jerárquica de la empresa.
Si los llevamos al límite podemos entrever los rasgos principales del trabajo en una sociedad de la
abundancia: desaparecen la especialización obsesiva y con ella las identidades profesionales como
las conocemos; se recupera así el ideal del conocimiento como un todo; en correspondencia, los
grupos de proyecto, formados y motivados por el propio placer de crear y descubrir, no por la
necesidad de ganar un salario, calcan pequeñas comunidades identitarias no jerarquizadas que no
respetan otras fronteras que las de la afinidad de objetivos y medios. Y algo esencialmente nuevo en
lo que profundizaremos más adelante: desaparece la división entre productor y consumidor. Producir
y consumir no son ya dos funciones separadas, se funden en una sola a en la idea de comunidad.
Una sociedad de la abundancia es una sociedad en la que lo productivo no está separado de la
investigación, la conversación y el conocimiento como si fueran mundos distintos y el conocimiento
mismo no está escindido en saberes profesionalizados y mercantilizados. Es una sociedad donde la
comunidad será directamente productiva, sin divisiones.
La cultura material de la abundancia
Los arqueólogos llaman «cultura material» a todos esos objetos que expresan una forma de vida y
por tanto traducen a lo cotidiano la relación que una sociedad tiene con la Naturaleza. Es curioso lo
poco conscientes que somos de ello, pero de la casa del fuego lar a la de «la cocina económica»
media el paso a la era industrial y de ahí a la casa con nevera eléctrica y placa de inducción hay todo
un salto en el desarrollo de la ciencia y la tecnología. La cultura material es la forma en que las
capacidades de transformación y el conocimiento llegan a nuestra vida diaria.
August Bebel, uno de los últimos artesanos gremiales alemanes, padre y teórico de la
socialdemocracia alemana de preguerras, dedicó en 1879 su principal obra a hacer una historia del
lugar ocupado por las mujeres en la evolución de los sistemas económicos, mostrando cómo no eran
las diferencias intelectuales entre los sexos o las ideologías morales las que habían colocado a la
mujer en un papel de verdadera esclavitud doméstica, sino las necesidades de los distintos sistemas
históricos de organización de la producción. Fue la primera obra que abrazaba este tipo de enfoque.
Es difícil ser conscientes hoy de hasta que punto resultó rompedor y tuvo impacto en toda Europa; en
Rusia fue difundido incansablemente por Alexandra Kolontai y en España lo editó por sus propios
medios Emilia Pardo Bazán.
Lo más interesante hoy de «La mujer en el pasado, en el presente y en el porvenir» -reeditado hoy
como «La mujer y el socialismo»- son seguramente los capítulos finales. En ellos Bebel intenta
imaginar una sociedad en la que desaparece el trabajo doméstico como resultado de la aplicación de
la ciencia y la tecnología a las labores cotidianas. Construye por primera vez un imaginario para el
socialismo futuro a partir de lo que en la época son tecnologías punteras, carísimas y prácticamente
inaccesibles.
La cocina equipada con luz y fogones eléctricos es la ideal. ¡Se acabaron el humo, las
quemaduras y los olores desagradables! La cocina parece un taller amueblado con todo tipo de
aplicaciones técnicas y mecánicas que rápidamente realizan las tareas más duras y
desagradables. Vemos los peladores de frutas y patatas, aparatos para quitar pepitas y semillas,
cortadores de carne y mantequilla, molinillos para café y especias, corta hielos, sacacorchos,
sierras de pan y cientos de otras máquinas y aplicaciones, todas eléctricas, que permiten a un
número relativamente pequeño de personas, sin excesivo trabajo, preparar una comida para
cientos de comensales. Y lo mismo es verdad para equipos de limpieza doméstica y hasta para
limpiar platos.
No deja de llamar la atención que, enfrentado a la desnutrición crónica de los obreros y campesinos
europeos de su época, Bebel haya perdido en su mirada sobre el futuro el espíritu hedonista de su
amigo Lafargue. Pero lo que no olvida es que el trabajo doméstico es una actividad productiva, que
la forma social de organizar esa actividad productiva es la que está enclaustrando en un lugar
subalterno a las mujeres de su época y que la clave para su emancipación, como la de toda la
sociedad, está en poner en marcha alternativas, lo que implica generar y aplicar conocimiento.
La preparación de la comida ha de ser llevada a cabo tan científicamente como cualquier otra
actividad humana con el objetivo de hacerla tan ventajosa como sea posible. Esto requiere
conocimiento y equipo adecuados.
Bebel lleva a la cultura material la proyección del desarrollo tecnológico de su época. Pero no puede
imaginar esas tecnologías más que a las escalas en que es viable entonces. Cocina eléctrica… para
cientos de personas; lavavajillas para grandes comedores comunitarios. Esta limitación de la escala,
perfectamente coherente con alguien que imaginaba el socialismo como «el sistema de Correos» le
lleva a postular «la abolición de la cocina privada» como corolario lógico a la de la propiedad
privada.
Para millones de mujeres la cocina privada es una institución extravagante en sus métodos, que
las limita en tareas interminablemente monótonas y les hace perder tiempo, robándoles la salud
y el buen ánimo, una institución que no es sino un objeto de angustia diaria, especialmente
cuando los medios son escasos como lo son en la mayoría de las familias. La abolición de la
cocina privada será la liberación para un sinnúmero de mujeres. La cocina privada es una
institución tan anticuada como el pequeño taller mecánico. Ambos representan una innecesaria e
inútil pérdida de materiales y tiempo de trabajo.
Bebel entiende que el hogar y la producción están ligados por el grado de desarrollo tecnológico y
por tanto comparten una misma lógica de escala, la escala que hace un uso eficiente de los recursos.
En 1879, cuando se publica el libro, esta escala era mucho mayor que hoy, por eso el debate que
abrió se fundió pronto con los movimientos del urbanismo «higienista» -que bebían como el propio
Bebel de la experiencia fourierista de Guisa– y acabó dando lugar a lo que hoy se conoce como
«cohousing».
Y es que Bebel tuvo no pocos seguidores. Todavía en 1901 Lily Braun publicó «Frauenarbeit und
Hauswirtschaft» donde defendía la «Einküchenhaus», el edificio de una sola cocina, como una forma
de liberar a las mujeres obreras del trabajo doméstico. Braun organizó una campaña de donaciones
en la prensa socialdemócrata -un «crowdfunding» muy típico en la época- que le llegó para encargar
planos a un equipo de arquitectos y fundar una sociedad para financiar su construcción, la
«Haushaltsgenossenschaft». Pero nunca consiguió los capitales para pasar a la siguiente fase:
construir el bloque de sesenta viviendas con comedor comunal, guardería y cocina cooperativizada
que, visto hoy, es el primer proyecto de «cohousing» documentado de la Historia.
La reducción de las escalas en las tecnologías domésticas tardaría todavía en llegar. Los primeros
prototipos de cocinas eléctricas para hogar son de los años veinte. Hubo que esperar a la segunda
posguerra mundial para que los primeros modelos de fogones y hornos eléctricos primero y una nube
de nuevos electrodomésticos como los que imaginaba Bebel después, fueran llegando a las casas
trabajadoras. No hizo falta una revolución social para eso, solo el desarrollo tecnológico que
permitió una reducción general de las escalas.
Porque donde Bebel llevaba razón era en que la organización del ocio y el tiempo «reproductivo» de
una sociedad encaminada a la abundancia iba a reflejar las lógicas y la tecnología de la organización
productiva. Pero el tiempo y el desarrollo científico-técnico llevarían la promesa de la abundancia a
un lugar muy lejano de esas grandes fábricas y oficinas de Correos que imaginaba. Con la economía
directa y la producción p2p la alta productividad vuelve al taller y en paralelo podemos imaginar la
abundancia doméstica de nuevo a pequeña escala, mucho más allá del cohousing e incluso de los
destellos comunitaristas de hoy.
De hecho, de lo que nos habla la producción p2p de contenidos culturales en redes distribuidas, un
mundo donde la abundancia pisa ya terreno firme, es de que la diversidad se multiplica en
abundancia. No es que todo sea «larga cola», es que la cola de la distribución de preferencias tiende
a ser mayor que la superficie alrededor de la media. La media tiende a convertirse en poco más que
una referencia.
El mundo de la abundancia, el mundo distribuido y diverso, puede ser imaginado como el opuesto al
de la recentralización. Podemos intuir un mundo transnacional, plurilingüe y comunitario donde la
búsqueda de un hacer significativo para cada uno impregne el diseño de las cosas, y las cosas en vez
de pretender sustituir y compensar las carencias y frustraciones de un modo de trabajar
insatisfactorio, pretendan servir al modo en que cada cual quiera construir su vida.
Por eso, aunque seguramente sea muy pronto para deslindar el fondo de las modas en los primeros
productos de economía directa y la primera producción industrial p2p, parece emerger ya un cierto
patrón. Una corriente de fondo donde el «no logo» y la búsqueda de una estética de lo genérico de
los noventa se ha ido transformando en minimalismo y la vindicación del «diseño honesto». Así que
parece que en el mundo abundante tendríamos una media de objetos «honestamente» funcionales y
una larguísima y potente cola de personalizaciones y estéticas comunitarias.
Lo que sin duda nos aporta la experiencia de las nuevas formas de producción es que conforme nos
aproximarnos a la abundancia, más cerca están entre si producción y consumo. ¿Quiero una
maquinilla de afeitar? La produzco... o participo en la financiación de la que me gusta o, si ninguna
me gusta, la diseño y la propongo a financiación por otros. Cuando para consumir algo haces parte de
su producción, tu relación con los objetos cambia radicalmente: se llenan de significado, son
«desalienantes».
Y es que abundancia en la cultura material significa la posibilidad de reencontrarnos en las cosas que
usamos tanto como nos encontramos a nosotros mismos y encontramos a los demás en su producción.
Crear abundancia
El tortuoso camino hacia la abundancia
Desde hace ya dos décadas raro es el mes en que los periódicos no nos sorprenden con la valoración
supermillonaria de alguna empresa, web o aplicación móvil. Las famosas «rondas de financiación»
de las «start-ups», los «hypes» de la prensa cuando alguna se encamina hacia la salida en bolsa y las
discusiones eternas sobre sus «perdificios» se han convertido en parte del folkrore empresarial y del
runrún mediático. Son en realidad una muestra obscena de las dificultades crecientes del capital para
encontrar un lugar en la producción real. Un síntoma más de la sobre-escala del capital financiero
que en realidad es la cruz de un proceso cuya cara es que nunca estuvimos tan cerca de la
abundancia. Pero eso merece una explicación.
A finales del siglo XIX dos estados, Prusia y Japón, descubrieron un atajo al desarrollo: la
planificación estatal autoritaria. En principio funcionó y funcionó tan bien que las fuerzas políticas
progresistas de la época -la socialdemocracia, una gran parte del liberalismo, el nacionalismo- y
hasta sectores del conservadurismo construyeron sus modelos económicos sobre ella. En el límite, el
estado soviético nacido de las ruinas de Rusia y su imperio tras la guerra civil, intentó por primera
vez la «nacionalización total» de la producción: un sistema planificado y orientado a maximizar la
formación y puesta en actividad de las grandes masas de capital necesarias para crear las
infraestructuras modernas de un continente, alfabetizar a la población y satisfacer sus necesidades
básicas.
Y al principio funcionó. Tanto que se convirtió en la ruta a seguir para gran parte de las colonias
europeas que accedían a la estatalidad y en la fórmula mágica para desarrollar regiones de los países
centrales que habían quedado atrás. Ejemplos cercanos fuera del ámbito de los estados socialistas
serían el tejido industrial desarrollado por el franquismo en Asturias o los planes quinquenales
peronistas. Todo se basaba en alcanzar rápidamente grandes escalas en el uso de capital y nadie
mejor que el estado, a través de empresas públicas o nacionalizadas, para conseguirlo.
En realidad, como apuntarían pronto los teóricos de la burocracia en Europa o Galbraith en EEUU,
las empresas estatales no se diferenciaban tanto de aquello en lo que se habían convertido las
grandes empresas en las economías donde la batuta la llevaba el mercado. El éxito consistía en
conseguir empresas de gran escala, con mucho capital, capaces de importar o generar tecnologías
nuevas, de contratar a decenas de miles de personas y de producir a su vez los bienes industriales
que harían posible aumentar la productividad general del sistema económico.
El problema, como a partir de los cincuenta resultaría claro para economistas como Boulding, es que
pretender el desarrollo, en el límite la abundancia, sobre unidades productivas hiperescaladas es
como intentar llegar al cielo subiendo a un árbol. Al principio parece que irás muy rápido, pero
conforme estás más arriba las ramas son más frágiles y finalmente todo tu esfuerzo -aun estando muy
lejos del objetivo- acaba centrándose en no caer.
Porque cada época tiene un tamaño óptimo de escala que depende de la tecnología y de la dimensión
del mercado. A mejor tecnología menor es el tamaño óptimo para una dimensión dada. A partir de
ese tamaño, las ineficiencias generadas por la propia forma de organización hacen que todo
incremento en el capital o en las personas contratadas, sea contraproducente y el valor producido se
reduzca.
En las primeras etapas del capitalismo en cada lugar, con todas las grandes infraestructuras básicas
por hacer -carreteras, líneas telefónicas, ferrocarriles, saneamientos, etc.- el tamaño óptimo era
realmente gigantesco para los niveles de acumulación de recursos que permitía la economía agraria
precapitalista. Parecía que «a más escala, mayor crecimiento»… pero precisamente porque funcionó,
pronto vendrían los primeros síntomas de crisis.
Cuando a partir de 1955 la URSS empieza a hablar de «coexistencia pacífica» con el bloque
americano, realmente está hablando de «competencia pacífica». En ese momento, el desarrollo
acelerado de la URSS, la extensión de su modelo primero al Este europeo y pronto a buena parte de
los países descolonizados de Asia y Africa e incluso a Cuba, generan la impresión de que las formas
más centralizadas de capitalismo de estado son las dueñas del futuro. Pero pronto, ya a principios de
los sesenta, los números empiezan a no salir. Se le echan las culpas a factores políticos y culturales,
pero el hecho es que el gigantismo empieza a fallar… a ambos lados del telón de acero.
En el Oeste el mercado premiará un cambio de orientación tecnológica: las tecnologías de la
información crecen hasta convertirse en una industria. Están claramente orientadas a mejorar la
gestión, es decir, a reducir las ineficiencias de escala. Pero no basta. Hay que ampliar mercados para
justificar los tamaños ya alcanzados: la «Comunidad Europea» se convierte progresivamente en un
«Mercado Común» y en 1973 se integra una Gran Bretaña a la que ya no basta el mercado
preferencial de sus excolonias.
A partir de la crisis del 73 los números de los países occidentales y los resultados de sus grandes
empresas tampoco dan para ser optimistas. Para los ochenta, la inviabilidad de las empresas
industriales de mayor escala, las públicas, es evidente. La sobre-escala industrial se ha convertido
en un peligro para la supervivencia del mismo estado. Es la época de la «reconversión» en regiones
como Asturias o Flandes y el momento en el que los números del Este europeo -pero también los
cubanos- empiezan a no encajar de ninguna manera.
En EEUU y Gran Bretaña surge la primera respuesta política a la crisis de las escalas: el
neoliberalismo. Básicamente consistirá en una huida hacia delante: se desregulan las finanzas y
aparece la financiarización como forma de homogeneizar y por tanto de ampliar al mercado para un
capital cuyo uso especulativo está creciendo cada vez más conforme es más difícil emplearlo en las
grandes empresas intensivas en capital. El estado re-estructura su relación con las grandes empresas:
aumentan de hecho las rentas que reciben, pero lo harán sobre nuevos ejes: se endurece la legislación
de propiedad intelectual. La gestión y la informatización se convierten en un verdadero «culto» en el
intento de reducir ineficiencias.
