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-34925-630555Departamento de Historia Geografía y Cs. Sociales.Profesor: Leandro Bascuñán Valdebenito.NM100Departamento de Historia Geografía y Cs. Sociales.Profesor: Leandro Bascuñán Valdebenito.NM1-597535-63309500 <br />GUÍA N° 2<br />“ANÁLISIS DE FUENTES”.<br />EL SIGLO DE LAS LUCES <br />ALEJO CARPENTIER.<br />Nombre:_____________________________ Curso: 1°___  Fecha:________ de 2011<br />“El siglo de las luces”, de Alejo Carpentier. Los siguientes fragmentos de esta novela de ficción giran en torno a la visión de la Revolución Francesa al otro lado del Atlántico, cómo fueron percibidos sus acontecimientos en el Caribe antillano, a través fundamentalmente de su protagonista, Víctor Hugues, comerciante de origen francés de ideas jacobinas, y los paralelismos que se establecen entre la revolución en Europa y las colonias:<br />La propia Introducción de la novela, realiza una inquietante y literaria descripción del viaje trasatlántico de la guillotina:<br />“Esta noche he visto alzarse la Máquina nuevamente. Era en la proa, como una puerta abierta sobre el basto cielo que ya nos traía olores de tierra por sobre un Océano tan sosegado, tan dueño de su ritmo, que la nave, levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo, suspendida entre un ayer y un mañana que se trasladaran con nosotros. Tiempo detenido entre la  Estrella Polar, la Osa Mayor y la Cruz del Sur –ignoro, pues, no es mi oficio saberlo, si tales eran las constelaciones, tan numerosas que sus vértices, sus luces de posición sideral, se confundían, se trastocaban, barajando sus alegorías, en la claridad de un plenilunio, empalidecido por la blancura del Camino de Santiago… Pero la Puerta-sin-batiente estaba erguida en la proa, reducida al dintel y las jambas con aquel cartabón, aquel medio frontón invertido, aquel triángulo negro, con bisel acerado y frío, colgado de sus montantes. Ahí estaba el armazón, desnuda y escueta, nuevamente plantada sobre el sueño de los hombres, como una presencia –una advertencia- que nos concernía a todos por igual. La habíamos dejado a popa, muy lejos, en sus cierzos de abril, y ahora nos resurgía sobre la misma proa, delante, como guiadora –semejante, por la necesaria exactitud de sus paralelas, su implacable geometría, a un gigantesco instrumento de marear. Ya no la acompañaban pendones, tambores ni turbas; no conocía la emoción ni la cólera, ni el llanto, ni la ebriedad de quienes, allá, la rodeaban de un coro de tragedia antigua, con el crujido de las carretas de rodar-hacia-lo-mismo, y el acoplado redoble de las cajas. Aquí, la Puerta estaba sola, frente a la noche, más arriba del mascarón tutelar, relumbraba por su filo diagonal, con el bastidor de madera que se hacía el marco de un panorama de astros. Las olas acudían, se abrían, para rozar nuestra eslora; se cerraban, tras de nosotros, con tan continuado y acompasado rumor que su permanencia se hacía semejante al silencio que el hombre tiene por silencio cuando no escucha voces parecidas a las suyas. Silencio viviente, palpitante y medido, que no era, por lo pronto, el de lo cercenado y yerto… Cuando cayó el filo diagonal con brusquedad el silbido y el dintel se pintó cabalmente, como verdadero remate de puerta en lo alto de sus jambas, el Investido de poderes, cuya mano había accionado el mecanismo, murmuró entre dientes;: <<Hay que cuidarla del salitre>>. Y cerró la Puerta con una gran funda de tela embreada, echada desde arriba. La brisa olía a tierra –humus, estiércol, espigas, resinas- de aquella isla puesta, siglos antes, bajo el amparo de una Señora de Guadalupe que en Cáceres de Extremadura y Tepeyac de América erguía la figura sobre un arco de luna alzado por un Arcángel.