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Recuerdos de otro
ENTRÉ AL BAÑO Y ME ENJUAGUÉ la cara. En el momento en que el agua fría tocó mi
piel, vino repentino el recuerdo de su adiós con la mano. Debajo del dintel de la puerta con
su adiós en la mano. Tenía la seguridad de no conocer su rostro, y sin embargo, su recuerdo
incuestionable allí en mi mente, perfectamente nítido; sus ojos verdes, su sonrisa clara, su
preciosa tristeza, su adiós… o su chau… pero parecía un adiós. Nada más que eso.
Camino al trabajo fui pensando en ese extraño recuerdo surgido de la nada. Me pregunté
si no estaría relacionado con los ejercicios que había comenzado a practicar hacía unas dos
semanas. Unos ejercicios ridículos que me tenían obsesionado al punto tal de producirme
insomnio y pesadillas. Pensé también que en realidad este raro suceso podía ser
consecuencia de las mismas pesadillas y el insomnio.
Lo de los ejercicios se me ocurrió un día durante el almuerzo en la plaza. Martes sobre
el pasto, sandwichito de milanesa, olor a verde, botellita de coca-cola, sol en la espalda,
pajaritos entre las ramas, pajaritos ilusorios tal vez, invento de nuestras ansias de libertad.
Un hombre de anteojos rojos estaba sentado a algunos metros en uno de los bancos de la
plaza, entregado a la contemplación. Me quedé mirándolo mientras el sándwich desaparecía
de mis manos. Me pregunté en qué pensaría; la mirada errante… por dónde vagaría su
mente, qué mundo verían sus ojos. Su vida separada de la mía, dos ríos paralelos. Me
pregunté qué es lo que nos mantiene nadando en nuestro río sin poder cruzar al de los otros,
qué nos mantiene tan poderosamente atados a nuestros cuerpos. Y me pregunté, finalmente,
si realmente estamos atados a nuestros cuerpos o no. Una verdadera y absurda estupidez de
martes en la plaza. Pero se me dio por pensar, y cuando uno suelta la cuerda, la imaginación
vuela como un pajarito, como esos de mentira que revolotean en las ramas entre medio de
los de verdad (los de verdad son los más opacos, lógicamente). Y mi imaginación voló, y
entonces comencé con los ejercicios; el hombre de anteojos fue mi conejillo de indias. Una
verdadera estupidez. Me concentré profundamente durante un largo rato; lo miré, lo
estudié, traté de meterme detrás de sus lentes rojos, de irme a él, pero nada. Lógico, sólo un
primer ensayo.
Descubrí que el hombre iba allí todos los mediodías… o se pasaba allí todo el día
(ahora sé que no era el día entero, porque recuerdo que en la siesta, él - o yo - pasaba a
matear un largo rato con Calvetti hasta tarde). Cuando yo salía a almorzar él ya estaba allí,
contemplando la vida. Su invariable rutina me permitió repetir los ejercicios los días
siguientes. Pero luego de nueve o diez días, lo inesperado; comenzaron las pesadillas y el
insomnio. El hombre de pronto se levanta de su banquito de plaza, se acerca hacia mí,
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furioso, me sujeta por el cuello y aprieta como una tenaza mientras grita algo inentendible y
escupe con su aliento a moho. O yo que me levanto a buscar la ropa y me encuentro al
hombre dentro del placard con su insípida cara gris, sus anteojos rojos y vistiendo mi
camisa blanca. Gutierrez, me puse tu camisa, Gutierrez, permiso, me voy a la plaza Ramiro
Gutierrez, Ramiro Anastasio Gutierrez. Anastasio, tu abuelo el de la foto del living de la
casa de tu padre, Anastasio, absurdo Anastasio, no lo vas a lograr, absurdo Anastasio. El
sudor en mi rostro, la paz de despertar de un mal sueño y el hartante insomnio dos, tres
horas más, hasta el amanecer.