Cuando el bloque soviético colapse finalmente, «globalizarse» se convertirá en el nuevo mantra. La
estrategia neoliberal mira al Este y valora el volumen de ampliación de mercados que se hace
posible como un triunfo: habrá reformado el mundo para hacer racionales las dimensiones sobre-
escaladas de sus empresas.
Globalización y globalización de los pequeños
En el camino, ya estamos en los noventa, el desarrollo tecnológico se había acelerado y con él el
tamaño óptimo de empresa se había reducido aun más. Aparecen Internet y las grandes redes de
telefonía móvil, la liberalización reduce drásticamente los costes de transporte tanto de carga como
de personas y empezamos a ver los primeros destellos de abundancia.
Pero en una primera fase, el desmantelamiento de las barreras aduaneras parece que va a favorecer
fundamentalmente a las multinacionales al permitirles reducir tamaño ganando al menos parte de la
eficiencia perdida con la sobre-escala. Es el momento de la «ruptura de las cadenas de valor»: la
producción se divide en fases que se subcontratan a PYMEs de países periféricos. Desde la mirada
de los países desarrollados se trata de una «deslocalización» de la producción y de una verdadera
amenaza a los salarios industriales. Los sindicatos abundarán en la idea de que las empresas cambian
los lugares de producción para poder bajar los salarios. El hecho es que lo que hace que los salarios
sean bajos en las empresas subcontratistas de estos países es que su productividad es, al principio,
menor que la europea y por tanto tienen que compensar la falta de conocimiento y tecnologías
reduciendo otros costes.
Pero eso va a cambiar por dos vías: la primera es que las PYMEs periféricas aprenderán a coordinar
sus propias cadenas sin depender de las marcas de los países centrales aprovechando la reducción
de costes de los transportes y la nueva accesibilidad de los mercados centrales. La segunda es que,
especialmente en el mercado de bienes de consumo, van a beneficiarse de uno de los primeros
productos de la abundancia de despunta: el software libre. El volumen de este último movimiento
sobrepasará en menos de un lustro el montante de toda la ayuda al desarrollo de los países
desarrollados desde la Segunda Guerra Mundial.
El resultado, al que en conjunto se conoce como «globalización de los pequeños» es un aumento
desconocido del comercio mundial y la salida de la pobreza extrema de cientos de millones de
personas, la mayoría de ellos en Asia. En términos cuantitativos el mayor salto hacia la abundancia
de la Historia de la Humanidad. Con ella la productividad de los nuevos países industriales crecerá
de forma sostenida aumentando también los salarios y mejorando las condiciones de vida.
Pero para el capital es un momento difícil. La escala de los protagonistas del cambio es ya
demasiado pequeña y la de los grandes centros financieros demasiado grande, para que los capitales
se puedan invertir de manera eficiente en la nueva economía productiva. El resultado será una huida
especulativa hacia todo lo «commoditizable» que encontrará un techo a partir del 2007. No es
casualidad que la caída de Enron, la empresa que hizo negocio al convertir en «commodities» cosas
como el ancho de banda o la electricidad, precediera por poco a descalabro del sistema financiero
de los países desarrollados, entrampado en unos productos financieros cuya complejidad no era otra
cosa que el resultado de intentar de homogeneizar riesgos más allá de lo razonable.
La crisis más larga de la historia del capitalismo mostró sin embargo el camino de la abundancia.
Mientras el sistema financiero colapsaba el modelo de empresa que había protagonizado la
globalización de los pequeños se estilizaba y universalizaba en lo que John Robb bautizó como
economía directa. La economía directa es el punto de encuentro de los vectores de cambio del
momento: básicamente supone la sustitución, al mayor grado posible del capital financiero necesario
para inmobilizado por el uso comunal libre de conocimiento y del capital necesario para pagar
gastos corrientes por ventas adelantadas que muchas veces toman la forma de «crowd funding» en
plataformas virtuales.
El uso intensivo del software libre convirtió además el ciclo de la producción P2P en un modelo a
seguir para toda una suerte de industrias en las que la reducción de escalas óptimas se hacía evidente
por el impacto de la economía directa. La aparición de impresoras 3D, de los rudimentos de un
hardware libre multipropósito (como Arduino) y la evolución de buena parte del movimiento hacker
hacia lo «maker», marcan a día de hoy un horizonte en el que, más que nunca, podemos hablar del
camino hacia la abundancia no solo en el mundo de los inmateriales, sino en el de producciones
industriales tradicionales.
Más allá de la crisis, vivimos un momento histórico fascinante. Ante nuestros ojos el desarrollo
tecnológico ha reducido el tamaño óptimo de las empresas hasta un nivel que en cada vez más
ocupaciones pueden realizarse eficientemente en un ámbito local o comunitario, incluso distribuirse
globalmente. Muchas de ellas se apoyan en mayor o menor medida en el resultado de un ciclo
productivo de nuevo tipo en el que capital y mercado se resignifican, disipando las rentas y
generando abundancia.
El camino hacia la abundancia no es ya una propuesta ni un sueño utópico. Es un curso real, un
movimiento económico y social que se da en paralelo a la descomposición de las viejas formas y que
nos ofrece una nueva promesa superadora de la escasez, la guerra y el colapso.
Pero como toda promesa de toda época histórica, no está destinada a hacerse realidad, no tiene una
existencia al margen de la voluntad y el hacer de las personas y comunidades reales que han de
convertirla en tiempo presente. Solo es un resultado posible, un horizonte hacia el que avanzar y por
el que luchar. La pregunta que trataremos de responder en las siguientes páginas es cómo.
Economía Directa
Hacia el año 2010, John Robb conocido por sus esfuerzos en el desarrollo teórico de la resiliencia,
decidió hacer una consultoría sobre sí mismo. Se proyectaba como un agente económico y descubrió
que contaba con diferentes recursos que no estaba utilizando. Incorporarlos a su actividad,
contribuiría a disminuir su dependencia de su fuente económica principal -la consultoría. John Robb
diseñó una cesta de actividades, y se concentró en ponerlas en marcha. Pasaba a ser un pequeño
productor agrícola, a alquilar diferentes espacios en su casa, además de vender horas de asesoría
mediante telepresencia, escribir libros y mantener su blog. Empezó a referirse a este fenómemo como
«Economía directa», una fórmula que le permitía distribuir sus ingresos a través de diferentes
actividades, todas ellas desintermediadas.
Si John llegaba a este planteamiento buscando la reinvención de la familia norteamericana como
unidad productiva resistente a las crisis, en las Indias en ese mismo momento comenzábamos a sentar
las bases de la Economía directa como resultado de la aplicación del conocimiento libre y la
disminución de las escalas de producción.
En nuestra mirada la Economía Directa agrupaba a toda una serie de actividades productivas y
comerciales de pequeñísima escala que gracias a Internet estaban ganando un gran alcance con
bajísimas necesidades de financiación. De hecho, la combinación de software y conocimiento libre,
preventas online y «crowdfunding» estaba ahorrando ya a un número creciente de proyectos la
búsqueda de accionistas y créditos. Por otro lado el floreciente mundo de las «apps» para móviles
estaba sirviendo de modelo a todo un nuevo sector de micro PYMEs industriales. Un sector centrado
sobre todo, aunque no únicamente, en la electrónica de consumo, que utilizaba la industria tradicional
como una suerte de gigantesca impresora 3D para fabricar a bajo precio tiradas cada vez más bajas
de todo tipo de productos.
Es decir, la potencia de la Economía directa no reside en la posibilidad de obtener ingresos extras de
bienes de consumo subutilizados (casa, coche, herramientas…), que es el «core» del consumo
colaborativo, sino en las posibilidades que ofrecen las redes, la desintermediación, la
desfinanciarización y la «comodificación» del trabajo industrial para salir al mercado con productos
innovadores teniendo una escala pequeñísima.
La economía directa es la expresión más radical de la reducción de la escala óptima de las empresas.
El desarrollo de las tecnologías a lo largo de las últimas décadas del siglo XX y de lo que llevamos
de siglo XXI ha hecho posible que la fabricación de objetos sofisticados, desde teléfonos móviles a
automóviles eléctricos sea accesible para grupos de personas realmente pequeños. Los cambios que
proyecta son tan radicales como sorprendentes.
En primer lugar, y aunque parezca una obviedad, el que los creadores de un proyecto industrial
consigan financiar su producción sin necesidad de ceder propiedad es una verdadera novedad
histórica. A fin de cuentas, el sistema económico que hemos conocido y habitado durante todo el
tiempo de nuestras vidas se llamaba capitalista porque se consideraba a aquellos que aportaban el
capital como los dueños legítimos de una empresa.
En segundo lugar, si esto es posible no solo es gracias a las ventas adelantadas o las donaciones de
particulares que llegan por Internet. Se debe también a que la gran mayoría de estas empresas utilizan
intensivamente software libre, es decir, se benefician de un capital previo al que acceden libre y
gratuitamente. Lo que sustituye al capital monetario es, en menor medida el valor del propio aporte
creativo y técnico de los emprendedores y en mayor medida, conocimiento previo acumulado bajo
una forma comunal y gratuita.
Dicho de otra forma, en el núcleo de la Economía Directa vemos ya la transformación del capital en
conocimiento libre, la aplicación directa del conocimiento a la producción sin necesidad de ese
mediador, hasta ahora necesario, que era el capital social y el crédito.
Esto es algo más que una feliz coincidencia histórica. La Economía directa es el cambio en los
modos de organización productiva que tienen lugar cuando la escala óptima de producción se acerca
a la dimensión comunitaria. Si miráramos la estructuras de las empresas de la Economía Directa,
encontraríamos que en su mayoría están compuestas por grupos de 6 a 10 personas. Trasladan el
conocimiento que poseen, diseñan y ofertan productos en el mercado. Comunidad de conocimiento
concreto y comunidad de producción tienden a fundirse, mientras el conocimiento acumulado toma
una forma directamente útil, libre y accesible: el comunal.
Antes de entrar en las consecuencias sociales y filosóficas de todo esto, que son importantísimas
desde el punto de vista de la abundancia, es interesante detenernos un minuto para observar cómo las
grandes empresas multinacionales se han unido a este movimiento como forma de paliar las
ineficiencias crecientes de su propia sobre-escala.
En cuanto a productos, es cada vez más habitual habitual escuchar el anuncio de campañas de
preventa o incluso de producción a demanda: minimizan la inversión inicial al tiempo que permiten
probar en el mercado un nuevo producto. Hoy, compañías como Sony, miden rutinariamente el éxito
de nuevas líneas de negocio con segundas marcas en plataformas de «crowd funding», buscando
minimizar incluso el riesgo reputacional de un posible fracaso. El uso de crowdfunding como vía de
capitalización de un proyecto se ha naturalizado.
Otra tendencia creciente en la incorporación de la Economía directa por los gigantes de escala es
realizar ofertas directas de participaciones («DPO» en inglés). Una fórmula que permite a una
empresa suscribir y administrar directamente las participaciones sin recurrir a un intermediario.
Empresas como Ben&Jerry’s la utilizaron como vía de financiación de su expansión en EE.UU y
hacia Europa. La compañía tiene la posibilidad de escoger a quién va dirigida la oferta, pudiendo
por ejemplo ser exclusiva a sus trabajadores y familiares, o a los ciudadanos de la ciudad en la que
tiene su sede. A nivel de desarrollo local, el uso de las DPOs por las empresas abre la posibilidad
de organizar a nivel local sistemas de fondos al que se sumen las empresas locales y en el que los
ciudadanos-inversores tomen participaciones de los negocios. De ese modo, no solo se generarían
fondos para impulsar el desarrollo, también aumentaría el control social y democrático de las
empresas.
Mientras tanto, la oferta de servicios a través de Internet, es aprovechada por profesores de idiomas,
entrenadores personales, terapeutas, nutricionistas… el acceso a los servicios a través de un click se
ha vuelto algo cada vez más frecuente. Internet opera como agente desintermediador entre cliente y
proveedor. Se produce un aumento de la oferta, que incentiva la diferenciación por precio entre los
competidores, pero también anima a innovar en el diseño de servicio o en la experiencia de usuario.
Macroempresas y profesionales son dos caras de la misma moneda. Ambos se benefician de la
reducción de la escala óptima de producción al aproximarse ésta a una dimensión comunitaria. Pero
esto no es, ni de lejos, lo más relevante.
Estamos hablando de pequeños grupos en los que la diferencia entre conocimiento, conocimiento
aplicado y práctica se diluyen. En los que el paso a producción no requiere del capital como algo
externo y superior capaz de reorganizar todo el proceso a su imagen y semejanza. En grupos así, la
división del trabajo y la jerarquía se atenúan como nunca antes en empresas comerciales. La
Economía directa es el lugar natural del «pluriespecialismo».
El punto de convergencia de las tendencias de la Economía directa es la «comunidad productiva»: un
grupo de personas cuyo conocimiento se convierte de forma directa en producción y cuyo proceso de
generación de conocimiento se confunde con el proceso productivo.
Pero más allá, hay todavía más. Un espacio aun más cerca de la abundancia que se alimenta de este
nuevo mundo comunitario: la producción p2p.
Producción P2P
Cuando ahora miramos hacia atrás, parece claro que el modo de producción p2p comenzó a tomar
forma a finales de los noventa, cuando la eclosión de «Linux» convirtió el software libre en un
fenómeno social y productivo de primer orden. En la época, sin embargo, pocos llegaron tan lejos.
La mayoría se quedó en algo que era importante también y que lo liga a la lógica y la ética de la
abundancia: su origen en el movimiento hacker.
Para los hackers el conocimiento es un motivo en si mismo para la producción y en general para la
vida y el trabajo en comunidad. No aprenden para producir más o mejor, producen para saber más.
Como aprender es su móvil, su vida no puede ser dividida entre tiempo de trabajo y tiempo «libre».
Todo el tiempo es libre y por tanto productivo, ya que el hacker defiende el pluriespecialismo como
modo de vida. La libertad es el valor principal, materialización de la autonomía personal y
comunitaria. El hacker no reclama a otros -gobiernos o instituciones- que hagan lo que considera
debe hacerse, lo hace por si mismo directamente. Si reclama algo es que sean retiradas las trabas de
cualquier tipo (monopolios, propiedad intelectual, etc.) que le impiden a él o su comunidad enfrentar
su producción.
En este marco de valores nació la primera gran victoria del software libre: construir un sistema
operativo libre completo, Linux. Nunca más el movimiento hacker sería ya parte del underground. Un
nuevo comunal electrónico aparecía ante los ojos de millones de personas. Pronto, profunda pero
rápidamente, esto cambiaría para siempre a la industria estrella de la década anterior. Pasaría de
unas pocas empresas de gran escala a un sistema de gran alcance con muchos pequeños grupos,
proyectos y empresas que reposaban sobre un único, pero multiforme, diverso y dinámico comunal.
No mucho después el ciclo y la estructura de producción del software libre, aparecería en otro
campos. No por casualidad, la producción de objetos culturales inmateriales -música, literatura y
creación audiovisual- había aprovechado la tecnología p2p antes que otros. Pero por lo mismo había
sufrido también el ataque de las nuevas legislaciones sobre propiedad intelectual azuzadas por la
industria cultural de gran escala.
