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PEROCOLLADAS
(1956-1958)
José Luis Coll
Edición:
Julio Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
ÍNDICE
Consecuencias de un partido de fútbol…………………………………………...7
«El Quijote» lo escribió Cervantes……………………………………………….8
Emisión patrocinada………………………..………………….………………....9
El hijo que se comió a sus padres……………….…………………………..…..11
La séptima garambaina……………..………………..……………………….....13
Taxistas taxidermistas……………….…………………………………………..15
Perocolladas…………………………………………………………………......16
Perocolladas…………..……………………..………………..……………..…..17
¡Arriba las pesas!………………………………………………………………..18
Perocolladas: Taxistas……………………….……………………………..……20
Perocolladas………………………..…………..……………….…………….....21
Perocolladas taurinas……….………..……….………..…...…..……………….22
Perocolladas radiofónicas………….…….………….…….……..…………...…23
Síndrome cronológico de la paráfrasis interpolada…………………………..…24
Caperucita verde…………..…………..……….……….……………………….26
Perocolladas silenciosas…………..………………..…………………………....29
Perocolladas lluviosas………………….………..………………………………30
Isabel Calvo de Aguilar...……………….…………..…………………………...31
Perocolladas humorísticas……………………….…………………………..….34
Un ejemplo de los buenos……………..………..………………….……………35
La mujer ideal (de hebra)…………..…………..………….…………………….36
Perocolladas metropolitanas…………..……….…..………………………...….38
Un calvo, pero menos………….……….……..………….………………….….39
Perocolladas amorosas…………..………..………..……….………………..….40
¡Mujer no te fíes de nosotros!………………………………………………...…41
¡Oh, las carnes!………………………………………………………………….43
Perocolladas obesas…………………………………………………………..…44
El hombre que engañaba a las mujeres………………………………………….45
G.T.B. se justifica…………….………..……..………………………………....47
El autobús madrileño……….……….……..……..…….……………………….49
Hazme caso y crece, muchacho……………….………………………………...51
Perocolladas inocentes…………..………………..………..……………………52
Una inocentada llamada transportes…………..………………………………...53
Perocolladas invernales………….…………..…………………………..……...55
La lógica de Don Blas…………..……………..………….………………….....56
Como no soy de Madrid……………………………………………………...…58
4
Consejos a un director de banco………………………………………………...60
El colón de Colón…………………..…………..…………………………..…...62
¡Es una vergüenza!……………….………………..…………………………....64
¡Ay, artistas de mi alma!……..………..………………………………………...66
Filosocollancias……………..………….…………….…………….……….…..68
El serial de las once y cuarto……..……….………………………………...…..70
Filosocollancias…………..………….……..……………………….…………..72
Filosocollancias……………..………..…………..……………….………….....74
Filosocollancias……………..………….………….………………….………...76
Las quejas del mar………..………..………….………………………………...78
Filosocollancias…………..………..………..…………………………………..80
Filosocollancias……………..………….….………..…………………………..82
Mecanógrafa inocente………….……….……..……………………..……….…84
Filosocollancias……………………………………………………………..…..86
Nosotros, los escribanos…………………………………………………….…..88
Carta abierta al amor…………….…………..…………………………………..90
Página del siglo XXX…………..……….………..…….…….………………....91
Filosocollancias siglo XXX………………………………………………….….93
El loco………..……….……..……..…….……………………………………...95
Filosocollancias…………….……..……..…….……….…………………...…..97
Las verdades del barquero……….……..………..……..……………………….99
Precaución, motorista………….…….……..……..………………………..….101
El tontarra de Federico…………….……….…….……….………….……...…103
Filosocollancias de verano……….……….……………………………………105
Timo perfecto……………….………..……………………………………..….107
El pelotillero………….………….……..………….……….…….…………....109
Antirrefranero de la lengua castellana………….………….…………………..111
Nos quejamos sin razón, eso es……..………..………..……………………....113
Regañina a Don Alfonso Paso……………..…………………………………..115
Loada seas, Tabacalera………….……………..……………………………....117
Otelo el celoso…………………………………………………………………119
El buscador de verdad…………………………….……………………...…….121
¡Hay que prosperar, amigos!………………..……………….………………....123
Explicación técnica del satélite artificial………………………………………125
A uno de esos………………………………………………………………..…127
Las colicosas……………………..…………………….……………………....129
Novio y escritor.………………..………….……………………………..……131
¡Revolución!………………………………………………………………..….133
5
El tren…………………………………………………………...……………..134
Mejor son diez millones de pesetas que una paliza…………………………....135
Juanita la huerfanita……………………………………………………………136
Los novios y la luz…………..……….……..……………………………….…138
El recluta sordo…………..……..……..……………..……………………...…139
Perocolladas diversas………..………..………..………..………….……….…140
No está bien ser más alto que su padre……….………….……..……………...141
¿Quién se quiere casar conmigo?…………………………….…………….….142
¡Pobre pavo!….…………….……….……..…..……..……….………...…..…144
Perocolladas varias……………….………..……….…….…………..………..146
Hablando claro se entiende la gente………….…………..…………………....147
Meditación en voz baja…………………….…………..……………….……...149
Yo también voy. ¿Volveré?……………….………….….………….……….....150
El hombre humano piensa mentalmente……….…..…….………………….…151
Carta a Marino Gómez Santos………….……………………………..…….....152
Un hombre feliz……..…………….………….……….…………………...…..153
Mi infinita paciencia…………………..…………………………………..…...155
Ojos de la noche…………..…………..……………………….…………...….157
El hombre que no sabía hacer la pelotilla………..…………………………….159
El realismo en el arte………………..………..………………………………..161
¿Era un loco?…………………………………………………………….…….163
Era tonto…………………………….…………………...………………….....164
Aquí, Raúl……..……………………..…………………………………..…….165
Dos copas…………………….…………..………..………….………………..166
Demasiado viejo para ser tan joven……..……..…..……..………….….……..167
Mucho tiempo bajo el agua, ahoga………..………..………………………….168
¿Quién ama el peligro?………………………………………………………...169
6
7
CONSECUENCIAS DE UN PARTIDO DE FÚTBOL
VER un partido de fútbol, conquistar a una mujer y pegar al casero, son tres
cosas que sólo debemos hacer una vez por semana. Lo demás sería excesivo.
Pero, ¿cuál de las tres cosas podría acarrear peores consecuencias?
Indudablemente, lo del partido. Veamos, es decir, lean ustedes.
Supongamos que en el rectángulo verde se enfrentan el Real Madrid y el
Atlético de ídem. Supongamos (que no cuesta dinero) que estamos casados, que
nuestra esposa nos coge de la solapa y, tras ligero zarandeo, nos suplica
humildemente que la llevemos al encuentro ese. Sigamos suponiendo que no nos
negamos .Y que, efectivamente, vendemos el armario de luna y adquirimos
nuestra opulenta tribuna. Volvemos a suponer (siempre de manera gratuita) que
vence el Madrid y que nuestra “ella” era partidaria de los rojiblancos.
Entonces nosotros, siempre humildes nos limitamos a enseñarle los dientes
con una tímida sonrisa.
—¡Canalla! ¡Bandido! ¿Para esto me has traído al partido? ¡Tú sabías lo que
iba a suceder!
—Pero mujer...
—¡Hipócrita! ¡Sátrapa! ¡Burócrata!
—Pero mujer...
—¡Ya me lo decía mi madre, monstruo!
—Pero mujer...
—¡Calla, imbécil! ¡No seas cínico! ¡Ya sabes que no quería venir!
—Pero mujer...
—Tú no ignorabas que Escudero se tomó una copa de coñac anteayer, y así,
¡claro!
—Pero... Pero...
—¡Que se la hubiera tomado Di Stéfano a ver qué hubiera pasado! ¡Mañana
me voy con mis padres... o con mis madres!, ¡pero lejos de tu lado!
Y así durante siete horas. Le suplicamos, le lloramos, le hacemos comprender
nuestra inocencia; pero sí, sí. Que si quieres arroz, Catalina.
—¡¡No quiero arroz ni nada que venga de ti!!
Pensamos en la separación, pero entonces ella...
—¡Ay, Dios mío, qué hombre! ¡Quiere marcharse y dejarme llena de hijos por
todas partes!
Pensamos en el suicidio.
—¡Ateo! ¡Más que ateo!
No pensamos en el suicidio.
—¡Cómo podrás vivir así, cobarde!
Y ya, finalmente, alguien puede ver cómo se nos cae la baba, nos hurgamos la
nariz, cantamos lo de lo espinita y hablamos bien del Ayuntamiento.
Y es que jamás podré comprender cómo a ciertos jugadores de fútbol se les
permite tomarse una copita de coñac anteayer.
8
«EL QUIJOTE» LO ESCRIBIÓ CERVANTES
EL Quijote, señorita mecanógrafa, no es un equipo de fútbol, ni de baloncesto,
ni de novia.
El Quijote, mequetrefe de sombrero, no es un bandido del Oeste
americano.
El Quijote, vieja gruñona de perifollos, no es un baile de aquellos tiempos.
El Quijote, seres que me estáis leyendo, son dos kilos de novela
estupenda.
En España, además de toreros, castañuelas y películas de barba, se han hecho
cosas que ríase usted de los peces de colores... (¡Vamos, ríase! Gracias). Por
ejemplo: El Quijote.
Esta novela —que no ganó el premio Nadal no sabemos por qué— es nuestro
orgullo. Pero este carácter nuestro tan español, y, sobre todo, tan especial, hace
que desconozcamos los valores que tuvimos. Los españoles, incluso los
catalanes, tenemos bastante con ir a la oficina, decir “sí, señor Peláez”, agarrar
la melopea dos veces por semana, coger las manos de Josefina, devolvérselas
antes de que nos pida el anillo, tumbarnos a la bartola y hablar en inglés
americano, que es lo que más se lleva. Pero de cuidar el espíritu este que tenemos
aquí, ni hablar. Por eso nadie conoce a Don Quijote, pero sí a la Celestina.
Pastrana Clarín, Meléndez del Gallo, Henry Labord y otros buzos literarios,
han hablado, repetidas veces, de Don Quijote. Pero no han dicho lo que yo les
voy a decir. Mi revelación es generosa, puesto que no deseo el agradecimiento de
la posteridad: El Quijote lo escribió Miguel de Cervantes Saavedra, soldado por
la Caja de Recluta de Alcalá de Henares, y que hizo la mili en Lepanto.
Y digo que no quiero el agradecimiento de la posteridad, porque, para ser
sincero, diré que este descubrimiento mío ha sido casual.
Yo tenía un ejemplar de El Quijote en mi casa. Lo leía con frecuencia, porque
yo soy bastante melancólico, y este libro es muy triste. ¡Pobre Don Quijote! Pero
un día, en lugar de comenzar por eso de: “En un lugar de la Mancha...”
lo hice un poco antes. ¡Y allí estaba lo providencial! Debajo del título, leíase con
clara letra de imprenta: “Por Miguel de Cervantes Saavedra”.
Mi alegría no tuvo límites. Pensé en guardar el secreto, pero… ¿para qué? Un
amante de la cultura no puede hacer tal cosa.
Y ahora, Mundo, ya lo sabes todo. Que te aproveche.
—Señor Coll, su inyección.
—¡No! ¡Ahora no!
—Señor Coll, a su cuarto.
—¡Por favor! ¡Déjeme terminar este artículo!
—Señor Coll, tiene visita.
—¡Imposible! ¡Yo soy el Bien, y ya nadie puede visitarme!
—¡Muchachos, sujetadle bien mientras voy por la camisa! ¡Creo que le va a
dar otra vez!
9
EMISIÓN PATROCINADA
(La escena representa las diecinueve orejas de una familia (hay una de más)
materialmente pegadas a un receptor).
LOCUTOR. —Señorita, pónganos con Almendralejo.
SEÑORITA. —Enseeeguiiidaaa, señorrr.
RUIDOS. —Croc, chaf, brrr, profff y rin, rin.
LOCUTOR. —¿Hablo con Almendralejo?
MATILDE. —No. Habla usted con Matilde Perulez, de Almendralejo.
LOCUTOR, —¿Es usted Matilde?
MATILDE. —Para servir a Dios y a usted, a su padre, madre, tíos y demás
parientes.
LOCUTOR. —¡Muy bien, señorita! ¡Ya ha ganado usted doscientas pesetas!
¿Continúa en el concurso?
MATILDE. —Sí, pero que sea facilita. Pregúnteme de Historia, que es de lo que
más sé.
LOCUTOR. —Vamos a ver... ¿Quién descubrió América?
MATILDE. —¿América? ¿La de las películas del Oeste? Pues...
LOCUTOR. —Esté tranquila. Tiene un minuto para pensarlo.
MATILDE. —América... América... ¡Ay, si lo tengo en la punta de la lengua!
LOCUTOR. —¡Veinte segundos!...
MATILDE. —¡Espere, espere! Se refiere usted al que la inventó, ¿no?
LOCUTOR. —No, señorita. Al que la descubrió.
MATILDE. —¡Es verdad! ¡Qué tonta estoy, para servir a Dios y a usted!
LOCUTOR. —Muchas gracias y piense un poco. América. ¡Si lo dice la misma
palabra!
MATILDE. —La descubrió…
(La familia, anhelante, se vuelca sobre Matildita).
LA FAMILIA. —Cristóforo... Américo... Don Juan de Austria... Pizarro...
Viriato... Magallanes... Cristóbal... Kubala...
LOCUTOR. —¡Cinco segundos!
MATILDE. —¡Cristóbal!
LOCUTOR. —Sí, pero ¿qué Cristóbal?
MATILDE. —Pues Cristóbal. Es que no me acuerdo del apellido.
(Gong).
LOCUTOR. —Ha pasado el tiempo, señorita. Tenga la bondad de esperar, que
voy a consultar y en seguida vuelvo. (Va y viene). Sí, señorita. Aquí me dicen
que, efectivamente, América la descubrió un tal Cristóbal. ¡Un aplauso para
Almendralejo!
10
APLAUSO. —Plaf, plaf, plaf, plaf...
MATILDE. —¡Ay, muchas gracias a Dios y a usted! ¿Cómo le podré pagar lo
que ha hecho por mí?
LOCUTOR. —Ya se lo diré a vuelta de correo. ¡Bah, no tiene importancia!
MATILDE. —¡Ay, que sí, que sí! Que le digo a usted que sí.
LOCUTOR. —Ea, no llore más. Calme esos nervios.
MATILDE. —¿Puedo saludar a mis padres que están aquí escuchándome?
LOCUTOR. —¡Claro que sí!
MATILDE. —¡Ay, no me atrevo! ¡Qué dirá la gente de una servidora!
LOCUTOR. —Salude, mujer; salude. Está usted en su casa.
MATILDE. —Saludo a Magallanes, a Pizarro, a Hernán Galante, a ese Cristóbal,
a mi maestro, a mi novio Pepe y a mi novio Juan, a usted por ser tan sano y a la
Casa “Pepeluz”, que es donde yo compro cuando me fían.
LOCUTOR. —Bueno, hala, adiós...
MATILDE. —Y también...
LOCUTOR. —¡Adiós!
MATILDE. —Ya...
LOCUTOR. —¡¡¡Adiós!!!
MATILDE. —¡Y a toda la Radio, que tanto está haciendo por mostrar la cultura
que tenemos unas servidoras! Y ya está.
11
EL HIJO QUE SE COMIÓ A SUS PADRES
MI indiferente señor, no he experimentado el menor gusto al conocerlo.
—Usted, en cambio, me parece simpático, aunque un poco pedante.
—Es posible. Tomemos el aperitivo juntos y en armonía, ya que usted es el
marido de mi cuñada. Pero le ruego que a la hora de almorzar, no se haga el
remolón. Sé que debo invitarle, pero prefiero estar solo, ya que su presencia me
molesta, fastidia y abruma.
—Me lo figuraba; pero si cuela, cuela. Lo mismo que ha colado en su mal
gusto esa horrible corbata, mi querido don... ¿cómo se llama?
—Francisco.
—¡Jesús! ¡Qué asco! ¿No le da vergüenza?
—No mucha; lo confieso.
* * *
Entre tanto, las señoras...
—Dime, Gertrudis, ¿en qué almacenes de saldo barato te has comprado la
horripilante tela de ese vestido?
—No es tan horripilante, mujer. Prefiero el saldo a tener que aprovechar las
arcaicas telas de los antepasados, como tú haces.
—Bien, Gertrudis, bien. ¿De manera que te has casado, eh? Pero mujer,
¿cómo tienes valor para andar por las calles de Madrid con esa birria de marido?
—Hija, no picaba otro. ¡Qué le vamos a hacer! Pero es estupendo. Cuando le
digo que voy la modista, él siempre cree que voy a la modista.
—¡Qué bárbaro! ¡Si que tienes suerte!
—Pero tendré más suerte si me invitas a almorzar.
—No quiero. Para un ratito resultáis bien, pero al cabo de media hora no hay
quien os aguante, ¿verdad?
—Si tú lo dices...
—Ya sabes que no me gusta mentir.
—No; sólo cuando le conviene. ¿Tu marido sabe ya lo de tus treinta y cuatro
novios anteriores?
—Sí, hija. Se los presenté ayer.
—Debe estar encantado. Siempre dije que donde estuviese una mujer así de
franca, se quitara todo lo demás.
Intervienen ellos.
—Qué, Gertrudis, ¿has conseguido que los invitemos a almorzar?
—Ni hablar. Ya le he dicho a Nicasia que no queremos.
—Perdona, pero mi nombre no es Nicasia.
—Hija, pues lo parece bastante.
—Oye, Fernando, ¿quién va a pagar estas consumiciones?
—El más tonto, o sea tú.
12
—¡Camarero!
Llega el «garçon»,
—¿Qué le debo de lo que hemos tomado mi señora y yo (de las dos, la guapa).
—Setenta y dos con veinte.
—Tome.
—¿Me da usted propina o qué?
—De eso nada.
—Bien, nos vamos. Y a ver cuándo no nos volvemos a ver.
—Siempre, hijitos. Adiós, monina, y consérvate así, que ya vas bien servida.
—Adiós.
—Adiós.
……………
Mi honorable lector acaso siga preguntándose por qué este diálogo lleva este
título, pero es que estamos en unos tiempos…
13
LA SÉPTIMA GARAMBAINA
ANTIGUAMENTE el cine consistía en ir al teatro. Más antiguamente no
consistía en nada (me refiero a los tiempos de la porra y el traje de pieles), y
modernamente consiste en muchas cosas, como veremos más adelante.
Empezaron haciendo películas de hombres que se caían a los charcos y
jardineros que se enchufaban a su propio rostro. La gente moría presa de ataques
delirantes. Entonces comprendieron que la risa podría acabar con el género
humano, que es el menos humano, de los géneros, y decidieron hacer películas de
lágrimas con Rodolfo Valentino y otros. Tampoco esto dio buen resultado,
porque la gente moría de pena. Así fue el cine durante bastantes años. Y ahora…
EN AMÉRICA. — América, cuyo verdadero nombre es Estados Unidos, es la
más importante fábrica de rollos de celuloide. En este país se han venido
haciendo películas en serie, mientras otros las hacían en serio. Ellos cogían su
guerra de Secesión (vulgo Sucesión), la cortaban en trocitos de dos horas y
lanzaban al mercado estos fragmentos en forma de «Murieron con las botas
puestas». Pero también tenían un Oeste lleno de espuelas, revólvers y cuatreros.
Entonces llamaron a Gary Cooper y a James Stewart y entre los dos decidieron
acabar con tanta opresión. Cuando no hubo quedado ningún matón de ventaja,
pasó por allí Esther Williams, les enseñó uno de sus trajes de baño y se quedaron
con la boca abierta. Pero alguien dijo:
—En vez de quedarnos con la boca abierta, vamos a hacer películas a base de
sirenas que van a la escuela.
Y etcétera, etcétera, etcétera.
EN FRANCIA. — Francia, que es eso que a lo mejor hay detrás de los
Pirineos, tuvo también su cine de ojos pintados y esposas que buscaban cariño en
otros hombres porque sus maridos eran unos individuos que ya, ya, y de hombres
que buscaban cariño en otras mujeres, porque sus esposas eran unas individuas
que ya, ya, ya.
En Italia también ha tenido su importancia el panorama que ofrecían los
basureros y ladrones de bicicletas, y como ellos nadie nos ha enseñado cómo se
pasa una lendrera por la cabeza ni cómo se rasca uno cuando le pica.
Y en España, que es donde usted y yo hemos nacido, según nos han dicho
desde que éramos así, también tenemos lo nuestro en este sentido. Claro que aquí
tiene más mérito, porque sucede de esta manera:
—Oye, Paco. Tengo seis duros, ¿quieres que hagamos una película?
—Bueno.
Y ya está. Entonces se coge una guitarra y se le pone a un hombre de piel de
aceituna que diga ¡ay!, ¡ay!, ¡ay mi mare! También se usa la bata de cola con
lunares para alguna muchacha a quien se la dejaran de herencia sus padres,
además de la luna y el sol.
14
Otra modalidad es el cine de barba a base de pelucas y dar la sangre por la
independencia.
Este es el secreto del éxito: «Ni risas, ni lágrimas, sino todo lo contrario,
como dirá en el futuro un tal Tono».
En fin, que el cine es una monada, tanto si es de un país como de otro, porque
nos permite coger las manos de Antoñita durante dos horas, por veinticinco
pesetas si es en esta calle, o por cinco si es en aquella.
Y el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los
palurdos.
15
TAXISTAS TAXIDERMISTAS
UN sol con más grados que el alcohol de noventa grados, caía sobre el asfalto
de Madrid. Eran las dos de la tarde en el reloj de la Puerta del Sol. Los innúmeros
(que no tienen números) transeúntes corrían de un lado para otro, bajo ese sol con
más grados que el alcohol de noventa grados, que caía sobre el asfalto de Madrid.
Las resecas lenguas, semejantes a encarnadas corbatas, pendían de los labios de
los transeúntes que corrían bajo ese sol que etc. etc. Todos gritaban al unísono:
—¡Taxi! ¡Taxi!
Pero el unísono que si quieres arroz, Catalina.
Infinidad de coches, con su cinturón rojo, cruzaban veloces por las calles de
Madrid, bajo un sol que ya, ya.
Era un día de mucho sol.
Y el sol, pelma como una vedette vieja, martirizaba a los transeúntes que se
debatían sudorosos bajo los rayos del sol.
No había nada de sombra, porque todo era sol.
Las permanentes se hacían con sol-riza; en los bares sólo quedaba Sol de
España; las vendedoras de quitasoles no vendían quitasoles, porque aquel sol no
se podía quitar; en los quioscos, nada más se expendía la revista Mari Sol, y en el
mercado el girasol.
¡Cómo caía el sol, joroba, sobre los transeúntes! Ni una nube siquiera así de
pequeña. El azul del cielo, y en medio, justamente en el mismo medio, el sol, el
sol, ¡siempre el sol!
Varias personas y un pobre gritaron con pocas fuerzas ya:
—¡Taxi! ¡Taxi! ¡Ven aquí, taxi!
Pero el taxi que si vuelves a querer arroz, Catalina. Satisfecho y orondo, el
taxista, con una sonrisa diabólica, mefistofélica y abúlica, cruzaba por entre
millares de transeúntes que, sudorosos y jadeantes, se debatían bajo los rayos del
sol.
Era un día de plenifebio, de mucho plenifebio.
Pocos instantes después las aceras de las calles estaban orladas de cadáveres y
preagónicos, que se debatían bajo los rayos del sol, extendidas las manos en
dirección a los taxis. Pero los taxis no querían arroz ni a la de tres. Ni siquiera a
la de seis.
A las siete de la tarde, cuando el sol dejaba de ser pelma, las calles de Madrid
estaban inundadas de cadáveres y preagónicos que se habían debatido bajo los
rayos del sol.
Y entonces los taxistas, todos los taxistas, menos alguno que iba a comer o a
encerrar, tuvieron que dedicarse a trasladar a los muertos a los cementerios,
donde los dejaban en depósito.
Muchos días transcurrieron de esta guisa, porque se trataba de la época estival
que es cuando hace más sol.
Y así, poco a poco, fue como Madrid se convirtió en una capital de provincia
con doscientos mil habitantes que tenían coche propio y, por si acaso, permiso de
importación.
16
PEROCOLLADAS
Si el Ayuntamiento puede evitar el ruido de las motos, y el Ayuntamiento no
evita el ruido de las motos, debe ser porque al Ayuntamiento le trae sin cuidado el
ruido de las motos.
*
Cuando el taxista lleva al cliente por el camino más largo, debe ser porque
gana más el taxista llevando al cliente por el camino más largo.
*
Si un futbolista cobra de ficha un millón de pesetas, debe ser porque se las
dan.
*
Si las revistas en España tienen éxito sin vedettes que sepan bailar ni cantar,
será porque al público le da lo mismo que las vedettes sepan bailar o cantar.
*
Si los seriales radiofónicos tienen éxito en España a pesar de que sean una
porquería, será porque hay muchos españoles a quienes gustan los seriales
radiofónicos, a pesar de que sean una porquería.
*
Cuando el director de un periódico le dice a usted que su artículo está muy
bien, pero que no lo pública, debe ser porque al director del periódico le parece
muy bien su artículo, pero que no lo publica.
*
Cuando vamos a una ventanilla burócrata y nos hacen recorrer otras veinte
ventanillas burócratas, debe ser porque es imprescindible que recorramos
veintiuna ventanillas burócratas.
17
PEROCOLLADAS
Si la Sra. Alberca y el Sr. Sautier estrenan una obra que les parece muy buena,
pero que a la crítica, que es la que entiende, le parece muy mala, debe ser porque
a la Sra. Alberca y al Sr. Sautier su obra les parece muy buena, pero no a la
crítica, que es la que entiende.