<br />Detrás quedaba una adolescencia cuyos paisajes familiares me eran tan remotos, al cabo de tres años, como remoto me era el ser doliente y postrado que yo hubiera sido antes de que Alguien nos llegara, cierta noche, envuelto en un trueno de aldabas; tan remotos como remoto me era ahora el testigo, el guía, el iluminador de otros tiempos, anterior al hosco Mandatario que, recostado en la borda, meditaba –junto al negro rectángulo encerrado en su funda de inquisición, oscilante como fiel de balanza al compás de cada ola… El agua era clareada, a veces, por un brillo de escamas o el paso de alguna errante corona de sargazos.”<br />La adopción de los ideales revolucionarios entre los grupos sociales más desfavorecidos de las colonias, en este caso, los esclavos negros, permite establecer un paralelismo entre las clases populares francesas en los orígenes de la Revolución y la trama de la novela:<br />“Cuando fondeó la nave en el puerto de Santiago, Víctor, acodado en la proa, hizo un gesto de asombro. Ahí estaba la Salamadre, la Vénus, la Vestale. La Méduse, embarcaciones de tráfico normal entre Le Havre, Le Cap y Port-au-Prince, además de una multitud de unidades menores –urcas, goletas, balandras- que le eran conocidas por pertenecer a negociantes de Leogane, Les Cayes y Saint-Marc. <<¿Todos los barcos de Saint-Domingue se han reunido aquí?>>, preguntó a Ogé, que tampoco se explicaba las razones de tan insólita migración. Echadas las anclas, se fueron a tierra, en busca de informes. Lo que supieron era tremebundo: tres semanas antes había estallado una revolución de negros en la región del norte. El levantamiento se había generalizado, sin que las autoridades llegaran a dominar la situación. La ciudad estaba llena de colonos refugiados. Se hablaba de terribles matanzas de blancos, de incendios y crueldades, de horrorosas violaciones. Los esclavos se habían encarnizado con las hijas de familia, sometiéndolas a las peores sevicias. El país estaba entregado al exterminio, al pillaje y la lubricidad… El capitán Dexter, que llevaba un pequeño cargamento para Port-au-Prince, iba a aguardar unos días, en espera de noticias más tranquilizadoras. Si proseguían los desórdenes, iría a Puerto Rico y luego a Surinam, sin detenerse en Haití. Víctor, muy preocupado por el destino de su comercio, no sabía qué hacer. Ogé, en cambio, se mostraba sereno: aquel movimiento era pintado, sin duda, con colores excesivos. Demasiado coincidía con otros acontecimientos de un alcance universal para ser una mera revuelta de bárbaros incendiarios y violadores. También habían hablado algunos de turbas enloquecidas, ebrias de sangre, después de un cierto 14 de julio que estaba en camino de transformar el mundo. Uno de los más destacados funcionarios de la colonia era su hermano Vincent, educado en Francia como él, miembro del Club de Amigos de los Negros, de París, filántropo de altas luces, que habría sabido contener a las gentes amotinadas si estas no se hubiesen lanzado a las calles y a los campos en reclamación de algo justo. Como Vicent, había muchos ahora, imbuidos de filosofía, sabedores de lo que reclamaban los tiempos”.<br />A continuación reproducimos el fragmento que recoge el triunfo de la Revolución en la isla Guadalupe, y sus consecuencias, la aplicación de penas capitales con la guillotina y el “fervor popular” de dichos acontecimientos:<br />“Todavía quedaban algunos focos de resistencia en la Basse-Terre. Pero el arresto de los hombres traicionados por Graham se esfumaba en cuanto lograban apoderarse de alguna balandra para huir a una isla vecina. Cuando cayó el Fort-Saint-Charles diose por terminada la campaña. La Désirade y la María Galante –cuyo gobernador, exconstituyente pasado al servicio de Inglaterra, prefirió suicidarse antes de presentar combate- estaban en poder de los franceses. Víctor Hugues era dueño de la