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La primera vez que a Rembrandt Bedoya se le apareció su
abuela fue en el remolino de un caldo que preparaba a la
una de la madrugada. La cocina del restaurante se hallaba
en silencio: Rembrandt no había encendido ni siquiera el
extractor; sobre su cabeza solo zumbaba una barra de luz
fluorescente. El espinazo de gamitana, un pez amazónico
que se alimenta de los frutos que caen al río, soltaba su
esencia en el agua mientras Rembrandt cortaba en dados
su carne blanquecina. Rembrandt pensaba que, por lo ge-
neral, no era buena idea combinar esa hora de la madru-
gada con el filo de su Santoku: habría bastado una fracción
de pestañeada para que ese cuchillo con perfil de tren bala
le rebanara un dedo. Pero no tenía ni una pizca de sueño.
Al contrario. Se sentía más alerta que nunca y, por eso mis-
mo, no podría decirse que el sorpresivo diálogo que se dio
a continuación se haya debido al cansancio: una vez que
Rembrandt hubo terminado de cortar el pescado, cogió la
cuchara de palo para probar el caldo. Sopló el líquido para
no quemarse y dio un sorbo minúsculo que fue suficiente
para dar su aprobación. La costumbre hizo que le diera
una última vuelta al caldo, y fue en ese instante cuando le
pareció que dos hoyuelos que se formaron en el líquido lo
miraban, como cuando de niño cometía alguna trastada. El
momento fue fugaz, pero la pregunta que irrumpió en el
aire no dejó su cabeza hasta mucho tiempo después.

                             13
¿Qué estás haciendo, Rembo?
    La voz, en efecto, era de su abuela materna. No la ha-
bía escuchado en más de veinte años, pero era imposible
que hubiera olvidado la caricia de su acento cantarín, tan
propio de Loreto. La sorpresa lo dejó estático. Además,
le entró un raro temor a responder la pregunta con sin-
ceridad: era obvio que su abuela no le había preguntado
lo que estaba haciendo literalmente frente a aquella olla.
En su voz había un reclamo, tal vez una preocupación por
los últimos sucesos de su vida. Rembrandt no pudo evitar
acordarse de Marcia y de Cristina, y tuvo un súbito acceso
de pudor. Por eso —y a pesar de estas súbitas reflexiones—
Rembrandt empezó a hablar de lo que hacía levantado a
esa hora, pero no de la razón del desvelo.
    Estoy buscando un plato, abuela. Un plato que dé la vuelta al
mundo.
    Ni bien lo dijo se sintió estúpido.
    «Si quisiera un plato que diera la vuelta al mundo, crea-
ría un platillo volador», pensó. Apagó la hornilla del caldo
mientras en su cabeza se encendía una inquietud: ¿sabría
su abuela qué había sido de su vida? Se suele creer que los
muertos lo saben todo, se dijo. Pero, ¿y si no fuera así? ¿Y
si la muerte fuera una dimensión separada por completo
de la nuestra? Rembrandt separó dos camotes y se dispuso
a quitarles la piel con un cuchillo pequeño. La voz le salió
delgada, como la cáscara del tubérculo, pero se fue robus-
teciendo.
    Soy cocinero, mamucha. Uno de los mejores, en un país que
quiere ponerse entre los mejores. En tus tiempos no era así, ¿re-
cuerdas? Ni siquiera en los míos: tú estuviste cuando le dije a mi
papá que me iba a dedicar a esto. Tú viste su cara, era el Misti a
punto de erupcionar.
    Cuando los camotes estuvieron pelados, Rembrandt
se puso a rallarlos. Las pequeñísimas láminas naranjas se

                               14
fueron amontonando con ritmo, al compás de sus pala-
bras. ¿Te acuerdas cuando te ayudaba a rallar yuca para hacer
rosquitas? ¿O cuando hacíamos tus platos de la selva? He estu-
diado en grandes institutos, me he codeado con grandes chefs,
pero jamás podré igualar el tacacho que solías hacer.
    Tú decías que el truco estaba en la manteca del chancho, pero
creo que te equivocaste, mamucha. El truco está en que fuiste la
primera: tú moldeaste mi lengua a ese plato. Ninguno de los que
vendrán serán iguales a ese que me hacías con amor. El amor es
un ingrediente de la comida, solo que es invisible en la receta.