En este modelo, el centro del ciclo es el comunal de conocimiento: inmaterial, gratuito y de libre uso
por todos. Es la forma característica del capital en la producción entre pares. De este punto de
partida nacen nuevos proyectos. Como no hay autoridad central, pueden ser evoluciones de anteriores
proyectos del comunal -incluso personalizaciones para necesidades concretas- o pretender distintos,
verdaderamente nuevos, objetivos. De esta manera se produce nuevo conocimiento en el proceso de
su materialización y desarrollo.
Cada nuevo aporte se incorpora directamente al comunal, centro de la acumulación p2p, pero
también salen al mercado donde posiblemente aparezca incorporado a servicios de personalización,
producción y mantenimiento vendidos por pequeñas empresas o individuos.
Es importante señalar hasta qué punto mercado y capital se definen en el modo de producción p2p de
modo fundamentalmente distinto al sistema actual. La clave para comprenderlo es el concepto de
«renta». Renta es todo beneficio extraordinario, generado fuera del mercado, a causa del lugar
ocupado por la empresa. Monopolios «naturales» -normalmente generados por la «sobre-escala»-,
monopolios legales (como la propiedad intelectual) y tratos de favor regulatorios son los orígenes
más comunes de rentas empresariales.
Todas estas rentas desaparecen en el ciclo de producción p2p. Como había predicho Juan Urrutia,
sólo una renta permanece: la producida temporalmente por la innovación. Quien crea nuevas
tecnologías o productos tiene un breve tiempo para aprovecharse de su soledad en el mercado antes
de que el paso de los nuevos conocimientos al procomún permita a otros ofrecerlo, «disipando» las
rentas de innovación para sus creadores y comenzando de nuevo el ciclo sin ventajas para nadie.
Como, en el límite, el mercado solo paga el valor del trabajo contenido en los servicios, las
empresas necesitan innovar constantemente para ganar las cortas rentas temporales de las sucesivas
innovaciones. Por eso el modo de producción p2p es una verdadera máquina de producir abundancia,
que acumula bajo la forma de un siempre creciente y universalmente utilizable comunal de
conocimiento. Todo ello sin necesitar un control central, una jerarquía ni organizaciones de gran
escala.
Hablar hace 10 años de diseñar y producir objetos sin ser un capitán de industria, podía sonar a
locura o considerarse un síntoma de exposición continuada a novelas de ciencia ficción. En un mundo
que tras la revolución digital disfrutaba de los primeros destellos de abundancia en bienes
intangibles, la sola idea de producción física llevaba de vuelta a una época que se sentía superada y
limitante; algo que si seguía en funcionamiento era por la pura necesidad de proveer objetos
cotidianos: coches, ordenadores o electrodomésticos de todo tipo.
En 2008 dos equipos, uno en la Universidad de Bath en el Reino Unido, y otro en las Indias,
competían por completar el desarrollo de la «RepRap», una máquina capaz de imprimir objetos al
punto de replicarse a si misma. Pronto los repositorios de conocimiento libre comenzaron a
orientarse también hacia el mundo de la producción. En un primer momento, condicionadas por las
propias máquinas y por los materiales que utilizan proliferaron piezas de pequeño tamaño: figuras y
muñecos para juegos de mesa son los objetos más populares de los primeros repositorios.
Con la «RepRap», se materializaba el primer paso hacia la fábrica en casa. De forma natural, las
impresoras 3D convertían el hardware y el diseño en los aliados naturales del software libre. De
hecho, lo más importante es que el nuevo campo replicaba, para bienes cada vez más cercanos a la
producción industrial, el ciclo de la producción p2p.
No es solo que se esté consolidando un nuevo modo de producir, es que está sostenido en las grandes
tendencias económicas y tecnológicas de nuestra época, a las que, además, impulsa. Porque todo este
comunal inmaterial sostenido sobre Internet, acelerará cada vez más la reducción de la escala óptima
de producción hasta convertir a la impresora 3D en el símbolo de un futuro que se intuye ya de
altísima productividad y bajísima escala.
La posibilidad de utilizar conocimiento libre -con precio de partida cero- reduce sustancialmente el
capital necesario para la puesta en marcha de una empresa. Software, patentes, formación técnica…
partidas que eran sustanciales en el plan de negocio de cualquier PYME de los 90 y que justificaban
buena parte de la inversión, simplemente empiezan a desvanecerse. Una de las principales trabas
para comenzar un proyecto de producción industrial, el capital, disminuye de forma sustancial. Lo
que Marx había pensado como la «trampa» básica del capitalismo -la imposibilidad de convertir
salarios en capital- es cada vez menos un problema. En una época donde las cualificaciones medias
son más altas que lo que habían sido nunca, la sustitución de capital monetario por conocimiento
directo pone al alcance de grupos tan pequeños como una comunidad real producir por si mismos.
Simultáneamente a la reducción de las escalas óptimas de capital, se hacen viables también escalas
de producción menores. Tradicionalmente pequeñas tiradas cargan con costes unitarios más
elevados. Además con poco volumen de producción distribuir se convierte en una pesadilla y las
negociaciones con los canales tradicionales en un imposible. El producto se ve limitado a mercados
de cercanía.
Y aquí es cuando entran en juego Internet y las comunidades virtuales. Al formarse comunidades
conversacionales basadas en estilos de vida y preferencias similares, lo que antes eran «restos
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La abundancia como sueño de la humanidad

  • 1.
  • 2. Índice de Contenidos Autoría y declaración de devolución al dominio público Qué puedes hacer con este libro Qué no puedes hacer con este libro El libro de la Abundancia Dedicatorias El sueño de nuestra especie Pensar la abundancia Las bases económicas de la abundancia El fin de las divisiones productivas La cultura material de la abundancia Crear abundancia El tortuoso camino hacia la abundancia Economía Directa Producción P2P Vivir la abundancia Compartir Producir Organizarse Comunidad Contextos y materiales ¿Por qué soñamos con la abundancia? ¿Por qué necesitamos el mito del Progreso? Abundancia y política Etíca de la abundancia ¿Cómo representar la abundancia? Entrevista con Juan Urrutia Algunas de las lecturas citadas con o sin comillas en este libro Notas
  • 3. Autoría y declaración de devolución al dominio público Este libro fue escrito originalmente por los miembros de la comunidad de las Indias, quienes hacen devolución de él al Dominio Público. Qué puedes hacer con este libro Puedes, sin permiso previo de los autores y editores, copiarlo en cualquier formato o medio, reproducir parcial o totalmente sus contenidos, vender las copias, utilizar los contenidos para realizar una obra derivada y, en general, hacer todo aquello que podrías hacer con una obra de un autor que ha pasado al dominio público. Qué no puedes hacer con este libro El paso de una obra al dominio público supone el fin de los derechos económicos del autor sobre ella, pero no de los derechos morales, que son inextinguibles. No puedes atribuirte su autoría total o parcial. Si citas el libro o utilizas partes de él para realizar una nueva obra, debes citar expresamente tanto a los autores como el título y la edición. No puedes utilizar este libro o partes de él para insultar, injuriar o cometer delitos contra el honor de las personas y en general no puedes utilizarlo de manera que vulnere los derechos morales de los autores.
  • 4. El libro de la Abundancia las Indias 1ª edición, 9 de julio de 2015
  • 6. El sueño de nuestra especie Pocas ideas han sido tan poderosas y subversivas como la abundancia. Durante miles de años los humanos hemos proyectado sobre ella nuestros deseos, nos hemos inspirado en ella para transformar nuestras formas de organización y la hemos levantado como bandera de un futuro mejor. El fin del trabajo forzado por la necesidad, la gratuidad de los alimentos y el fin de los conflictos y la violencia debidos a la escasez, han sido la imagen del mundo que merecería ser vivido para cientos de generaciones humanas. En centenares de mitologías por todo el mundo aparece una y otra vez el mito de la «Edad dorada», un remoto periodo histórico en el que los humanos, según nos cuenta Hesiodo, No conocían el trabajo, ni el dolor, ni la cruel vejez; guardaban siempre el vigor de sus pies y de sus manos, y se encantaban con festines, lejos de todos los males, y morían como se duerme. Poseían todos los bienes; la tierra fértil producía por si sola en abundancia; y en una tranquilidad profunda, compartían estas riquezas con la muchedumbre de los demás hombres irreprochables. Seguramente por la insistencia de Platón en la ausencia de clases sociales y estado, o tal vez por la de «Las metamorfosis» de Ovidio en la ausencia de agricultura, se ha interpretado como un «recuerdo» idealizado de la comunidad primitiva, nómada y dedicada a la caza, la pesca y la recolección. Pero entre sus muchas versiones no faltan las que sitúan la Edad de Oro en un mundo agrícola. Y de hecho, hoy, cuando sabemos que posiblemente la sedentarización tuvo un largo periodo «comunal», cabría datar sus orígenes en una época posterior y ligar el mito a la vindicación del comunal de las tierras. En cualquier caso ha sido posiblemente el mito político más influyente de la Antigüedad: al asociar la abundancia a la ausencia de estado y propiedad, sirvió para presentar las injusticias y miserias de cada época como fruto de una mítica «caída» de la que la Humanidad se recuperaría aboliendo la propiedad privada y estado… el programa último de los revolucionarios sociales de todas las épocas. Bien sabemos que las primitivas sociedades humanas no conocieron la abundancia. Por el contrario, el estudio de los últimos grupos y culturas que mantuvieron una economía de caza y recolección, nos habla de sistemas donde la escasez impone una total supeditación del individuo y sus deseos a la siempre precaria y difícil supervivencia de la comunidad. Es por eso por lo que el mito de la Edad de Oro es tan interesante: no habla de una sociedad «más justa», habla de una sociedad de la abundancia, de una abundancia que solo se pudo intuir brevemente cuando la revolución neolítica empezó a generar unos excedentes hasta entonces desconocidos, apareció el estado y con él las primeras obras públicas y la productividad de las sociedades humanas se multiplicó por primera vez. Curiosamente, aunque hubieran nacido juntos, los ideales sociales igualitarios pronto se divorciarían del sueño de una sociedad abundante. El primer cristianismo se centrará en el compartir y tendrá ahí sus destellos de abundancia, pero no podrá imaginar un mundo de amplias necesidades cubiertas para todos. Sus versiones monásticas y sus corrientes heréticas acentuarán hasta el límite este
  • 7. igualitarismo de la escasez. La «revolución» comercial de los siglos X a XIII y el rechazo instintivo de la Iglesia a la primera burguesía comercial, dispararon con cada vez mayor frecuencia este reflejo cristiano. En un principio, la Iglesia condena al artesano mercader y al comercio mismo, articulando en teologías de la pobreza el rechazo a la miseria. Miseria que era producida por la resistencia al cambio de la nobleza de la que la cúpula de la Iglesia formaba parte. La Iglesia presentará la Segunda Venida como el paso a la sociedad mesiánica donde, ahíto, «el lobo pacerá con el cordero». Pasaba así la pelota a un futuro indefinido. Pero cada vez menos estaban por esperar. Nuevos grupos tratarán de propiciar la llegada de Cristo pasando a vivir en comunidad, levantando la sociedad igualitaria del Evangelio. A la Iglesia se le van pronto de las manos valdenses, joaquinistas, fraticellis, begardos, flagelantes… Lo interesante es que del elogio teológico de la pobreza se convirtió pronto en manos de las clases populares, en reconocimiento identitario (la comunidad imaginada de «los pobres»). Y esta autoidentidad propiciada involuntariamente por el mensaje eclesial se transformó rápidamente a su vez en rechazo de la pobreza y vindicación violenta de la abundancia. La Iglesia respondió pronto con la conversión en orden de los franciscanos (dando un espacio organizativo interno a la pobreza), la promoción de los dominicos y la creación de la Inquisición para «reprimir los excesos». Podemos entrever las cuitas y enfrentamientos de estos «comunismos de la pobreza» con el poder real y papal en «El nombre de la rosa», la novela en la que Umberto Eco ironizó sobre la izquierda sesentayochista italiana. Las teologías de la pobreza se proyectarán en la Reforma protestante y eclosionarán en las guerras campesinas que la seguirán en Alemania. La tensión entre igualitarismo y escasez se hará pronto evidente: cuando Thomas Munzer intente el establecimiento inmediato del Reino de Dios, haciendo el trabajo y la propiedad comunal, los resultados serán pobres. Como los anabaptistas hutteritas que le seguirían y los «diggers» de la revolución inglesa que aparecerán después, todos desconfiarán -en el caso de los hutteritas hasta nuestros días- de la tecnología y su uso y solo podrán construir pobrezas compartidas. Por cierto que podemos explorar este escenario histórico en «Q», otra parábola sobre la izquierda italiana contemporánea escrita por el grupo de escritores conocido como «Luther Blissett» y luego como «Wu Ming». Pero mientras el cristianismo seguía su propia evolución, el desarrollo de las primeras grandes rutas comerciales y ferias europeas, traerá un nuevo tipo de mito popular que si no fue realmente de abundancia, al menos fue de opulencia. Aparecen entonces los relatos del «País de la Cucaña» y de «Schlaraffenland». Cuentos que confluirán a partir de la segunda mitad del siglo XVI con las historias de riquezas fabulosas que seguirán a la conquista castellana de los imperios azteca e inca, dando lugar al «país de Jauja» de nuestros relatos infantiles. Es entonces, ya a mediados del siglo XVI, cuando la Europa popular vuelve a soñar la abundancia como tal. No deja de resultar significativo que esta abundancia aparezca como un «depósito» o como un «regalo de la naturaleza». Aunque es una época de acelerado desarrollo tecnológico, las innovaciones se concentran en la navegación, la guerra y la ingeniería más que en la producción directa de bienes. Las clases populares entienden la abundancia por tanto como acceso ilimitado a la
  • 8. satisfacción de las necesidades y los almacenes de una corona cada vez más poderosa, no como el desarrollo de las capacidades de su trabajo propio trabajo. Enlaza esta idea además con el mito judío y cristiano del paraíso, un «jardín» donde no es necesario el trabajo, ni siquiera el de recolección, para saciarse de cuanto uno necesite. Y no hay que olvidar hasta qué punto estaba extendida la idea y el deseo de que aquellas Indias recién descubiertas en los primeros viajes transatlánticos, fueran nada más y nada menos que el mismísimo paraíso terrenal. Este mito llegó a ser tan influyente tras los primeros relatos de Colón que la corona castellana pronto prohibió a los «impuros de sangre», esto es a los descendientes de musulmanes y judíos conversos, emigrar a las nuevas tierras del rey. Y de hecho, esta asociación entre las «culturas originarias» y el Adán libre de pecado, tendrá un largo recorrido, llegando dos siglos más tarde a convertirse en el «buen salvaje» roussoniano que todavía hoy puede intuirse tras no pocos discursos de exaltación de la «sabiduría» de los pueblos indígenas. Este ambiente en los albores de la expansión europea en América daría lugar también, entre las clases cultas, a un nuevo género político-literario. En 1516 Tomás Moro publica su «Utopía». Utopía no es el país de la abundancia, es un país democrático y patriarcal organizado como una confederación de ciudades en las que no existe propiedad privada, pero al retomar la idea del igualitarismo uniéndola a unas ciertas formas democráticas y sobre todo al bienestar material, tendrá una tremenda influencia en todo el pensamiento político europeo. Pensamiento que estaba condenado a volver a encontrarse con la abundancia. Aunque habrá que esperar a la primera industrialización y a la revolución francesa para que la abundancia reaparezca. Una vez más, no será de la mano del igualitarismo. En toda la obra de Baubeuf no hay una sola referencia a la abundancia. La primera referencia no aparecerá en los ricos debates revolucionarios, sino de manos de un observador externo que relata su época con voz de profeta. Entre 1790 y 1793 William Blake, «el loco Blake», publica «The Marriage of Heaven and Hell». Por primera vez la abundancia aparece como el resultado y el objetivo de un proceso revolucionario Toda la creación será consumida y aparecerá infinita y sagrada donde ahora se nos presenta finita y corrupta. Pero lo realmente interesante es que imagina el paso a la abundancia como el salto a toda una nueva forma de experiencia humana, radicalmente distinta de la del mundo de la escasez que Ha encerrado al hombre en si mismo hasta hacerle ver todas las cosas a través de las estrechas grietas de su caverna A tal punto entiende que la escasez es alienante en sí misma que imagina el paso a un nuevo mundo como un cambio en la forma misma que tenemos de sentir y experimentar el mundo: Esto habrá de pasar por una mejora del disfrute de los sentidos (…) Si las puertas de la percepción se purificaran, todo aparecería al hombre tal cual es, infinito. El mundo que sigue inmediatamente al libro de Blake parece apuntar a lo contrario sin embargo. El