Guadalupe, pudiendo anunciar a todos que ahora se trabajaría en paz. Y para apoyar sus palabras con algún gesto simbólico, plantó los árboles que habrían de dar sombra en el futuro a la Place de la Victoire. Entonces tuvo lugar el acontecimiento que todos esperaban, desde hacía tiempo, con angustiada curiosidad: la guillotina empezó a funcionar en público. El día de su estreno, en las personas de dos capellanes monárquicos que habían sido sorprendidos en una granja donde se ocultaban fusiles y municiones, la ciudad entera se volcó en el ágora donde se alzaba un fuerte tablado con escalera lateral, al estilo de París, montado en cuatro horcones de cedro. Y como las modas republicanas ya se habían insinuado en la colonia, aparecieron mestizos vestidos de cortas chaquetas azules y pantalón blanco listado de rojo, en tanto que las mulatas lucían madrases nuevos con los colores del día. Nunca pudo verse una multitud más alegre y bulliciosa, con aquellos tintes de añil y de fresa que parecían tremolar al mismo ritmo de las banderas, en la mañana límpida y soleada. Las fámulas del Comisario estaban asomadas a las ventanas, gritando y riendo – y riendo más aún cuando la estremecida mano de un oficial se les subía por encima de las corvas. Muchos niños se habían trepado al techo de los edificios para ver mejor. Humeaba la fritura, derramábanse las jarras de jugos y garapiñas, y el ron clarín, tempranamente bebido, sobrealzaba los ánimos. Sin embargo, cuando monsieur Anse se presentó en lo alto del patíbulo llevando sus mejores ropas de ceremonia –tan grave en su menester como bien descañonado por el barbero- se hizo un hondo silencio. Pointe-à-Pitre no era el Cabo Francés, donde, desde hacía tiempo, existía un excelente teatro, alimentado de novedades por compañías dramáticas de tránsito para la Nueva Orleáns. Aquí no se tenía nada semejante; nunca habíase visto un escenario abierto a todos, y por lo mismo descubrían las gentes, en aquel momento, la esencia de la Tragedia. El Fatum estaba ya presente, con su filo en espera, inexorable y puntual, acechando a quienes, por mal inspirados, habían vuelto sus armas contra la Ciudad. Y el espíritu del Coro se hallaba en activo en cada espectador, con las estrofas y antiestrofas que brincaban y rebrincaban por encima del tablado. De pronto apareció un Mensajero, abrieron paso los Guardias, y la carreta hizo su entrada en el vasto decorado de la Plaza Pública, trayendo a los dos condenados, de manos unidas por un mismo rosario, encima de las muñecas amarradas. Se oyeron solemnes redobles de cajas; funcionó la báscula, cargando con el peso de un hombre obeso, y cayó la cuchilla en medio de un clamor de expectación. Minutos después, las dos primeras ejecuciones estaban consumadas…. Pero no se dispersó la multitud, acaso sorprendida, al momento, de que el espectáculo trágico hubiera sido tan breve – con aquella sangre aún fluida que se escurría por las rendijas del escenario. Pronto, por sacarse del horror que los tenía como estupefactos, pasaron muchos, repentinamente, al holgorio que habría de alargar aquel día que ya se daba por feriado y de asueto. Había que lucir las ropas recién estrenadas. Había que hacer algo que fuese afirmación de vida ante la Muerte. Y como los bailes de figuras eran los más apropiados para valorar atuendos y alborotar el tornasol de las faldas carmañolas, se dieron algunos a armar contradanzas de adelantar y contradecir en ringlera, mudar de parejas, hacerse reverencias y contonear las figuras, desatendiendo a los bastoneros improvisados que trataban, en vano, de mantener alguna compostura en las filas y grupos. Al fin, tanta era la algarabía, tantas eran las ganas de bailar y saltar y reír y gritar, que se liaron todos en una enorme rueda, pronto rota en farándula, que, luego de dar vueltas