Aparte de las pesadillas, no había ocurrido nada particular hasta la aparición de aquel
primer recuerdo al enjuagarme la cara. Debajo de la puerta con su adiós en la mano. La
plaza me quedaba casi de camino al trabajo, para pasar por allí debía desviarme sólo tres
cuadras. Estaba ansioso por ver al hombre, pero me contuve; era tarde.
Dejé la bici, entré a la panadería, saludé a Gloria (rellenita, simpática, unas facturas
como no hay en todo el barrio) y me puse a atender al primer cliente. Pan calentito, aroma a
pan calentito… ese aroma siempre enredado con mil recuerdos, aquí y en la china. Un
chinito amarillo sintiendo aroma a pan calentito y recordando las manos de su abuela china
dejando un pancito humeante entre sus manos, medio a escondidas para que su papá chino
no lo viera y no gritara todas esas cosas en ese mandarín imposible del sur que hablaba él.
Entré a la cocina, tomé uno de los fuentones del horno y al apoyarlo medio distraído
sobre la mesada me rozó un dedo. Sentí el intenso calor en la yema. Te voy a extrañar
Carmen, pero son sólo algunas semanas, no te preocupes. Cuidate Horacio, cuidate ¡que
hacen unos fríos por esas rutas!, te amo Horacio. Y Carmen diciendo adiós con la mano.
Bastante bonita y joven, hermosa en mi recuerdo, y triste. Me chupé el dedo en forma
instintiva y el dolor de la quemadura se alivió suavemente. Carmen… no conozco ninguna
Carmen. Carmen te quiero, Carmen te adoro, Carmen quiero casarme con vos, pero no
tenemos plata Horacio, qué van a decir mis padres, dónde vamos a vivir, mi padre es un
cascarrabias y no quiero que vivamos con ellos, no importa Carmen, no importa,
alquilamos un cuartito, algo, lo que sea mi vida, mi cielo, mi alma. No conozco a ninguna
Carmen, definitivamente no conozco ni conocí a ninguna Carmen. Volví al mostrador
chupándome todavía el dedo que ya comenzaba a doler de vuelta un poco. Un kilo de pan y
un cuartito de masitas, quince pesos, gracias.
Que me duele un poco la cabeza Gloria, sacá el pan en diez minutos, que salgo un rato
a fumar un cigarrillo, que no, que no va a ser peor, que necesito tomar aire. No sólo fue el
adiós con Carmen y la propuesta de matrimonio, también fueron sus ojos verdes, recuerdo
bien; absurdo, sus manos blancas y suaves jugando en mi pelo, sus caricias, sus besos
3
detrás de la oreja. El recuerdo de mi corazón latiendo fuerte… tum-tum-tum. Me empezó a
entrar como nostalgia, una nostalgia amarga, pena, pena gris y ojos húmedos. Absurdo, no
conozco a Carmen, por más que la recuerde, y… por más que la ame aún, que estúpido. Y
no sólo fue Carmen… fue también la ruta, la Renault 12 rural fundida en la estación de
Venado Tuerto, la llovizna persistente y el viento helado y la pena húmeda.
Terminé el cigarrillo, comencé a caminar, a mirar las vidrieras tratando de distraerme.
Unos zapatos de cuero cada vez más caros, que la inflación en este país es atroz. Una
lámpara con forma de… no sé, alguna cosa horrible y medio chueca que vale como tres
pares de zapatos. Un hombre que ofrece cambio, cambio, cambio, casi sin abrir la boca…
como un robot. Un puesto de comidas y un teléfono viejo en desuso, y yo poniendo
monedas de mil australes, una tras otra, todas pasando de largo. ¡Clik, clak, clik, clak!
Quiero hablarte Carmen, pero estas estúpidas monedas de aluminio están mal hechas y este
teléfono de porquería no anda. La comunicación en este país es atroz Carmencita, que se
fundió la Renault pero que aquí un hombre dice que no me preocupe, que tal vez sea la tapa
y en un par de días la tiene lista. Que no llovizna tanto, que no hace tanto frío… que quiero
sentir tu mano jugando en mi pelo y tus besos detrás de la oreja, aunque no pueda decírtelo
Carmencita porque estas monedas de mil están mal hechas.