  • 9. mundo vive al tiempo un acelerado proceso de especialización y un incremento sin precedentes de la renta per capita en los primeros países industriales: Gran Bretaña y EEUU primero y el Noroeste europeo después. Alrededor de 1800 la producción empieza a crecer más que la población. La productividad, hasta entonces relativamente estable, se dispara. En este primer momento es consecuencia de la aplicación de las nuevas tecnologías mecánicas y de organización del trabajo: se extienden el motor de vapor y el sistema de fábricas. El creciente poderío británico asegura una cierta libertad de mercado dentro de sus propias fronteras y derriba las barreras comerciales de los viejos imperios: desde la América española hasta China. El desarrollo económico da paso a una verdadera eclosión de la ciencia y la tecnología que a su vez impulsan el conocimiento y la productividad. El salto productivo es tan grande que todo parece posible. La abundancia parece a la vuelta de la esquina y por primera vez en la Historia humana, las crisis económicas no son de subproducción, sino de sobreproducción. Es en ese contexto en el que debemos entender a Marx. Marx coloca la abundancia al final del proceso histórico, como el resultado necesario de la evolución de la productividad, que el llama «fuerzas productivas». En su modelo, la Historia de las sociedades humanas es la historia del desarrollo de sus capacidades productivas y los momentos de transformación política y social, el resultado de la adaptación de los sistemas políticos y jurídicos a las necesidades impuestas por esas capacidades, por esas fuerzas, defendidos en cada momento histórico por una clase social característica y abocada a hacer la revolución. Para Marx la clase de los trabajadores asalariados era la llamada a «liberar las fuerzas productivas» desatadas por el capitalismo de las restricciones que les impone el sistema de propiedad privada y estados nacionales. El resultado, el comunismo, sería una sociedad donde la productividad se desarrollaría aun más rápidamente, al punto de hacer la abundancia una realidad para el conjunto de la especie. A pesar del monumental tamaño de su obra, Marx no dejó demasiados textos dedicados a describir las características de la sociedad de la abundancia. Por lo que nos dejó podemos decir con certeza que fue el primero en imaginar una sociedad donde el desarrollo de la productividad sería tan alto que no solo haría posible el fin del trabajo asalariado sino que, como escribe en unas notas de lectura, podría convertir el trabajo en sí mismo en «una manifestación libre de la vida, un disfrute de la vida». La idea, que desarrolla en «La ideología alemana» (1845) es que, a partir de cierto desarrollo de la productividad, la especialización simplemente desaparecería y con ella la alienación, nuevo nombre de esa restricción de la percepción que ya denunciaba Blake. La división del trabajo nos brinda ya el primer ejemplo de cómo, mientras los hombres viven en una sociedad primitiva, mientras se da, por tanto, una separación entre el interés particular y el interés común, mientras las actividades, por consiguiente, no aparecen divididas voluntariamente, sino por modo natural, los actos propios del hombre se erigen ante él en un poder ajeno y hostil, que lo sojuzga, en vez de ser él quien los domine. En efecto, a partir del momento en que comienza a dividirse el trabajo, cada cual se mueve en un determinado círculo exclusivo de actividades, que le es impuesto y del que no puede salirse; el hombre es cazador, pescador, pastor o crítico, y no tiene más remedio que seguir siéndolo, sino quiere verse privado de los medios de vida; en el comunismo en cambio, cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor
  • 10. le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos. Marx desarrollará la idea de la «apertura de las puertas de la percepción» de Blake y adelantará en su idea de una sociedad de la abundancia el sueño de las vanguardias artísticas de principios del siglo XX. La experiencia humana en una sociedad de la abundancia será, en cierta medida, una experiencia artística. La concentración exclusiva del talento artístico en individuos únicos y la consiguiente supresión de estas dotes en la gran masa es una consecuencia de la división del trabajo (…) en todo caso, en una organización comunista de la sociedad desaparece la inclusión del artista en la limitación local y nacional, que responde pura y únicamente a la división del trabajo, y la inclusión del individuo en este determinado arte, de tal modo que sólo haya exclusivamente pintores, escultores, etc. y ya el nombre mismo expresa con bastante elocuencia la limitación de su desarrollo profesional y su supeditación a la división del trabajo. En una sociedad comunista, no habrá pintores, sino, a lo sumo, hombres que, entre otras cosas, se ocupan también de pintar. En su obra más famosa, «El capital» (1867), apunta que el desarrollo de la productividad que genera el capitalismo «contribuye a crear tiempo social disponible para el esparcimiento de todos y cada uno», aunque sea mediante el paro forzoso y que el camino hacia una sociedad de la abundancia, el desarrollo de la productividad, pasa por «apropiarse» del incrementos de productividad en una progresiva reducción del tiempo dedicado a producir mercancías: el tiempo de trabajo necesario se alineará por una parte con las necesidades del individuo social, mientras que por otro lado asistiremos a un crecimiento tal de las fuerzas productivas que el ocio aumentará para cada uno, mientras la producción sera calculada en función de la riqueza de todos. Y por ser la verdadera riqueza, la plena potencia productiva de todos los individuos, el patrón de medida será entonces no el tiempo de trabajo sino el tiempo disponible En el mismo libro volverá a esta idea de la sociedad de la abundancia como una sociedad hiperproductiva en la que las capacidades humanas son tales que no tiene sentido mantener una vida divida entre entre ocio y trabajo. En resumen, cae en el sentido que el tiempo de trabajo inmediato no podrá estar siempre opuesto al tiempo libre, como es el caso en el sistema económico burgués. (…) El tiempo libre -que es a la vez ocio y actividad superior- transformará naturalmente a su poseedor en un sujeto diferente, y en tanto que sujeto nuevo entrará en el proceso de la producción inmediata. Y en una de sus últimas obras, la «Crítica del programa de Gotha» (1875), insistirá en retratar la sociedad de la abundancia como un estadio de desarrollo socio-económico producto del crecimiento sostenido de la productividad en el que habrá desaparecido la avasalladora sujeción de los individuos a la división del trabajo, y con
  • 11. ella también la oposición entre el trabajo intelectual y el trabajo manual, el trabajo no será ya sólo medio de vida, sino incluso se habrá convertido en la primera necesidad vital, (y) con el desarrollo multifacético de los individuos habrán crecido también sus capacidades productivas y todos los manantiales de la riqueza colectiva fluirán con plenitud Quedémonos con esa idea de que la abundancia abre un nuevo tipo de experiencia humana, un «desarrollo multifacético» de cada cuál porque volverá, en el siglo XX como centro de las ideas sobre la abundancia. Pero de momento subrayemos el énfasis de Marx en las capacidades productivas. Su yerno, Paul Lafargue, acababa su manifiesto personal, titulado «El derecho a la pereza», con una simplificación de esta idea: La máquina es la redentora de la humanidad, el Dios que liberará al hombre de las sórdidas artes y del trabajo asalariado, el Dios que le dará el ocio y la libertad. Esta visión de la sociedad de la abundancia como una liberación de la Humanidad hecha posible por la tecnología no fue exclusiva de Marx y su entorno. Cuando en 1892 Kropotkin publica «La conquista del pan» enfrenta el discurso Malthusiano que ve imposible un «crecimiento indefinido» con las mismas ideas de fondo: el hombre acrecienta su fuerza productiva con mucha más rapidez de lo que él mismo se multiplica. Cuanto mayor número de hombres hay en un territorio, tanto más rápido es el progreso de sus fuerzas productoras. Kropotkin, como Marx, piensa que el capitalismo será sucedido por un periodo transitorio -eso sí, sin estado- en el que la implantación de una economía desmercantilizada guiada por las necesidades de las personas a través de la libre confederación, asegurará una «buena vida» a todos y desarrollará aún más la productividad, hasta el punto de llegar a la abundancia, ese estadio donde los humanos se dedicarán fundamentalmente a «los elevados placeres de la sabiduría y de la creación artística»: Pudiendo en adelante concebir la solidaridad, ese inmenso poder que centuplica la energía y las fuerzas creadoras del hombre, la nueva sociedad marchará a la conquista del porvenir con todo el vigor de la juventud. Cesando de producir para compradores desconocidos, y buscando en su mismo seno necesidades y gustos que satisfacer, la sociedad asegurará ampliamente la vida y el bienestar a cada uno de sus miembros, al mismo tiempo que la satisfacción moral que da el trabajo libremente elegido y libremente realizado y el goce de poder vivir sin hacerlo a expensas de la vida de otros. Inspirados en nueva audacia, sostenida por el sentimiento de la solidaridad, caminarán todos juntos a la conquista de los elevados placeres de la sabiduría y de la creación artística Kropotkin, al igual que Marx, piensa que es poco lo que se puede imaginar de una sociedad de la abundancia: la experiencia humana será tan distinta y lo serán también los relatos que los humanos harán de la vida, que constantemente se autolimita a plantear formas de organización para el periodo de transición. Insiste en que la principal tarea para alcanzar la abundancia será reducir el número de horas de «los trabajos considerados necesarios para vivir», que cifra en un principio en cinco, conforme se desarrollen las capacidades productivas y se erosione la división del trabajo.
  • 12. Seguramente la referencia literaria contemporánea más cercana a las comunidades que imagina Kropotkin, sería la descrita en 1974 por Ursula K. Le Guin en «Los desposeídos». Le Guin nos muestra una sociedad desmercantilizada, con acendradas libertades individuales e igualitaria, pero - aunque sea por condicionantes externos- básicamente pobre, con una cierta tensión a la centralización y sin un crecimiento continuado como el que imaginaba el «Príncipe anarquista». No deja de resultar interesante, porque Le Guin se acerca al anarquismo no desde la perspectiva de la abundancia, sino desde la del igualitarismo. Algo parecido a lo que ocurrirá con el que suele ser considerado el principal heredero intelectual de Kropotkin, Enrico Malatesta. Malatesta, a diferencia de Kropotkin, no entiende la sociedad futura como el resultado de una posibilidad abierta por el desarrollo del conocimiento y las capacidades transformadoras de la especie humana en el tiempo. Defiende que la anarquía es un sistema posible en cualquier momento histórico. Por eso no la asocia ni a la abundancia ni al desarrollo tecnológico, lo que a su vez le lleva a perder la mirada de una liberación humana más completa y compleja, aceptando con evidentes necesidades impuestas por la escasez como la división del trabajo: Ciertamente en todo compromiso colectivo de gran escala hay necesidad de división del trabajo, de dirección técnica, administración, etc. Y es que en la primera mitad del siglo XX, marcada por los desastres rusos y dos guerras mundiales, el discurso revolucionario e igualitario volverá a separarse del sueño de la abundancia universal. La confianza en un horizonte de abundancia y su camino -el progreso- estaba ligada en el XIX al sentido de maravilla ante la ciencia. Pero la ciencia y la tecnología, que se asocian en el siglo XIX a los sueños de Verne y las vacunas de Pasteur, en el XX lo harán también a la guerra de gases, los bombardeos de civiles, los mayores genocidios de la Historia y la bomba atómica. Seguramente por eso la vindicación de la abundancia durante la primera mitad del nuevo siglo no vino de filósofos cientifistas como Marx ni de científicos filósofos como Kropotkin, sino de la heterogénea colla de artistas y críticos que formaban «las vanguardias» artísticas, rodeados por la emergencia de los nuevos movimientos políticos y marcados por las urgencias vitales de una sociedad abocada a la guerra. Pero sobre todo, son bien conscientes de que, tras la aparición y masificación de la fotografía, el arte es ante todo un discurso sobre la experiencia humana en un contexto histórico. En la primera mitad del siglo XX eso significa proponer una sociedad nueva. El artista pasa de intérprete a profeta. Lo que estaban adelantando las vanguardias era la importancia del «desarrollo multifacético» del individuo como rasgo fundamental de cualquier sociedad que se planteara avanzar hacia la «verdadera abundancia». Un elemento que cobrará cada vez más protagonismo conforme el desarrollo totalitario del estado soviético y el carácter de su economía se hagan cada vez más evidentes, pero también conforme el ciclo económico abierto por la segunda posguerra mundial llegue a su fin. En 1933, mientras aun están frescos los últimos manifiestos vanguardistas, Herbert Marcuse, un joven filósofo alemán que había participado de veinteañero en el alzamiento spartakista, se incorpora al nuevo «Instituto de Estudios Sociales». Edita y comenta los «Manuscritos Económico Filosóficos» de Marx. Descubre en ellos al «joven Marx» iluminado por la abundancia y la crítica de la alienación, pero ese mismo año tendrá que dejar el Instituto -que ya empieza a ser conocido como
  • 13. «Escuela de Frankfurt»- para emigrar a EEUU. Allí trabajará para la maquinaria de guerra y acabará siendo el jefe de analistas de inteligencia para Europa Central del Departamento de Estado. En 1952, tras enviudar, comienza una vida como académico que le llevará por algunas de las universidades más famosas de la Ivy League y le permitirá escribir dos de los libros más influyentes en el sesentayochismo americano: «Eros y civilización» (1955) y «El hombre unidimensional» (1964). En el marco de la opulenta y conformista sociedad americana de los cincuenta y sesenta, Marcuse retoma el viejo argumentario de Marx dejando de lado todo lo que hace a las necesidades materiales que conforman la «buena vida» que imaginó Kropotkin. Acepta que esa «buena vida» del camino hacia la abundancia sigue siendo el principal objetivo filosófico para el cambio histórico Analizado en la condición en que se encuentra en su universo, el hombre parece estar en posesión de ciertas facultades y poderes que le permitirán llevar una «buena vida», esto es, una vida que sea, en lo posible, libre del esfuerzo, la dependencia y la fealdad. Alcanzar tal vida es alcanzar la «vida mejor»: vivir de acuerdo con la esencia de la naturaleza o del hombre. Pero Marcuse es consciente de que el capitalismo de posguerra está desarrollando la productividad de un modo que tanto Marx como Kropotkin pensaron solo sería posible tras la revolución. La «buena vida» del bienestar americano -que pronto tendrá su eco socialdemócrata europeo- produce un consenso acrítico y desmovilizador demasiado parecido a un totalitarismo difuso y genérico, como para poder encontrar en él una promesa de verdadera abundancia. Atado a las limitaciones de la teoría económica marxista, Marcuse se encuentra en una contradicción básica que sus lectores del mayo francés traducirán en una famosa consigna: «se realista, pide lo imposible» En su estado más avanzado, la dominación funciona como administración, y en las áreas superdesarrolladas de consumo de masas, la vida administrada llega a ser la buena vida de la totalidad, en defensa de la cual se unen los opuestos. Ésta es la forma pura de la dominación. Recíprocamente, su negación parece ser la forma pura de la negación. Todo contenido parece reducido a la única petición abstracta del fin de la dominación: única exigencia verdaderamente revolucionaria y que daría validez a los logros de la civilización industrial. Ante su eficaz negación por parte del sistema establecido, esta negación aparece bajo la forma políticamente impotente de la «negación absoluta»: una negación que parece más irrazonable conforme el sistema establecido desarrolla más su productividad y alivia las cargas de la vida. Temeroso del desarrollo económico en sí mismo, hace equivaler la abundancia a aquello que le coloca a Marx en línea con Blake y las vanguardias: el arranque de una nueva sensibilidad, de una nueva forma de percepción. Emanciparse de la cultura -idea para la que recurre a Freud- y convertir la vida, como han dicho las vanguardias, en un proyecto artístico, sería un desarrollo más allá de la racionalidad de las relaciones productivas de hoy. La sociedad unidimensional avanzada altera la relación entre lo racional y lo irracional. Contrastado con los aspectos fantásticos y enajenados de su racionalidad, el reino de lo irracional se convierte en el ámbito de lo realmente racional: de las ideas que pueden «promover el arte de la vida». Si la sociedad establecida administra toda comunicación normal, dándole validez o invalidándola de acuerdo con exigencias sociales, los valores ajenos a esas exigencias quizá no puedan tener otro medio de comunicación que el anormal de la ficción. La
  • 14. dimensión estética conserva todavía una libertad de expresión que le permite al escritor y al artista llamar a los hombres y las cosas por su nombre: nombrar lo que de otra manera es innombrable El movimiento hacia la abundancia para Marcuse, no puede sino ser un movimiento artístico de aquellos que se sienten desposeídos, no del bienestar básico, sino de la esperanza de encontrar un sentido a la vida y el mundo, aquellos que están fuera de una racionalidad económica que Marcuse entiende perfectamente capaz de perpetuarse, de desconocer todo límite. La idea central en Marcuse es que el desarrollo del conocimiento y la ciencia ya no nos acercan a la abundancia sino que la alejan sustituyéndola por el control de un consenso totalitario basado en el bienestar consumista. Lo interesante es que, no muy lejos de Marcuse y mientras este escribe sus obras más relevantes, un economista en las antípodas de la economía marxista está sentando las bases para desmontar el «tapón» teórico al que han llegado los «frankfurtianos». Kenneth Boulding, el padre de la Teoría General de Sistemas, cuáquero y pacifista, tenía una espiritualidad muy influida por Teilhard de Chardin. Siguiendo la estela de su maestro será el primer teórico en incorporar la perspectiva evolucionista al análisis económico. En oposición radical a Marcuse, Boulding rescata el papel del conocimiento y en «Economic Development as an Evolutionary System» (1962) le devuelve la centralidad que le permite articular la relación entre Historia y Naturaleza. Todo este proceso -el desarrollo económico- puede de hecho ser descrito como un proceso del crecimiento del conocimiento. Lo que los economistas llaman «capital» no es nada más que el conocimiento humano impuesto al mundo material. Conocimiento y crecimiento del conocimiento por tanto son la clave esencial del desarrollo económico. Inversión, sistemas financieros y organizaciones e instituciones económicas son en cierto sentido solo la maquinaria a través de la cual el proceso del conocimiento se crea y expresa En ese marco, lo importante del análisis, como para todo evolucionista influido por Chardin y su punto omega, es lo que ocurre en el «límite», allá donde nos lleva la tendencia. Para él, el límite, lo que ocurre en los límites definibles de un sistema, es especialmente importante. Y en el límite, el punto omega de una economía de mercados perfectos es el fin del problema económico: la abundancia. Esa misma lógica del límite le permitirá definir la clave de por qué y cómo el capitalismo de corporaciones sobreescaladas que amendrenta a Marcuse no es un camino alternativo sin fin, sino solo un momento más en ese camino hacia la abundancia. En «The Organizational Revolution» (1953) Boulding ya había dado las herramientas para entender lo que décadas después llamaríamos crisis de las escalas, modelando cómo las macro-organizaciones, a pesar del desarrollo de la tecnología de comunicaciones, generan ineficiencias a partir de cierto punto de criticidad que se trasladan al conjunto de la economía a través de las rigideces de precios, debilitando la capacidad del mercado para alcanzar equilibrios eficientes y colocando el peso del sistema económico en un estado al que las macroempresas verán cada vez más como objetivo a capturar, como fuente de las rentas regulatorias y directas de las que a las finales dependen.