en torno a la guillotina, se lanzó a las calles aledañas, yendo y regresando, invadiendo traspatios y jardines, hasta la noche. Ese día se inició el Gran Terror en la isla. No paraba ya la Máquina de funcionar en la Plaza de la Victoria, apretando el ritmo de sus tajos. Y como la curiosidad por presenciar las ejecuciones era siempre viva donde todos se conocían de vista o de tratos –y guardaba éste sus rencores contra aquél, y no olvidaba el otro alguna humillación parecida…-, la guillotina empezó a centralizar la vida de la ciudad. El gentío del mercado se fue mudando a la hermosa plaza portuaria, con sus aparadores y hornillas, sus puestos esquineros y tenderetes al sol, pregonándose a cualquier hora, entre desplomes de cabezas ayer respetadas y aduladas, el buñuelo y los pimientos, la corosola y el hojaldre, la anona y el pargo fresco. Y como era muy apropiado para tratar negocios, el lugar se transformó en una bolsa volante de escombros y cosas abandonadas por sus amos, donde a subasta podía comprarse una reja, un pájaro mecánico o un resto de vajilla china. Allí se cambiaban arneses por marmitas; naipes por leña; relojes de gran estilo por perlas de la Margarita. En un día se elevaban, el mostrador de hortalizas, el escaparate de buhonerías, a la categoría de tienda mixta –tremendamente mixta- donde aparecían baterías de cocina, salseras armoriadas, cubiertos de plata, piezas de ajedrez, tapicerías y miniaturas. El patíbulo se había vuelto el eje de una banca, de un foro, de una perenne almoneda. Ya las ejecuciones no interrumpían los regateos, porfías ni discusiones. La guillotina había entrado a formar parte de lo habitual y cotidiano. Se vendían, entre perejiles y oréganos, unas guillotinas minúsculas, de adorno, que muchos llevaban a sus casas. Los niños, aguzando el ingenio, construían unas máquinas destinadas a la decapitación de los gatos. “<br />
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Alejo y la revolución

  • 1. -34925-630555Departamento de Historia Geografía y Cs. Sociales.Profesor: Leandro Bascuñán Valdebenito.NM100Departamento de Historia Geografía y Cs. Sociales.Profesor: Leandro Bascuñán Valdebenito.NM1-597535-63309500 <br />GUÍA N° 2<br />“ANÁLISIS DE FUENTES”.<br />EL SIGLO DE LAS LUCES <br />ALEJO CARPENTIER.<br />Nombre:_____________________________ Curso: 1°___ Fecha:________ de 2011<br />“El siglo de las luces”, de Alejo Carpentier. Los siguientes fragmentos de esta novela de ficción giran en torno a la visión de la Revolución Francesa al otro lado del Atlántico, cómo fueron percibidos sus acontecimientos en el Caribe antillano, a través fundamentalmente de su protagonista, Víctor Hugues, comerciante de origen francés de ideas jacobinas, y los paralelismos que se establecen entre la revolución en Europa y las colonias:<br />La propia Introducción de la novela, realiza una inquietante y literaria descripción del viaje trasatlántico de la guillotina:<br />“Esta noche he visto alzarse la Máquina nuevamente. Era en la proa, como una puerta abierta sobre el basto cielo que ya nos traía olores de tierra por sobre un Océano tan sosegado, tan dueño de su ritmo, que la nave, levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo, suspendida entre un ayer y un mañana que se trasladaran con nosotros. Tiempo detenido entre la Estrella Polar, la Osa Mayor y la Cruz del Sur –ignoro, pues, no es mi oficio saberlo, si tales eran las constelaciones, tan numerosas que sus vértices, sus luces de posición sideral, se confundían, se trastocaban, barajando sus alegorías, en la claridad de un plenilunio, empalidecido por la blancura del Camino de Santiago… Pero la Puerta-sin-batiente estaba erguida en la proa, reducida al dintel y las jambas con aquel cartabón, aquel medio frontón invertido, aquel triángulo negro, con bisel