*
Si las taquilleras de los cines nos dicen que no hay localidades, a pesar de
darles las veinticinco pesetas de su importe, y en cambio nos dicen que hay
localidades, añadiendo cinco pesetitas, debe ser porque las taquilleras no tienen
localidades por veinticinco pesetas, que es su importe, y sí por cinco pesetitas
más, que no es su importe.
*
Si la gente se queja de la vida, a pesar de que cada día vive mejor, debe ser
porque la gente cada día vive mejor, pero se queja de la vida.
*
Si las colas del autobús cada día son más largas y podría arreglarse este
problema con más autobuses, ser porque hay a quien le da lo mismo que no haya
más autobuses y que las colas sean más largas.
*
Si nos dicen que una conferencia con Palencia tiene dos horas de demora, y
dando cuatro voces solo tiene diez minutos, debe ser porque para que la
conferencia con Palencia no tenga dos horas de demora, hay que dar cuatro
voces.
18
¡ARRIBA LAS PESAS!
APENAS tenía tres años, cuando su madre exclamó:
—¡Socorro! ¡Médicos! ¡Muchos médicos! ¡Enriquito se ha tragado mi anillo
de oro y pedrerías!
Era su primera hazaña. La segunda acaeció cuando Enriquito hubo cumplido
dos lustros. Y en esta ocasión, su madre, siete años más obesa, volvió a exclamar:
—Pero Enriquito, ¿cómo te has arreglado para perder el dinero del colegio?
Y la tercera de las hazañas ocurrió cuando Enriquito había cumplido la edad
de la niña bonita. De nuevo, su madre hizo vibrar esa campanilla que hay en casi
todas las gargantas:
—¡Mil pesetas! ¡Ay, Dios mío! ¡Mil pesetas! ¡A Enriquito le han robado mil
pesetas!
El lector ya habrá podido comprender que no hubo nada casual. Simplemente
se trataba de un caso de cleptomanía nata, vulgar y corriente.
Cuando Enriquito llegó al uso de razón, tuvo la intuición de hacer uso y aun
abuso de esta razón.
Cierto día, yendo con su madre a casa del tendero, hizo las primeras preguntas
inoportunas que serian como el cuestionario de la oposición que da el triunfo en
la vida.
19
—Mamá, ¿cuánto te cobran por un kilo de judías?
—Siete pesetas.
—¿Y cuánto le cuesta al tendero?
—Dos.
—¿Y por un kilo de tocino?
—Quince.
—¿Y cuánto le cuesta al tendero?
—Dos.
—¿Y por un kilo de jamón?
—Setenta.
—¿Y cuánto le cuesta al tendero?
—Dos.
—¿Y por un jamón entero?
—Unas... trescientas.
—¿Y cuánto le cuesta al tendero?
—Dos.
Enriquito, que ya era Enrique, no lo dudó más. Alquiló un portal telarañado,
lo limpió y aseó, se instaló y vendió, llevando en su pecho, como consigna, las
célebres palabras de César y Cleopatra: «Vine, vi y vendí». Armado con unas
enormes pesas, una báscula y varias toneladas de papel de plomo, esperaba
paciente a los clientes tras el mostrador. La gente, con su inveterada costumbre
de comer a diario, acudía a casa del señor Enrique con enormes carteras llenas
de dinero de curso legal.
—Señor Enrique, póngame dos kilos de garbanzos.
—Querrá usted decir kilo y medio.
—No; he dicho dos kilos.
—Es que aquí por dos kilos sólo damos kilo y medio.
—Como usted quiera, señor Enrique, como usted quiera —se resignaba el
cliente, dejando sobre el mostrador la hipoteca de su casa.
De repente el señor Enrique gritaba al comprador:
—¡Mire hacia atrás!
—¡Ay!
Mientras tanto, el señor Enrique ya le había envuelto el kilo y cuarto de
garbanzos.
Y así un día y otro día, y un mes y otro mes pasó. El señor Enrique dirigía las
operaciones tranquilamente sentado en una poltrona. Sus once hijos con sus once
dependientes, sudorosos y jadeantes, arrastraban los sacos de dinero hasta la
trastienda. Hasta que el hado, el sino, la parca, el destino, la policía o lo que
fuera, gritó iracundo a un hijo del señor Enrique cuando se disponía a cobrar
quinientas treinta y cuatro pesetas por un sobre de azafrán:
—¡Arriba las pesas! ¡Que no se mueva nadie!
Y el señor Enrique arribó las pesas, lo llevaron a la cárcel y su portal lo
alquiló otro tendero. A este nuevo tendero tardaron veinte años (dos menos que al
señor Enrique) en gritarle: «¡Arriba las pesas!»
Pero se lo gritaron. ¡Vaya si se lo gritaron!
20
PEROCOLLADAS: TAXISTAS
Si durante muchas horas del día no hay manera de encontrar un taxi, debe
ser porque durante muchas horas del día hay más público que taxis o menos taxis
que público.
*
Si un taxista lleva a un palurdo por cincuenta calles, pudiéndolo haber llevado
sólo por dos, yo creo que el taxista sus razones tendrá.
*
Si decimos a un taxista que espere en día de lluvia, y el taxista no espera ni
dos minutos, debe ser porque prefiere que se enmohezca el peatón a que se
enmohezca el taxi.
*
Si un taxista comete una infracción y se le atiza un palo muy gordo, en lo
sucesivo no cometerá más infracciones o es que el palo no era tan gordo.
*
Si tomamos un taxi recién desocupado y el taxista no baja la bandera, debe ser
por dos razones: porque no se ha dado cuenta o porque se ha dado cuenta.
*
Si en la noche paramos un taxi con luz verde; y el taxista dice que lo siente
porque va a cenar, y entonces le damos un duro de propina y nos lleva, debe ser
porque el taxista cena con un duro.
*
Si un pasajero y tres maletas en un taxi cuestan el recorrido y seis pesetas, y
cuatro pasajeros sólo el recorrido, debe ser porque tres maletas valen seis pesetas
más que tres pasajeros.
*
Y si el orden de factores no altera el producto, debe ser porque lo que no altera
el producto es el orden de factores.
21
PEROCOLLADAS
Si esas personas como bestias que se pasan la función comiendo cosas o
hablando, se dieran cuenta de que molestan, o dejaban de hacer el bestia o es que
tenían muy mala intuición.
*
Si en los cines se hiciera como en los conciertos, que quien llega tarde no pasa
hasta el intermedio, en lo sucesivo llegarían antes o no pasarían hasta el
intermedio.
*
Si en España se han hecho películas excelentes con muy poco dinero, debe ser
porque en España se pueden hacer películas excelentes con muy poco dinero.
*
Si algunas parejas de novios en el cine, se dieran cuenta de que estaban en el
cine, posiblemente comprenderían que estaban en el cine.
*
Si una película rodada de gran propaganda luego comprobamos que es
detestable, debe ser porque una película puede ser detestable, aunque vaya
rodeada de una gran propaganda.
*
Si directores, productores y guionistas se dieran cuenta de que una cosa es el
cine y otra cosa es el folklore, no habría tantos directores, productores y
guionistas que no se dan cuenta de que una cosa es el cine y otra cosa es el
folklore.
*
Y si la drástica costumbre de la hipérbole cuadrática resquebraja la molicie de
un apéndice angular, la molicie seductora de la mágica raigambre, sobrepasa el
incremento de una facies señorial.
22
PEROCOLLADAS TAURINAS
Si un torero, dependiendo del público, puede ganar millones en un año, y un
escritor o un hombre, de ciencia no los gana, dependiendo también del público,
debe ser porque al público le interesa más el torero que el hombre de ciencia o el
escritor.
*
Si un individuo en vez de gastarse ciento cincuenta pesetas en una localidad
para presenciar una corrida, se las gasta en unos zapatos para sus niños, no
presenciará la corrida, pero verá a sus niños con zapatos nuevos.
*
Si un picador sabe como se debe picar un toro y lo pica de manera que no se
debe picar, debe ser porque si lo pica como se debe picar no es igual que si lo
pica de manera que no se debe picar.
*
Si todos los españoles nos pusiéramos de acuerdo para que los toreros no
cobrasen cantidades fabulosas, seguramente seguiría habiendo toreros, pero no
cobrarían cantidades fabulosas.
*
Si un ganadero sabe el peso reglamentario que debe tener un toro para
determinada corrida, y manda uno de menor peso, deber ser porque no tenía otro
de mayor peso, o que sí lo tenía, pero se distrajo.
*
Si el torero es una profesión de peligro, y al cabo del año mueren más
albañiles que toreros, debe ser por dos razones: porque el toreo no tiene tanto
peligro como parece o porque los albañiles se tiran desde el andamio.
*
Si hay veces que se sabe de la bochornosa vergüenza que es cierta propaganda
taurina, y quien puede evitarlo no lo evita, ¿qué harías tú, querido lector, si
pudieras embolsarte unas pesetillas haciendo bochornosa y vergonzosa
propaganda taurina? Pues, yo, también.
*
Y si «adiós» o «hasta la vista», son dos formas de despedirse. lo mismo me da
decirte «adiós» que «hasta la vista».
23
PEROCOLLADAS RADIOFÓNICAS
SI a pesar del martirio que supone la guía comercial no produjera fidúcicos
efectos, serían ganas de hacer el plantígrado.
*
SI en los concursos radiofónicos, a los que contestan una pregunta les dan
diez pesetas, por contestar dos debían dar veinte, y así, cuanto más tonto mejor.
*
SI la radio sólo es un medio de difusión, entonces sí; pero si no, no.
*
SI algunas veces los interviuvadores dejaran hablar a los interviuvados,
sabríamos lo que dicen los interviuvados, en vez de lo que dicen los
interviuvadores.
*
EN muchas emisoras hay locutores porque hay micrófono, ya que si no
hubiera micrófono no habría locutores.
*
SI a la mayoría de los autores de seriales radiofónicos les impusieran multas
de cinco mil pesetas, seguirían haciendo seriales, porque para eso ganan más.
¡Digo yo!
*
SI la radio enseñara lo que puede y no dijera lo que no debe, podría enseñar
más de lo que enseña, diría menos de lo que dice, podría más de lo que puede y
podría más de lo que pudre.
*
SI las emisoras se seleccionaran y buscaran mejores programas, las emisoras
estarían más seleccionadas y los programas mejor buscados.
*
Y si en la Feria del Campo un chato costaba tres pesetas, y fuera del la Feria
del Campo cincuenta céntimos, resultaba más económico tomar el chato fuera de
la Feria del Campo.
24
SÍNDROME CRONOLÓGICO DE LA PARÁFRASIS INTERPOLADA
LA vida, que es eso que nos pusieron al nacer, a todos los mortales nos depara
diferentes destinos. Por ejemplo, supongamos que un muchacho joven, como
usted y como yo hace unos años, elige la carrera de ingeniero. Durante algunos
años, hora tras hora, libro tras libro, pensión tras cuadra, aprendemos lo
suficiente para contestar así en un examen:
—Señor Cayuela Pardo, háblenos del parámetro hiperbólico con analogía al
sistema por regiones, aplicado a la circunferencia fraccionaria.
—La circunferencia fraccionaria, en su teorema de funciones aplicadas al
contorno de los óvalos de Cassini, anula la potencia decreciente del polinomio de
Sturm.
—Muy bien, señor Cayuela Pardo. ¿Sabe algo del fundamento del método de
Graffe?
—Pues... si tenemos en cuenta que la ecuación determinada interpolariza el
teorema de Lagrange, por un polinomio de grado funcional, añadiendo a esta
tesis la cuadrática de eliminación binaria, la discriminante tiene un resultado
igual a cero, suficiente en el caso de que Pi sea igual a M menos uno.
—¡Un momento, un momento! Tenga en cuenta que, en caso de que la tesis
cuadrática esté polarizada hasta el infinito, no puede haber discriminante igual
acero.
25
—Sí, pero como si elegimos los entornos de cada proyección, por tener signos
opuestos a su función creciente, la resultante se sitúa en un plano perpendicular
al segmento, tendremos una discontinuidad inferior al valor del homólogo
paramétrico.
—Entonces, ¿qué haría usted ante una supresión de valores discontinuos?
—Muy sencillo: ligando las variables independientes a las funciones reales de
orden topológico, la resultante polarizada es válida en sus modificaciones e
incluso en las funciones definidas por sistemas de ecuaciones.
—No, no. Calme esos nervios y fíjese bien. Se trata de una discriminante
regular con función adicional hasta el infinito, pero que no tiene polarización
regulada en el algoritmo de la regla de Peletarius.
—¡Es verdad! No me había dado cuenta. En tal caso, el coeficiente de la
derivada sucesiva, desarrolla su fracción propia en la forma reducida de
Weiertrass.
—¡Estupendo! Puede retirarse.
—Sí, señor. Ya voy.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Mientras tanto, a varios kilómetros de distancia, se oye el siguiente diálogo:
—Pepe, ¿cuántas arrobas de judías mandaste al almacén del señor Benítez?
—Seiscientas.
—¿Las han abonado en mi cuenta?
—Sí.
—¿Y cuánto importan?
—Treinta y seis mil pesetas.
—¡Ah! Eso está bien. Mañana le mandas los dieciocho mil litros de aceite, y
que transfiera el importe a mi cuenta del Hispano.
—De acuerdo.
Y el ingeniero fue destinado a una empresa andaluza, donde ganaba tres mil
pesetas mensuales, con puntos, pagas y otras cosas por el estilo, porque para eso
era decente.
26
CAPERUCITA VERDE
(por el inoportuno José Luis Coll)
ÉRASE una vez, en un pueblecito muy mono, una niña a quien todos
llamaban Caperucita Verde. Plácida y tranquila vivía con su mamá, dedicándose
ambas a sus labores.
Atravesando un tupido bosque lleno de bosque, se alzaba un poco una linda
casita blanca, impoluta, limpia y acicalada. En ella vivía sola —no sabemos por
qué causa ni razón— la abuela de Caperucita Verde por parte de la madre. Era
una deliciosa anciana, llena de nieve la cabeza y poco fuego en el corazón, pues
la hoguera de su vida era un humilde y balbuciente montoncito de ascuas. A la
abuela de Caperucita Verde le encantaban los pasteles y los tarritos de miel.
Llegado que fue a oídos de la mamá de Caperucita que la dulce anciana se
hallaba enferma, mandó a la niña que le llevase, junto con sus saludos más
afectuosos, una cestita con pastelitos y un tarrito de miel.
La obediente niña, envuelta en su verde caperuza, comenzó a atravesar aquel
bosque lleno de bosque, de pájaros, de camaleones con volubles cromatóforos
epidérmicos, de lombrices y de un enorme lobo. Caperucita Verde, como un
velloncito de algodón verde, entreteníase en deshojar margaritas, en saludar a los
pájaros, en meter su diminuto índice en el tarrito de miel, en hacer ramilletes de
albahaca, en saltar cristalinos arroyuelos, cuando, de pronto... ¡oh, terrible
aparición!... ¡El lobo!
27
—¡Auuuuu! ¡Auuuuu! —exclamó el lobo al ver a Caperucita Verde.
—¡Hola! —contestó la niña, sin soltar la cesta.
—¿Adónde vas, Caperucita? —preguntó el terrible colmillado.
La niña, tranquila como don Rodrigo en la horca, contestó de esta guisa:
—Voy a casa de mi abuelita a llevarle esta cestita con pasteles y un tarrito de
miel, amén del consuelo de mis cuidados, tiernos y delicados, cual pertenece a
una niña como yo.
El lobo la miró de Norte a Sur, de Este a Oeste y de Nordeste a Suroeste,
al mismo tiempo que calculaba cuánto tiempo podría durarle aquella verde
merienda. Su estómago comenzó a segregar jugo gástrico, sus colmillos también
empezaron a segregar jugo gástrico y hasta de las terribles uñas afiladas segregó
jugo gástrico. Caperucita Verde mientras tanto estaba en la higuera que había
junto al camino. Quería que su abuelita tuviera pasteles, miel e higos.
Y el lobo, que no era manco, poco a poco se fue acercando hacia Caperucita
Verde. Los ojos le brillaban como un traje de oficinista, una sutil baba le pendía
de las dos fauces como a un subalterno de oficina y, en suma, estaba siendo
atormentado por ese gusanillo estomacal que maltrata al oficinista durante los
angustiosos veintisiete últimos días de mes. Era inminente el salto hacia la pobre
criatura tan débil y tan educada. La desgarraría en un santiamén y luego
marcharía a buscar la sombra de un abeto donde digerir su carga. ¡Ah del
paupérrimo destino de algunas criaturas! ¡Qué espantosa tragedia se cernía en
aquellas horas amargas, en aquel bosque amargo, lleno de almendros dulces!
Y cuando en el cedazo de la tragedia estaba ya casi todo cernido, el lobo
observó que, no lejos de allí, unos laboriosos leñadores descansaban de su ruda
tarea. El lobo pensó —bien pensado, por cierto— que aquellos laboriosos
leñadores que descansaban de su ruda tarea podrían oír los gritos de la criatura.
Había que tener paciencia; una paciencia de fumador, de cola de autobús, de
sentarse a la puerta del enemigo para ver su cadáver pasar.
—Dime, Caperucita Verde, ¿dónde vive tu abuelita?
—Allende las montañas.
—¿De veras?
—Ni engaño a Dios ni a los Santos.
—Bueno.
Y se marchó, haciendo un canutillo con ambas fauces, por donde salía un
agudo silbido de cancioncilla quiroguiana.
Como nuestros lectores, sutiles y observadores, habrán colegido ya, el lobo se
fue en dirección de la lejana casita donde moraba la abuela de Caperucita Verde.
Por alegres campiñas aterciopeladas y bastante mullidas, el lobo avanzaba
displicente y enjundioso, ocultando sus pérfidas maquinaciones. ¡Pobre
ancianita! ¿Qué culpa tenía ella de nada? Dime, lector, ¿qué culpa tenía ella de
nada? Por favor, lector, dime... ¿qué culpa tenía ella de nada? Pero la vida es así:
unos tantos y otros nada.
28
Llegó el lobo a la blanca e impoluta casita donde moraba, encarnaba y azulaba
la dulce anciana y... ¡pum! ¡pum!
—¿Quién es? —preguntó una voz de anciana que vive sola.
—Soy Caperucita Verde —contestó el maligno lobo, disimulando la voz a lo
Celia Gámez— que vengo a traerte, de parte de tu hija que, por ende, es mi
madre, una cestita con tortitas, miel e higos.
—Pasa, hija mía, pasa. Y dámelos, pues me acucia el apetito.
Agazapado, silencioso y amenazador como un paquete de «Timonel» en el
estanco, el lobo iba hacia la cama de la vieja señora. Dos metros le separaban de
ella... uno... medio... la mitad de medio…
……………..
Caperucita Verde deshojaba margaritas incansablemente. Al fin llegó ante la
blanca e impoluta casita. Como en un suave y delicado vuelo, sus piececitos la
llevaron hasta la puerta. ¡Pum! ¡pum!
—¿Quién es? —preguntó una voz de anciana que vive sola.
—Soy Caperucita Verde que vengo a traerte, de parte de tu hija que, por ende,
es mi madre, una cestita con tortitas, miel e higos.
—Pasa, hija mía, pasa,
Y la dulce niña pasó.
—¡Ay, abuelita, qué ojos más grandes tienes!
—Pues hija, no sé de qué será, Yo creo que como siempre.
—¡Ay, abuelita, qué manos más grandes tienes!
—Tal vez es que estoy un poco hinchada debido a la postración.
—¡Ay, abuelita, qué orejas más grandes tienes!
—Favor que tú me haces.
—¡Ay, abuelita, qué dientes más grandes tienes!
—La necesidad, hijita, que me los afila.
Y ya, completamente junto al lecho, Caperucita Verde hizo la última
exclamación:
—¡Ay, abuelita. qué barriguita más grande tienes!
—Sí, Caperucita, sí. No te lo quería decir, pero es que el lobo ha estado aquí,
y me lo he comido.
MORALEJA
A una abuela desnutrida poco aficionada al robo, si no se le da comida,
acabará con mil lobos.
29
PEROCOLLADAS SILENCIOSAS
Si al cabo de los años se ha comprobado que eran innecesarios los pitos y los
claxons, debemos reconocer que ha habido exceso de pitos y claxons durante
muchos años.
*
Si en Madrid se han suprimido los ruidos para bienestar del ciudadano, y hay
radios y criadas que hacen ruido, debe ser porque las criadas y las radios no
influyen para nada en el bienestar del ciudadano.
*
Si a los gamberros que cantan (mal) por la noche se les metiera en vereda, no
podrían cantar más por la noche; o si cantaban no se les oiría desde vereda.
*
Si hay motos que hacen ruido y hay motos que no hacen ruido, lo mejor para
que no haya ruido es prohibir las que hacen ruido.
*
Si los peatones no tenemos que preocuparnos ya del aviso de los claxons, los
sordos han salido ganando.
*
Si con tanto silencio hay más accidentes que nunca, para que no haya tantos
accidentes debe haber un poquito menos de silencio.
*
Si las luces intermitentes en los cruces dan preferencia al peatón, y, sin
embargo, los coches no disminuyen la velocidad, debe ser porque los
conductores creen que los peatones son ellos.
*
Y si Cervantes levantara la cabeza, sería milagro.
30
PEROCOLLADAS LLUVIOSAS
SI en día de lluvia, los conductores serenasen la marcha al pasar un charco
para no mojar al peatón, el peatón iría tranquilo al ver un coche pasar un charco,
porque sabría que el conductor serenaría la marcha.
*
Si todas las personas se diesen cuenta de que con el paraguas pueden dejar
tuerto a un individuo, yo creo que tendrían cuidado de no dejar a un individuo
tuerto con el paraguas.
*
Si los comerciantes suben el precio de las gabardinas en las épocas de lluvia,
deber ser porque en las épocas de sequía estaban los precios más bajos.
*
Si hay carreteras en España que se ponen imposibles con la lluvia, lo mejor
para que no se pongan imposibles esas carreteras es dejarlas igual que las que no
se ponen imposibles aunque llueva.
*
Si los labradores se quejan cuando llueve mucho, y los labradores se quejan.
cuando llueve poco, lo mejor para que no se quejen los labradores es que no
llueva ni mucho ni poco.
*
Si en los días lluviosos los burros aguantan pacientes el chaparrón, y las
personas no lo podemos soportar, debe ser porque los burros, en los días de
lluvia, son más pacientes que nosotros.
*
Si hay elementos graciosos que cuando se les pregunta ¿llueve?, contestan:
«sí, llueve para abajo», debe ser porque esos elementos graciosos creerán que a
veces llueve para arriba.
*
Si hay personas que se ponen de mal humor con la lluvia, debe ser porque no
tienen dinero, o no tienen paraguas, o no tienen gabardina, o que la lluvia los
pone de mal humor.
31
ISABEL CALVO DE AGUILAR
NOSOTROS, siempre oído avizor a todo lo que sucede por ahí con más o
menos gracia, humor, chispa, gracejo, donaire, etc., nos hemos enterado de que
doña Isabel Calvo de Aguilar, escritora y muy mujer de su casa, ha sido
galardonada con la Palma de Oro en Bordighera (Italia), por haber sido quien
mejor ha definido el humor, entre infinidad de veintiún países, la mayoría del
extranjero.
Llego a su casa cartera en mano.
—¿Doña Isabel Calvo de Aguilar?
—Séptimo, derecha centro.
El ascensor no funciona. Comienzo a salvar escalones, rellanos y barandillas.
Pienso en lo que voy a preguntarle, en si no se me ha olvidado la pluma, en mi
vida, en mi futuro, en el problema de la vivienda, en todo. ¡Y por fin llego! No sé
cómo, pero llego.
—¿Doña Isa… —trago saliva— … bel Calvo…?
—Sí, señor. Pase por aquí. Siéntese un momento. Voy a avisarla.
Me arrellano en un confortable sillón del saloncito. Sigo jadeando un poco,
enciendo un cigarrillo y aparece un perro. Es un delicioso caniche blanco, muy
limpio y acicalado. Se detiene ante mí, me mira de soslayo, sopla, levanta una
oreja y se va corriendo. Tengo entonces la impresión de que es como un
geniecillo espía que va a dar cuenta de mi aspecto. En el espejo que hay sobre el
mueble-bar, compruebo si mi corbata está en condiciones. Y oigo pasos de mujer.
32
—¿Cómo está usted?
—Muy bien, ¿y usted?
—Pues también bien.
—¡Muy bien!
—La he telefoneado por eso del premio…
—Ya, ya. Siéntese y pregunte lo que quiera.
Doña Isabel es una mujer fuerte, de sonrisa constante, habladora y simpática.
Tiene esa edad de que nuestros lectores quisieran que la dijéramos, pero que no
le decimos porque no la sabemos. No es una mujer vieja, ni madura, ni jovencita.
Es casada.
—Señora, ardo en deseos de conocer esa mágica definición.
Ella sonríe, busca en una carpeta, vuelve a sonreír, y dice la frase que
insertamos en el recuadro.
—No es corta, ¿verdad?
—Sesenta palabras.
—¿Había algún español en el jurado?
—No, ninguno.
33
Doña Isabel me enseña la palma, en un estuche marrón, con la inscripción:
“TROFEO INTERNAZIONALE DELL´UMORISMO”.
—Y… ¿de dinero?
—No hablar. Fíjese, para un concurso que gano…
—¿Se presenta a muchos?
—Ya lo creo. A casi todos.
Ambos pensamos que, efectivamente, es una lástima. De repente, la escritora
me pregunta que si bebo y me ofrece una copa de vino español. Le digo que no,
que se lo agradezco mucho, y me la bebo.