  • 15. Las décadas finales del siglo XX estarán marcadas por la emergencia de las tecnologías de la información y las redes distribuidas. Nacidas en principio de la necesidad de reducir las ineficiencias generadas por la sobreescala, su socialización masiva en los años noventa genera nuevos fenómenos sociales y hace visibles las primeras ciberculturas que habían madurado desde los setenta en el cruce de la contracultura libertaria y la exploración tecnológica. En 2001 Pekka Himanen publica «La ética del hacker y el espíritu de la era de la información». En él describe la cultura de los desarrolladores de software libre. Un conjunto de valores en el que la idea de propiedad privada se desvanece, el conocimiento es en sí el principal motor del trabajo y en el que la separación entre ocio y trabajo parece superada. El mundo hacker se convierte en un mito de abundancia. Se ve todavía como un islote en medio de un mundo industrial, pero muestra la promesa de la abundancia al final del mundo que está abriendo Internet. Pero Himanen no es el único que ha sabido ver la promesa contenida en las nuevas formas culturales. A finales de los noventa se produce un encuentro imprevisible: Juan Urrutia, discípulo de Boulding y Marcuse, comienza a trabajar con los ciberpunk con los que luego fundará las Indias. El primer resultado de aquellas conversaciones será «La lógica de la abundancia» un ensayo que publica a principios de 2001. En él las redes distribuidas y los efectos red aparecen por primera vez como fundamento económico de la abundancia. Urrutia retomará la idea bouldiniana de la importancia del límite y por tanto de la abundancia como resultado en el límite de un capitalismo limpiado de rentas corporativas en «El capitalismo que viene», publicado por entregas ente 2003 y 2008. Un nuevo concepto, la disipación de rentas sirve entonces de eslabón entre los destellos de abundancia que caracterizan la emergencia de las redes distribuidas y la «economía desmercada» con la que Urrutia ha caracterizado al análisis económico de una sociedad de la abundancia y que le sirve para abordar en «Aburrimiento, rebeldía y ciberturbas» (2003) los procesos de formación y cambio de consensos en redes identitarias. Pero Urrutia no se conforma con tender ese único puente entre los cambios que vive en primera persona y la sociedad que entrevé como posible. Extiende la ética hacker primero a un «espíritu del bricoleur» que va mucho más allá del mundo del software relatado por Himanen. Adelanta así en casi una década los primeros discursos del mundo «maker» y vaticina una creciente «pluriespecialización» que traduce el «bricoleur» al mundo productivo. En el límite este movimiento supone el fin de las divisiones productivas y con ellas el «cambio en la percepción» que vimos arrancar en Blake. Este escenario le lleva a dar una progresiva importancia, a partir de 2014, a la distinción entre conocimiento -nacido de la necesidad de transformar- y sabiduría -resultado y objetivo de la «buena vida» que los destellos de abundancia de un nuevo comunitarismo hacen cada vez más posible. En paralelo y casi como divulgadores, los indianos publican la «Trilogía de las redes», cuya primera entrega, «El poder de las redes» pone el acento en la influencia de las topologías de red sobre las formas de organización social y política a lo largo de la Historia. Esta trilogía publicada entre 2005 y 2010 culminará con «El modo de producción P2P» (2012), un manifiesto que traduce a ejemplos productivos el modelo de «comunidades identitarias» de Urrutia y su «confederalismo», una idea ya presente, como vimos, en la sociedad de la abundancia de Kropotkin -quien seguía en esto a
  • 16. Proudhon- pero también en Hayek. Los indianos recogerán además la idea de Boulding de crisis de las escalas para explicar la dependencia que las corporaciones tienen de las rentas y explicar la destrucción simultánea de mercados y estado que caracteriza a la descomposición social que se hace aun más visible con la crisis abierta en 2008. Pero lo realmente interesante desde el punto de vista de la «historia de la abundancia», es que, a partir de la experiencia social del software libre, por primera vez se esboza, más allá de la lógica kropotkiniana de la transición, un nuevo tipo de ciclo económico, el modo de producción P2P, donde el capital es sustituido por conocimiento directo y el mercado es complementario, al punto de que, en el límite, se «extingue». Y lo que no es menos importante, este modelo se liga al presente a través de las nuevas formas industriales emergentes como la economía directa y a los metabolismos de generación de conocimiento que aparecen por primera vez en esos años ligados a la superación de la propiedad intelectual y las instituciones académicas. Nadie puede todavía presentar «los planos detallados» de una sociedad de la abundancia, pero nuestro breve recorrido por su imaginación, desde la Edad de Oro a la producción P2P, nos relata algo sumamente importante. La abundancia no es un sueño nacido de la nada. No es la fantasía de unos cuantos profetas e iluminados. Expresa el desarrollo del conocimiento y de su instrumentación en tecnología a lo largo de la Historia. Conforme los humanos transformábamos más y de forma más efectiva la Naturaleza más aprendíamos de ella y de nosotros mismos. Y al saber más de nosotros como especie y como parte de ese metabolismo común, mejores aproximaciones se elaboraban de la misma aspiración, intrínseca a nuestra naturaleza transformadora, de una vida no secuestrada por la escasez. Poco importan los «peros» y las descalificaciones que en toda época han hecho de la abundancia y sus voceros desde el «status quo». La mera imaginación de la abundancia es el primer lugar donde los humanos nos hemos encontrado a nosotros mismos como tales, como especie y protagonistas del tiempo y la Naturaleza. Por eso es en el relato de la abundancia donde primero se prescindió de dioses y seres sobrenaturales. Porque no es que, como pensaba Marx, solo cuando la abundancia sea la norma la experiencia humana será verdaderamente humana, por el contrario, la experiencia realmente humana es aquella que se orienta a construirla.
  • 18. Las bases económicas de la abundancia Todos entendemos que existe abundancia cuando se vuelve innecesario dirimir qué se produce y qué no y sobre todo cuánto acceso a un determinado producto tendrán unas personas u otras. Por eso resulta intuitivo entender que la abundancia es una cuestión de costes. Todos entendemos que si producir algo «no cuesta nada», ese algo será abundante. El problema es que resulta difícil pensar algo cuya producción «no cueste nada» y más aún una sociedad donde «nunca cueste nada» producir cualquier cosa. Pero la verdad es que no hace falta una situación así para imaginar una sociedad de abundancia. Solo necesitamos distinguir entre valor y precio por un lado y por otro entre los distintos tipos de costes de producción. Como decíamos en el epígrafe anterior, los humanos como especie estamos abocados a transformar la Naturaleza para sobrevivir. En esa transformación las «cosas» incorporan conocimiento, se «humanizan» en el momento en que se convierten en productos. Esta incorporación no es otra cosa que el efecto de la misma transformación, el efecto del trabajo. Es a esto a lo que llamamos valor. Valor no es precio. El precio es una medida que intenta cuantificar la relación entre distintos recursos dentro de la escasez general. El valor en cambio, es la medida del trabajo y por tanto del conocimiento «incorporado» por un objeto o un servicio. La diferencia entre valor y precio es todo un clásico de la teoría económica. Los primeros economistas de los siglos XVIII y XIX, «los clásicos», abrazaron teorías del valor-trabajo y equipararon en sus modelos las diferencias de «trabajo incoporado» a los precios relativos a largo plazo. A finales del siglo XIX, cuando se formó el corpus de la teoría económica marginalista, el fundamento filosófico -el valor- se dejó de lado en favor de una explicación eficaz del mecanismo de precios. Entender bien el mecanismo de precios y la distribución eficiente de recursos escasos no necesitaba más que entender bien la relación entre demanda y oferta, es decir la medida relativa de la escasez entre recursos. En realidad, todo objeto o servicio, en la medida en que es necesariamente un producto, en la medida en que siempre incorpora trabajo humano, tiene valor, pero solo las mercancías, los productos escasos que salen al mercado, tienen precio. Cuando algo se torna abundante deja de tener precio, o mejor dicho, tiene precio cero. Un ejemplo cercano es el software libre. Evidentemente tiene valor: incorpora conocimiento y sirve a su vez para producir otros bienes y servicios. También tiene costes: las horas de trabajo que miles de desarrolladores dedicaron a su elaboración y los ordenadores que usaron para hacerlo, el mantenimiento de los servidores desde los que cada programa se distribuye, etc. Y sin embargo, su precio es cero. ¿Por qué? ¿Cómo puede ser que algo con costes tenga un precio nulo aun cuando tiene una demanda establecida y seguro que habría gente dispuesta a pagar por acceder? ¿Es solo una donación? Para responder debemos entender primero en qué consisten los costes. Intuitivamente cuando pensamos en ellos pensamos en el coste total: cuánto me cuesta producir una determinada cantidad
  • 19. de copias de algo. En realidad este coste, tiene una parte fija -lo que tengo que gastar sí o sí para empezar a producir- y una parte variable que es función de la cantidad producida. Por ejemplo, si quiero hacer azúcar, mi coste fijo será, simplificando, el coste de la máquinas azucareras, mientras que los costes variables serán la suma de los costes de las horas de trabajo que dedique, de las toneladas de remolacha que compre y de la electricidad consumida por las máquinas. El coste fijo, el coste de la máquina de hacer aúucar, no depende de la cantidad que elija producir. Sin embargo, los costes variables tenderán a crecer conforme produzca más cantidad. Intuitivamente entendemos que el coste medio, el resultado de dividir los costes totales entre la cantidad producida, al menos en un primer momento, tenderá a decrecer porque al producir más, la parte del coste fijo que corresponde a cada taza será más pequeña, pero a partir de cierta cantidad empezaría a cumplirse la famosa «ley de rendimientos decrecientes» y los costes variarían (tres personas trabajando en la máquina no producen tres veces más que la primera, sino un poco menos). Pero aun hay una medida más del coste y especialmente interesante, el coste marginal: el coste extra en el que incurriría para producir una pequeña cantidad extra de producto. Matemáticamente es la derivada de la función de costes totales, pero su interés viene de que nos servirá para determinar cuánto producirá una empresa en un mercado en competencia perfecta. La competencia perfecta es un modelo que aprenden todos los estudiantes de Economía en su primer año, en él todas las empresas de una industria producen bienes idénticos, no hay trabas para que nuevas empresas entren el mercado, tampoco las hay para salir o adquirir tecnologías nuevas y ninguna empresa tiene poder para determinar el precio por su cuenta. En otras palabras, por definición ninguno de los sujetos disfruta de rentas, beneficios debidos a algún tipo de diferenciación o ventaja extramercado. En realidad, en un modelo así, el precio lo marca la empresa que es capaz de producir a menor coste y las demás ajustan su producción a ese precio competitivo, que a las finales no es otro que el que reduce los beneficios extraordinarios -las rentas- a cero. En este modelo, la curva de oferta de las empresas se construye pensando, para cada precio, hasta dónde querrían producir las distintas empresas para ese precio. La respuesta parece de sentido común: como el precio es igual al ingreso que produciría la última unidad vendida, no querrían producir si el coste marginal fuera mayor que el precio, porque entonces esa última unidad le costaría más que los ingresos que generaría y reduciría el beneficio total. Pero si el coste marginal fuera menor que el precio, produciendo un poco más todavía podría ingresar un poco más y dar un mayor beneficio total. Resultado: la empresa se situará en un máximo de beneficios totales cuando la cantidad producida iguale coste marginal y precio. Y así nace uno de los mantras de todo economista: en competencia perfecta, es decir, cuando no existen rentas, el precio de equilibrio es el coste marginal. Al introducir el tiempo en este modelo, los estudiantes de economía aprenden que lo previsible a largo plazo, para cada industria es que las curvas se desplacen a la derecha, es decir, que los precios a largo plazo bajen. Pero imaginemos que aparecen una serie de tecnologías, de formas de producir, que llevan a la curva de costes marginales hacia abajo, de modo que, a largo plazo, pudiéramos
  • 20. pensar en costes marginales iguales a cero. Si lo pensamos un poco, eso ya ha ocurrido con algunos bienes inmateriales: hasta determinadas cantidades, que una persona más baje uno de nuestros libros de nuestro servidor no supone ningún coste extra. El coste marginal de distribuir un libro en dominio público es cero. Y quien dice un libro dice una copia de la última distribución de Debian. En mercados como el del software libre estaríamos por tanto dentro del paradigma de la competencia perfecta: Coste marginal cero y precio cero. El producto habría llegado a un punto en el que la solución eficiente es el precio cero. Ya no se cambiaría por dinero, ya no sería mercancía: la desmercantilización habría llegado como producto de la evolución del mercado. Es una idea sugestiva. Pero vayamos a las críticas. La primera crítica del ejemplo anterior sería que solo sería cierto para un cierto número de copias, pero si nuestro servidor pasara cierto punto crítico, tendríamos que incrementar el ancho de banda y en realidad, si lo viéramos a largo plazo, tendríamos un coste variable creciente y por tanto un coste marginal positivo. Pero esto en realidad solo es cierto si solo hay un servidor desde el que descargar el producto. Si lo compartimos en una red P2P, como las que se crean con el protocolo bittorrent estaríamos en un escenario radicalmente diferente: cada nueva descarga, cada nuevo usuario, significaría un lugar posible de descarga más para el siguiente. Cuantas más personas «consumieran», menos le tocaría aportar a cada uno de los que ya forman parte de la red. No solo estaríamos bien asentados en el coste marginal cero, en el límite, el coste total soportado por cada uno sería también cero. Este es solo un ejemplo de la lógica de la abundancia producida por las redes distribuidas. Y a los efectos red como el descrito, habría que añadirle un elemento más: la drástica reducción de los costes de transacción que aparece cuando la red social real une comunidades identitarias.