Rembrandt cogió un paquete de harina y la hizo llover en
montículo sobre la mesa de acero. Luego batió un huevo
en un pocillo de cerámica y lo colocó junto a la harina.
    Al final, como quien juega un tres en línea, dispuso el
camote rallado.
    Como ves —si es que en verdad me puedes ver— me he con-
vertido en el nieto feo que jamás imaginaste. Recuerdo que me lla-
mabas «mi duendecillo», «mi chullachaquito», y que lo decías con
cariño. Pero creo que me he convertido, más bien, en un ogrillo. Y
no estoy hablando solo del aspecto físico. No, mamucha.
    Rembrandt estiró la mano y agarró una sartén de acero
inoxidable que colgaba a poca altura. Le dio la vuelta y allí
apareció su cara morena, coronada por un cráneo rapado.
Sus ojos verdes, achinados. Su nariz grande, semita. Le hizo
una mueca a su imagen, y también aparecieron sus dientes
grandes, como granos de choclo, idénticos a los de su padre.
Luego colocó la sartén sobre un fuego azul potente.
    Una vez un borracho me dijo «siete razas» en una discoteca.
El tipo era enorme. Yo soy bajito, mamucha, y por eso mismo la
sangre se me sube más rápido a la cabeza. Me abalancé sobre él y
agradezco que nos hayan separado, si no el tipo me hubiera masa-
crado. Ahora ese apodo ya no me parece tan malo. Si soy un «siete
razas», entonces soy la cocina peruana encarnada. Lo que nos hace
interesantes es esa mescolanza. «Fusión», le dicen los pitucos. Soy el

                                  15
hijo de una señora nacida junto al Amazonas, y de un arequipeño
que nació al pie de un volcán. Dime, mamucha, si de esa mezcla
no puede salir un plato interesante.
    La mano derecha de Rembrandt cogió un dado de pes-
cado. Lo envolvió en harina, y luego lo pasó por el hue-
vo batido. Pero antes de soltarlo en el aceite hirviendo lo
revolcó en camote rallado, hasta que el cubo adquirió la
textura de un animal erizado. El rugido del aceite cuando
el pescado cayó provocó que Rembrandt salivara. Era una
buena señal. Repitió la operación rápida y constantemente
y, en menos de tres minutos, la sartén ya se había converti-
do en un círculo donde nadaban media docena de bocados
crocantes. Rembrandt cogió la espumadera que había se-
parado para ese momento, y los cubos humeantes pasaron
a descansar sobre un plato con papel secante. ¿Sabes? En
unos meses voy a dar una conferencia en España. En Madrid Fu-
sión. Es una feria muy importante de gastronomía. Es un honor,
mamucha. Es un privilegio viajar hasta allí, y que los mejores co-
cineros del mundo dediquen una hora para escucharlo solo a uno.
A eso me refería con el platillo que dé la vuelta al mundo: quizá
sea la única vez que esos tipos importantes estén pendientes de mis
manos y de mi hornilla. Si no los deslumbro en ese instante, quizá
nunca tenga otra oportunidad. ¿Por qué no me ayudas? Tú eras
buena, abuela. Me acuerdo que una vez se te ocurrió hacer un jua-
ne con arroz chaufa, y no te salió nada mal. A veces me pregunto
si no te habré sacado a ti este gusto por la cocina.
    Hacía un rato que el caldo de la gamitana había pasa-
do a formar parte de una salsa de cocona. La mano ágil de
Rembrandt cogió un poco con una cuchara y latigueó un
rastro amarillo sobre el pescado envuelto en camote crocan-
te. Rembrandt se acordó entonces de una película que había
visto sobre la vida de Jackson Pollock. Recordó a Ed Ha-
rris interpretando al pintor, agachado en su estudio, descu-
briendo que sus trazos frenéticos podían cumplir mejor su

                                16
tarea si es que se convertían en latigazos de pintura, y se dijo
que a su padre le habría encantado verla en el cine: siempre
había admirado la vida de los grandes pintores.