—¿Cómo ve usted el humor en España? O en otros países.
—Creo que España tiene buenos humoristas, pero no hay preocupación. Italia
lo cuida más que a las alfombras; perdón, que a las niñas de sus ojos.
Pero recojo la indirecta. Se me estaba cayendo la ceniza del cigarrillo.
—¿Decía usted…?
—Pues eso. La gracia española no se firma. El español es ingenioso. Ya sabe
lo que dice Marañón.
—Pues, la verdad, en este momento no sé lo que dice Marañón.
—Que el español no trabaja porque no lo necesita.
—Es que es muy ingenioso.
—¿Marañón? —enarco la ceja derecha.
—No; el español.
Deseo que me hable de la mujer en general, de la mujer frente al humor.
—A las mujeres no nos gustan las bromas, no estamos preparadas para ellas.
Y nos gusta que triunfen los hombres, porque son más listos.
Doy un salto desde la butaca. Casi se me cae el vino, el cigarrillo y el perro.
—¿Es posible que una mujer hable así?
—Si es verdad, ¿por qué no?
Se me nubla la vista, un vahído me acongoja, un sopor me anonada, un color
se me va y otro se me queda. ¡Qué barbaridad, encontrar una mujer con esa
modestia!
—A sus pies, señora.
—Adiós, señor.
Y salgo como un sonámbulo, dejándome media copa, medio cigarrillo y
medio perro. Bajo las escaleras de los siete pisos, me introduzco en el “metro” y
todo es como si se hubiera hecho realidad la célebre frase: “Ábrete tierra y
trágame”.
Desde aquí, doña Isabel, deseamos que le sigan dando muchas palmas.
34
PEROCOLLADAS HUMORÍSTICAS
Si el humor es ternura, gracia y salero, y hay personas que se hacen llamar
humoristas sin tener gracia, salero ni ternura, lo mejor que podía hacer es hacerse
llamar de otra manera, o tener un poco de ternura, salero y gracia.
*
Si siendo el humor gracia, salero y ternura no se ha hecho jamás un
monumento a un humorista, para que a un señor le hagan un monumento no debe
tener salero, ni ternura, ni gracia.
*
Si hay personas que dicen que el humor es una tontería, y Cervantes fue el
gran humorista español, esas personas deben creer que Cervantes era un imbécil,
*
Si el humorista intenta alegrar la vida del prójimo y hay individuos a quienes
no interesa el humor, debe ser por tres razones: porque son alegres de por sí,
porque prefieren seguir tristes o porque no se consideran prójimo.
*
Si el humor es sonrisa; y solamente los animales no saben reír, quien no
entienda el humor, debe entender mucho de animales.
*
Y sí el «Litri» no fuese de Huelva, podría ser de Castellón de la Plana, de
Valencia o de Alicante.
35
UN EJEMPLO DE LOS BUENOS
SI la vida es corta como falda de vicetiple; si la vida es dura como pedrada en
ojo de boticario; si la vida, en fin, es eso que tenemos que pasar forzosamente,
pasémosla lo mejor que podamos, sin resquemores ni alifafes, sin dimes ni
diretes, sin refunfuños molestos.
El humor, la gracia, son como diminutos duendecillos encargados de
descargar al hombre. Pero el hombre se empeña en ser cargante, se engola
prosopopéyico, atusa su bigote con majestuosa «pose», consulta su reloj con
leontina dorada como si se tratara de vaya usted a saber qué. Y no quiere sonreír
porque eso no es una cosa seria.
Y entonces el humorista, al ver este panorama desolado, grita a los pacatos
con toda la fuerza de sus dos pulmones. «¡Riamos, amigos, que todos somos
hermanos!». Pero los pacatos siguen en sus trece.
Y entonces el humorista, al ver este panorama desolado, frunce levemente el
entrecejo, lanza un ¡bah! Despectivo y dirige su mirada a los otros, a los que
saben reír, a los que no se engolan aunque tengan reloj con leontina de oro.
Todo hombre inteligente, desde Abraham hasta Carmen Sevilla, ha tenido
sentido del humor.
Esto nos lo inspira una frase del ilustre doctor Luque, entrevistado
recientemente por el diario «Pueblo».
—«De todas formas se siguen haciendo chistes a costa de las cuentas del
médico. A mí me hacen gracia, y no creo que un chiste deba enfadar jamás».
¡Un chiste no debe enfadar jamás! Pero... ¿a quién? ¡A nadie! Sólo esos
caracteres pequeños y retorcidos, que nacen, crecen, se desarrollan y mueren
entre latosas pamemas, se molestan. Seres latosos que nos dan la lata y viven de
la lata
En fin, ¡qué le vamos a hacer! Pero siempre es un consuelo que haya hombres
como el simpático doctor Luque, entre tanto latoso.
36
—¿De dónde vienes, Adela?
—De mi casa.
—Pero si vengo de allí y me han dicho que no estabas.
—Haber ido a mi oficina.
—¿No me habías dicho que estabas en tu casa?
—Yo no te he dicho eso.
—¡Cómo! ¡Ahora mismo!
—¡Mentira!
—Bueno, dejémoslo. ¿Quieres que vayamos al cine?
—No; prefiero ir a un bar.
—Pues vamos a un bar.
—¿Y por qué no podemos ir al cine? Yo no quiero ir a un bar.
—Pero Adela, si me acabas de decir que prefieres ir a un bar.
—Mentira. Yo no te he dicho eso.
—¿Me vas a negar...?
—¡¡Ay, qué disgusto me estás dando!!
—Está bien, está bien. Vamos al cine.
—¡He dicho que yo voy a un bar!
—Como quieras, Adela.
—Vamos. Pasemos aquí mismo.
—Adela, esto es una confitería.
—Naturalmente. No querrás que me meta en un bar o en un cine, ¿verdad?
—Pero si yo creí...
—¡Mentira! ¡Embustero! ¡Yo no he dicho eso! ¡¡Ay, qué disgusto me sigues
dando!!
—Bueno, Adela, ¿qué es lo que te pasa?
—A mí nada. ¿Y a ti?
—A mí tampoco.
—Sí; a ti te pasa algo. No lo niegues. ¿Qué te pasa a ti?
—Nada, Adela. Te lo juro.
—¡Mentira! ¿Qué es lo que te pasa? ¡Confiesa!
—Pero... Adelita...
—No llores y enséñame la lengua.
—Bueno, Adela. Me voy a mi casa.
—¡Ay, cómo me quieres abandonar, pérfido!
—Pero ¿cómo te atreves a decir que quiero abandonarte?
—¡Mentira! ¡Yo no he dicho eso!
37
……………
—¡¡Adela!! ¿Cómo consientes que este hombre te abrace y te bese tus labios
tan rojos?
—No es cierto.
—Acabo de verlo con mis propios ojos.
—¡Embustero! ¡No es verdad!
—¡Vuestros labios estaban unidos!
—Sí, pero no me besaba.
—Entonces, ¿qué hacía?
—Eso se lo preguntas a él.
—Pues eso: se lo preguntaré a él.
—No sé a quien, porque conmigo no había ningún hombre.
—¿Cómo que no? Si es este, este que está aquí.
—¡Mentira! Aquí no hay nadie. Yo no lo veo.
—¿Cómo tienes valor?
—Yo no tengo valor.
—… a negar...
—Yo no niego.
—... lo que han visto mis ojos.
—Yo no be visto tus ojos.
—¡¡Adela!! ¿Cuántas son dos y dos?
—Cuatro.
—¡Ah! Ya sabía yo que eras una pérfida. (¡Plaf, Plaf!) “Y en aquel escaparate,
un mendigo se paró, y el mendigo era el obrero...”
38
PEROCOLLADAS METROPOLITANAS
Si en algunas estaciones del «Metro» hay enormes letreros en los que dice:
«PROHIBIDO EL PASO», y la gente pasa y los empleados lo permiten, debe ser
porque «PROHIBIDO EL PASO» quiere decir otra cosa muy diferente a prohibir
el paso.
*
Si todos los días de siete a ocho de la tarde, en las estaciones del «Metro» se
ven espectáculos bochornosos de mala educación, prensamiento y vocablos aún
no permitidos por la Real Academia de la Lengua, deberían tomarse ciertas
medidas para que a esas horas, en las estaciones del «Metro», no se vean
espectáculos bochornosos de mala educación, prensamiento y vocablos aún no
permitidos por la Real Academia de la Lengua.
*
Si el ascensor del «Metro» de «José Antonio» es gratis para descender, y
cuesta cinco céntimos ascender, debe ser porque la Compañía no puede perder
las dos pesetas de cada ascenso, o que sí las puede perder, pero no quiere.
*
Si a veces en el «Metro» es frecuente ver cómo una señorita le sacude una
bofetada a un señorito, debe ser porque el «Metro» reúne excelentes condiciones
para que un señorito reciba una bofetada de una señorita.
*
Si el «Metro» termina de funcionar a la una y media de la madrugada, y los
autobuses a las dos y media, debe ser porque desde la una y media, la gente
prefiere viajar en autobús.
*
Y si DON JOSÉ en octubre de 1956 ha cumplido un año, en octubre de 1957
cumplirá dos.
39
UN CALVO, PERO MENOS
ISMAEL Merlo es un tío simpático como la copa de un pino. Es simpático y
nos lo parece, por dos razones: porque es calvo y porque no lo niega. ¡No, señor!
¡No lo niega!
Ismael, con la frente muy alta, acaso más alta que nunca, cada tarde y cada
noche sigue conquistando damas, delicados tallos que tronchan en sus brazos con
amor. Y para eso, ¿qué procedimiento emplea? ¿Con qué encubre el brillo de su
cuero cabelludo? ¿Con qué? ¡Con nada! Así, como lo decimos.
Y eso sabiendo todos que ser calvo, no siendo apellido, siempre ha creado en
el hombre un terrible complejo ante la mujer, un complejo de los gordos. El calvo
veía, día a día, la tragedia de su otoño capilar, llevándose las manos a la cabeza
con angustia, sin tener nada que mesarse, frotándose con mil ungüentos que
nunca eran mágicos y viendo cómo, poco a poco, su rostro tomaba más alargadas
dimensiones.
¡Pues, no señor! De pronto, Ismael, se despoja de prejuicios, de dimes y
diretes, de tonterías gazmoñas, y ahí lo tienen ustedes dando un ejemplo de
sinceridad.
Seguramente Ismael Merlo se ha preguntado: «¿Por qué un hombre sin el
cupo de pelo necesario no va a conquistar a una señorita? ¿Por qué no se puede
ser tan galán como el primero?» Y como habrá encontrado contestación, se
habrá dicho: «¡Por nada!»
Has hecho bien, Ismael. Palabra de honor. El hombre de Neanderthal
era velludo como un energúmeno. Pero, ¿cómo hacía sus conquistas el hombre
de Neanderthal? Con una porra de dos arrobas.
En nombre de todos los calvos que en el Mundo han sido y seguimos siendo,
recibe nuestro más cordial saludo de chambergo.
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PEROCOLLADAS AMOROSAS
Si un hombre se declara una vez a una mujer y ella le dice que no, y se declara
tres y ella le dice que no, y se declara cuarenta y ella le dice que no, si se declara
cuarenta y una, lo más probable es que ella le diga que no.
*
Si un novio deja a su novia después de dos años de relaciones, sólo cabe
pensar dos cosas: o que ella le ha dado motivos o que ella no le ha dado motivos.
*
Si una mujer siempre que cita a las siete acude a las ocho, para que acuda a las
siete habrá que citarla a las seis.
*
Si a las mujeres les gustan más los ricos que los otros, debe ser porque los
otros tienen menos encantos que los ricos.
*
Si una mujer traiciona a un hombre y la gente lo ve mal, y un hombre
traiciona a una mujer y la gente no lo ve tan mal, será porque no es igual que
traicione el hombre que la mujer, según la gente.
*
Si antiguamente se moría de amor, y ahora nadie muere de amor, debe ser
porque el amor es una enfermedad dominada en nuestros días.
*
Si es verdad eso de que sólo se quiere una vez en la vida, y no hay hombre
que no haya dicho a varias mujeres: ¡te quiero!, debe ser porque los hombres
tenemos muchas vidas.
*
Y si el caballo blanco de Santiago fuese negro, los hijos de Cebedeo serían
hijos de don Tomás.
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¡MUJER NO TE FÍES DE NOSOTROS!
LOS hombres, con perdón, somos una partida de embusteros, de farsantes, de
hipócritas y fingidores, cuando de hacer el amor se trata. ¡Cuánta falsía, Dios
mío! ¡Qué manera de aparentar sentimientos ajenos a la voluntad de nuestra
empresa!
Y esto os lo digo a vosotras, mujeres incautas que todo os lo creéis en seguida.
Pero, por favor, sed razonables, sed cuerdas, sed duras con el impostor.
Por ejemplo, las cosas suelen suceder así:
Imaginaos que estáis en el «metro», en un guateque, en la cola del autobús o
en cualquier otro sitio de perdición. Y entonces, un lechuguino de hombre (todos
hemos sido lechuguinos antes que frailes) se os queda mirando de reojo, vacila,
enarca la ceja de siempre, y os dice:
—Yo a usted la conozco de algo, señorita
¡Mentira! ¡Horrible mentira! No os conocemos de nada, pero como no
tenemos imaginación, os decimos que os conocemos de algo.
—¿Me permite que la acompañe?
Y vosotras, que sois tan... tan crédulas, creéis que nuestras intenciones son
honestas como pedrada en ojo de boticario. ¡Mentira!
—Bueno, creo que debemos tutearnos. Me has sido simpática ¡Je, je!
¡Cuánta podredumbre escondida bajo nuestra máscara procaz! ¡Cuánta
ignominia solapada!
Pero entonces, nosotros, que siempre os parecemos estupendos chicos si
tenemos aire de ser de Aduanas nos vemos recompensados con una cándida
sonrisa vuestra. Y os alejáis sin dejarnos más que el recuerdo de vuestros labios
sonrientes.
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Y al día siguiente, como unos cerdos (con perdón) estamos haciendo guardia
en el mismo lugar que os vimos, suspirando, consultando el reloj, consultando la
guía de teléfonos, consultándolo todo.
—¡Ya creí que no venías! ¡Je, je, je!
Y así os esperamos un día, y otro, y otros seis, y un mes, y un semestre, y un
quinquenio... ¡Y todo para haceros caer en el lazo! ¡Nada más que para eso! Y
vosotras, aunque sois tan crédulas, por simple feminidad, queréis hacernos sufrir
un poco más.
—¡Te adoro, Conchita! —os decimos con varias lágrimas en cada ojo.
—No te creo, hombre —nos decís a los hombres.
—¡Cásate conmigo o me mato!
¡Nada de eso! ¡No es cierto! ¡Nunca nos matamos! ¡Muy pocas veces, por lo
menos! Son falsas amenazas para socavar vuestro titubeo. Aunque lloremos,
aunque pataleemos, aunque nos mesemos los cabellos. ¡No hay pizca de verdad
en esa mentira! Y repetimos llorosos:
—¡Cásate conmigo, anda!
¡No sabéis cómo disfrutamos cuando, después de estas palabras, vemos que
vuestra voluntad flaquea! ¡Pérfidos que somos! ¡Sí, al matrimonio, vamos al
matrimonio! ¿Con qué intención? Porque teníamos que convenceros de alguna
manera y esa es una prueba que siempre da resultado con vosotras, angelicales
criaturas. Pero nada es cierto, porque nosotros no sabemos amar nada más que
los jueves larderos de once a una.
Y si lo del matrimonio no os termina de convencer, ora porque os han dicho
que somos unos golfos o que ganamos quinientas pesetas mensuales, que para el
caso es lo mismo, entonces sí, entonces decimos que nos matamos.
¡Y nos matamos de verdad! ¡Nos arrojamos al
«metro», nos tiramos desde un puente o nos compramos una radio!
Pero aunque veáis nuestro cuerpo exánime, exangüe o exhausto, ¡no hagáis
caso! ¡Pamemas! ¡Mentira! ¡Ludibrio! ¡Una completa farsa! Queríamos lo que
queríamos, pero como no nos habéis creído, nos hemos matado. Y esto es lo que
sí da resultado.
¡Sois tan impresionables!
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¡OH, LAS CARNES!
A los hombres nos importa un pito que nuestra novia sea gorda o delgada, con
tal de que sea delgada.
Muchas mujeres se pasan la vida no comiendo, haciendo ejercicio, dándose
masajes, asistiendo a sesiones de baños terapéuticos, tirando la miga del pan, etc.,
para conseguir una línea que, a veces, más que línea es otra cosa. Y no saben que
a nosotros nos da lo mismo que hagan todas esas tonterías, porque lo único que
nosotros queremos es que estén delgadas, así, sin más ni más.
¿Por qué no nos complacen entonces? ¿Creen que a nosotros nos satisface que
tiren la miga y que se sumerjan en el baño de María? , ¡No! ¡Nunca! Lo único
que nos importa es que no estén gordas.
¿Queréis, mariposillas locas que me estáis leyendo, que os diga lo que tenéis
que hacer para no engordar? Pues bien, os lo diré.
Cuando vayáis con el novio, no le digáis que os lleve a un cine de la Gran
Vía, porque como son tan caros, las butacas son muy confortables, se reposa
demasiado, la tranquilidad es abrumadora y las grasas se acumulan. Es mejor uno
de sesión continua, en los que la gente se levanta y se sienta, las filas son
estrechas, tenéis que torcer el cuello porque el que está delante no os deja ver,
arrugar las piernas... Total, una incomodidad que compensa con el ejercicio, y la
línea se conserva. ¡Y todo por ocho pesetas que le ha costado a vuestro novio,
que muy bien podría ser yo mismo!
Lo de las gambas a la plancha y las patatas fritas es otra manía tonta. Los
mariscos son sumamente alimenticios y las patatas fritas para qué os voy a
contar. Y no se trata de las quince o veinte pesetas que le hacéis gastar al novio,
que muy bien podría ser yo, sino de que no se os quite el apetito cuando lleguéis
a casa y comáis esa comida que tantos sudores le cuesta a vuestro padre, que muy
bien podría ser un modesto empleado de Telégrafos o del Ministerio de Industria
y Comercio.
¿Y si se trata de los bailes o «boites»? ¡Siempre preferís salas de fiestas de
quince duros la entrada! En estos lugares —¡horror de los horrores!— la orquesta
suele ser estupenda, las melodías dulces, la luz apacible. Y entonces llega la
relajación del músculo, el sopor abrumador, la mansedumbre y la calma
perniciosa para conservar esa línea que se trata de conservar. ¡Jamás vayáis a
esos sitios! Total, por dos duros, encontraréis un local a dos horas del «metro»,
donde noventa y seis parejas y un guardia bailan sobre un metro más o menos
cuadrado de suelo. Todos empujan, agobian, se suda y, en fin, el ambiente es de
lo más propicio para eliminar grasas nefastas.
Esa es, pues, la fórmula. En vuestras manos la tenéis. Ni merendolas a base de
pollo asado con ensalada, «pepitos» ni tonterías; ni «boites» lujosas, ni cines de
estreno, sino largos paseos por la Moncloa, el Retiro, la Castellana o, si tenéis
mucho interés, por O'Donnell.
¡Y no os deis tanto masaje, ni baño de vapor, porque a nosotros nos da lo
mismo que nuestra novia sea gorda o delgada, con tal de que no sea gorda!
Insigne e inoportuno autor de «Asunción tiene bigote» (impublicable)
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PEROCOLLADAS OBESAS
Si a las gordas no les sientan bien los vestidos con vuelos y hay gordas que
llevan vestidos con vuelos, debe ser porque creen que no están gordas, o que les
sientan bien los vestidos con vuelos.
*
Si las modelos son prototipo de elegancia y nunca son gordas, debe ser porque
las gordas no son prototipo de elegancia.
*
Si las gordas saben que nos gustan más las delgadas y pudiendo adelgazar no
lo hacen, debe ser porque a las gordas que pudiendo adelgazar no lo hacen, les
importa un pito nuestra opinión.
*
Si las gordas son más simpáticas que las delgadas, debe ser porque la simpatía
aumenta con la gordura.
*
Si antiguamente las modelos eran gordas y ahora no, será debido a que
antiguamente las delgadas no gustaban como modelos, y ahora sí.
*
Si las gordas usan la faja más que las delgadas, debe ser porque las delgadas
no necesitan usar tanto la faja como las gordas.
*
Si para una mujer estar gorda supone un disgusto y para un hombre no, debe
ser porque al hombre le da lo mismo estar gordo, y a la mujer no.
*
Si una modista cobra lo mismo por hacer un vestido para una delgada que
para una gorda, debe ser porque la modista no tiene preferencia por el dinero de
la delgada o el de la gorda.
*
Y si todas las mujeres fuesen gordas, los hombres nos pirraríamos por las
gordas.
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EL HOMBRE QUE ENGAÑABAA LAS MUJERES
JEAN Bayest, francés de nacimiento, sueco de aspecto, hijo de padres
noruegos y madres italianas, español de temperamento, era lo que ahora ha dado
en llamarse un “duro”. Un “duro” con las mujeres.
Todas las tardes iba a una de esas cuevas para artistas, se apoyaba en el
mostrador con indolencia, pedía un whisky, miraba en derredor con los ojos
semicerrados y se tragaba el brebaje de un solo trago. Jean, inmediatamente
después de esta operación, se llevaba las manos a la garganta y unas robustas
lágrimas aparecían en sus ojos cinematográficos. Pero nadie se daba cuenta.
Después, con paso lento y siempre con los ojos entornados, se acercaba a una
de esas muchachas que siempre hay en las cuevas para artistas.
—Estás sola, ¿verdad?
—Pues... no. Estoy esperando a una amiga...
—No, tú estás sola y haces mal negándolo.
Se sentaba a su lado sin decir palabra por un instante. Fumaba haciendo aros
de humo y arreglándose el pañuelo de flores que nunca faltaba en su cuello. La
muchacha empezaba a ponerse nerviosa.
—Te estás poniendo nerviosa, ¿verdad? —inquiría Jean Bayest, lanzando la
colilla del cigarro con el dedo corazón sobre los pies del camarero.
—Pues... no. Es que estoy esperando...
—No. Te estás poniendo nerviosa. Es mejor que no me mientas o tendré que
pegarte.
—Pero si yo...
—Basta —atajaba él—. No me vengas con monsergas.
La muchacha, cada vez más confusa, empezaba a sofocarse. Luego, mirando a
un lado y a otro, con voz tímida pretextaba que tenía que marcharse. Jean la
cogía de un brazo, rudamente:
—Espera, querida. No debes irte sin pagar mi consumición. Me molestaría,
¿comprendes? Me molestaría.
Y la miraba fijamente con sus ojos somnolientos.
—Has tenido suerte al topar con un tipo como yo. Debías apostar a las
carreras. ¿No te parece?
Luego reía sardónicamente y le propinaba un terrible pellizco en el antebrazo
dejando en él una huella morada.
—¡Sonríe, vamos, sonríe! —apremiaba Jean.
Ella, entonces, no pudiendo soportar más, llamaba al camarero.
—¡Oiga! Este tipo me está molestando.
—No haga caso, “maitre”. Es mi novia y en seguida se pone nerviosa,
¿verdad, querida?
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Y su mirada era tan dura y sus dientes estaban tan apretados que ella no se
atrevía a negar.
Poco a poco, la muchacha se veía tan dominada por la extraña personalidad de
Jean Bayest que, efectivamente, al final pagaba las cuentas, sonreía; se
encontraba feliz.
—¿Cómo te llamas?
—Pregúntaselo a los perros —barbotaba él, mirando, medio dormido, a otra
muchacha, aprovechando que su novia estaba de espaldas.
—Eres un muchacho muy brusco, pero me agradas.
—¿Has pagado ya?
—No, pero ahora...
—Pues paga y ¡lárgate de una vez!
* * *
Yo no sé cómo se arreglaba, pero Jean Bayest explotaba este truco y siempre
le salía bien.
Y es que está visto que a las mujeres les gustan mucho los “duros”.
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G. T. B. SE JUSTIFICA
«EL SEÑOR QUE ES HUMORISTA NO LO DICE JAMÁS»
«LA LITERATURA MÁS IMPORTANTE DEL MUNDO ESTA HECHA POR HUMORISTAS»
YA dijimos en otra ocasión que nosotros siempre estamos oído avizor a las
cosas que pasan por ahí, como son los tranvías, los autobuses con humo de
fábrica, las fábricas con humo de autobuses, las señoras estupendas, etcétera.
Pero, asimismo, las cosas que pasan por ahí pueden ser también opiniones y
declaraciones acerca del humor.
—Creo que don Gonzalo Torrente Ballester, en una interviú que le han hecho
en la Estafeta Literaria, no habla de los humoristas, porque no les concede
importancia.
—¡No es posible! Hay que verle inmediatamente.
Y nos vemos inmediatamente.
—Siéntese —me dice—. En seguida le atiendo.
Mientras habla por teléfono, le observo. Es un hombre de estatura media,
cargado de espaldas, acaso debido a su profesión de crítico. Efectivamente lleva
unas gruesas gafas ahumadas y habla con voz potente, clara y convincente.
—¿Y bien?
—Señor Torrente Ballester: tengo entendido que usted ha hecho unas
declaraciones diciendo que los humoristas no tienen importancia literaria.
—¿Yo? El señor que haya interpretado así mis declaraciones es un majadero,
y además, no ha leído mi libro.
Me atizo un soberbio trago de coñac y compruebo mentalmente la distancia
que me separa de la puerta de la calle.
—Pues... según parece…
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—¿Cómo voy a decir yo eso, si la literatura más importante del mundo está
hecha por los humoristas? ¡Ahí tiene usted a Cervantes!