  • 21. Los costes de transacción son otro concepto de la Teoría económica. Se crearon para explicar por qué, si los mercados tienden a la eficiencia, la gente no se pone a producir las cosas por su cuenta, contratando los factores de producción y hasta la coordinación del proceso ad hoc. Es decir, los costes de transacción son la explicación primaria de la existencia de empresas. Incluyen cosas como el coste de negociar con proveedores y clientes, los derivados de la necesidad de obtener información y los de supervisar a proveedores y clientes. Todos ellos tienen que ver con las asimetrías de información y con la desconfianza entre los sujetos, es esa desconfianza la que hace racional montar una empresa, es decir una institución, un conjunto de contratos, que va a permanecer estable en el tiempo. Pero todos esos costes se disipan dentro de una comunidad real -que por definición es una pequeña red distribuida- de personas basada en la confianza. La unión en grandes redes distribuidas de comunidades identitarias solapadas -es decir, que como media cada individuo tendrá más de una comunidad identitaria- es tanto sobre el papel de los modelos como en la realidad posible que nos ha avanzado Internet, el «caldo original» donde germina la abundancia por primera vez, aunque sea en unos pocos ámbitos, a escala masiva. Otra crítica evidente nos recordaría que «en la vida real», las grandes empresas no viven en mercados de competencia perfecta, sino acaparando rentas de todo tipo: rentas de posición, rentas regulatorias… Pero aquí de nuevo, la emergencia de las arquitecturas distribuidas cambia el juego. La clave esta en otro concepto economico: la disipación de rentas. La idea es que la unión de redes distribuidas y globalización erosiona de un modo cada vez más intenso todas las rentas, incluidas las regulatorias como la propiedad intelectual. Para entender las causas últimas debemos añadir un factor más: la reducción de las escalas óptimas de producción, resultado del desarrollo tecnológico. El mismo movimiento de fondo que produce una verdadera crisis de las escalas hace que cada vez sean necesarias menores inversiones y menos tiempo para replicar una innovación en cualquier industria, incluidas algunas tan complejas como la farmacéutica. Por eso incluso las rentas de innovación, el beneficio derivado de crear algo nuevo el primero y disfrutar de un pequeño monopolio temporal, son cada vez más breves. Por supuesto, eso no quiere decir que las rentas derivadas de cosas como la legislación de propiedad intelectual o de las regulaciones «hechas a medida» para oligopolios como el eléctrico hayan desaparecido o se hayan anulado en la práctica. Solo quiere decir que, de momento, se ven erosionadas continuamente, en un ciclo inacabable de innovaciones que erosionan rentas, represión legal y nuevas innovaciones, en el que hemos visto caer ya a las industrias audiovisuales, las editoriales y hasta la producción de energía, y que a largo plazo parecen reforzar la extensión de
  • 22. tecnologías y redes cada vez más distribuidas y opacas para el estado. Los mimbres desde los que pensar una sociedad de la abundancia están ya entre nosotros. Algunos, como el desarrollo vertiginoso de la productividad o la posibilidad de costes marginales nulos, ya estaban en los utopistas y los economistas del XIX. Otros, como el papel de la reducción de escalas, las redes distribuidas y lo comunitario, solo han aparecido con claridad en las últimas tres décadas.
  • 23. El fin de las divisiones productivas La cultura en la que fuimos criados es el producto de milenios de escasez. Por eso nos es más fácil imaginar una sociedad de la abundancia como negación de buena parte de lo que conocemos y damos por sentado que como afirmación de un proyecto cuyos elementos están al alcance de nuestra mano. Sin embargo, el desarrollo sin precedentes de la productividad durante los últimos doscientos años, la eclosión de las redes distribuidas y las primeras experiencias sociales de abundancia en Internet, han empezado a mostrar claramente esbozos del mundo posible en el presente. Hoy, imaginar la sociedad de la abundancia es, en cada vez más campos, llevar el presente, un presente radicalmente diferente del de los orígenes del industrialismo, al límite. Un ejemplo especialmente interesante es la división del trabajo. En la Economía clásica, empezando por Adam Smith y su famoso ejemplo de la producción de alfileres, la especialización se entiende como parte del esfuerzo social por la mejora de la productividad. Es decir, como parte del camino hacia la abundancia. Dividir el trabajo en tareas precisas y sustituir a personas por máquinas conforme el desarrollo tecnológico lo hacía posible, fue el corazón de la revolución industrial que transformó el mundo entre los siglos XVIII y XX. De la manufactura a la fábrica robótica, la especialización de tareas no solo revolucionó la productividad sino que alentó la especialización de saberes, y del mismo modo que nunca se había podido producir tanto, tampoco nunca antes se había desarrollado tanto el conocimiento. Pero con el desarrollo de los servicios y la incorporación masiva de las tecnologías de la información, el conocimiento se convierte en herramienta directa de la producción en una escala nueva. Los procesos de producción se confunden con los de comercialización y comunicación. Las empresas comienzan a demandar personas con algo más que una especialidad. Lo que hasta entonces había estado reservada a ingenieros y unos pocos técnicos, se multiplica por todos los saberes que las nuevas industrias entienden enlazan sus cada vez más sofisticadas herramientas y productos. En un principio esta tendencia, a la que Juan Urrutia llamó el pluriespecialismo, aparece sobre todo en el nuevo sector tecnológico que se consolida desde los setenta. Pero la industria de la innovación ligada a la informática personal primero y a Internet después, es una industria muy particular: en EEUU sus pioneros están influidos abiertamente por las lecturas sesentayochistas de la abundancia, en Europa por una nueva ética del trabajo centrada en el conocimiento que pronto se expresará en el software libre. En una fecha tan temprana como 1984, el escritor Bruce Sterling describe en su novela «Islas en la red» el siguiente diálogo lleno de reminiscencias de los relatos clásicos de la sociedad abundancia: -¿… una especie de directora de hotel? -En Rizome no tenemos puestos de trabajo, doctor Razak. Sólo cosas que hacer y personas que las hacen. -Mis estimados colegas del Partido de Innovación Popular podrían llamar a esto ineficiente. -Bueno, nuestra idea de la eficiencia tiene más que ver con la realización personal que con, hum, las posesiones materiales -Tengo entendido que un amplio número de empleados de Rizome no trabajan en absoluto.
  • 24. -Bueno, nos ocupamos de los nuestros. Por supuesto mucha parte de esta actividad se haya fuera de la economía del dinero. Una economía invisible que no es cuantificable en dólares. -En ecus, querrá decir -Sí, lo siento. Como el trabajo del hogar: ustedes no pagan ningún dinero por hacerlo, pero así es como sobrevive la familia, ¿no? Sólo porque no sea un banco no quiere decir que no exista. Un inciso, no somos empleados de, sino asociados. -En otras palabras, su línea de fondo es alegría lúdica antes que beneficio. Han reemplazado ustedes el trabajo, el humillante espectro de la producción forzada, por una serie de variados pasatiempos como juegos. Y reemplazado la motivación de la codicia con una red de lazos sociales, reforzados por una estructura electiva de poder. -Sí, creo que sí…, si comprendo sus definiciones. -¿Cuánto tiempo transcurrirá hasta que eliminen enteramente el trabajo? Lo que hace esta escena especialmente interesante es que el personaje interrogado es miembro de una comunidad igualitaria transnacional. La intuición de Sterling aúna tecnologías entonces apenas esbozadas -de hecho en la novela no se usa Internet sino una suerte de híbrido del fax y el correo electrónico- con la herencia cooperativa y los valores comunitarios ensalzados en el sesentayocho americano. La profecía corresponderá en apenas una década con la realidad naciente de la primera industria ligada a la abundancia: el software libre. Ligadas a ella aparecen las primeras empresas que rompen con la jerarquización obsesiva de la empresa industrial. Como argumenta en 2000 Pekka Himanen en su famoso ensayo sobre la ética hacker, en las industrias del conocimiento el trabajo en equipos autogestionados es, sencillamente, más productivo. Además, en ese momento Internet ya está reestructurando las formas de relación. Los hackers, acostumbrados a la igualdad en la conversación y al trabajo en red como iguales, ensayarán formas de organización «planas» basadas en la conversación entre individuos «pluriespecializados». Además, al calcar redes de relaciones entre pares que se dan en un espacio conversacional, tenderán a ser transnacionales, limitadas si acaso por las fronteras de la lengua. Este incipiente movimiento no quedará en el mundo del software: la consultoría, la edición digital, el diseño gráfico, y en general todos los servicios que primero pasan a comercializarse directamente a través de Internet, son el punto de partida natural de estos primeros experimentos de comunidades transnacionales de pluriespecialistas, pero no su lugar de llegada. El desarrollo de la productividad y las nuevas formas llegará al mundo industrial en su forma más radical como «economía directa»: pequeños grupos de amigos diseñan productos, los financian con preventas y crowdsourcing dentro de comunidades de afinidad, los mandan fabricar en la vieja industria reconvertida en «impresora 3D» y los distribuyen a través de la red. Como resultado, los trazos de la abundancia aparecen en cada vez más lugares alrededor de nuestra vida. La tendencia podría resumirse hoy en: pluriespecialismo, transnacionalidad y organización no jerárquica de la empresa. Si los llevamos al límite podemos entrever los rasgos principales del trabajo en una sociedad de la abundancia: desaparecen la especialización obsesiva y con ella las identidades profesionales como
  • 25. las conocemos; se recupera así el ideal del conocimiento como un todo; en correspondencia, los grupos de proyecto, formados y motivados por el propio placer de crear y descubrir, no por la necesidad de ganar un salario, calcan pequeñas comunidades identitarias no jerarquizadas que no respetan otras fronteras que las de la afinidad de objetivos y medios. Y algo esencialmente nuevo en lo que profundizaremos más adelante: desaparece la división entre productor y consumidor. Producir y consumir no son ya dos funciones separadas, se funden en una sola a en la idea de comunidad. Una sociedad de la abundancia es una sociedad en la que lo productivo no está separado de la investigación, la conversación y el conocimiento como si fueran mundos distintos y el conocimiento mismo no está escindido en saberes profesionalizados y mercantilizados. Es una sociedad donde la comunidad será directamente productiva, sin divisiones.
