1. José Acevedo Jiménez
Yugo de Bueyes
Ajeno a los avances de la ciudad, marchando a un ritmo desacelerado, se encuentra el pueblo
de Santa Marta. Un pueblo agrícola localizado en la parte noroeste del país. Sus habitantes,
sencillos y humildes, viven sólo de lo que le provee la tierra.
Es común ver bueyes arar el terreno, preparando la tierra para la siembra. El arado por bueyes,
en Santa Marta, es una tradición que ha pasado de padres a hijos desde tiempo de la conquista
española.
Al igual que muchos, don Bartolo aprendió el oficio del arado de su padre. De esa manera se
ganaba el sustento de él y su familia. En las tardes, al caer el Sol, se le podía ver por la calle sin
pavimento que conducía al pueblo. Recuerdo que muchos de los niños nos dirigíamos hasta el
lugar, tan sólo para ver a don Bartolo arrear sus laboriosos bueyes.
- ¡Ahí viene, ahí viene! – Gritábamos llenos de júbilo.
- ¡Arre, jo, arre!- decía don Bartolo mientras arreaba sus bueyes – Lomo Pinto,
Azabache. ¡Arre, Arre, jo!
¡Ah, qué días aquellos los de la infancia!
Recuerdo que soñaba despierto, imaginando el día en que aprendería a llevar el negocio de la
familia y continuar con la tradición. El arreo de bueyes. Pero, las cosas pocas veces salen como
uno lo espera y el destino me llevó lejos de mi pueblo, familiares y amigos.
Gracias a mi devoción por el estudio y al padre Mariano Zaragoza, sacerdote español que llegó
al pueblo a mediados de los sesenta, conseguí una beca para estudiar agronomía del otro lado
del Atlántico.
Confieso, quedé sorprendido la primera vez que llegué a Barcelona, supongo que era algo
normal considerando que nunca había salido de Santa Marta. Aquellos fueron años de
sacrificio, desvelo y sobre todo de añoranza. Aunque aquél lugar era muy diferente de mi
Santa Marta, nunca pude borrar de mi memoria el recuerdo de mi pueblo. Podía sentir el olor
a brisa fresca de los cultivos, escuchar el mugir de los bueyes y el ¡arre, jo, arre! de don
Bartolo al caer la tarde. En otras palabras, mi cuerpo se había marchado, pero, mi espíritu
seguía allí.
Durante mis años de ausencia, muchas cosas cambiaron en el pueblo. El viejo y pedregoso
camino que conducía a Santa Marta, el mismo por donde transitaba don Bartolo con Lomo
Pinto y Azabache, sus dos bueyes, ahora estaba cubierto de asfalto. Ya no se veían las bestias
guiadas por hombres surcar las tierras, ruidosas máquinas, más efectivas, hacían el trabajo.
2. Me sentí un extraño en mi propia tierra, todo había cambiado. Sólo el recuerdo permanecía
inmutable; y sentí nostalgia, por aquellos años de felicidad que no volverían.
Deambulé por el pueblo, observando todo, como queriendo convertir el presente en pasado y
mantener aquella imagen, viva en el recuerdo, estática en el tiempo.
- ¡Ernesto! - escuché decir a lo lejos. - ¡don Bartolo, don Bartolo, es Ernesto que ha
vuelto! – Exclamó Jaime al verme llegar.
Los ojos del anciano se llenaron de lágrimas al ver a su nieto regresar.
- ¡Has vuelto, has vuelto!- exclamó don Bartolo entre lágrimas de alegría. Yo no pude
decir palabra alguna, y luego todo fue silencio.
La casa había cambiado, el pueblo había cambiado, pero nada de eso parecía haber afectado a
don Bartolo. El futuro no lo había tomado desprevenido, para subsistir se adaptó a los nuevos
tiempos, cambiando bestias por máquinas.
Cierta tarde, mientras caminaba de regreso al pueblo, escuché un grupo de muchachos que
gritaban con gran algarabía. Me acerqué para ver lo que sucedía; como si se tratara de
aquellos viejos tiempos, era don Bartolo que regresaba, de las parcelas, no arreando los
bueyes sino montado en su tractor. Se quitaba el sombrero para saludar a los chicos que le
aplaudían y hacían toda clase de ruidos. Y entonces comprendí que el pasado nunca muere en
lo absoluto que, como yugo que une a los bueyes, está atado de alguna manera al futuro.