Me levanto para cederle el asiento, pero en seguida comprendo que es una
frase.
—Lo que ocurre —sigue hablando, mientras me ofrece un cigarrillo de “caldo
de gallina”— es que la gente confunde al humorista con el escritor festivo.
—Entonces, ¿cuáles son los mejores humoristas modernos españoles?
—El orden es lo de menos, pero puede citar a Unamuno, Valle Inclán, Baroja,
Pérez de Ayala, Wenceslao, Ramón Gómez de la Serna...
—¿Y Fulano?
—¡Ese qué va a ser un humorista! El señor que es humorista no lo dice jamás.
—¿Y Zutano?
—Tampoco.
—¡Y Perengano!
—Ni hablar, hombre.
—Pues hay opiniones que...
—Me interesa la opinión de los discretos; no la de los majaderos.
Ahora empiezo a comprender que el señor Torrente Ballester tiene una
acertada y sutil opinión acerca del humor.
—¿Y el caso de Tono?
—Ese es un caso curioso. Puede que haya sido de los pocos que se me han
olvidado en el libro. Tono es un hombre de indudable ingenio: le falta poder
constructivo y se deja llevar por una vía de facilidad, pero no se le puede regatear
un enorme talento.
Damos un ligero repaso a los humoristas forasteros. Me habla de Shakespeare,
de Dickens, de Chesterton. Siente preferencia por los humoristas ingleses, y por
el coloso italiano Pirandello.
—Lo que ocurre —sigue diciendo— es que no se debía dejar publicar una
interviú sin el visto bueno del interviuvado.
—Entonces, ¿a ésta se le puede poner el visto bueno?
—¡Cómo no! Y usted... ¿de dónde es?
—¿Yo? De Cuenca.
—¡Maravillosa ciudad! —exclama.
Y se dispone a marchar hacia el teatro Cómico. Todo ha salido a pedir de
boca, porque él es un hombre cordial, porque Cuenca le parece una maravilla, y
porque ha pagado las consumiciones, lo cual me permite acariciar con fruición el
único duro que llevaba
en el bolsillo.
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UNO, que pertenece a eso que se llama “clase media”, que quiere decir: ni a
pie ni en taxi, también tiene que coger el autobús de cuando en cuando. Y al
verse formando parte de esta hilera de ecuánimes personas en la cola, se siente
feliz. Y piensa:
—¡Lo que es la civilización!
El autobús aún no viene, pero nadie se mueve.
Nuevos reclutas de esta “mili” de cada día, se incorporan a la fila, callados,
serios, corteses .Y a seguir esperando.
Al fin, entre una nube de humo negro, aparece en lontananza la silueta azul
del larguirucho vehículo, que llega hasta la altura de las ochenta y nueve
personas que todavía no han movido ni un párpado. Pero apenas queda quieto y
las metálicas puertas se abren, una tromba humana, asoladora, inclemente, se
lanza como un solo hombre al asalto.
—¡Pepe, mi bolso! ¡Cógeme el bolso!
—¡Pero habráse visto bruto semejante!
—¡Bruto tu padre!
Al ver esto yo pensé que sería mejor esperar otro autobús. Pero tuve que
pensarlo desde dentro del coche, porque quedarse fuera tampoco depende de uno.
¡Y esto sí que es la barca de Caronte!
—¡Mi pie! ¡Oiga, mi pie! —me grita una señora con su nariz a dos dedos de
la mía.
—¿Su pie? ¿Qué le pasa a su pie, señora?
—Que lo tiene encima del mío.
Tuve que apelar a un repentino hermano siamés que intentaba demostrar
conmigo la penetrabilidad de los cuerpos.
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—¿Quiere hacer el favor de quitar su pie, que está sobre el mío, para que yo
pueda quitar el mío, que está sobre el de esta señora?
—Espere un instante —dijo. Y se dirigió a otro—. Dispense, pero es
imprescindible que quite su pie del mío, para que yo pueda quitarlo, para que este
señor lo quite y esa señora no proteste.
La maniobra no era nada fácil. No obstante, se intentó.
—¡¡Mi pie!! —volvió a gritar la señora. Pero nadie contestó, porque ninguno
—Pero señora, ¿cuántos pies tiene usted?
—Dos —dijo, cargada de razón.
—¡Qué barbaridad! —exclamó alguien.
Mientras tanto, un hombrecito de dos años cabalgaba sobre el cuello de su
padre; la señora seguía diciendo no sé qué de de su pie y de mi padre, y me quiso
morder en la nariz: el cobrador, a gatas sobre las cabezas de los pasajeros, tenía
la optimista pretensión de cumplir con su deber; el individuo que llevaba al niño
sobre los hombros, sudaba de tal manera por el cuello, que en seguida comprendí
que aquello no era sudor; un anciano matrimonio salmodiaba un Padrenuestro en
mi nuca, y uno de ellos dijo al otro:
—Si salimos con bien de esto, le llevaremos unas velas al Cristo de
Medinaceli.
Por fin, el autobús se paró. Se abrieron las puertas y todos caímos de bruces
sobre la acera, tullidos, con el cuello torcido, con un zapato sí y otro tampoco, el
pelo revuelto, los ojos hinchados.
—¡Argüelles! —dijo una voz.
Pero nadie contestó, porque ninguno iba a Argüelles.
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HAZME CASO Y CRECE, MUCHACHO
«Ser escaso de estatura
es una cosa muy dura».
FENELON
ESTÁ más que pasado de moda hablar de los complejos, pero hay uno que es
eterno, inmutable y terrible: el de los bajos.
Ser bajo, tonto y pobre, son tres cosas que no suelen tener remedio. El bajito,
en cada momento y en cada hora, siente la angustia de su «cortedad», porque la
vida —terrible burlona— se complace en mostrarle constantemente el espejo de
su propia mofa, befa y escarnio.
El bajo (no sabemos por qué) suele ser enamoradizo. Pero las mujeres (sí
sabemos por qué) no le suelen hacer ni caso. Ellas opinan de los bajitos que son
chicos divertidos, excelentes y simpáticos. Pero nada más.
Supongámonos en un baile de reunión.
—¿Bailamos?
—Perdona, pero estoy muy cansada.
Es un bajito. Y esto una vez, y otra, y otra. Y entonces empieza a prescindir de
los azules ojos de Fulanita, de la sonrisa encantadora de Menganita y de la
simpatía arrolladora de Zutanita. Se dedica, furiosamente, a comprobar la
diferencia de altura entre su cabeza y la de una posible «cliente». Al fin encuentra
una chica de su medida. Se dirige a ella con toda decisión, la invita a bailar y ella
accede. Desde este instante comienza a estirar el cuello, se pone de puntillas
disimuladamente, no piensa en nada, sino en ganar, a toda costa, unos
centímetros sea como sea.
—Bailas muy bien —le dice a ella con una sonrisa también bajita.
—Gracias, pero ¿por qué te pones de puntillas?
Y la tragedia vuelve.
Por la calle, siempre va buscando la diferencia de peralte de las aceras para
ganar altura junto a los amigos, que se apoyan en su hombro cariñosamente, pero
no saben que le están haciendo cisco.
En el «metro» más de una vez le ha dicho un individuo:
—¿Por qué no le cede el asiento a esta señora?
—¡Pero si no estoy sentado! —exclama él, poniéndose rojo de ira y de
vergüenza.
—Perdone. No me había dado cuenta.
Y una ola de risitas contenidas inunda el vagón.
Cosas parecidas le ocurren todos los días. Para los demás es una circunstancia
graciosa. Algo que se olvida apenas sucede. Pero él va acumulando y
acumulando hasta el día que muere. Y aún después podría incrementar su acerbo,
si hubiera podido oír desde su definitiva caja de madera, camino del cementerio,
decir a una señora:
—¡Qué pena me da que mueran los niños!
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PEROCOLLADAS INOCENTES
SI un individuo nos pide veinte duros el día de los Inocentes, se los prestamos
y luego no nos los quiere devolver porque dice que era una inocentada, debe ser
porque ese individuo es más fuerte que nosotros.
*
Si a una mujer no le interesa el amor de un hombre, y sólo le interesa que le
regale joyas y lujosos vestidos, debe ser porque es tan inocente que cree que el
amor no tiene importancia.
*
Si siempre que un hombre besa a una mujer ella dice que él es el primer
hombre que la besa, debe ser porque es tan inocente que cree que diciéndole que
él es el primer hombre que la besa, él va a creer que es el primer hombre que la
besa.
*
Si la inocencia es una virtud extraordinaria y perdemos la inocencia a medida
que avanzan los años, reconozcamos que, a medida que avanzan los años,
perdemos una virtud extraordinaria.
*
Si la Justicia pregunta al reo que si se considera culpable o inocente, y luego
la Justicia va a decidir lo que estime justo, lo mismo le da al reo contestar que es
culpable o inocente.
*
Si el día de los Inocentes el dinero que se pide prestado no se quiere devolver,
hay quien está convencido de que todos los días del año son los Santos Inocentes.
*
Y si por una mirada un mundo, y por una sonrisa un cielo, por un beso,
calcula tú, guapa, qué te diera por un beso.
53
UNA INOCENTADA LLAMADA TRANSPORTES
EL sentido del humor, en la vida, y sobre todo en la vida española, tiene una
vigencia constante. Especialmente la broma. Y la broma es una de las cosas que
nos diferencian de los otros animales. ¿Qué perro puede gastar una broma? ¿Qué
gato? ¿Qué burro? Incluso, ¿qué ornitorrinco? Ninguno. ¡Solamente el hombre es
capaz de bromear alegremente!
Una de las hijas más guapas de la Broma es la Inocentada. Y una de las hijas
más guapas de la Inocentada es la que nos dan todos los transportes madrileños.
Pero, en el fondo, tienen su gracia, ¡qué caramba!
Me espera Pili a las siete. Son las seis. Cogeré el autobús en esta parada.
Soy el tercero de esta enorme hilera de personas que empieza en Banco y termina
en Goya. El autobús no aparece. Son ya las seis y cuarto, las seis y media, las
siete menos cuarto. No aparece el autobús. Las siete menos diez, menos cinco.
¡Y llega el autobús!
—Los dos primeros —dice el cobrador.
Los dos primeros se marchan con el autobús y allí nos quedamos. ¿Qué pasa
luego? Que Pili dice que somos unas farsantes y unos chulos y que ella no espera
ni a su padre. Y no sirven de nada las explicaciones.
Y lo bueno de esta inocentada de los transportes es que no es por pura
casualidad, sino que el cobrador y el conductor, de mutuo acuerdo, sabiendo que
Pili nos esperaba a las siete, han llegado ante nuestras narices y han dejado pasar
a los dos que había precisamente delante de nosotros. Pero ellos ya sabían que
uno hacía el número tres. Y todo para enemistarnos con Pili, ¡leñe!
¿Y si se trata de taxis? ¡Oh, mon Dieu! Calle arriba, calle abajo, esperando
ver, si es de noche, la anhelada lucecita verde. Allá, a lo lejos, entre un gran
rebaño de motores, viene uno con su pimpante bombillita verde. El corazón,
debido a la emoción, se nos sale por la boca. Lo volvemos a meter y tres metros
antes de que el taxi llegue a nuestra altura, se “funde” la dichosa bombillita, y
entra en el vehículo un señor de Palencia o de Gerona, si llega el caso. ¿Y
cómo no iba a saber el taxista que lo estábamos esperando? ¡Claro que lo sabía!
Pero el señor de Palencia le ha parecido más simpático. Y allí nos deja como
unos Cyranos cualquiera.
A veces, la crueldad de los taxistas llega a un límite insospechado para
conseguir el buen efecto de su inocentada. Se nos presenta con la luz verde, lo
paramos, abre la puerta y nos dice:
—Voy a Cuatro Caminos, ¿le conviene?
—Pues mire... hoy no. Si le diera lo mismo Legazpi...
Sopla, da un portazo y se marcha sin que hayamos podido decir este
taxi es mío.
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En otras ocasiones es el “metro” el que nos gasta su broma. Tenemos los
minutos contados. Sabemos que es un vehículo veloz y bajamos las escaleras
hasta la taquilla a paso de película de 1.900. Tomamos el billete, buscamos,
celéricos, nuestro andén. Atropellamos a una anciana y a dos niños, pero no
importa. Llegamos al andén... y en ese preciso instante, el tren se marcha. ¿Y no
podía haber esperado unos segundos el conductor? ¿Es que nos va a decir que no
sabía nuestro apuro? ¡Claro que lo sabía!
Pero, amigos, las inocentadas son así.
Y, la verdad, tienen su gracia.
55
PEROCOLLADAS INVERNALES
Si todos los años, cuando llega enero, sube la vida, cuando ya no pueda subir
más la vida, será porque ya no hay más eneros.
*
Si a todos nos aterroriza subir “la cuesta de enero”, lo mejor para que
se nos quitase el temor sería que alguien hiciese otra carretera con menos
pendiente.
*
Si las personas se enamoran más en agosto que en enero, debe ser porque el
amor depende de la temperatura.
*
Si durante el mes de enero se venden muchos libros y pocas motos, y durante
el mes de julio muchas motos y pocos libros, debe ser porque la gente, en verano
prefiere ir en moto a leer libros.
*
Si los pobres le temen a enero y los ricos no, debe ser porque a los ricos les da
lo mismo frío que calor.
*
Si los comerciantes ponen en sus establecimientos “GRANDES REBAJAS
DE ENERO” y no ponen “GRANDES REBAJAS DE MARZO”, debe ser
porque, para rebajar, una cosa es marzo y otra cosa es enero.
*
Y si a las tres de la madrugada vemos una pareja en un taxi, debe ser porque
vienen de algún sitio o porque van a algún sitio.
56
LA LÓGICA DE DON BLAS
DON Blas Puig de la Rosade, por su vida y su esqueleto, era un hombre recto,
justo y jefe de negociado del Banco D.A.D.A. (Dinero Ahorrado Dinero
Aprovechado). Don Blas nunca ejercitaba el dispendio ni el gasto superfluo.
Ateníase a su sueldo de una manera estricta y cabal. Gastaba exactamente lo que
tenía que gastar; ni un céntimo más ni menos.
Llegó el año nuevo. Su señora y él, gravemente cogidos del brazo, recorrieron
algunas confiterías y, después de hacer un cálculo matemático, compraron una
botella de anís, otra de coñac y medio kilo de turrón. El importe ascendía a lo
justamente previsto.
Al día siguiente, cuando don Blas —volvió de la oficina, su esposa le dijo:
—¿A que no sabes lo que vamos a comer hoy?
—Arroz a la cubana, sardinas fritas y una naranja inglesa de las que se crían
en Andalucía.
—No. He comprado dos filetes de ternera.
—¿Cuánto te han costado?
—Cuarenta pesetas. Como estamos en Pascuas…
57
Don Blas no dijo ni una palabra. Comió con apetito, se fue a su habitación, se
puso un raído sombrero de copa que le regalaron el día de su boda, se quedó en
cueros y se marchó a la calle, camino de la oficina. Los hombres le miraban
asustados, las mujeres se espantaban a su paso y los gamberros gritaban: «¡Olé
qué tío!» Pero Don Blas seguía impasible, vestido de Adán, sin hacer el menor
caso de nadie. A los pocos instantes un guardia se arrojo sobre él.
—¡Sinvergüenza!
—No soy ningún sinvergüenza —dijo tranquilamente don Blas.
—Venga a la Comisaría. ¿Es que se ha vuelto loco?
—No me he vuelto loco.
En la Comisaría creyeron en principio que se trataba de un perturbado mental.
—¿Qué puede decirnos de su comportamiento!
—Pues... que es lo más lógico. Yo gano cuarenta pesetas diarias. A mi esposa
se le ha ocurrido comprar dos filetes que han costado ese dinero. Usted
comprenderá, señor Comisario, que uno, día a día, amortiza cuatro pesetas de
abrigo, dos reales de corbata, una cuarenta de camisa, tres pesetas de zapatos, un
real de calcetines, dos pesetas de chaqueta...
—Pero eso...
—No hay pero que valga. Hoy no podía amortizar absolutamente nada de
nada. Mi sueldo íntegro estaba en esos dos filetes. ¿Cree usted que yo robo el
dinero? ¿Cree que me lo regalan? Vivo ateniéndome a lo que gano. Y ni un
céntimo más.
—Bueno, bueno. Llame a casa y que le traigan la ropa.
—Ya le he dicho que hoy no me puedo permitir ese gasto. Ni hablar más de
ello.
—Tendré que encerrarle entonces, caballero.
—Sí; enciérreme. Justamente hasta mañana. Es lo que necesito.
Jamás, desde entonces, se le ocurrió a su esposa gastar un céntimo más de lo
debido.
58
COMO NO SOY DE MADRID
LA pequeña pensión a donde me hospedaba era una sucursal del Polo Norte.
—Señora Marcela, ¿tendría la bondad de darme un tazoncito de agua caliente
para afeitarme?
—¿Agua caliente? ¡Hijo mío! ¡Vaya una juventud! ¡En el mes de enero pedir
agua caliente! ¿A quién se le ocurre? Tengo que encender el hornillo eléctrico,
que gasta... ¿sabe cuánto gasta un simple hornillo eléctrico? No, no lo sabe; por
eso se le ocurre semejante cosa. Pues el mes pasado pagué lo menos...
Tuve que afeitarme con agua fría. Me corté. Me aguanté. Me marché.
—Señora Marcela, ¿qué tengo que hacer para ir a la calle de la Puebla?
—Eso sí que se lo puedo decir, señorito. Mire, sale usted a Princesa y sigue
todo derechito por la Avenida de José Antonio. Vaya por la acera.
—Sí, señora; descuide.
—Digo, que vaya por la acera de la izquierda, y la primera calle que encuentre
antes de llegar al Metro de Callao, le lleva a la Puebla.
—Muchas gracias. ¿Qué le debo?
—¡Por Dios señorito! ¡Eso lo hago yo gratis!
Yo estaba frente al Metro de Ventura Rodríguez. No sabía si tenia que cruzar o
esperar. Un ejército de motores cruzaba ante mí.
De repente, un nudo angustioso se hizo en mi garganta. Una pobre anciana,
más cargada de años que de espalda, intentaba la proeza. Indiferente a todo, con
lentitud en su andar, cruzaba, poco a poco, la calzada. Recé por el alma de
aquella pobre señora. Me tapé los ojos con la mano.
—¡Pobrecilla! ¡Ampárala, Señor! —musité angustiado.
Y despacio, dolorosamente despacio, llegó hasta la otra orilla.
—¡¡Vivaaaa!! —di un brinco tan grande que a poco me rompo una pierna al
caer.
—¿Qué le pasa, hombre? —me preguntó un individuo.
—¡Ah! —soplé ufano—. Usted es que no la ha visto.
—¿A quién?
—A esa anciana . ¡Cómo cruzado la calle! ¡Qué valor!
—Claro que la he visto. Es mi madre.
—¿Su... ma... dre?
Al poco rato, dos niños cogidos de la mano, cruzaban dando pequeños saltos.
Y después, una mujer con un bolso. Y luego otra. Y más tarde una pareja.
¡Todos menos yo! ¡Y tan tranquilos!
Comprendí que mi palurdismo era crónico. Comprendí que no había que darle
importancia a la cosa. Al fin y al cabo los conductores no son ciegos.
¡Naturalmente! A cruzar.
59
A pesar de la baja temperatura, mi frente se inundaba de sudor. Veía la
avalancha de motores como bocas de dragón hambriento. No pensé que esta
operación había que realizarla con los ojos casi cerrados. Un camión cargado de
grava, semejante a un tanque en plena batalla, sé acercaba hacia mí, derecho,
terrible. Dudé. «¿Espero a que pase?» «No, pasaré yo antes». «¡Me atropella!»...
¡Richch grojjj ñiaaaa plafg!
—¡Imbécil! ¿Es que quiere que le atropelle? ¿Qué hace que no pasa de una
vez?
El suelo olía a goma quemada a causa del frenazo.
—Perdone, que yo no sabía...
—¡Vamos, pase de una vez!
—Sí, señor, sí.
Y otra voz:
—¡A ver ese camión si nos va a tener aquí toda la mañana!
—¡Se espera un poco, caramba!
—¡A mí no me vocea nadie, tiparraco!
—Pero, ¿es que no ha visto que la culpa ha sido de ese julandrón?
Con la cautela de un ladrón en noche de faena, me deslicé por la boca del
Metro. Suspiré aliviado al verme lejos de aquella barahúnda. Al llegar a Legazpi
saqué otro billete. Volví a preguntar qué tenía que hacer para ir a la calle de la
Puebla. Y nuevas explicaciones del sistema «métrico». Desesperado me introduje
en un establecimiento de cafeteras y muchachas con cofia blanca.
—Un litro de vino tinto, por favor.
—Lo siento, señor. Esto no es una taberna. Ahí en frente tiene una.
—Gracias.
Acabé sentándome en el bordillo de la acera. Me echó un guardia. Pasé a la
taberna. Me bebí el litro de vino tinto, y de mis labios babeantes y torpes,
solamente salían estas palabras en una cantinela absurda:
—Nos han dejao solos a los de Tudela...
60
SI quieres ser un buen Director de Banco, escucha mis consejos, muchacho:
Tú te sientas en el des pacho, todo rodeado de timbres y teléfonos, ordenanzas,
estadísticas y cajas de puros habanos de los que se hacen en Canarias. ¿Que llega
un cliente? Pues le dices: “Siéntese y dígame lo que desea”. Entonces él puede
decirte: “Yo venía a ingresar...” Y ya con este, le insistes en que debe sentarse,
teniendo siempre bien a mano la caja de puros. “Yo venía a ingresar trescientas
pesetas”. “¡Muy bien!” —contestas tú—. “Vaya a la ventanilla siete. Adiós”.
“Pero es que...” —balbucea él—: “Nada, nada. Vaya a la ventanilla siete”. Y de
puro ni hablar, ¿comprendes?
Llega otro cliente.
“—Yo venía a ingresar...”
“—Siéntese”.
“—... cuatro mil pesetas”.
61
“—Muy bien. ¿Quiere un cigarrillo de caldo de gallina?
“—No fumo; gracias”.
“—Bien, pues no se preocupe. Déjese tranquilo esas cuatro mil pesetas”.
Y llega otro:
“—Yo venía a ingresar...”
“—Siéntese”.
“—... cien mil pesetas. Soy Ramón Salcedo Barboquejo”.
“—¡Mi querido don Ramón? —te debes levantar efusivo. Y le ofreces la caja
de puros, se lo enciendes, y le pones dos más en el bolsillo superior de la
americana. Y empezáis a hablar: “bla, bla, bla...” Y al marcharse sales con él
hasta la puerta, haces como que te quitas el sombrero, pides perdón porque no
llevas sombrero, etc. etc.
Y viene otro cliente más:
“—Yo venía a ingresar...”
“—Siéntese.”
“—... dos millones de pesetas.”
Y aquí ya debes emplearte a fondo. Debes pulsar todos los timbres para que
lleguen todos los empleados y lo vean, le canten villancicos que tú mismo debes
dirigir y le ofrezcan sus zalemas. A éste ya le das todos los puros, una botella de
coñac francés, un corte de traje de caballero, una moto “Vespa”... Te ríes a
carcajadas, de pronto lloras como un niño, te mesas los cabellos, te rasgas las
vestiduras. etc. etc. Y cuando se disponga a marchar, tú, siempre inclinado como
si estuvieras buscando una moneda perdida, lo sigues hasta la puerta de la calle,
llevándolo sobre tus espaldas y lo dejas sobre el mullido Cadillac, saludándolo
con una banderita hasta que se pierda entre el ajetreo de la ciudad. ¿Está claro?
Y aún puede llegar otro cliente:
“—Yo venía…”
“—Siéntese.”
“—… a ver si me podían hacer un préstamo de...”
No debes seguir escuchando. Apretarás el timbre misterioso, se abrirá una
trampilla que hay delante de la lujosa mesa de tu despacho, y podrás oír un
“aayy” agudo y prolongado que, al cabo de unos segundos, terminará con un
“paff” seco y rotundo. Cerrarás de nuevo la trampilla, encenderás un
emboquillado de aroma penetrante, mirarás al techo mientras haces aros de humo
y aguardarás con paciencia la llegada de un nuevo cliente.
62
EL COLÓN DE COLÓN
COLÓN (don Cristóbal), dio un soberbio puñetazo sobre la mesa del figón
donde intentaba estrangular el hambre que corroía su ser de punta a cabo, y
exclamó:
—¡Mesonero! ¡Esta bazofia carece de azúcar, canela y clavo!
El pobre diablo, gordinflón y mantecoso, acudió solícito.
—Ya sabe vuesa merced que las especias se encuentran en las Indias. Pero
como nadie quiere ir por ellas...
—¡Pues ya me voy hartando de comer sin aderezo! Me voy ahora mismo a ver
quién quiere que le descubra algo.
Y entonces Colón, aquel hombre con pelo de mujer, alto y genovés, se fue por
esos mundos de Dios, gritando desde las plazas públicas de las naciones:
—¡Al rico descubrimiento! ¡Se descubren países, mares y naciones!
Nadie hacía caso. Y él seguía con su cantinela:
—¡Y eeeel descubridor! ¡Al rico viaje a las Islas Orientales! ¡Se descubren
continentes! ¡Y eeeel descubridor!
La gente, desde los balcones, lo miraban con asombro y le echaban alguna
moneda. Pero no era eso 1o que don Cristóbal quería, Y habló con algunos reyes.
—¿Me da usted dinero y le descubro algo? —decía Colón, de hinojos ante los
tronos.