Estúpidos ejercicios, a qué mente retorcida se le ocurre. Mi cabeza no estaba bien, la
cosa parecía grave. Seguí caminando un poco, ya casi sin mirar vidrieras; a la deriva.
Decidí que si al día siguiente mi mente seguía con ese estúpido juego pediría unos días en
la panadería. Carmen. Quién carajo era Carmen y dónde podía encontrarla. Creo que di un
par de vueltas a la manzana, porque por la calle Vicente Lopez ya había pasado y esa
lámpara ya la vi. No podía recordar cómo había solucionado lo de la Renault, no sé si lo
solucioné… pero recuerdo sí que después la vendí, recuerdo que en ese entonces alquilaba
un cuartito por la zona de Villa Urquiza y tenía una foto tuya en la mesita de luz... un
cuartito muy mal iluminado. También recuerdo algunos gritos apagados detrás de la puerta
de tu casa, yo del lado de afuera <<¡Sólo a vos se te ocurre enamorarte de ese fracasado, no
seas estúpida hija!>> Que no le hagas caso a mi papá, que es un salvaje. Pero me acuerdo
que luego en ese cuartito mal iluminado yo miraba tu foto y recordaba tu adiós con la
mano, y tus ojos verdes húmedos de tristeza. Me acuerdo también de estar en un colectivo
de larga distancia con varias cajas encima… cajas de zapatillas de mala marca, o alguna
baratija… Me detuve, me apoyé en el vidrio de un negocio y me tomé la frente con la
mano, cerrando los ojos. Cambio, cambio, cambio. Recordé que te habías mudado, y que
nos veíamos medio a escondidas al regresar de mis viajes. Qué estas flaco Horacio. Que te
adoro Carmen, mi cielo, mi alma, mi vida, que quiero que nos casemos Carmencita, que
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voy a ahorrar para comprarme el Citroën de Mariano y vamos a alquilar algo un poquito
más grande por la misma plata en Pergamino o en Ayacucho, cerca de los pueblos por
donde más vendo, lejos del loco de tu padre. No conozco a Carmen, no la conozco, no la
conozco, ¡no la conozco! Se me escapó un grito, o eso supongo, porque la gente alrededor
me miraba como indignada, con repulsión, como si tuviera un sapo colgando en la frente.
Su falsa y frágil normalidad fingida; todo mentira, todos tienen sapos colgando en la frente
o de la papada, o bichos más feos; babosas, renacuajos, bagres, sanguijuelas. Decidí ir a la
plaza, bajé de vuelta por Vicente Lopez, tendría que haber ido antes, qué tonto, antes de ir a
la panadería, antes de haber recordado todo esto Carmencita mía.
El hombre estaba allí sentado, con su cara insípida, sus anteojos rojos y la vista
perdida. Esta vez me dirigió una rápida mirada, su cara tomó otro semblante, como más
despierto, pero enseguida volvió a su ensimismamiento habitual. Miré su tapado gastado de
un marrón medio púrpura. Recordé entonces unas vacaciones en Mar del Plata, un invierno
hermoso de playas desiertas al atardecer, vos jovencísima, con el pelo ondulado como lo
tenías entonces, y esos pantalones anchísimos en los pies, muerta de frío, con mi tapado
marrón púrpura que te llegaba casi hasta los tobillos, abrazándome, abrazándome en un
beso que me hizo un nudo de melancolía que subió desde el estómago y se atoró en la
garganta hasta hacerme dar un corto sollozo. Carmencita…
- ¡Oiga, Oiga! ¿qué hace?