   Aunque Pollock era un borracho, mamucha. Un verdadero
borracho.
   Rembrandt cogió entonces un tenedor, y pinchó uno de
los dados de pescado. Se lo llevó a la boca sin prisa, pos-
tergando lo más posible el momento inevitable. El encuen-
tro fue el esperado: las láminas de camote estaban dulces y
crocantes, y escondían una textura de músculo suave, pero
elástico. Rembrandt había creado, casi sin querer, una es-
pecie de panko andino. Pero una mueca de disgusto le tor-
ció el rostro. Ya lo había intuido, en verdad, pero esta era
una de esas ocasiones en que tener la razón era lo último
que hubiera querido: la gamitana es un pez delicioso, y no
merecía esconder su sabrosura detrás de un disfraz que lo
opacaba. Rembrandt empujó el plato a un costado y lo tapó
con un pliego de papel toalla: pensó dárselo al portero del
restaurante unas horas después. Colocó el pocillo de huevo
batido en el lavadero, arrojó los restos del camote rallado
a la basura, y se dispuso a pasarle un trapo húmedo a los
restos de harina sobre la mesa. Quizá fue por la torpeza
que tarde o temprano otorga la madrugada, o por el afán
de terminar rápidamente la tarea tediosa, que la mano se
le desvió un poco, lo suficiente para hacer que un huevo
cayera de la mesa al suelo. Fue un brevísimo estallido que
dejó a la yema como un punto de color sobre el linóleo
gris. Rembrandt se agachó con el trapo húmedo y, por ra-
zones que solo el inconsciente conoce, recordó la primera
vez que vio una gallina abierta en un mercado: al ver las
yemas de los futuros huevos en las entrañas del animal,
no pudo reprimir una mezcla de asco y fascinación. Unos
años después, cuando su mamá le explicó que tenía cáncer,
recordó a la gallina, y se imaginó que así debían ser los

                               17
tumores escondidos en su cuerpo. Rembrandt se acercó al
lavadero y dejó que el chorro del grifo lavara el trapo. Lo
exprimió y luego lo estiró sobre la mayólica del costado.
Caminó hacia la puerta sacudiéndose las manos y, antes de
salir, apagó la luz.
   Chao, mamucha.
   El aullido de una sirena lejana fue la única respuesta.




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  • 1. 1 La primera vez que a Rembrandt Bedoya se le apareció su abuela fue en el remolino de un caldo que preparaba a la una de la madrugada. La cocina del restaurante se hallaba en silencio: Rembrandt no había encendido ni siquiera el extractor; sobre su cabeza solo zumbaba una barra de luz fluorescente. El espinazo de gamitana, un pez amazónico que se alimenta de los frutos que caen al río, soltaba su esencia en el agua mientras Rembrandt cortaba en dados su carne blanquecina. Rembrandt pensaba que, por lo ge- neral, no era buena idea combinar esa hora de la madru- gada con el filo de su Santoku: habría bastado una fracción de pestañeada para que ese cuchillo con perfil de tren bala le rebanara un dedo. Pero no tenía ni una pizca de sueño. Al contrario. Se sentía más alerta que nunca y, por eso mis- mo, no podría decirse que el sorpresivo diálogo que se dio a continuación se haya debido al cansancio: una vez que Rembrandt hubo terminado de cortar el pescado, cogió la cuchara de palo para probar el caldo. Sopló el líquido para no quemarse y dio un sorbo minúsculo que fue suficiente para dar su aprobación. La costumbre hizo que le diera una última vuelta al caldo, y fue en ese instante cuando le pareció que dos hoyuelos que se formaron en el líquido lo miraban, como cuando de niño cometía alguna trastada. El momento fue fugaz, pero la pregunta que irrumpió en el aire no dejó su cabeza hasta mucho tiempo después. 13