—¿Qué me va usted a descubrir, matarile, rile, rile? —se mofaban de él los
monarcas—. ¿Una isla? ¿Un manjar? ¿Un tobillo de mujer?
—¡Las especias, imbécil! —gritaba don Cristóbal.
Pero los reyes no estaban acostumbrados a aquellas muestras de cariño y le
decían que por ahí se pudriera. Colón, en vez de pudrirse, se vino a ver a la reina
de España.
—Mire usted, doña Isabel. Debemos llegar a un acuerdo. Deme usted tres
carabelitas, un poco de tocino salado, harina, vino y cuarenta extremeños, que yo
le traigo azúcar, canela y clavo.
—El caso es, don Cristóbal, que ahora ando muy mal de fondos. ¿Tú sabes,
hijo mío, lo que nos cuesta matar a los moros?
—Ande, sea buena —gemía Colón—. Dígaselo a su marido.
—¡Uy! ¡Menudo es Fernando! ¡Pues sí que estamos listos!
—¡Ande, mujer! ¡Que usted tiene un corazón de oro!
Y doña Isabel, que tenía un corazón de oro en verdad, se lo dio para que lo
empeñara.
—Toma, hijo mío —se suavizó la reina—. Descubre lo que quieras y
diviértete.
Y ya metido en su carabela, oyó una voz estentórea:
—¡El palo de mesana! ¡El palo mayor! ¡Las vergas! ¡El ancla! ¡La bitácora!
¡Los garfios! ¡El trinquete!…
PEROCOLLADAS (1956-1958) José Luis Coll
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  • 2. 2
  • 3. 3 ÍNDICE Consecuencias de un partido de fútbol…………………………………………...7 «El Quijote» lo escribió Cervantes……………………………………………….8 Emisión patrocinada………………………..………………….………………....9 El hijo que se comió a sus padres……………….…………………………..…..11 La séptima garambaina……………..………………..……………………….....13 Taxistas taxidermistas……………….…………………………………………..15 Perocolladas…………………………………………………………………......16 Perocolladas…………..……………………..………………..……………..…..17 ¡Arriba las pesas!………………………………………………………………..18 Perocolladas: Taxistas……………………….……………………………..……20 Perocolladas………………………..…………..……………….…………….....21 Perocolladas taurinas……….………..……….………..…...…..……………….22 Perocolladas radiofónicas………….…….………….…….……..…………...…23 Síndrome cronológico de la paráfrasis interpolada…………………………..…24 Caperucita verde…………..…………..……….……….……………………….26 Perocolladas silenciosas…………..………………..…………………………....29 Perocolladas lluviosas………………….………..………………………………30 Isabel Calvo de Aguilar...……………….…………..…………………………...31 Perocolladas humorísticas……………………….…………………………..….34 Un ejemplo de los buenos……………..………..………………….……………35 La mujer ideal (de hebra)…………..…………..………….…………………….36 Perocolladas metropolitanas…………..……….…..………………………...….38 Un calvo, pero menos………….……….……..………….………………….….39 Perocolladas amorosas…………..………..………..……….………………..….40 ¡Mujer no te fíes de nosotros!………………………………………………...…41 ¡Oh, las carnes!………………………………………………………………….43 Perocolladas obesas…………………………………………………………..…44 El hombre que engañaba a las mujeres………………………………………….45 G.T.B. se justifica…………….………..……..………………………………....47 El autobús madrileño……….……….……..……..…….……………………….49 Hazme caso y crece, muchacho……………….………………………………...51 Perocolladas inocentes…………..………………..………..……………………52 Una inocentada llamada transportes…………..………………………………...53 Perocolladas invernales………….…………..…………………………..……...55 La lógica de Don Blas…………..……………..………….………………….....56 Como no soy de Madrid……………………………………………………...…58
  • 4. 4 Consejos a un director de banco………………………………………………...60 El colón de Colón…………………..…………..…………………………..…...62 ¡Es una vergüenza!……………….………………..…………………………....64 ¡Ay, artistas de mi alma!……..………..………………………………………...66 Filosocollancias……………..………….…………….…………….……….…..68 El serial de las once y cuarto……..……….………………………………...…..70 Filosocollancias…………..………….……..……………………….…………..72 Filosocollancias……………..………..…………..……………….………….....74 Filosocollancias……………..………….………….………………….………...76 Las quejas del mar………..………..………….………………………………...78 Filosocollancias…………..………..………..…………………………………..80 Filosocollancias……………..………….….………..…………………………..82 Mecanógrafa inocente………….……….……..……………………..……….…84 Filosocollancias……………………………………………………………..…..86 Nosotros, los escribanos…………………………………………………….…..88 Carta abierta al amor…………….…………..…………………………………..90 Página del siglo XXX…………..……….………..…….…….………………....91 Filosocollancias siglo XXX………………………………………………….….93 El loco………..……….……..……..…….……………………………………...95 Filosocollancias…………….……..……..…….……….…………………...…..97 Las verdades del barquero……….……..………..……..……………………….99 Precaución, motorista………….…….……..……..………………………..….101 El tontarra de Federico…………….……….…….……….………….……...…103 Filosocollancias de verano……….……….……………………………………105 Timo perfecto……………….………..……………………………………..….107 El pelotillero………….………….……..………….……….…….…………....109 Antirrefranero de la lengua castellana………….………….…………………..111 Nos quejamos sin razón, eso es……..………..………..……………………....113 Regañina a Don Alfonso Paso……………..…………………………………..115 Loada seas, Tabacalera………….……………..……………………………....117 Otelo el celoso…………………………………………………………………119 El buscador de verdad…………………………….……………………...…….121 ¡Hay que prosperar, amigos!………………..……………….………………....123 Explicación técnica del satélite artificial………………………………………125 A uno de esos………………………………………………………………..…127 Las colicosas……………………..…………………….……………………....129 Novio y escritor.………………..………….……………………………..……131 ¡Revolución!………………………………………………………………..….133
  • 5. 5 El tren…………………………………………………………...……………..134 Mejor son diez millones de pesetas que una paliza…………………………....135 Juanita la huerfanita……………………………………………………………136 Los novios y la luz…………..……….……..……………………………….…138 El recluta sordo…………..……..……..……………..……………………...…139 Perocolladas diversas………..………..………..………..………….……….…140 No está bien ser más alto que su padre……….………….……..……………...141 ¿Quién se quiere casar conmigo?…………………………….…………….….142 ¡Pobre pavo!….…………….……….……..…..……..……….………...…..…144 Perocolladas varias……………….………..……….…….…………..………..146 Hablando claro se entiende la gente………….…………..…………………....147 Meditación en voz baja…………………….…………..……………….……...149 Yo también voy. ¿Volveré?……………….………….….………….……….....150 El hombre humano piensa mentalmente……….…..…….………………….…151 Carta a Marino Gómez Santos………….……………………………..…….....152 Un hombre feliz……..…………….………….……….…………………...…..153 Mi infinita paciencia…………………..…………………………………..…...155 Ojos de la noche…………..…………..……………………….…………...….157 El hombre que no sabía hacer la pelotilla………..…………………………….159 El realismo en el arte………………..………..………………………………..161 ¿Era un loco?…………………………………………………………….…….163 Era tonto…………………………….…………………...………………….....164 Aquí, Raúl……..……………………..…………………………………..…….165 Dos copas…………………….…………..………..………….………………..166 Demasiado viejo para ser tan joven……..……..…..……..………….….……..167 Mucho tiempo bajo el agua, ahoga………..………..………………………….168 ¿Quién ama el peligro?………………………………………………………...169
  • 6. 6
  • 7. 7 CONSECUENCIAS DE UN PARTIDO DE FÚTBOL VER un partido de fútbol, conquistar a una mujer y pegar al casero, son tres cosas que sólo debemos hacer una vez por semana. Lo demás sería excesivo. Pero, ¿cuál de las tres cosas podría acarrear peores consecuencias? Indudablemente, lo del partido. Veamos, es decir, lean ustedes. Supongamos que en el rectángulo verde se enfrentan el Real Madrid y el Atlético de ídem. Supongamos (que no cuesta dinero) que estamos casados, que nuestra esposa nos coge de la solapa y, tras ligero zarandeo, nos suplica humildemente que la llevemos al encuentro ese. Sigamos suponiendo que no nos negamos .Y que, efectivamente, vendemos el armario de luna y adquirimos nuestra opulenta tribuna. Volvemos a suponer (siempre de manera gratuita) que vence el Madrid y que nuestra “ella” era partidaria de los rojiblancos. Entonces nosotros, siempre humildes nos limitamos a enseñarle los dientes con una tímida sonrisa. —¡Canalla! ¡Bandido! ¿Para esto me has traído al partido? ¡Tú sabías lo que iba a suceder! —Pero mujer... —¡Hipócrita! ¡Sátrapa! ¡Burócrata! —Pero mujer... —¡Ya me lo decía mi madre, monstruo! —Pero mujer... —¡Calla, imbécil! ¡No seas cínico! ¡Ya sabes que no quería venir! —Pero mujer... —Tú no ignorabas que Escudero se tomó una copa de coñac anteayer, y así, ¡claro! —Pero... Pero... —¡Que se la hubiera tomado Di Stéfano a ver qué hubiera pasado! ¡Mañana me voy con mis padres... o con mis madres!, ¡pero lejos de tu lado! Y así durante siete horas. Le suplicamos, le lloramos, le hacemos comprender nuestra inocencia; pero sí, sí. Que si quieres arroz, Catalina. —¡¡No quiero arroz ni nada que venga de ti!! Pensamos en la separación, pero entonces ella... —¡Ay, Dios mío, qué hombre! ¡Quiere marcharse y dejarme llena de hijos por todas partes! Pensamos en el suicidio. —¡Ateo! ¡Más que ateo! No pensamos en el suicidio. —¡Cómo podrás vivir así, cobarde! Y ya, finalmente, alguien puede ver cómo se nos cae la baba, nos hurgamos la nariz, cantamos lo de lo espinita y hablamos bien del Ayuntamiento. Y es que jamás podré comprender cómo a ciertos jugadores de fútbol se les permite tomarse una copita de coñac anteayer.
  • 8. 8 «EL QUIJOTE» LO ESCRIBIÓ CERVANTES EL Quijote, señorita mecanógrafa, no es un equipo de fútbol, ni de baloncesto, ni de novia. El Quijote, mequetrefe de sombrero, no es un bandido del Oeste americano. El Quijote, vieja gruñona de perifollos, no es un baile de aquellos tiempos. El Quijote, seres que me estáis leyendo, son dos kilos de novela estupenda. En España, además de toreros, castañuelas y películas de barba, se han hecho cosas que ríase usted de los peces de colores... (¡Vamos, ríase! Gracias). Por ejemplo: El Quijote. Esta novela —que no ganó el premio Nadal no sabemos por qué— es nuestro orgullo. Pero este carácter nuestro tan español, y, sobre todo, tan especial, hace que desconozcamos los valores que tuvimos. Los españoles, incluso los catalanes, tenemos bastante con ir a la oficina, decir “sí, señor Peláez”, agarrar la melopea dos veces por semana, coger las manos de Josefina, devolvérselas antes de que nos pida el anillo, tumbarnos a la bartola y hablar en inglés americano, que es lo que más se lleva. Pero de cuidar el espíritu este que tenemos aquí, ni hablar. Por eso nadie conoce a Don Quijote, pero sí a la Celestina. Pastrana Clarín, Meléndez del Gallo, Henry Labord y otros buzos literarios, han hablado, repetidas veces, de Don Quijote. Pero no han dicho lo que yo les voy a decir. Mi revelación es generosa, puesto que no deseo el agradecimiento de la posteridad: El Quijote lo escribió Miguel de Cervantes Saavedra, soldado por la Caja de Recluta de Alcalá de Henares, y que hizo la mili en Lepanto. Y digo que no quiero el agradecimiento de la posteridad, porque, para ser sincero, diré que este descubrimiento mío ha sido casual. Yo tenía un ejemplar de El Quijote en mi casa. Lo leía con frecuencia, porque yo soy bastante melancólico, y este libro es muy triste. ¡Pobre Don Quijote! Pero un día, en lugar de comenzar por eso de: “En un lugar de la Mancha...” lo hice un poco antes. ¡Y allí estaba lo providencial! Debajo del título, leíase con clara letra de imprenta: “Por Miguel de Cervantes Saavedra”. Mi alegría no tuvo límites. Pensé en guardar el secreto, pero… ¿para qué? Un amante de la cultura no puede hacer tal cosa. Y ahora, Mundo, ya lo sabes todo. Que te aproveche. —Señor Coll, su inyección. —¡No! ¡Ahora no! —Señor Coll, a su cuarto. —¡Por favor! ¡Déjeme terminar este artículo! —Señor Coll, tiene visita. —¡Imposible! ¡Yo soy el Bien, y ya nadie puede visitarme! —¡Muchachos, sujetadle bien mientras voy por la camisa! ¡Creo que le va a dar otra vez!
  • 9. 9 EMISIÓN PATROCINADA (La escena representa las diecinueve orejas de una familia (hay una de más) materialmente pegadas a un receptor). LOCUTOR. —Señorita, pónganos con Almendralejo. SEÑORITA. —Enseeeguiiidaaa, señorrr. RUIDOS. —Croc, chaf, brrr, profff y rin, rin. LOCUTOR. —¿Hablo con Almendralejo? MATILDE. —No. Habla usted con Matilde Perulez, de Almendralejo. LOCUTOR, —¿Es usted Matilde? MATILDE. —Para servir a Dios y a usted, a su padre, madre, tíos y demás parientes. LOCUTOR. —¡Muy bien, señorita! ¡Ya ha ganado usted doscientas pesetas! ¿Continúa en el concurso? MATILDE. —Sí, pero que sea facilita. Pregúnteme de Historia, que es de lo que más sé. LOCUTOR. —Vamos a ver... ¿Quién descubrió América? MATILDE. —¿América? ¿La de las películas del Oeste? Pues... LOCUTOR. —Esté tranquila. Tiene un minuto para pensarlo. MATILDE. —América... América... ¡Ay, si lo tengo en la punta de la lengua! LOCUTOR. —¡Veinte segundos!... MATILDE. —¡Espere, espere! Se refiere usted al que la inventó, ¿no? LOCUTOR. —No, señorita. Al que la descubrió. MATILDE. —¡Es verdad! ¡Qué tonta estoy, para servir a Dios y a usted! LOCUTOR. —Muchas gracias y piense un poco. América. ¡Si lo dice la misma palabra! MATILDE. —La descubrió… (La familia, anhelante, se vuelca sobre Matildita). LA FAMILIA. —Cristóforo... Américo... Don Juan de Austria... Pizarro... Viriato... Magallanes... Cristóbal... Kubala... LOCUTOR. —¡Cinco segundos! MATILDE. —¡Cristóbal! LOCUTOR. —Sí, pero ¿qué Cristóbal? MATILDE. —Pues Cristóbal. Es que no me acuerdo del apellido. (Gong). LOCUTOR. —Ha pasado el tiempo, señorita. Tenga la bondad de esperar, que voy a consultar y en seguida vuelvo. (Va y viene). Sí, señorita. Aquí me dicen que, efectivamente, América la descubrió un tal Cristóbal. ¡Un aplauso para Almendralejo!
  • 10. 10 APLAUSO. —Plaf, plaf, plaf, plaf... MATILDE. —¡Ay, muchas gracias a Dios y a usted! ¿Cómo le podré pagar lo que ha hecho por mí? LOCUTOR. —Ya se lo diré a vuelta de correo. ¡Bah, no tiene importancia! MATILDE. —¡Ay, que sí, que sí! Que le digo a usted que sí. LOCUTOR. —Ea, no llore más. Calme esos nervios. MATILDE. —¿Puedo saludar a mis padres que están aquí escuchándome? LOCUTOR. —¡Claro que sí! MATILDE. —¡Ay, no me atrevo! ¡Qué dirá la gente de una servidora! LOCUTOR. —Salude, mujer; salude. Está usted en su casa. MATILDE. —Saludo a Magallanes, a Pizarro, a Hernán Galante, a ese Cristóbal, a mi maestro, a mi novio Pepe y a mi novio Juan, a usted por ser tan sano y a la Casa “Pepeluz”, que es donde yo compro cuando me fían. LOCUTOR. —Bueno, hala, adiós... MATILDE. —Y también... LOCUTOR. —¡Adiós! MATILDE. —Ya... LOCUTOR. —¡¡¡Adiós!!! MATILDE. —¡Y a toda la Radio, que tanto está haciendo por mostrar la cultura que tenemos unas servidoras! Y ya está.
  • 11. 11 EL HIJO QUE SE COMIÓ A SUS PADRES MI indiferente señor, no he experimentado el menor gusto al conocerlo. —Usted, en cambio, me parece simpático, aunque un poco pedante. —Es posible. Tomemos el aperitivo juntos y en armonía, ya que usted es el marido de mi cuñada. Pero le ruego que a la hora de almorzar, no se haga el remolón. Sé que debo invitarle, pero prefiero estar solo, ya que su presencia me molesta, fastidia y abruma. —Me lo figuraba; pero si cuela, cuela. Lo mismo que ha colado en su mal gusto esa horrible corbata, mi querido don... ¿cómo se llama? —Francisco. —¡Jesús! ¡Qué asco! ¿No le da vergüenza? —No mucha; lo confieso. * * * Entre tanto, las señoras... —Dime, Gertrudis, ¿en qué almacenes de saldo barato te has comprado la horripilante tela de ese vestido? —No es tan horripilante, mujer. Prefiero el saldo a tener que aprovechar las arcaicas telas de los antepasados, como tú haces. —Bien, Gertrudis, bien. ¿De manera que te has casado, eh? Pero mujer, ¿cómo tienes valor para andar por las calles de Madrid con esa birria de marido? —Hija, no picaba otro. ¡Qué le vamos a hacer! Pero es estupendo. Cuando le digo que voy la modista, él siempre cree que voy a la modista. —¡Qué bárbaro! ¡Si que tienes suerte! —Pero tendré más suerte si me invitas a almorzar. —No quiero. Para un ratito resultáis bien, pero al cabo de media hora no hay quien os aguante, ¿verdad? —Si tú lo dices... —Ya sabes que no me gusta mentir. —No; sólo cuando le conviene. ¿Tu marido sabe ya lo de tus treinta y cuatro novios anteriores? —Sí, hija. Se los presenté ayer. —Debe estar encantado. Siempre dije que donde estuviese una mujer así de franca, se quitara todo lo demás. Intervienen ellos. —Qué, Gertrudis, ¿has conseguido que los invitemos a almorzar? —Ni hablar. Ya le he dicho a Nicasia que no queremos. —Perdona, pero mi nombre no es Nicasia. —Hija, pues lo parece bastante. —Oye, Fernando, ¿quién va a pagar estas consumiciones? —El más tonto, o sea tú.
  • 12. 12 —¡Camarero! Llega el «garçon», —¿Qué le debo de lo que hemos tomado mi señora y yo (de las dos, la guapa). —Setenta y dos con veinte. —Tome. —¿Me da usted propina o qué? —De eso nada. —Bien, nos vamos. Y a ver cuándo no nos volvemos a ver. —Siempre, hijitos. Adiós, monina, y consérvate así, que ya vas bien servida. —Adiós. —Adiós. …………… Mi honorable lector acaso siga preguntándose por qué este diálogo lleva este título, pero es que estamos en unos tiempos…
  • 13. 13 LA SÉPTIMA GARAMBAINA ANTIGUAMENTE el cine consistía en ir al teatro. Más antiguamente no consistía en nada (me refiero a los tiempos de la porra y el traje de pieles), y modernamente consiste en muchas cosas, como veremos más adelante. Empezaron haciendo películas de hombres que se caían a los charcos y jardineros que se enchufaban a su propio rostro. La gente moría presa de ataques delirantes. Entonces comprendieron que la risa podría acabar con el género humano, que es el menos humano, de los géneros, y decidieron hacer películas de lágrimas con Rodolfo Valentino y otros. Tampoco esto dio buen resultado, porque la gente moría de pena. Así fue el cine durante bastantes años. Y ahora… EN AMÉRICA. — América, cuyo verdadero nombre es Estados Unidos, es la más importante fábrica de rollos de celuloide. En este país se han venido haciendo películas en serie, mientras otros las hacían en serio. Ellos cogían su guerra de Secesión (vulgo Sucesión), la cortaban en trocitos de dos horas y lanzaban al mercado estos fragmentos en forma de «Murieron con las botas puestas». Pero también tenían un Oeste lleno de espuelas, revólvers y cuatreros. Entonces llamaron a Gary Cooper y a James Stewart y entre los dos decidieron acabar con tanta opresión. Cuando no hubo quedado ningún matón de ventaja, pasó por allí Esther Williams, les enseñó uno de sus trajes de baño y se quedaron con la boca abierta. Pero alguien dijo: —En vez de quedarnos con la boca abierta, vamos a hacer películas a base de sirenas que van a la escuela. Y etcétera, etcétera, etcétera. EN FRANCIA. — Francia, que es eso que a lo mejor hay detrás de los Pirineos, tuvo también su cine de ojos pintados y esposas que buscaban cariño en otros hombres porque sus maridos eran unos individuos que ya, ya, y de hombres que buscaban cariño en otras mujeres, porque sus esposas eran unas individuas que ya, ya, ya. En Italia también ha tenido su importancia el panorama que ofrecían los basureros y ladrones de bicicletas, y como ellos nadie nos ha enseñado cómo se pasa una lendrera por la cabeza ni cómo se rasca uno cuando le pica. Y en España, que es donde usted y yo hemos nacido, según nos han dicho desde que éramos así, también tenemos lo nuestro en este sentido. Claro que aquí tiene más mérito, porque sucede de esta manera: —Oye, Paco. Tengo seis duros, ¿quieres que hagamos una película? —Bueno. Y ya está. Entonces se coge una guitarra y se le pone a un hombre de piel de aceituna que diga ¡ay!, ¡ay!, ¡ay mi mare! También se usa la bata de cola con lunares para alguna muchacha a quien se la dejaran de herencia sus padres, además de la luna y el sol.
  • 14. 14 Otra modalidad es el cine de barba a base de pelucas y dar la sangre por la independencia. Este es el secreto del éxito: «Ni risas, ni lágrimas, sino todo lo contrario, como dirá en el futuro un tal Tono». En fin, que el cine es una monada, tanto si es de un país como de otro, porque nos permite coger las manos de Antoñita durante dos horas, por veinticinco pesetas si es en esta calle, o por cinco si es en aquella. Y el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los palurdos.
  • 15. 15 TAXISTAS TAXIDERMISTAS UN sol con más grados que el alcohol de noventa grados, caía sobre el asfalto de Madrid. Eran las dos de la tarde en el reloj de la Puerta del Sol. Los innúmeros (que no tienen números) transeúntes corrían de un lado para otro, bajo ese sol con más grados que el alcohol de noventa grados, que caía sobre el asfalto de Madrid. Las resecas lenguas, semejantes a encarnadas corbatas, pendían de los labios de los transeúntes que corrían bajo ese sol que etc. etc. Todos gritaban al unísono: —¡Taxi! ¡Taxi! Pero el unísono que si quieres arroz, Catalina. Infinidad de coches, con su cinturón rojo, cruzaban veloces por las calles de Madrid, bajo un sol que ya, ya. Era un día de mucho sol. Y el sol, pelma como una vedette vieja, martirizaba a los transeúntes que se debatían sudorosos bajo los rayos del sol. No había nada de sombra, porque todo era sol. Las permanentes se hacían con sol-riza; en los bares sólo quedaba Sol de España; las vendedoras de quitasoles no vendían quitasoles, porque aquel sol no se podía quitar; en los quioscos, nada más se expendía la revista Mari Sol, y en el mercado el girasol. ¡Cómo caía el sol, joroba, sobre los transeúntes! Ni una nube siquiera así de pequeña. El azul del cielo, y en medio, justamente en el mismo medio, el sol, el sol, ¡siempre el sol! Varias personas y un pobre gritaron con pocas fuerzas ya: —¡Taxi! ¡Taxi! ¡Ven aquí, taxi! Pero el taxi que si vuelves a querer arroz, Catalina. Satisfecho y orondo, el taxista, con una sonrisa diabólica, mefistofélica y abúlica, cruzaba por entre millares de transeúntes que, sudorosos y jadeantes, se debatían bajo los rayos del sol. Era un día de plenifebio, de mucho plenifebio. Pocos instantes después las aceras de las calles estaban orladas de cadáveres y preagónicos, que se debatían bajo los rayos del sol, extendidas las manos en dirección a los taxis. Pero los taxis no querían arroz ni a la de tres. Ni siquiera a la de seis. A las siete de la tarde, cuando el sol dejaba de ser pelma, las calles de Madrid estaban inundadas de cadáveres y preagónicos que se habían debatido bajo los rayos del sol. Y entonces los taxistas, todos los taxistas, menos alguno que iba a comer o a encerrar, tuvieron que dedicarse a trasladar a los muertos a los cementerios, donde los dejaban en depósito. Muchos días transcurrieron de esta guisa, porque se trataba de la época estival que es cuando hace más sol. Y así, poco a poco, fue como Madrid se convirtió en una capital de provincia con doscientos mil habitantes que tenían coche propio y, por si acaso, permiso de importación.