Levanté la mirada, estaba arrodillado frente al hombre, cubriéndome la cara con un
pedazo de su tapado que colgaba desde la cintura. Me di cuenta que había llorado, sentía los
mocos en mi nariz y los ojos hinchados. Carmencita, atiné a decir. En su rostro se dibujó
repentinamente una leve sonrisa melancólica, un brillo dulce en los ojos, las cejas
ligeramente arqueadas hacia arriba en un gesto de infinita tristeza que contrastó
profundamente con el gesto de insípida indiferencia que había observado en él hasta ahora.
Entonces lo reconocí. Reconocí el reflejo de su rostro en el espejo retrovisor de la Renault,
en el espejo del hotel mientras me anudaba la corbata, en el vidrio detrás del cuál se veían
fusionados, como una alegoría del enamoramiento, tu rostro y el mío, Carmencita. Llevé
sin pensarlo las manos al rostro del hombre que me miraba ahora asustado. Me invadió un
nerviosismo incontenible. Comencé a gritarle desesperado, <<¡Carmencita, Carmencita,
dónde está Carmencita, dónde está!>> <<¡No lo sé muchacho! No lo sé... …fue hace
tanto tiempo… no lo sé…>>> Me quedé mirándolo fijo a los ojos, tomando aún su rostro,
viendo como comenzaban a formarse las lágrimas que luego corrieron por sus mejillas.
Sentí súbitamente que me ascendía un dolor agudo por la espalda, hasta la cabeza, como si
hubiese recibido una descarga eléctrica. Solté bruscamente el rostro del hombre, me
5
levanté, me di vuelta y comencé a caminar desorbitado, pesadamente, como si mi cuerpo
estuviera entumecido, avejentado. Recuerdo escuchar cómo se iba perdiendo detrás de mí el
sollozo entrecortado del hombre, diciendo aquello, aquello que en ese momento no
comprendí <<¡Gracias muchacho! Gracias por sacarme esta carga de encima, gracias por
llevarte los recuerdos…>>. Me acuerdo que su voz me pareció tan joven y tan… tan
conocida.
Me alejé confundido, caminando dificultosamente con los recuerdos que fluían ahora
como un caudaloso río hacia mi cabeza; la escuela, los pantalones con tirador, la gomina,
dos padres que no eran los míos, la secundaria, la facultad, todo, y Carmencita, clara, nítida,
impecable en mi recuerdo, y su adiós en la mano… en algún lugar que es lo único que no
puedo recordar… y la soledad en mi cuartito de villa Urquiza llorando su retrato, y el
alcohol, y finalmente la resignación, y luego las mañanas en la plaza y en la tarde la
mateada larga y compinche con don Calvetti… De dónde, de dónde venía todo eso. Me
detuve, me apoyé en un ventanal, me tomé el rostro y traté de serenarme, comencé a pensar
en mis cosas, en la panadería, en Gloria y sus facturas de dulce de leche, en los cactus que
trataban de sobrevivir mirando la ciudad desde el balcón de mi cálido departamentito, en
las salidas con los muchachos, en mis últimas vacaciones en Villa Gesell, en mi bici
camino al trabajo, en Gúliber, mi perro, en la música mía y en mi mente desatada, soñadora
y absurda… en mí río, en mí río, en mí río que no se cruza con ningún otro río.
Mi pulso se calmó, hasta me sentí algo adormecido. Hablaría con Gloria para pedir
algunos días y poder sacarme de la cabeza toda esa estupidez que se me había metido… y
dejaría de ir un tiempo a esa plaza. Volvería a almorzar al bar de la vuelta para charlar un
poco con la gente y distraerme. Ahora, luego de cerrar la panadería, iría a mi departamento,
me compraría un cervecita, pediría algo en el delivery y vería en la tele alguna comedia
bien sonsa para despejarme. Sí, todo eso pensé, ya tranquilo, seguro de la única realidad; mi
río. Pero cuando levanté la vista, el ventanal me devolvió mi mirada asustada detrás de
unos anteojos rojos en un rostro avejentado que no era el mío, pero sí, vistiendo un tapado
de un color extraño entre púrpura y marrón, atrozmente gastado, el mismo con el que te
tapabas mientras corrías aquel dulce invierno por la playa, Carmencita mía.