acerado y frío, colgado de sus montantes. Ahí estaba el armazón, desnuda y escueta, nuevamente plantada sobre el sueño de los hombres, como una presencia –una advertencia- que nos concernía a todos por igual. La habíamos dejado a popa, muy lejos, en sus cierzos de abril, y ahora nos resurgía sobre la misma proa, delante, como guiadora –semejante, por la necesaria exactitud de sus paralelas, su implacable geometría, a un gigantesco instrumento de marear. Ya no la acompañaban pendones, tambores ni turbas; no conocía la emoción ni la cólera, ni el llanto, ni la ebriedad de quienes, allá, la rodeaban de un coro de tragedia antigua, con el crujido de las carretas de rodar-hacia-lo-mismo, y el acoplado redoble de las cajas. Aquí, la Puerta estaba sola, frente a la noche, más arriba del mascarón tutelar, relumbraba por su filo diagonal, con el bastidor de madera que se hacía el marco de un panorama de astros. Las olas acudían, se abrían, para rozar nuestra eslora; se cerraban, tras de nosotros, con tan continuado y acompasado rumor que su permanencia se hacía semejante al silencio que el hombre tiene por silencio cuando no escucha voces parecidas a las suyas. Silencio viviente, palpitante y medido, que no era, por lo pronto, el de lo cercenado y yerto… Cuando cayó el filo diagonal con brusquedad el silbido y el dintel se pintó cabalmente, como verdadero remate de puerta en lo alto de sus jambas, el Investido de poderes, cuya mano había accionado el mecanismo, murmuró entre dientes;: <<Hay que cuidarla del salitre>>. Y cerró la Puerta con una gran funda de tela embreada, echada desde arriba. La brisa olía a tierra –humus, estiércol, espigas, resinas- de aquella isla puesta, siglos antes, bajo el amparo de una Señora de Guadalupe que en Cáceres de Extremadura y Tepeyac de América erguía la figura sobre un arco de luna alzado por un Arcángel.<br />Detrás quedaba una adolescencia cuyos paisajes familiares me eran tan remotos, al cabo de tres años, como remoto me era el ser doliente y postrado que yo hubiera sido antes de que Alguien nos llegara, cierta noche, envuelto en un trueno de aldabas; tan remotos como remoto me era ahora el testigo, el guía, el iluminador de otros tiempos, anterior al hosco Mandatario que, recostado en la borda, meditaba –junto al negro rectángulo encerrado en su funda de inquisición, oscilante como fiel de balanza al compás de cada ola… El agua era clareada, a veces, por un brillo de escamas o el paso de alguna errante corona de sargazos.”<br />La adopción de los ideales revolucionarios entre los grupos sociales más desfavorecidos de las colonias, en este caso, los esclavos negros, permite establecer un paralelismo entre las clases populares francesas en los orígenes de la Revolución y la trama de la novela:<br />“Cuando fondeó la nave en el puerto de Santiago, Víctor, acodado en la proa, hizo un gesto de asombro. Ahí estaba la Salamadre, la Vénus, la Vestale. La Méduse, embarcaciones de tráfico normal entre Le Havre, Le Cap y Port-au-Prince, además de una multitud de unidades menores –urcas, goletas, balandras- que le eran conocidas por pertenecer a negociantes de Leogane, Les Cayes y Saint-Marc. <<¿Todos los barcos de Saint-Domingue se han reunido aquí?>>, preguntó a Ogé, que tampoco se explicaba las razones de tan insólita migración. Echadas las anclas, se fueron a tierra, en busca de informes. Lo que supieron era tremebundo: tres semanas antes había estallado una revolución de negros en la región del norte. El levantamiento se había generalizado, sin que las autoridades llegaran a dominar la situación. La ciudad estaba llena de colonos refugiados. Se hablaba de terribles matanzas de blancos, de incendios y crueldades, de horrorosas violaciones. Los esclavos se habían encarnizado con las hijas de familia, sometiéndolas a las peores