  • 2. ¿Qué estás haciendo, Rembo? La voz, en efecto, era de su abuela materna. No la ha- bía escuchado en más de veinte años, pero era imposible que hubiera olvidado la caricia de su acento cantarín, tan propio de Loreto. La sorpresa lo dejó estático. Además, le entró un raro temor a responder la pregunta con sin- ceridad: era obvio que su abuela no le había preguntado lo que estaba haciendo literalmente frente a aquella olla. En su voz había un reclamo, tal vez una preocupación por los últimos sucesos de su vida. Rembrandt no pudo evitar acordarse de Marcia y de Cristina, y tuvo un súbito acceso de pudor. Por eso —y a pesar de estas súbitas reflexiones— Rembrandt empezó a hablar de lo que hacía levantado a esa hora, pero no de la razón del desvelo. Estoy buscando un plato, abuela. Un plato que dé la vuelta al mundo. Ni bien lo dijo se sintió estúpido. «Si quisiera un plato que diera la vuelta al mundo, crea- ría un platillo volador», pensó. Apagó la hornilla del caldo mientras en su cabeza se encendía una inquietud: ¿sabría su abuela qué había sido de su vida? Se suele creer que los muertos lo saben todo, se dijo. Pero, ¿y si no fuera así? ¿Y si la muerte fuera una dimensión separada por completo de la nuestra? Rembrandt separó dos camotes y se dispuso a quitarles la piel con un cuchillo pequeño. La voz le salió delgada, como la cáscara del tubérculo, pero se fue robus- teciendo. Soy cocinero, mamucha. Uno de los mejores, en un país que quiere ponerse entre los mejores. En tus tiempos no era así, ¿re- cuerdas? Ni siquiera en los míos: tú estuviste cuando le dije a mi papá que me iba a dedicar a esto. Tú viste su cara, era el Misti a punto de erupcionar. Cuando los camotes estuvieron pelados, Rembrandt se puso a rallarlos. Las pequeñísimas láminas naranjas se 14
  • 3. fueron amontonando con ritmo, al compás de sus pala- bras. ¿Te acuerdas cuando te ayudaba a rallar yuca para hacer rosquitas? ¿O cuando hacíamos tus platos de la selva? He estu- diado en grandes institutos, me he codeado con grandes chefs, pero jamás podré igualar el tacacho que solías hacer. Tú decías que el truco estaba en la manteca del chancho, pero creo que te equivocaste, mamucha. El truco está en que fuiste la primera: tú moldeaste mi lengua a ese plato. Ninguno de los que vendrán serán iguales a ese que me hacías con amor. El amor es un ingrediente de la comida, solo que es invisible en la receta. Rembrandt cogió un paquete de harina y la hizo llover en montículo sobre la mesa de acero. Luego batió un huevo en un pocillo de cerámica y lo colocó junto a la harina. Al final, como quien juega un tres en línea, dispuso el camote rallado. Como ves —si es que en verdad me puedes ver— me he con- vertido en el nieto feo que jamás imaginaste. Recuerdo que me lla- mabas «mi duendecillo», «mi chullachaquito», y que lo decías con cariño. Pero creo que me he convertido, más bien, en un ogrillo. Y no estoy hablando solo del aspecto físico. No, mamucha. Rembrandt estiró la mano y agarró una sartén de acero inoxidable que colgaba a poca altura. Le dio la vuelta y allí apareció su cara morena, coronada por un cráneo rapado. Sus ojos verdes, achinados. Su nariz grande, semita. Le hizo una mueca a su imagen, y también aparecieron sus dientes grandes, como granos de choclo, idénticos a los de su padre. Luego colocó la sartén sobre un fuego azul potente. Una vez un borracho me dijo «siete razas» en una discoteca. El tipo era enorme. Yo soy bajito, mamucha, y por eso mismo la sangre se me sube más rápido a la cabeza. Me abalancé sobre él y agradezco que nos hayan separado, si no el tipo me hubiera masa- crado. Ahora ese apodo ya no me parece tan malo. Si soy un «siete razas», entonces soy la cocina peruana encarnada. Lo que nos hace interesantes es esa mescolanza. «Fusión», le dicen los pitucos. Soy el 15