Fin

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Recuerdos de otro

  • 1. 1 Recuerdos de otro ENTRÉ AL BAÑO Y ME ENJUAGUÉ la cara. En el momento en que el agua fría tocó mi piel, vino repentino el recuerdo de su adiós con la mano. Debajo del dintel de la puerta con su adiós en la mano. Tenía la seguridad de no conocer su rostro, y sin embargo, su recuerdo incuestionable allí en mi mente, perfectamente nítido; sus ojos verdes, su sonrisa clara, su preciosa tristeza, su adiós… o su chau… pero parecía un adiós. Nada más que eso. Camino al trabajo fui pensando en ese extraño recuerdo surgido de la nada. Me pregunté si no estaría relacionado con los ejercicios que había comenzado a practicar hacía unas dos semanas. Unos ejercicios ridículos que me tenían obsesionado al punto tal de producirme insomnio y pesadillas. Pensé también que en realidad este raro suceso podía ser consecuencia de las mismas pesadillas y el insomnio. Lo de los ejercicios se me ocurrió un día durante el almuerzo en la plaza. Martes sobre el pasto, sandwichito de milanesa, olor a verde, botellita de coca-cola, sol en la espalda, pajaritos entre las ramas, pajaritos ilusorios tal vez, invento de nuestras ansias de libertad. Un hombre de anteojos rojos estaba sentado a algunos metros en uno de los bancos de la plaza, entregado a la contemplación. Me quedé mirándolo mientras el sándwich desaparecía de mis manos. Me pregunté en qué pensaría; la mirada errante… por dónde vagaría su mente, qué mundo verían sus ojos. Su vida separada de la mía, dos ríos paralelos. Me pregunté qué es lo que nos mantiene nadando en nuestro río sin poder cruzar al de los otros, qué nos mantiene tan poderosamente atados a nuestros cuerpos. Y me pregunté, finalmente, si realmente estamos atados a nuestros cuerpos o no. Una verdadera y absurda estupidez de martes en la plaza. Pero se me dio por pensar, y cuando uno suelta la cuerda, la imaginación vuela como un pajarito, como esos de mentira que revolotean en las ramas entre medio de los de verdad (los de verdad son los más opacos, lógicamente). Y mi imaginación voló, y entonces comencé con los ejercicios; el hombre de anteojos fue mi conejillo de indias. Una verdadera estupidez. Me concentré profundamente durante un largo rato; lo miré, lo estudié, traté de meterme detrás de sus lentes rojos, de irme a él, pero nada. Lógico, sólo un primer ensayo. Descubrí que el hombre iba allí todos los mediodías… o se pasaba allí todo el día (ahora sé que no era el día entero, porque recuerdo que en la siesta, él - o yo - pasaba a matear un largo rato con Calvetti hasta tarde). Cuando yo salía a almorzar él ya estaba allí, contemplando la vida. Su invariable rutina me permitió repetir los ejercicios los días siguientes. Pero luego de nueve o diez días, lo inesperado; comenzaron las pesadillas y el insomnio. El hombre de pronto se levanta de su banquito de plaza, se acerca hacia mí,
  • 2. 2 furioso, me sujeta por el cuello y aprieta como una tenaza mientras grita algo inentendible y escupe con su aliento a moho. O yo que me levanto a buscar la ropa y me encuentro al hombre dentro del placard con su insípida cara gris, sus anteojos rojos y vistiendo mi camisa blanca. Gutierrez, me puse tu camisa, Gutierrez, permiso, me voy a la plaza Ramiro Gutierrez, Ramiro Anastasio Gutierrez. Anastasio, tu abuelo el de la foto del living de la casa de tu padre, Anastasio, absurdo Anastasio, no lo vas a lograr, absurdo Anastasio. El sudor en mi rostro, la paz de despertar de un mal sueño y el hartante insomnio dos, tres horas más, hasta el amanecer. Aparte