  • 16. 16 PEROCOLLADAS Si el Ayuntamiento puede evitar el ruido de las motos, y el Ayuntamiento no evita el ruido de las motos, debe ser porque al Ayuntamiento le trae sin cuidado el ruido de las motos. * Cuando el taxista lleva al cliente por el camino más largo, debe ser porque gana más el taxista llevando al cliente por el camino más largo. * Si un futbolista cobra de ficha un millón de pesetas, debe ser porque se las dan. * Si las revistas en España tienen éxito sin vedettes que sepan bailar ni cantar, será porque al público le da lo mismo que las vedettes sepan bailar o cantar. * Si los seriales radiofónicos tienen éxito en España a pesar de que sean una porquería, será porque hay muchos españoles a quienes gustan los seriales radiofónicos, a pesar de que sean una porquería. * Cuando el director de un periódico le dice a usted que su artículo está muy bien, pero que no lo pública, debe ser porque al director del periódico le parece muy bien su artículo, pero que no lo publica. * Cuando vamos a una ventanilla burócrata y nos hacen recorrer otras veinte ventanillas burócratas, debe ser porque es imprescindible que recorramos veintiuna ventanillas burócratas.
  • 17. 17 PEROCOLLADAS Si la Sra. Alberca y el Sr. Sautier estrenan una obra que les parece muy buena, pero que a la crítica, que es la que entiende, le parece muy mala, debe ser porque a la Sra. Alberca y al Sr. Sautier su obra les parece muy buena, pero no a la crítica, que es la que entiende. * Si las taquilleras de los cines nos dicen que no hay localidades, a pesar de darles las veinticinco pesetas de su importe, y en cambio nos dicen que hay localidades, añadiendo cinco pesetitas, debe ser porque las taquilleras no tienen localidades por veinticinco pesetas, que es su importe, y sí por cinco pesetitas más, que no es su importe. * Si la gente se queja de la vida, a pesar de que cada día vive mejor, debe ser porque la gente cada día vive mejor, pero se queja de la vida. * Si las colas del autobús cada día son más largas y podría arreglarse este problema con más autobuses, ser porque hay a quien le da lo mismo que no haya más autobuses y que las colas sean más largas. * Si nos dicen que una conferencia con Palencia tiene dos horas de demora, y dando cuatro voces solo tiene diez minutos, debe ser porque para que la conferencia con Palencia no tenga dos horas de demora, hay que dar cuatro voces.
  • 18. 18 ¡ARRIBA LAS PESAS! APENAS tenía tres años, cuando su madre exclamó: —¡Socorro! ¡Médicos! ¡Muchos médicos! ¡Enriquito se ha tragado mi anillo de oro y pedrerías! Era su primera hazaña. La segunda acaeció cuando Enriquito hubo cumplido dos lustros. Y en esta ocasión, su madre, siete años más obesa, volvió a exclamar: —Pero Enriquito, ¿cómo te has arreglado para perder el dinero del colegio? Y la tercera de las hazañas ocurrió cuando Enriquito había cumplido la edad de la niña bonita. De nuevo, su madre hizo vibrar esa campanilla que hay en casi todas las gargantas: —¡Mil pesetas! ¡Ay, Dios mío! ¡Mil pesetas! ¡A Enriquito le han robado mil pesetas! El lector ya habrá podido comprender que no hubo nada casual. Simplemente se trataba de un caso de cleptomanía nata, vulgar y corriente. Cuando Enriquito llegó al uso de razón, tuvo la intuición de hacer uso y aun abuso de esta razón. Cierto día, yendo con su madre a casa del tendero, hizo las primeras preguntas inoportunas que serian como el cuestionario de la oposición que da el triunfo en la vida.
  • 19. 19 —Mamá, ¿cuánto te cobran por un kilo de judías? —Siete pesetas. —¿Y cuánto le cuesta al tendero? —Dos. —¿Y por un kilo de tocino? —Quince. —¿Y cuánto le cuesta al tendero? —Dos. —¿Y por un kilo de jamón? —Setenta. —¿Y cuánto le cuesta al tendero? —Dos. —¿Y por un jamón entero? —Unas... trescientas. —¿Y cuánto le cuesta al tendero? —Dos. Enriquito, que ya era Enrique, no lo dudó más. Alquiló un portal telarañado, lo limpió y aseó, se instaló y vendió, llevando en su pecho, como consigna, las célebres palabras de César y Cleopatra: «Vine, vi y vendí». Armado con unas enormes pesas, una báscula y varias toneladas de papel de plomo, esperaba paciente a los clientes tras el mostrador. La gente, con su inveterada costumbre de comer a diario, acudía a casa del señor Enrique con enormes carteras llenas de dinero de curso legal. —Señor Enrique, póngame dos kilos de garbanzos. —Querrá usted decir kilo y medio. —No; he dicho dos kilos. —Es que aquí por dos kilos sólo damos kilo y medio. —Como usted quiera, señor Enrique, como usted quiera —se resignaba el cliente, dejando sobre el mostrador la hipoteca de su casa. De repente el señor Enrique gritaba al comprador: —¡Mire hacia atrás! —¡Ay! Mientras tanto, el señor Enrique ya le había envuelto el kilo y cuarto de garbanzos. Y así un día y otro día, y un mes y otro mes pasó. El señor Enrique dirigía las operaciones tranquilamente sentado en una poltrona. Sus once hijos con sus once dependientes, sudorosos y jadeantes, arrastraban los sacos de dinero hasta la trastienda. Hasta que el hado, el sino, la parca, el destino, la policía o lo que fuera, gritó iracundo a un hijo del señor Enrique cuando se disponía a cobrar quinientas treinta y cuatro pesetas por un sobre de azafrán: —¡Arriba las pesas! ¡Que no se mueva nadie! Y el señor Enrique arribó las pesas, lo llevaron a la cárcel y su portal lo alquiló otro tendero. A este nuevo tendero tardaron veinte años (dos menos que al señor Enrique) en gritarle: «¡Arriba las pesas!» Pero se lo gritaron. ¡Vaya si se lo gritaron!
  • 20. 20 PEROCOLLADAS: TAXISTAS Si durante muchas horas del día no hay manera de encontrar un taxi, debe ser porque durante muchas horas del día hay más público que taxis o menos taxis que público. * Si un taxista lleva a un palurdo por cincuenta calles, pudiéndolo haber llevado sólo por dos, yo creo que el taxista sus razones tendrá. * Si decimos a un taxista que espere en día de lluvia, y el taxista no espera ni dos minutos, debe ser porque prefiere que se enmohezca el peatón a que se enmohezca el taxi. * Si un taxista comete una infracción y se le atiza un palo muy gordo, en lo sucesivo no cometerá más infracciones o es que el palo no era tan gordo. * Si tomamos un taxi recién desocupado y el taxista no baja la bandera, debe ser por dos razones: porque no se ha dado cuenta o porque se ha dado cuenta. * Si en la noche paramos un taxi con luz verde; y el taxista dice que lo siente porque va a cenar, y entonces le damos un duro de propina y nos lleva, debe ser porque el taxista cena con un duro. * Si un pasajero y tres maletas en un taxi cuestan el recorrido y seis pesetas, y cuatro pasajeros sólo el recorrido, debe ser porque tres maletas valen seis pesetas más que tres pasajeros. * Y si el orden de factores no altera el producto, debe ser porque lo que no altera el producto es el orden de factores.
  • 21. 21 PEROCOLLADAS Si esas personas como bestias que se pasan la función comiendo cosas o hablando, se dieran cuenta de que molestan, o dejaban de hacer el bestia o es que tenían muy mala intuición. * Si en los cines se hiciera como en los conciertos, que quien llega tarde no pasa hasta el intermedio, en lo sucesivo llegarían antes o no pasarían hasta el intermedio. * Si en España se han hecho películas excelentes con muy poco dinero, debe ser porque en España se pueden hacer películas excelentes con muy poco dinero. * Si algunas parejas de novios en el cine, se dieran cuenta de que estaban en el cine, posiblemente comprenderían que estaban en el cine. * Si una película rodada de gran propaganda luego comprobamos que es detestable, debe ser porque una película puede ser detestable, aunque vaya rodeada de una gran propaganda. * Si directores, productores y guionistas se dieran cuenta de que una cosa es el cine y otra cosa es el folklore, no habría tantos directores, productores y guionistas que no se dan cuenta de que una cosa es el cine y otra cosa es el folklore. * Y si la drástica costumbre de la hipérbole cuadrática resquebraja la molicie de un apéndice angular, la molicie seductora de la mágica raigambre, sobrepasa el incremento de una facies señorial.
  • 22. 22 PEROCOLLADAS TAURINAS Si un torero, dependiendo del público, puede ganar millones en un año, y un escritor o un hombre, de ciencia no los gana, dependiendo también del público, debe ser porque al público le interesa más el torero que el hombre de ciencia o el escritor. * Si un individuo en vez de gastarse ciento cincuenta pesetas en una localidad para presenciar una corrida, se las gasta en unos zapatos para sus niños, no presenciará la corrida, pero verá a sus niños con zapatos nuevos. * Si un picador sabe como se debe picar un toro y lo pica de manera que no se debe picar, debe ser porque si lo pica como se debe picar no es igual que si lo pica de manera que no se debe picar. * Si todos los españoles nos pusiéramos de acuerdo para que los toreros no cobrasen cantidades fabulosas, seguramente seguiría habiendo toreros, pero no cobrarían cantidades fabulosas. * Si un ganadero sabe el peso reglamentario que debe tener un toro para determinada corrida, y manda uno de menor peso, deber ser porque no tenía otro de mayor peso, o que sí lo tenía, pero se distrajo. * Si el torero es una profesión de peligro, y al cabo del año mueren más albañiles que toreros, debe ser por dos razones: porque el toreo no tiene tanto peligro como parece o porque los albañiles se tiran desde el andamio. * Si hay veces que se sabe de la bochornosa vergüenza que es cierta propaganda taurina, y quien puede evitarlo no lo evita, ¿qué harías tú, querido lector, si pudieras embolsarte unas pesetillas haciendo bochornosa y vergonzosa propaganda taurina? Pues, yo, también. * Y si «adiós» o «hasta la vista», son dos formas de despedirse. lo mismo me da decirte «adiós» que «hasta la vista».
  • 23. 23 PEROCOLLADAS RADIOFÓNICAS SI a pesar del martirio que supone la guía comercial no produjera fidúcicos efectos, serían ganas de hacer el plantígrado. * SI en los concursos radiofónicos, a los que contestan una pregunta les dan diez pesetas, por contestar dos debían dar veinte, y así, cuanto más tonto mejor. * SI la radio sólo es un medio de difusión, entonces sí; pero si no, no. * SI algunas veces los interviuvadores dejaran hablar a los interviuvados, sabríamos lo que dicen los interviuvados, en vez de lo que dicen los interviuvadores. * EN muchas emisoras hay locutores porque hay micrófono, ya que si no hubiera micrófono no habría locutores. * SI a la mayoría de los autores de seriales radiofónicos les impusieran multas de cinco mil pesetas, seguirían haciendo seriales, porque para eso ganan más. ¡Digo yo! * SI la radio enseñara lo que puede y no dijera lo que no debe, podría enseñar más de lo que enseña, diría menos de lo que dice, podría más de lo que puede y podría más de lo que pudre. * SI las emisoras se seleccionaran y buscaran mejores programas, las emisoras estarían más seleccionadas y los programas mejor buscados. * Y si en la Feria del Campo un chato costaba tres pesetas, y fuera del la Feria del Campo cincuenta céntimos, resultaba más económico tomar el chato fuera de la Feria del Campo.
  • 24. 24 SÍNDROME CRONOLÓGICO DE LA PARÁFRASIS INTERPOLADA LA vida, que es eso que nos pusieron al nacer, a todos los mortales nos depara diferentes destinos. Por ejemplo, supongamos que un muchacho joven, como usted y como yo hace unos años, elige la carrera de ingeniero. Durante algunos años, hora tras hora, libro tras libro, pensión tras cuadra, aprendemos lo suficiente para contestar así en un examen: —Señor Cayuela Pardo, háblenos del parámetro hiperbólico con analogía al sistema por regiones, aplicado a la circunferencia fraccionaria. —La circunferencia fraccionaria, en su teorema de funciones aplicadas al contorno de los óvalos de Cassini, anula la potencia decreciente del polinomio de Sturm. —Muy bien, señor Cayuela Pardo. ¿Sabe algo del fundamento del método de Graffe? —Pues... si tenemos en cuenta que la ecuación determinada interpolariza el teorema de Lagrange, por un polinomio de grado funcional, añadiendo a esta tesis la cuadrática de eliminación binaria, la discriminante tiene un resultado igual a cero, suficiente en el caso de que Pi sea igual a M menos uno. —¡Un momento, un momento! Tenga en cuenta que, en caso de que la tesis cuadrática esté polarizada hasta el infinito, no puede haber discriminante igual acero.
  • 25. 25 —Sí, pero como si elegimos los entornos de cada proyección, por tener signos opuestos a su función creciente, la resultante se sitúa en un plano perpendicular al segmento, tendremos una discontinuidad inferior al valor del homólogo paramétrico. —Entonces, ¿qué haría usted ante una supresión de valores discontinuos? —Muy sencillo: ligando las variables independientes a las funciones reales de orden topológico, la resultante polarizada es válida en sus modificaciones e incluso en las funciones definidas por sistemas de ecuaciones. —No, no. Calme esos nervios y fíjese bien. Se trata de una discriminante regular con función adicional hasta el infinito, pero que no tiene polarización regulada en el algoritmo de la regla de Peletarius. —¡Es verdad! No me había dado cuenta. En tal caso, el coeficiente de la derivada sucesiva, desarrolla su fracción propia en la forma reducida de Weiertrass. —¡Estupendo! Puede retirarse. —Sí, señor. Ya voy. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mientras tanto, a varios kilómetros de distancia, se oye el siguiente diálogo: —Pepe, ¿cuántas arrobas de judías mandaste al almacén del señor Benítez? —Seiscientas. —¿Las han abonado en mi cuenta? —Sí. —¿Y cuánto importan? —Treinta y seis mil pesetas. —¡Ah! Eso está bien. Mañana le mandas los dieciocho mil litros de aceite, y que transfiera el importe a mi cuenta del Hispano. —De acuerdo. Y el ingeniero fue destinado a una empresa andaluza, donde ganaba tres mil pesetas mensuales, con puntos, pagas y otras cosas por el estilo, porque para eso era decente.
  • 26. 26 CAPERUCITA VERDE (por el inoportuno José Luis Coll) ÉRASE una vez, en un pueblecito muy mono, una niña a quien todos llamaban Caperucita Verde. Plácida y tranquila vivía con su mamá, dedicándose ambas a sus labores. Atravesando un tupido bosque lleno de bosque, se alzaba un poco una linda casita blanca, impoluta, limpia y acicalada. En ella vivía sola —no sabemos por qué causa ni razón— la abuela de Caperucita Verde por parte de la madre. Era una deliciosa anciana, llena de nieve la cabeza y poco fuego en el corazón, pues la hoguera de su vida era un humilde y balbuciente montoncito de ascuas. A la abuela de Caperucita Verde le encantaban los pasteles y los tarritos de miel. Llegado que fue a oídos de la mamá de Caperucita que la dulce anciana se hallaba enferma, mandó a la niña que le llevase, junto con sus saludos más afectuosos, una cestita con pastelitos y un tarrito de miel. La obediente niña, envuelta en su verde caperuza, comenzó a atravesar aquel bosque lleno de bosque, de pájaros, de camaleones con volubles cromatóforos epidérmicos, de lombrices y de un enorme lobo. Caperucita Verde, como un velloncito de algodón verde, entreteníase en deshojar margaritas, en saludar a los pájaros, en meter su diminuto índice en el tarrito de miel, en hacer ramilletes de albahaca, en saltar cristalinos arroyuelos, cuando, de pronto... ¡oh, terrible aparición!... ¡El lobo!
  • 27. 27 —¡Auuuuu! ¡Auuuuu! —exclamó el lobo al ver a Caperucita Verde. —¡Hola! —contestó la niña, sin soltar la cesta. —¿Adónde vas, Caperucita? —preguntó el terrible colmillado. La niña, tranquila como don Rodrigo en la horca, contestó de esta guisa: —Voy a casa de mi abuelita a llevarle esta cestita con pasteles y un tarrito de miel, amén del consuelo de mis cuidados, tiernos y delicados, cual pertenece a una niña como yo. El lobo la miró de Norte a Sur, de Este a Oeste y de Nordeste a Suroeste, al mismo tiempo que calculaba cuánto tiempo podría durarle aquella verde merienda. Su estómago comenzó a segregar jugo gástrico, sus colmillos también empezaron a segregar jugo gástrico y hasta de las terribles uñas afiladas segregó jugo gástrico. Caperucita Verde mientras tanto estaba en la higuera que había junto al camino. Quería que su abuelita tuviera pasteles, miel e higos. Y el lobo, que no era manco, poco a poco se fue acercando hacia Caperucita Verde. Los ojos le brillaban como un traje de oficinista, una sutil baba le pendía de las dos fauces como a un subalterno de oficina y, en suma, estaba siendo atormentado por ese gusanillo estomacal que maltrata al oficinista durante los angustiosos veintisiete últimos días de mes. Era inminente el salto hacia la pobre criatura tan débil y tan educada. La desgarraría en un santiamén y luego marcharía a buscar la sombra de un abeto donde digerir su carga. ¡Ah del paupérrimo destino de algunas criaturas! ¡Qué espantosa tragedia se cernía en aquellas horas amargas, en aquel bosque amargo, lleno de almendros dulces! Y cuando en el cedazo de la tragedia estaba ya casi todo cernido, el lobo observó que, no lejos de allí, unos laboriosos leñadores descansaban de su ruda tarea. El lobo pensó —bien pensado, por cierto— que aquellos laboriosos leñadores que descansaban de su ruda tarea podrían oír los gritos de la criatura. Había que tener paciencia; una paciencia de fumador, de cola de autobús, de sentarse a la puerta del enemigo para ver su cadáver pasar. —Dime, Caperucita Verde, ¿dónde vive tu abuelita? —Allende las montañas. —¿De veras? —Ni engaño a Dios ni a los Santos. —Bueno. Y se marchó, haciendo un canutillo con ambas fauces, por donde salía un agudo silbido de cancioncilla quiroguiana. Como nuestros lectores, sutiles y observadores, habrán colegido ya, el lobo se fue en dirección de la lejana casita donde moraba la abuela de Caperucita Verde. Por alegres campiñas aterciopeladas y bastante mullidas, el lobo avanzaba displicente y enjundioso, ocultando sus pérfidas maquinaciones. ¡Pobre ancianita! ¿Qué culpa tenía ella de nada? Dime, lector, ¿qué culpa tenía ella de nada? Por favor, lector, dime... ¿qué culpa tenía ella de nada? Pero la vida es así: unos tantos y otros nada.
  • 28. 28 Llegó el lobo a la blanca e impoluta casita donde moraba, encarnaba y azulaba la dulce anciana y... ¡pum! ¡pum! —¿Quién es? —preguntó una voz de anciana que vive sola. —Soy Caperucita Verde —contestó el maligno lobo, disimulando la voz a lo Celia Gámez— que vengo a traerte, de parte de tu hija que, por ende, es mi madre, una cestita con tortitas, miel e higos. —Pasa, hija mía, pasa. Y dámelos, pues me acucia el apetito. Agazapado, silencioso y amenazador como un paquete de «Timonel» en el estanco, el lobo iba hacia la cama de la vieja señora. Dos metros le separaban de ella... uno... medio... la mitad de medio… …………….. Caperucita Verde deshojaba margaritas incansablemente. Al fin llegó ante la blanca e impoluta casita. Como en un suave y delicado vuelo, sus piececitos la llevaron hasta la puerta. ¡Pum! ¡pum! —¿Quién es? —preguntó una voz de anciana que vive sola. —Soy Caperucita Verde que vengo a traerte, de parte de tu hija que, por ende, es mi madre, una cestita con tortitas, miel e higos. —Pasa, hija mía, pasa, Y la dulce niña pasó. —¡Ay, abuelita, qué ojos más grandes tienes! —Pues hija, no sé de qué será, Yo creo que como siempre. —¡Ay, abuelita, qué manos más grandes tienes! —Tal vez es que estoy un poco hinchada debido a la postración. —¡Ay, abuelita, qué orejas más grandes tienes! —Favor que tú me haces. —¡Ay, abuelita, qué dientes más grandes tienes! —La necesidad, hijita, que me los afila. Y ya, completamente junto al lecho, Caperucita Verde hizo la última exclamación: —¡Ay, abuelita. qué barriguita más grande tienes! —Sí, Caperucita, sí. No te lo quería decir, pero es que el lobo ha estado aquí, y me lo he comido. MORALEJA A una abuela desnutrida poco aficionada al robo, si no se le da comida, acabará con mil lobos.
  • 29. 29 PEROCOLLADAS SILENCIOSAS Si al cabo de los años se ha comprobado que eran innecesarios los pitos y los claxons, debemos reconocer que ha habido exceso de pitos y claxons durante muchos años. * Si en Madrid se han suprimido los ruidos para bienestar del ciudadano, y hay radios y criadas que hacen ruido, debe ser porque las criadas y las radios no influyen para nada en el bienestar del ciudadano. * Si a los gamberros que cantan (mal) por la noche se les metiera en vereda, no podrían cantar más por la noche; o si cantaban no se les oiría desde vereda. * Si hay motos que hacen ruido y hay motos que no hacen ruido, lo mejor para que no haya ruido es prohibir las que hacen ruido. * Si los peatones no tenemos que preocuparnos ya del aviso de los claxons, los sordos han salido ganando. * Si con tanto silencio hay más accidentes que nunca, para que no haya tantos accidentes debe haber un poquito menos de silencio. * Si las luces intermitentes en los cruces dan preferencia al peatón, y, sin embargo, los coches no disminuyen la velocidad, debe ser porque los conductores creen que los peatones son ellos. * Y si Cervantes levantara la cabeza, sería milagro.
  • 30. 30 PEROCOLLADAS LLUVIOSAS SI en día de lluvia, los conductores serenasen la marcha al pasar un charco para no mojar al peatón, el peatón iría tranquilo al ver un coche pasar un charco, porque sabría que el conductor serenaría la marcha. * Si todas las personas se diesen cuenta de que con el paraguas pueden dejar tuerto a un individuo, yo creo que tendrían cuidado de no dejar a un individuo tuerto con el paraguas. * Si los comerciantes suben el precio de las gabardinas en las épocas de lluvia, deber ser porque en las épocas de sequía estaban los precios más bajos. * Si hay carreteras en España que se ponen imposibles con la lluvia, lo mejor para que no se pongan imposibles esas carreteras es dejarlas igual que las que no se ponen imposibles aunque llueva. * Si los labradores se quejan cuando llueve mucho, y los labradores se quejan. cuando llueve poco, lo mejor para que no se quejen los labradores es que no llueva ni mucho ni poco. * Si en los días lluviosos los burros aguantan pacientes el chaparrón, y las personas no lo podemos soportar, debe ser porque los burros, en los días de lluvia, son más pacientes que nosotros. * Si hay elementos graciosos que cuando se les pregunta ¿llueve?, contestan: «sí, llueve para abajo», debe ser porque esos elementos graciosos creerán que a veces llueve para arriba. * Si hay personas que se ponen de mal humor con la lluvia, debe ser porque no tienen dinero, o no tienen paraguas, o no tienen gabardina, o que la lluvia los pone de mal humor.
  • 31. 31 ISABEL CALVO DE AGUILAR NOSOTROS, siempre oído avizor a todo lo que sucede por ahí con más o menos gracia, humor, chispa, gracejo, donaire, etc., nos hemos enterado de que doña Isabel Calvo de Aguilar, escritora y muy mujer de su casa, ha sido galardonada con la Palma de Oro en Bordighera (Italia), por haber sido quien mejor ha definido el humor, entre infinidad de veintiún países, la mayoría del extranjero. Llego a su casa cartera en mano. —¿Doña Isabel Calvo de Aguilar? —Séptimo, derecha centro. El ascensor no funciona. Comienzo a salvar escalones, rellanos y barandillas. Pienso en lo que voy a preguntarle, en si no se me ha olvidado la pluma, en mi vida, en mi futuro, en el problema de la vivienda, en todo. ¡Y por fin llego! No sé cómo, pero llego. —¿Doña Isa… —trago saliva— … bel Calvo…? —Sí, señor. Pase por aquí. Siéntese un momento. Voy a avisarla. Me arrellano en un confortable sillón del saloncito. Sigo jadeando un poco, enciendo un cigarrillo y aparece un perro. Es un delicioso caniche blanco, muy limpio y acicalado. Se detiene ante mí, me mira de soslayo, sopla, levanta una oreja y se va corriendo. Tengo entonces la impresión de que es como un geniecillo espía que va a dar cuenta de mi aspecto. En el espejo que hay sobre el mueble-bar, compruebo si mi corbata está en condiciones. Y oigo pasos de mujer.
  • 32. 32 —¿Cómo está usted? —Muy bien, ¿y usted? —Pues también bien. —¡Muy bien! —La he telefoneado por eso del premio… —Ya, ya. Siéntese y pregunte lo que quiera. Doña Isabel es una mujer fuerte, de sonrisa constante, habladora y simpática. Tiene esa edad de que nuestros lectores quisieran que la dijéramos, pero que no le decimos porque no la sabemos. No es una mujer vieja, ni madura, ni jovencita. Es casada. —Señora, ardo en deseos de conocer esa mágica definición. Ella sonríe, busca en una carpeta, vuelve a sonreír, y dice la frase que insertamos en el recuadro. —No es corta, ¿verdad? —Sesenta palabras. —¿Había algún español en el jurado? —No, ninguno.