  • 26. La cultura material de la abundancia Los arqueólogos llaman «cultura material» a todos esos objetos que expresan una forma de vida y por tanto traducen a lo cotidiano la relación que una sociedad tiene con la Naturaleza. Es curioso lo poco conscientes que somos de ello, pero de la casa del fuego lar a la de «la cocina económica» media el paso a la era industrial y de ahí a la casa con nevera eléctrica y placa de inducción hay todo un salto en el desarrollo de la ciencia y la tecnología. La cultura material es la forma en que las capacidades de transformación y el conocimiento llegan a nuestra vida diaria. August Bebel, uno de los últimos artesanos gremiales alemanes, padre y teórico de la socialdemocracia alemana de preguerras, dedicó en 1879 su principal obra a hacer una historia del lugar ocupado por las mujeres en la evolución de los sistemas económicos, mostrando cómo no eran las diferencias intelectuales entre los sexos o las ideologías morales las que habían colocado a la mujer en un papel de verdadera esclavitud doméstica, sino las necesidades de los distintos sistemas históricos de organización de la producción. Fue la primera obra que abrazaba este tipo de enfoque. Es difícil ser conscientes hoy de hasta que punto resultó rompedor y tuvo impacto en toda Europa; en Rusia fue difundido incansablemente por Alexandra Kolontai y en España lo editó por sus propios medios Emilia Pardo Bazán. Lo más interesante hoy de «La mujer en el pasado, en el presente y en el porvenir» -reeditado hoy como «La mujer y el socialismo»- son seguramente los capítulos finales. En ellos Bebel intenta imaginar una sociedad en la que desaparece el trabajo doméstico como resultado de la aplicación de la ciencia y la tecnología a las labores cotidianas. Construye por primera vez un imaginario para el socialismo futuro a partir de lo que en la época son tecnologías punteras, carísimas y prácticamente inaccesibles. La cocina equipada con luz y fogones eléctricos es la ideal. ¡Se acabaron el humo, las quemaduras y los olores desagradables! La cocina parece un taller amueblado con todo tipo de aplicaciones técnicas y mecánicas que rápidamente realizan las tareas más duras y desagradables. Vemos los peladores de frutas y patatas, aparatos para quitar pepitas y semillas, cortadores de carne y mantequilla, molinillos para café y especias, corta hielos, sacacorchos, sierras de pan y cientos de otras máquinas y aplicaciones, todas eléctricas, que permiten a un número relativamente pequeño de personas, sin excesivo trabajo, preparar una comida para cientos de comensales. Y lo mismo es verdad para equipos de limpieza doméstica y hasta para limpiar platos. No deja de llamar la atención que, enfrentado a la desnutrición crónica de los obreros y campesinos europeos de su época, Bebel haya perdido en su mirada sobre el futuro el espíritu hedonista de su amigo Lafargue. Pero lo que no olvida es que el trabajo doméstico es una actividad productiva, que la forma social de organizar esa actividad productiva es la que está enclaustrando en un lugar subalterno a las mujeres de su época y que la clave para su emancipación, como la de toda la sociedad, está en poner en marcha alternativas, lo que implica generar y aplicar conocimiento. La preparación de la comida ha de ser llevada a cabo tan científicamente como cualquier otra actividad humana con el objetivo de hacerla tan ventajosa como sea posible. Esto requiere
  • 27. conocimiento y equipo adecuados. Bebel lleva a la cultura material la proyección del desarrollo tecnológico de su época. Pero no puede imaginar esas tecnologías más que a las escalas en que es viable entonces. Cocina eléctrica… para cientos de personas; lavavajillas para grandes comedores comunitarios. Esta limitación de la escala, perfectamente coherente con alguien que imaginaba el socialismo como «el sistema de Correos» le lleva a postular «la abolición de la cocina privada» como corolario lógico a la de la propiedad privada. Para millones de mujeres la cocina privada es una institución extravagante en sus métodos, que las limita en tareas interminablemente monótonas y les hace perder tiempo, robándoles la salud y el buen ánimo, una institución que no es sino un objeto de angustia diaria, especialmente cuando los medios son escasos como lo son en la mayoría de las familias. La abolición de la cocina privada será la liberación para un sinnúmero de mujeres. La cocina privada es una institución tan anticuada como el pequeño taller mecánico. Ambos representan una innecesaria e inútil pérdida de materiales y tiempo de trabajo. Bebel entiende que el hogar y la producción están ligados por el grado de desarrollo tecnológico y por tanto comparten una misma lógica de escala, la escala que hace un uso eficiente de los recursos. En 1879, cuando se publica el libro, esta escala era mucho mayor que hoy, por eso el debate que abrió se fundió pronto con los movimientos del urbanismo «higienista» -que bebían como el propio Bebel de la experiencia fourierista de Guisa– y acabó dando lugar a lo que hoy se conoce como «cohousing». Y es que Bebel tuvo no pocos seguidores. Todavía en 1901 Lily Braun publicó «Frauenarbeit und Hauswirtschaft» donde defendía la «Einküchenhaus», el edificio de una sola cocina, como una forma de liberar a las mujeres obreras del trabajo doméstico. Braun organizó una campaña de donaciones en la prensa socialdemócrata -un «crowdfunding» muy típico en la época- que le llegó para encargar planos a un equipo de arquitectos y fundar una sociedad para financiar su construcción, la «Haushaltsgenossenschaft». Pero nunca consiguió los capitales para pasar a la siguiente fase: construir el bloque de sesenta viviendas con comedor comunal, guardería y cocina cooperativizada que, visto hoy, es el primer proyecto de «cohousing» documentado de la Historia. La reducción de las escalas en las tecnologías domésticas tardaría todavía en llegar. Los primeros prototipos de cocinas eléctricas para hogar son de los años veinte. Hubo que esperar a la segunda posguerra mundial para que los primeros modelos de fogones y hornos eléctricos primero y una nube de nuevos electrodomésticos como los que imaginaba Bebel después, fueran llegando a las casas trabajadoras. No hizo falta una revolución social para eso, solo el desarrollo tecnológico que permitió una reducción general de las escalas. Porque donde Bebel llevaba razón era en que la organización del ocio y el tiempo «reproductivo» de una sociedad encaminada a la abundancia iba a reflejar las lógicas y la tecnología de la organización productiva. Pero el tiempo y el desarrollo científico-técnico llevarían la promesa de la abundancia a un lugar muy lejano de esas grandes fábricas y oficinas de Correos que imaginaba. Con la economía directa y la producción p2p la alta productividad vuelve al taller y en paralelo podemos imaginar la abundancia doméstica de nuevo a pequeña escala, mucho más allá del cohousing e incluso de los
  • 28. destellos comunitaristas de hoy. De hecho, de lo que nos habla la producción p2p de contenidos culturales en redes distribuidas, un mundo donde la abundancia pisa ya terreno firme, es de que la diversidad se multiplica en abundancia. No es que todo sea «larga cola», es que la cola de la distribución de preferencias tiende a ser mayor que la superficie alrededor de la media. La media tiende a convertirse en poco más que una referencia. El mundo de la abundancia, el mundo distribuido y diverso, puede ser imaginado como el opuesto al de la recentralización. Podemos intuir un mundo transnacional, plurilingüe y comunitario donde la búsqueda de un hacer significativo para cada uno impregne el diseño de las cosas, y las cosas en vez de pretender sustituir y compensar las carencias y frustraciones de un modo de trabajar insatisfactorio, pretendan servir al modo en que cada cual quiera construir su vida. Por eso, aunque seguramente sea muy pronto para deslindar el fondo de las modas en los primeros productos de economía directa y la primera producción industrial p2p, parece emerger ya un cierto patrón. Una corriente de fondo donde el «no logo» y la búsqueda de una estética de lo genérico de los noventa se ha ido transformando en minimalismo y la vindicación del «diseño honesto». Así que parece que en el mundo abundante tendríamos una media de objetos «honestamente» funcionales y una larguísima y potente cola de personalizaciones y estéticas comunitarias. Lo que sin duda nos aporta la experiencia de las nuevas formas de producción es que conforme nos aproximarnos a la abundancia, más cerca están entre si producción y consumo. ¿Quiero una maquinilla de afeitar? La produzco... o participo en la financiación de la que me gusta o, si ninguna me gusta, la diseño y la propongo a financiación por otros. Cuando para consumir algo haces parte de su producción, tu relación con los objetos cambia radicalmente: se llenan de significado, son «desalienantes». Y es que abundancia en la cultura material significa la posibilidad de reencontrarnos en las cosas que usamos tanto como nos encontramos a nosotros mismos y encontramos a los demás en su producción.
  • 30. El tortuoso camino hacia la abundancia Desde hace ya dos décadas raro es el mes en que los periódicos no nos sorprenden con la valoración supermillonaria de alguna empresa, web o aplicación móvil. Las famosas «rondas de financiación» de las «start-ups», los «hypes» de la prensa cuando alguna se encamina hacia la salida en bolsa y las discusiones eternas sobre sus «perdificios» se han convertido en parte del folkrore empresarial y del runrún mediático. Son en realidad una muestra obscena de las dificultades crecientes del capital para encontrar un lugar en la producción real. Un síntoma más de la sobre-escala del capital financiero que en realidad es la cruz de un proceso cuya cara es que nunca estuvimos tan cerca de la abundancia. Pero eso merece una explicación. A finales del siglo XIX dos estados, Prusia y Japón, descubrieron un atajo al desarrollo: la planificación estatal autoritaria. En principio funcionó y funcionó tan bien que las fuerzas políticas progresistas de la época -la socialdemocracia, una gran parte del liberalismo, el nacionalismo- y hasta sectores del conservadurismo construyeron sus modelos económicos sobre ella. En el límite, el estado soviético nacido de las ruinas de Rusia y su imperio tras la guerra civil, intentó por primera vez la «nacionalización total» de la producción: un sistema planificado y orientado a maximizar la formación y puesta en actividad de las grandes masas de capital necesarias para crear las infraestructuras modernas de un continente, alfabetizar a la población y satisfacer sus necesidades básicas. Y al principio funcionó. Tanto que se convirtió en la ruta a seguir para gran parte de las colonias europeas que accedían a la estatalidad y en la fórmula mágica para desarrollar regiones de los países centrales que habían quedado atrás. Ejemplos cercanos fuera del ámbito de los estados socialistas serían el tejido industrial desarrollado por el franquismo en Asturias o los planes quinquenales peronistas. Todo se basaba en alcanzar rápidamente grandes escalas en el uso de capital y nadie mejor que el estado, a través de empresas públicas o nacionalizadas, para conseguirlo. En realidad, como apuntarían pronto los teóricos de la burocracia en Europa o Galbraith en EEUU, las empresas estatales no se diferenciaban tanto de aquello en lo que se habían convertido las grandes empresas en las economías donde la batuta la llevaba el mercado. El éxito consistía en conseguir empresas de gran escala, con mucho capital, capaces de importar o generar tecnologías nuevas, de contratar a decenas de miles de personas y de producir a su vez los bienes industriales que harían posible aumentar la productividad general del sistema económico. El problema, como a partir de los cincuenta resultaría claro para economistas como Boulding, es que pretender el desarrollo, en el límite la abundancia, sobre unidades productivas hiperescaladas es como intentar llegar al cielo subiendo a un árbol. Al principio parece que irás muy rápido, pero conforme estás más arriba las ramas son más frágiles y finalmente todo tu esfuerzo -aun estando muy lejos del objetivo- acaba centrándose en no caer. Porque cada época tiene un tamaño óptimo de escala que depende de la tecnología y de la dimensión del mercado. A mejor tecnología menor es el tamaño óptimo para una dimensión dada. A partir de ese tamaño, las ineficiencias generadas por la propia forma de organización hacen que todo incremento en el capital o en las personas contratadas, sea contraproducente y el valor producido se
  • 31. reduzca. En las primeras etapas del capitalismo en cada lugar, con todas las grandes infraestructuras básicas por hacer -carreteras, líneas telefónicas, ferrocarriles, saneamientos, etc.- el tamaño óptimo era realmente gigantesco para los niveles de acumulación de recursos que permitía la economía agraria precapitalista. Parecía que «a más escala, mayor crecimiento»… pero precisamente porque funcionó, pronto vendrían los primeros síntomas de crisis. Cuando a partir de 1955 la URSS empieza a hablar de «coexistencia pacífica» con el bloque americano, realmente está hablando de «competencia pacífica». En ese momento, el desarrollo acelerado de la URSS, la extensión de su modelo primero al Este europeo y pronto a buena parte de los países descolonizados de Asia y Africa e incluso a Cuba, generan la impresión de que las formas más centralizadas de capitalismo de estado son las dueñas del futuro. Pero pronto, ya a principios de los sesenta, los números empiezan a no salir. Se le echan las culpas a factores políticos y culturales, pero el hecho es que el gigantismo empieza a fallar… a ambos lados del telón de acero. En el Oeste el mercado premiará un cambio de orientación tecnológica: las tecnologías de la información crecen hasta convertirse en una industria. Están claramente orientadas a mejorar la gestión, es decir, a reducir las ineficiencias de escala. Pero no basta. Hay que ampliar mercados para justificar los tamaños ya alcanzados: la «Comunidad Europea» se convierte progresivamente en un «Mercado Común» y en 1973 se integra una Gran Bretaña a la que ya no basta el mercado preferencial de sus excolonias. A partir de la crisis del 73 los números de los países occidentales y los resultados de sus grandes empresas tampoco dan para ser optimistas. Para los ochenta, la inviabilidad de las empresas industriales de mayor escala, las públicas, es evidente. La sobre-escala industrial se ha convertido en un peligro para la supervivencia del mismo estado. Es la época de la «reconversión» en regiones como Asturias o Flandes y el momento en el que los números del Este europeo -pero también los cubanos- empiezan a no encajar de ninguna manera. En EEUU y Gran Bretaña surge la primera respuesta política a la crisis de las escalas: el neoliberalismo. Básicamente consistirá en una huida hacia delante: se desregulan las finanzas y aparece la financiarización como forma de homogeneizar y por tanto de ampliar al mercado para un capital cuyo uso especulativo está creciendo cada vez más conforme es más difícil emplearlo en las grandes empresas intensivas en capital. El estado re-estructura su relación con las grandes empresas: aumentan de hecho las rentas que reciben, pero lo harán sobre nuevos ejes: se endurece la legislación de propiedad intelectual. La gestión y la informatización se convierten en un verdadero «culto» en el intento de reducir ineficiencias.
  • 32. Cuando el bloque soviético colapse finalmente, «globalizarse» se convertirá en el nuevo mantra. La estrategia neoliberal mira al Este y valora el volumen de ampliación de mercados que se hace posible como un triunfo: habrá reformado el mundo para hacer racionales las dimensiones sobre- escaladas de sus empresas. Globalización y globalización de los pequeños En el camino, ya estamos en los noventa, el desarrollo tecnológico se había acelerado y con él el tamaño óptimo de empresa se había reducido aun más. Aparecen Internet y las grandes redes de telefonía móvil, la liberalización reduce drásticamente los costes de transporte tanto de carga como de personas y empezamos a ver los primeros destellos de abundancia. Pero en una primera fase, el desmantelamiento de las barreras aduaneras parece que va a favorecer fundamentalmente a las multinacionales al permitirles reducir tamaño ganando al menos parte de la eficiencia perdida con la sobre-escala. Es el momento de la «ruptura de las cadenas de valor»: la producción se divide en fases que se subcontratan a PYMEs de países periféricos. Desde la mirada de los países desarrollados se trata de una «deslocalización» de la producción y de una verdadera amenaza a los salarios industriales. Los sindicatos abundarán en la idea de que las empresas cambian los lugares de producción para poder bajar los salarios. El hecho es que lo que hace que los salarios sean bajos en las empresas subcontratistas de estos países es que su productividad es, al principio, menor que la europea y por tanto tienen que compensar la falta de conocimiento y tecnologías reduciendo otros costes. Pero eso va a cambiar por dos vías: la primera es que las PYMEs periféricas aprenderán a coordinar sus propias cadenas sin depender de las marcas de los países centrales aprovechando la reducción de costes de los transportes y la nueva accesibilidad de los mercados centrales. La segunda es que, especialmente en el mercado de bienes de consumo, van a beneficiarse de uno de los primeros productos de la abundancia de despunta: el software libre. El volumen de este último movimiento sobrepasará en menos de un lustro el montante de toda la ayuda al desarrollo de los países desarrollados desde la Segunda Guerra Mundial. El resultado, al que en conjunto se conoce como «globalización de los pequeños» es un aumento desconocido del comercio mundial y la salida de la pobreza extrema de cientos de millones de personas, la mayoría de ellos en Asia. En términos cuantitativos el mayor salto hacia la abundancia de la Historia de la Humanidad. Con ella la productividad de los nuevos países industriales crecerá de forma sostenida aumentando también los salarios y mejorando las condiciones de vida. Pero para el capital es un momento difícil. La escala de los protagonistas del cambio es ya demasiado pequeña y la de los grandes centros financieros demasiado grande, para que los capitales se puedan invertir de manera eficiente en la nueva economía productiva. El resultado será una huida especulativa hacia todo lo «commoditizable» que encontrará un techo a partir del 2007. No es casualidad que la caída de Enron, la empresa que hizo negocio al convertir en «commodities» cosas como el ancho de banda o la electricidad, precediera por poco a descalabro del sistema financiero de los países desarrollados, entrampado en unos productos financieros cuya complejidad no era otra cosa que el resultado de intentar de homogeneizar riesgos más allá de lo razonable.
  • 33. La crisis más larga de la historia del capitalismo mostró sin embargo el camino de la abundancia. Mientras el sistema financiero colapsaba el modelo de empresa que había protagonizado la globalización de los pequeños se estilizaba y universalizaba en lo que John Robb bautizó como economía directa. La economía directa es el punto de encuentro de los vectores de cambio del momento: básicamente supone la sustitución, al mayor grado posible del capital financiero necesario para inmobilizado por el uso comunal libre de conocimiento y del capital necesario para pagar gastos corrientes por ventas adelantadas que muchas veces toman la forma de «crowd funding» en plataformas virtuales. El uso intensivo del software libre convirtió además el ciclo de la producción P2P en un modelo a seguir para toda una suerte de industrias en las que la reducción de escalas óptimas se hacía evidente por el impacto de la economía directa. La aparición de impresoras 3D, de los rudimentos de un hardware libre multipropósito (como Arduino) y la evolución de buena parte del movimiento hacker hacia lo «maker», marcan a día de hoy un horizonte en el que, más que nunca, podemos hablar del camino hacia la abundancia no solo en el mundo de los inmateriales, sino en el de producciones industriales tradicionales. Más allá de la crisis, vivimos un momento histórico fascinante. Ante nuestros ojos el desarrollo tecnológico ha reducido el tamaño óptimo de las empresas hasta un nivel que en cada vez más ocupaciones pueden realizarse eficientemente en un ámbito local o comunitario, incluso distribuirse globalmente. Muchas de ellas se apoyan en mayor o menor medida en el resultado de un ciclo productivo de nuevo tipo en el que capital y mercado se resignifican, disipando las rentas y generando abundancia. El camino hacia la abundancia no es ya una propuesta ni un sueño utópico. Es un curso real, un movimiento económico y social que se da en paralelo a la descomposición de las viejas formas y que nos ofrece una nueva promesa superadora de la escasez, la guerra y el colapso. Pero como toda promesa de toda época histórica, no está destinada a hacerse realidad, no tiene una existencia al margen de la voluntad y el hacer de las personas y comunidades reales que han de convertirla en tiempo presente. Solo es un resultado posible, un horizonte hacia el que avanzar y por el que luchar. La pregunta que trataremos de responder en las siguientes páginas es cómo.