de las pesadillas, no había ocurrido nada particular hasta la aparición de aquel primer recuerdo al enjuagarme la cara. Debajo de la puerta con su adiós en la mano. La plaza me quedaba casi de camino al trabajo, para pasar por allí debía desviarme sólo tres cuadras. Estaba ansioso por ver al hombre, pero me contuve; era tarde. Dejé la bici, entré a la panadería, saludé a Gloria (rellenita, simpática, unas facturas como no hay en todo el barrio) y me puse a atender al primer cliente. Pan calentito, aroma a pan calentito… ese aroma siempre enredado con mil recuerdos, aquí y en la china. Un chinito amarillo sintiendo aroma a pan calentito y recordando las manos de su abuela china dejando un pancito humeante entre sus manos, medio a escondidas para que su papá chino no lo viera y no gritara todas esas cosas en ese mandarín imposible del sur que hablaba él. Entré a la cocina, tomé uno de los fuentones del horno y al apoyarlo medio distraído sobre la mesada me rozó un dedo. Sentí el intenso calor en la yema. Te voy a extrañar Carmen, pero son sólo algunas semanas, no te preocupes. Cuidate Horacio, cuidate ¡que hacen unos fríos por esas rutas!, te amo Horacio. Y Carmen diciendo adiós con la mano. Bastante bonita y joven, hermosa en mi recuerdo, y triste. Me chupé el dedo en forma instintiva y el dolor de la quemadura se alivió suavemente. Carmen… no conozco ninguna Carmen. Carmen te quiero, Carmen te adoro, Carmen quiero casarme con vos, pero no tenemos plata Horacio, qué van a decir mis padres, dónde vamos a vivir, mi padre es un cascarrabias y no quiero que vivamos con ellos, no importa Carmen, no importa, alquilamos un cuartito, algo, lo que sea mi vida, mi cielo, mi alma. No conozco a ninguna Carmen, definitivamente no conozco ni conocí a ninguna Carmen. Volví al mostrador chupándome todavía el dedo que ya comenzaba a doler de vuelta un poco. Un kilo de pan y un cuartito de masitas, quince pesos, gracias. Que me duele un poco la cabeza Gloria, sacá el pan en diez minutos, que salgo un rato a fumar un cigarrillo, que no, que no va a ser peor, que necesito tomar aire. No sólo fue el adiós con Carmen y la propuesta de matrimonio, también fueron sus ojos verdes, recuerdo bien; absurdo, sus manos blancas y suaves jugando en mi pelo, sus caricias, sus besos
  • 3. 3 detrás de la oreja. El recuerdo de mi corazón latiendo fuerte… tum-tum-tum. Me empezó a entrar como nostalgia, una nostalgia amarga, pena, pena gris y ojos húmedos. Absurdo, no conozco a Carmen, por más que la recuerde, y… por más que la ame aún, que estúpido. Y no sólo fue Carmen… fue también la ruta, la Renault 12 rural fundida en la estación de Venado Tuerto, la llovizna persistente y el viento helado y la pena húmeda. Terminé el cigarrillo, comencé a caminar, a mirar las vidrieras tratando de distraerme. Unos zapatos de cuero cada vez más caros, que la inflación en este país es atroz. Una lámpara con forma de… no sé, alguna cosa horrible y medio chueca que vale como tres pares de zapatos. Un hombre que ofrece cambio, cambio, cambio, casi sin abrir la boca… como un robot. Un puesto de comidas y un teléfono viejo en desuso, y yo poniendo monedas de mil australes, una tras otra, todas pasando de largo. ¡Clik, clak, clik, clak! Quiero hablarte Carmen, pero estas estúpidas monedas de aluminio están mal hechas y este teléfono de porquería no anda. La comunicación en este país es atroz Carmencita, que se fundió la Renault pero que aquí un hombre dice que no me preocupe, que tal vez sea la tapa y en un par de días la tiene lista. Que no llovizna tanto, que no hace tanto