sevicias. El país estaba entregado al exterminio, al pillaje y la lubricidad… El capitán Dexter, que llevaba un pequeño cargamento para Port-au-Prince, iba a aguardar unos días, en espera de noticias más tranquilizadoras. Si proseguían los desórdenes, iría a Puerto Rico y luego a Surinam, sin detenerse en Haití. Víctor, muy preocupado por el destino de su comercio, no sabía qué hacer. Ogé, en cambio, se mostraba sereno: aquel movimiento era pintado, sin duda, con colores excesivos. Demasiado coincidía con otros acontecimientos de un alcance universal para ser una mera revuelta de bárbaros incendiarios y violadores. También habían hablado algunos de turbas enloquecidas, ebrias de sangre, después de un cierto 14 de julio que estaba en camino de transformar el mundo. Uno de los más destacados funcionarios de la colonia era su hermano Vincent, educado en Francia como él, miembro del Club de Amigos de los Negros, de París, filántropo de altas luces, que habría sabido contener a las gentes amotinadas si estas no se hubiesen lanzado a las calles y a los campos en reclamación de algo justo. Como Vicent, había muchos ahora, imbuidos de filosofía, sabedores de lo que reclamaban los tiempos”.<br />A continuación reproducimos el fragmento que recoge el triunfo de la Revolución en la isla Guadalupe, y sus consecuencias, la aplicación de penas capitales con la guillotina y el “fervor popular” de dichos acontecimientos:<br />“Todavía quedaban algunos focos de resistencia en la Basse-Terre. Pero el arresto de los hombres traicionados por Graham se esfumaba en cuanto lograban apoderarse de alguna balandra para huir a una isla vecina. Cuando cayó el Fort-Saint-Charles diose por terminada la campaña. La Désirade y la María Galante –cuyo gobernador, exconstituyente pasado al servicio de Inglaterra, prefirió suicidarse antes de presentar combate- estaban en poder de los franceses. Víctor Hugues era dueño de la Guadalupe, pudiendo anunciar a todos que ahora se trabajaría en paz. Y para apoyar sus palabras con algún gesto simbólico, plantó los árboles que habrían de dar sombra en el futuro a la Place de la Victoire. Entonces tuvo lugar el acontecimiento que todos esperaban, desde hacía tiempo, con angustiada curiosidad: la guillotina empezó a funcionar en público. El día de su estreno, en las personas de dos capellanes monárquicos que habían sido sorprendidos en una granja donde se ocultaban fusiles y municiones, la ciudad entera se volcó en el ágora donde se alzaba un fuerte tablado con escalera lateral, al estilo de París, montado en cuatro horcones de cedro. Y como las modas republicanas ya se habían insinuado en la colonia, aparecieron mestizos vestidos de cortas chaquetas azules y pantalón blanco listado de rojo, en tanto que las mulatas lucían madrases nuevos con los colores del día. Nunca pudo verse una multitud más alegre y bulliciosa, con aquellos tintes de añil y de fresa que parecían tremolar al mismo ritmo de las banderas, en la mañana límpida y soleada. Las fámulas del Comisario estaban asomadas a las ventanas, gritando y riendo – y riendo más aún cuando la estremecida mano de un oficial se les subía por encima de las corvas. Muchos niños se habían trepado al techo de los edificios para ver mejor. Humeaba la fritura, derramábanse las jarras de jugos y garapiñas, y el ron clarín, tempranamente bebido, sobrealzaba los ánimos. Sin embargo, cuando monsieur Anse se presentó en lo alto del patíbulo llevando sus mejores ropas de ceremonia –tan grave en su menester como bien descañonado por el barbero- se hizo un hondo silencio. Pointe-à-Pitre no era el Cabo Francés, donde, desde hacía tiempo, existía un excelente teatro, alimentado de novedades por compañías dramáticas de tránsito para la Nueva Orleáns. Aquí no se tenía nada semejante; nunca habíase visto un