  • 33. 33 Doña Isabel me enseña la palma, en un estuche marrón, con la inscripción: “TROFEO INTERNAZIONALE DELL´UMORISMO”. —Y… ¿de dinero? —No hablar. Fíjese, para un concurso que gano… —¿Se presenta a muchos? —Ya lo creo. A casi todos. Ambos pensamos que, efectivamente, es una lástima. De repente, la escritora me pregunta que si bebo y me ofrece una copa de vino español. Le digo que no, que se lo agradezco mucho, y me la bebo. —¿Cómo ve usted el humor en España? O en otros países. —Creo que España tiene buenos humoristas, pero no hay preocupación. Italia lo cuida más que a las alfombras; perdón, que a las niñas de sus ojos. Pero recojo la indirecta. Se me estaba cayendo la ceniza del cigarrillo. —¿Decía usted…? —Pues eso. La gracia española no se firma. El español es ingenioso. Ya sabe lo que dice Marañón. —Pues, la verdad, en este momento no sé lo que dice Marañón. —Que el español no trabaja porque no lo necesita. —Es que es muy ingenioso. —¿Marañón? —enarco la ceja derecha. —No; el español. Deseo que me hable de la mujer en general, de la mujer frente al humor. —A las mujeres no nos gustan las bromas, no estamos preparadas para ellas. Y nos gusta que triunfen los hombres, porque son más listos. Doy un salto desde la butaca. Casi se me cae el vino, el cigarrillo y el perro. —¿Es posible que una mujer hable así? —Si es verdad, ¿por qué no? Se me nubla la vista, un vahído me acongoja, un sopor me anonada, un color se me va y otro se me queda. ¡Qué barbaridad, encontrar una mujer con esa modestia! —A sus pies, señora. —Adiós, señor. Y salgo como un sonámbulo, dejándome media copa, medio cigarrillo y medio perro. Bajo las escaleras de los siete pisos, me introduzco en el “metro” y todo es como si se hubiera hecho realidad la célebre frase: “Ábrete tierra y trágame”. Desde aquí, doña Isabel, deseamos que le sigan dando muchas palmas.
  • 34. 34 PEROCOLLADAS HUMORÍSTICAS Si el humor es ternura, gracia y salero, y hay personas que se hacen llamar humoristas sin tener gracia, salero ni ternura, lo mejor que podía hacer es hacerse llamar de otra manera, o tener un poco de ternura, salero y gracia. * Si siendo el humor gracia, salero y ternura no se ha hecho jamás un monumento a un humorista, para que a un señor le hagan un monumento no debe tener salero, ni ternura, ni gracia. * Si hay personas que dicen que el humor es una tontería, y Cervantes fue el gran humorista español, esas personas deben creer que Cervantes era un imbécil, * Si el humorista intenta alegrar la vida del prójimo y hay individuos a quienes no interesa el humor, debe ser por tres razones: porque son alegres de por sí, porque prefieren seguir tristes o porque no se consideran prójimo. * Si el humor es sonrisa; y solamente los animales no saben reír, quien no entienda el humor, debe entender mucho de animales. * Y sí el «Litri» no fuese de Huelva, podría ser de Castellón de la Plana, de Valencia o de Alicante.
  • 35. 35 UN EJEMPLO DE LOS BUENOS SI la vida es corta como falda de vicetiple; si la vida es dura como pedrada en ojo de boticario; si la vida, en fin, es eso que tenemos que pasar forzosamente, pasémosla lo mejor que podamos, sin resquemores ni alifafes, sin dimes ni diretes, sin refunfuños molestos. El humor, la gracia, son como diminutos duendecillos encargados de descargar al hombre. Pero el hombre se empeña en ser cargante, se engola prosopopéyico, atusa su bigote con majestuosa «pose», consulta su reloj con leontina dorada como si se tratara de vaya usted a saber qué. Y no quiere sonreír porque eso no es una cosa seria. Y entonces el humorista, al ver este panorama desolado, grita a los pacatos con toda la fuerza de sus dos pulmones. «¡Riamos, amigos, que todos somos hermanos!». Pero los pacatos siguen en sus trece. Y entonces el humorista, al ver este panorama desolado, frunce levemente el entrecejo, lanza un ¡bah! Despectivo y dirige su mirada a los otros, a los que saben reír, a los que no se engolan aunque tengan reloj con leontina de oro. Todo hombre inteligente, desde Abraham hasta Carmen Sevilla, ha tenido sentido del humor. Esto nos lo inspira una frase del ilustre doctor Luque, entrevistado recientemente por el diario «Pueblo». —«De todas formas se siguen haciendo chistes a costa de las cuentas del médico. A mí me hacen gracia, y no creo que un chiste deba enfadar jamás». ¡Un chiste no debe enfadar jamás! Pero... ¿a quién? ¡A nadie! Sólo esos caracteres pequeños y retorcidos, que nacen, crecen, se desarrollan y mueren entre latosas pamemas, se molestan. Seres latosos que nos dan la lata y viven de la lata En fin, ¡qué le vamos a hacer! Pero siempre es un consuelo que haya hombres como el simpático doctor Luque, entre tanto latoso.
  • 36. 36 —¿De dónde vienes, Adela? —De mi casa. —Pero si vengo de allí y me han dicho que no estabas. —Haber ido a mi oficina. —¿No me habías dicho que estabas en tu casa? —Yo no te he dicho eso. —¡Cómo! ¡Ahora mismo! —¡Mentira! —Bueno, dejémoslo. ¿Quieres que vayamos al cine? —No; prefiero ir a un bar. —Pues vamos a un bar. —¿Y por qué no podemos ir al cine? Yo no quiero ir a un bar. —Pero Adela, si me acabas de decir que prefieres ir a un bar. —Mentira. Yo no te he dicho eso. —¿Me vas a negar...? —¡¡Ay, qué disgusto me estás dando!! —Está bien, está bien. Vamos al cine. —¡He dicho que yo voy a un bar! —Como quieras, Adela. —Vamos. Pasemos aquí mismo. —Adela, esto es una confitería. —Naturalmente. No querrás que me meta en un bar o en un cine, ¿verdad? —Pero si yo creí... —¡Mentira! ¡Embustero! ¡Yo no he dicho eso! ¡¡Ay, qué disgusto me sigues dando!! —Bueno, Adela, ¿qué es lo que te pasa? —A mí nada. ¿Y a ti? —A mí tampoco. —Sí; a ti te pasa algo. No lo niegues. ¿Qué te pasa a ti? —Nada, Adela. Te lo juro. —¡Mentira! ¿Qué es lo que te pasa? ¡Confiesa! —Pero... Adelita... —No llores y enséñame la lengua. —Bueno, Adela. Me voy a mi casa. —¡Ay, cómo me quieres abandonar, pérfido! —Pero ¿cómo te atreves a decir que quiero abandonarte? —¡Mentira! ¡Yo no he dicho eso!
  • 37. 37 …………… —¡¡Adela!! ¿Cómo consientes que este hombre te abrace y te bese tus labios tan rojos? —No es cierto. —Acabo de verlo con mis propios ojos. —¡Embustero! ¡No es verdad! —¡Vuestros labios estaban unidos! —Sí, pero no me besaba. —Entonces, ¿qué hacía? —Eso se lo preguntas a él. —Pues eso: se lo preguntaré a él. —No sé a quien, porque conmigo no había ningún hombre. —¿Cómo que no? Si es este, este que está aquí. —¡Mentira! Aquí no hay nadie. Yo no lo veo. —¿Cómo tienes valor? —Yo no tengo valor. —… a negar... —Yo no niego. —... lo que han visto mis ojos. —Yo no be visto tus ojos. —¡¡Adela!! ¿Cuántas son dos y dos? —Cuatro. —¡Ah! Ya sabía yo que eras una pérfida. (¡Plaf, Plaf!) “Y en aquel escaparate, un mendigo se paró, y el mendigo era el obrero...”
  • 38. 38 PEROCOLLADAS METROPOLITANAS Si en algunas estaciones del «Metro» hay enormes letreros en los que dice: «PROHIBIDO EL PASO», y la gente pasa y los empleados lo permiten, debe ser porque «PROHIBIDO EL PASO» quiere decir otra cosa muy diferente a prohibir el paso. * Si todos los días de siete a ocho de la tarde, en las estaciones del «Metro» se ven espectáculos bochornosos de mala educación, prensamiento y vocablos aún no permitidos por la Real Academia de la Lengua, deberían tomarse ciertas medidas para que a esas horas, en las estaciones del «Metro», no se vean espectáculos bochornosos de mala educación, prensamiento y vocablos aún no permitidos por la Real Academia de la Lengua. * Si el ascensor del «Metro» de «José Antonio» es gratis para descender, y cuesta cinco céntimos ascender, debe ser porque la Compañía no puede perder las dos pesetas de cada ascenso, o que sí las puede perder, pero no quiere. * Si a veces en el «Metro» es frecuente ver cómo una señorita le sacude una bofetada a un señorito, debe ser porque el «Metro» reúne excelentes condiciones para que un señorito reciba una bofetada de una señorita. * Si el «Metro» termina de funcionar a la una y media de la madrugada, y los autobuses a las dos y media, debe ser porque desde la una y media, la gente prefiere viajar en autobús. * Y si DON JOSÉ en octubre de 1956 ha cumplido un año, en octubre de 1957 cumplirá dos.
  • 39. 39 UN CALVO, PERO MENOS ISMAEL Merlo es un tío simpático como la copa de un pino. Es simpático y nos lo parece, por dos razones: porque es calvo y porque no lo niega. ¡No, señor! ¡No lo niega! Ismael, con la frente muy alta, acaso más alta que nunca, cada tarde y cada noche sigue conquistando damas, delicados tallos que tronchan en sus brazos con amor. Y para eso, ¿qué procedimiento emplea? ¿Con qué encubre el brillo de su cuero cabelludo? ¿Con qué? ¡Con nada! Así, como lo decimos. Y eso sabiendo todos que ser calvo, no siendo apellido, siempre ha creado en el hombre un terrible complejo ante la mujer, un complejo de los gordos. El calvo veía, día a día, la tragedia de su otoño capilar, llevándose las manos a la cabeza con angustia, sin tener nada que mesarse, frotándose con mil ungüentos que nunca eran mágicos y viendo cómo, poco a poco, su rostro tomaba más alargadas dimensiones. ¡Pues, no señor! De pronto, Ismael, se despoja de prejuicios, de dimes y diretes, de tonterías gazmoñas, y ahí lo tienen ustedes dando un ejemplo de sinceridad. Seguramente Ismael Merlo se ha preguntado: «¿Por qué un hombre sin el cupo de pelo necesario no va a conquistar a una señorita? ¿Por qué no se puede ser tan galán como el primero?» Y como habrá encontrado contestación, se habrá dicho: «¡Por nada!» Has hecho bien, Ismael. Palabra de honor. El hombre de Neanderthal era velludo como un energúmeno. Pero, ¿cómo hacía sus conquistas el hombre de Neanderthal? Con una porra de dos arrobas. En nombre de todos los calvos que en el Mundo han sido y seguimos siendo, recibe nuestro más cordial saludo de chambergo.
  • 40. 40 PEROCOLLADAS AMOROSAS Si un hombre se declara una vez a una mujer y ella le dice que no, y se declara tres y ella le dice que no, y se declara cuarenta y ella le dice que no, si se declara cuarenta y una, lo más probable es que ella le diga que no. * Si un novio deja a su novia después de dos años de relaciones, sólo cabe pensar dos cosas: o que ella le ha dado motivos o que ella no le ha dado motivos. * Si una mujer siempre que cita a las siete acude a las ocho, para que acuda a las siete habrá que citarla a las seis. * Si a las mujeres les gustan más los ricos que los otros, debe ser porque los otros tienen menos encantos que los ricos. * Si una mujer traiciona a un hombre y la gente lo ve mal, y un hombre traiciona a una mujer y la gente no lo ve tan mal, será porque no es igual que traicione el hombre que la mujer, según la gente. * Si antiguamente se moría de amor, y ahora nadie muere de amor, debe ser porque el amor es una enfermedad dominada en nuestros días. * Si es verdad eso de que sólo se quiere una vez en la vida, y no hay hombre que no haya dicho a varias mujeres: ¡te quiero!, debe ser porque los hombres tenemos muchas vidas. * Y si el caballo blanco de Santiago fuese negro, los hijos de Cebedeo serían hijos de don Tomás.
  • 41. 41 ¡MUJER NO TE FÍES DE NOSOTROS! LOS hombres, con perdón, somos una partida de embusteros, de farsantes, de hipócritas y fingidores, cuando de hacer el amor se trata. ¡Cuánta falsía, Dios mío! ¡Qué manera de aparentar sentimientos ajenos a la voluntad de nuestra empresa! Y esto os lo digo a vosotras, mujeres incautas que todo os lo creéis en seguida. Pero, por favor, sed razonables, sed cuerdas, sed duras con el impostor. Por ejemplo, las cosas suelen suceder así: Imaginaos que estáis en el «metro», en un guateque, en la cola del autobús o en cualquier otro sitio de perdición. Y entonces, un lechuguino de hombre (todos hemos sido lechuguinos antes que frailes) se os queda mirando de reojo, vacila, enarca la ceja de siempre, y os dice: —Yo a usted la conozco de algo, señorita ¡Mentira! ¡Horrible mentira! No os conocemos de nada, pero como no tenemos imaginación, os decimos que os conocemos de algo. —¿Me permite que la acompañe? Y vosotras, que sois tan... tan crédulas, creéis que nuestras intenciones son honestas como pedrada en ojo de boticario. ¡Mentira! —Bueno, creo que debemos tutearnos. Me has sido simpática ¡Je, je! ¡Cuánta podredumbre escondida bajo nuestra máscara procaz! ¡Cuánta ignominia solapada! Pero entonces, nosotros, que siempre os parecemos estupendos chicos si tenemos aire de ser de Aduanas nos vemos recompensados con una cándida sonrisa vuestra. Y os alejáis sin dejarnos más que el recuerdo de vuestros labios sonrientes.
  • 42. 42 Y al día siguiente, como unos cerdos (con perdón) estamos haciendo guardia en el mismo lugar que os vimos, suspirando, consultando el reloj, consultando la guía de teléfonos, consultándolo todo. —¡Ya creí que no venías! ¡Je, je, je! Y así os esperamos un día, y otro, y otros seis, y un mes, y un semestre, y un quinquenio... ¡Y todo para haceros caer en el lazo! ¡Nada más que para eso! Y vosotras, aunque sois tan crédulas, por simple feminidad, queréis hacernos sufrir un poco más. —¡Te adoro, Conchita! —os decimos con varias lágrimas en cada ojo. —No te creo, hombre —nos decís a los hombres. —¡Cásate conmigo o me mato! ¡Nada de eso! ¡No es cierto! ¡Nunca nos matamos! ¡Muy pocas veces, por lo menos! Son falsas amenazas para socavar vuestro titubeo. Aunque lloremos, aunque pataleemos, aunque nos mesemos los cabellos. ¡No hay pizca de verdad en esa mentira! Y repetimos llorosos: —¡Cásate conmigo, anda! ¡No sabéis cómo disfrutamos cuando, después de estas palabras, vemos que vuestra voluntad flaquea! ¡Pérfidos que somos! ¡Sí, al matrimonio, vamos al matrimonio! ¿Con qué intención? Porque teníamos que convenceros de alguna manera y esa es una prueba que siempre da resultado con vosotras, angelicales criaturas. Pero nada es cierto, porque nosotros no sabemos amar nada más que los jueves larderos de once a una. Y si lo del matrimonio no os termina de convencer, ora porque os han dicho que somos unos golfos o que ganamos quinientas pesetas mensuales, que para el caso es lo mismo, entonces sí, entonces decimos que nos matamos. ¡Y nos matamos de verdad! ¡Nos arrojamos al «metro», nos tiramos desde un puente o nos compramos una radio! Pero aunque veáis nuestro cuerpo exánime, exangüe o exhausto, ¡no hagáis caso! ¡Pamemas! ¡Mentira! ¡Ludibrio! ¡Una completa farsa! Queríamos lo que queríamos, pero como no nos habéis creído, nos hemos matado. Y esto es lo que sí da resultado. ¡Sois tan impresionables!
  • 43. 43 ¡OH, LAS CARNES! A los hombres nos importa un pito que nuestra novia sea gorda o delgada, con tal de que sea delgada. Muchas mujeres se pasan la vida no comiendo, haciendo ejercicio, dándose masajes, asistiendo a sesiones de baños terapéuticos, tirando la miga del pan, etc., para conseguir una línea que, a veces, más que línea es otra cosa. Y no saben que a nosotros nos da lo mismo que hagan todas esas tonterías, porque lo único que nosotros queremos es que estén delgadas, así, sin más ni más. ¿Por qué no nos complacen entonces? ¿Creen que a nosotros nos satisface que tiren la miga y que se sumerjan en el baño de María? , ¡No! ¡Nunca! Lo único que nos importa es que no estén gordas. ¿Queréis, mariposillas locas que me estáis leyendo, que os diga lo que tenéis que hacer para no engordar? Pues bien, os lo diré. Cuando vayáis con el novio, no le digáis que os lleve a un cine de la Gran Vía, porque como son tan caros, las butacas son muy confortables, se reposa demasiado, la tranquilidad es abrumadora y las grasas se acumulan. Es mejor uno de sesión continua, en los que la gente se levanta y se sienta, las filas son estrechas, tenéis que torcer el cuello porque el que está delante no os deja ver, arrugar las piernas... Total, una incomodidad que compensa con el ejercicio, y la línea se conserva. ¡Y todo por ocho pesetas que le ha costado a vuestro novio, que muy bien podría ser yo mismo! Lo de las gambas a la plancha y las patatas fritas es otra manía tonta. Los mariscos son sumamente alimenticios y las patatas fritas para qué os voy a contar. Y no se trata de las quince o veinte pesetas que le hacéis gastar al novio, que muy bien podría ser yo, sino de que no se os quite el apetito cuando lleguéis a casa y comáis esa comida que tantos sudores le cuesta a vuestro padre, que muy bien podría ser un modesto empleado de Telégrafos o del Ministerio de Industria y Comercio. ¿Y si se trata de los bailes o «boites»? ¡Siempre preferís salas de fiestas de quince duros la entrada! En estos lugares —¡horror de los horrores!— la orquesta suele ser estupenda, las melodías dulces, la luz apacible. Y entonces llega la relajación del músculo, el sopor abrumador, la mansedumbre y la calma perniciosa para conservar esa línea que se trata de conservar. ¡Jamás vayáis a esos sitios! Total, por dos duros, encontraréis un local a dos horas del «metro», donde noventa y seis parejas y un guardia bailan sobre un metro más o menos cuadrado de suelo. Todos empujan, agobian, se suda y, en fin, el ambiente es de lo más propicio para eliminar grasas nefastas. Esa es, pues, la fórmula. En vuestras manos la tenéis. Ni merendolas a base de pollo asado con ensalada, «pepitos» ni tonterías; ni «boites» lujosas, ni cines de estreno, sino largos paseos por la Moncloa, el Retiro, la Castellana o, si tenéis mucho interés, por O'Donnell. ¡Y no os deis tanto masaje, ni baño de vapor, porque a nosotros nos da lo mismo que nuestra novia sea gorda o delgada, con tal de que no sea gorda! Insigne e inoportuno autor de «Asunción tiene bigote» (impublicable)
  • 44. 44 PEROCOLLADAS OBESAS Si a las gordas no les sientan bien los vestidos con vuelos y hay gordas que llevan vestidos con vuelos, debe ser porque creen que no están gordas, o que les sientan bien los vestidos con vuelos. * Si las modelos son prototipo de elegancia y nunca son gordas, debe ser porque las gordas no son prototipo de elegancia. * Si las gordas saben que nos gustan más las delgadas y pudiendo adelgazar no lo hacen, debe ser porque a las gordas que pudiendo adelgazar no lo hacen, les importa un pito nuestra opinión. * Si las gordas son más simpáticas que las delgadas, debe ser porque la simpatía aumenta con la gordura. * Si antiguamente las modelos eran gordas y ahora no, será debido a que antiguamente las delgadas no gustaban como modelos, y ahora sí. * Si las gordas usan la faja más que las delgadas, debe ser porque las delgadas no necesitan usar tanto la faja como las gordas. * Si para una mujer estar gorda supone un disgusto y para un hombre no, debe ser porque al hombre le da lo mismo estar gordo, y a la mujer no. * Si una modista cobra lo mismo por hacer un vestido para una delgada que para una gorda, debe ser porque la modista no tiene preferencia por el dinero de la delgada o el de la gorda. * Y si todas las mujeres fuesen gordas, los hombres nos pirraríamos por las gordas.
  • 45. 45 EL HOMBRE QUE ENGAÑABAA LAS MUJERES JEAN Bayest, francés de nacimiento, sueco de aspecto, hijo de padres noruegos y madres italianas, español de temperamento, era lo que ahora ha dado en llamarse un “duro”. Un “duro” con las mujeres. Todas las tardes iba a una de esas cuevas para artistas, se apoyaba en el mostrador con indolencia, pedía un whisky, miraba en derredor con los ojos semicerrados y se tragaba el brebaje de un solo trago. Jean, inmediatamente después de esta operación, se llevaba las manos a la garganta y unas robustas lágrimas aparecían en sus ojos cinematográficos. Pero nadie se daba cuenta. Después, con paso lento y siempre con los ojos entornados, se acercaba a una de esas muchachas que siempre hay en las cuevas para artistas. —Estás sola, ¿verdad? —Pues... no. Estoy esperando a una amiga... —No, tú estás sola y haces mal negándolo. Se sentaba a su lado sin decir palabra por un instante. Fumaba haciendo aros de humo y arreglándose el pañuelo de flores que nunca faltaba en su cuello. La muchacha empezaba a ponerse nerviosa. —Te estás poniendo nerviosa, ¿verdad? —inquiría Jean Bayest, lanzando la colilla del cigarro con el dedo corazón sobre los pies del camarero. —Pues... no. Es que estoy esperando... —No. Te estás poniendo nerviosa. Es mejor que no me mientas o tendré que pegarte. —Pero si yo... —Basta —atajaba él—. No me vengas con monsergas. La muchacha, cada vez más confusa, empezaba a sofocarse. Luego, mirando a un lado y a otro, con voz tímida pretextaba que tenía que marcharse. Jean la cogía de un brazo, rudamente: —Espera, querida. No debes irte sin pagar mi consumición. Me molestaría, ¿comprendes? Me molestaría. Y la miraba fijamente con sus ojos somnolientos. —Has tenido suerte al topar con un tipo como yo. Debías apostar a las carreras. ¿No te parece? Luego reía sardónicamente y le propinaba un terrible pellizco en el antebrazo dejando en él una huella morada. —¡Sonríe, vamos, sonríe! —apremiaba Jean. Ella, entonces, no pudiendo soportar más, llamaba al camarero. —¡Oiga! Este tipo me está molestando. —No haga caso, “maitre”. Es mi novia y en seguida se pone nerviosa, ¿verdad, querida?
  • 46. 46 Y su mirada era tan dura y sus dientes estaban tan apretados que ella no se atrevía a negar. Poco a poco, la muchacha se veía tan dominada por la extraña personalidad de Jean Bayest que, efectivamente, al final pagaba las cuentas, sonreía; se encontraba feliz. —¿Cómo te llamas? —Pregúntaselo a los perros —barbotaba él, mirando, medio dormido, a otra muchacha, aprovechando que su novia estaba de espaldas. —Eres un muchacho muy brusco, pero me agradas. —¿Has pagado ya? —No, pero ahora... —Pues paga y ¡lárgate de una vez! * * * Yo no sé cómo se arreglaba, pero Jean Bayest explotaba este truco y siempre le salía bien. Y es que está visto que a las mujeres les gustan mucho los “duros”.
  • 47. 47 G. T. B. SE JUSTIFICA «EL SEÑOR QUE ES HUMORISTA NO LO DICE JAMÁS» «LA LITERATURA MÁS IMPORTANTE DEL MUNDO ESTA HECHA POR HUMORISTAS» YA dijimos en otra ocasión que nosotros siempre estamos oído avizor a las cosas que pasan por ahí, como son los tranvías, los autobuses con humo de fábrica, las fábricas con humo de autobuses, las señoras estupendas, etcétera. Pero, asimismo, las cosas que pasan por ahí pueden ser también opiniones y declaraciones acerca del humor. —Creo que don Gonzalo Torrente Ballester, en una interviú que le han hecho en la Estafeta Literaria, no habla de los humoristas, porque no les concede importancia. —¡No es posible! Hay que verle inmediatamente. Y nos vemos inmediatamente. —Siéntese —me dice—. En seguida le atiendo. Mientras habla por teléfono, le observo. Es un hombre de estatura media, cargado de espaldas, acaso debido a su profesión de crítico. Efectivamente lleva unas gruesas gafas ahumadas y habla con voz potente, clara y convincente. —¿Y bien? —Señor Torrente Ballester: tengo entendido que usted ha hecho unas declaraciones diciendo que los humoristas no tienen importancia literaria. —¿Yo? El señor que haya interpretado así mis declaraciones es un majadero, y además, no ha leído mi libro. Me atizo un soberbio trago de coñac y compruebo mentalmente la distancia que me separa de la puerta de la calle. —Pues... según parece…
  • 48. 48 —¿Cómo voy a decir yo eso, si la literatura más importante del mundo está hecha por los humoristas? ¡Ahí tiene usted a Cervantes! Me levanto para cederle el asiento, pero en seguida comprendo que es una frase. —Lo que ocurre —sigue hablando, mientras me ofrece un cigarrillo de “caldo de gallina”— es que la gente confunde al humorista con el escritor festivo. —Entonces, ¿cuáles son los mejores humoristas modernos españoles? —El orden es lo de menos, pero puede citar a Unamuno, Valle Inclán, Baroja, Pérez de Ayala, Wenceslao, Ramón Gómez de la Serna... —¿Y Fulano? —¡Ese qué va a ser un humorista! El señor que es humorista no lo dice jamás. —¿Y Zutano? —Tampoco. —¡Y Perengano! —Ni hablar, hombre. —Pues hay opiniones que... —Me interesa la opinión de los discretos; no la de los majaderos. Ahora empiezo a comprender que el señor Torrente Ballester tiene una acertada y sutil opinión acerca del humor. —¿Y el caso de Tono? —Ese es un caso curioso. Puede que haya sido de los pocos que se me han olvidado en el libro. Tono es un hombre de indudable ingenio: le falta poder constructivo y se deja llevar por una vía de facilidad, pero no se le puede regatear un enorme talento. Damos un ligero repaso a los humoristas forasteros. Me habla de Shakespeare, de Dickens, de Chesterton. Siente preferencia por los humoristas ingleses, y por el coloso italiano Pirandello. —Lo que ocurre —sigue diciendo— es que no se debía dejar publicar una interviú sin el visto bueno del interviuvado. —Entonces, ¿a ésta se le puede poner el visto bueno? —¡Cómo no! Y usted... ¿de dónde es? —¿Yo? De Cuenca. —¡Maravillosa ciudad! —exclama. Y se dispone a marchar hacia el teatro Cómico. Todo ha salido a pedir de boca, porque él es un hombre cordial, porque Cuenca le parece una maravilla, y porque ha pagado las consumiciones, lo cual me permite acariciar con fruición el único duro que llevaba en el bolsillo.