frío… que quiero sentir tu mano jugando en mi pelo y tus besos detrás de la oreja, aunque no pueda decírtelo Carmencita porque estas monedas de mil están mal hechas. Estúpidos ejercicios, a qué mente retorcida se le ocurre. Mi cabeza no estaba bien, la cosa parecía grave. Seguí caminando un poco, ya casi sin mirar vidrieras; a la deriva. Decidí que si al día siguiente mi mente seguía con ese estúpido juego pediría unos días en la panadería. Carmen. Quién carajo era Carmen y dónde podía encontrarla. Creo que di un par de vueltas a la manzana, porque por la calle Vicente Lopez ya había pasado y esa lámpara ya la vi. No podía recordar cómo había solucionado lo de la Renault, no sé si lo solucioné… pero recuerdo sí que después la vendí, recuerdo que en ese entonces alquilaba un cuartito por la zona de Villa Urquiza y tenía una foto tuya en la mesita de luz... un cuartito muy mal iluminado. También recuerdo algunos gritos apagados detrás de la puerta de tu casa, yo del lado de afuera <<¡Sólo a vos se te ocurre enamorarte de ese fracasado, no seas estúpida hija!>> Que no le hagas caso a mi papá, que es un salvaje. Pero me acuerdo que luego en ese cuartito mal iluminado yo miraba tu foto y recordaba tu adiós con la mano, y tus ojos verdes húmedos de tristeza. Me acuerdo también de estar en un colectivo de larga distancia con varias cajas encima… cajas de zapatillas de mala marca, o alguna baratija… Me detuve, me apoyé en el vidrio de un negocio y me tomé la frente con la mano, cerrando los ojos. Cambio, cambio, cambio. Recordé que te habías mudado, y que nos veíamos medio a escondidas al regresar de mis viajes. Qué estas flaco Horacio. Que te adoro Carmen, mi cielo, mi alma, mi vida, que quiero que nos casemos Carmencita, que
  • 4. 4 voy a ahorrar para comprarme el Citroën de Mariano y vamos a alquilar algo un poquito más grande por la misma plata en Pergamino o en Ayacucho, cerca de los pueblos por donde más vendo, lejos del loco de tu padre. No conozco a Carmen, no la conozco, no la conozco, ¡no la conozco! Se me escapó un grito, o eso supongo, porque la gente alrededor me miraba como indignada, con repulsión, como si tuviera un sapo colgando en la frente. Su falsa y frágil normalidad fingida; todo mentira, todos tienen sapos colgando en la frente o de la papada, o bichos más feos; babosas, renacuajos, bagres, sanguijuelas. Decidí ir a la plaza, bajé de vuelta por Vicente Lopez, tendría que haber ido antes, qué tonto, antes de ir a la panadería, antes de haber recordado todo esto Carmencita mía. El hombre estaba allí sentado, con su cara insípida, sus anteojos rojos y la vista perdida. Esta vez me dirigió una rápida mirada, su cara tomó otro semblante, como más despierto, pero enseguida volvió a su ensimismamiento habitual. Miré su tapado gastado de un marrón medio púrpura. Recordé entonces unas vacaciones en Mar del Plata, un invierno hermoso de playas desiertas al atardecer, vos jovencísima, con el pelo ondulado como lo tenías entonces, y esos pantalones anchísimos en los pies, muerta de frío, con mi tapado marrón púrpura que te llegaba casi hasta los tobillos, abrazándome, abrazándome en un beso que me hizo un nudo de melancolía que subió desde el estómago y se atoró en la garganta hasta hacerme dar un corto sollozo. Carmencita… - ¡Oiga, Oiga! ¿qué hace? Levanté la mirada, estaba arrodillado frente al hombre, cubriéndome la cara con un pedazo de su tapado que colgaba desde la cintura. Me di cuenta que había llorado, sentía los mocos en mi nariz y los ojos hinchados. Carmencita, atiné a decir. En su rostro se dibujó repentinamente