  • 4. hijo de una señora nacida junto al Amazonas, y de un arequipeño que nació al pie de un volcán. Dime, mamucha, si de esa mezcla no puede salir un plato interesante. La mano derecha de Rembrandt cogió un dado de pes- cado. Lo envolvió en harina, y luego lo pasó por el hue- vo batido. Pero antes de soltarlo en el aceite hirviendo lo revolcó en camote rallado, hasta que el cubo adquirió la textura de un animal erizado. El rugido del aceite cuando el pescado cayó provocó que Rembrandt salivara. Era una buena señal. Repitió la operación rápida y constantemente y, en menos de tres minutos, la sartén ya se había converti- do en un círculo donde nadaban media docena de bocados crocantes. Rembrandt cogió la espumadera que había se- parado para ese momento, y los cubos humeantes pasaron a descansar sobre un plato con papel secante. ¿Sabes? En unos meses voy a dar una conferencia en España. En Madrid Fu- sión. Es una feria muy importante de gastronomía. Es un honor, mamucha. Es un privilegio viajar hasta allí, y que los mejores co- cineros del mundo dediquen una hora para escucharlo solo a uno. A eso me refería con el platillo que dé la vuelta al mundo: quizá sea la única vez que esos tipos importantes estén pendientes de mis manos y de mi hornilla. Si no los deslumbro en ese instante, quizá nunca tenga otra oportunidad. ¿Por qué no me ayudas? Tú eras buena, abuela. Me acuerdo que una vez se te ocurrió hacer un jua- ne con arroz chaufa, y no te salió nada mal. A veces me pregunto si no te habré sacado a ti este gusto por la cocina. Hacía un rato que el caldo de la gamitana había pasa- do a formar parte de una salsa de cocona. La mano ágil de Rembrandt cogió un poco con una cuchara y latigueó un rastro amarillo sobre el pescado envuelto en camote crocan- te. Rembrandt se acordó entonces de una película que había visto sobre la vida de Jackson Pollock. Recordó a Ed Ha- rris interpretando al pintor, agachado en su estudio, descu- briendo que sus trazos frenéticos podían cumplir mejor su 16
  • 5. tarea si es que se convertían en latigazos de pintura, y se dijo que a su padre le habría encantado verla en el cine: siempre había admirado la vida de los grandes pintores. Aunque Pollock era un borracho, mamucha. Un verdadero borracho. Rembrandt cogió entonces un tenedor, y pinchó uno de los dados de pescado. Se lo llevó a la boca sin prisa, pos- tergando lo más posible el momento inevitable. El encuen- tro fue el esperado: las láminas de camote estaban dulces y crocantes, y escondían una textura de músculo suave, pero elástico. Rembrandt había creado, casi sin querer, una es- pecie de panko andino. Pero una mueca de disgusto le tor- ció el rostro. Ya lo había intuido, en verdad, pero esta era una de esas ocasiones en que tener la razón era lo último que hubiera querido: la gamitana es un pez delicioso, y no merecía esconder su sabrosura detrás de un disfraz que lo opacaba. Rembrandt empujó el plato a un costado y lo tapó con un pliego de papel toalla: pensó dárselo al portero del restaurante unas horas después. Colocó el pocillo de huevo batido en el lavadero, arrojó los restos del camote rallado a la basura, y se dispuso a pasarle un trapo húmedo a los restos de harina sobre la mesa. Quizá fue por la torpeza que tarde o temprano otorga la madrugada, o por el afán de terminar rápidamente la tarea tediosa, que la mano se le desvió un poco, lo suficiente para hacer que un huevo cayera de la mesa al suelo. Fue un brevísimo estallido que dejó a la yema como un punto de color sobre el linóleo gris. Rembrandt se agachó con el trapo húmedo y, por ra- zones que solo el inconsciente conoce, recordó la primera vez que vio una gallina abierta en un mercado: al ver las yemas de los futuros huevos en las entrañas del animal, no pudo reprimir una mezcla de asco y fascinación. Unos años después, cuando su mamá le explicó que tenía cáncer, recordó a la gallina, y se imaginó que así debían ser los 17
  • 6. tumores escondidos en su cuerpo. Rembrandt se acercó al lavadero y dejó que el chorro del grifo lavara el trapo. Lo exprimió y luego lo estiró sobre la mayólica del costado. Caminó hacia la puerta sacudiéndose las manos y, antes de salir, apagó la luz. Chao, mamucha. El aullido de una sirena lejana fue la única respuesta. 18