1. El positivismo en América Latina
La fuerza que el positivismo tiene en Argentina -y también en Latinoamérica-
a fines del siglo XIX, remite al proceso de formación del Estado nacional. El
liberalismo del período independentista, a partir de los 80 se ve reforzado
por el positivismo comteano y spenceriano a los efectos de pensar un país
ordenado e integrado.
Es en esta instancia donde la ideología positivista cumple “un papel
hegemónico, tanto por su capacidad para plantear una interpretación
verosímil de estas realidades nacionales cuanto por articularse con
instituciones que -como las educativas, jurídicas, sanitarias o militares-
tramaron un sólido tejido de prácticas sociales en el momento de
consolidación del Estado y de la nación. De hecho, la incorporación más plena
al mercado mundial y las tareas de homogeneizar las estructuras sociales
para tornar gobernables a países gobernantes a países provenientes del
período de enfrentamientos civiles pos-independentistas coincidieron con
una etapa de centralización estatal y con la penetración y difusión de la
filosofía positivista.”(véase Terán. Positivismo y nación)
Es un momento también en el que la incorporación de las economías del
subcontinente al mercado capitalista mundial, tanto en la Argentina como
otros países latinoamericanos, generan conflictos y tensiones donde
confluyen distintas ideologías que dan su propia versión de la realidad. Si
bien, es la ideología positivista la que constituye la matriz mental dominante
en el período 1880-1910, surge también en el terreno político cultural una
crítica a la expansión del orden industrial burgués con el modernismo
espiritualista...
De cualquier manera, es el discurso positivista quien mejor interviene en la
tarea de hacerse cargo de la invención de un modelo de país, como de
explicar los efectos no deseados del proceso de modernización en curso. En
la diagramación del modelo bajo la matriz positivista, las instituciones tienen
2. un rol fundamental en el proceso de centralidad del Estado; las mismas
“trazan el límite en cuyo interior se asimilarían los sectores integrables a la
modernidad, en tanto que la variable coercitiva operaría también
institucionalizadamente expulsando de él las fracciones pre o extra
capitalistas renuentes a incorporarse a la estructura nacional”.
Pero este modelo de país no puede trasladarse en forma mecánica a todo el
territorio americano. El mismo encuentra trabas u obstáculos a la hora de
implementarlo, y abre en el mismo discurso positivista un segundo eje
temático destinado a explicar lo que Real de Azúa llama los males
latinoamericanos. Estos males latinoamericanos están relacionados a la
presencia en algunos países como México, Bolivia y Perú de un fuerte
componente indígena, como también a la presencia en países como
Argentina, Uruguay por una significativa masa inmigratoria.
Todas estas trabas, impiden hablar del positivismo latinoamericano como un
proceso homogéneo, de desarrollo idéntico en todo el territorio
latinoamericano. En cada país del continente este discurso fue tomando
distintos matices de acuerdo a las características propias de la realidad.
En el caso de Argentina, la presencia de una gran masa inmigratoria -efecto
inesperado de la implementación del proyecto de 1880-, pone en peligro la
estabilidad de la gobernabilidad por lo cual, intelectuales positivistas como
Ramos Mejía, Agustín Álvarez, Carlos Octavio Bunge y José Ingenieros entre
otros, tomaron para sus obras el tema del “fenómeno multitudinario” como
eje central sobre el cual replantear el problema nacional.
De los autores citados, consideramos más significativas las figuras de Ramos
Mejía e Ingenieros. Ellos son los que mejor ilustran el aporte que la mirada
biologicista hace sobre el discurso positivista a la hora de replantear la
cuestión nacional. Y en el caso de Ingenieros, la mirada comteana y
spenceriana se cruza a su vez con otras líneas teóricas y políticas como el
economicismo marxista, el modernismo esteticista, el antiimperialismo
político.
3. Hacia las primeras décadas del siglo XX, la ciudad de Buenos Aires había
perdido las características de “gran aldea”, para transformarse en una ciudad
moderna y cosmopolita a raíz de la llegada masiva de los inmigrantes al país.
Esta modernización trae nuevos conflictos sociales que agudizan otros que ya
estaban latentes. Por un lado, la conformación de nuevos sectores populares
urbano ,en su mayoría formado por extranjeros- comienzan a exigir atención
por parte del Estado y de los sectores dirigentes. Y por otro lado, el mercado
de trabajo moderno, irá conformando en el seno de la clase obrera nuevos
movimientos de masas, ligados a las ideas anarquistas y socialistas.
Todas estas situaciones generan una gran tensión, y en muchos casos
terminarán en enfrentamientos violentos.
El problema de la nacionalización de las masas y su relación con la ‘cuestión
social’ es clave en este momento. Y a esto puede sumársele el reclamo que
se venía haciendo desde 1890 al sector oligárquico por parte de la Unión
Cívica, en reclamo de la ampliación del poder político.
En respuesta a este problema, aparece la necesidad dentro las elites
dominantes de encauzar estos conflictos a través del Estado, en la medida
que éstas ven al inmigrante como un elemento disgregador de la sociedad. Y
las formas que utilizan para resolverla son, coactivamente, a través de la Ley
de Residencia de 1902 y la Ley de Seguridad en 1910; y a través de las
instituciones de “captación” como ser la Asistencia pública, el sistema de
educación común se trata de minimizar el conflicto.