escenario abierto a todos, y por lo mismo descubrían las gentes, en aquel momento, la esencia de la Tragedia. El Fatum estaba ya presente, con su filo en espera, inexorable y puntual, acechando a quienes, por mal inspirados, habían vuelto sus armas contra la Ciudad. Y el espíritu del Coro se hallaba en activo en cada espectador, con las estrofas y antiestrofas que brincaban y rebrincaban por encima del tablado. De pronto apareció un Mensajero, abrieron paso los Guardias, y la carreta hizo su entrada en el vasto decorado de la Plaza Pública, trayendo a los dos condenados, de manos unidas por un mismo rosario, encima de las muñecas amarradas. Se oyeron solemnes redobles de cajas; funcionó la báscula, cargando con el peso de un hombre obeso, y cayó la cuchilla en medio de un clamor de expectación. Minutos después, las dos primeras ejecuciones estaban consumadas…. Pero no se dispersó la multitud, acaso sorprendida, al momento, de que el espectáculo trágico hubiera sido tan breve – con aquella sangre aún fluida que se escurría por las rendijas del escenario. Pronto, por sacarse del horror que los tenía como estupefactos, pasaron muchos, repentinamente, al holgorio que habría de alargar aquel día que ya se daba por feriado y de asueto. Había que lucir las ropas recién estrenadas. Había que hacer algo que fuese afirmación de vida ante la Muerte. Y como los bailes de figuras eran los más apropiados para valorar atuendos y alborotar el tornasol de las faldas carmañolas, se dieron algunos a armar contradanzas de adelantar y contradecir en ringlera, mudar de parejas, hacerse reverencias y contonear las figuras, desatendiendo a los bastoneros improvisados que trataban, en vano, de mantener alguna compostura en las filas y grupos. Al fin, tanta era la algarabía, tantas eran las ganas de bailar y saltar y reír y gritar, que se liaron todos en una enorme rueda, pronto rota en farándula, que, luego de dar vueltas en torno a la guillotina, se lanzó a las calles aledañas, yendo y regresando, invadiendo traspatios y jardines, hasta la noche. Ese día se inició el Gran Terror en la isla. No paraba ya la Máquina de funcionar en la Plaza de la Victoria, apretando el ritmo de sus tajos. Y como la curiosidad por presenciar las ejecuciones era siempre viva donde todos se conocían de vista o de tratos –y guardaba éste sus rencores contra aquél, y no olvidaba el otro alguna humillación parecida…-, la guillotina empezó a centralizar la vida de la ciudad. El gentío del mercado se fue mudando a la hermosa plaza portuaria, con sus aparadores y hornillas, sus puestos esquineros y tenderetes al sol, pregonándose a cualquier hora, entre desplomes de cabezas ayer respetadas y aduladas, el buñuelo y los pimientos, la corosola y el hojaldre, la anona y el pargo fresco. Y como era muy apropiado para tratar negocios, el lugar se transformó en una bolsa volante de escombros y cosas abandonadas por sus amos, donde a subasta podía comprarse una reja, un pájaro mecánico o un resto de vajilla china. Allí se cambiaban arneses por marmitas; naipes por leña; relojes de gran estilo por perlas de la Margarita. En un día se elevaban, el mostrador de hortalizas, el escaparate de buhonerías, a la categoría de tienda mixta –tremendamente mixta- donde aparecían baterías de cocina, salseras armoriadas, cubiertos de plata, piezas de ajedrez, tapicerías y miniaturas. El patíbulo se había vuelto el eje de una banca, de un foro, de una perenne almoneda. Ya las ejecuciones no interrumpían los regateos, porfías ni discusiones. La guillotina había entrado a formar parte de lo habitual y cotidiano. Se vendían, entre perejiles y oréganos, unas guillotinas minúsculas, de adorno, que muchos llevaban a sus casas. Los niños, aguzando el ingenio, construían unas máquinas destinadas a la decapitación de los gatos. “<br />