  • 49. 49 UNO, que pertenece a eso que se llama “clase media”, que quiere decir: ni a pie ni en taxi, también tiene que coger el autobús de cuando en cuando. Y al verse formando parte de esta hilera de ecuánimes personas en la cola, se siente feliz. Y piensa: —¡Lo que es la civilización! El autobús aún no viene, pero nadie se mueve. Nuevos reclutas de esta “mili” de cada día, se incorporan a la fila, callados, serios, corteses .Y a seguir esperando. Al fin, entre una nube de humo negro, aparece en lontananza la silueta azul del larguirucho vehículo, que llega hasta la altura de las ochenta y nueve personas que todavía no han movido ni un párpado. Pero apenas queda quieto y las metálicas puertas se abren, una tromba humana, asoladora, inclemente, se lanza como un solo hombre al asalto. —¡Pepe, mi bolso! ¡Cógeme el bolso! —¡Pero habráse visto bruto semejante! —¡Bruto tu padre! Al ver esto yo pensé que sería mejor esperar otro autobús. Pero tuve que pensarlo desde dentro del coche, porque quedarse fuera tampoco depende de uno. ¡Y esto sí que es la barca de Caronte! —¡Mi pie! ¡Oiga, mi pie! —me grita una señora con su nariz a dos dedos de la mía. —¿Su pie? ¿Qué le pasa a su pie, señora? —Que lo tiene encima del mío. Tuve que apelar a un repentino hermano siamés que intentaba demostrar conmigo la penetrabilidad de los cuerpos.
  • 50. 50 —¿Quiere hacer el favor de quitar su pie, que está sobre el mío, para que yo pueda quitar el mío, que está sobre el de esta señora? —Espere un instante —dijo. Y se dirigió a otro—. Dispense, pero es imprescindible que quite su pie del mío, para que yo pueda quitarlo, para que este señor lo quite y esa señora no proteste. La maniobra no era nada fácil. No obstante, se intentó. —¡¡Mi pie!! —volvió a gritar la señora. Pero nadie contestó, porque ninguno —Pero señora, ¿cuántos pies tiene usted? —Dos —dijo, cargada de razón. —¡Qué barbaridad! —exclamó alguien. Mientras tanto, un hombrecito de dos años cabalgaba sobre el cuello de su padre; la señora seguía diciendo no sé qué de de su pie y de mi padre, y me quiso morder en la nariz: el cobrador, a gatas sobre las cabezas de los pasajeros, tenía la optimista pretensión de cumplir con su deber; el individuo que llevaba al niño sobre los hombros, sudaba de tal manera por el cuello, que en seguida comprendí que aquello no era sudor; un anciano matrimonio salmodiaba un Padrenuestro en mi nuca, y uno de ellos dijo al otro: —Si salimos con bien de esto, le llevaremos unas velas al Cristo de Medinaceli. Por fin, el autobús se paró. Se abrieron las puertas y todos caímos de bruces sobre la acera, tullidos, con el cuello torcido, con un zapato sí y otro tampoco, el pelo revuelto, los ojos hinchados. —¡Argüelles! —dijo una voz. Pero nadie contestó, porque ninguno iba a Argüelles.
  • 51. 51 HAZME CASO Y CRECE, MUCHACHO «Ser escaso de estatura es una cosa muy dura». FENELON ESTÁ más que pasado de moda hablar de los complejos, pero hay uno que es eterno, inmutable y terrible: el de los bajos. Ser bajo, tonto y pobre, son tres cosas que no suelen tener remedio. El bajito, en cada momento y en cada hora, siente la angustia de su «cortedad», porque la vida —terrible burlona— se complace en mostrarle constantemente el espejo de su propia mofa, befa y escarnio. El bajo (no sabemos por qué) suele ser enamoradizo. Pero las mujeres (sí sabemos por qué) no le suelen hacer ni caso. Ellas opinan de los bajitos que son chicos divertidos, excelentes y simpáticos. Pero nada más. Supongámonos en un baile de reunión. —¿Bailamos? —Perdona, pero estoy muy cansada. Es un bajito. Y esto una vez, y otra, y otra. Y entonces empieza a prescindir de los azules ojos de Fulanita, de la sonrisa encantadora de Menganita y de la simpatía arrolladora de Zutanita. Se dedica, furiosamente, a comprobar la diferencia de altura entre su cabeza y la de una posible «cliente». Al fin encuentra una chica de su medida. Se dirige a ella con toda decisión, la invita a bailar y ella accede. Desde este instante comienza a estirar el cuello, se pone de puntillas disimuladamente, no piensa en nada, sino en ganar, a toda costa, unos centímetros sea como sea. —Bailas muy bien —le dice a ella con una sonrisa también bajita. —Gracias, pero ¿por qué te pones de puntillas? Y la tragedia vuelve. Por la calle, siempre va buscando la diferencia de peralte de las aceras para ganar altura junto a los amigos, que se apoyan en su hombro cariñosamente, pero no saben que le están haciendo cisco. En el «metro» más de una vez le ha dicho un individuo: —¿Por qué no le cede el asiento a esta señora? —¡Pero si no estoy sentado! —exclama él, poniéndose rojo de ira y de vergüenza. —Perdone. No me había dado cuenta. Y una ola de risitas contenidas inunda el vagón. Cosas parecidas le ocurren todos los días. Para los demás es una circunstancia graciosa. Algo que se olvida apenas sucede. Pero él va acumulando y acumulando hasta el día que muere. Y aún después podría incrementar su acerbo, si hubiera podido oír desde su definitiva caja de madera, camino del cementerio, decir a una señora: —¡Qué pena me da que mueran los niños!
  • 52. 52 PEROCOLLADAS INOCENTES SI un individuo nos pide veinte duros el día de los Inocentes, se los prestamos y luego no nos los quiere devolver porque dice que era una inocentada, debe ser porque ese individuo es más fuerte que nosotros. * Si a una mujer no le interesa el amor de un hombre, y sólo le interesa que le regale joyas y lujosos vestidos, debe ser porque es tan inocente que cree que el amor no tiene importancia. * Si siempre que un hombre besa a una mujer ella dice que él es el primer hombre que la besa, debe ser porque es tan inocente que cree que diciéndole que él es el primer hombre que la besa, él va a creer que es el primer hombre que la besa. * Si la inocencia es una virtud extraordinaria y perdemos la inocencia a medida que avanzan los años, reconozcamos que, a medida que avanzan los años, perdemos una virtud extraordinaria. * Si la Justicia pregunta al reo que si se considera culpable o inocente, y luego la Justicia va a decidir lo que estime justo, lo mismo le da al reo contestar que es culpable o inocente. * Si el día de los Inocentes el dinero que se pide prestado no se quiere devolver, hay quien está convencido de que todos los días del año son los Santos Inocentes. * Y si por una mirada un mundo, y por una sonrisa un cielo, por un beso, calcula tú, guapa, qué te diera por un beso.
  • 53. 53 UNA INOCENTADA LLAMADA TRANSPORTES EL sentido del humor, en la vida, y sobre todo en la vida española, tiene una vigencia constante. Especialmente la broma. Y la broma es una de las cosas que nos diferencian de los otros animales. ¿Qué perro puede gastar una broma? ¿Qué gato? ¿Qué burro? Incluso, ¿qué ornitorrinco? Ninguno. ¡Solamente el hombre es capaz de bromear alegremente! Una de las hijas más guapas de la Broma es la Inocentada. Y una de las hijas más guapas de la Inocentada es la que nos dan todos los transportes madrileños. Pero, en el fondo, tienen su gracia, ¡qué caramba! Me espera Pili a las siete. Son las seis. Cogeré el autobús en esta parada. Soy el tercero de esta enorme hilera de personas que empieza en Banco y termina en Goya. El autobús no aparece. Son ya las seis y cuarto, las seis y media, las siete menos cuarto. No aparece el autobús. Las siete menos diez, menos cinco. ¡Y llega el autobús! —Los dos primeros —dice el cobrador. Los dos primeros se marchan con el autobús y allí nos quedamos. ¿Qué pasa luego? Que Pili dice que somos unas farsantes y unos chulos y que ella no espera ni a su padre. Y no sirven de nada las explicaciones. Y lo bueno de esta inocentada de los transportes es que no es por pura casualidad, sino que el cobrador y el conductor, de mutuo acuerdo, sabiendo que Pili nos esperaba a las siete, han llegado ante nuestras narices y han dejado pasar a los dos que había precisamente delante de nosotros. Pero ellos ya sabían que uno hacía el número tres. Y todo para enemistarnos con Pili, ¡leñe! ¿Y si se trata de taxis? ¡Oh, mon Dieu! Calle arriba, calle abajo, esperando ver, si es de noche, la anhelada lucecita verde. Allá, a lo lejos, entre un gran rebaño de motores, viene uno con su pimpante bombillita verde. El corazón, debido a la emoción, se nos sale por la boca. Lo volvemos a meter y tres metros antes de que el taxi llegue a nuestra altura, se “funde” la dichosa bombillita, y entra en el vehículo un señor de Palencia o de Gerona, si llega el caso. ¿Y cómo no iba a saber el taxista que lo estábamos esperando? ¡Claro que lo sabía! Pero el señor de Palencia le ha parecido más simpático. Y allí nos deja como unos Cyranos cualquiera. A veces, la crueldad de los taxistas llega a un límite insospechado para conseguir el buen efecto de su inocentada. Se nos presenta con la luz verde, lo paramos, abre la puerta y nos dice: —Voy a Cuatro Caminos, ¿le conviene? —Pues mire... hoy no. Si le diera lo mismo Legazpi... Sopla, da un portazo y se marcha sin que hayamos podido decir este taxi es mío.
  • 54. 54 En otras ocasiones es el “metro” el que nos gasta su broma. Tenemos los minutos contados. Sabemos que es un vehículo veloz y bajamos las escaleras hasta la taquilla a paso de película de 1.900. Tomamos el billete, buscamos, celéricos, nuestro andén. Atropellamos a una anciana y a dos niños, pero no importa. Llegamos al andén... y en ese preciso instante, el tren se marcha. ¿Y no podía haber esperado unos segundos el conductor? ¿Es que nos va a decir que no sabía nuestro apuro? ¡Claro que lo sabía! Pero, amigos, las inocentadas son así. Y, la verdad, tienen su gracia.
  • 55. 55 PEROCOLLADAS INVERNALES Si todos los años, cuando llega enero, sube la vida, cuando ya no pueda subir más la vida, será porque ya no hay más eneros. * Si a todos nos aterroriza subir “la cuesta de enero”, lo mejor para que se nos quitase el temor sería que alguien hiciese otra carretera con menos pendiente. * Si las personas se enamoran más en agosto que en enero, debe ser porque el amor depende de la temperatura. * Si durante el mes de enero se venden muchos libros y pocas motos, y durante el mes de julio muchas motos y pocos libros, debe ser porque la gente, en verano prefiere ir en moto a leer libros. * Si los pobres le temen a enero y los ricos no, debe ser porque a los ricos les da lo mismo frío que calor. * Si los comerciantes ponen en sus establecimientos “GRANDES REBAJAS DE ENERO” y no ponen “GRANDES REBAJAS DE MARZO”, debe ser porque, para rebajar, una cosa es marzo y otra cosa es enero. * Y si a las tres de la madrugada vemos una pareja en un taxi, debe ser porque vienen de algún sitio o porque van a algún sitio.
  • 56. 56 LA LÓGICA DE DON BLAS DON Blas Puig de la Rosade, por su vida y su esqueleto, era un hombre recto, justo y jefe de negociado del Banco D.A.D.A. (Dinero Ahorrado Dinero Aprovechado). Don Blas nunca ejercitaba el dispendio ni el gasto superfluo. Ateníase a su sueldo de una manera estricta y cabal. Gastaba exactamente lo que tenía que gastar; ni un céntimo más ni menos. Llegó el año nuevo. Su señora y él, gravemente cogidos del brazo, recorrieron algunas confiterías y, después de hacer un cálculo matemático, compraron una botella de anís, otra de coñac y medio kilo de turrón. El importe ascendía a lo justamente previsto. Al día siguiente, cuando don Blas —volvió de la oficina, su esposa le dijo: —¿A que no sabes lo que vamos a comer hoy? —Arroz a la cubana, sardinas fritas y una naranja inglesa de las que se crían en Andalucía. —No. He comprado dos filetes de ternera. —¿Cuánto te han costado? —Cuarenta pesetas. Como estamos en Pascuas…
  • 57. 57 Don Blas no dijo ni una palabra. Comió con apetito, se fue a su habitación, se puso un raído sombrero de copa que le regalaron el día de su boda, se quedó en cueros y se marchó a la calle, camino de la oficina. Los hombres le miraban asustados, las mujeres se espantaban a su paso y los gamberros gritaban: «¡Olé qué tío!» Pero Don Blas seguía impasible, vestido de Adán, sin hacer el menor caso de nadie. A los pocos instantes un guardia se arrojo sobre él. —¡Sinvergüenza! —No soy ningún sinvergüenza —dijo tranquilamente don Blas. —Venga a la Comisaría. ¿Es que se ha vuelto loco? —No me he vuelto loco. En la Comisaría creyeron en principio que se trataba de un perturbado mental. —¿Qué puede decirnos de su comportamiento! —Pues... que es lo más lógico. Yo gano cuarenta pesetas diarias. A mi esposa se le ha ocurrido comprar dos filetes que han costado ese dinero. Usted comprenderá, señor Comisario, que uno, día a día, amortiza cuatro pesetas de abrigo, dos reales de corbata, una cuarenta de camisa, tres pesetas de zapatos, un real de calcetines, dos pesetas de chaqueta... —Pero eso... —No hay pero que valga. Hoy no podía amortizar absolutamente nada de nada. Mi sueldo íntegro estaba en esos dos filetes. ¿Cree usted que yo robo el dinero? ¿Cree que me lo regalan? Vivo ateniéndome a lo que gano. Y ni un céntimo más. —Bueno, bueno. Llame a casa y que le traigan la ropa. —Ya le he dicho que hoy no me puedo permitir ese gasto. Ni hablar más de ello. —Tendré que encerrarle entonces, caballero. —Sí; enciérreme. Justamente hasta mañana. Es lo que necesito. Jamás, desde entonces, se le ocurrió a su esposa gastar un céntimo más de lo debido.
  • 58. 58 COMO NO SOY DE MADRID LA pequeña pensión a donde me hospedaba era una sucursal del Polo Norte. —Señora Marcela, ¿tendría la bondad de darme un tazoncito de agua caliente para afeitarme? —¿Agua caliente? ¡Hijo mío! ¡Vaya una juventud! ¡En el mes de enero pedir agua caliente! ¿A quién se le ocurre? Tengo que encender el hornillo eléctrico, que gasta... ¿sabe cuánto gasta un simple hornillo eléctrico? No, no lo sabe; por eso se le ocurre semejante cosa. Pues el mes pasado pagué lo menos... Tuve que afeitarme con agua fría. Me corté. Me aguanté. Me marché. —Señora Marcela, ¿qué tengo que hacer para ir a la calle de la Puebla? —Eso sí que se lo puedo decir, señorito. Mire, sale usted a Princesa y sigue todo derechito por la Avenida de José Antonio. Vaya por la acera. —Sí, señora; descuide. —Digo, que vaya por la acera de la izquierda, y la primera calle que encuentre antes de llegar al Metro de Callao, le lleva a la Puebla. —Muchas gracias. ¿Qué le debo? —¡Por Dios señorito! ¡Eso lo hago yo gratis! Yo estaba frente al Metro de Ventura Rodríguez. No sabía si tenia que cruzar o esperar. Un ejército de motores cruzaba ante mí. De repente, un nudo angustioso se hizo en mi garganta. Una pobre anciana, más cargada de años que de espalda, intentaba la proeza. Indiferente a todo, con lentitud en su andar, cruzaba, poco a poco, la calzada. Recé por el alma de aquella pobre señora. Me tapé los ojos con la mano. —¡Pobrecilla! ¡Ampárala, Señor! —musité angustiado. Y despacio, dolorosamente despacio, llegó hasta la otra orilla. —¡¡Vivaaaa!! —di un brinco tan grande que a poco me rompo una pierna al caer. —¿Qué le pasa, hombre? —me preguntó un individuo. —¡Ah! —soplé ufano—. Usted es que no la ha visto. —¿A quién? —A esa anciana . ¡Cómo cruzado la calle! ¡Qué valor! —Claro que la he visto. Es mi madre. —¿Su... ma... dre? Al poco rato, dos niños cogidos de la mano, cruzaban dando pequeños saltos. Y después, una mujer con un bolso. Y luego otra. Y más tarde una pareja. ¡Todos menos yo! ¡Y tan tranquilos! Comprendí que mi palurdismo era crónico. Comprendí que no había que darle importancia a la cosa. Al fin y al cabo los conductores no son ciegos. ¡Naturalmente! A cruzar.
  • 59. 59 A pesar de la baja temperatura, mi frente se inundaba de sudor. Veía la avalancha de motores como bocas de dragón hambriento. No pensé que esta operación había que realizarla con los ojos casi cerrados. Un camión cargado de grava, semejante a un tanque en plena batalla, sé acercaba hacia mí, derecho, terrible. Dudé. «¿Espero a que pase?» «No, pasaré yo antes». «¡Me atropella!»... ¡Richch grojjj ñiaaaa plafg! —¡Imbécil! ¿Es que quiere que le atropelle? ¿Qué hace que no pasa de una vez? El suelo olía a goma quemada a causa del frenazo. —Perdone, que yo no sabía... —¡Vamos, pase de una vez! —Sí, señor, sí. Y otra voz: —¡A ver ese camión si nos va a tener aquí toda la mañana! —¡Se espera un poco, caramba! —¡A mí no me vocea nadie, tiparraco! —Pero, ¿es que no ha visto que la culpa ha sido de ese julandrón? Con la cautela de un ladrón en noche de faena, me deslicé por la boca del Metro. Suspiré aliviado al verme lejos de aquella barahúnda. Al llegar a Legazpi saqué otro billete. Volví a preguntar qué tenía que hacer para ir a la calle de la Puebla. Y nuevas explicaciones del sistema «métrico». Desesperado me introduje en un establecimiento de cafeteras y muchachas con cofia blanca. —Un litro de vino tinto, por favor. —Lo siento, señor. Esto no es una taberna. Ahí en frente tiene una. —Gracias. Acabé sentándome en el bordillo de la acera. Me echó un guardia. Pasé a la taberna. Me bebí el litro de vino tinto, y de mis labios babeantes y torpes, solamente salían estas palabras en una cantinela absurda: —Nos han dejao solos a los de Tudela...
  • 60. 60 SI quieres ser un buen Director de Banco, escucha mis consejos, muchacho: Tú te sientas en el des pacho, todo rodeado de timbres y teléfonos, ordenanzas, estadísticas y cajas de puros habanos de los que se hacen en Canarias. ¿Que llega un cliente? Pues le dices: “Siéntese y dígame lo que desea”. Entonces él puede decirte: “Yo venía a ingresar...” Y ya con este, le insistes en que debe sentarse, teniendo siempre bien a mano la caja de puros. “Yo venía a ingresar trescientas pesetas”. “¡Muy bien!” —contestas tú—. “Vaya a la ventanilla siete. Adiós”. “Pero es que...” —balbucea él—: “Nada, nada. Vaya a la ventanilla siete”. Y de puro ni hablar, ¿comprendes? Llega otro cliente. “—Yo venía a ingresar...” “—Siéntese”. “—... cuatro mil pesetas”.
  • 61. 61 “—Muy bien. ¿Quiere un cigarrillo de caldo de gallina? “—No fumo; gracias”. “—Bien, pues no se preocupe. Déjese tranquilo esas cuatro mil pesetas”. Y llega otro: “—Yo venía a ingresar...” “—Siéntese”. “—... cien mil pesetas. Soy Ramón Salcedo Barboquejo”. “—¡Mi querido don Ramón? —te debes levantar efusivo. Y le ofreces la caja de puros, se lo enciendes, y le pones dos más en el bolsillo superior de la americana. Y empezáis a hablar: “bla, bla, bla...” Y al marcharse sales con él hasta la puerta, haces como que te quitas el sombrero, pides perdón porque no llevas sombrero, etc. etc. Y viene otro cliente más: “—Yo venía a ingresar...” “—Siéntese.” “—... dos millones de pesetas.” Y aquí ya debes emplearte a fondo. Debes pulsar todos los timbres para que lleguen todos los empleados y lo vean, le canten villancicos que tú mismo debes dirigir y le ofrezcan sus zalemas. A éste ya le das todos los puros, una botella de coñac francés, un corte de traje de caballero, una moto “Vespa”... Te ríes a carcajadas, de pronto lloras como un niño, te mesas los cabellos, te rasgas las vestiduras. etc. etc. Y cuando se disponga a marchar, tú, siempre inclinado como si estuvieras buscando una moneda perdida, lo sigues hasta la puerta de la calle, llevándolo sobre tus espaldas y lo dejas sobre el mullido Cadillac, saludándolo con una banderita hasta que se pierda entre el ajetreo de la ciudad. ¿Está claro? Y aún puede llegar otro cliente: “—Yo venía…” “—Siéntese.” “—… a ver si me podían hacer un préstamo de...” No debes seguir escuchando. Apretarás el timbre misterioso, se abrirá una trampilla que hay delante de la lujosa mesa de tu despacho, y podrás oír un “aayy” agudo y prolongado que, al cabo de unos segundos, terminará con un “paff” seco y rotundo. Cerrarás de nuevo la trampilla, encenderás un emboquillado de aroma penetrante, mirarás al techo mientras haces aros de humo y aguardarás con paciencia la llegada de un nuevo cliente.
  • 62. 62 EL COLÓN DE COLÓN COLÓN (don Cristóbal), dio un soberbio puñetazo sobre la mesa del figón donde intentaba estrangular el hambre que corroía su ser de punta a cabo, y exclamó: —¡Mesonero! ¡Esta bazofia carece de azúcar, canela y clavo! El pobre diablo, gordinflón y mantecoso, acudió solícito. —Ya sabe vuesa merced que las especias se encuentran en las Indias. Pero como nadie quiere ir por ellas... —¡Pues ya me voy hartando de comer sin aderezo! Me voy ahora mismo a ver quién quiere que le descubra algo. Y entonces Colón, aquel hombre con pelo de mujer, alto y genovés, se fue por esos mundos de Dios, gritando desde las plazas públicas de las naciones: —¡Al rico descubrimiento! ¡Se descubren países, mares y naciones! Nadie hacía caso. Y él seguía con su cantinela: —¡Y eeeel descubridor! ¡Al rico viaje a las Islas Orientales! ¡Se descubren continentes! ¡Y eeeel descubridor! La gente, desde los balcones, lo miraban con asombro y le echaban alguna moneda. Pero no era eso 1o que don Cristóbal quería, Y habló con algunos reyes. —¿Me da usted dinero y le descubro algo? —decía Colón, de hinojos ante los tronos. —¿Qué me va usted a descubrir, matarile, rile, rile? —se mofaban de él los monarcas—. ¿Una isla? ¿Un manjar? ¿Un tobillo de mujer? —¡Las especias, imbécil! —gritaba don Cristóbal. Pero los reyes no estaban acostumbrados a aquellas muestras de cariño y le decían que por ahí se pudriera. Colón, en vez de pudrirse, se vino a ver a la reina de España. —Mire usted, doña Isabel. Debemos llegar a un acuerdo. Deme usted tres carabelitas, un poco de tocino salado, harina, vino y cuarenta extremeños, que yo le traigo azúcar, canela y clavo. —El caso es, don Cristóbal, que ahora ando muy mal de fondos. ¿Tú sabes, hijo mío, lo que nos cuesta matar a los moros? —Ande, sea buena —gemía Colón—. Dígaselo a su marido. —¡Uy! ¡Menudo es Fernando! ¡Pues sí que estamos listos! —¡Ande, mujer! ¡Que usted tiene un corazón de oro! Y doña Isabel, que tenía un corazón de oro en verdad, se lo dio para que lo empeñara. —Toma, hijo mío —se suavizó la reina—. Descubre lo que quieras y diviértete. Y ya metido en su carabela, oyó una voz estentórea: —¡El palo de mesana! ¡El palo mayor! ¡Las vergas! ¡El ancla! ¡La bitácora! ¡Los garfios! ¡El trinquete!…