  • 34. Economía Directa Hacia el año 2010, John Robb conocido por sus esfuerzos en el desarrollo teórico de la resiliencia, decidió hacer una consultoría sobre sí mismo. Se proyectaba como un agente económico y descubrió que contaba con diferentes recursos que no estaba utilizando. Incorporarlos a su actividad, contribuiría a disminuir su dependencia de su fuente económica principal -la consultoría. John Robb diseñó una cesta de actividades, y se concentró en ponerlas en marcha. Pasaba a ser un pequeño productor agrícola, a alquilar diferentes espacios en su casa, además de vender horas de asesoría mediante telepresencia, escribir libros y mantener su blog. Empezó a referirse a este fenómemo como «Economía directa», una fórmula que le permitía distribuir sus ingresos a través de diferentes actividades, todas ellas desintermediadas. Si John llegaba a este planteamiento buscando la reinvención de la familia norteamericana como unidad productiva resistente a las crisis, en las Indias en ese mismo momento comenzábamos a sentar las bases de la Economía directa como resultado de la aplicación del conocimiento libre y la disminución de las escalas de producción. En nuestra mirada la Economía Directa agrupaba a toda una serie de actividades productivas y comerciales de pequeñísima escala que gracias a Internet estaban ganando un gran alcance con bajísimas necesidades de financiación. De hecho, la combinación de software y conocimiento libre, preventas online y «crowdfunding» estaba ahorrando ya a un número creciente de proyectos la búsqueda de accionistas y créditos. Por otro lado el floreciente mundo de las «apps» para móviles estaba sirviendo de modelo a todo un nuevo sector de micro PYMEs industriales. Un sector centrado sobre todo, aunque no únicamente, en la electrónica de consumo, que utilizaba la industria tradicional como una suerte de gigantesca impresora 3D para fabricar a bajo precio tiradas cada vez más bajas de todo tipo de productos. Es decir, la potencia de la Economía directa no reside en la posibilidad de obtener ingresos extras de bienes de consumo subutilizados (casa, coche, herramientas…), que es el «core» del consumo colaborativo, sino en las posibilidades que ofrecen las redes, la desintermediación, la desfinanciarización y la «comodificación» del trabajo industrial para salir al mercado con productos innovadores teniendo una escala pequeñísima. La economía directa es la expresión más radical de la reducción de la escala óptima de las empresas. El desarrollo de las tecnologías a lo largo de las últimas décadas del siglo XX y de lo que llevamos de siglo XXI ha hecho posible que la fabricación de objetos sofisticados, desde teléfonos móviles a automóviles eléctricos sea accesible para grupos de personas realmente pequeños. Los cambios que proyecta son tan radicales como sorprendentes. En primer lugar, y aunque parezca una obviedad, el que los creadores de un proyecto industrial consigan financiar su producción sin necesidad de ceder propiedad es una verdadera novedad histórica. A fin de cuentas, el sistema económico que hemos conocido y habitado durante todo el tiempo de nuestras vidas se llamaba capitalista porque se consideraba a aquellos que aportaban el capital como los dueños legítimos de una empresa.
  • 35. En segundo lugar, si esto es posible no solo es gracias a las ventas adelantadas o las donaciones de particulares que llegan por Internet. Se debe también a que la gran mayoría de estas empresas utilizan intensivamente software libre, es decir, se benefician de un capital previo al que acceden libre y gratuitamente. Lo que sustituye al capital monetario es, en menor medida el valor del propio aporte creativo y técnico de los emprendedores y en mayor medida, conocimiento previo acumulado bajo una forma comunal y gratuita. Dicho de otra forma, en el núcleo de la Economía Directa vemos ya la transformación del capital en conocimiento libre, la aplicación directa del conocimiento a la producción sin necesidad de ese mediador, hasta ahora necesario, que era el capital social y el crédito. Esto es algo más que una feliz coincidencia histórica. La Economía directa es el cambio en los modos de organización productiva que tienen lugar cuando la escala óptima de producción se acerca a la dimensión comunitaria. Si miráramos la estructuras de las empresas de la Economía Directa, encontraríamos que en su mayoría están compuestas por grupos de 6 a 10 personas. Trasladan el conocimiento que poseen, diseñan y ofertan productos en el mercado. Comunidad de conocimiento concreto y comunidad de producción tienden a fundirse, mientras el conocimiento acumulado toma una forma directamente útil, libre y accesible: el comunal. Antes de entrar en las consecuencias sociales y filosóficas de todo esto, que son importantísimas desde el punto de vista de la abundancia, es interesante detenernos un minuto para observar cómo las grandes empresas multinacionales se han unido a este movimiento como forma de paliar las ineficiencias crecientes de su propia sobre-escala. En cuanto a productos, es cada vez más habitual habitual escuchar el anuncio de campañas de preventa o incluso de producción a demanda: minimizan la inversión inicial al tiempo que permiten probar en el mercado un nuevo producto. Hoy, compañías como Sony, miden rutinariamente el éxito de nuevas líneas de negocio con segundas marcas en plataformas de «crowd funding», buscando minimizar incluso el riesgo reputacional de un posible fracaso. El uso de crowdfunding como vía de capitalización de un proyecto se ha naturalizado. Otra tendencia creciente en la incorporación de la Economía directa por los gigantes de escala es realizar ofertas directas de participaciones («DPO» en inglés). Una fórmula que permite a una empresa suscribir y administrar directamente las participaciones sin recurrir a un intermediario. Empresas como Ben&Jerry’s la utilizaron como vía de financiación de su expansión en EE.UU y hacia Europa. La compañía tiene la posibilidad de escoger a quién va dirigida la oferta, pudiendo por ejemplo ser exclusiva a sus trabajadores y familiares, o a los ciudadanos de la ciudad en la que tiene su sede. A nivel de desarrollo local, el uso de las DPOs por las empresas abre la posibilidad de organizar a nivel local sistemas de fondos al que se sumen las empresas locales y en el que los ciudadanos-inversores tomen participaciones de los negocios. De ese modo, no solo se generarían fondos para impulsar el desarrollo, también aumentaría el control social y democrático de las empresas. Mientras tanto, la oferta de servicios a través de Internet, es aprovechada por profesores de idiomas, entrenadores personales, terapeutas, nutricionistas… el acceso a los servicios a través de un click se
  • 36. ha vuelto algo cada vez más frecuente. Internet opera como agente desintermediador entre cliente y proveedor. Se produce un aumento de la oferta, que incentiva la diferenciación por precio entre los competidores, pero también anima a innovar en el diseño de servicio o en la experiencia de usuario. Macroempresas y profesionales son dos caras de la misma moneda. Ambos se benefician de la reducción de la escala óptima de producción al aproximarse ésta a una dimensión comunitaria. Pero esto no es, ni de lejos, lo más relevante. Estamos hablando de pequeños grupos en los que la diferencia entre conocimiento, conocimiento aplicado y práctica se diluyen. En los que el paso a producción no requiere del capital como algo externo y superior capaz de reorganizar todo el proceso a su imagen y semejanza. En grupos así, la división del trabajo y la jerarquía se atenúan como nunca antes en empresas comerciales. La Economía directa es el lugar natural del «pluriespecialismo». El punto de convergencia de las tendencias de la Economía directa es la «comunidad productiva»: un grupo de personas cuyo conocimiento se convierte de forma directa en producción y cuyo proceso de generación de conocimiento se confunde con el proceso productivo. Pero más allá, hay todavía más. Un espacio aun más cerca de la abundancia que se alimenta de este nuevo mundo comunitario: la producción p2p.
  • 37. Producción P2P Cuando ahora miramos hacia atrás, parece claro que el modo de producción p2p comenzó a tomar forma a finales de los noventa, cuando la eclosión de «Linux» convirtió el software libre en un fenómeno social y productivo de primer orden. En la época, sin embargo, pocos llegaron tan lejos. La mayoría se quedó en algo que era importante también y que lo liga a la lógica y la ética de la abundancia: su origen en el movimiento hacker. Para los hackers el conocimiento es un motivo en si mismo para la producción y en general para la vida y el trabajo en comunidad. No aprenden para producir más o mejor, producen para saber más. Como aprender es su móvil, su vida no puede ser dividida entre tiempo de trabajo y tiempo «libre». Todo el tiempo es libre y por tanto productivo, ya que el hacker defiende el pluriespecialismo como modo de vida. La libertad es el valor principal, materialización de la autonomía personal y comunitaria. El hacker no reclama a otros -gobiernos o instituciones- que hagan lo que considera debe hacerse, lo hace por si mismo directamente. Si reclama algo es que sean retiradas las trabas de cualquier tipo (monopolios, propiedad intelectual, etc.) que le impiden a él o su comunidad enfrentar su producción. En este marco de valores nació la primera gran victoria del software libre: construir un sistema operativo libre completo, Linux. Nunca más el movimiento hacker sería ya parte del underground. Un nuevo comunal electrónico aparecía ante los ojos de millones de personas. Pronto, profunda pero rápidamente, esto cambiaría para siempre a la industria estrella de la década anterior. Pasaría de unas pocas empresas de gran escala a un sistema de gran alcance con muchos pequeños grupos, proyectos y empresas que reposaban sobre un único, pero multiforme, diverso y dinámico comunal. No mucho después el ciclo y la estructura de producción del software libre, aparecería en otro campos. No por casualidad, la producción de objetos culturales inmateriales -música, literatura y creación audiovisual- había aprovechado la tecnología p2p antes que otros. Pero por lo mismo había sufrido también el ataque de las nuevas legislaciones sobre propiedad intelectual azuzadas por la industria cultural de gran escala. En este modelo, el centro del ciclo es el comunal de conocimiento: inmaterial, gratuito y de libre uso por todos. Es la forma característica del capital en la producción entre pares. De este punto de partida nacen nuevos proyectos. Como no hay autoridad central, pueden ser evoluciones de anteriores proyectos del comunal -incluso personalizaciones para necesidades concretas- o pretender distintos, verdaderamente nuevos, objetivos. De esta manera se produce nuevo conocimiento en el proceso de su materialización y desarrollo.
  • 38. Cada nuevo aporte se incorpora directamente al comunal, centro de la acumulación p2p, pero también salen al mercado donde posiblemente aparezca incorporado a servicios de personalización, producción y mantenimiento vendidos por pequeñas empresas o individuos. Es importante señalar hasta qué punto mercado y capital se definen en el modo de producción p2p de modo fundamentalmente distinto al sistema actual. La clave para comprenderlo es el concepto de «renta». Renta es todo beneficio extraordinario, generado fuera del mercado, a causa del lugar ocupado por la empresa. Monopolios «naturales» -normalmente generados por la «sobre-escala»-, monopolios legales (como la propiedad intelectual) y tratos de favor regulatorios son los orígenes más comunes de rentas empresariales. Todas estas rentas desaparecen en el ciclo de producción p2p. Como había predicho Juan Urrutia, sólo una renta permanece: la producida temporalmente por la innovación. Quien crea nuevas tecnologías o productos tiene un breve tiempo para aprovecharse de su soledad en el mercado antes de que el paso de los nuevos conocimientos al procomún permita a otros ofrecerlo, «disipando» las rentas de innovación para sus creadores y comenzando de nuevo el ciclo sin ventajas para nadie. Como, en el límite, el mercado solo paga el valor del trabajo contenido en los servicios, las empresas necesitan innovar constantemente para ganar las cortas rentas temporales de las sucesivas innovaciones. Por eso el modo de producción p2p es una verdadera máquina de producir abundancia, que acumula bajo la forma de un siempre creciente y universalmente utilizable comunal de
  • 39. conocimiento. Todo ello sin necesitar un control central, una jerarquía ni organizaciones de gran escala. Hablar hace 10 años de diseñar y producir objetos sin ser un capitán de industria, podía sonar a locura o considerarse un síntoma de exposición continuada a novelas de ciencia ficción. En un mundo que tras la revolución digital disfrutaba de los primeros destellos de abundancia en bienes intangibles, la sola idea de producción física llevaba de vuelta a una época que se sentía superada y limitante; algo que si seguía en funcionamiento era por la pura necesidad de proveer objetos cotidianos: coches, ordenadores o electrodomésticos de todo tipo. En 2008 dos equipos, uno en la Universidad de Bath en el Reino Unido, y otro en las Indias, competían por completar el desarrollo de la «RepRap», una máquina capaz de imprimir objetos al punto de replicarse a si misma. Pronto los repositorios de conocimiento libre comenzaron a orientarse también hacia el mundo de la producción. En un primer momento, condicionadas por las propias máquinas y por los materiales que utilizan proliferaron piezas de pequeño tamaño: figuras y muñecos para juegos de mesa son los objetos más populares de los primeros repositorios. Con la «RepRap», se materializaba el primer paso hacia la fábrica en casa. De forma natural, las impresoras 3D convertían el hardware y el diseño en los aliados naturales del software libre. De hecho, lo más importante es que el nuevo campo replicaba, para bienes cada vez más cercanos a la producción industrial, el ciclo de la producción p2p. No es solo que se esté consolidando un nuevo modo de producir, es que está sostenido en las grandes tendencias económicas y tecnológicas de nuestra época, a las que, además, impulsa. Porque todo este comunal inmaterial sostenido sobre Internet, acelerará cada vez más la reducción de la escala óptima de producción hasta convertir a la impresora 3D en el símbolo de un futuro que se intuye ya de altísima productividad y bajísima escala. La posibilidad de utilizar conocimiento libre -con precio de partida cero- reduce sustancialmente el capital necesario para la puesta en marcha de una empresa. Software, patentes, formación técnica… partidas que eran sustanciales en el plan de negocio de cualquier PYME de los 90 y que justificaban buena parte de la inversión, simplemente empiezan a desvanecerse. Una de las principales trabas para comenzar un proyecto de producción industrial, el capital, disminuye de forma sustancial. Lo que Marx había pensado como la «trampa» básica del capitalismo -la imposibilidad de convertir salarios en capital- es cada vez menos un problema. En una época donde las cualificaciones medias son más altas que lo que habían sido nunca, la sustitución de capital monetario por conocimiento directo pone al alcance de grupos tan pequeños como una comunidad real producir por si mismos. Simultáneamente a la reducción de las escalas óptimas de capital, se hacen viables también escalas de producción menores. Tradicionalmente pequeñas tiradas cargan con costes unitarios más elevados. Además con poco volumen de producción distribuir se convierte en una pesadilla y las negociaciones con los canales tradicionales en un imposible. El producto se ve limitado a mercados de cercanía. Y aquí es cuando entran en juego Internet y las comunidades virtuales. Al formarse comunidades conversacionales basadas en estilos de vida y preferencias similares, lo que antes eran «restos