una leve sonrisa melancólica, un brillo dulce en los ojos, las cejas ligeramente arqueadas hacia arriba en un gesto de infinita tristeza que contrastó profundamente con el gesto de insípida indiferencia que había observado en él hasta ahora. Entonces lo reconocí. Reconocí el reflejo de su rostro en el espejo retrovisor de la Renault, en el espejo del hotel mientras me anudaba la corbata, en el vidrio detrás del cuál se veían fusionados, como una alegoría del enamoramiento, tu rostro y el mío, Carmencita. Llevé sin pensarlo las manos al rostro del hombre que me miraba ahora asustado. Me invadió un nerviosismo incontenible. Comencé a gritarle desesperado, <<¡Carmencita, Carmencita, dónde está Carmencita, dónde está!>> <<¡No lo sé muchacho! No lo sé... …fue hace tanto tiempo… no lo sé…>>> Me quedé mirándolo fijo a los ojos, tomando aún su rostro, viendo como comenzaban a formarse las lágrimas que luego corrieron por sus mejillas. Sentí súbitamente que me ascendía un dolor agudo por la espalda, hasta la cabeza, como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Solté bruscamente el rostro del hombre, me
  • 5. 5 levanté, me di vuelta y comencé a caminar desorbitado, pesadamente, como si mi cuerpo estuviera entumecido, avejentado. Recuerdo escuchar cómo se iba perdiendo detrás de mí el sollozo entrecortado del hombre, diciendo aquello, aquello que en ese momento no comprendí <<¡Gracias muchacho! Gracias por sacarme esta carga de encima, gracias por llevarte los recuerdos…>>. Me acuerdo que su voz me pareció tan joven y tan… tan conocida. Me alejé confundido, caminando dificultosamente con los recuerdos que fluían ahora como un caudaloso río hacia mi cabeza; la escuela, los pantalones con tirador, la gomina, dos padres que no eran los míos, la secundaria, la facultad, todo, y Carmencita, clara, nítida, impecable en mi recuerdo, y su adiós en la mano… en algún lugar que es lo único que no puedo recordar… y la soledad en mi cuartito de villa Urquiza llorando su retrato, y el alcohol, y finalmente la resignación, y luego las mañanas en la plaza y en la tarde la mateada larga y compinche con don Calvetti… De dónde, de dónde venía todo eso. Me detuve, me apoyé en un ventanal, me tomé el rostro y traté de serenarme, comencé a pensar en mis cosas, en la panadería, en Gloria y sus facturas de dulce de leche, en los cactus que trataban de sobrevivir mirando la ciudad desde el balcón de mi cálido departamentito, en las salidas con los muchachos, en mis últimas vacaciones en Villa Gesell, en mi bici camino al trabajo, en Gúliber, mi perro, en la música mía y en mi mente desatada, soñadora y absurda… en mí río, en mí río, en mí río que no se cruza con ningún otro río. Mi pulso se calmó, hasta me sentí algo adormecido. Hablaría con Gloria para pedir algunos días y poder sacarme de la cabeza toda esa estupidez que se me había metido… y dejaría de ir un tiempo a esa plaza. Volvería a almorzar al bar de la vuelta para charlar un poco con la gente y distraerme. Ahora, luego de cerrar la panadería, iría a mi departamento, me compraría un cervecita, pediría algo en el delivery y vería en la tele alguna comedia bien sonsa para despejarme. Sí, todo eso pensé, ya tranquilo, seguro de la única realidad; mi río. Pero cuando levanté la vista, el ventanal me devolvió mi mirada asustada detrás de unos anteojos rojos en un rostro avejentado que no era el mío, pero sí, vistiendo un tapado de un color extraño entre púrpura y marrón, atrozmente gastado, el mismo con el que te tapabas mientras corrías aquel dulce invierno por la playa, Carmencita mía. Fin